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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.61 México Jul./Dec. 2021  Epub Feb 28, 2022

https://doi.org/10.21555/top.v0i61.1179 

Artículos

Las derivas éticas del concepto de “repetición” y su prolongamiento en la teoría de lo minoritario en la filosofía de Gilles Deleuze

The Ethical Drifts of the Concept of Repetition and Its Prolongation in the Theory of Minorities in Gilles Deleuze’s Philosophy

Carlos Béjar1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, México, bejarca@gmail.com


Resumen

Junto con el concepto de “diferencia”, el concepto ontológico de “repetición” tiene en la obra de Deleuze muchas derivas importantes. En este artículo me propongo analizar el concepto de “repetición” que aparece en Diferencia y repetición, revisando para ello las filosofías precursoras de Kierkegaard, Nietzsche y Péguy en relación con dicho concepto. Se verá que la repetición, aunque en principio es una categoría ontológica que cumple un eminente papel en relación con el tiempo y la constitución de la subjetividad, posee también una deriva ética que cuestiona las pretensiones de la ley moral. Es esta deriva ética la que pone al concepto de “repetición” en conexión con temas y problemas que aparecerán más tarde en las obras que Deleuze escribió junto a Guattari y que se inscriben de lleno en un pensamiento de corte ético-político. Mostraré para ello, al final del artículo, cómo el entramado de nociones que conforman el pensamiento sobre la repetición está implícito en la dupla minoritario-mayoritario de sus obras de madurez.

Palabras clave: repetición; Deleuze; minoritario; ética

Abstract

Along with the concept of difference, the ontological concept of repetition has many important drifts in Deleuze’s work. In this article, I shall analyze the concept of repetition that appears in Difference and Repetition, while also reviewing the precursory philosophies pertaining to Kierkegaard, Nietzsche and Péguy in relation to this topic. It will be shown that, although repetition is, in principle, an ontological category that fulfills an eminent role in relation to time and the constitution of subjectivity, it also has been subject to an ethical drift that questions the claims of the moral law. This ethical drift places the concept of repetition in connection with issues and problems that would later appear in the ethico-political texts that Deleuze wrote along with Guattari. I will refer to this connection in greater depth at the end of the article, demonstrating how the structural framework of notions that make up the thinking about repetition is implicit in Deleuze’s later works on the concepts of minority and majority.

Keywords: repetition; Deleuze; minority; ethics

Introducción

El primer libro de Gilles Deleuze como filósofo, esto es, aquél en el que se aventura por vez primera a hablar con voz propia, es Diferencia y repetición. La obra es importante en la historia de la filosofía no sólo por derecho propio, sino también porque no es excesivo decir que es esta obra la que establece la estructura ontológica que cimenta el corpus deleuziano en su totalidad. En efecto, en gran medida todas las obras que Deleuze escribirá después -ya sea solo o junto con Guattari- parecen desprenderse de esta magna obra como los frutos maduros se desprenden del árbol. Él mismo lo admite en el prólogo a la edición inglesa del libro: “Después de haber estudiado a Hume, a Spinoza, a Nietzsche y a Proust, […] Diferencia y repetición fue el primer libro en el que intenté ‘hacer filosofía’. Todo lo que he hecho desde entonces está conectado a este libro, incluso lo que escribí junto a Guattari […]” (Deleuze, 2015, p. xv).1 Así, este libro tan complejo, tan denso, tan barroco, contiene el armazón conceptual básico que estará en el fondo de la mayoría de las temáticas y creaciones conceptuales que aparecerán en las obras posteriores. El objetivo que aquí me propongo servirá como un ejemplo de ello. En lo que sigue, mostraré cómo la temática de la oposición minoritario-mayoritario, tan relevante y recurrida actualmente en los estudios deleuzianos, encuentra sus raíces en el concepto de repetición y en aquello que conceptualmente se le opone, la generalidad. Para mostrar esto, me detendré primero en la crítica que realiza Deleuze al concepto de “generalidad” y a la noción de “ley” -tanto científica como moral- vinculada a aquél. Analizaré luego los elementos más pertinentes de la teoría sobre la repetición -ayudándome para ello de una breve exposición de tres filósofos precursores de este concepto: Kierkegaard, Péguy y Nietzsche-, y finalmente señalaré de qué modo el conjunto de nociones que atañen al pensamiento de la repetición están implicadas en la dupla minoritario-mayoritario.

I. Repetición y diferencia

A grandes rasgos, podría afirmarse que el propósito central de Diferencia y repetición (en adelante, DR) es el de recobrar para los conceptos de “diferencia” y “repetición” un espacio ontológico propio que los libere de la subordinación al primado de la identidad a la que la filosofía de la representación los tuvo sometidos a todo lo largo de la historia de la filosofía. En el caso de la diferencia, se le representa -dice Deleuze- refiriéndola a las exigencias del concepto en general. Ya en Aristóteles, por ejemplo, la diferencia considerada a la vez la mayor y la más perfecta (μεγίστη y τέλειος) es aquella que está subordinada a la identidad del género, esto es, la diferencia específica: “es solamente con respecto a la identidad supuesta de un concepto que la diferencia específica es considerada la mayor” (Deleuze, 2015, pp. 47-48). Esto hace que la diferencia específica sea la mayor sólo en forma muy relativa, pues se trata finalmente de una diferencia que coincide en lo Mismo con respecto al concepto genérico que la subsume. Por ejemplo, el azul y el rojo difieren en su especificidad cromática, pero coinciden en la identidad del género “color”. Lo mismo pasa con caballo y hombre, pues, aunque ambos tienen su diferencia específica propia (para el hombre, p. ej., ser un “animal racional”) coinciden en la identidad genérica del concepto “animal”. Siempre hay, pues, un concepto general e idéntico que media entre las diferencias, y es esta mediación -piensa Deleuze- la que despoja a la diferencia de su concepto y realidad propios. Para Deleuze, éste es el principio de una ruinosa confusión para toda la filosofía de la diferencia, no siendo el camino emprendido en DR sino un titánico esfuerzo por pensar una diferencia libre, salvaje o no domada, esto es, un concepto de diferencia en sí que se sustraiga del sometimiento al primado de la identidad en el concepto general, sometimiento que es propio de la filosofía de la representación.

Algo similar pasa con el concepto de “repetición”: se la representa a partir de la generalidad. Cuando hablamos de generalidad -afirma Deleuze- nos las habemos con dos grandes órdenes: el orden cualitativo de las semejanzas y el orden cuantitativo de las equivalencias. De manera ordinaria, cuando decimos que algo se repite, lo decimos 1) de casos u ocurrencias cualitativamente semejantes que se suceden en el tiempo, o 2) de instancias idénticas o equivalentes intercambiables entre sí. Por ejemplo, decimos que se repite el tictac del reloj, el ciclo del día y la noche, la llegada del invierno, o decimos que el número 5 se repite cinco veces en el 25. En este tipo de repeticiones ligadas a los órdenes de las semejanzas y las equivalencias, lo que se repite es un término en general. Es decir, no se repite éste u otro invierno particular, sino que lo que se repite es el invierno en general, pues todos los inviernos son semejantes; no se repite este 5 y no otro, sino el número 5 en general, pues todos los cincos son equivalentes. Esto significa que cada término de la repetición puede ser sustituido o intercambiado por otro cualquiera (claro, con tal de que sean semejantes o equivalentes). Por ello dice Deleuze que, desde el punto de vista de la generalidad, cualquier término de la repetición vale tanto como cualquier otro y por lo tanto puede ser sustituido por otro.

La generalidad presenta dos grandes órdenes: el orden cualitativo de las semejanzas y el orden cuantitativo de las equivalencias. Los ciclos y las igualdades son sus símbolos. Pero, en cualquier caso, la generalidad expresa un punto de vista según el cual un término puede ser intercambiado por otro, puede sustituir a otro. El intercambio o la sustitución de los particulares define nuestra conducta con respecto a la generalidad (Deleuze, 2015, p. 7).

Es evidente que la repetición así representada está directamente vinculada con la diferencia sometida a la identidad de un concepto general tal y como lo explicaba líneas arriba. Si hablamos, por ejemplo, del hombre en general, no existe diferencia alguna entre dos hombres particulares; cualquier hombre -en cuanto que participa del género “hombre”- equivale a cualquier otro y puede, por ello, ser sustituido por su semejante. Pues bien, uno de los objetivos principales de DR será el de mostrar la inconmensurabilidad de la repetición con la generalidad. La repetición -sostiene Deleuze- debe distinguirse de la generalidad a toda costa y de varias maneras, pues, lejos de expresar el punto de vista de las semejanzas y las equivalencias sustituibles, a la repetición le atañen las singularidades no intercambiables. Los reflejos o los ecos son ejemplos de repetición que no pertenecen al campo de las semejanzas o las equivalencias: ambos repiten la fuente (sonora o lumínica) que les da origen, pero no hay modo de sustituir el uno por el otro. El eco, tanto como el reflejo, repiten su fuente, pero poseen en relación con ella una diferencia de naturaleza. El alma es otro ejemplo: mientras que en el orden de la generalidad un hombre vale lo que cualquier otro, no existe la posibilidad de intercambiar la propia alma con otra. Incluso en los hermanos gemelos, aunque uno repite al otro, no hay sustitución posible entre ellos. La repetición tiene que ver entonces con lo único, con lo singular. “Repetir es comportarse, pero en relación con algo único o singular que no tiene similar o equivalente” (Deleuze, 2015, p. 7).

