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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.53 México jul./dic. 2017

 

Artículos

Metafísica de la violencia y de la paz. Análisis agustiniano de una definición de Paul Gilbert

Metaphysics of violence and peace. Augustinian analysis of a definition of Paul Gilbert

Diego I. Rosales Meana1 

1Centro de Investigación Social Avanzada. diego.rosales@cisav.org


Resumen:

En este trabajo me aproximo al problema de la violencia política y de la paz desde un paradigma metafísico. Para ello, seguiré una estrategia argumentativa basada en los postulados agustinianos sobre los que descansa la definición de "violencia" que da el filósofo francés Paul Gilbert en su libro La paciencia de ser. La definición de Gilbert se pondrá a prueba en tres pasos. En primer lugar, exploraré lo que implica hablar de la violencia desde la metafísica concebida ésta como una "filosofía primera". En segundo lugar, recuperaré la fenomenología que Agustín de Hipona elabora principalmente en De libero arbitrio. En tercer lugar analizaré la libertad política y su sustitución a través de la noción de "legalidad". De este modo, intentaré mostrar que una mirada metafísica ayuda a comprender la violencia como la renuncia a lo propiamente político, como la afirmación unilateral de la libertad individual y, por lo tanto, como la negación de esa misma libertad.

Palabras clave: autonomía; compromiso; libertad; paciencia; poder

Abstract:

In this paper I shall approach to the problem of politic violence and peace from a metaphysical paradigm. I will discuss the question based on a definition of violence given by Paul Gilbert and its augustinian postulates. This definition will be tested on three levels. On the first place I describe what does it mean to talk about violence in metaphysics conceived as "first philosophy". On the second place I try to recall the phenomenology of free will that Augustine establishes mainly in his book De libero arbitrio. Finally, I shall analyze political freedom and its substitution by the notion of "legality". Therefore, it will be shown how a metaphysical perspective is useful in order to understand violence as a renouncement of the political, as the unilateral affirmation of individual liberty and, thus, as the negation of this precise liberty.

Keywords: autonomy; commitment; liberty; patience; power

1. Antecedentes

En este trabajo continúo una reflexión sobre la violencia y la paz a partir de una sucinta definición que de la primera dio Paul Gilbert1 en su libro titulado La paciencia de ser. Metafísica (1996), y que trece años más tarde prosiguió en Violencia y compasión. Ensayo sobre la autenticidad de ser (2009). Esta definición es la siguiente: "El mal es violencia. Defino a la violencia por la precipitación en el tiempo y la invasión en el espacio" (1996: 24).

La definición de Gilbert tiene como origen una sentencia de san Ireneo de Lyon tomada de su importantísima obra Adversus hœreses (Contra los herejes. Exposición y refutación de la falsa gnosis). San Ireneo fue un padre de la Iglesia que nació en Esmirna alrededor del año 130 d. C. y murió en el 202 d. C. en la ciudad de Lugdundum, hoy conocida como Lyon. Combatió de manera directa la doctrina gnóstica, que negaba la encarnación de Cristo y que, por esa misma negación, no contaba con los dispositivos conceptuales y fenomenológicos necesarios para concebir el cuerpo como capax dei, es decir, como un lugar privilegiado del encuentro del hombre con la eternidad, la paz y la verdad.

Los gnósticos concebían la realidad física y corporal del ser humano como una instancia insalvablemente violenta, irredimible y perniciosa, que necesitaba de la abstracción del concepto para ser salvada. Veamos el fragmento de Ireneo que sirve de inspiración a Paul Gilbert:

Son irrazonables, pues, los que no esperan el tiempo de su crecimiento e imputan a Dios la debilidad de su naturaleza. No se conocen ni a sí mismos ni a Dios, ingratos e insaciables, rehúsan ser aquello que fueron hechos: seres humanos sujetos a pasiones; sino que, sobrepasando la ley de la raza humana, antes que hacerse hombres pretenden ser semejantes al Dios que los hizo negando la diferencia entre el Dios increado y el ser humano creado en el tiempo. Así se hacen más irracionales que los brutos animales (Adv. haer IV, 38, 4 / PG VII, 1108-1109)..2

Lo propio del ser humano es la vida en la razón, pero también ser sujetos de pasiones y tener un cuerpo situado en el mundo. Lo 'irrazonable', la negación de lo humano, Ireneo parece decir, está en la negación de la finitud, en el deseo irrefrenable de estar ya fuera del tiempo, como sólo Dios mismo puede estarlo. Lo propio de los hombres razonables es, así, no la negación del cuerpo sino la 'paciencia', elemento central en la metafísica de Gilbert, pues el ser humano que está en medio del mundo y participa de sus condiciones -tiempo y espacio- está sujeto a esas mismas condiciones como algo que le fue dado, por lo que debe aceptar este orden metafísico en el que está inscrito para poder realizar su propia humanidad con buen destino. El 'irrazonable' [irrationabilis ] es el 'impaciente', el que quiere que el Bien ocurra aquí y ahora a su modo, el que quiere 'usar' del tiempo y del espacio como objetos a disposición suya.

Ser violento, 'irracional' - actuar de modo inconforme con el lógos-, destruir las condiciones mundanas en las que la vida nos ha sido dada y, sobre todo, destruir las condiciones mundanas sobre las que se asienta la vida del prójimo. La definición de Gilbert es, cuando menos, anti-gnóstica, pues lo contrario de la violencia afirmará el tiempo y el espacio del prójimo, dos coordenadas sobre las que habita la persona, incluida su dimensión corporal.

En este trabajo intentaré poner a prueba esta definición desde el punto de vista metafísico. Intentaré hacer explícitos los postulados agustinianos que hay en el pensamiento de Gilbert acerca de la experiencia de la libertad humana, y extraeré sus consecuencias en uno de los ámbitos propios de la violencia y el perdón: la política.

Adelanto de una vez mi hipótesis: la violencia no es un 'trascendental del ser', como el propio Gilbert permite preguntarse -aunque él también contesta negativamente-, sino un modo de existir en el ámbito de lo político. Para decirlo más precisamente, sostengo que la violencia es la renuncia a lo propiamente político, es la afirmación unilateral de la libertad individual y, por lo tanto, la negación de esa misma libertad.

La definición de Gilbert se pondrá a prueba en esta 'metafísica del poder' desarrollada en tres niveles. Comenzaré con una primera exploración de lo que implica concebir la metafísica como una 'filosofía primera', en donde se hará explícito el primer nivel de la violencia y la reconciliación, el nivel ontológico. En segundo lugar, recuperaré la metafísica y la fenomenología de la libertad en Agustín de Hipona, en donde se visibilizará el segundo nivel de la violencia y la reconciliación, el nivel moral y el vislumbre de lo político. El tercer nivel está constituido por el análisis de la libertad política, es decir, del actuar-junto-con-otros y de su sustitución a través de la noción de 'legalidad' y el exceso que le es propio. Ahí aparecerá, entonces, un nuevo e inaudito nivel de la violencia que consiste en la extirpación del rostro de los hombres, es decir, en la imposibilidad de que los hombres se miren a la cara y puedan reconocerse como personas. Este nivel, el paroxismo de la violencia, nos abre -figurativamente- a la posibilidad del espanto de que no tengamos rostro, pero lo verdaderamente inaudito es que este nivel es también el ámbito que abre la posibilidad al reconocimiento, el perdón y la reconciliación.

