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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.56 México ene./jun. 2019

https://doi.org/10.21555/top.v0i56.973 

Artículos

¿Teoría crítica o inmunización del sistema? Acerca de la dicotomía habermasiana entre sistema y mundo de la vida1

Critical Theory or Immunity of the System? About Habermas’s System-Lifeworld Dichotomy

Marina García-Granero1 
http://orcid.org/0000-0002-8067-937X

César Ortega Esquembre1 
http://orcid.org/0000-0003-0990-5837

1Universitat de València, marina.garcia-granero@uv.es, cesar.ortega@uv.es


Resumen

El artículo presenta las fuentes y la definición de los conceptos «sistema» y «mundo de la vida», poniendo de relieve cómo la colonización del mundo de la vida por parte del sistema aparece como un proceso patológico, frente al cual se debe mantener un posicionamiento crítico. Ante el aumento de la complejidad sistémica, es necesario asegurar la reproducción simbólica del mundo de la vida a través de la acción comunicativa. Compartiendo con Habermas el sentido de sus problematizaciones, presentamos sin embargo diversas objeciones a la oposición dicotómica de ambas esferas, en la medida en que dicha oposición confiere a los sistemas económico y administrativo un estatuto ontológico que acaba blindándolos ante toda posible crítica.

Palabras clave: Habermas; Teoría Crítica; sistema; mundo de la vida; racionalización

Abstract

The article presents the sources and definitions of the concepts «system» and «lifeworld», emphasizing how the colonization of the lifeworld by the system appears as a pathological process, in the presence of which a critical stance must be maintained. Facing the increase of the systemic complexity, it is necessary to ensure the symbolic reproduction of the lifeworld through communicative action. Although we share with Habermas the meaning of his critique of the colonization, we present some objections to the dichotomous opposition of both spheres, inasmuch as it confers the economical and administrative systems with an ontological status that ultimately safeguards them from any possible critique.

Keywords: Habermas; Critical Theory; system; lifeworld; rationalization

1. Introducción

Ya hace tiempo que las diversas ramas de las humanidades han venido criticando los peligros de la razón cientificista, que mediante una autocomprensión naturalista trae consigo una progresiva deshumanización. La autocomprensión positivista de la ciencia acaba por hacer de la razón un mero instrumento carente de normatividad, de modo que se impone el imperio de la razón estratégica, en tanto es el modelo tecnológico de racionalidad que más eficazmente logra satisfacer las necesidades humanas en términos de bienestar. La razón moral pierde su función propia de cohesión y unificación del sentido socio-cultural, al mismo tiempo que su estatuto se ve hoy reducido a una opción más dentro del «mercado de las preferencias». Se facilita así el dominio de fuerzas impersonales y burocráticas, lo cual introduce nuevas formas de opresión. De modo especial, la racionalización moderna tiende a socavar las bases de la persona autónoma; la creciente instrumentalización, como advirtieron Adorno y Horkheimer hace setenta años, termina por ahogar la significancia del individuo en el seno de una sociedad sistematizada.

A través de las distinciones conceptuales entre sistema y mundo de la vida, trabajo e interacción, reproducción sistémico-material y reproducción socio-cultural, acción estratégico-instrumental y acción comunicativa, Jürgen Habermas ha pretendido por su parte resolver la paradoja de la cosificación que Weber introdujo en su teoría de la modernidad, y que posteriormente fue reformulada por la tradición filosófica hegeliano-marxista desde Lukács hasta Adorno.

El presente artículo tiene como objetivo plantear la pregunta sobre la vigencia y validez de la dicotomía entre «sistema» y «mundo de la vida» en su uso habermasiano. Defenderemos la tesis de que, si bien la expresión «colonización del mundo de la vida» expresa un problema real-el fenómeno de la sustitución de la comunicación cotidiana como mecanismo de integración y solidaridad por medios sistémicos como el dinero y el poder-, la diferenciación entre sistema y mundo de la vida es problemática en la medida en que entraña, en sí misma, el germen de perversión de la colonización como expansión desmedida de los sistemas más allá de los límites que les corresponden.

En la primera sección del trabajo procederemos a revisar las fuentes de los conceptos de «racionalización» (Weber) y «mundo de la vida» (Husserl). Tras una breve reconstrucción del tránsito operado desde la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje, realizaremos una exposición sintética de la concepción habermasiana del «mundo de la vida» y analizaremos en profundidad el problema de su colonización y sus posibles antídotos. Después trataremos de apresar la comprensión habermasiana de la «crítica» en términos de una «tematización pública» por parte de los afectados, poniendo de relieve la necesidad de anclar dicha crítica tanto en el mundo de la vida como en los ámbitos sistémicos. Terminaremos esbozando algunas críticas al carácter dicotómico de la distinción entre «sistema y «mundo de la vida».

2. Las fuentes del «mundo de la vida» habermasiano: Max Weber y Edmund Husserl

Como es natural, Habermas no fue ni el único ni el primer pensador en percatarse de los problemas acarreados por los procesos de racionalización de la Modernidad. Las aportaciones de Max Weber le sirven para llevar a cabo dos propósitos diferentes: en primer lugar, comprender la evolución de la sociedad moderna que conduce hasta el actual capitalismo avanzado; en segundo lugar, elucidar las funciones que cumplen la ciencia y la técnica de cara a legitimar la dominación en las sociedades liberales.

Según Max Weber, la racionalización social de Occidente acontecida en la Modernidad consiste en la ampliación de los subsistemas económico y administrativo propios del capitalismo liberal (Weber, 1987: Introducción). Este proceso de racionalización (Rationalität) refleja la extensión de la racionalidad medios-fines en la economía, la burocracia y demás sectores del sistema socio-cultural. En perspectiva weberiana, «racionalizar» significa aplicar los medios más adecuados a los fines perseguidos, teniendo siempre en cuenta las posibles consecuencias. El otro lado de la moneda es el proceso de desencantamiento o des-magificación (Entzauberung), proceso mediante el cual se van oscureciendo las imágenes del mundo con contenido que pertrechaban a las sociedades de unos valores últimos capaces de crear cohesión social, legitimar la dominación política y justificar la obligatoriedad del derecho (Weber, 2012). El proceso de desencantamiento tiene como resultado el politeísmo axiológico y, en consecuencia, la imposibilidad de discutir racionalmente sobre fines últimos.

Si traducimos la tesis weberiana a terminología habermasiana, podríamos decir que la racionalización consiste en la pérdida de importancia del «mundo de la vida», entendido como acervo de valores y bienes culturales acumulados por tradición, respecto a los subsistemas de acción racional-teleológica. Mediante este nuevo marco conceptual, Habermas denuncia un proceso de colonización del mundo de la vida por parte de los imperativos sistémicos propios de los subsistemas económico y administrativo. Según el diagnóstico de la colonización, con el que se reactualiza la Teoría Crítica para dar cuenta de las patologías sociales, en las sociedades capitalistas avanzadas acontece una progresiva sustitución del medio comunicación por los medios dinero y poder como instancias de coordinación de las acciones. La comprensión de este problema empuja a Habermas a reconstruir un concepto más amplio de racionalidad, del que daremos cuenta más adelante.