Ahora bien, ¿por qué utiliza Deleuze la expresión “repetir es comportarse”? Si la repetición es, en principio, un concepto estrictamente ontológico, ¿qué podría tener que ver la repetición con la esfera del comportamiento, esto es, con la moral o con la ética? Como veremos más adelante, la repetición guarda, en efecto, una relación estrecha con la ética y con las leyes de la moral. Y es que, señala Deleuze, “la generalidad pertenece al orden de las leyes” (Deleuze, 2015, p. 8). En efecto, cuando se confunde la repetición con la generalidad, la clásica proposición aristotélica “no hay ciencia más que de lo general” tiene idéntico sentido a la proposición “no hay ciencia más que de lo que se repite”. Esto es así porque lo que comúnmente entendemos por “ley” es algo que se aplica a todos los entes particulares que se asemejan en alguna característica que sea pertinente, o, en otras palabras, se aplica a todos los entes que caen bajo cierta generalidad. Por ejemplo, la ley de la gravedad se aplica a todos los entes en la medida en que tengan masa. Algo análogo pasa en el ámbito de la moral, como en el caso de Kant, quien sostenía que las leyes morales universales tendrían que gobernar el comportamiento de todos los seres que compartieran la característica de ser racionales. El concepto de “repetición”, como se puede ver, está en ambos casos implicado. En el primero, es la capacidad del experimento de poder ser repetido lo que permite que la ley pueda ser formulada. En el segundo, el imperativo categórico kantiano nos provee de una prueba que determina qué acciones pueden ser repetidas (cfr. Somers-Hall, 2013, p. 7), o, como dice Deleuze, nos garantiza el éxito de la repetición y la espiritualidad de la repetición, en la medida en que con dicha prueba ya no somos solamente sujetos de la ley sino también sus legisladores.

Así, en nuestra relación con el mundo encontramos el concepto de “repetición” ligado al de “generalidad” tanto en el experimento científico como en la conducta que se rige por la ley moral. La estrategia de Deleuze será la siguiente: primero, mostrará que existe un problema con nuestro concepto de “ley de la naturaleza” criticando, para ello, las condiciones en las que se realizan los experimentos científicos; segundo, argumentará que la ley moral interioriza la imagen y el modelo de la ley natural, por lo que en última instancia no se escapa de las limitantes de ese modelo (cfr. Somers-Hall, 2013, p. 7).

La ley, decíamos, se aplica a entes particulares con alguna característica semejante o equivalente que sea pertinente de acuerdo con los términos que la misma ley designa. El experimento científico se establece como la prueba por la que se decidirá qué ley está detrás de los fenómenos que se repiten de acuerdo a los criterios seleccionados. Aunque Deleuze acepta que en este sentido parece difícil negar la relación entre la repetición y la ley, sostiene que habría que preguntarse cuáles son las condiciones en las que la experimentación asegura la repetición de los fenómenos. Lo primero que advierte es que, ya que los fenómenos de la naturaleza se producen al aire libre en donde las variables y sus mutuas relaciones son innumerables, la experimentación ha de realizarse en medios relativamente cerrados en donde el fenómeno pueda definirse por un pequeño número de factores seleccionados. En nuestro ejemplo, para calcular la fuerza de gravedad entre dos objetos, se retienen únicamente las masas de ambos cuerpos y la distancia entre ellos. Es en estas condiciones que todos los fenómenos gravitatorios aparecen como iguales, esto es, que el fenómeno-gravedad se repite en diversos casos. De este modo, seleccionando los factores pertinentes, la caída de la manzana y la traslación de la Tierra alrededor del Sol son igualmente fenómenos gravitatorios. Pasa, entonces, como con el concepto de la diferencia: la repetición queda subordinada a la identidad previa de un concepto general, pudiéndose decir entonces que dos fenómenos diferentes son repeticiones de una misma ley. Pero, ¿cómo surge esta repetición? Deleuze objeta que lo que se está haciendo aquí es sustituir un orden de generalidad por otro, es decir, un orden de semejanza por uno de igualdad: ante dos fenómenos que sólo se asemejan, seleccionamos unos cuantos factores para deshacer sus semejanzas y así descubrimos su igualdad. Es así como el experimento hace surgir la repetición. El problema con ello -sostiene Deleuze- es que la repetición así obtenida no es más que una repetición hipotética: dadas las mismas circunstancias, entonces… Pero es éste un paso de una generalidad a otra en donde podría haber una diferencia de naturaleza que se esté pasando por alto. En nuestro ejemplo, podemos pasar por grados desde la caída de una manzana hasta la rotación de la Tierra. Reteniendo factores, podemos establecer entre ellos una semejanza y hasta una equivalencia perfecta, surgiendo así la posibilidad de “representarnos” la repetición como generalidad. Pero al hacer esto, olvidamos que entre ambos fenómenos puede estar mediando no una diferencia de grado, sino una diferencia de naturaleza. Para Deleuze, la repetición verdadera está directamente relacionada con esta diferencia de naturaleza que remite siempre a una potencia de lo singular que difiere de la generalidad. En sus palabras: “Siempre es posible ‘representar’ la repetición como una semejanza extrema o una equivalencia perfecta. Pero que se pase por grados de una cosa a otra no impide que haya una diferencia de naturaleza entre las dos cosas” (Deleuze, 2015, p. 8). Y más adelante:

[…] se corre el riesgo de tomar por una diferencia de grado aquello que difiere por naturaleza. Pues la generalidad no representa y no supone sino una repetición hipotética: si se dan las mismas circunstancias, entonces… Esta fórmula significa: en totalidades semejantes, siempre se pueden retener y seleccionar factores idénticos que representen el ser- igual del fenómeno. Pero no se da cuenta así ni de aquello que plantea la repetición, ni de aquello que hay de categórico o de lo que vale en la repetición […]. En su esencia, la repetición remite a una potencia singular que difiere por naturaleza de la generalidad, aun cuando se aprovecha, para aparecer, del paso artificial de un orden general a otro (Deleuze, 2015, p. 10).

Lo que Deleuze trata de decirnos es que, debajo de esa repetición que nos representamos como generalidad, existe una repetición originaria y más profunda que hace posible a la primera. En otras palabras -y de la misma manera que ocurría con el concepto de “diferencia”-, Deleuze quiere convencernos de que la verdadera repetición no se deja explicar por la forma de identidad de un concepto general o no se deja representar, sino que reclama un principio positivo superior (cfr. Deleuze, 2015, p. 31). Hay, pues, una falsa repetición y una verdadera repetición que explica a la primera. A la primera, a la repetición solamente representada y que se relaciona con la generalidad, le llamará “repetición desnuda” o “material”, mientras que la segunda, la verdadera repetición, será la repetición vestida o espiritual. Pero antes de ahondar un poco más en esta repetición originaria, acompañemos a Deleuze en su argumentación y veamos ahora cómo la repetición entendida como generalidad se introduce en el ámbito moral.

II. La repetición en la ley moral

Si la verdadera repetición remite siempre a una potencia singular, no podemos esperar la repetición de la ley de la naturaleza, que nos deja siempre en la generalidad. Deleuze habla del error “estoico” que consistió no sólo en que esperaban precisamente la repetición de la ley de la naturaleza (λογος), sino también en que fue con ellos que este sueño de encontrar una ley que hiciera posible la repetición entró en el dominio de la ley moral. Recordemos que el deber del sabio estoico era perseguir en todo momento el ideal de la Virtud. En este sentido -afirma Deleuze-, el estoico tenía siempre una tarea que había que recomenzar y una fidelidad que retomar. La vida del sabio estoico se confundía, así, con la reafirmación del Deber. De este modo, el Deber o la Virtud eran para el filósofo estoico un foco ideal hacia el cual tenían que converger todas sus acciones. ¿Para qué servía esta ley moral? En principio, para apartarnos de la ley de naturaleza. Si repitiéramos según la ley de la naturaleza (de nuestra naturaleza), lo que repetiríamos serían nuestros placeres, nuestras pasiones, lo que nos llevaría, según los moralistas, al hastío o a la desesperación. Es por ello que el moralista pone la repetición según la ley de la naturaleza del lado de lo demoníaco, del vicio, es decir, del Mal. El Bien y la ley moral que lo persigue, por el contrario, nos alejan de la ley de la naturaleza y nos dan no sólo la posibilidad de repetir, sino también el éxito y la espiritualidad de la repetición en cuanto que ya no dependemos de la ley de la naturaleza sino del Deber, lo que implica que -como decíamos líneas arriba- ya no sólo somos sujetos de la ley, sino también sus legisladores. Es en este sentido que la ley moral es también -como el experimento científico- un tipo de prueba: determina aquello que por derecho puede ser repetido con éxito. “El hombre del deber ha inventado una ‘prueba’ de la repetición, ha determinado lo que podía ser repetido desde el punto de vista del derecho. Considera, por ello, haber vencido tanto lo demoníaco como lo fastidioso” (Deleuze, 2015, p, 11). Según Deleuze, esta concepción de la ley moral llega hasta Kant, pues ¿qué es el imperativo categórico sino aquello que Kant considera la más alta prueba que determina lo que se puede repetir por derecho y sin contradicción bajo la forma de la ley moral? En la fórmula del imperativo categórico (“obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal”), la noción de “universalidad” funciona también como una prueba para la repetición. Si puedes desear que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal, es decir, si puedes desear que sea universalmente repetida, entonces es un acto moral. Podemos, así, postular la existencia de un ámbito moral que ya no dependería de la naturaleza sino de nuestra conciencia, un ámbito que sería exterior y superior a la ley natural. El problema es cómo concebir este ámbito supuestamente exterior e independiente del natural, si lo natural es lo único que nos es familiar. La respuesta de Deleuze: el ámbito moral no se puede concebir sino en analogía con el ámbito natural. Esto tiene por consecuencia que la ley moral no escape de las limitaciones que tenía el modelo de la ley natural que analizamos líneas arriba, y que, por ende, tampoco pueda darnos una verdadera repetición, sino que nos deja también en la generalidad.

[…] la ambigüedad de la conciencia es la siguiente: ella no puede ser pensada sino planteando la ley moral como exterior, superior e indiferente a la ley de naturaleza, pero no puede pensar la aplicación de la ley moral sino restaurando en sí misma la imagen y el modelo de la ley de naturaleza. De modo que la ley moral, lejos de darnos una verdadera repetición, nos deja aún en la generalidad (Deleuze, 2015, p. 11).