2. Metafísica y filosofía primera

A pesar de ser la metafísica considerada clásicamente la 'filosofía primera', siempre es la última en llegar a la cita de la reflexión sobre la vida. Esta aparente traición a su propia fama se debe a que no puede hacerse metafísica de buenas a primeras sin haber oído, sin haber contemplado, sin haber siquiera actuado en el mundo y haber intentado probar ciertas hipótesis de sentido. No hay metafísica ni saber filosófico alguno si no hay antes una pasión o una inquietud que la detone. Así lo dice Paul Gilbert: "el trabajo filosófico no es reductible a una interpretación intelectual de la realidad, pues proviene menos de un asombro que de una protesta contra aquello que es y que no debería ser [… ]; de una inquietud fundamental que anima a la libertad y la dispone atentamente hacia lo que puede exigir de sí misma, considerando las condiciones de su compromiso efectivo con el mundo" (Gilbert, 2009: 217). Por eso la filosofía, incluida la metafísica, no se agota en la contemplación, sino que quiere advertir qué hay de mentira, de amenazante, de falso, de atrevido, de provocador, en el mundo en el que la libertad se realiza, para luego denunciarlo e intentar modificarlo en su puesta en práctica. Tal vez es verdad que la metafísica llega tarde, pero su demora se debe a que quiere proponer un nuevo comienzo, un nuevo futuro. Última, la metafísica se constituye así en filosofía primera.

Desde Anaximandro, el escritor de la sentencia filosófica más antigua que conservamos, una de las cuestiones más debatidas por la metafísica es la de la 'unidad' y la 'multiplicidad', la de la 'identidad' y la 'diferencia' (DK 12 B 1; Barnes,1979: 29). Es ahí, en esa difícil cuestión que Sócrates puso ante el tribunal la cuestión sobre el 'uno' y los 'muchos', que su discípulo Platón intentó desbrozar en el Sofista, y a la que también Heráclito y Parménides se habían entregado, en donde ha de enmarcarse un primer nivel de reflexión metafísica sobre la violencia, el perdón y la paz (Barnes, 1979: 156 ss. y 189 ss.). Las cuestiones que ahí pueden surgir son las siguientes: ¿es la afirmación de un ser la negación de otro? ¿La alteridad niega la unidad? ¿No es la diferencia entre los seres ya una primera violencia al ser-en-sí? ¿Es posible ser 'otro' sin ser violento por el mero hecho de serlo? ¿No hay, pues, en la estructura misma de la realidad, un principio que podría calificarse de violento? Gilbert se deja penetrar por estas cuestiones hasta el punto de cuestionarse si no podría calificarse, por ello, a la violencia de un 'trascendental' (2009: 17 ss.)

La pregunta de Gilbert tiene una cierta legitimidad, pues a un cierto nivel fenomenológico todo se nos revela, en un inicio, violento: todo es fuerza, imposición de su propia energía, lucha por la toma de posesión de un nuevo espacio. La naturaleza se traga un ser para producir otro, hay fuerzas que hacen a unos surgir y a otros desaparecer y luego a esos que surgieron, desaparecer también. La vida quiere vivir 'más'y ese magis pareciera no poder verse realizado si no es a costa de lo que le es más próximo, de aquello cuyo espacio ocupa; el mero hecho de la alimentación implica la muerte de aquello que sirve de alimento (Gilbert, 2009: 64). ¿No es ya esa muerte un primer acto de violencia respecto de la pasividad de la que el ente goza? Heráclito y Parménides se debatían entre el 'sí' y el 'no', como respuestas posibles a tan urgentes preguntas, pero ambas respuestas se presentan como aporéticas. Veamos el modo como lo argumenta Gilbert:

el metafísico se consagra a fortiori al principio más unificador, al 'uno'. Pero, ¿la violencia no constituye acaso la contradicción del 'uno'? ¿No es ella la manifestación más obvia de lo que destruye y se opone a todo principio unificador, ridiculizando así el proyecto metafísico y su más simple expresión? O bien la metafísica se interesa por la violencia y la acoge como lo que contradice su proyecto, pero en este caso no podrá considerar la violencia como una real contradicción porque esto arruinaría su proyecto; o bien declara que la violencia no tiene realidad o, a lo más, que está al servicio de la realidad que la trasciende, que es un momento del advenimiento de la realidad (todo crecimiento de vida pasa por la muerte, su contrario) (Gilbert, 2004: 84).

El camino 'unificador' de la metafísica tiende a presentarse como problemático pues, o bien niega la experiencia que tenemos de la realidad, o bien niega su capacidad unificadora. Desde mi punto de vista la metafísica puede seguir otro derrotero, uno que se abre cuando ella recuerda que no solamente es ontología sino también 'filosofía primera' y que por ello ha de dar cuenta también de la experiencia fundamental que le da origen.

Que las primeras reflexiones metafísicas en la historia de la filosofía hayan seguido el camino de la pregunta sobre la unidad y la diferencia es un hecho que debemos considerar, pero en lugar de lanzarnos acríticamente sobre la cuestión, antes de decidir si la violencia es o no un trascendental, conviene preguntarnos sobre la experiencia que hace surgir esta cuestión, es decir: si la metafísica quiere ser verdadera filosofía primera, deberá cuestionarse sobre las condiciones de su misma posibilidad. ¿Por qué la ciencia del ente en cuanto ente, la reflexión primigenia sobre el ser y sobre los primeros principios, se pregunta sobre el problema del cambio, sobre el problema de lo uno y de lo múltiple? Así, la metafísica se topa de bruces con una experiencia que exige ser considerada con la importancia que ella misma presenta, pues en ella radica la esencia misma del pensar metafísico. ¿Qué experiencia es ésta? Veamos cuál es la respuesta de Gilbert:

El espíritu puede decidir callarse para atender a lo que viene a su encuentro, una decisión que toma sobre sí mismo y no sobre aquello que es. Su decisión será en favor de una conversión de la mirada y no una elección de un camino entre otros posibles para aproximarse a aquello que es y así predeterminarlo.

Hay una pasividad originaria del espíritu, la afección que hace racionalmente posible el discurso de la metafísica, que debe reconquistar esa afección sobre nuestros olvidos tanto voluntarios como espontáneos, sobre nuestras voluntades de poder, sobre el desbordamiento de nuestros actos (Gilbert, 2009: 224).

Así, la experiencia fundante de la metafísica se encuentra en el orden de lo afectivo, en el orden de la libertad activa, y no tanto en el orden de lo meramente teorético y contemplativo.3 Este 'decidir callarse' del espíritu es una decisión libre que toma un hombre cuya vida no le basta. ¿Qué necesidad habría de filosofar si el mundo está en orden? ¿Qué necesidad hay de la metafísica, de preguntarse por lo 'uno' y los 'muchos', si todo se presenta como cumpliendo ya el deber ser que anuncia?

El que filosofa responde a un 'escándalo' fuera de sí que lo afecta y que lo conmueve. Las preguntas que Heráclito y Parménides se hicieron no responden, no pueden responder, a un mero asombro estético que quiere continuar viendo el mundo como un espectáculo. Había, sí, perplejidad, pero perplejidad radical ante una realidad que no podía explicarse, que se presentaba confusa, que se presentaba como no cumpliendo una serie de expectativas. La metafísica comienza, pues, con el acto libre que dice al mundo: '¡no me bastas!'. Ese pronunciamiento sobre la insuficiencia del mundo es ya el primer pronunciamiento propiamente metafísico, en el que el hombre que hace filosofía decide libremente separarse de lo dado y comprometerse con la investigación del sentido último de lo que parece puro sinsentido. Así, la metafísica no puede no tomar, al menos en sus primeros pasos, la forma de una fenomenología de los actos libres, pues la libertad se vuelve el primer dato que la metafísica, para poder responder a las cuestiones que se plantea, debe considerar (Gilbert, 2009: 63).