En una línea similar, también Husserl se preocupó por la función ideológica de los avances científicos. Con su concepto originario de «mundo de la vida» (Lebenswelt), que comienza a adquirir relevancia a partir de la obra La crisis de las ciencias europeas, Husserl quiso significar «el horizonte constante de las cosas, valores, proyectos prácticos, obras, etc.» (Husserl, 1991: 124), o, dicho de otro modo, el amplio espacio de experiencias, relaciones intersubjetivas y valores que nos son familiares en el trato cotidiano con las personas y con las cosas (Ion, 2015). Es en el mundo de la vida donde se generan los juicios de valor, así como las experiencias que les dan cumplimiento. Husserl criticó la voluntad cientificista de reducir las cosmovisiones a sistemas lógicamente integrados, cuyas aserciones sólo pueden ser formuladas cuantitativamente, cuando en realidad, el mundo de la vida exige una formulación que permita agregar la multiplicidad de dimensiones de la experiencia humana.

La racionalidad científica acaba por minusvalorar la experiencia vital de las personas, en la medida en que pasa por alto «las cuestiones relativas al sentido o sinsentido de esta entera existencia humana» (Husserl, 1991: 6). En este sentido, La crisis de las ciencias europeas retrata la confrontación de la ciencia fáctica con los síntomas de la crisis de la vida cultural, de suerte que Husserl se pregunta no sólo por el sentido teórico del quehacer científico, sino también por su función para la praxis del mundo de la vida. El cientificismo, como pensamiento unilateral, acaba destrozando el contexto experiencial que representa el mundo de la vida y conlleva la pérdida del carácter específicamente normativo de los enunciados morales, de tal modo que pierde potencia la distinción entre el «ser» y el «deber ser».2 Dada la exclusión de todo razonamiento considerado no-científico, el conjunto de la vida cotidiana ya no podría ser el cometido del pensamiento filosófico. No obstante, en realidad cabría «concebir que a todas las ciencias objetivas les falte precisamente el saber acerca de lo máximamente principal, esto es, el saber sobre aquello que podría procurar sentido y validez a las configuraciones teóricas del saber objetivo» (Husserl, 1991: 124).

A juicio de Habermas, Husserl «intentó una vez más un último y gran proyecto cuya finalidad era entender la crisis de las ciencias europeas como crisis de la humanidad europea y contribuir a superarla» (Habermas, 2001: 86). Tanto La filosofía en la crisis de la humanidad europea comoConocimiento e interés revelan un enfrentamiento común contra la estructura de saber monológico, unilateral y débil de las posiciones positivistas: no es posible separar la teoría de los intereses cognoscitivos, como tampoco es posible alcanzar un nivel de objetividad capaz de describir los hechos «en sí». En este sentido, Habermas valora la articulación del concepto de praxis en términos de constitución de la experiencia, ya presente en Husserl, y su ampliación por parte de Berger y Luckmann (1983). No obstante, les reprocha que realicen sus análisis únicamente en términos de filosofía de la conciencia (Habermas, 1989: 100), en la medida en que su teoría no hace más que proseguir la tradición de la autocomprensión objetivista y reduccionista del individuo, de modo que no logran distanciarse de concepciones ya desarrolladas en perspectiva mecanicista, materialista y fisicalista, en las que nos entendemos a nosotros mismos como objetos (Conill, 1991: 115 y 2001). Las estructuras del mundo de la vida son aprehendidas recurriendo «al reflejo de esas estructuras en las vivencias subjetivas de un actor solitario» (Habermas, 1981: II, 198),3 lo cual crea límites de cara a la conformación del concepto de intersubjetividad.

La pretendida objetividad del mundo supone un «estar-ahí» del mundo idéntico para todos los sujetos. Resulta problemático conciliar esta universalidad con la diversidad de perspectivas adoptadas por los múltiples sujetos que habitan el mundo y lo objetivan como horizonte de sus respectivas conciencias. Queda pendiente, pues, «la cuestión de cómo sujetos diversos pueden compartir el mismo mundo de la vida» (Habermas, 1981: II, 197). Por eso Habermas, apoyándose en la filosofía del lenguaje, sacará a la luz un tipo de racionalidad de la acción comunicativa que, situándose por así decir más allá de la razón subjetiva, pero más acá de la razón objetiva, reclama bajo el paraguas de la relación sujeto-sujeto el modelo de lo intersubjetivo (Cortina, 2015: 10).

3. De la filosofía de la conciencia a la filosofía del lenguaje

Contando ya con la categoría de “mundo de la vida” cuyas fuentes hemos rastreado más arriba, Habermas intentó reconstruir, en su obra El discurso filosófico de la modernidad, las aporías a las que se vieron arrastrados Horkheimer y Adorno cuando trataron de apresar el carácter fatalmente paradójico de los procesos de racionalización. Desde el punto de vista de su lectura crítica, estas aporías de la crítica de la razón instrumental resultaban extremadamente instructivas a la hora de «obtener razones en favor de un cambio de paradigma en teoría de la sociedad» (Habermas, 1981: I, 489). La Teoría Crítica operó un cambio de rumbo a comienzos de los años cuarenta, desde la crítica marxista de la economía política hasta la autocrítica radical de la razón (Cortina, 2008). Con este cambio, Horkheimer y Adorno se vieron envueltos en la aporética imposibilidad, inherente a una autocrítica de la razón ilustrada, de esclarecer los fundamentos normativos en que apoyaban su crítica (Adorno y Horkheimer, 1998; Horkheimer, 2010). La crítica de la razón instrumental se enfrentaba a la tarea de someter a la razón cognitivo-instrumental a una crítica radical desde el punto de vista de una razón objetiva considerada destruida. La teoría de la acción comunicativa aparece encargada, en este sentido, de la ímproba tarea de restaurar un concepto complejo de racionalidad desde un punto de vista estrictamente posmetafísico (Habermas, 1990).