Así pues, la ley moral restaura en sí misma la imagen y el modelo de la ley natural y por ello nos deja también en la generalidad. Ahora bien, aquí la generalidad ya no es la de la naturaleza -aclara Deleuze-, sino la de la costumbre o el hábito en cuanto que segunda naturaleza. “Aquello que es esencialmente moral, aquello que tiene la forma del bien, es la forma de la costumbre […]” (Deleuze, 2015, p. 11). Como en el estoicismo, se trata de hacer de la virtud un hábito, una costumbre, una obligación. Pero en el hábito volvemos a encontrar los dos grandes órdenes de la generalidad: el de las semejanzas -pues los actos, en cuanto que el hábito se está formando, se asemejan en menor o mayor medida con respecto a un modelo supuesto que se quiere alcanzar- y el de las equivalencias -pues, cuando ya se ha adoptado el hábito, diferentes actos en situaciones diversas son iguales o equivalentes en relación con la generalidad del modelo ideal que representan-. Las consecuencias no pueden ser sino funestas en la medida en que la ley moral, reducida a la generalidad de la costumbre o del hábito, desemboca precisamente en aquella “moral de las costumbres” que Nietzsche nunca se cansó de denunciar y a la que Kant, pese al movimiento crítico que promueve en la filosofía, acabó por devolverle todos los derechos que en un principio había puesto en duda. En efecto, ya desde Nietzsche y la filosofía Deleuze señalaba que Kant parecía haber confundido la positividad de una crítica con un humilde reconocimiento de los derechos de lo criticado. “Nunca -dice- se ha visto una crítica total tan conciliadora, ni un crítico tan respetuoso” (Deleuze, 2008, p. 127).2 Si en la filosofía crítica kantiana se distinguían tres ideales expresados en su forma interrogativa por la preguntas “¿qué puedo saber?”, “¿qué debo hacer?”, “¿qué puedo esperar?”, Kant establecía los límites para esas preguntas, denunciando sus malos usos y señalando aquello que usurpaba sus legítimos territorios. Pero en el centro del kantismo - afirma Deleuze- cada ideal permanecía incriticable. Es lo que Kant llamaba un hecho: el hecho de la moral, el hecho del conocimiento, etc. Así, “la crítica de Kant no tiene otro objeto que el de justificar, empieza por creer en lo que critica […]. Es una crítica de juez de paz. Criticamos a los pretendientes, condenamos las usurpaciones de dominios, pero los propios dominios nos parecen sagrados” (Deleuze, 2008, p. 128). En este sentido, la ley moral desemboca nada más y nada menos que en una moral de las costumbres, en una moral cuyo mandato central es la obediencia a los valores en curso, protegidos, claro, bajo el auspicio y sanción del entendimiento y la razón (es decir, de la generalidad). Son éstas las instancias que nos hacen seguir obedeciendo -dice Deleuze- cuando ya no queríamos obedecer a nadie.

Cuando dejamos de obedecer a Dios, al Estado, a nuestros padres, aparece la razón que nos persuade a continuar siendo dóciles, porque nos dice: quien manda eres tú. La razón representa nuestras esclavitudes y nuestras sumisiones como superioridades que hacen de nosotros seres razonables (Deleuze, 2008, p. 128).

Así, extrañamente, el legislador de la crítica kantiana no hace sino interiorizar los valores en curso. “El buen uso de las facultades en Kant coincide extrañamente con estos valores establecidos: el verdadero conocimiento, la auténtica moral, la verdadera religión…”(Deleuze, 2008, p. 132). Esta crítica al kantismo en cuanto que fallida filosofía que legisla llegará hasta Mil mesetas (en adelante, MM) cuando, en la meseta titulada “Sobre algunos regímenes de signos”, Deleuze y Guattari presenten el régimen de subjetivación (o sujeción) como una de las formas más perniciosas con las que se “normaliza” a los individuos. Este régimen de subjetivación -argumentan- comienza en la normalización que se le impone a los individuos mediante diversas formas de “educación” haciendo que los individuos pasen de un punto de subjetivación a otro, cada vez más elevado, cada vez más cerca de un supuesto ideal. Y llega hasta aquel punto en el que el propio sujeto es aparentemente la causa de sus enunciados morales (esto es, racional y autónomo), cuando, por el contrario, es la realidad dominante la que funciona internamente pues hay una especie de plegamiento de la realidad mental sobre la realidad dominante. Es, en pocas palabras, el Cogito kantiano de la Crítica de la razón práctica, que, prestando obediencia a una supuesta “unidad” de la razón, se vuelve en realidad esclavo de la realidad dominante y de los valores en curso que ahora funcionan internamente, inmanentes a su propia “razón”. Afirman los autores en MM:

Es la paradoja del legislador-sujeto […]: cuanto más obedeces a los enunciados de la realidad dominante, más dominas como sujeto de enunciación en la realidad mental, pues finalmente sólo te obedeces a ti mismo, ¡a ti es a quien obedeces! De todos modos, tú eres el que dominas, en tanto que ser racional… Se ha inventado una nueva forma de esclavitud, ser esclavo de sí mismo, o la pura “razón”, el Cogito (Deleuze y Guattari, 1980, p. 162).

Pues bien, a todo ello se opone la repetición. Como veremos en seguida, ya desde DR Deleuze opone a la generalidad una noción de “repetición” que, aunque en principio es una categoría ontológica que cumple un eminente papel en relación con el tiempo y la constitución de la subjetividad, posee además una deriva ética que cuestionará todas las pretensiones de la ley moral. Los orígenes de esta deriva ética de la repetición hay que buscarlos en tres pensadores de la repetición cuyas tesis Deleuze encomia y recupera: Kierkegaard, Péguy y Nietzsche. En los tres hay -afirma Deleuze- una fuerza común, pues cada uno a su manera opone la repetición a todas las formas de la generalidad, haciendo con ello de la repetición “la categoría fundamental de la filosofía del porvenir” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 12). Me dedicaré, pues, en el siguiente apartado a exponer las líneas generales del pensamiento sobre la repetición que Deleuze recoge de estos tres precursores del concepto.

III. La repetición en Kierkegaard, Péguy y Nietzsche

Søren Kierkegaard es el pensador de la singularidad de la existencia del individuo en oposición a las consideraciones totalizadoras y abstractas que parten de un sistema. Como afirma Franca D’Agostini (2010, p. 116), su recuperación en la filosofía de comienzos del siglo XX se debió en gran parte a la necesidad de ubicar al trabajo filosófico más allá del pensamiento “matematizante” de la ciencia, pero del que surgen también el trascendentalismo kantiano y el idealismo. En este sentido, el pensamiento de Kierkegaard, que insistía en darle preeminencia al terreno de la existencia en lugar de las abstracciones de la razón idealista- trascendental, se presentaba como una alternativa idónea. Según Kierkegaard, las abstracciones de la razón y el excesivo afán por crear sistemas omniabarcantes no logran alcanzar ese reducto de existencia singular de cada hombre que para el pensador danés era lo principal. Ni siquiera los filósofos creadores de tales sistemas vivían de acuerdo con ellos. Según la conocida frase de Kierkegaard, con la mayor parte de los sistemas de los filósofos sucedía como con alguien que se construyese un castillo enorme y luego se retirase a vivir por su cuenta en el granero. En otras palabras, los filósofos nunca viven personalmente en sus enormes edificios sistemáticos, lo que para Kierkegaard constituía una acusación decisiva. Por ello, para él lo principal era mostrar que el sujeto está dotado de una existencia impredecible y singular, señalando así la idea de la irreductibilidad de lo singular a la totalidad del sistema (cfr. D’ Agostini, 2010, p. 117). El hombre no puede ser pensado a partir de las abstracciones de la esencia y las generalidades de la razón. La existencia humana precede a la esencia, pues aquélla tiene un carácter plenamente concreto que es inconmensurable con las abstracciones de la razón y las totalizaciones del sistema. Por ello el hombre es un existente, o, más aún, cada hombre es “este existente” singular y único.

En lo que respecta al concepto de “repetición”, Kierkegaard lo opone a la reminiscencia platónica, pues -afirma en La repetición: un ensayo de psicología experimental- aquélla tiene un sentido contrario: mientras que la reminiscencia voltea al pasado como algo ya dado, la repetición está dirigida al futuro, hacia el por-venir, hacia lo nuevo.

Cuando los griegos afirmaban que todo conocimiento era una reminiscencia, querían decir con ello que toda la existencia, esto es, lo que ahora existe, había ya sido antes. En cambio, cuando se afirma que la vida es una repetición, se quiere significar con ello que la existencia, esto es, lo que ya ha existido, empieza a existir ahora de nuevo (Kierkegaard, 1997, p. 16).

