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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.61 México Jul./Dec. 2021  Epub Feb 28, 2022

https://doi.org/10.21555/top.v0i61.1183 

Filosofía en el espacio público

Las humanidades en tiempos del Antropoceno: en el umbral entre humanismo y posthumanismo

The Humanities in the Times of the Anthropocene: At the Threshold Between Humanism and Posthumanism

Diana María Muñoz-González1 
http://orcid.org/0000-0003-1298-8805

1Universidad de San Buenaventura, Colombia, dmunoz@usbbog.edu.co


Resumen

Frente al anuncio del Antropoceno como la nueva era geológica en la que el ser humano ha llegado a convertirse en la principal fuerza telúrica del planeta, las humanidades se ven claramente solicitadas. Ellas deben revisar a fondo la concepción usual del ser humano definido a partir de su distinción esencial frente a la naturaleza. En esa tarea se les ofrecen dos caminos a seguir: uno conserva premisas fundamentales de la tradición humanista, mientras el otro busca separarse de dicha tradición y abrirse a un nuevo paradigma de pensamiento posthumanista. Este artículo contrasta ambos enfoques, preguntándose cuál de ellos da mejor cuenta del Antropoceno en cuanto evento cuya novedad invita a redefinir lo que significa ser humano.

Palabras clave: Antropoceno; antropocentrismo; humanidades; humanismo; posthumanismo; naturaleza

Abstract

With regard to the so-called “Anthropocene” era, in which human beings have become Earths’ main telluric force, the humanities are clearly under siege. They must review in depth their conception of human being, usually defined as essentially different from Nature. Accordingly, two distinct ways of reaction are open: one retains the principles of the humanistic tradition, while the other one seeks to drift apart from that very same tradition, and to open up a new paradigm of thinking that might be called posthumanist. This paper broadly puts in contrast both approaches by asking which of them comes to grip with this event, and so lets us understand what does it mean to be human in this new era.

Keywords: Anthropocene; anthropocentrism; Humanities; humanism; posthumanism; nature

1. El evento Antropoceno

Desde que fuera proferido en el marco de una conferencia en el año 2000 por el Nobel de Química Paul Crutzen,1 el término “Antropoceno” ha conocido una acelerada difusión, pasando rápidamente del ámbito de las ciencias naturales, donde hizo su aparición, al de las humanidades, en donde ha sido abrazado con interés creciente. La razón de su éxito tuvo mucho que ver, en primera instancia, con lo que el término quiso bautizar: nada menos que una nueva era geológica. Evidentemente, el anuncio de un acontecimiento de semejante importancia -que suele tomar millones de años en producirse- no podía sino capturar la inmediata atención de la comunidad científica. No obstante, lo que mejor explica su acogida, particularmente en el campo de las humanidades, tiene que ver con que, al ser nombrado de tan peculiar manera, ese evento geológico lleva a cuestionar nuestra forma habitual de pensar al ser humano.

Ciertamente, como indica el apelativo “Era del hombre” (anthropos: hombre; kainos: nuevo), esta nueva edad geológica cuyo umbral habríamos cruzado irreversiblemente, tras más de once millones de años del periodo conocido como Holoceno, estaría caracterizada por un ser humano que, lejos de seguir indefenso frente al desbordante poder de la naturaleza, habría conseguido invertir el juego de fuerzas hasta convertirse él mismo en la principal fuerza telúrica. En otras palabras, de simple inquilino habría pasado a ocupar la posición de arquitecto de este inmenso espacio vital. Y visto así, es claro que no habría en la historia de la humanidad, ni del planeta, un evento comparable al Antropoceno. Nunca antes se había atribuido a una única especie tal poder geomorfológico. Nunca antes, tampoco, la naturaleza había parecido tan frágil. Usualmente, en efecto, la caracterización de una era geológica respondía a consideraciones sobre la composición de la flora, la fauna y muchos otros aspectos no reductibles a un solo factor o agente causal, pero, para los proponentes del término, el ser humano se ha convertido en el marcador geológico por excelencia. Así pues, revestido de un tono grandilocuente, el Antropoceno parece entronizar al ser humano al poner en sus manos el destino del planeta.

Por muy llamativo que sea, sin embargo, se necesita evidencia científica para dar crédito a lo que este término pretende mentar. Pruebas de que el Antropoceno ha tenido lugar realmente. De allí que se haga necesario reunir datos que den sustento a la afirmación de Crutzen de que estamos viviendo una era planetaria en la que el ser humano constituye el factor explicativo clave. Es así que la Comisión Internacional de Estratigrafía organizó la recolección de muestras, tanto a alturas olímpicas como a profundidades oceánicas abisales, para confirmar que no existe ningún lugar en la Tierra donde no se haya grabado la huella humana. Más exactamente, se busca establecer con certeza si la impronta de la actividad industrial (basada en el uso masivo de combustibles fósiles) se encuentra diseminada por doquier, como parece confirmarlo la presencia de dióxido de carbono (CO2) en las capas de suelo de los distantes rincones examinados.

Sin embargo, para que la omnipresencia de estos residuos químicos llegue a ser prueba de que los seres humanos están dándole una nueva cara al planeta, se necesita mostrar que la actividad de la cual son producto tales residuos está asociada con efectos de carácter sistémico y global. En otras palabras, no sería suficiente con encontrar depósitos de CO2 en los cuatro puntos cardinales para atribuir al ser humano un radical poder transformador, a menos que se vincule causalmente esta actividad con cambios generalizados en el planeta. Y éste es precisamente el caso. Pese al empeño de los negacionistas por confundir a la opinión pública, desde el punto de vista científico ninguna duda cabe ya de que la actividad humana, específicamente la industrial, está provocando efectos sistémicos en el clima, los océanos, la composición de los hábitats humanos y los no humanos, cambios que desde luego afectan de modo decisivo a cuantos allí habitan. Hablar de Antropoceno va, pues, de la mano con el reconocimiento del carácter antropogénico de fenómenos a escala planetaria, como el calentamiento global o el empobrecimiento de la biodiversidad (se habla cada vez más de una sexta extinción masiva en curso), que comprometen las condiciones necesarias para el sostenimiento de la vida en la Tierra.

Y es aquí donde está lo que quizás interroga de manera más directa a las humanidades a propósito del Antropoceno. Si tradicionalmente se ha dado por sentada una división del trabajo epistemológico, según la cual aquéllas se ocupan de conocer la esfera de la realidad propiamente humana, mientras que a las ciencias de la naturaleza corresponde dar cuenta de los fenómenos puramente naturales, lo que este nuevo periodo geológico obliga a cuestionar es, precisamente, la posibilidad de llevar a cabo esta división: en el Antropoceno ambas esferas se resisten a ser deslindadas de manera nítida. En efecto, si la esfera natural es concebida como el afuera de la actividad humana, un límite exterior al que dicha actividad busca interiorizar, el Antropoceno habría conseguido borrar esta frontera para siempre ahora que todo parece haber sido arrastrado al interior del espacio humano. Esto indica que con el Antropoceno se quiebra ese paradigma de pensamiento que ha sido tan definitivo en la manera de definir al ser humano, siempre por oposición a la naturaleza.