Una vez abandonadas las esperanzas en el contenido racional de la cultura burguesa, a las que Marx y el Institut für Sozialforschung de los años treinta todavía podían recurrir, y en las fuerzas productivas como motor de realización de este contenido, la crítica total de las ideologías que, siguiendo a Nietzsche, emprendieron Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración se quedaba sin nada a lo que poder apelar. En el contexto de una sociedad totalmente administrada, las fuerzas productivas «entraban en una fatal simbiosis con las relaciones de producción a las que antaño se suponía debían hacer estallar» (Habermas, 1989: 148). La sospecha de ideología ya no sólo se aplicaba, como en la crítica marxiana, a la «funcionalización irracional de los ideales burgueses» -es decir, al ámbito del subsistema económico-, sino que apuntaba también al «potencial de razón de la propia cultura burguesa [-es decir, al ámbito del mundo de la vida-], afectando así a los fundamentos de una crítica ideológica que pretendiera poder proceder en términos inmanentes». A esta denuncia de «conversión de la Ilustración en totalitaria», que pretende operar sin embargo en su terreno mismo, la acusa Habermas de incurrir en una contradicción realizativa: al criticar la totalización de la racionalidad instrumental en que consiste la Ilustración, Adorno y Horkheimer se vieron obligados a recurrir a un impulso crítico que, en tanto impulso sustraído a la deformación de la razón, había sido declarado muerto (Habermas, 1989: 149).

Esta reconstrucción permite a Habermas detectar cuál es exactamente el punto de no retorno ante el cual el pensamiento filosófico ya no pudo proseguir el camino abierto por la Ilustración. La explicación socioevolutiva que Horkheimer y Adorno habían emprendido en Dialéctica de la Ilustración no alcanzaba a comprender en toda su complejidad la teoría weberiana de la modernización como racionalización de las imágenes del mundo. Quedándose en el aspecto de la racionalización social como imposición de la acción racional con arreglo a fines, Adorno y Horkheimer habían descuidado otro de los momentos decisivos de la modernización: el relativo a la racionalización cultural. Este proceso había sido interpretado por Weber, y asumido posteriormente por el Habermas de Teoría de la acción comunicativa, como un proceso de diferenciación de diversas esferas de valor -ciencia, moral/derecho, arte-, cada una de las cuales obedecía en adelante a su propia lógica. En esta racionalización cultural de las imágenes religioso-metafísicas del mundo la capacidad crítica, la «negación argumentada», no sólo no quedaba inmediatamente suprimida, sino que, más bien al contrario, alcanzaba su momento más elevado (Habermas, 1989: 142).

Aunque Habermas comparte con Horkheimer y Adorno la crítica al reduccionismo que entraña una modernización social cortada únicamente a la medida de la racionalidad con arreglo a fines, reivindica sin embargo la importante racionalización de las imágenes del mundo y de los mundos de la vida, «que obliga a la progresiva diferenciación de una razón que al cabo adopta una forma procedimental». La tesis es pues muy clara: «la Dialéctica de la Ilustración no hace justicia al contenido racional de la modernidad cultural que quedó fijado en los ideales burgueses (aunque también instrumentalizado con ellos)». Este «contenido normativo de la modernidad» hace referencia tanto al progreso de las ciencias como a la universalización del derecho y la moral y también a la fuerza explosiva de las obras de arte de vanguardia (Habermas, 1989: 142-143, 153).

A la crítica habermasiana subyace la constatación del agotamiento de la filosofía del sujeto o filosofía de la conciencia. Este agotamiento exige por su parte la renovación del paradigma desde el cual la Modernidad puede aún hacerse autorreflexiva, y que no es otro que el paradigma de la comunicación o entendimiento intersubjetivo. Inserta en el marco de la filosofía de la conciencia, la crítica de la razón instrumental había apresado las relaciones entre sujeto y objeto desde el punto de vista del sujeto cognoscente, pero no desde el punto de vista del objeto manipulado: «de ahí que no ofrezca ningún medio de explicar qué significa la instrumentalización de las relaciones sociales e intrapsíquicas, vista desde la perspectiva de la vida violentada y deformada» (Habermas, 1981: I 522). Los límites de la filosofía de la conciencia se hacen notar en la dificultad que encuentra la crítica de la razón instrumental a la hora de explicar en qué consiste exactamente el mal a que apunta el concepto de alienación o patología. Al no diferenciar suficientemente entre la racionalidad propia de los subsistemas económico y administrativo y la racionalidad instrumental absolutizada, y al no tener en cuenta el tipo de racionalización más amplia que aún era posible localizar en el contexto de un mundo de la vida racionalizado, ni Weber ni Adorno y Horkheimer fueron capaces de formular positivamente los fundamentos normativos de su crítica.

En este sentido, el cambio de paradigma permite una lectura de la reconciliación de esa totalidad ética desgarrada, si es que aún nos es dable utilizar estas expresiones, en términos de una intersubjetividad no violentada o «socialización sin represión», es decir, de una coordinación de las acciones mediada por el entendimiento lingüístico. También Axel Honneth ha presentado un modelo de reconciliación de tipo intersubjetivo, aunque en este caso recurriendo a las categorías del Hegel de Jena de una «lucha por el reconocimiento» (Honneth, 1997; Fascioli, 2016).

Bajo el paradigma esbozado por Habermas, la racionalización de la sociedad no se limita al esencial pero estrecho punto de vista de la razón instrumental-cognitiva, al que aún se atenían Marx y Weber -lo que Habermas llama reproducción material de la sociedad-, sino al modo en que los diversos sujetos que comparten un mismo mundo de la vida se entienden entre sí sobre determinada situación. Para este último proceso, en el que los consensos meramente heredados por la tradición se lingüistizan, Habermas se reserva la expresión de reproducción simbólica del mundo de la vida. El filósofo alemán emplea un concepto normativo y comunicativo de razón, vinculado a la idea de acuerdo sin coacción y a la discusión libre de dominio en la esfera pública (Gil Martín, 2006). Sólo desde el trasfondo más amplio de una razón comunicativa, que únicamente apela a la «coacción sin coacciones» de las buenas razones, puede entenderse la imposición de imperativos sistémicos al mundo de la vida como una patología social.

4. Definición y contenidos del «mundo de la vida» (Lebenswelt) en sentido habermasiano

Habermas plantea el «mundo de la vida» como el lugar empírico-histórico de la emancipación y de la crítica teórico-social. Contemplando una sociedad como mundo de la vida se hace posible tematizar sus estructuras normativas, valores e instituciones; es decir, se pone de relieve el horizonte participado por los actores, que se involucran en procesos de comprensión. El mundo vital, cuyos principios rectores son la solidaridad y el entendimiento, es aquel en el que se produce y reproduce la vida, el que permite la transmisión de los valores. Por su parte, «sistema» es el concepto que da cuenta de esa esfera social en la que, «a través de un entrelazamiento funcional de las consecuencias agregadas de acción», se estabilizan contextos de acción no pretendidos (Habermas, 1981: II, 179). Bajo la perspectiva del sistema, es posible considerar los mecanismos de gobierno y regulación mediante los cuales la sociedad asegura su estabilidad en circunstancias complejas. Este sistema alberga por su parte dos subsistemas: el subsistema económico capitalista y el subsistema de administración pública del Estado moderno. En otras palabras, la economía y el Estado son las dos esferas organizadas sistémicamente, mientras que el mundo de la vida es el ámbito de acción organizado comunicativamente.