3. Libertad y poder

¿Qué es, pues, la libertad? Paul Gilbert recurre en Violence et compassion a los argumentos de Agustín de Hipona para describir el fenómeno primario de la libertad. Recordemos que fue precisamente Agustín uno de los primeros filósofos que describe el fenómeno de la voluntad libre con lucidez y distinción (Arendt, 1971: 349; Gilson, 1929: 170). Fue él quien hizo de la noción de la 'libertad', una noción disponible para la historia de la filosofía. El diálogo De libero arbitrio (El libre albedrío), una obra que pareciera menor en la obra del filósofo de Hipona, es quizá el primer tratado metafísico y la primera descripción fenomenológica del acto libre que se haya producido.

La pregunta central que motiva el diálogo es una pregunta eminentemente metafísica relacionada con la posibilidad del mal: ¿cómo es posible que exista el mal si Dios, que es el creador de todo lo que existe, es el Bien perfecto [summum bonum ]? ¿Puede Dios, absolutamente bueno, crear algo malo? La respuesta que Agustín da a esa pregunta se desliza de lo metafísico a lo antropológico: el hombre es el verdadero autor del mal. Sin embargo, esto conduce a una nueva pregunta: ¿podemos afirmar que el hombre es el verdadero responsable de sus actos? Si Dios es omnisciente y, por tanto, conoce el futuro, ¿cómo podemos afirmar al mismo tiempo la libertad humana?

Ambas cuestiones se basan en la unión de tres postulados metafísicos:

  • a) Dios es el Bien perfecto [summum bonum ]

  • b) Dios es el creador de todas las cosas

  • c) Dios es omnisciente, por lo tanto…

  • d) Dios no puede ser casua del mal y

  • e) El hombre no es verdaderamente libre

Ambas proposiciones dejarían al mal sin explicación. La respuesta que da Agustín es, no obstante, fenomenológica: nosotros nos experimentamos como responsables de nuestros actos, de modo que la experiencia que tenemos de la libertad es la de su autonomía, es decir: la libertad se nos presenta como propia, como distinta de Dios y como distinta de la naturaleza. Así, el actuar del hombre es autónomo y, por lo tanto, libre.

Veamos los argumentos de san Agustín: "Si este movimiento [-el de la voluntad- ] procede de la naturaleza o necesidad, de ningún modo puede ser culpable" (lib. arb III, 3).,4 y continúa:

No niego, es verdad, que el movimiento con el que, como dices, cae y se dirige la piedra al suelo, sea movimiento de la piedra; pero es un movimiento natural. Si el movimiento del alma es de este género, es indudablemente un movimiento natural, y la voluntad no puede ser vituperada por seguir este movimiento natural […] Como no dudamos que el movimiento del alma hacia el pecado sea culpable, por ello debemos negar que sea natural y, por tanto, no es semejante al movimiento de la piedra (lib. arb III, 7).

Agustín separa dos ámbitos ontológicos o metafísicos: el de la naturaleza, regido por la necesidad y la ausencia de responsabilidades, y el de la libertad, que es donde la persona comparece como singularizada. Ahí se encuentra la experiencia de lo propiamente humano. Si en la experiencia del acto libre cabe la culpa, entonces el acto nació de una instancia verdaderamente separada y distinta de la naturaleza y regida por leyes distintas a las de la 'causalidad natural'. Agustín concluye:

ninguna cosa puede hacer al alma esclava de la concupiscencia [libido ] sino su propia voluntad; porque no puede ser obligada, decíamos, ni por una voluntad superior ni por una igual a ella -esto sería injusto-, ni por una inferior, porque es impotente para ello. No resta, por tanto, sino que sea propio del alma el movimiento por el que ella se aleja del Creador y va hacia la creatura; si este movimiento es culpable, no es natural sino voluntario […] Si el alma no quiere, nadie la obliga a este movimiento de preferir los bienes inferiores dando la espalda a los superiores (lib. arb III, 8-9).

No hay ninguna instancia, de acuerdo con Agustín, que pueda obligar a la voluntad libre a preferirse a sí misma: "No puedo en realidad encontrar qué cosa puedo llamar mía si no es mía la voluntad por la que quiero y no quiero" (lib. arb III, 12).. Esta manera de expresarse sobre la autonomía y la libertad de la voluntad es inaudita en el contexto helenístico en el que Agustín escribe: tanto para los estoicos como para los epicúreos la voluntad es una instancia más de la naturaleza material sin ninguna autonomía respecto de ella.

La estrategia argumentativa de Agustín va de lo metafísico a lo fenomenológico y de lo fenomenológico a lo metafísico. Si la pregunta comienza por la aparente incompatibilidad metafísica entre la noción de Dios como Bien perfecto creador y la experiencia del mal, la respuesta recurre a una experiencia originariamente fenomenológica, a saber, que la experiencia de la voluntad es 'para mí', la experiencia de la autonomía, por lo tanto -conclusión metafísica-: mi libertad es distinta de Dios y distinta del mundo. Aparece así de manera lúcida la distinción metafísica entre tres elementos diferentes de la realidad: 1. Dios, que no es ni el mundo ni el hombre, pues ha creado ambas cosas de la nada; 2. el mundo, que no es ni Dios ni el hombre, pues ahí hay la muerte y la necesidad; y 3. el hombre, que no es ni Dios ni el mundo, pues muere y teme, pero es libre frente al ámbito de la necesidad del mundo. Los tres elementos se erigen distintos, otros, lo que permite a Agustín ganar para el hombre un terreno propio: el de la voluntad libre y autónoma.

Este descubrimiento hizo creer a algunos modernos que la voluntad libre no solamente es autónoma sino también independiente, es decir, que puede ejercer sus facultades sin tomar en cuenta las realidades externas a ella.5 La realidad es que esta libertad, que se da a sí misma su propia ley, es dependiente por todos los flancos, pues ha de comprometerse con una parcela del mundo que no ha creado para poder realizarse y ser verdaderamente autónoma. "Una libertad que no actuara en el mundo -dice Gilbert-, libre 'de' todo, no sería libre 'para' nada; no valdría la pena. Más aún, si su comienzo no comienza nada, ¿comienza verdaderamente?" (2009: 67). La libertad es libertad verdaderamente cuando se compromete con una realidad, cuando da cuenta de que, aún cuando se da a sí misma su propia norma, ella es la respuesta a un bien que le precede. Justamente por eso no es baladí la distinción entre "independencia" y autonomía", que Gilbert establece en sede fenomenológica y Agustín en sede metafísica, precisamente como la piedra de toque de su original aporte sobre la libertad. El avance agustiniano sobre la libertad respecto de la filosofía helenística no está sólo en haber notado que la voluntad es causa de sí misma (lib. arb III, 33). sino en que ella puede "querer lo que no quiere y no querer lo que quiere" ciu XIV, 6. ; imm. an V, 7.; conf ViII, 5, 11)., de modo que hay una instancia de deseo [appetitus ] que es anterior a ella y que se dirige a un bien fuera de ella, lo que hace que la voluntad sea libre y autónoma, pero no independiente. De hecho, ella sólo es verdaderamente sí misma cuando se dirige a ese bien, que está fuera de sí y que puede mostrársele en el interior del mundo y como deseo en el interior del alma. La libertad sin mundo no existe, no adquiere forma, no asume especie alguna (Gn. lit III, 12, 20; VII, 23, 37.; conf XIII.; Marion, 2008: 342 ss.; Arendt, 1958: 175 ss.). Así, oscila entre los otros dos elementos fundamentales de la metafísica: Dios y el mundo. Autónoma, no puede ser independiente (doctr. chr I, 3, 3.; Gilbert, 2009: 64).