No obstante, la pregunta crucial es: ¿necesariamente inaugura el Antropoceno una manera distinta de concebir al ser humano? Más aún, ¿es obligatorio hacer el cambio hacia un paradigma de pensamiento nuevo para dar sentido al Antropoceno? O, lo que es lo mismo, ¿hasta dónde se ven solicitadas las humanidades por este acontecimiento? ¿Cómo hemos de pensar el ser humano en la llamada “Era del Hombre”? En lo que sigue esbozaré dos caminos o actitudes a seguir, los cuales rivalizan entre sí: uno humanista, otro posthumanista. La distancia entre ellas nace de la capacidad y decisión para traspasar un umbral que deje atrás ciertas concepciones tradicionales del ser humano en nombre de una nueva visión antropológica. Según veremos, en la confrontación entre ambas actitudes se juega el futuro mismo de las humanidades, esto es, la capacidad para renovarse al tomar realmente en serio el Antropoceno y estar a la altura de su carácter como evento.2

2. Narrativas humanistas del Antropoceno

Si la historia es escrita como el combate constante y continuo que el ser humano ha llevado adelante en contra de las limitaciones que le impone la naturaleza, si el sentido de esta marcha se ve en la forma cada vez más familiar y propia que él va imprimiendo en el medio natural que lo rodea -de entrada ajeno a sus necesidades, deseos e intenciones-, si, en suma, la historia es narrada como el arduo camino seguido por el ser humano hacia el pleno dominio de la naturaleza, entonces no sorprende demasiado que el Antropoceno sea presentado como el epílogo de esta triunfal historia de ascenso y superación.

Precisamente, como señala Christophe Bonneuil (2015), ésta es la narrativa hegemónica mediante la cual se busca explicar cómo llegamos al momento presente. Suele ser, comenta este autor francés, una narrativa lineal y progresiva que hace del Antropoceno el desenlace ineluctable de la trama histórica, el episodio final en el que se resuelve la tensión dialéctica que ha opuesto desde siempre al ser humano y a la naturaleza. El Antropoceno sellaría la victoria del primero sobre su eterna rival, ahora desaparecida por obra de la infatigable acción humana.

Por supuesto que esta historia, con duración de varios millones de años, es contada transitando por varias etapas que en conjunto describen una curva de menos a más. “Érase una vez un puñado de hombres primitivos, cazadores-recolectores, que consiguieron dominar el fuego, inventar herramientas, desarrollar la agricultura, construir ciudades e imperios en los que prosperaron y crecieron vertiginosamente en número, mejorando paulatinamente sus formas de organización y métodos de producción, hasta desarrollar, gracias a complejos sistemas de intercambio y apoyados en ingeniosas tecnologías, el poder de someter la naturaleza a la medida de sus necesidades”. Así, no es inusual que esta narrativa vea en la Revolución Industrial del siglo XIX un capítulo decisivo. Fue el momento histórico en el que el proceso de desarrollo e innovación tecnológicos que venía ocurriendo, hasta entonces a un ritmo lento, se aceleró de pronto en una carrera que después no conocerá freno, sino que, al revés, encontrará un nuevo impulso en la segunda mitad del siglo XX en el periodo de postguerra llamado “la gran aceleración”, cuando ocurre un cambio de escala en las transformaciones debido a la conjunción entre nuevas tecnologías, el uso masivo de energías fósiles y el rápido aumento de la población. De tal suerte que, al hilo de esta historia de tintes heroicos, actualmente estamos viviendo un momento culmen en el que la humanidad ha conseguido controlar y dar forma a procesos naturales de los que no hace mucho todavía dependía sin entender por qué se desarrollaban, ni menos aún cómo podrían ser alterados. Esta narrativa es calificada por Bonneuil de “naturalista”.

La llama así porque el protagonista de tan gloriosa odisea es un ser humano definido en términos de Homo Sapiens. Efectivamente, la humanidad se refiere aquí a la especie biológica humana, que en la lucha por la supervivencia ha salido claramente vencedora por encima de las demás.3 En otras palabras, esta narrativa hace suponer que los avances tecnocientíficos son el resultado del desarrollo evolutivo de la especie humana, la cual acumuló el inmenso poder que actualmente tiene de incidir de manera radical sobre los procesos globales del sistema Tierra.

A la narrativa naturalista del Antropoceno la acompaña de cerca otra identificada por Bonneuil como narrativa “post-natural”. Ésta prolonga la primera al asumir que el presente es fruto de la progresiva superación de la especie, pero en cierto modo la radicaliza al ver el Antropoceno como el momento de dominar los efectos negativos que nuestra dominación ha producido; efectos como, por ejemplo, el cambio climático. Cierto es que no se abandona aquí el eje narrativo de la anterior, sino, antes bien, se le enfatiza con mayor fuerza. Lo nuevo de esta narrativa está en que cobra conciencia del peligro destructivo que la carrera por el dominio de la naturaleza ha puesto en evidencia, pero en lugar de pensar en detenerla o en desviarse de ese camino, esta narrativa insiste en la urgencia de proseguir por él. Paradójicamente, lo mismo que habría generado ese peligro, a saber, la idea incuestionada de progreso tecnocientífico, es visto como la solución. Algo así como combatir el fuego con fuego. Los que asumen este discurso confían en las soluciones high tech, del tipo que ofrece la geoingeniería: captura masiva de CO2 gracias a enormes máquinas aspiradoras, por ejemplo, o parasoles gigantescos orbitando la Tierra para que desvíen la radiación solar, entre otras. Es claro que aquí no se narra únicamente la dominación de la naturaleza a manos de nuestra especie, sino que, yendo más lejos, es la historia de la suplantación total de la naturaleza por la técnica, esto es, una tecno-naturaleza híbrida.

Sin nostalgia alguna, esta narrativa tecnófila pregona y, todavía más, celebra la muerte definitiva de la naturaleza. En otras palabras, el Antropoceno es vislumbrado como una etapa mayor de la conquista humana en la que ya no nos contentamos con adaptar el entorno sino que pretendemos construirlo desde el comienzo. Una narrativa así es la que promueve el geo-constructivismo. Esa corriente hoy tan popular “[…] soutient que la Terre, et tout ce qu’elle contient -écosystèmes et organismes, humains et non-humains - peut et doit être reconstruite, réformée et réformée. Entièrement [sostiene que la Tierra y todo lo que ella contiene - ecosistemas, organismos, humanos y no humanos -, puede y debe ser reconstruido, reformado enteramente]” (Neyrat, 2016, pp. 11-12).4 Así pues, pronto la Tierra no tendría nada de entidad independiente, sino que sería un constructo puramente humano. La imagen que mejor ilustra esta visión de las cosas es la que hace del planeta una nave espacial que correspondería al ser humano pilotar como su capitán. De hecho, esta narrativa no se limita a contar cómo el ser humano igualó el poder colosal de la naturaleza, sino que ahora cuenta cómo busca repararla:

[…] Le monde est en proie à des périls écologiques, mais n’oublions pas que ces périls ont été causés par l’humanité et non par quelque obscur destin ; loin d’en tirer quelque culpabilité, il nous faut au contraire tirer profit de cette puissance tellurique. Si nous avons fait mal à la Terre, c’est que nous avons eu le pouvoir de le faire. Nous avons mal fait la Terre ? Réparons-la, reprogrammons-la -reconstruisons-la ! [El mundo está amenazado por peligros ecológicos, pero no olvidemos que esos peligros han sido causados por la humanidad, no por un oscuro destino; lejos de extraer alguna culpabilidad, nos corresponde, por el contrario, sacar provecho de este poder telúrico. Si hemos hecho daño a la Tierra, es porque tenemos el poder de hacerlo. ¿Le hicimos daño? ¡Reparémosla, reprogramémosla, reconstruyámosla!] (Neyrat, 2016, p. 12).