El lugar más adecuado para analizar esta comprensión dual de la sociedad es las «Segundas consideraciones sistemáticas» de Teoría de la acción comunicativa (Habermas, 1981: II, 171-293). En este contexto se aprecia el interés específico que mueve a Habermas: la necesidad de proponer una teoría de la sociedad capaz de dar cuenta al mismo tiempo de la integración social, entendida como «mecanismos de coordinación de la acción que armonizan entre sí las orientaciones de acción de los participantes» -a través de un consenso alcanzado comunicativamente-, y de la integración sistémica, entendida como «mecanismos que a través de un entrelazamiento funcional de las consecuencias agregadas de acción estabilizan contextos de acción no pretendidos» -regulación no-normativa de decisiones ubicada más allá de la conciencia de los actores. Tratando de explicar las diferencias entre ambos momentos, Habermas se ve obligado a comprender la sociedad al mismo tiempo desde la perspectiva del participante en un mundo de la vida y desde la perspectiva del observador de un sistema.

Esta comprensión le permite dibujar una teoría de la evolución social que, recogiendo los procesos que representan la racionalización del mundo de la vida y el aumento de la complejidad sistémica, pueda funcionar como alternativa tanto a la teoría de la modernización social de Weber como al materialismo histórico de Marx y la teoría de sistemas de Parsons. El aguijón crítico de la teoría, con el cual Habermas hace valer la tradición crítica que arranca con Marx frente al funcionalismo sistémico de Luhmann, reside en la localización de una forma patológica de racionalización, a saber, aquella que procede a una colonización del mundo de la vida por los imperativos sistémicos.

En un sentido muy preliminar, Habermas caracteriza el mundo de la vida como aquel «horizonte» o «saber de fondo fundamental» en el que «los agentes comunicativos se mueven ya siempre» (Habermas, 1981: II, 182). Desde el punto de vista de su teoría de la comunicación, Habermas había localizado tres relaciones pragmáticas que los sujetos participantes en la acción comunicativa podían establecer con el mundo a través de sus actos de habla: podían referirse al mundo objetivo, como «totalidad de los hechos», y en su acto de habla iba contenida una pretensión de verdad; al mundo social, como «totalidad de las relaciones interpersonales que los integrantes reconocen como legítimas», y aquí contaban con una pretensión de corrección normativa; o al mundo subjetivo, como «totalidad de las vivencias a las que en cada caso sólo un individuo tiene un acceso privilegiado», en cuyo caso manifestaban una pretensión de veracidad o autenticidad expresiva (Habermas, 1981: I, 84). La acción comunicativa queda definida en este contexto como un proceso de interpretación cooperativa en el que al menos dos sujetos se ponen de acuerdo sobre una situación relativa al mundo objetivo, al mundo social o al mundo subjetivo. En la acción comunicativa, los participantes persiguen sus fines individuales bajo la condición de que sus respectivos planes de acción puedan armonizarse entre sí. Esta actitud de participante implicado es caracterizada por Habermas como la base de la aproximación hermenéutica a la realidad social (Beltrán, 2013).

En este proceso de definición de la situación, los sujetos se refieren ya siempre implícitamente a un marco de interpretaciones común, constituido por el acervo de certezas alcanzadas previamente por los participantes, por los valores, normas y habilidades ya disponibles para los actores. Este marco común es el mundo de la vida. La situación tematizada aparece así como un fragmento del mundo de la vida, y la tematización consiste en la problematización de una certeza meramente presupuesta, en el cuestionamiento a través de una pretensión de validez susceptible de crítica, en la conversión de lo ya dado aproblemáticamente en una hipótesis ante cuya validez sólo pueden pronunciarse las buenas razones (Habermas, 2000: cap. 2). El mundo de la vida «acumula el trabajo de interpretaciones realizado por las generaciones pasadas» (Habermas, 1981: I 107), y estas interpretaciones devienen problemáticas tan pronto como al menos uno de los participantes en la acción comunicativa cuestione su validez.

El fragmento problematizado por los participantes en el mundo de la vida toma pues la forma de un hecho, norma o vivencia que requiere, para seguir conservando su vigencia, una renovación del consenso en el que su validez descansaba. Este concepto de tematización de fragmentos pertenecientes al mundo de la vida constituye, a nuestro modo de ver, la clave de la comprensión habermasiana de la crítica, que en este sentido contiene algunas vagas referencias a aquel tradicional concepto de crítica de las ideologías como desnaturalización de fenómenos en realidad sociales.

Habermas se esfuerza por ofrecer una concepción ampliada del mundo de la vida que alberga tres elementos estructurales diferentes: cultura, sociedad y personalidad. Contando con este concepto, que supera los meros términos culturalistas, podemos entender el decisivo proceso de «racionalización del mundo de la vida» en oposición al concepto de «aumento de complejidad sistémica». El primer tipo de racionalización queda definido como una «reproducción simbólica» del mundo de la vida a través de la acción comunicativa; el segundo, como una «reproducción material» por medio de la acción teleológica.

Habermas establece tres condiciones que han de ser satisfechas si la reproducción simbólica del mundo de la vida ha de significar su racionalización: la progresiva diferenciación de las tres estructuras generales -cultura, sociedad y personalidad-, la diferenciación entre forma y contenido en cada una de las tres esferas, y la creciente reflexividad de la reproducción simbólica del mundo de la vida. La racionalización se pone de manifiesto en el creciente desacoplamiento entre el sistema institucional y las cosmovisiones o mitos que legitiman el statu quo. De esta manera, una estructura social racionalizada se caracteriza por los procedimientos formales legítimos mediante los cuales se crean y justifican las normas. Un mundo de la vida racionalizado no está tapado por «convicciones que no son capaces de resistir la prueba del discurso», sino que realiza una «revisión permanente de tradiciones fluidificadas y convertidas en reflexivas» (Habermas, 1981: II, 219).

Las separaciones estructurales expresan la liberación del potencial de racionalidad que la acción comunicativa lleva en su seno, pues las tomas de postura de los participantes brotan de la defensa, la crítica y la revisión permanente de las pretensiones de validez. El mundo de la vida aparece entonces tanto más racionalizado cuanto más sometidos queden sus componentes estructurales -cultura, sociedad y personalidad- a las condiciones de un entendimiento racionalmente motivado, que en las sociedades premodernas dependía aún de consensos meramente existentes y respaldados sólo por cosmovisiones religioso-metafísicas. Por eso Habermas habla, sirviéndose de Durkheim, de la «lingüistización de lo sacro» específica de la Modernidad.