Ahora bien, el concepto de “repetición” estará directamente ligado al de “existencia humana” en la medida en que, para Kierkegaard, “la vida es repetición […]. La repetición es la realidad y la seriedad de la existencia” (Kierkegaard, 1997, p. 5). Lo primero que habría que señalar aquí es que cuando Kierkegaard habla de repetición, se refiere a algo que va más allá de su significación en el mundo natural. No refiere, pues, a la ley según la cual los fenómenos se repiten, sino que hace referencia a la ley de la libertad del hombre, al quehacer de la libertad misma (cfr. Ferrater, 2009, p. 3075). Ahora bien, para Kierkegaard la posibilidad y la realidad de la repetición únicamente pueden verificarse en la esfera religiosa. Sus paradigmas son Job y Abraham, personajes bíblicos en los que se manifiesta una relación directa del individuo con Dios que anula la generalidad del orden ético. En el caso de Job, la prueba a la que es sometido sólo existe para él, pues no hay ciencia (ética) previa para afrontarla. Frente a la supuesta “sabiduría” de sus amigos, que no hacen sino señalarle que su desgracia sólo puede ser un castigo divino y que, por ende, si desea que todo se arregle y su vida vuelva a la normalidad, no tendría otro remedio que el de arrepentirse y pedir perdón por la culpa cometida, Job en cambio se empecina en afirmar su inocencia y en insistir que la clase de prueba a la que está siendo sometido no es de las que se puedan arreglar con ningún sistema ético existente. Apunta Kierkegaard: “Su persuasión íntima es como un pasaporte con el que abandona la tierra de los hombres, despreciando sus juicios deleznables” (Kierkegaard, 1997, p. 53). Job impugna, así, la generalidad que ofrece la ética de los hombres para recluirse en una relación única e inexplicable con la divinidad. En Kierkegaard, entonces, la acepción más cabal de “lo general” equivale a “lo ético”, que refiere a las normas y deberes a los que cualquier ser humano está obligado por el sólo hecho de ser humano. La “auténtica ética”, en cambio, se confunde con “lo religioso”, orden en el que lo individual de la existencia impera por estar en una relación directa con la trascendencia (Dios). Es en esta esfera en donde surge la verdadera repetición en cuanto que excepción que recusa la generalidad. Dice Kierkegaard en La repetición: “Precisamente la excepción injustificada se reconoce por el hecho de que rehúye esta lucha con lo general, saliéndose de ello” (Kierkegaard, 1997, p. 66). Y más adelante:

A la larga uno no puede por menos que sentirse fatigado con tantas chácharas y discursos interminables sobre lo general, los cuales, a pesar de su interminable extensión, no hacen más que repetirse una y mil veces de la manera más insípida y aburrida. También hay excepciones, y ya va siendo tiempo que se empiece a hablar de ellas. Si no se pueden explicar las excepciones, entonces tampoco se puede explicar lo general (Kierkegaard, 1997, p. 66).3

En fin, si en La repetición Job representa para Kierkegaard la “impugnación infinita” de la ley de los hombres, Abraham, en Temor y temblor, representa la “resignación infinita” en la medida en que es capaz de actuar inmoralmente (al matar a su hijo Isaac) con tal de no perder su fe, esto es, su relación directa con Dios. Abraham es para Kierkegaard la prueba de que la fe es más grande que cualquier consideración ética. Aquí también podemos apreciar la inconmensurabilidad del acto de Abraham con los imperativos de la razón y la ética de la generalidad. Para Kant, no podría haber algo que contraviniese más al imperativo categórico que el asesinato de un hijo, por lo que Dios ni siquiera habría podido mandarlo y Abraham habría actuado inmoralmente si lo hubiera llevado a cabo. Pero, para Kierkegaard, en eso consiste precisamente la paradoja de la fe: “que el individuo singular es más grande que el universal, que el individuo singular […] determina su relación con el universal mediante su relación con el absoluto, no su relación con el absoluto mediante su relación con el universal” (Kierkegaard, 1958, p. 60). ¿Qué justifica las acciones de Abraham? Su relación directa (singular) con Dios, relación incomprensible desde el punto de vista de la ley universal (cfr. Somers-Hall, 2013, p. 13). La relación con Dios (lo absoluto) está, pues, fuera de la esfera de la generalidad de la ley. En suma, la repetición para Kierkegaard está basada en la singularidad en lugar de depender de la generalidad. Por ello, la repetición refiere a una excepción y, en muchas ocasiones, a una verdadera transgresión del orden moral. Hay por ello también una relación esencial entre la repetición y la libertad del hombre. Repetir es ser libre, mientras que seguir el modelo supuesto por la moral de las costumbres no lo es. Sin la repetición, la ética de lo general sería miope, rígida y despótica. Sostiene Deleuze: “La repetición […] es por naturaleza transgresión, excepción, que siempre manifiesta una singularidad contra los particulares sometidos a la ley, un universal contra las generalidades que hacen ley” (Deleuze, 2015, p. 12). Kierkegaard es por ello, para Deleuze, uno de los pensadores más importantes de la repetición.

Otro pensador de la singularidad, de la excepción y de la emergencia de lo nuevo es Charles Péguy. Deleuze recurre a Péguy para cimentar con sus reflexiones la teoría de la repetición en su vínculo con el acontecimiento y el concepto de “singularidad”. En Clío. Diálogo entre la historia y el alma pagana, Péguy trae a cuento los célebres Nenúfares de Monet y se pregunta: puesto que el gran pintor ha pintado treinta y tantas veces los famosos nenúfares, ¿cuándo los ha pintado mejor? ¿Cuáles de esos treinta y tantos nenúfares han sido los mejor pintados? La lógica nos diría -sostiene- que sería el último de todos, pues es aquel en donde Monet habría adquirido experiencia, práctica, maestría. Pero Péguy rechaza esta respuesta lógica y afirma que el nenúfar mejor pintado puede ser solamente el primero: “El movimiento lógico sería decir: el último, porque sabía más. Y yo digo: al contrario, en el fondo, el primero, porque sabía menos” (Péguy, 2009, p. 52). Péguy quiere decir con esto que el primer nenúfar de Monet es una singularidad excepcional en donde se encarna y ejemplifica muy bien la emergencia de lo nuevo en el mundo; los subsiguientes nenúfares son meras reiteraciones del primero. Su segundo ejemplo es la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, que, de acuerdo con Péguy, debería considerarse como la primera celebración o la primera conmemoración del hecho mismo, esto es, como el aniversario número cero.4 Pues bien, Deleuze toma estos dos ejemplos de Péguy para introducir en DR el concepto de “repetición” en cuanto que singularidad no intercambiable o insustituible. En ambos ejemplos no se trataría de agregar una segunda y una tercera vez a la primera, sino -comenta Deleuze- de elevar la primera vez a la “enésima potencia”: “como dice Péguy, no es la fiesta de la Federación la que conmemora o representa la toma de la Bastilla: es la toma de la Bastilla la que festeja y repite por anticipado todas las Federaciones; o bien, es el primer nenúfar de Monet quien repite todos los demás” (Deleuze, 2015, p. 22). La verdadera repetición, animada por lo singular, es, pues, una repetición más profunda que la repetición de lo mismo. Como ya lo veíamos con Kierkegaard, la repetición se dice de la universalidad de lo singular, por lo que se opone punto por punto a la generalidad de lo particular.

Para comprender esto, es necesario ahondar en aquello que Deleuze entiende por “singular” o “singularidad” -pues se verá que Péguy entendía lo mismo-, y para ello hay que hacer una pequeña digresión y apoyarnos en los estudios (y los cursos) que Deleuze dedicó a Leibniz. Deleuze nos habla, en un curso de 1987, de la “extrema importancia de la noción de singularidad”, una noción de origen matemático que aparece con los inicios de la teoría de las funciones, pero que con Leibniz emigra y deviene un concepto filosófico-matemático (cfr. Deleuze, 2006, p.p. 75 y 199). Para Deleuze, Leibniz es, pues, el primero en introducir en filosofía la teoría de las singularidades. Ahora bien, no es que el concepto de “singular” no haya existido previamente en filosofía. De hecho, el concepto existe desde siempre en el vocabulario de la lógica clásica: “singular” se dice siempre en relación y en oposición a “universal”. Pero esto no agota necesariamente una noción -advierte Deleuze-, pues un concepto es siempre polívoco y es aquí donde la matemática hace su contribución. Los matemáticos no oponen lo singular al universal, sino a lo regular. “Singular en matemática se distingue o se opone a regular. Lo singular es lo que sale de la regla” (Deleuze, 2006, p. 76). Leibniz utilizaba, pues, el concepto de “singularidad” en el sentido de “remarcable” o “notable”, por oposición a “ordinario” o “regular”. En matemáticas, lo singular se dice a propósito de ciertos puntos tomados de una curva, o, de manera más general, de cualquier figura. Sea, por ejemplo, una figura muy simple: un cuadrado equilátero con vértices en los puntos A, B, C y D. ¿Cuáles son los puntos singulares del cuadrado? Precisamente los cuatro vértices, puntos que marcan que una línea ya terminó y que otra, de diferente orientación, comienza (cfr. Deleuze, 2006, p. 77). Los puntos regulares u ordinarios, por el contrario, son todos aquellos en los que la singularidad se prolonga hasta converger con otra singularidad, esto es, los puntos que construyen los cuatro lados del cuadrado. Lo mismo pasa en una curva, por ejemplo, en una parábola: el punto de inflexión en cuya vecindad la curva comienza a cambiar de dirección es la singularidad de la curva, mientras que los puntos ordinarios son todos aquellos que dibujan la curva hasta la vecindad de la singularidad. Así, cada singularidad se da tras una serie de puntos ordinarios. En palabras de Deleuze, “[u]na singularidad es el punto de partida de una serie que se prolonga sobre todos los puntos ordinarios del sistema, hasta la proximidad de otra singularidad; ésta genera otra serie que unas veces converge, otras veces diverge con la primera” (Deleuze, 2015, pp. 356-357). Por supuesto, el concepto de “singularidad” en matemáticas viene de la teoría de funciones con la que trabaja el cálculo diferencial, disciplina que para Deleuze tiene una importancia capital en la medida en que es “una especie de unión de las matemáticas y de lo existente, es la simbólica de lo existente [y, en ese sentido, es] un medio de exploración fundamental […] de la realidad de la existencia” (Deleuze, 2006, p. 65). La singularidad introduce, pues, una discontinuidad, y éste es el primer sentido de la noción de singularidad: es un punto crítico, un punto de inflexión; un punto en torno al cual la curva modifica su comportamiento o presenta un comportamiento extraño.5 La importancia de todo esto -y aquí volvemos a Péguy- es que el punto de inflexión o singularidad tiene por ello una relación directa con el concepto de “acontecimiento”. Al igual que la singularidad, el acontecimiento es el punto donde algo pasa, donde algo cambia o modifica su comportamiento.6 Es aquí donde Deleuze encuentra en Péguy un aliado, pues éste parece defender, en su propia concepción del acontecimiento, precisamente este sentido matemático-filosófico del concepto de “singularidad”. Péguy veía al acontecimiento no como algo homogéneo sino como algo orgánico, oscilante, compuesto por crestas y por valles, por ritmos variables. “Hay tiempos, hay planicies en donde no pasa nada. Y de repente se arma un punto de crisis” (Péguy, 2009, p. 283).7 Son puntos de inflexión en donde incluso los problemas cambian, donde las preguntas que se hacían los hombres ya no son las mismas, donde “ya no se sabe de qué se hablaba”. En la singularidad dice, pesimista, Péguy: “el mundo ha cambiado de cara, y el hombre ha cambiado de miseria […]. El presidario ha cambiado de cadenas” (Péguy, 2009, p. 284). Esto hace decir a Deleuze que Péguy había visto la relación esencial del acontecimiento o de la singularidad con las categorías de “problema” y “solución”, y que cite in extenso este bello pasaje de Clío que sintetiza muy bien lo que aquí tratamos:

Y de repente sentimos que ya no somos los mismos condenados. No hubo nada. Y un problema del que no se veía el final, un problema sin salida, un problema frente al cual todo estaba empecinado, de golpe ya no existe más y uno se pregunta de qué se estaba hablando antes. Es que en lugar de recibir una solución ordinaria, una solución posible de hallar, ese problema, esa dificultad, esa imposibilidad acaba pasando por un punto de resolución físico, por así decir. Por un punto de crisis. Y es que al mismo tiempo el mundo entero pasó por un punto de crisis físico, por así decir. Hay puntos críticos del acontecimiento como hay puntos críticos de temperatura, puntos de fusión, de congelación, de ebullición, de condensación; de coagulación; de cristalización. E incluso en el acontecimiento existen estados de sobrefusión que no se precipitan, que no se cristalizan, que sólo se determinan por la introducción de un fragmento del acontecimiento futuro (Péguy, 2009, pp. 286-287 ).

Deleuze selecciona, pues, este pasaje por la descripción de esta emergencia de puntos críticos en la historia en donde todo cambia, donde los patrones establecidos son abolidos y se afirman el azar, la transformación, la novedad. Hay que decir que estos puntos críticos pueden ser físicos, biológicos, psicológicos, históricos...8 ¿A qué temperatura el agua líquida se convierte en gas? ¿En qué punto mi tristeza se convierte en llanto o mi ira contenida se transforma en violencia? ¿Cuál es el punto crítico en el que comienza una revolución? Péguy - asegura Deleuze- vio todo esto y se dio cuenta también, con Bergson, de que registrar la efectuación o la actualización del acontecimiento en la historia es sólo una manera de considerarlo. La otra -dicen Deleuze y Guattari en ¿Qué es la filosofía?- es precisamente la que recapitula el acontecimiento y pasa por todos sus componentes o singularidades, verdaderos portadores del devenir sin los cuales nada pasaría en la historia.9 En fin, es en estos puntos críticos del acontecimiento, es en estas singularidades que el mundo cambia y nosotros con él. El concepto de Internal -dicen Deleuze y Guattari- lo tuvo que crear Péguy para dar cuenta de esta emergencia súbita de lo nuevo en el que los problemas dejan de ser los mismos y dan paso a otros problemas (cfr. Deleuze y Guattari, 2009, p. 113). Y es, pues, precisamente en estos puntos críticos en donde la repetición surge como la universalidad de lo singular: “es la toma de la Bastilla la que festeja y repite por anticipado todas las Federaciones; o bien, es el primer nenúfar de Monet quien repite todos los otros” (Deleuze, 2015, p. 8). En otras palabras, la toma de la Bastilla y el primer nenúfar de Monet son singularidades que se prolongarán en una cadena de ordinarios (las conmemoraciones de la Federación; los siguientes treinta y tantos nenúfares). Repiten, pues, transgrediendo los códigos presentes y mirando al porvenir, es decir, repiten en ese sentido primario y profundo que Deleuze quiere darle al concepto de “repetición”.

Se puede ver, por lo que antecede, una gran similitud entre Kierkegaard y Péguy a este respecto. Según Deleuze, nadie más que ellos supo apelar a la repetición como categoría del porvenir. Ahora bien, Deleuze lamenta que estos dos “grandes repetidores” no estuvieran dispuestos a pagar el precio necesario, pues seguían confiando en la fe (en Dios) como la categoría suprema del porvenir.10 No eran conscientes de que debajo de esa fe -afirma Deleuze- se agitaba “otra repetición, la nietzscheana, la del eterno retorno” (Deleuze, 2015, p. 127). En efecto, para Nietzsche el mundo de la “voluntad de poder” exige el pensamiento del “eterno retorno”, mismo que Deleuze recoge como la expresión más acabada del concepto de “repetición”. ¿Cómo concibe Nietzsche el mundo de la voluntad de poder? Como un mundo que es prodigio de fuerza, sin principio ni fin; que no se consume, pues no tiene gastos ni pérdidas, pero tampoco incrementa. Sin ser infinitamente extenso, es “un mar de fuerzas corrientes que se agitan en sí mismas, que se transforman eternamente, que discurren eternamente” (Nietzsche, 2000, p. 670). Las formas que en este mar de fuerzas se configuran están en un flujo perpetuo, desarrollándose de la más simple a la más complicada. En suma, la voluntad de poder, como juego ciego de intensidades, sin fin ni finalidad, “más allá del bien y del mal”, se crea siempre a sí mismo y se destruye eternamente a sí mismo, eterno retorno de sí mismo que conjuga el azar con la necesidad de su existencia (cfr. Nietzsche, 2000, pp. 679-680). El eterno retornar de este mundo, que es voluntad de poder, es una conclusión a la que llega Nietzsche después de considerar detenidamente la hipótesis mecanicista. Esta hipótesis, según el pesador de Röcken, no puede escapar a la consecuencia de un estado final, una meta, ya sea que ésta sea la nada o un estado de máximo equilibrio (ser) que niegue por lo tanto el devenir. Pero de tener el mundo ese destino final -piensa Nietzsche-, éste ya se habría alcanzado. Si, en cambio, todo nos dice que no se ha alcanzado, de ello se deduce que no se alcanzará jamás porque de hecho no lo hay. Entonces todo está en perpetuo devenir.

Si el mundo pudiese en absoluto entumecerse, desecarse, perecer, convertirse en nada, o si pudiera alcanzar un estado de equilibrio, o si tuviera en absoluto cualquier meta que incluyese en sí la duración, la invariabilidad, el de-una-vez-por-todas (en pocas palabras, hablando metafísicamente: si el devenir pudiera desembocar en el ser o en la nada), entonces este estado tendría que haberse alcanzado. Pero no se ha alcanzado: de lo que se deduce… (Nietzsche, 2006, p. 604).

De ahí deduce Nietzsche, pues, el eterno devenir de un mundo, el eterno retorno de la metamorfosis. Es importante recalcar que es un mundo que carece de meta, de estado final, y que es incapaz de ser, pues será esta característica la que determine que en este juego de metamorfosis constante no exista, para ninguna de las formas que en él aparecen (incluida, por supuesto, la humana), una meta final en la que uno pueda descansar una vez alcanzada. Si no hay ninguna meta final, lo que hay es siempre una pluralidad de fines que se jerarquizan de acuerdo a grados de potencia siempre variables, siempre cambiantes. Desde este punto de vista, la voluntad de poder es un principio plástico, móvil y variable que es uno y múltiple a la vez. Es, pues, un principio esencialmente artista, mismo que en la esfera de la subjetividad se expresa en la voluntad de transformarse uno mismo, de ir más allá de uno mismo (cfr. Castrillo Mirat, 2000, p. 18 ). Hay, dicho sea de paso, mucho de la teoría de los afectos de Spinoza en Nietzsche (y el propio Deleuze dirá más adelante que “los afectos son devenires”) (Deleuze y Guattari, 1980, p. 313 ). En ellos se trata siempre de incrementar la propia potencia, de pasar a una mayor perfección. Afirma Nietzsche: “El querer devenir más fuerte a partir de cualquier punto de fuerza, es la única realidad: no conservación de sí mismo, sino voluntad de apropiarse, de adueñarse, de ser más, de hacerse más fuerte” (Nietzsche, 2000, p. 463). Esto lleva a una idea del eterno retorno como prueba selectiva o principio de valoración de acuerdo con la fuerza. “¡Todo vuelve y retorna eternamente, cosa a la que nadie escapa! Suponiendo que nos fuera posible juzgar el valor, ¿qué conseguiríamos? La idea del retorno como principio selector al servicio de la fuerza” (Nietzsche, 2000, p. 674). Y desde el punto de vista de la repetición, el que no haya ningún fin y ninguna meta implica una afirmación de la diferencia, que es un evento de júbilo en sí mismo. Como comenta Adrian Parr, con cada ocurrencia de la diferencia la vida se transforma y se vuelve otra porque la vida es diferencia. La única cosa que es es la diferencia; lo que se repite, la diferencia misma. Es sólo la diferencia la que retorna y retorna eternamente (Parr, 2010, pp. 85-86). No es, pues, la repetición de un Mismo universal, sino el movimiento que produce todo lo que difiere. Esto, al mismo tiempo, cimenta las bases de un perspectivismo generalizado, pues el ser como devenir determina, así, una estructura pluralista en donde toda verdad y toda ciencia no son otra cosa, en último término, que interpretaciones, perspectivas, ficciones. Como se puede ver, con Nietzsche también la singularidad propia de cada perspectiva tiene preeminencia frente a las verdades pretendidamente absolutas de la metafísica y contra las generalidades de los sistemas morales. Es en este sentido -dice Deleuze- que con Nietzsche el formalismo kantiano queda abolido en su propio terreno, pues el imperativo categórico experimenta una provocativa reformulación: “cualquier cosa que quieras, quiérela de tal manera que quieras también su eterno retorno”. “La forma de la repetición en el eterno retorno es la forma brutal de lo inmediato, de lo universal y lo singular reunidos, que destrona toda ley general, funde las mediaciones, hace perecer los particulares sometidos a la ley” (Deleuze, 2015, p. 15).