Ahora bien: 'libertad' no es lo mismo que 'poder'. El libre arbitrio es una cualidad de la voluntad por la que se distingue de Dios y del mundo para darse a sí misma su propia norma. Es una cualidad, entonces, de la persona singular, que se autoafirma en el acto libre. Esta capacidad permite a la persona perseguir un cierto tipo de bienes que están al alcance de la voluntad libre. Sin embargo, hay una serie de bienes de difícil consecución, para los que la libertad no tiene propiamente 'poder' si no es asociándose con otras libertades. Al efecto resultante de la libertad al actuar-junto-con-otros se le llama 'poder' en el sentido político.

Hay que advertir, sin embargo, lo siguiente: ningún ser que esté inserto en la topología del mundo es verdaderamente poderoso: todo poder en el mundo es un poder predicado de segunda mano. Para Agustín, el hombre ha sido creado de la nada y al ser la nada la materia de la que está hecho, es pura potencia, en el sentido aristotélico de dynamis: debe recibir de otro su actualidad y su fuerza, su ser (Aristóteles, Met IX, 1, 1046a).. Ese otro de quien recibe el hombre la capacidad de tener 'poder' es Dios mismo, don que sólo puede actualizarse cuando el hombre actúa en comunidad y busca un bien público,6 y cuando el sujeto que actúa se reconoce humildemente limitado y como siempre capacitado por Dios mismo y el derramamiento de su gracia.

Hay ya un germen de esta distinción política de la libertad en De libero arbitrio: "Nuestra voluntad no sería voluntad si no estuviera en nuestro poder [potestas ]. Y por lo mismo que está en nuestro poder, por eso es libre, pues es claro que no es libre lo que no está en nuestro poder o que, estándolo, puede dejar de estarlo" (lib. arb. III, 33). Si sólo es libre lo que está en nuestro poder, entonces la libertad sólo se realiza con total plenitud cuando mantiene los bienes que posee sin riesgo de perderlos. Pero algunos de esos bienes sólo los garantizo cuando actúo-junto-con-otros, cuando entre varias voluntades se persigue el mismo bien común. Estos son los bienes políticos, que muestran la fragilidad de la libertad cuando actúa sola, y exhiben que el origen de su 'poder' no está en su propia autonomía.

Esta distinción pervivió en la historia de la filosofía política hasta Hannah Arendt, autora a la que, por cierto, también Gilbert recupera para describir el fenómeno de la violencia. Arendt distingue el 'poder' de la 'fuerza' (1969: 44). Si el primero es una categoría eminentemente política, la segunda pertenece al reino de la naturaleza, del que también el hombre participa. La fuerza es un asunto personal o de instituciones singulares, y consiste en la capacidad de tener iniciativas, de cambiar, de alterar, de dar origen a una nueva realidad. El 'poder' es otro asunto, es la capacidad que surge cuando las diversas voluntades libres se asocian para buscar un bien común. Por eso la propia Arendt llamó a este nuevo tipo de movimiento propiamente 'acción'. El hombre 'actúa' en sentido estricto cuando lo hace en conjunto con otros para buscar un fin común, es decir, un fin político (Arendt, 1959: 175).

La violencia surge cuando esta libertad autónoma pero dependiente, capaz pero no por sí misma 'poderosa', quiere mantener por sí y para sí bienes que puede perder en contra de su propia voluntad, cuando esta libertad cree que ella sola puede obtener esos bienes, y termina por ello no sólo dándose a sí misma su propia norma, sino buscando la norma misma que ella se da como el bien que quiere. La libertad violenta es la que en lugar de querer el bien, se adora a sí misma.

4. Violencia moral y violencia política

Hay veces que la libertad le inflige heridas al mundo en el que habita. A pesar de querer el bien, no siempre quiere 'bien' ese bien. La libertad puede confundir su autonomía con independencia, y aislarse del mundo y de las otras libertades. A este movimiento defectivo de la voluntad, Agustín le llamó 'concupiscencia' o 'libido':

El deseo de vivir sin miedo no sólo es propio de los buenos, sino también de los malos, pero con esta diferencia: que los buenos lo desean renunciando al amor de aquellas cosas que no se pueden poseer sin peligro de perderlas, mientras que los malos, a fin de gozar plena y seguramente de ellas, se esfuerzan en remover los obstáculos, y por eso llevan una vida malvada y criminal, que, más bien que vida, debería llamarse muerte […] La concupiscencia [libido ] consiste en el amor de aquellas cosas que podemos perder contra nuestra propia voluntad lib. arb I, 29-31)..

La libertad aislada es la libertad que busca por sus propios medios retener los bienes que no puede retener por sí misma. Hay dos salidas a este riesgo: la primera salida es la salida por vía de la humildad frente al verdaderamente poderoso, de manera que la voluntad evitará tornarse libido cuando se dirija a un objeto que no pueda perder nunca: el amor mismo de Dios. Pero independientemente de la salida profunda y espiritual, el hecho de la voluntad caída genera consecuencias al nivel de lo propiamente político, y en ese ámbito, la humildad no solamente ha de conducir a confiar en Dios, sino al reconocimiento de que para la consecución de algunos bienes, debe actuarse junto con otros. Las cosas que podemos perder con nuestra propia voluntad son, entre otras, los bienes políticos, cuya permanencia está asegurada solamente por el concierto de varias libertades unidas. 'Los malos', como les llama Agustín, son aquellos que, movidos por el espanto de perder los bienes que tienen frente a sí, 'remueven los obstáculos' para retenerlos. Es decir, remueven las voluntades de los otros, que pueden arrebatárselos.

Si la violencia es, con Paul Gilbert, la precipitación en el tiempo y la invasión en el espacio, entonces la voluntad concupiscente es una voluntad violenta, pues es justamente la que toma para sí momentos en el tiempo y lugares en el espacio que, por derecho propio, le pertenecen a otro.

A la luz de la contribución agustiniana, la voluntad violenta es la que más teme, la que, movida por el miedo, interrumpe y estorba la libertad de los demás hasta el grado de algunas veces eliminarla. La violencia es, en este nuevo sentido, el movimiento de la voluntad libre por el que ésta quiere erigirse como independiente de los otros dos elementos del sistema que la configuran: Dios y el mundo.

Cuando los hombres actúan juntos, el bien público se hace posible. Cuando los hombres actúan aislados, se convierten en libidinosos, en pecadores, en necesitados de 'confesión'. "¿Por qué son muchos los corazones de los que confiesan -dice Agustín-, y uno sólo el de los creyentes? Porque los hombres confiesan pecados distintos, pero la fe en que creen es una misma" (en. in Ps 74, 4).. Los hombres están divididos cuando se buscan a sí mismos, cuando creen que sus voluntades pueden ejercer su poder de manera aislada. Están unidos, en cambio, cuando buscan el bien común, cuando hacen valer su capacidad verdadera de hacer política.

El concepto de 'concupiscencia' [libido o concupiscentia ] explica muy bien la violencia moral, la que un individuo singular ejerce frente a otro individuo singular. Se trata de una violencia todavía proporcionada, personalizada, singular, que, queriéndose a sí misma, devora al otro hombre. Éste es el segundo nivel de la violencia que, superando el nivel ontológico, se sitúa en un nivel propiamente antropológico: es la violencia del encuentro, o más bien del desencuentro de un hombre contra otro. Es el duelo entre los enemigos, o entre los amigos, es la posibilidad de maldecir al otro en la cara y de recibir su insulto y su violencia en la carne, es la posibilidad de herir al otro directamente en su rostro, en su cuerpo, en su existencia singular.

Hay, sin embargo, un tercer nivel de violencia que se anuncia también en una de las modalidades del acto libre: ya no en la perversión de la voluntad singular sino en la perversión de la libertad ejercida comunitariamente: la enfermedad del 'poder' que se quiere a sí mismo, la forma política de libido.