La reproducción simbólica del mundo de la vida encuentra en este contexto tres momentos específicos, cada uno de los cuales remite a uno de los elementos estructurales antes definidos: la reproducción del saber cultural válido bajo el aspecto funcional del entendimiento, la integración social y creación de solidaridades grupales bajo el aspecto de la coordinación de la acción, y la socialización o creación de identidades personales. En este marco, Habermas entiende por cultura el «acervo de saber, en el que los participantes en la comunicación se abastecen de interpretaciones para entenderse sobre algo en el mundo [objetivo, social o subjetivo]», por sociedad las «ordenaciones legítimas, a través de las cuales los participantes en la interacción regulan sus pertenencias a grupos sociales, asegurando con ello la solidaridad», y por personalidad aquellas «competencias que convierten a un sujeto en capaz de lenguaje y de acción, esto es, que lo capacitan para tomar parte en procesos de entendimiento y para afirmar en ellos su propia identidad» (Habermas, 1981: II, 209).

Pero la teoría de la evolución social habermasiana no se agota en la reproducción simbólica del mundo de la vida, sino que alberga un segundo componente, que tiene que ver con el aumento de la complejidad sistémica. Frente a la reproducción simbólica, la reproducción material ya no se sirve del mecanismo de la acción comunicativa, sino del «medio de la actividad teleológica con que los individuos socializados intervienen en el mundo para realizar sus fines» (Habermas, 1981: II, 209), y cuyo objetivo no es otro que la conservación del propio sistema en un entorno cambiante y complejo. Con el advenimiento de las sociedades modernas queda concluida la progresiva desconexión entre sistema y mundo de la vida, de suerte que los dos subsistemas que constituyen la economía capitalista y el sistema administrativo quedan radicalmente desligados de todo contexto normativo basado en la acción comunicativa. Surgen así sistemas de acción formalmente organizados, integrados ya no a través del mecanismo que constituye la acción comunicativa, sino de los medios que representan el dinero y el poder. Contando con ambas perspectivas, Habermas puede dibujar un concepto complejo de sociedad, capaz de compadecerse tanto con la sociología comprensiva -que recurre a un concepto culturalista de mundo de la vida- como con el materialismo histórico -que postula el primado de la reproducción material del mundo de la vida.

Una vez equipado con las perspectivas complementarias que constituyen la integración social y la integración sistémica, Habermas puede emprender su particular lectura del carácter paradójico del proceso de evolución social. Las diferenciaciones sistémicas en que consistieron la emergencia de la economía de mercado y la administración política moderna sólo fueron posibles sobre la base de un mundo de la vida ya racionalizado, al que Habermas atribuye el primado en el proceso evolutivo. Ahora bien, este surgimiento aconteció, y he aquí la paradoja, a través de una sustitución del mecanismo del entendimiento como forma de coordinación de la acción por medios de regulación no lingüísticos (Steuerungsmedien): el dinero y el poder. La diferencia entre integración social e integración sistémica se hace aquí transparente. Los subsistemas así constituidos terminaron por aparecer ante la conciencia de los participantes del mundo de la vida bajo la pervertida forma de una «segunda naturaleza», como pura externalidad reificada y vacía de contenido normativo.

Este proceso concluye con un aumento hipertrófico, típicamente capitalista, de la complejidad sistémica, cuyos imperativos terminan por colonizar ámbitos de acción comunicativamente organizados; es decir, terminan por instrumentalizar al propio mundo de la vida. El dilema de la racionalización social, que en Marx aparecía como «proceso de acumulación [que] socava el mundo de la vida de aquellos productores que sólo pueden ofrecer como mercancía su propia fuerza de trabajo» (Habermas, 1981: I, 459), queda expuesto en los siguientes términos: «el mundo de la vida racionalizado posibilita la aparición y crecimiento de subsistemas cuyos imperativos autonomizados reobran destructivamente sobre ese mismo mundo de la vida» (Habermas, 1981: II, 277).

Tan pronto como los mecanismos de integración sistémica dejan de aplicarse únicamente a los ámbitos de acción formalmente organizados -economía y administración- para interferir también en aquellos ámbitos sólo susceptibles de una coordinación en términos de entendimiento, la integración social es sustituida por una integración sistémica. Dicho con las ya célebres palabras de Habermas: el mundo de la vida queda colonizado por los imperativos sistémicos. Desde la perspectiva sistémica del Estado y del mercado, los ámbitos de acción integrados socialmente-como la vida privada de la familia y sus tareas de socialización, la esfera de la opinión pública y sus tareas de cohesión social, etc.- aparecen entonces como mero entorno del que servirse instrumentalmente, ya sea al modo de fuentes de legitimación para el Estado, ya al de fuerza de trabajo y compradores para el mercado. «Los actores, al asumir los papeles de trabajador y de cliente de la administración pública, se desligan de los contextos del mundo de la vida y adaptan su comportamiento a ámbitos de acción formalmente organizados» (Habermas, 1981: II, 474). A esto lo llama Habermas «monetarización y burocratización de la fuerza de trabajo y de las prestaciones estatales».

Este proceso resulta necesario en cierto grado, en la medida en que supone un aprendizaje significativo con respecto a las formas premodernas de garantizar la pervivencia del sistema. No obstante, deviene patológico tan pronto como «empieza a instrumentalizar las aportaciones del mundo de la vida», por ejemplo cuando la vida privada se centra «en una relación de trabajo formalmente organizada»; cuando esferas como la cultura o el tiempo libre responden únicamente a las leyes de la economía y el consumo de masas; o cuando la opinión pública-política queda «desecada burocráticamente» de sus elementos práctico-morales, y por lo tanto las cuestiones prácticas se redefinen en términos de tareas técnicas (Habermas, 1981: II, 477-481).4

Dicha racionalización (Rationalität) patológica termina por relegar la discusión sobre los fines de la acción humana -es decir, las cuestiones prácticas- al terreno de lo irracional. Habermas ha sido tradicionalmente asociado con la perspectiva de análisis de los movimientos sociales en términos de conflictos estructurales. Este enfoque, que encuentra sus raíces en las teorías marxista y weberiana, se concentra en la indagación de las causas de los movimientos sociales. En las sociedades capitalistas avanzadas, donde el Estado social consigue subsumir las disfunciones del mercado, los conflictos sociales no responden a causas esencialmente económicas, sino más bien de tipo posmaterial y psicopatológico. Ejemplos de ello son fenómenos como la «pérdida de sentido» o la «crisis de legitimación y de orientación» (Habermas, 1981: II, 213) en una sociedad desfigurada por el dominio. En una sociedad en la que incluso los ámbitos de acción no sistémicos pasan a ser regulados conforme al criterio del éxito, y no conforme al entendimiento, los colectivos oprimidos no encuentran un lugar en el que participar (Edwards, 2008). Las personas experimentan una dolorosa impotencia bajo el peso inexorable del dinamismo sistémico, de tal manera que la colonización del mundo de la vida priva a la sociedad de toda identidad racional. Si el proceso de diferenciación ha descompuesto la sociedad en subsistemas funcionalmente específicos, se hace imposible encontrar algún centro o instancia reguladora capaz de erigir enunciados normativos que distingan la facticidad de la validez.