El tono narrativo sigue siendo de un optimismo a toda prueba. Pero, desde luego, no faltan razones para sospechar del talante progresista de estas narrativas, esto es, de la lógica profundamente moderna con la que escriben unidireccionalmente la historia, siempre en función de un futuro venidero portador de los mayores bienes para la humanidad. Sus promotores rara vez parecen dispuestos a volver la mirada críticamente sobre el oscuro reverso de esta historia. Así, por ejemplo, Bonneuil muestra cómo los peligros del momento presente son vistos por ambas narrativas como la inesperada consecuencia de un proceso motivado por el impulso consustancial al ser humano de superar cuanto pueda limitar su potencial de (auto)transformación. El ser humano simplemente no estaba en condición de prever el peligro que su actividad engendraba, por ejemplo, sobre la conservación de los hábitats naturales. Estas narrativas prefieren retratarlo ciego, de manera que solamente cuando las ciencias del sistema Tierra estuvieron maduras y le enseñaron los efectos colaterales que su acción estaba generando, abrió los ojos -como ha venido ocurriendo desde hace algunas décadas con el surgimiento de movimientos ecologistas- y fue consciente de la deriva destructiva de sus empresas de progreso. Ese tipo de narrativa moderna suele describir el tránsito de las sombras a las luces, de la ignorancia al conocimiento. En resumen, narra “el paso de una modernidad simple a una modernidad reflexiva” (Bonneuil, 2015, p. 21) que ha aprendido a analizar y superar los errores de la primera modernidad para tomar en consideración los peligros generados por las tecnologías industriales.

No obstante, como lo dejan en claro Bonneuil y Fressoz en otro trabajo de referencia sobre el Antropoceno (2016), abunda la evidencia acerca de que, desde una fase muy temprana del proceso industrial, el peligro fue evidente, e incluso que bajo la consigna del progreso se avanzó deliberadamente sin importar las advertencias acerca de los estragos que causaría un modelo basado en la explotación sin cuartel de la naturaleza. Nunca se dio, pues, la pretendida ceguera. Las advertencias, hay que anotarlo, provenían muchas veces de círculos ajenos a los científicos. Y es que, por lo general, las narrativas modernas y progresistas sobre el Antropoceno otorgan a la ciencia y la tecnología un papel protagónico en la decisión sobre el mejor curso de acción a seguir para hacer frente a los peligros actuales. Por eso, en la misma vena triunfal de la naturalista, la narrativa post-natural también piensa que la actividad humana que ha hecho vislumbrar el abismo es la que, orientada esta vez mejor por un conocimiento tecnocientífico más avanzado, sabrá ofrecer la salvación. De manera que, ¿por qué no utilizar las herramientas tecnológicas a nuestra disposición para reconstruir el entorno y hacerlo más seguro? O incluso, ¿por qué no producir un nuevo ser humano capaz de enfrentar los cambios por venir? Ésta es al menos la confianza prometeica que rezuman, por ejemplo, los transhumanistas cuando hablan sin tapujo de modificar genética y tecnológicamente los cuerpos humanos, no únicamente para que desarrollen proezas físicas y mentales sin precedentes, sino también, si fuera necesario, para que sean eventualmente aptos para soportar las nuevas condiciones que traiga consigo un cambio climático. Efectivamente, el fin de la naturaleza que relata esta narrativa post-natural va aparejado a la proclama del fin de la naturaleza humana.

Ahora bien, la crítica central de Bonneuil a estas narrativas -la naturalista y la “post-natural”- ataca una premisa particularmente cuestionable de éstas: la deliberada vaguedad o generalidad en la caracterización del “ser humano” o “anthropos” al que erigen como protagonista de sus historias. Ciertamente, no todos los seres humanos han provocado con su actividad la llegada del Antropoceno. Detrás del proceso está un ser humano que es producto de una cultura y de una tradición particular, por mucho que se pretenda de validez universal: la europea moderna. Más exactamente, es producto de una cultura tecnocientífica y, desde luego, también capitalista. En cierto modo argumentan por esta misma línea quienes en nombre de la justicia ambiental sostienen que es a unos cuantos países, los ricos e industrializados, a los que cabe asignarles la verdadera responsabilidad por la gran mayoría de emisiones de gases a efecto invernadero, mientras que los más pobres, que no han participado en su producción, son los que empero pagan el más alto precio por el cambio climático. En suma, el Antropoceno no sería obra de todos los humanos y de ninguno a la vez, sino el resultado de los promotores del capitalismo industrial, basado en energías fósiles, desarrollado desde finales del siglo XIX hasta nuestros días con una intensidad y alcances cada vez mayores. De suerte que narrativas como las señaladas antes, que relatan una historia anónima guiada por una humanidad abstracta, enfrentada a su vez a una naturaleza igualmente abstracta y homogénea, son narrativas que despolitizan la historia y, al hacerlo, generan una sensación de parálisis ante lo que se muestra como un destino ineluctable: el Antropoceno. Un destino atravesado de peligros que la mayoría de las personas juzga tan desmedidos y cuya resolución les parece tan fuera de alcance, que terminan depositando en los científicos y en las tecnologías la responsabilidad política sobre el camino a seguir. Según Bonneuil y Fressoz, lo más cuestionable de estas narrativas es, justamente, que atenazan a los ciudadanos, empujándolos a trasladar las decisiones políticas al restringido círculo de científicos y técnicos. Bruno Latour (2015) se refiere, por su parte, al estado de aturdimiento, casi patológico, en el que constantemente nos vemos sumidos por cuenta de la catarata de noticias que diariamente hablan del cambio climático, con la consecuente sensación de desesperanza y quietismo que esto genera. He aquí lo paradójico de una narrativa progresista que avanza en dirección supuestamente de la libertad, pero que termina por arrebatar esa misma libertad a los individuos, cada vez más tentados a dejar en manos de unos pocos iluminados por la ciencia el destino del resto. De manera que la invitación de estos autores es a repolitizar la historia, pues no estamos ante relatos sin consecuencias. Su carácter es performativo y por esto mismo legitiman decisiones económicas, prácticas sociales, modos de vida, leyes e instituciones, que es preciso cuestionar. Repolitizar las narrativas supondrá, por consiguiente, relatarlas de suerte que los ciudadanos y comunidades que se sienten apartados y excluidos de la historia contada recuperen la capacidad de actuar y de asumir su destino. Contarla de manera que, menos que un ser humano abstracto, aparezcan como protagonistas del Antropoceno ciertos agentes históricamente determinados y especialmente responsables de lo que acontece, relatos que desvelen las lógicas económicas, políticas y sociales dentro de las que operan dichos agentes. Así, detrás del “nosotros, los humanos” al que aluden estas narrativas, es preciso sospechar una ideología que busca eludir responsabilidades históricas concretas.