Así pues, si Kierkegaard, Péguy y Nietzsche son para el filósofo francés los adalides de la repetición, no sólo es porque cada uno a su manera hizo de la repetición la categoría fundamental de la filosofía del porvenir, sino porque en ellos se cumple el programa general de dicho concepto: “hacer de la repetición […] el pensamiento y la producción de ‘lo absolutamente diferente’; hacer que, por sí misma, la repetición sea la diferencia en sí misma” (Deleuze, 2015, p. 126). Ahora bien, en lo que respecta a las derivas éticas del concepto de “repetición” que aquí nos ocupan, son sobre todo Kierkegaard y Nietzsche quienes coinciden en cuatro puntos que Deleuze enumera: 1) hacen de la repetición algo nuevo y la vinculan con una prueba, con una selección, de manera que la repetición es “objeto supremo de la voluntad y de la libertad”; 2) oponen la repetición a las leyes de la Naturaleza. Para Kierkegaard, la repetición es imposible según la ley de la naturaleza, pues sólo atañe a lo más interior de la voluntad. En el caso de Nietzsche, la repetición se descubre en la Physis misma, pero porque hay algo en su profundidad que es superior al reino de las leyes: la voluntad de poder y su eterno transmutarse, “una voluntad que se quiere a sí misma a través de todos los cambios, un poder contra la ley, un interior de la tierra que se opone a las leyes de la superficie” (Deleuze, 2015, p. 14). 3) Ambos pensadores -y este punto es esencial para el tema que nos ocupa- oponen la repetición a la ley moral, a las generalidades de la ética, haciéndola el pensamiento del individuo singular. Cito a Deleuze:

Oponer la repetición a la ley moral, convertirla en suspensión de la ética, en el pensamiento más allá del bien y del mal. La repetición aparece como el logos del solitario, del singular, el logos del “pensador privado”. En Kierkegaard y en Nietzsche, se desarrolla la oposición del pensador privado, del pensador-cometa, portador de la repetición, al pensador público, doctor de la ley, cuyo discurso de segunda mano procede por mediación y toma su fuente moralizante en la generalidad de los conceptos (Deleuze, 2015, p. 14 ).

Por último, 4) tanto en Nietzsche como en Kierkegaard la repetición se opone a las generalidades del hábito y las particularidades de la memoria, pues es el hábito el que “extrae” las generalidades de los casos particulares, es decir, la pseudo-repetición (el tictac del reloj, el ciclo del día y la noche), mientras que la memoria reencuentra los particulares disueltos en la generalidad. Tanto en Nietzsche como en Kierkegaard “la repetición es el pensamiento del porvenir que se opone a la categoría antigua de la reminiscencia y a la categoría moderna del habitus” (Deleuze, 2015, p. 30). En suma, la repetición se opone a la generalidad y está a favor de la universalidad de lo singular. Se contrapone, así, y es superior a las semejanzas y a las equivalencias de la ley; pertenece más al campo del milagro, de la excepción, de la transgresión. La repetición designa un elemento notable o singular en un fondo de ordinarios (Péguy), poniendo la ley en duda mediante un acto de creación y de libertad (Kierkegaard, Nietzsche). Sostiene Deleuze:

Si la repetición existe, ella expresa a la vez una singularidad contra lo general, una universalidad contra el particular, un notable contra lo ordinario […]. Bajo todos los aspectos, la repetición es la transgresión. Ella pone en cuestión la ley, denuncia su carácter nominal o general, en favor de una realidad más profunda y más artista (Deleuze, 2015, p. 9 ).

Es en este sentido que con la filosofía de la repetición nos encontraríamos cerca de la “metafísica del artista”, pues -siguiendo con el ejemplo de Los nenúfares de Monet- la culminación de la repetición puede interpretarse como “el momento fundamental de la experiencia artística, el momento en el que hay obra, en el que una obra se decide”.11 Refiere -dice Deleuze- a la autonomía del producto, la independencia de la obra, momento en el que la repetición hace sus bodas con la diferencia y se desborda hacia la producción de lo nuevo. Por ello la repetición tiene un elemento genético que Deleuze pone en relación con las máscaras y con los disfraces. Pero no como algo que se colocara “por encima” de un supuesto original, sino como algo que se constituye a medida que se disfraza. No habría, pues, un original detrás de la máscara, sino que la imagen más cercana sería la de una progresión continua de máscaras en donde jamás se llega a un original. Así, la repetición es del orden de las variantes en cuanto que expresan mecanismos diferenciales que pertenecen a la esencia y a la génesis de lo que se repite. En una palabra, antes que repetición de lo mismo, antes que copia más o menos fiel de un Modelo o Idea desde la cual se evalúa, la repetición es la posibilidad de invertir la copia, de atentar contra el Modelo. En otras palabras, es simulacro (cfr. Deleuze, 2015, pp. 26-28). Por ello Deleuze escogía como ejemplos el reflejo y el eco, que no son copias de su fuente original, sino que difieren de él, repitiéndolo.

Hay, así, una ética de la repetición, pues su concepto de ninguna manera determina la unidad o la identidad de un grupo de fenómenos, sino que se refiere principalmente a la conducta de una singularidad insustituible. Se relaciona por ello con la vida misma. Si la vida se repite, si la vida es repetición, es por su inconmensurabilidad con el concepto o con el sistema. La vida no es generalidad de lo particular, sino repetición en sí misma de lo singular. Lo que se repite deja de ser idéntico a cualquier otra cosa, pues lo que se repite es la diferencia. Por ello es lo mismo decir que hay diferencia entre dos repeticiones, que decir que hay repetición entre dos diferencias. En este sentido, la vida se repite a sí misma en su diferencia, lo que implica que la generalidad de la ley moral atenta contra el devenir vital y la existencia de los singulares. Éste es el meollo de la crítica en contra de la moral en general (y de éticas como la kantiana en particular).12 La repetición es como el eterno retorno nietzscheano: no cumple ningún propósito, no tiene ninguna meta final. Por ello -como bien lo resume Adrian Parr-:

[…] lo que se repite no son los modelos, los estilos o las identidades, sino toda la fuerza de la diferencia en y por sí misma […]. Así, en un sentido muy real, la repetición es una actividad creativa de transformación […]. Como poder de lo nuevo, la repetición llama a una terra ignota repleta de un sentido de novedad y extrañeza (Parr, 2010, p. 226).

Va más allá, pues, del hábito y las convenciones, desestabilizándolas. Trae consigo la innovación y sortea la trampa de las rutinas y los clichés que caracterizan a los modos de vivir habituales. En suma, la repetición disuelve las identidades mientras las cambia, facilitando, así, el surgimiento de lo irreconocible, pues es un poder positivo de reinvención y de transformación (cfr. Parr, 2010, p. 226).

Se delimita aquí, pues, lo que, en oposición a los sistemas morales, será la concepción de la verdadera ética para Deleuze. En conformidad con lo dicho hasta ahora, será en Spinoza: filosofía práctica donde Deleuze se decantará por una ética de corte spinozista, entendida ésta como una tipología de los modos inmanentes de existencia que reemplaza la Moral referida a la existencia de valores trascendentes. “La ley moral es un deber, no tiene otro efecto ni finalidad que la obediencia” (Deleuze, 2009, pp. 34-35). La ética, en cambio, será independiente de cualquier orden de fines, de cualquier consideración de deberes. Será una ética en donde la experimentación y el aprendizaje afectivos tomarán el lugar principal y nos conducirán -como veremos en el siguiente apartado- a cuestionar y transgredir los códigos establecidos por las generalidades opresoras de la moral de Estado, de la Iglesia o de la Familia. Y es que las derivas éticas de la repetición como concepto referido al movimiento de la vida, a la libertad, a la conducta del individuo singular que no se deja atrapar por las generalidades de la moral, del hábito o la memoria, estas derivas, decía, encuentran su prolongación en múltiples temas concernientes al pensamiento ético-político de las obras de madurez de Deleuze. Quisiera mostrar, como última parte de este artículo, cómo el andamiaje de nociones que sostienen el pensamiento de la repetición se mantiene -aunque con algunas variaciones- en las tesis que Deleuze y Guattari plantean en relación con los conceptos de” minoritario” y “mayoritario”, conceptos fundamentales en el marco del pensamiento ético-político de estos pensadores.

IV. La repetición y lo minoritario

Como señalaba al principio de este ensayo, podría afirmarse que, a grandes rasgos, el propósito central de DR era el de recobrar para los conceptos de “diferencia” y “repetición” un espacio ontológico propio que los liberara de la subordinación al primado de la identidad, al que la filosofía de la representación los había tenía sometidos a lo largo de la historia de la filosofía. Como señala Paul Patton (2013, p. 75), la concepción de un mundo libre de diferencias bosquejada en DR señalaba una defensa de lo particular contra todas las formas de universalización, de generalización o de representación, toda vez que -de acuerdo con Deleuze-, cada vez que comparece una representación, siempre hay una singularidad no representada, una singularidad que no se reconoce en el representante. En lo que respecta al tema de la repetición, ésta, como vimos, está relacionada con el poder de la diferencia en los términos de un proceso de producción que genera variación en y a través de la repetición. Por ello, el concepto de “repetición” está ligado a una variedad de otros conceptos, como “diferenciación”, “singularidad”, “variación”, “libertad”, “devenir”, “desterritorialización”, “línea de fuga”, o -como veremos enseguida- con la noción de “minoría” o “minoritario”. Ésta es la razón por la cual Deleuze afirmaba que todo lo que había escrito después de DR estaba ligado con este libro: el concepto de “repetición”, como el de “diferencia”, están presupuestos e implicados en la totalidad de la obra del filósofo francés.