5. La violencia política o 'los hijos de Caín'

"El primer fundador de la ciudad terrena fue un fratricida" (ciu XV, 5)., dice Agustín, como si el nacimiento de la ciudad fuera, al mismo tiempo que el nacimiento del lugar propio de los hombres, la firma de su condenación.

La ciudad es el signo de la cultura, de la civilización, el contrapunto de la ley del más fuerte, es el orden; pero ella misma nació marcada con el gesto de la violencia. La política es, al tiempo que la búsqueda de los fines en común, el vehículo de convivencia entre seres potencialmente violentos. Sin alteridad propiamente dicha no hay violencia, y la alteridad es una categoría ya política desde su origen (Gilbert, 2004: 92). No es casualidad, por ello, que la primer violencia del relato bíblico sea al mismo tiempo la violencia del fundador de la ciudad.

La relación que establece Agustín en el libro XV de La ciudad de Dios entre el asesinato de Caín y el fratricidio que dio origen a la ciudad de Roma es elocuente: Rómulo y Remo buscaban el poder, lo querían todo para sí, de modo que los hermanos se estorbaban el uno al otro. Queriendo vivir junto con otros, no pudieron vivir junto con otros. La urbe por excelencia, Roma, nació con la necesidad de tener mediaciones que regularan la vida de los hombres, instituciones que protegieran a los débiles y que permitieran que unos no ejercieran la violencia sobre otros. La ciudad nace por la necesidad de hacer valer la ley que regula, o que ha de regular, las relaciones entre los hombres, ley que no es otra cosa que un orden [ordo ] previo a la libertad y al que la libertad ha de ajustarse, como formando parte de los otros dos elementos de la metafísica: Dios y el mundo. Ese ordo es lo que Agustín llamaba 'ley eterna', norma que servía para juzgar la ley de la ciudad, la ley cultural, la ley que la libertad establece, la de los hombres, la 'ley temporal':

Llamemos, pues, si te parece, ley temporal a la que, aun siendo justa, puede, no obstante, modificarse justamente según lo exijan las circunstancia de los tiempos [... ] Y aquella ley de la cual decimos que es la razón suprema de todo, a la cual se debe obedecer siempre, y que castiga a los malos con una vida infeliz y miserable, y premia a los buenos con una vida bienaventurada; y en virtud de la cual justamente se da aquella que hemos llamado ley temporal, y justamente también se la cambia, ¿dudará alguna persona inteligente de que es inmutable y eterna? / Ev.- Veo que ésta es la ley eterna e inmutable (lib arb. I, 49).

Así pues, Agustín postulaba un principio metafísico que es justamente el que permite que la libertad pueda contar con un referente externo a ella para dirigirse al bien: la ley eterna. Para que la libertad sea verdaderamente tal, ha de ceñirse al orden que esa ley exige, y que consiste básicamente en que los buenos son felices, y los malos infelices.

La ciudad, constituida por Rómulo y por Caín, nace de un intento humano por hacer 'humana' esa ley eterna, por someterla al orden propio de la libertad, creando así las instituciones propias del derecho. La constitución de esta 'ley humana' es un acto necesario para poder formar ciudad, el problema es cuando la enfermedad de libido se apodera de esas instituciones, como el caso de Caín. Dado que él mismo era el fundador, se identificaba con la institución que constituía la ciudad, su ciudad era una tal cuya ley temporal, 'autónoma', se creyó 'independiente' de la ley eterna.

Del mismo modo que el caso de Rómulo, Caín exhibe que la violencia descrita por Gilbert tiene una prolongación grave en los sistemas anónimos de gobierno que se empeñan en eliminar el rostro del individuo al que regulan: tienen miedo de que les sea arrebatado el poco bien que han obtenido y aniquilan la singularidad del conciudadano.

El tercer nivel de violencia surge aquí, cuando no se toma en cuenta el ordo anterior que une a todos y cada uno de los ciudadanos: "Nos representamos la violencia bajo la forma de una invasión de un ente a un espacio que pertenece a otros entes, sin respeto por ellos, sin la aceptación de ninguna regla común que los ligue a todos a priori" (Gilbert, 2009: 70).

Las instituciones que regulan la ciudad se transforman en instituciones libidinosas, violentas, amantes de sí mismas, cuando están motivadas en su raíz por el miedo, cuando quieren ejercer el control sobre la capacidad de los hombres de actuar unos junto con otros, pues eso amenazaría el poder de los más fuertes. Queriendo salvaguardar el cumplimiento de la ley en la ciudad, se inventan mecanismos para eliminar la libertad y asegurar con esa eliminación el cumplimiento de la norma.

Es necesario decir que la institución de la 'ley temporal' no es ni tiene por qué ser por sí misma violenta, pues la ciudad misma es una necesidad para que la libertad personal pueda tener 'poder', es decir, para obtener los bienes que a las libertades singulares les es imposible obtener. Sin embargo, quienes ostentan el mando, pueden volver violentas a las instituciones, generando así una instancia anónima, allende sus voluntades singulares y mostrando un cuerpo sin rostro alguno. Así comienza el fratricidio, que es la forma más alta de la concupiscencia: en la mediación absoluta de las relaciones entre los hombres, en la imposibilidad de permitir que se encuentren y que se reconozcan, en la sustitución del encuentro por la ley, en la sustitución de la libertad por el cumplimiento de la norma.

Si bien la mediación de la ley es necesaria en la ciudad, hay mediaciones que, superado un cierto umbral se vuelven contra los fines para los que fueron creadas. De hecho, hay mediaciones que, en su anonimato, hacen parecer que evitan la violencia y la suprimen, pero en realidad la multiplican y la perpetúan, la ocultan, la justifican, la disfrazan, la travisten. Hay mediaciones que son violencia travestida de paz: éste es el problema de la técnica y de la tecnificación de la política.

Las reflexiones de algunos filósofos como el propio Gilbert (2009), Hannah Arendt (1969) o Günther Anders (2002) sobre la violencia fijan la atención en los excesos de la técnica y en la superación de un cierto umbral en la manufactura de armas, de modo que la amenaza violenta está ahora fuera de toda proporción. Sus reflexiones tienen que ver con una serie de transformaciones que a partir de la Modernidad han sufrido nuestras relaciones con las herramientas y los instrumentos. Desde ese punto de vista, la violencia inaudita con la que nos enfrentamos hoy es el exceso de la fuerza, multiplicada a través de ciertas armas que exponencian la fuerza del bíceps hasta la desintegración del átomo. De este modo, la fuerza del brazo humano es superada en proporciones tan enormes que no sólo estamos ante un aumento cuantitativo, sino ante un verdadero cambio sustancial: nuestras armas nos exponen a una violencia inusitada y que está fuera de todo control del brazo de un hombre hasta el punto de poder exterminar a la humanidad entera a través de algunas armas y aparatos.