De allí que haya quienes cuestionan duramente el término “Antropoceno”, al considerar que esa denominación esconde el papel crucial que el capital(ismo) ha tenido en esta historia y, por lo tanto, vuelve invisibles las disimetrías en la responsabilidad y en los beneficios extraídos de este sistema económico. Para ellos, el desarrollo de este sistema debería ser expuesto como el verdadero leitmotiv de la narrativa sobre el Antropoceno. Por esa razón, abogan directamente por evitar el término “Antropoceno” y proponen otros apelativos como Capitaloceno (cfr. Crist, 2016),5 o incluso, en una respuesta crítica al marcado gesto antropocéntrico que se adivina en el término “Antropoceno”, el exótico nombre de Cthuluceno (cfr. Haraway, 2016).6

Ahora bien, lo que nos interesa subrayar es el papel estructurante que en las dos narrativas descritas desempeña la distinción entre humano y naturaleza. En ambos casos, esta distinción o, mejor aún, la tajante oposición, es el hilo que recorre la historia desde el inicio hasta el fin. Y es que sin ella, tales narrativas no tienen sentido, pues lo que en definitiva relatan no es otra cosa que la superación de dicha oposición hasta su completa desaparición en el presente.

En realidad, aunque sea presentada como una más de las millones de especies que la generosa fuente de la vida ha hecho brotar en el planeta, la moraleja final de estas narrativas es que la especie humana no fue nunca una especie como cualquier otra. Si sale victoriosa es porque desde el comienzo dispuso de medios excepcionales que no sólo le permitieron adaptarse a la naturaleza sino, todavía más, modificarla radicalmente y, en última instancia, crear una segunda naturaleza: la cultura. Más bien, una anti-naturaleza que, a manera de una capa de realidad superpuesta sobre aquella primera que le fue dada en principio, ofreció al ser humano un medio idóneo en el cual prosperar.

Y, ¿qué es lo excepcional de la especie humana? Junto con buena parte de la tradición occidental, podríamos responder sin dificultad que la razón y el lenguaje -el logos griego- son los atributos que han marcado la diferencia fundamental respecto a las otras especies animales. En la base de estas narrativas se halla una concepción antropológicofilosófica que ha estado presente a lo largo del pensamiento occidental, según la cual el ser humano sólo pertenece de forma secundaria o transitoria al mundo natural, pues su verdadera esencia es de otro orden: racional, intelectual, espiritual, etc. En otras palabras, se asume de entrada una ruptura óntica entre el ser humano y la naturaleza, la cual viene inevitablemente asociada a un dualismo ontológico por el cual la realidad se ve escindida en dos ámbitos opuestos y jerárquicamente organizados, cesura que se prolonga en el interior del ser humano separando lo propiamente humano en él de lo que no es sino un componente meramente natural, animal o biológico. Así, podemos afirmar que en las narrativas señaladas opera subrepticiamente una distinción entre especie o género humano (Menschengeschlecht en alemán) y humanidad (Menschheit o Humanität). En realidad, el protagonista de la historia que nos trajo hasta el Antropoceno es sobre todo el segundo, es decir, no la especie biológica sin más, sino los miembros de la especie en quienes encarna un ideal de lo que sería propiamente humano. El ser humano que escribe la historia es el que, según lo dicta cierto ideal definido cultural e históricamente, pone en ejercicio atributos como la razón, el lenguaje, la capacidad de acción, la libertad, etc., con el fin de arrancarse de la naturaleza y dominarla. Estamos, pues, ante narrativas claramente humanistas.

Ciertamente, los relatos naturalista y post-natural revelan su cuño humanista al dejar ver cuánto descansan sobre una concepción de “ser humano” visto como ente excepcional que desde siempre estuvo llamado a trascender la naturaleza y a liberarse, negándolas, de las determinaciones que ésta le impone; un ser que en realidad nunca se vio solamente como un ente natural, sino que -como ha insistido en sostener el grueso de la tradición humanista occidental- lleva dentro de sí una “chispa”, divina, espiritual, racional, en virtud de la cual su destino no podía ser otro que trascender la naturaleza a la que, estrictamente hablando, nunca perteneció del todo.

Estas narrativas entienden al ser humano como la única fuerza activa en el orden de las cosas, el motor que empuja la historia. Relatan cómo fraguó poco a poco su destino excepcional hasta no depender de nadie ni de nada más, tan sólo de sí mismo. El telos es claramente la conquista total y absoluta de la naturaleza. Como único protagonista de interés, su historia terminó por convertir la historia natural en un episodio más de la suya propia: el Antropoceno, un desenlace que algunos humanistas entusiastas estarían seguramente tentados de leer como la redención final de la naturaleza a manos del Hombre.

Se trata, como se ve, de narrativas antropocéntricas. Suponen que el único principio capaz de hacer avanzar la historia es la acción humana. Más aún, sólo hay acción propiamente dicha cuando es humana. Lo no humano es relegado a la condición de materia pasiva de la que el humano se sirve con inteligencia e ingenio convirtiéndola en el medio adecuado para la obtención de sus fines. La naturaleza cumple entonces el rol de simple telón de fondo sobre el cual se despliega soberana la acción humana. Dicho de otra manera, el ser humano ocupa la posición de sujeto, en tanto que la naturaleza, convertida en su objeto, permanece muda. Y es que, como escribe el novelista portugués:

Fazer era o grande verbo humano, aquele que claramente tinha separado o homem da formiga, do cão, ou das plantas: os seus fazeres eram gigantescos, poderosos; nunca imortais mas bem mas permanentes que qualquer outra construção de qualquer outra espécie [Hacer era el gran verbo humano, aquel que claramente separó al hombre de la hormiga, del perro o de las plantas: sus haceres son gigantescos, poderosos; nunca inmortales sino, más bien, más permanentes que cualquier otra construcción de cualquier otra especie]. (Tavares, 2007, p. 49).

Es el verbo que marca la distancia insalvable que lo separa de todos los demás entes, condenados a padecer su acción. Otorgar un papel distinto a los no humanos, tratarlos como agentes, resultaría pues impensable, incluso disparatado, para esta visión humanista y antropocéntrica de la historia.

En conclusión, las lecturas mencionadas del Antropoceno dan por superada la distinción entre naturaleza y cultura en la medida en que la primera parece ya subsumida bajo la actividad humana, evento que se ofrece como prueba fehaciente del destino sin par al que desde siempre se proyectó el ser humano. Para estas lecturas, la naturaleza llegó a su fin.