Como vimos, la repetición no se produce como repetición de lo Mismo, esto es, no se produce mediante la mímesis. Por ello -como ya había señalado Kierkegaard- se opone punto por punto a la repetición pensada en términos platónicos. En “Simulacro y filosofía antigua”, un apéndice a Lógica del sentido, Deleuze explicaba que la expresión “invertir el platonismo” -utilizada por Nietzsche para definir la tarea de toda filosofía futura- significaba principalmente sacar a la luz y “acorralar” la motivación moral oculta de la teoría de las Ideas de Platón. En términos generales, el motivo de esta teoría habría sido el que nacería de una voluntad por seleccionar, por escoger. Dice Deleuze: “Distinguir la ‘cosa’ misma y sus imágenes, el original y la copia, el modelo y el simulacro” (Deleuze, 1969, p. 292). Con Platón nos las habríamos con una “dialéctica de la rivalidad” en la que se trataría de distinguir entre pretendientes, entre lo puro y lo impuro, entre lo auténtico y lo inauténtico. La identidad superior de la Idea, en este sentido, cumple el papel de fundamento; es ella la que posee algo en primer lugar y lo da a participar: lo Bueno, lo Justo, lo Bello. A partir de las Ideas en cuanto fundamento se desplegaría toda una jerarquía con grados de participación variable. Las copias serían pretendientes bien fundados que poseerían una semejanza interna con la Idea de la que participan, pero habría también simulacros, falsos pretendientes que estarían construidos sobre una disimilitud con la Idea y que por ello serán acusados de poseer una desviación o una perversión intrínseca.

Podemos entonces definir mejor el conjunto de la motivación platónica: se trata de seleccionar a los pretendientes, distinguiendo las buenas y las malas copias o, más bien, las copias siempre bien fundadas, y los simulacros, siempre abismados en la desemejanza. Se trata de asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros, de rechazar los simulacros, de mantenerlos encadenados al fondo, de impedir que asciendan a la superficie y se “insinúen” por todas partes (Deleuze, 1969, p. 296).

Es en este sentido que los simulacros, que no pasan por la Idea, se construyen a favor de una agresión, de una subversión, mientras que las copias bien fundadas respetarían el modelo de lo Mismo (Idea) que se les impone a las cosas. El simulacro sería también un modelo, pero es - dice Deleuze- “un modelo diferente, un modelo de lo Otro” (Deleuze, 1969, p. 296). Como se puede ver, hay en Platón un pensamiento sobre la repetición que no es precisamente el que Deleuze defiende. Como comenta Adrian Parr, para Platón la repetición produciría copias de la Idea, es decir, de lo Mismo. La Idea platónica es aquello que funcionaría como modelo o patrón desde el cual se evaluarían las buenas y las malas copias. Pero Deleuze no cesa de criticar este modelo en la medida en que subsume la naturaleza trasgresora y creativa de la diferencia y la repetición bajo el sistema inmóvil de la semejanza. Como veremos enseguida, esta crítica a un supuesto modelo-patrón desde el cual habría que juzgar a los seres -misma que supone, como dijimos, cierto pensamiento sobre la repetición- es también el esquema de base de la teoría sobre lo minoritario y lo mayoritario.

Lo menor o minoritario es una noción que Deleuze y Guattari empiezan a utilizar en Kafka: por una literatura menor. Para los autores, la literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor. Es el caso del propio Kafka, un escritor de origen judío que se vio obligado a escribir en el alemán de su Praga natal. En la literatura menor se trata de poner al lenguaje mayor en estado de fuga, es decir, de desterritorializarlo. Por ello, en la literatura menor todo es político y tiene un valor colectivo. El escritor de una literatura menor se encuentra en situación tal que se coloca -afirman- en “la posibilidad de expresar otra comunidad potencial, de forjar los medios de otra conciencia y de otra sensibilidad” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 30). Es en este sentido que el lenguaje, en la medida en que se las ve con el arte de lo posible y llama a una terra ignota, es fundamentalmente político. En la literatura menor existen “potencias diabólicas del futuro […] fuerzas revolucionarias por construirse” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 31). Lo menor no califica, pues, a ciertas literaturas, sino “las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida)” (Deleuze y Guattari, 1978, p. 31). En MM, Deleuze y Guattari desarrollan la noción de “minoría” y sostienen que no se opone a la de “mayoría” sólo de manera cuantitativa, sino sobre todo cualitativamente. La mayoría cumple aquí un papel análogo al de las Ideas en el platonismo: son -afirman- “un metro-patrón con relación al cual se evalúa” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 107). La mayoría es, pues, una constante, una pauta o modelo que se tiene por ideal (en el sentido de “Modelo perfecto que sirve de norma en cualquier dominio”). Si suponemos -comenta Paul Patton- que hay sólo dos grupos, y si suponemos que hay un estándar o tipo ideal de miembro de la comunidad, “la mayoría es definida como el grupo que más se aproxima al estándar, mientras que la minoría es definida por el hueco que separa a sus miembros de ese estándar” (Patton, 2013, p. 76). La mayoría es, en este sentido, un patrón abstracto, un “sistema homogéneo y constante”. Deleuze y Guattari nos dan un ejemplo de “mayoría”: Hombre-blanco-macho-adulto-urbano-hablando-una- lengua-estándar-europeo-heterosexual cualquiera. Este “hombre” - señalan- será mayoritario incluso si cuantitativamente hablando hay menos hombres que encajen en ese patrón que niños, mujeres, negros, campesinos u homosexuales. El patrón mayoritario tiene un carácter político en la medida en que supone un estado de poder y dominación frente a lo que se considera minoría. “Cualquier determinación distinta de la constante será, pues, considerada como minoritaria, por naturaleza y cualquiera que sea su número, es decir, será considerada como un subsistema o como fuera del sistema” (Deleuze y Guattari, 1980, pp. 107- 108). Se puede ver aquí cómo la noción de “mayoritario”, que refiere a un patrón abstracto con relación al cual se evalúa, o a un sistema homogéneo y constante que domina frente a otros subsistemas, está en la misma línea que el concepto de “repetición” ligado a la generalidad. Según los autores, “la mayoría, en la medida en que está analíticamente comprendida en el patrón abstracto, nunca es nadie, siempre es Alguien” (Deleuze y Guattari, 1980, pp. 107-108); en otras palabras, es una generalidad. También hablan del patrón mayoritario “hombre” como constituyendo una “gigantesca memoria”, una memoria análoga a la que Deleuze criticaba ya en DR como aquélla que reencuentra los particulares disueltos en la generalidad. Lo mayoritario es, pues, conmensurable a la ley moral, al sistema, al modelo abstracto o patrón ideal al que se tendrían que conformar los entes. La constitución de una mayoría opera, pues -afirman los filósofos-, por redundancia, esto es, como simple iteración o repetición de lo Mismo. Ahora bien, entre la mayoría y la minoría hay un tercer término que interesa sobre todo a Deleuze y Guattari: el devenir-minoritario, es decir, lo minoritario en cuanto proceso. Sostienen: “Por eso hay que distinguir: lo mayoritario como sistema homogéneo y constante, las minorías como subsistemas, y lo minoritario como devenir potencial y creado, creativo” (Deleuze y Guattari, 1980, pp. 107-108). De esta manera, lo minoritario en cuanto proceso desencadena desterritorializaciones de la media mayoritaria. Su signo es, por lo tanto, el de la creación mediante la variación continua “como una amplitud que no cesa de desbordar por exceso y por defecto el umbral representativo del patrón mayoritario” (Deleuze y Guattari, 1980, pp. 107-108). Si el patrón mayoritario es el de los códigos sociales dominantes, el de las instituciones establecidas, como el Estado, la Religión, la familia y los sistemas morales que de ellos emanan, el devenir-minoritario es aquello que se desvía de la norma, que transgrede los códigos, que rompe con las instituciones establecidas. Hay, pues, una política minoritaria, una micropolítica activa siempre al margen de los modelos y patrones establecidos. En palabras de los autores, esta política:

[…] se elabora en agenciamientos que no son ni los de la familia, ni los de la religión, ni los del Estado. Más bien expresarían grupos minoritarios, u oprimidos, o prohibidos, o rebeldes, o que siempre están en el borde de las instituciones reconocidas, tanto más secretos cuanto que son extrínsecos, en resumen, anómicos” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 252 ).

En los devenires minoritarios, en su ruptura con las instituciones centrales o establecidas, encontramos, pues, los atributos de la repetición que Deleuze defendía desde DR: creación, variación, transgresión, pero también libertad y autonomía. Sostienen Deleuze y Guattari: “El devenir minoritario como figura universal de la conciencia se llama autonomía” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 108). Devenir menor es, así, el proceso de ampliar el espacio entre uno mismo y la norma general, dándose uno, de manera creativa y libre, su propia norma. La importancia de lo minoritario para Deleuze y Guattari estriba, pues, en el potencial político y revolucionario que implica su divergencia con la norma. Afirma Patton: “La minoridad proporciona un elemento capaz de desterritorializar los códigos sociales dominantes. A la inversa, es el proceso de desterritorialización lo que constituye la esencia de la política revolucionaria para Deleuze y Guattari” (Patton, 2013, p. 20). Y así como la repetición tenía que ver con el movimiento y las metamorfosis, con las máscaras y con los disfraces, con la producción de diferencia y la transgresión de las generalidades, lo minoritario estará directamente relacionado con el devenir y con la desterritorialización de los códigos que ese devenir provoca, con la experimentación y la creación de líneas de fuga. Por ello, como Job y Abraham, el devenir- minoritario emprende una línea de fuga desde las generalidades de los sistemas dominantes. Y son excepciones -como decía Kierkegaard- no definibles e incomprensibles desde el punto de vista de esos sistemas. Lo mismo para el primer nenúfar de Monet, para la toma de la Bastilla, verdaderas líneas de fuga que surgen intempestivamente a partir de los patrones y los sistemas establecidos. Dice Deleuze en Diálogos: “Una minoría nunca está del todo definida, una minoría sólo se constituye a partir de líneas de fuga que corresponden a su manera de avanzar y de atacar” (Deleuze y Parnet, 2004, p. 52). De esta manera, Job y Abraham son figuras minoritarias por excelencia, así como también el pensador-cometa de Nietzsche, su Zarathustra contra Kant, y Péguy - dice Deleuze- contra [la prefabricada y falsa cultura universitaria de] la Sorbona (cfr. González, 1967, pp. 62-64).