Habermas propone como antídoto contra esta colonización la creación de un mundo de la vida fuerte, autorreflexivo y consciente de sí. A la acción comunicativa le corresponde la tarea de garantizar el mantenimiento de la intersubjetividad perdida en los procesos sistémicos, y el mundo de la vida debe afirmarse como aquel centro virtual desde el cual las sociedades modernas pueden y deben entenderse a sí mismas. El paradigma de racionalidad que defiende Habermas (Vernünftigkeit), a diferencia de la racionalidad formal weberiana (Rationalität), aparece ligado a la estructura misma de la comunicación cotidiana. Frente a la racionalidad teleológica -y por lo tanto selectiva- descrita por Weber, Habermas describe un modelo de racionalidad expresada ya en la acción comunicativa cotidiana, unida a aquellos valores del consenso intersubjetivo que Weber no pudo incluir en la racionalización formal (Conill, 1991: 299).

5. La «crítica» como tematización pública

Según decíamos al comienzo de la sección anterior, la acción comunicativa puede entenderse como un proceso de interpretación cooperativa en el que varios agentes, apoyados en el trasfondo de su mundo de la vida común, tratan de mantener o alcanzar un acuerdo sobre alguna situación problemática del mundo objetivo, social o subjetivo. El objetivo de este acuerdo es la consecución de una coordinación armonizada de sus respectivos planes de acción. Tan pronto como las certezas presupuestas del mundo de la vida no alcanzan a «absorber» los desacuerdos cotidianos de los participantes, es decir, tan pronto como ese «contrapeso conservador contra el riesgo de disentimiento» (Habermas, 1981: I, 107) se vuelve insuficiente para mantener el acuerdo, la acción comunicativa puede elevarse a esa instancia de apelación superior que es el discurso racional, y que ofrece el marco de argumentación en el que los sujetos pueden alcanzar un acuerdo racionalmente motivado (Habermas, 1981: I, 37).

Cuando se trata de situaciones relativas al mundo social, la tematización pública de un fragmento del mundo de la vida por parte de alguno de los participantes -e.g. una norma moral acostumbrada- opera de una forma que podemos llamar «crítica». Elevándose al nivel reflexivo de la acción comunicativa que representa el discurso racional práctico, cualquier agente del mundo de la vida puede poner en duda la validez de una norma, apelando a que dicha validez no significa otra cosa que mera vigencia fáctica, es decir, que no podría contar con el reconocimiento de todos los posibles afectados tras un proceso de discusión racional. Tras este gesto los afectados se ven impelidos a entrar en un proceso de re-definición común de la situación a través de argumentaciones en las que el límite último ya no es la autoridad de la tradición, sino el «sí» o el «no» de los potenciales afectados por la decisión. La emisión con la que el participante disconforme pone en duda una determinada certeza presupuesta del mundo de la vida va acompañada de una pretensión de corrección normativa, cuya afirmación por el resto de sujetos sólo acontece como reconocimiento de dicha pretensión tras un proceso de fundamentación; o como prefiere decir Habermas alejándose de Apel, tras una justificación discursiva de la norma. El oyente queda comprometido por las ofertas de los actos de habla en tanto «no puede recusarlas a voluntad, sino que sólo puede decirles que no, esto es, rechazarlas con razones» (Habermas, 1981: II, 114).

La ética discursiva, con su descripción de las condiciones procedimentales necesarias para garantizar el valor universal, y no sólo provinciano, del acuerdo obtenido con relación a cuestiones estrictamente morales -i.e., no éticas-, constituye un importante producto teórico del giro lingüístico que Habermas emprendió originalmente en el contexto de la teoría de la sociedad. El objetivo de este programa de raigambre kantiana es diseñar un procedimiento de justificación normativa bajo la forma de una lógica de la argumentación (Cortina, 2009). A través de una relectura intersubjetiva del imperativo categórico, la ética discursiva obtiene el llamado «principio del discurso» o «postulado ético discursivo», que Habermas define en los siguientes términos: «una norma únicamente puede aspirar a tener validez cuando todas las personas a las que afecta consiguen ponerse de acuerdo (o pueden ponerse de acuerdo) en cuanto participantes de un discurso práctico en el que dicha norma es válida» (Habermas, 2008: 77). El discurso práctico, como momento reflexivo del actuar comunicativo, encarna en forma ejemplar ese lugar que nosotros hemos denominado «crítica»: el contenido normativo de la Modernidad bajo la forma de ciertos presupuestos comunicativos de la argumentación.

El segundo gran producto teórico del giro lingüístico queda encarnado en la política deliberativa. En su tentativa de conectar una concepción procedimental y «altamente idealizante» de la producción de normas jurídicas válidas con la comprensión cotidiana de la política como lucha estratégica por el poder, Habermas permanece fiel a ese modelo que, bajo el término de «crítica reconstructiva», sigue la senda de la crítica inmanente de Marx: «el contenido normativo que, de entrada, hemos hecho valer en términos reconstructivos viene inscrito, por lo menos en parte, en la facticidad social de los propios procesos políticos observables» (Habermas, 2010: 363).5 Es en la propia génesis democrática del derecho donde reside el contenido normativo de la modernidad política. La concepción normativa de la democracia que Habermas apresa bajo el nombre de «política deliberativa» se ubica más allá de la comprensión liberal, donde el Estado aparece como «guardián de la sociedad económica», pero más acá del modelo republicano, donde el Estado constituye una suerte de «institucionalización de una comunidad ética». La democracia deliberativa se asienta en aquellas formas de argumentación «que toman su contenido normativo de la base de validez de la acción orientada al entendimiento, y en última instancia, de la estructura de la comunicación lingüística» (Habermas, 2010: 372-373). Su núcleo es el proceso de formación de la opinión y la voluntad políticas, que se da tanto en el marco de las deliberaciones institucionalizadas (Parlamento), como en el de las opiniones públicas informalmente construidas (sociedad civil).

Habermas insiste en que esta «democracia de doble vía» (Habermas, 2010) en modo alguno significa una transferencia del ejercicio de actuación política vinculante desde el Estado hasta la sociedad civil, sino que más bien el poder político se retroalimenta de esa formación democrática de la opinión y voluntad políticas acontecida en el seno de la sociedad civil, pero en rigor sólo él puede «actuar». Si el subsistema político constituye un marco «especializado en la toma de decisiones colectivamente vinculantes», las comunicaciones de la opinión pública suponen «una vasta red de sensores que reaccionan a la presión de problemas que afectan a la sociedad global, y estimulan opiniones influyentes» (Habermas, 2010: 376).