No obstante, ¿lo que se proclama es el fin de la naturaleza o, más bien, el fin de cierta idea de la naturaleza? Desde una perspectiva constructivista, la naturaleza es lo que definimos como tal. Así, por ejemplo, según el antropólogo francés Philippe Descola, la concepción de la naturaleza como opuesta y exterior a la cultura es una construcción exclusivamente occidental -arranca con los griegos y se acentúa luego en la Modernidad-, que constituye por ello una suerte de excepción cultural en la medida en que la gran mayoría de las otras culturas compone su mundo sin apelar a esta contraposición y organiza la realidad sin dividirla tajantemente entre lo humano y lo no humano, o entre lo cultural y lo natural (cfr. Descola, 2014). Ahora bien, si esto es así, es decir, si al declarar la muerte de la naturaleza de lo que se trata realmente es de abandonar una idea de naturaleza, entonces ¿de qué idea de naturaleza prescinden los geo-constructivistas y todos los que con ellos afirman con beneplácito su muerte por obra de la tecnociencia? (De hecho, pese a las importantes diferencias que los separan, geoconstructivistas, posmodernos, tecno-utopistas y los pro-industria se reconocen en este mismo rechazo). Quienes así se regocijan declaran difunta la idea de la naturaleza como lo dado, no producido, sin marca humana, sin contaminación; la naturaleza, pues, concebida como pura y trazando un límite exterior e intraspasable para la acción humana. Se la rechaza en parte por su carácter romántico, en virtud del cual se condena al ser humano como un intruso que con su técnica rompe con la armonía natural (Deep Ecology). Pero también la rechazan porque sirve de excusa para posturas autoritarias que con frecuencia han hecho un uso doctrinario o ideológico de la idea de una naturaleza pura con el propósito de alimentar el racismo, el sexismo y el nacionalismo.

Por otro lado, no deja de inquietar que, por un exacerbado narcisismo, el ser humano se encierre en su propio reflejo. Para algunos, renunciar a la idea de la naturaleza como algo exterior no humano, Otro, significaría un empobrecimiento aterrador de nuestra experiencia humana. Si en el mundo no encontráramos sino nuestra propia imagen, sin ningún afuera o exterioridad, sin Alteridad no humana que nos recordara nuestra finitud, sería como vivir en el “infierno de la identidad”. Por eso, en lugar de adherir a la proclama de su muerte, para algunos autores se trata por el contario de dar marcha atrás y evitar la trágica desaparición de la naturaleza (cfr. Maris, 2015).7

En efecto, cabe preguntarnos si la mejor manera de pensar la superación de la distinción entre lo humano y la naturaleza, a la que parece obligarnos el Antropoceno, es dando por muerta la segunda a manos del invencible espíritu humano. Verlo así sería seguir en el juego de la dominación que reclama poder absoluto para el primer término de la dualidad. Al seguir por esta vía, se mantiene intacta la visión heroica, dominadora, antropocéntrica, (hiper)humanista en última instancia, del ser humano, que es probablemente de la que el evento del Antropoceno nos invita a despedirnos.

3. Elementos para una narrativa posthumanista

Si bien las narrativas que hacen del Antropoceno el momento final de una historia épica, jalonada por continuos triunfos sobre la naturaleza, confían en la capacidad de la ciencia y la tecnología para minimizar los efectos nocivos de la dominación humana, la evidencia de que la actividad industrial amenaza con poner gravemente en riesgo la habitabilidad de la Tierra ha llevado a moderar el tono triunfante propio de esas lecturas del presente. Visiones de corte eco-catastrofista insisten en que, lejos de ser victoriosa, la historia que nos trajo hasta aquí ha de ser leída más bien como una cadena de errores, de prácticas insostenibles y de creencias falsas. En lugar de una victoria, lo que aquella historia narraría sería un crimen que corre el riesgo de terminar trágicamente con la muerte irreversible de la naturaleza. Y aunque no se trata de sucumbir a la parálisis a la que tales lecturas pueden inducir, no estaríamos atendiendo como se debe a la llegada del Antropoceno si no escucháramos los campanazos de alerta que despierta; en otras palabras, si no nos entregáramos con seriedad a la tarea de revisar las visiones de mundo que a lo largo de siglos han determinado la forma de concebir la relación entre el ser humano y la naturaleza, a menudo bajo el signo implacable del dominio. En fin, es menester vislumbrar el paso hacia un pensamiento nuevo que desmonte las fábulas humanistas hasta ahora hegemónicas, un pensamiento bajo cuya lente el Antropoceno exhiba un sentido distinto y dé pie a otro tipo de relatos.

De allí que la premisa ontológica que a priori concibe al ser humano como un ente por fuera de la naturaleza se haya convertido en la diana frecuente de la crítica contemporánea al humanismo metafísico en sus distintas versiones. De hecho, una mirada posthumanista se reconoce allí donde ésta pone en tela de juicio y, todavía más, abandona la visión metafísica tradicional que taja el conjunto de la realidad en ámbitos opuestos. El problema estriba, como hemos dicho antes, en que dentro de este esquema de pensamiento binario oposicional, uno de los polos termina indefectiblemente por ocupar la posición de dominado -como lo puso en evidencia el cáustico examen genealógico realizado por Nietzsche-. Así lo ilustra, en efecto, el que en la historia del pensamiento metafísico occidental, adjetivos como “esencial”, “verdadero”, “fundamental”, etc., hayan estado reservados para referirse al lado de la realidad considerado inmaterial, incorpóreo, racional, no natural, en suma, el lado donde dice situarse lo propiamente humano. Más aún, el hecho de ocupar esta posición ontológicamente superior lleva al ser humano a asumir el rol de señor, cuya afirmación depende del poder para someter a su opuesto, que paradójicamente no está solamente por fuera sino que incluso habita en él como su enemigo interior. Se trata de su parte animal, instintiva, material, corpórea y demás calificativos empleados con dejo peyorativo para sancionar una parte en él supuestamente corrupta. La ontología dualista que separa con un abismo infranqueable lo humano de lo no humano pone en marcha un dispositivo dialéctico en el que el término definido negativamente queda rebajado frente al que, por ocupar el centro jerárquico de la relación, es tenido por el primero y originario. En la práctica, sin embargo, resulta imposible trazar sin residuo la línea divisoria. Uno y otro polo están siempre estrechamente entreverados, desplazando la línea de un lado a otro en zonas grises en continua redefinición entre lo natural y lo cultural, entre lo humano y lo no humano, entre lo artificial y lo dado, etc. Para una mirada posthumanista, la realidad se presenta entonces como continua, híbrida, mezcla indiscernible de humano y no humano, de material e inmaterial, de razón y emoción, etc.; refractaria, por ende, a ser pensada dentro de las oposiciones matriciales.