Hay, sin embargo, otro exceso, la superación de otro umbral. Hay una nueva experiencia de la violencia, que no es ya la violencia del encuentro entre dos enemigos ni el terror a la destrucción de la vida humana por vía de la técnica. Un nuevo horror ha comenzado a correr por el mundo, un horror que quizá tuvo un precedente en la época de Agustín en la construcción de una Roma inmensa e impersonal. Es el horror que Franz Kafka logró describir con espantosa agudeza en novelas como El castillo, El proceso o En la colonia penitenciaria: me refiero al anonimato de las ciudades administradas, a la violencia de 'nadie' y de 'todos', invisible, estructural, ante la que el ciudadano común sólo pude sentir impotencia porque su enemigo es invisible. La violencia del s. XXI no solamente está caracterizada por el desarrollo de una técnica cuyas consecuencias serían devastadoras, sino que además posee la capacidad de desfigurarnos el rostro, nos impide encontrarnos con los prójimos (Zoja, 2009). Ante el surgimiento de una instancia abstracta y anónima, el sistema burocrático impide que hoy los hombres puedan hacer experiencia de la carne concreta de su prójimo, en una nueva y muy perversa forma del mismo gnosticismo que combatió con fuerza san Ireneo. Nos impide, como Job pudo hacerlo, maldecir a Dios a la cara, pero también nos impide perdonarnos frente a frente.7

Nuestras ciudades están creciendo como Behemoth y Leviathán, y generan mecanismos que, sin ejercer una fuerza o potencia propiamente dicha, son violentos por su ausencia de rostro. El hombre contemporáneo está violentado y enmudecido, maniatado, pues no puede responder directamente a aquello que lo violenta por no poder identificarlo con un nombre propio o si quiera con un sustantivo común como: 'cuchillo' o 'pistola'. Sin negar que esos objetos sigan ejerciendo violencia al ser manipulados por los asesinos, la peor de las violencias es, a mi juicio, el proceso de legitimación de un poder que es solamente remedo del verdadero poder, que solamente le pertenece a Dios. Si hoy en México somos presas de una violencia endémica, no es solamente porque los Zetas tienen armas y la gente del común no, sino porque no hay manera de señalar con el dedo ni al victimario ni al juez: al victimario porque se le oculta tras las rejas, y al juez porque, desgraciadamente, se identifica con el victimario. Quienes no son presas de esa violencia son presas de una violencia quizá en un sentido más atroz, invisibilizada: la de tener que participar en un juego simbólico de fuerzas que dicen ser políticas pero que en realidad son las propias de libido y que, disfrazadas de legalidad, pretenden tener legitimidad. El legalismo es, pues, hoy, el peor cáncer de nuestras sociedades, pues distrae de la legitimidad que verdaderamente importa. En nuestra era son sistemas los que nos oprimen (Illich, 2005:157-168), sistemas por los que afirmamos hoy, explícitamente, que somos en muy buena parte los hijos de Caín (Gilbert, 2009: 76). Aunque la legalidad es un aspecto importante para que las libertades individuales puedan tener poder y perseguir el bien común que les interesa, el exceso de legalidad se trastorna en legalismo, en burocracia, en la experiencia kafkiana de estar cumpliendo la ley y, a pesar de ello, vivir en un mundo de hombres sin rostro. Giorgio Agamben ha sido capaz de describirlo con elocuencia:

los poderes y las instituciones hoy no se encuentran deslegitimados porque han caído en la ilegalidad; más bien es cierto lo contrario: la ilegalidad está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad. Por eso es inútil creer que puede afrontarse la crisis de nuestras sociedades a través de la acción -sin duda necesaria- del poder judicial. Una crisis que golpea la legitimidad no puede resolverse exclusivamente en el plano del derecho. La hipertrofia del derecho, que pretende legislar sobre todo, antes bien conlleva, por medio de un exceso de legalidad formal, la pérdida de toda legitimidad sustancial. El intento de la Modernidad de hacer coincidir legalidad y legitimidad, buscando asegurar por el derecho positivo la legitimidad de un poder, es -como resulta del indetenible proceso de decadencia en el que han entrado nuestras instituciones democráticas- absolutamente insuficiente (Agamben, 2013: 12-13).

La violencia que estoy intentando describir no es ya la mera invasión de un individuo sobre el espacio del otro y la precipitación en el tiempo ajeno. La violencia titánica que intento visibilizar consiste en la penetración de la norma legalista, del sistema leguleyo y de la corrección política en sustitución de la libertad concreta de las personas que constituyen la ciudad. Esto se ha hecho posible por la transformación del derecho, de la ley humana, de la constitución que hace ciudad, en un instrumento técnico e impersonal. Como dice Agamben, asistimos a la hipertrofia de la ley: en su exceso se ha vuelto contra sus propios fines.

Asistimos a la renuncia a la libertad en favor de la legalidad. Pensamos que la legalidad por sí misma puede crear comunidades políticas no-violentas, personales, pacíficas. Pero estamos equivocados. Ésa es precisamente su ilusión, su mayor perversión, su mentira: hacernos creer que con eso basta. El mayor peligro es dejar a la legalidad lo que requiere de libertad, de compromiso, de realización de las singularidades en un mundo constituido fundamentalmente de diferencias. Así lo expresa el propio Gilbert: "en esto se puede ver el paroxismo del proceso de la democracia tal como la ejercen nuestras comunidades estatales modernas: en efecto, en la urna electoral, ninguna voz tiene más importancia que otra; todas son indiferentes. La práctica electoral conduce a destruir toda alteridad, toda sociabilidad, a negar toda diferencia. El lugar más civil del acto libre no es verdaderamente la urna electoral" (Gilbert, 2004: 77). El lugar más civil del acto libre es más bien un camino que, aunque pase por la legalidad, no se agota en ella. El camino de la construcción de la verdadera política, es decir, de la búsqueda de la 'paz', pasa por el reconocimiento de las diferencias y por la confianza en las libertades, no por el miedo a ellas.

6. El futuro: el perdón y la paz

La devolución del rostro, la recuperación del significado de nuestros nombres, implica el reconocimiento de que el poder de la libertad le viene dado de una alteridad. Evitar libido quiere decir reconocer que la ley a la que la libertad ha de ajustarse es previa a ella, y que incluso es esa ley quien llama a la libertad y la constituye autónoma.

Cuando Agustín comenta el Evangelio de Mateo, equipara el comportamiento de la paloma al comportamiento pacífico de los seres de naturaleza racional.

si para evitar el mal nos hubiera exhortado a oponer una violenta resistencia a los malos, no habría dicho antes: 'Os envío como ovejas en medio de lobos'. Nos quiso, pues, sencillos como palomas, para no dañar a nadie. Esta clase de aves, en efecto, no mata a ningún animal, no solamente de los grandes, contra los que no tiene fuerza suficiente, sino incluso de los más pequeños, de los cuales se alimentan hasta los más diminutos pajarillos. Se da de hecho entre los animales irracionales una especie de sociedad entre ellos, como la hay también entre los seres racionales, los hombres; y no sólo es entre ellos, sino también con los ángeles. Aprendan, pues, de esta semejanza con la paloma a no dañar absolutamente a nadie de los pertenecientes a su sociedad, como partícipes de la misma naturaleza racional qu. Mt. 8).

El reconocimiento del logos que habita y que nutre la libertad es el principio de una realización plena de ella, desde su potencia individual, singular y personal hasta su capacidad política de actuar-junto-con-otros. Esta acción colectiva implica en primer término asumir que los otros son, precisamente, otros, y que cargan consigo libertades distintas a la mía.

El problema metafísico y ontológico de la alteridad destaca por su permanencia desde el principio de este trabajo hasta este momento conclusivo. Paul Gilbert no duda en tender los puentes correspondientes entre el problema ontológico y la violencia política: "un primer principio conocido y querido como tal, temática o dogmáticamente, al que todo debería someterse como el único criterio de realidad y de verdad, no puede ser sino violento" (Gilbert, 2009: 236-237).

La metafísica de un solo principio al que todo ha de verse reducido es una metafísica de la violencia, no una metafísica del perdón o una metafísica de la paz. Si bien la 'ley eterna' es una regla común que liga a todos y cada uno de los entes, esta ley consiste en ser un ordo, es decir, en ser una pluralidad armónica, pero pluralidad al fin. "El problema que plantea el mal -señala Gilbert-, y toda la metafísica desde su origen, es el de la alteridad que cada individuo (solo por esencia desde su nacimiento hasta su muerte, en el origen de su propia responsabilidad actual) intenta borrar de su vida, desconocer" (Gilbert, 1996: 23).