Los sujetos de la sociedad civil, entendida como ámbito de acción independiente tanto del subsistema económico como del subsistema político, actúan como detectores de situaciones tradicionalmente aproblematizadas, pero devenidas ahora fuentes de conflicto u opresión. Este modelo, que exige la institucionalización de procedimientos democráticos tanto formales como informales, sólo puede echar raíces en el contexto de un mundo de la vida ya suficientemente racionalizado, es decir, habituado al cuestionamiento crítico de las formas de vida particulares. En este sentido cabe destacar el papel crucial que juega la idea de «crítica» entendida como «tematización pública». Igual que ocurría en la ética del discurso, los afectados por un conjunto de normas, en este caso jurídicas, son los encargados de traer a la agenda política aquellas cuestiones que consideran especialmente problemáticas.

El fundamental papel que desempeñan los sujetos de la sociedad civil como «tematizadores» de problemas políticamente solubles empuja a Habermas a proponer una versión no excesivamente rígida del principio liberal de neutralidad valorativa, pues una abstención integral del discurso político con respecto a las cuestiones éticas -relacionadas con la vida buena-, terminaría por no incluir en la agenda pública ninguna de las cuestiones controvertidas, en tanto se «prejuzgaría el orden del día en favor del trasfondo a que se está habituado por tradición» (Habermas, 2010: 387). Habermas se apoya en la crítica feminista de autoras como Nancy Fraser y Seyla Benhabib para mostrar en qué sentido semejante rigidez deontológica podría alejar del discurso público cuestiones consideradas tradicionalmente privadas -como la violencia de género-, pero sin embargo fuentes de opresión (Fraser, 1992; Benhabib, 1992).

6. Los límites de la dicotomía «sistema» y «mundo de la vida»

Ya en 1968, cuando publicó Ciencia y técnica como ideología, Habermas temía por el riesgo de que el mundo de la vida -en este momento aún expresado en el vago concepto de “marco institucional”- acabara comprendiéndose a sí mismo desde el modelo científico-técnico de la racionalidad instrumental. Semejante comprensión marcaría la absorción del mundo de la vida en el sistema, lo que terminaría por disolver la distinción entre acción racional con arreglo a fines y acción comunicativa. Compartiendo el sentido habermasiano del fenómeno de la colonización, en lo que sigue abogaremos por una concepción del sistema como parte del mundo de la vida y el tránsito hacia una teoría social en la que la distinción entre «sistema» y «mundo de la vida» no sea sino otro modo de referirse a la distinción entre «acción racional con arreglo a fines» y «acción comunicativa».

Naturalmente, con esta tesis no queremos decir que sea preciso renunciar a las expresiones «sistema» y «mundo de la vida» -que continúan siendo expresiones significativas-, sino tan sólo que el empleo de una distinción de tipo excluyente puede tener efectos contradictorios con respecto a las propias intenciones emancipatorias de la teoría. El uso contrapuesto de ambos conceptos impide apresar la posibilidad real de una actuación de tipo comunicativa, no estratégico-instrumental, también en el ámbito del sistema. Axel Honneth ha definido esta rigidez conceptual, que no sólo impide a Habermas pensar en la posibilidad de una organización comunicativa del sistema productivo, sino que le obliga además a dar por supuesta la existencia de un mundo de la vida exento de relaciones de poder, como una “ficción social” (Honneth, 2009: cap. 9). Cabría pensar en este sentido, desde un punto de vista normativo, en una recolonización del sistema por parte de la acción comunicativa.

Contemplando una sociedad únicamente como mundo de la vida, se haría posible una tematización de las estructuras normativas y principios subyacentes o bienes internos de las instituciones tradicionalmente consideradas como sistema, por mucho que en estas instituciones opere también la racionalidad instrumental-estratégica. Sería así posible ampliar el concepto de democracia hasta conseguir incrustarlo de nuevo en la plasmación institucional del mundo de la vida, transitando hacia un modelo de democracia de doble vía en el que la sociedad civil pueda desarrollar todo su potencial con la autonomía moral y la participación exigida (García-Marzá, 2015: 94; 2013).

Es precisamente esto lo que le está vedado a una comprensión que, como la de Habermas, niega por principio la posibilidad de una articulación comunicativa de la acción en el ámbito del sistema. La propia construcción de una política deliberativa, desarrollada por primera vez en su obra de 1992 Facticidad y validez, cuestiona la separación dicotómica, en tanto Habermas se ve forzado a incluir el ámbito de lo político dentro del espectro de la acción comunicativa, haciendo depender la legitimidad de la administración estatal de la soberanía popular. Basándose en Facticidad y validez, autores como Baxter (2011) han cuestionado la distinción entre «sistema» y «mundo de la vida» por ser incoherente con el modelo de política deliberativa.

Si, como hemos tratado de mostrar, la racionalidad comunicativa encierra un momento rigurosamente crítico, en tanto hace depender la coordinación de las acciones de un entendimiento en el que cualquier participante puede poner en tela de juicio las creencias incursionadas del mundo de la vida; y si, como se desprende de la teoría de Habermas, a las acciones acontecidas en el interior del sistema les está vedada una coordinación de este tipo, entonces el sistema y los diversos modos de opresión que evidentemente entraña parecen quedar inmunizados precisamente ante ese tipo de racionalidad crítica que Habermas consideraba intrínseca a la Modernidad. El sistema, que pasa a ser poco menos que un «fragmento de naturaleza», queda sustraído a la posibilidad de una crítica transformadora desde dentro: se vuelve opaco a la crítica.

El problema de la distinción habermasiana, según la cual el sistema no sólo estaría articulado fácticamente por el dinero o el poder, sino también legitimado para ello, se ve bien si recurrimos al ejemplo de la economía. Al considerar la economía capitalista como un medio deslingüistizado, Habermas no puede aplicarle las categorías de la acción comunicativa, con lo que la fuerza legitimadora que debería obtener de la deliberación queda olvidada. La drástica delimitación entre ambos momentos puede despertar la falsa impresión de que el mercado está autorizado a operar con total independencia de los intereses legítimos del mundo de la vida. En este sentido, Conill (2013), Cortina (2015) y García-Marzá (1996, 2013), entre otros, han lamentado el descuido del mundo económico en la obra de Habermas. Aunque la economía no puede en ningún caso prescindir de la acción estratégica, exige también una legitimación desde el punto de vista del poder comunicativo, lo cual conlleva que los asuntos económicos deben ser sometidos a la deliberación en la esfera pública. Una economía que no es capaz de cooperar en la tarea de generar una sociedad justa, que es impotente a la hora de generar confianza y asumir sus responsabilidades sociales, no es una economía ética. Desde el punto de vista de la economía ética, cuya relevancia y reconocimiento crecen a pasos agigantados en la sociedad actual, podemos exigir algo a priori tan evidente como una consideración de los afectados por la actividad económica.

Por supuesto que el uso de la racionalidad estratégica, esencial para el aseguramiento del sistema, no es criticable a priori. La crítica debe dirigirse contra la idea según la cual cada una de las esferas se rige por un único medio de integración, sea éste el poder o el dinero, sin dejar lugar a la solidaridad. Resignarse a que el principio de control de lo político es el poder y el de la economía es el dinero no incentiva el cambio hacia un modelo sociopolítico más justo, sino que blinda precisamente el orden social dado. Ninguna esfera puede operar como lugar presuntamente exento de su relación con el universal dominante, con la sociedad en su conjunto.