Por lo anterior, antes de comprometerse con ontologías sustancialistas de tipo tradicional, que conciben la realidad como compuesta por entidades firmes y aisladas, dotadas cada una de esencia e identidad delimitadas, un enfoque posthumanista-al fin y al cabo postmetafísico- abogará preferiblemente por ontologías de carácter relacional, esto es, tienden a tomar la relación y no la sustancia como punto de partida para pensar el mar de “fondo” de la realidad. Por supuesto, no conciben la relación como presuponiendo la existencia de entidades positivas, sustanciales y auto-contenidas, que luego se intersectan unas con otras para así producir un puente externo entre ellas. Es más bien la relación, entendida como verbo y no como sustantivo, la que goza aquí de prioridad, ontológicamente hablando. La relación produce los términos que no son sino una manifestación o configuración derivada y provisoria de aquélla. No son los extremos reunidos, sino el “entre” que los reúne y distancia a la vez, el que se vuelve aquí “esencial”. Rasgos como la continuidad, la fluidez, la inestabilidad, la mutabilidad, se ofrecen entonces como más aptos para describir una realidad que ha de ser pensada bajo el signo del dinamismo, la multiplicidad, la apertura y la inestabilidad: todo lo contrario de los atributos del Ser de la metafísica.

De modo que, en lugar de insistir en trazar fronteras impermeables entre un sector de la realidad propiamente humano y otro sector en donde cabe el resto de no humanos, las posturas posthumanistas buscan dejarlas a un lado y pensar sin recurso a ellas. En otras palabras, se reconoce que es la visión dualista que ha primado tradicionalmente la que debe ser abandonada. No sólo no es la única forma de componer mundos, sino que -y esto es tal vez lo más importante- dicha forma de pensar es sospechosa de participar en la gestación de los peligros que tanto alarman a propósito del Antropoceno.

Así pues, aunque a primera vista la conclusión de humanistas y posthumanistas parezca ser la misma, en relación con la necesidad de prescindir de la distinción entre naturaleza y ser humano para dar cuenta de la especificidad del momento presente, esta afirmación adquiere en las dos orillas significaciones muy distintas. Al revés de lo que proponen las lecturas humanistas que superan esa división declarando victorioso al ser humano sobre la naturaleza no humana, y concluyen así el arribo inevitable de un mundo post-natural o, más precisamente, un mundo puramente técnico, en lo que respecta a los enfoques posthumanistas lo que se persigue es abandonar el enfoque dualista que está a la base de tal solución, aquél que por su carácter dialéctico conduce a la asimilación del término que es considerado negativamente. Es el modo que opone identidad a alteridad, es decir, que piensa lo otro por negación de lo propio, lo no humano como privación de lo humano, y así sucesivamente. En contraste con ello se propone una forma de pensamiento no dialéctico que abandone dicha idea de identidad pura o de lo propiamente humano.

De tal manera que desde una perspectiva posthumanista se tenderá a pensar la relación entre lo humano y la naturaleza bajo la forma de un continuum no homogéneo en lugar de verla como un nudo problemático donde misteriosamente tiene lugar un salto cualitativo. No estamos ya ante entes naturales no humanos que son organizados desde un centro humano que los dota del valor del que por sí mismos carecen al integrarlos a su círculo de sentido. Estamos más bien en medio de una red de relaciones diversas, sin centro, sin arriba ni abajo, sin superficie ni profundidad… En otras palabras, una ontología relacional para la que, lo que antes era o bien un objeto natural o un sujeto humano, o bien un ente biológico o uno cultural, o bien algo dado o artificialmente producido, pasa a ser ahora lo uno y lo otro al mismo tiempo, intersección en la que los dos hilos se vuelven imposibles de desatar sin, con ello, deshacerse. Es reveladora de este tipo de enfoque híbrido la conocida sentencia de Donna Haraway: “nuestra ontología es cyborg” (1995, p. 254), en la que se expresa de forma elocuente esta mirada que rehúye las oposiciones binarias y enfatiza el aspecto siempre híbrido de la realidad. En efecto, el léxico posthumanista privilegia vocablos como “sistema”, “interconexión”, “redes” y “rizomas” en lugar de “esencia”, “identidad”, “fundamento”, etc. Y es que si queremos pensar el Antropoceno sobre bases conceptualmente nuevas, sin incurrir en las cuestionables oposiciones binarias, una nueva ontología se hace imprescindible.

Con todo, despunta aquí un peligro. Según Frédéric Neyrat, ha sido como reacción a la tendencia occidental de acentuar al extremo la separación entre lo humano y lo natural que se habría caído hoy en el polo opuesto, exagerando esta vez la idea de “relación”, de “interconexión” y de “interdependencia”, principio que, para el autor, es compartido por todas las posturas ecológicas. Si esto puede ser riesgoso es porque la interconexión exacerbada que concibe la realidad bajo la forma de flujos inestables y cambiantes puede, entre otras cosas, generar incertidumbre acerca de hasta dónde llegan los efectos de una acción cualquiera y, por lo tanto, impide establecer responsabilidades claras, lo que preocupa en especial cuando se está frente a la necesidad de atender problemas como los ambientales. Se advierte una tensión entre, por un lado, reconocer el carácter relacional del ser humano, pensado como una parte más de una red planetaria de vivientes y no vivientes íntimamente imbricados, y, por otro lado, seguir viéndolo como el único que en virtud de su capacidad de acción estaría en condición de asumir la responsabilidad por el futuro de vivientes y no vivientes, lo que exige restituirle hasta cierto punto un lugar de excepción y preeminencia.

Ésta es la tensión a la que parece referirse también Sverre Raffnsøe cuando distingue dos sentidos en la expresión “Human Turn” (giro humano) con la que caracteriza el Antropoceno (cfr. Raffnsøe, 2016). Según este autor escandinavo, no hay duda de que tal evento obliga a dar un paso radical en nuestra manera de pensar al ser humano. Por un lado, debe ser expulsado de su posición de centro para reconocerse inscrito en un entramado vital del que codependen por igual humanos y no humanos. El giro se refiere aquí a un movimiento centrífugo de descentramiento del ser humano. Por otro lado, la expulsión de su lugar de privilegio termina irónicamente volviéndolo sobre sí mismo -es el movimiento centrípeto del giro- al verse investido de una responsabilidad que nunca antes había tenido sobre sus hombros: la de tener el poder de asegurar o de sacrificar el destino de los demás seres del planeta. Es lo que en cierto modo ilustraría el asombroso juicio ocurrido en Italia en el año 2012 en el que, como reseña Raffnsøe, los científicos acusados fueron juzgados por no haber previsto acertadamente un sismo que dejó víctimas mortales; como si su fallo hubiera consistido en no haber sabido controlar los efectos de un fenómeno natural que, en cuanto natural, ¡hasta hace poco habría sido tenido por incontrolable! Esto muestra la conciencia que el ser humano ha ganado sobre el poder colosal que actualmente tiene sobre la naturaleza. Pero, contrario a envanecerlo, este poder debería llevarlo a adoptar una imagen más modesta de sí mismo, ahora que, por otro lado, también debe renunciar a pensarse por fuera de la naturaleza o como único fin de ella. Todo ocurre como si el Antropoceno lo engrandeciera y, al mismo tiempo, lo obligara a bajar la cabeza al hacerle ver que su responsabilidad no es sólo para consigo mismo sino ineludiblemente para con todo el resto de vivientes y no vivientes en el planeta con quienes está unido por un cordón vital irrompible. Visto así, poder sigue siendo su nota característica, sólo que, en las actuales circunstancias, este poder brillaría más por su capacidad para contenerse antes que para desatarse. Un poder no poder. Pero, ¿no está asomando de nuevo una inesperada veta humanista en esta visión del ser humano?