Si la violencia es la precipitación en el tiempo y la invasión en el espacio, la reconciliación ha de consistir en la consideración máxima y prácticamente infinita del tiempo y del espacio del otro, de su propia alteridad, de su propia naturaleza, de su propia legalidad eterna. Este reconocimiento implicará, al mismo tiempo, el reconocimiento de los límites de mi propio tiempo y mi propio espacio, otorgándome así la posibilidad de situarme donde haya de situarme, ni más allá ni más acá del espacio y del tiempo del prójimo.

Esta conducta se llama 'paciencia', en relación con el tiempo, y 'distancia' o 'contracción', en relación con el espacio. Así podría también describirse la gran definición de "bien perfecto" que el propio Agustín elabora en el libro XIX de La ciudad de Dios, en donde señala que éste no consiste en otra cosa que en "la vida eterna en paz" (ciu XIX, 11)., pues en la eternidad la desesperación será imposible. Ambas prácticas, la paciencia y el distanciamiento, coinciden en intención con el verdadero poder del absolutamente poderoso. Como ya lo han destacado escritores como Václav Havel en El poder de los sin poder 1985), o Jean Robert en La potencia de los pobres (2008), muy al contrario de lo que puede pensarse desde las categorías del mundo, el 'poder' no consiste en la capacidad de la violencia, sino precisamente en su imposibilidad. Si Dios es el Poder perfecto, entonces su retiro y su distancia del mundo tendrá que darnos qué pensar en la construcción de la paz. En efecto, el dilema metafísico que motivó este ensayo retorna ahora, después del viaje que hemos hecho a través de la 'metafísica del poder', pues la verdadera metafísica que se pregunta por la esencia de la violencia y del perdón es la que mira que el acto primigenio de Dios es su creación, y que esta creación consiste justamente en el retiro y en el silencio, en la paciencia absoluta: en el tsimtsum8 del retiro de Dios para que los entes puedan ser quienes son. Por eso Dios no puede evitar el mal del hombre, pues sería infligirle violencia: eliminar la libertad que el mismo creador le otorgó. Si el 'poder' proviene en última y en primera instancia del Bien perfecto, entonces la libertad humana se tornará poderosa cuando se retire del espacio del otro, cuando lo espere con paciencia todo el tiempo que el otro necesita. El camino de la paz consiste en trabajar para 'dar tiempo', para 'dar espacio', para 'dar mundo' al prójimo. Ello implica, por supuesto, aceptar que el otro puede violentarme, que ninguna ley puede impedir que la libertad del otro quiera esclavizarse a sí misma e irrumpa en mi espacio y en mi tiempo haciéndome daño. Hay que decirlo de una buena vez: la construcción de la paz implica en este mundo aceptar el riesgo de la guerra.

Evidentemente, no quiero afirmar que el único poder de Dios haya de ser su ausencia y su retiro. Quizá su poder se manifieste también en la verdadera y última capacidad de intervención y de redención activa, pero eso es una capacidad que requiere precisamente de la ciencia y la humildad divinas y que, por lo tanto, no podemos arrogarnos los hombres por nosotros mismos. 'Dar tiempo' y 'dar espacio' son actos que necesitan de un ámbito de convivencialidad propio, previo a toda legalidad. Si la violencia fue el exterminio del rostro de mi prójimo, la construcción de la paz ha de tener como momento primordial la solicitud de perdón para rehabilitar en él la posibilidad de la proximidad (Esquirol, 2015).

Sobre este preciso punto sobre el tiempo y el espacio, es imprescindible hacer notar que la gran contribución agustiniana fue posible por haber partido de la conciencia de la culpa; no porque amemos la culpa, sino porque la posibilidad del perdón pasa por saber mirar el mal, por aceptar que existe, por mostrarlo. Dañar a otro es un mal, pero que el escándalo quede oculto es perpetuarlo. El problema más grave de la violencia es que ésta no aparece como tal a todos patentemente: ella sólo es verdaderamente visible para quien se ha experimentado a sí mismo violento. En ese sentido, contestamos con Gilbert que sería inadecuado hablar de la violencia como un trascendental. Pues aunque quepa, analógicamente, describir ciertos modos del cambio como violencia, ésta sólo se constituye como tal dentro del ámbito de la subjetividad humana, cuando la libertad ocurre, por lo que de ninguna manera es una cualidad trascendental del ser. Por eso Agustín da, a diferencia de la filosofía helenística, cuenta de la experiencia de la libertad de una nueva manera, pues él se experimenta culpable e inquiere por el verdadero autor del mal, y hay quizá que pasar por ahí para aprender a 'dar tiempo' y a 'dar espacio'.

La hipertrofia de la legalidad en la sociedad moderna oculta a los ciudadanos su conciencia de culpa sustituyéndola a ella y al perdón por el cumplimiento legalista de la ley. En una nueva expresión del gnosticisimo, el encuentro entre los hombres de carne y hueso que buscan ser en su rostro conocidos se vuelve imposible ahí donde la ley humana, libidinosa, ha excedido el límite que le impone la ley eterna y ha usurpado su lugar. Ocultando la violencia, ocultando el mal, lo perpetúa extirpando a los hombres su rostro, extrayéndoles con ello la capacidad de mirarse, de maldecirse y de perdonarse. Esta última afirmación es importantísima, pues el perdón sólo puede llegar ahí en donde está afirmada y aceptada la condición mundana y topológica de los sujetos que constituimos el mundo. Sin ello, el perdón solamente será un asunto de ángeles y de angelistas. Por supuesto, la afirmación de lo corpóreo no quiere decir que restemos su poder a lo espiritual. De hecho, lo primero obtiene su poder siempre de lo segundo,9 de manera que si bien una de las formas de fomentar la paz es recuperando el cuerpo y el rostro de todo prójimo, esta solución deberá siempre estar orientada por un movimiento espiritual que lo dirija.

De este modo, la única forma para devolver al ciudadano del siglo XXI su capacidad de reconciliación es devolverle el poder de su libertad, su capacidad para actuar junto-con-otros. Para ello, el camino de reconciliación, es decir, de re-unión entre aquellos hombres que hacemos la ciudad, comienza por ajustar la vista y aprender a mirar el mal, a exhibirlo. ¿Y qué es mirar el mal, sino saber que yo mismo puedo ser partícipe de él? Creernos buenos es el comienzo de las aberraciones. Por eso el punto de partida debe ser no político, pues la política no puede nunca redimirnos, sino que debe ser un momento de silencio y humildad, que consiste principalmente en la constatación del mal, lo que sólo se experimenta cuando me experimento culpable, pues ni el más grande de los espectáculos del mal ajeno pueden hacerme sentir en carne propia la mentira que el mal implica. La culpa permite concebir la libertad no sólo como la facultad capaz del mal, sino también como una facultad capaz de combatirlo, de modo que la experiencia del perdón y la reconciliación se vuelven para ella una posibilidad.