Si en lugar de conservar la distinción excluyente entre «sistema» y «mundo de la vida» habláramos de un mundo vital fuerte, es decir, si consideráramos al sistema como parte del mundo de la vida, entonces dejaríamos de legitimar la ideología tecnocrática presente en las esferas política y económica, que hace desaparecer el interés vital y reduce el saber a instrumento destinado a ampliar el poder de disposición técnica. Habermas abandonó la noción de «totalidad social» de Adorno por considerarla un resto de metafísica hegeliana y la sustituyó por el dualismo teórico de «sistema» y «mundo de la vida» que podría no ser adecuado para su objeto y conlleva grandes inconvenientes: de hecho, a falta de una totalidad social, el propio Habermas reconoce que «ya no puede darse algo así como la perspectiva central de una autoconciencia del sistema» (Habermas, 1989: 440).

A nuestro juicio, Gómez Ibáñez está en lo cierto cuando afirma que, pese a la pretensión crítica, la dicotomización entre «sistema» y «mundo de la vida» conlleva un resultado conciliador con la paradoja de la cosificación (Gómez Ibáñez, 1995: 108). La contraposición dual que subyace a la tesis de la amenaza de colonización olvidaría que individuo y organización no son algo contrapuesto. La noción de «sistema» ha sido excesivamente ontologizada, pues también éste está formado por personas que aprenden, están motivadas racionalmente y actúan con responsabilidad. El Estado y la economía son también mundos vitales. En esta misma línea, y criticando el carácter ficcional del observador externo propio de los ámbitos sistémicos, Joas (1986) ha sostenido que todo sujeto, incluido el teórico de sistemas, forma parte del mundo de la vida, y en la misma línea, Romero Cuevas ha defendido que en el marco de una teoría crítica de la sociedad no hay lugar para la actitud del observador externo (Romero Cuevas, 2011: 151). La conciencia de que son las propias personas las creadoras de la amenaza sistémica podría ser el paso previo a la praxis transformadora, lo cual no puede dejar de recordar, evidentemente, al ejercicio de la crítica ideológica.

La teoría crítica no se origina desde la perspectiva del observador externo respecto al mundo de la vida, sino que es posible partiendo de él y actuando desde los parámetros reales. Los miembros del mundo de la vida no son meramente sujetos lingüísticos, sino que están afectados tanto positiva como negativamente por los ámbitos sistémicos, que pueden llegar a impedir su autorrealización como individuos. Es por ello necesaria una concepción del mundo de la vida que abarque la experiencia íntegra sin abstraer las coacciones provenientes de los ámbitos sistémicos. El acontecer del mundo de la vida se realiza en unas condiciones concretas determinadas por las relaciones de trabajo social y dominación existentes (Romero Cuevas, 2011: 143). Probablemente no debiéramos estructurar nuestras futuras discusiones en torno a la oposición entre sistema y mundo de la vida, sino en torno a la noción de racionalidad y la disputa entre una racionalidad formal y una racionalidad comunicativa dentro de un único mundo vital o totalidad social. Semejante cambio en el punto de vista ayudaría tal vez a trasladar la noción habermasiana de racionalidad comunicativa a los ámbitos estatal y económico.

7. Conclusiones

El estudio de las fuentes nos ha introducido en el contexto de los problemas planteados en un primer momento por el cientificismo y el funcionalismo. Habermas adoptaba la noción de «mundo de la vida» de la fenomenología husserliana, y a través de su diferenciación con el «sistema» elaboraba un marco reconstructivo en el seno de una filosofía del lenguaje capaz de diagnosticar las patologías de una sociedad desfigurada por el dominio. Esta tarea se proponía restituir la efectividad de la acción comunicativa en el mundo de la vida como potencial de emancipación. La tesis de la colonización interna ofrecía de este modo el marco adecuado para la comprensión de las luchas que exigen hoy reconocimiento e inclusión en los procesos de toma de decisiones.

El proceso de diferenciación entre ámbitos funcionalmente específicos -política, economía, mundo de la vida- tenía, sin embargo, como consecuencia la desaparición de toda instancia reguladora capaz de autorreflexión global y de acción colectiva. Ahora bien, es precisamente a través de esta distinción dicotómica que se legitima el empleo exclusivo de medios monológicos como el dinero y el poder en la economía y el Estado. La distinción entre «sistema» y «mundo de la vida» crea unas fronteras que hacen de la protesta contra la colonización mero lamento impotente. Surge aquí una paradoja: Habermas se propone luchar contra la extenuación progresiva del mundo de la vida, pero no se percata de que la misma diferenciación entre «sistema» y «mundo de la vida» está cargada de implicaciones que contribuyen a dicha extinción.

Sin duda que una colonización del mundo vital por parte de la racionalidad estratégica tiene que acarrear crisis inevitables. Pero una superación de estas crisis que pretenda seguir la senda del progreso exige a la vez incrementar el poder de la racionalidad comunicativa en la totalidad social y criticar el uso de la racionalidad estratégica e instrumental, y ello con el objetivo de evitar la burocratización de las relaciones humanas y la mercantilización de las personas mismas. Para este proceso tal vez no sería impreciso utilizar la expresión «colonización del sistema»: la intersubjetividad comunicativa no sólo ha de ser fomentada en la vida cotidiana, sino también en aquellos lugares tradicionalmente considerados sistémicos: el Estado y la economía.

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1 Este estudio se inserta en el Proyecto de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico FFI2016-76753-C2-1-P, financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad de España. Ambos autores agradecen el apoyo de sendos contratos FPU del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España. (Referencias: FPU15/04085 y FPU13/00631)

2 Para un análisis del pensamiento ético de Jürgen Habermas a la luz de la falacia naturalista de Hume, cfr. Moreno Lax (2008).

3 Citamos Teoría de la acción comunicativa según la edición alemana publicada por Suhrkamp en dos volúmenes en 1981. No obstante, seguiremos las traducciones al español de Manuel Jiménez Redondo (Habermas, 1981 [2010]) en el cuerpo del texto.

4 Hacia el final de la obra Habermas ofrece algunos ejemplos empíricos de su tesis sobre la colonización. En este sentido analiza las tendencias a la juridificación que el propio Estado social de derecho lleva en su seno, y que quedan particularmente claras en los casos del derecho familiar, el derecho escolar y las políticas sociales realizadas a través de prestaciones monetarias.

5 Un ejemplo actual de esta crítica inmanente lo constituye el intento de Axel Honneth por actualizar el núcleo normativo del socialismo (Honneth, 2015).

Recibido: 03 de Octubre de 2017; Aprobado: 24 de Noviembre de 2017

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