Bien visto, lo que está en juego en la pregunta, más que un rezago rebelde de humanismo, es el desafío para los posthumanistas de superar el antropocentrismo dominante en la tradición occidental. Señalábamos antes cómo las narrativas humanistas circunscriben la historia al hacer humano, siendo así que sólo el ser humano es susceptible de ocupar la posición de agente o de sujeto, mientras que el no humano queda por costumbre relegado a la de objeto pasivo, desprovisto de valor intrínseco más allá del que el ser humano esté interesado en darle, usualmente como medio significativo en la escritura de su propia gesta. No sorprende entonces que el gesto post-antropocéntrico propio de los enfoques posthumanistas se haya expresado con frecuencia en un intento por extender fuera del ser humano algunas características que se han considerado exclusivas de él, al punto de reconocer formas de agencia a otros no humanos.

Algunos, sin embargo, temerán que este afán de apertura al universo no humano pueda verse traicionado al emplear erróneamente los modos de ser y de hacer que son específicamente humanos como norma de comparación. Es verdad que operar de esta forma mantendría vivo el antropocentrismo que se quiere superar al convertir el hacer humano en piedra de toque para determinar lo que otros pueden o no pueden hacer. Mejor parece entonces reconocer la alteridad irreductible de los no humanos insistiendo en el carácter inconmensurable de sus habilidades, sin por ello tener que deslizarse hacia su subvaloración. Llama la atención en este sentido el profundo cambio de actitud advertido por el conocido primatólogo Frans de Waal entre los estudiosos de la cognición animal. En las últimas décadas se recorrió en ese campo un importante trecho fuera de la visión antropocéntrica que se tenía de los animales como seres que o bien poseen o bien carecen, en mayor o menor grado, de las facultades cognitivas humanas. La pregunta “¿tenemos inteligencia suficiente para entender la inteligencia de los animales?” con la que este científico holandés da título a uno de sus libros (cfr. De Waal, 2016), delata una mirada poco convencional, abierta a aceptar -contra el curso habitual de la tradición- que bien puede haber formas de inteligencia que poco o nada tienen que ver con la nuestra. Y esto ha demandado un ejercicio de autocontención para evitar la proyección indebida de lo humano sobre lo no humano. Así, no resulta extraño que con este giro fuera del antropocentrismo, hacer se revele como un verbo que también los animales pueden conjugar a su manera.

No hay duda de que dar el espacio para pensar un hacer no humano es un paso bastante audaz respecto a la tradición de pensamiento que ha sido la nuestra. Pocos lo han dado. Jacques Derrida es uno de ellos. Dejó abierta tal posibilidad al preguntarse, contra la tradición, “¿Y si el animal respondiera?” (Derrida, 2006), en un sentido en el que tal respuesta no debería ser de inmediato cancelada o reducida a una simple reacción o respuesta instintiva, mecánica o no intencional. Heidegger, en cambio, pese a su profunda crítica a la tradición humanista, no da ese paso, pues insiste por ejemplo en la firme distinción entre el mero conducirse (sich benehmen) del animal, que no comporta relación alguna con el ente en cuanto tal, y el comportarse (sich verhalten) humano, que sí lo hace (Heidegger, 2007). Y es que seguir por esos caminos no transitados, prohibidos incluso, fuera del antropocentrismo, exige al pensamiento mucha audacia. Entre otras, llama a una concepción nueva de lo que entendemos por acción, agente, intención, etc. Más aún, reclama una nueva definición de la historia misma.

De hecho, con el ánimo de reconocer el papel que juegan en ella los otros no humanos, papel que no parece justo reducir a servir únicamente de medio para la acción humana, han comenzado a surgir propuestas de escribir eco-historias, geo-historias o Gaia-historias, en las que se cuenta, precisamente, una historia conjunta, hecha entre los humanos y el sistema Tierra. Con ello se apunta a pensar los eventos históricos y geológicos como resultado de una red de interdependencia. Es la razón por la que el nombre mismo de “Antropoceno” resulta, debido a su unilateralidad, bastante inadecuado. Pero esto implica también abandonar la idea de “historia” que solemos tener. Más lejos aún, implica revisar la noción misma de “agencia” en la medida en que ésta se vincula usualmente con un concepto de sujeto, de yo, de self, del que, sin embargo, sería extremadamente difícil seguir sirviéndose sin atraer con él todo un paquete de conceptos propios de una ontología sustancialista, ajena al enfoque relacional que se quiere adoptar. Así, si hemos de depurarnos por completo del antropocentrismo, nuestro léxico todo necesitará nutrirse de muchas nuevas categorías todavía por inventar.

Para hablar de narrativas posthumanistas sobre el Antropoceno parecen, pues, necesarios muchos desplazamientos en el plano teórico y práctico. La pregunta es si las humanidades están dispuestas a asumir esta tarea: si puede haber, y cómo serían, unas humanidades sin humanismo.

4. Pensar el Antropoceno “como” evento: el reto de las humanidades

En conclusión, lo que a nuestro juicio entra en juego en la decisión sobre cómo ha de leerse el Antropoceno (si en clave humanista, como prueba infalible de la conquista humana sobre la naturaleza, o más bien desde la perspectiva posthumanista, como un llamado a deponer la visión conquistadora del ser humano) es, en última instancia, la capacidad del pensamiento para dejarse interpelar por una realidad cuya novedad llama a ser radicalmente acogida. Tenemos en mente aquí lo que la filósofa estadounidense Cora Diamond denomina “dificultad de la realidad y dificultad del pensamiento” (cfr. Diamond, 2008). Por un lado, con “dificultad de la realidad” ella se refiere a la resistencia que un fenómeno particular opone frente a los intentos de dar cuenta de él con los recursos explicativos o interpretativos que uno tiene a disposición. Por otro lado, con “dificultad del pensamiento” alude, desde luego, a la incapacidad de aprehender una realidad que comparece de forma inesperada, pero, sobre todo, lo que subraya la autora es la dificultad del pensamiento para asumir cabalmente dicha dificultad de la realidad y, por consiguiente, para evitar la tendencia a eludirla (deflection) (cfr. Diamond, 2008, p. 58). Diamond habla así de la dificultad del pensamiento para dejarse “herir” por la dificultad de la realidad, es decir, para reconocer que no tiene el poder de dominarla mediante las categorías y los conceptos a los que habitualmente recurre para pensarla. Así, esa dificultad de la realidad pone a prueba la capacidad del pensamiento para dejarse sacudir y desestabilizar a fondo por lo inédito de una realidad a la que se ve expuesto de repente, en la medida en que su extrañeza le exige verla bajo una luz completamente distinta a la acostumbrada y movilizar nuevas e inesperadas maneras de pensar. Tal novedad de la realidad bien puede ser calificada de evento o acontecimiento en la medida en que, según vemos, sorprende al pensamiento, poniéndolo de cara a sus límites y exigiéndole ir más allá de lo familiar.