Addendum

El 24 de agosto del 410 entró Alarico en Roma con sus tropas de ladrones, saquearon la ciudad y destruyeron templos, violaron mujeres y robaron todas las fortunas grandes y pequeñas de los ciudadanos romanos. Parecía que el mundo se acababa, pues Roma representaba, para los romanos, toda la civilización humana conocida. El fin de Roma era sinónimo del fin del mundo. Agustín pronunció con motivo de esas noticias un sermón valiente, prácticamente escatológico, en el que decía: "En los tiempos cristianos es devastado el mundo, se viene abajo el mundo. He aquí que en los tiempos cristianos, Roma perece". Y luego se contesta a sí mismo el obispo de Hipona: "Roma no perece, Roma recibe unos azotes; Roma no ha perecido. Quizá no perezca; quizá sólo ha sido flagelada, pero no aniquilada. Roma no perece, si no perecen los romanos." (s. 81, 9). A la ciudad sólo pueden salvarla los hombres que la hacen, no sus leyes ni sus reglamentos, no sus administradores ni sus funcionarios, sino los ciudadanos mismos que la habitan.

Si la violencia es la eliminación de la alteridad del prójimo, la paz comienza en su afirmación, con el riesgo que la afirmación de la libertad del otro trae consigo. La paciencia implica ponerme a mí mismo en riesgo. La paciencia es, dice Gilbert: "sostenerse en el ser mientras el ser mismo me conduce fuera de mi individualidad y de la satisfacción de ser en 'mí'" (Gilbert, 1996: 26) Así, la paz en este mundo pasa por la aceptación del permanente riesgo de la guerra. La paz posible no es una paz completa y estática, sino una paz tensa, una paz de trabajo, una paz que está siempre en riesgo de ser abolida. La paz no es un objeto disponible que podamos obtener y asegurar a través del tiempo, sino que la paz es un modo del tiempo: y en tanto modo del tiempo, está siempre en tensión frente a un futuro incierto y de espaldas a un pasado que tampoco está asegurado so riesgo del olvido. La paz es un presente activo, una modalidad de ser de la experiencia del tiempo, y por eso siempre, retención y protensión, siempre tensión. La paz está en el retiro, en el "dejar ser", en el tsimtsum de la creación del Dios que quiso obtener el ser a partir de la nada y que, para poder permitir que ese ser fuera, le hizo espacio con su silencio. Ésa es la verdadera metafísica de la paz y de la reconciliación, la que se sostiene en la experiencia frágil del Bien verdaderamente poderoso, que no se impone nunca ni por nada.

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1Los trabajos de Gilbert encuentran su originalidad principal en el campo de la Metafísica. Como catedrático de esta asignatura en la Universidad Gregoriana de Roma, se ha encargado de actualizar la clásica metafísica escolástica desde una perspectiva fenomenológica, con lo que se une así al grupo de filósofos franceses que están volviendo a poner sobre la mesa los asuntos de la philosophia perennis (v. g. Michel Henry, Jean-Luc Marion, Jean-Louis Chrétien, Claude Romano, Emmanuel Falque o Jérôme de Gramont).

2"Irrationabiles igitur omni modo, qui non exspectant tempus augmenti, et suae naturae infirmitatem ascribunt Deo. Neque Deum, neque semetipsos scientes, insatiabiles et ingrati, nolentes primo esse hoc quod et facti sunt, homines passionum capaces; sed supergredientes legem humani generis, et antequeam fiant homines, jam volunt similies esse factori Deo, et nullam esse differentiam infecti Dei, et nunc facti hominis, qui plus irrationales sunt quam multa animalia".

3Sobre este viraje en el método de la metafísica, que va de la consideración objetiva de los problemas hacia una consideración reflexiva de ellas, ver el artículo de Gilbert, "Pour une métaphysique réflexive" (1988).

4Para citar a san Agustín utilizo las siguientes abreviaturas, que tomo del Augustinus Lexikon (Mayer, 1986 sqq).: La ciudad de Dios, ciu. / Confesiones, conf. / La doctrina cristiana, doctr. chr. / Enarraciones sobre los Salmos, en. Ps. / La devastación de Roma, exc. urb. / La inmortalidad del alma, imm. an. / Comentario literal al Génesis, Gn. litt. / El libre albedrío, lib. arb. / Dieciséis cuestiones sobre el Evangelio de Mateo, qu. Mt. / Sermones, s.

5Para una visión general del modo como la libertad fue comprendida por algunos modernos de manera aislada o atomista, puede verse con provecho Taylor (1985).

6Recordemos la observación de Karl Rahner: "el poder es evidentemente algo que viene de Dios y que da testimonio de él en el mundo, puesto que tal realidad que nos sale al encuentro dentro del mundo y a la que llamamos «poder » es afirmada de Dios mismo para designarle, aunque en forma tan sublime. Y el poder entra con ello en el ámbito de los poderes misteriosos, peligrosos, en algún modo sólo reservados a Dios, sólo inteligibles desde él, nunca usurpables por propia fuerza y automáticamente cuando llamamos a Dios el absolutamente poderoso, realmente el solo-poderoso, el topoderoso, y al decirlo tenemos en cuenta que el poder propiamente deja de ser poder cuando sabe y se confiesa a sí mismo fundamentalmente ya como sólo parcialmente poderoso, medio impotente, no sólo poderoso" (Rahner, 1964: 495).

7Sobre la posibilidad de maldecir y de perdonar a la cara, es útil el extraordinario libro de Gustavo Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente (1986). Comentando el libro de Job, Gutiérrez destaca cómo el desafío que hace el satán a Dios consiste en cuestionar la «gratuidad » de la fe de Job, por eso le dice: "tócalo, daña sus posesiones, y te apuesto a que te maldice en tu cara" (Job, 1, 11). El satán supone que la religiosidad de Job es mera retribución a los bienes que Elohim le ha dado, de modo que si esos bienes son tocados, Job se dirigirá hacia Elohim y lo insultará. Lo que hay que ver aquí es que la impiedad de Job no consistirá en dejar de cumplir la ley, sino en maldecir a Dios a la cara. El tema de la gratuidad de la libertad está directamente relacionado con la posibilidad de dirigirse personalmente a quien es gratuito contigo, y a la posibilidad de mirarlo de frente y hacer un reclamo o pedir perdón (Gutiérrez, 1986: 33 ss.).

8En su extraordinario libro El espíritu de la filosofía medieval, Étienne Gilson forjó la expresión "Metafísica del Éxodo", para referirse a un estilo que había permanecido en la metafísica medieval por el privilegio que se había concedido al "ser" sobre el "bien" (Gilson, 1948; Filippi, 2015). Cabría bien hacer una paráfrasis de esta expresión y pensar la posibilidad de una "Metafísica del Génesis", en la cual se hace un cierto énfasis metafísico del "bien" sobre el "ser", pues Dios, que es el summum bonum, crea el mundo por su acto humilde de darle un espacio, de hacerse a un lado para que su creación exista. En este sentido, el acto más reconocible de Dios es su guardar silencio, su obligación a esperar, pacientemente, que los hombres lo traigamos al mundo amando, es decir, dejando que el prójimo sea quien es. "Elohim creó al hombre a su imagen, pero su ser consiste en la contracción (tsimtsum), en la disimulación y humildad que suponen la alteridad del otro; somos imagen de Dios cuando imitamos el momento contráctil del acto creador, es decir, no cuando «creamos en nosotros », sino cuando «dejamos ser otro que nuestro ser »" (Medina, 2013: 86; Lévinas, 1990: 326). Esta idea no tiene por qué negar, de antemano, la posibilidad de que haya una nueva manifestación de Dios no en su silencio sino en su palabra.

9"Luego, si lo que llamamos fuerzas tiene su origen en el impulso del alma, en la máquina de los músculos y en el peso del cuerpo, la voluntad es la que produce el impulso, el cual se hace más fuerte con la esperanza y la audacia, pero se debilita con el temor, y mucho más con la desesperación (pues, con el miedo, quedando alguna esperanza, suelen resultar más vehementes las fuerzas)" (an. quant. 22, 38).

Recibido: 20 de Julio de 2016; Aprobado: 08 de Septiembre de 2016

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