Podemos decir entonces que la ley moral a la que se opone la verdadera repetición -ley que nos dejaba en la generalidad y sus dos grandes órdenes, el de las semejanzas y el de las equivalencias- estará en MM del lado de lo mayoritario, de su metro-patrón evaluador como repetición de lo Mismo, del sistema homogéneo con sus normas y códigos dominantes, mientras que la verdadera repetición, la repetición de la différence, estará a cargo de los devenires minoritarios que no se ven representados en el patrón ideal de la mayoría, de la desterritorialización que provocan en los sistemas y sus códigos, de las líneas de fuga que crean e innovan a partir de esos códigos. Pues, como apuntábamos líneas arriba -y ahora podemos combinar los conceptos-, lo que se repite en los devenires-minoritarios no son los modelos o las identidades, el patrón-modelo, el Alguien de las generalidades. Lo que se repite es toda la fuerza de la diferencia en y por sí misma. Lo minoritario se confunde así con la repetición de una actividad creativa de transformación, con un llamado a una terra ignota extraña y nueva, con un movimiento que va más allá del hábito, de las costumbres, de las convenciones, repitiendo, así, ese poder positivo de reinvención y de transformación.

Para finalizar, habría que añadir que la noción de “minoría” no sólo tiene derivas ético-políticas como las que acabamos de revisar, sino que es un concepto ontológico aplicable a una variedad de ámbitos, como el musical, el lingüístico, el pictórico, el científico, etc. En el contexto de lo literario, veíamos que una literatura menor no caracterizaba a ciertas literaturas, sino a las condiciones revolucionarias de toda literatura dentro de lo que podríamos llamar la gran literatura o la literatura establecida. En esencia, lo menor en cada ámbito es aquella práctica que transgrede y transforma las maneras convencionales de pensar, de sentir y de actuar en ese ámbito. Por ello la ciencia y la filosofía tampoco escapan del esquema mayoritario-minoritario. Si en DR Deleuze criticaba las condiciones a las que el experimento científico sometía a los fenómenos naturales para extraer de ellos las leyes naturales, en MM Deleuze y Guattari oponen las ciencias menores o nómadas a lo que ellos llaman “ciencia real” o “ciencia de Estado”, establecida y mantenida para bloquear movimientos menores, como la geometría proyectiva -“que la ciencia real quiere convertir en una simple dependencia práctica de la geometría analítica, llamada superior”- o el cálculo diferencial -al que “la ciencia real sólo le reconoce un valor de convención cómoda o de ficción bien fundada”- (Deleuze y Guattari, 1980, p. 369). De esta manera, como comenta Robert Deuchars, la ciencia real establece límites, pone parámetros a las cuestiones correctas que pueden ser formuladas, sirve de policía para el conocimiento legítimo y, en último término, se apropia de los contenidos de la ciencia menor. Ésta, por el contrario, actúa como una contra-fuerza, creando espacios de pensamiento y de palabra bloqueados por la ciencia real asociada con el Estado y sus aparatos de captura. Así, la ciencia menor o nómada no está interesada en las constantes, sino que sigue las singularidades o variaciones de la materia, abandonando así el ámbito de la generalidad (cfr. Deuchars, 2019).

Estamos ante dos concepciones de la ciencia, formalmente diferentes; y, ontológicamente, ante un mismo y único campo de interacción en el que una ciencia real no cesa de apropiarse de los contenidos de una ciencia nómada o difusa, y en el que una ciencia nómada no cesa de hacer huir los contenidos de la ciencia real (Deleuze y Guattari, 1980, p. 373 ).

Podríamos decir, pues, que la verdadera repetición encuentra su lugar en la ciencia menor y en el pensamiento nómada de las posiciones minoritarias. Son éstas las que emprenden -tanto en la ciencia como en la filosofía y en las artes- las mutaciones creativas, las innovaciones revolucionarias, los movimientos de experimentación y descubrimiento en los que lo diferente se repite. Es, pues, en los devenires minoritarios que lo singular se alza contra las generalidades en una ruptura con los valores y los códigos dominantes. Pues sólo en lo minoritario hay autonomía, libertad, elección, creación. Transmutación de todos los valores, decía Nietzsche. “En vez del gusto por la seguridad, el amor por la incertidumbre: en vez de ‘causa y efecto’, la creación continúa; en vez de la voluntad de conservación, la de potencia. Total: a la humilde expresión ‘todo es solamente subjetivo’, la afirmación ‘¡también es obra nuestra! ¡Seamos altivos!’” (Nietzsche, 2000, p. 674). Este ánimo que insufla en el eterno retorno es también el espíritu de la repetición y del devenir minoritario.

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1Las cursivas son mías, así como todas las traducciones al español de las obras en inglés o en francés.

2“[Kant] [h]a concebido la crítica como una fuerza que debía llevar por encima de cualquier otra pretensión al conocimiento y a la verdad, pero no por encima del propio conocimiento, no por encima de la propia verdad. Como una fuerza que debía llevar por encima de las demás pretensiones a la moralidad, pero no por encima de la propia moral” (Deleuze, 2008, p. 127).

3Las cursivas son mías.

4“La toma de la Bastilla —dice la historia— fue propiamente una fiesta, la primera celebración, la primera conmemoración y ya entonces fue, por así decirlo, el primer aniversario de la toma de la Bastilla. O en fin, el aniversario número cero […]. La Fiesta de la Federación no fue la primera conmemoración, el primer aniversario de la toma de la Bastilla. Al contrario, la toma de la Bastilla fue la primera fiesta de la Federación, una Federación avant la lettre” (Péguy, 2009, pp. 123-124).

5Para una exposición detallada de este tema, cfr. el excelente estudio de Gonzalo Santaya (2017, pp. 96-101).

6Como comenta David Lapoujade, “[p]or el acontecimiento, todo recomienza, pero de otro modo; somos redistribuidos, regenerados en ocasiones hasta lo irreconocible. Todo se repite, pero distribuido de otro modo, repartido de otro modo, nuestras potencias continuamente removidas, retomadas, según nuevas dimensiones” (2016, p. 70).

7“¿No es acaso evidente que el acontecimiento no es homogéneo, que tal vez es orgánico, que hay lo que se denomina en acústica vientres y nodos, llenos y vacíos, un ritmo, tal vez una regulación, tensiones y distensiones, períodos y épocas, ejes de vibración, puntos de elevación, puntos de crisis, chatas planicies y, de pronto, puntos suspensivos?” (Péguy, 2009, p. 283).

8Deleuze comienza hablando en la novena serie de Lógica del sentido, “De lo problemático”, sobre las singularidades que forman el acontecimiento ideal: “¿Qué es un acontecimiento ideal? Es una singularidad. O más bien, es un conjunto de singularidades, de puntos singulares que caracterizan una curva matemática, un estado de cosas físico, una persona psicológica y moral. Son puntos de retroceso, de inflexión, etc.; collados, nudos, focos, centros; puntos de fusión, de condensación, de ebullición, etc.; puntos de lágrimas y de alegría, de enfermedad y de salud, de esperanza y de angustia, puntos llamados sensibles”. Insiste también aquí en que “la singularidad no es ‘ordinaria’: el punto singular se opone a lo ordinario” (Deleuze, 1969, p. 67).

9En efecto, Clío puede ser entendida como una obra en clave bergsoniana que reflexiona sobre el tiempo en la historia. Así como Bergson distinguía entre tiempo y duración, Péguy distingue entre historia y memoria. Analizar esto, sin embargo, nos desviaría del tema que aquí nos ocupa.

10Para Deleuze, al confiarle la repetición a la fe, Kierkegaard y Péguy caían en el problema de intentar superar con ella la muerte especulativa de Dios y restituir al mismo tiempo la supuesta unidad de un yo como depositario de esa fe. De este modo, Kierkegaard y Péguy acaban devolviendo a Dios y al Cogito todos sus derechos, por lo que Deleuze los tiene por culminaciones de Kant (Deleuze, 2015, p. 127).

11Según la lectura de Jordi Carmona, para Deleuze se trataría entonces no de describir el mundo, ni siquiera de transformarlo, sino de producirlo, de crearlo mediante la producción de la diferencia. Esto —afirma Carmona— no se vuelve inteligible sino a partir del modelo de la obra de arte. “Como siempre, la creación del mundo es pensada a partir de la creación de la obra de arte […]. [S]implemente, que la efectividad sea comprendida por entero en términos de creación, y que esta creación sea pensada según el modelo de la obra de arte — incluso si en trabajos posteriores el dominio de la creación incluirá igualmente a la ciencia y a la filosofía, lo esencial se mantendrá, pues los sabios y los filósofos son considerados fundamentalmente como artistas—, hace de la filosofía no una práctica artística, sino una teoría generalizada del arte” (Carmona, 2016, pp. 97- 98).

12Rubén Mendoza comenta certeramente: “En ese sentido, si la moral se reduce a una copia de la ley de la naturaleza, se niega la vida. El hábito como repetición general de lo bueno, de lo perfecto, atenta contra el movimiento vital y la estanca en la representación de la ley. El mismo Kant, con su imperativo categórico, ‘tú debes’, no permite la repetición de lo posible, de la diferencia. La repetición es sólo posible contra la ley moral y contra la ley de la naturaleza. Con ello, el acatamiento de la ley moral, al no permitir la repetición, conduce al hombre dentro del sistema, al aburrimiento, al absurdo, a la ironía […]. La repetición es, por lo tanto, una novedad, una tarea de la libertad” (Mendoza, 2005, pp. 80-86).

Recibido: 16 de Mayo de 2019; Aprobado: 02 de Agosto de 2019; Publicado: 23 de Junio de 2021

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