De acuerdo con lo anterior, nos parece que el evento geológico del Antropoceno plantea un reto a las humanidades precisamente en la medida en que éstas se ven llamadas a reconocerle su carácter de evento para el pensamiento. Con la llegada de esta nueva era geológica se ponen radicalmente a prueba esquemas habituales de concebir la realidad que fueron asumidos durante mucho tiempo por las humanidades, pero que ahora dejan ver sus límites frente a una realidad que se muestra refractaria a ser organizada sobre la base de una supuesta oposición entre el ser humano y la naturaleza.

Así, lo que se advierte es que, bajo la apariencia de tomar en cuenta lo novedoso del momento presente, las lecturas humanistas del Antropoceno afirman que se han superado las distinciones dualistas tradicionales, pero su forma de entender esa superación no rompe en realidad con esa forma de pensar habitual, basada en la contraposición dialéctica entre ser humano y naturaleza, sino que, como señalábamos, continúa presuponiéndola de forma acrítica, cerrando con ello los ojos a los peligros que tal visión ha traído consigo.

Por su parte, las lecturas posthumanistas se muestran, como veíamos, mejor dispuestas a asumir la irrupción, con el Antropoceno, de una realidad profundamente nueva que reclama una visión distinta y poco familiar del ser humano. Como respuesta a la desestabilización que esto supone, y evitando la tentación de la elusión, proponen otra ontología, otra historia, otra antropología, etc., y buscan redefinir tales conceptos sobre bases distintas a la tradición metafísica. Al hacerlo inevitablemente se suscita un efecto dominó que disloca y desplaza algunas de las categorías más fundamentales con las que las humanidades han querido circunscribir el campo de lo propiamente humano: “subjetividad”, “agencia”, “moralidad”, “cultura”, entre otras. Por todo esto parecen ser formas de abrir el pensamiento a la dificultad del evento Antropoceno en cuanto que evento. A este respecto, Cózar Escalante también anota lo siguiente: “Ese nuevo modo de pensar [del posthumanismo] está elaborándose dificultosamente para poder dar cuenta de una realidad social y biofísica muy distinta de aquella que acompañó al humanismo” (Cózar, 2019, p. 96; cursivas mías).

Así, pese a los reparos que por las razones enunciadas más arriba puede suscitar el término “Antropoceno”, conviene asumirlo como un marco general de referencia en el cual inscribir las reflexiones filosóficas (ontológicas, éticas, políticas y estéticas) que el presente nos exige. Un presente en el que, por cuenta del aceleradísimo desarrollo tecnológico del que somos testigos, se ha desestabilizado como nunca antes la idea de naturaleza y, con ella, también la de ser humano. En otras palabras, con el término “Antropoceno” hemos de referirnos a un evento que, en cuanto tal, ofrece la oportunidad de remover categorías habituales de pensamiento y, todavía más, obliga a salir de narrativas tradicionales que no gozan más de una tranquila aceptación. Bajo su efecto, el lenguaje que heredamos de nuestra tradición humanista exhibe sus límites y se revela inconveniente como medio para trasmitir una nueva visión del ser humano, realmente distinta a la que durante mucho tiempo fue dada por evidente. El Antropoceno nos lanza así a escribir nuevas historias sobre nosotros mismos. Hoy la urgencia está, pues, en dotar a las humanidades de un nuevo vocabulario, de otros conceptos y de atrevidas maneras de pensar la realidad y de narrar la historia que estén a la altura del evento llamado “Antropoceno”.

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1El término había sido acuñado previamente por el ecologista Eugene Stoermer, quien precisamente en el año 2000 publicó junto con Crutzen un artículo bajo el título de “Antropoceno”.

2José Manuel de Cózar también identifica dos posturas diametralmente opuestas frente al Antropoceno. De un lado, la de quienes él llama “catastrofistas” o “misantropocénicos” y que, como su nombre lo indica, leen la coyuntura geohistórica como una grave e irreversible amenaza para la humanidad del presente y del futuro. Del otro lado están los “antropocenistas”, quienes, por el contrario, adoptan una actitud entusiasta y muy optimista frente al Antropoceno, al que ven como la oportunidad anhelada por el ser humano de ejercer un pleno control sobre el planeta (cfr. Cózar, 2019, p. 16) Las dos lecturas propuestas en nuestro caso guardan cierta similitud con aquéllas, pero, como se verá, no coinciden del todo en la medida en que el énfasis en nuestro caso está puesto principalmente en las diferencias de cosmovisión que se juegan entre una lectura optimista (humanista) del Antropoceno que ve en él la consagración del ser humano como vencedor de la naturaleza, y una lectura crítica de esa forma de pensar el Antropoceno (posthumanista), pero no necesariamente menos optimista, en la medida en que éste es recibido como la oportunidad para corregir y abandonar la visión humanista a fin de proponer una comprensión más armónica del ser humano y de su relación con el planeta y las demás especies que en él habitan.

3Bonneuil escribe así: “The Anthropocene is not only ‘Man’s’ moment in the history of the Earth; it is also the ‘species’ moment in the understanding of human history. A biological category, the species or the population, rather than specific social groups bearing situated cultural values and taking particular socio-economic and technical decisions, is elevated to a causal explanatory category in the understanding of human history” (Bonneuil, 2015, p. 19; cursivas mías).

4Recordemos que desde Aristóteles se planteaba ya una ambivalencia en la relación entre techné y physis: o bien la técnica se inspira en la naturaleza para, imitándola, producir una obra técnica con la perfección propia de una obra natural, o bien, suponiendo que la naturaleza ha dejado vacíos, la técnica debe completarla y hasta corregir lo que aquélla dejó inacabado. Parece que el geoconstructivismo asume sobre todo la visión de la naturaleza como defectuosa y necesitada por ello de la corrección técnica que el ser humano puede proporcionar hasta aspirar a suplantarla por completo.

5Para Eileen Christ, por ejemplo, el nombre de “Antropoceno” es una clara prueba de la pobreza de nuestro vocabulario para nombrar este evento como conviene. Con él no sólo se encubre el papel determinante del capitalismo como motor de la historia que nos trajo hasta aquí, sino que se insiste en una limitada visión antropocéntrica.

6Es la llamativa —e impronunciable— propuesta de la autora californiana Donna Haraway, sirviéndose del nombre de una extraña araña en lugar de la de “hombre” para bautizar esta nueva era en la que nos encontramos.

7Éste es el caso de Virginie Maris, quien preconiza la necesidad de retornar a una idea de la naturaleza como una suerte de exceso indomable. Algo similar a lo que también señala Frédéric Neyrat al hablar de la “parte inconstruible” de la Tierra, esto es, un fondo no domesticado ni domesticable en la naturaleza que debe ser reconocido como estando más allá del afán geo-constructivista de reconstruirla (Neyrat, 2016).

Recibido: 20 de Mayo de 2019; Aprobado: 11 de Agosto de 2019; Publicado: 23 de Junio de 2021

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