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Tópicos (México)

Print version ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  n.52 México Jan./Jun. 2017

https://doi.org/10.21555/top.v0i52.790 

Artículos

¿Hay una teoría normativa de la justicia en Marx?

Is there a normative theory of justice in Marx?

Felipe Curcó Cobos* 

*Departamento Académico de Ciencia Política, ITAM felipe.curco@itam.mx


Resumen:

La obra de Marx ha suscitado una añeja polémica entre sus estudiosos. Algunos han mantenido que el lenguaje desarrollado en ella es estrictamente explicativo. Dicho lenguaje expresaría ante todo un saber científico expurgado de todo contenido moral (sobre la estructura del capital, las fuerzas que causan la dinámica social y las leyes que la rigen). En el otro extremo, en cambio, otros han argüido que en Marx hallamos más bien un lenguaje ético orientado a denunciar los crímenes y miserias de una determinada formación social con el fin de oponerle otra. En este artículo defiendo la idea de que en la obra de Marx hay elementos tanto para afirmar una cosa como la otra. Sin embargo, argumento que la actualidad del pensamiento marxista reside esencialmente en los elementos éticos y normativos que configuran la dimensión moral de su planteamiento.

Palabras clave: Marx; normatividad; justicia; ética

Abstract:

Marx’s work has brought forward an archaic controversy among his followers. Some have sustained that the language developed throughout it is merely descriptive. Such language would express above all a scientific knowledge expurgated of all moral content (about the structure of capital, the forces that cause social dynamics and the laws that govern it.) On the other side, however,others have argued that in Marx we have found an ethical language oriented towards denouncing crimes and miseries of one determined social formation with the finality of opposing another one. In this article I defend the idea that in Marx’s work there are elements to affirm one thing as well as the other. Nevertheless, I argue that the main importance of Marx’s thinking resides essentially on the ethical and regulatory elements that configure the moral dimension of his approach.

Keywords: Marx; normativity; justice; ethics

1. Introducción

Reflexionar sobre la actualidad de la obra y pensamiento de Marx obliga a hacerlo desde, al menos, tres cuestionamientos: ¿el advenimiento del socialismo es un acontecimiento necesario, deducible de las leyes de la historia, o, por el contrario, se trata esencialmente de un estado considerado moralmente valioso que merece ser elegido? ¿Hay en Marx un lenguaje estrictamente explicativo cuya pretensión consiste tan sólo en expresar un saber científico (sobre la estructura del capital, las fuerzas que causan la dinámica social y las leyes que la rigen), o más bien hay un lenguaje ético orientado a denunciar los crímenes y miserias de una determinada formación social con el fin de oponerle otra? En definitiva, ¿desarrolló Marx una ciencia explicativa (descriptiva) o, antes, y en lugar de ello, quiso elaborar una teoría moral (normativa)?

Hay aquí una ambigüedad relevante, porque lo cierto es que no encontramos en Marx una respuesta explícita a estas preguntas. El lenguaje que el propio Marx utiliza en sus textos tampoco resulta de mucha ayuda a la hora de intentar dirimir estas cuestiones. Porque, por un lado, es obvio que en todo el desarrollo de su obra hay una concepción el proceso social en términos de relaciones causales entre hechos en donde los juicios de valor carecen por completo de relevancia alguna. En La ideología Alemana, por poner sólo un ejemplo llamativo, hay un pasaje que no parece dejar lugar a dudas respecto al modo en que Marx y Engels entendieron -en términos depurados de toda consideración moral- el proceso histórico que conducirá hacia el comunismo: “el comunismo -nos dicen ahí- no es para nosotros un estado de cosas que debe establecerse o un ideal al que la propia realidad tenga que ajustarse. Llamamos comunismo al movimiento real que acaba por superar [aufhebt] el estado actual de las cosas” (Marx, Karl y Engels, Friedrich, 1987: 47).1 De modo aún más significativo, en un epílogo a la segunda edición de Das Kapital de 1873, Marx cita el párrafo de un escritor ruso que había realizado la recensión a la primera edición, como ejemplo del modo en que una reseña debía captar correctamente cuáles eran sus propósitos: “Marx considera el movimiento social como un proceso de historia natural gobernado por leyes que no sólo son independientes de la voluntad […] sino que por el contrario la determinan” (Berlin, 1998: 129).2 Estas citas mostrarían con claridad que Marx no denuncia el orden existente apelando a ideales (ni a voluntades humanas que deban promover esos ideales y luchar por ellos), sino a la historia. No denuncia la realidad social como siendo injusta o desdichada, o como habiendo sido engendrada por la maldad y miseria humanas, sino como efecto de leyes de desarrollo social según las cuales resulta inevitable que en cierto estadio de la historia una clase, al perseguir sus intereses con variables grados de racionalidad, disponga de la otra para explotarla. Por esa razón acusó du amente a Proudhon de equivocarse radicalmente respecto a las categorías hegelianas al interpretar de modo ingenuo el conflicto dialéctico como una simple lucha entre el bien y el mal, lo cual implicaba el colmo de la superficialidad. Porque llamar a tal o cual aspecto del conflicto dialéctico bueno o malo era -en opinión de Marx- un signo de subjetivismo utopista (similar al cometido por Sismondi o Fourier) ya que el progreso auténtico de las fuerzas sociales no está constituido por el triunfo de un lado y la derrota del otro. Lo está por el mismo duelo que necesariamente implica la destrucción (y superación) de ambos.

Según esta concepción, el movimiento hacia una formación social capaz de superar las contradicciones y carencias de las anteriores no está inspirado por valoraciones éticas (sobre lo bueno y lo malo, lo correcto o incorrecto) ni por un anhelo de justicia, sino por fuerzas que ya existen en la formación anterior y constituyen en ella los gérmenes de la sociedad futura. El advenimiento del socialismo, por tanto, obedece al curso de los acontecimientos históricos, no a la postulación de valores.

Por otro lado, no obstante, si diversas expresiones (como las anteriores) parecen precisar con toda claridad la visión mecánica y cientificista rigurosa que articula de inicio a fin el pensamiento de Marx, a la vez es indudable que en toda su obra late un fuerte impulso moral. En la mayor parte de sus escritos abundan los juicios morales, aunque sea implícitamente. Aranguren y Atienza, en España, o Sánchez Vázquez y Luis Villoro en México, entre otros, han mostrado claramente como el estilo literario de Marx se aleja de la ecuanimidad emotiva que suele atribuirse al lenguaje científico (Aranguren, 1968), (Atienza, 1983: 5), (Villoro, 1997), (Sánchez Vázquez, 1975).3 Es común que los términos centrales de su teoría aparezcan adjetivados con predicados de valor. Basta mencionar como muestra algunos pocos ejemplos, aun si estoy seguro que el lector o lectora podrá seguramente recordar muchos más: la apropiación de la plusvalía es “robo”, el sistema capitalista es “creador de sufrimiento, enajenación e injusticia crecientes”, el capitalista “esclaviza” al obrero, el trabajo asalariado es “forzado”, la forma de vida civil-burguesa es una “vileza” ¿Cómo no ver en estas expresiones una actitud valorativa y una condena moral, indignación ética, compasión ante el sufrimiento ajeno, cólera por la crueldad injustificada?4 Un discurso que aspira a ser estrictamente descriptivo y científico habría de relatar el necesario colapso de la ruptura del modo de producción capitalista y su reemplazo por el socialismo con la misma neutralidad valorativa con la que puede describir el tránsito del modo de producción feudal al capitalismo. Sin embargo parece claro -como lo ha señalado Villoro- que El Capital es sin duda un tratado científico, pero que también es el relato de un drama moral y una exhortación a tomar parte en él (Villoro, 1997: 153).

Esta ambigüedad inmanente a los propios escritos de Marx se ve reflejada en las interpretaciones divergentes de su obra. Durante mucho tiempo la interpretación que prevaleció fue aquella que tendió a ver en el marxismo una ciencia orientada a purgar el conocimiento objetivo -sobre la dinámica social- de todo discurso normativo. Esta fue la postura del propio Engels y la que terminó imponiéndose en la II Internacional. Karl Kautsky sostuvo con firmeza la idea del socialismo como una ciencia rigurosa. La misma visión hallamos en Lenin. De modo quizá aún más paradigmático, el marxismo “anti-humanista” de Althusser enfáticamente reduce el contenido del pensamiento de Marx a términos de una teoría rigurosamente positiva.5

En cambio, ha habido también diversos autores que han intentado reivindicar el carácter ético del marxismo. Como reacción a la posición de Kautsky en la II Internacional, Rudolf Hilferding sostuvo la separación entre ciencia y teoría revolucionaria. En la medida en que el socialismo no podría prescindir de una ética revolucionaria, el discurso revolucionario tendría un carácter eminentemente normativo. Más aún: gente como Otto Bauer, Max Adler o Karl Renner trataron de completar la teoría de Marx con una ética kantiana, en el mismo tenor en que la aparición de Teoría de la Justicia de Rawls en 1971 se anunciaba como un intento por llenar el vacío normativo derivado del post-marxismo.6 Hoy día ya no es infrecuente leer -especialmente entre autores estrechamente vinculados al marxismo, como el autodenominado “grupo de septiembre”, compuesto por diversos marxistas analíticos como Cohen, Roemer, Brenner, Philippe Van Parijs, Elster o Sam Bowles- que el mensaje más importante que cabe encontrar en la obra de Marx es de naturaleza moral o, cuando menos, que el elemento moral de su filosofía resulta el más esclarecedor o digno de considerarse (opinión que, tal y como se verá en las líneas que siguen, yo mismo comparto).

Esto no deja de ser paradójico en un autor que sin duda detestaba el romanticismo, las peticiones humanitarias de cualquier tipo, los arrebatos emocionales, y que con vehemencia evitaba todo recurso de apelación a los sentimientos morales e idealistas de sus lectores y auditorio. Recuérdese el modo en que en La sagrada familia o La ideología alemana, Marx trata a los hermanos Bruno, Edgar y Egbert Bauer, representándolos como tres sórdidos buhoneros de deleznables productos metafísicos, capaces de pensar que la mera existencia de una fastidiosa elite crítica convencida de la superioridad de sus supuestas dotes intelectuales logrará por si sola la emancipación de aquellos sectores de la humanidad que crean en ella. No fue, por cierto, más benévolo con Proudhon, a quien concibió como otro moralista filisteo francés, defensor consciente o inconsciente de los ideales sociales de la pequeña burguesía víctima del industrialismo. En este mismo tenor, se explica igualmente por qué en Sobre la Cuestión Judía, Marx realiza una crítica demoledora de los derechos del hombre y el ciudadano. Tales derechos -nos dice- son en el mejor de los casos la expresión de la emancipación política de los hombres, pero no de su verdadera emancipación social o humana. En la medida en que estos derechos expresan necesidades particulares y aisladas correspondientes a la esfera civil burguesa y a las necesidades del mercado, no es de extrañar que en el centro de ellos concurra el sagrado derecho de propiedad, fundado, precisamente -como Marx intenta demostrar en los Manuscritos de 1844- en la enajenación del trabajo, es decir, en la separación, abstracción y extrañamiento de lo que constituye la actividad esencial del ser humano.

2. Socialismo utópico y socialismo científico

La tensión expuesta líneas arriba (entre lo que he llamado el discurso científico y el discurso moral de Marx), requiere ahora introducir, aunque sea brevemente, la distinción marxista entre socialismo utópico y socialismo científico. Contamos para ello con una de las presentaciones más sistemática y bien elaborada que haya sido escrita de manos de un marxista, donde se expone de manera nítida y clara la oposición entre socialismo utópico y socialismo científico. Me refiero al clásico texto elaborado por Engels en 1878: su famoso libro titulado el Anti-Dühring.

Hay un contexto previo a la aparición de ese ensayo. Dos años después de que Marx arremetiera duramente contra la alianza que dio lugar a la firma del programa del partido Socialdemócrata alemán en 1875, y del virulento ataque que en ocasión de ello Marx dirigió no sólo hacia los discípulos de Lasalle, sino contra Liebknecht (que hasta antes de ello representaba la posición marxista en la reunión de Gotha), habían comenzado a aparecer, en las páginas del órgano oficial del Partido Socialdemócrata Alemán, diversos artículos de Eugen Dühring, un profesor de economía de la Universidad de Berlín, hombre radicalmente anticapitalista, pero apenas socialista, que estaba adquiriendo creciente influencia en las filas del partido alemán. Fue contra él por lo que Engels escribió el Anti-Dühring, un libro orientado a exponer la versión autorizada del punto de vista materialista de la historia (ver Berlin,1998).

Los capítulos más relevantes de esta obra serían posteriormente publicados en forma separada, primero en francés en el año de 1880, bajo el título de Socialisme utopique et socialisme scientifique, y luego en alemán, en 1882, bajo un título distinto: Die Entwicklung des Sozialismus von der Utopie zur Wissenschaft (Engels, 1987). En estos capítulos Engels expone de manera nítida la distancia que los separa a él y a Marx del proyecto socialista utópico encabezado por autores como Étienne Cabet, Henri de Saint-Simon y Charles Fourier. Dicho proyecto (utópico) se articulaba en torno a la necesidad de generación de una sociedad que buscaba terminar con las miserias y manifiestas injusticias del capitalismo. Una sociedad planificada racionalmente y que, a la vez, estuviera librada de las fuerzas irracionales y anárquicas del mercado. Este socialismo francés, empero, era tildado por Engels de utópico, no porque fuera demasiado optimista respecto a lo que pensaba podía lograrse, sino porque carecía de una concepción realista y viable de cómo es que su proyecto llegaría a cumplimentarse. La crítica profunda que los franceses hicieron del capitalismo, en definitiva, era una crítica moralizante, más que dialéctica: denunciaba los males e irracionalidades del capitalismo sin mostrar cómo es que el capitalismo produciría el socialismo como su sustituto natural. Partía de un buen deseo, no de un análisis exhaustivo de las condiciones implicadas en la realidad que tarde o temprano ebían conducir necesariamente a superar la inequidad social.

Es importante entender, entonces, la relación entre el análisis dialéctico y la visión científica de la historia, puesto que es dicho análisis lo que en definitiva marcará la distancia entre el marxismo científico y el socialismo utópico. Marx se apropió del método dialéctico que extrajo de la filosofía que había estudiado de adolescente, cuando a los diecisiete años de edad, siguiendo el consejo de su padre, dejó, primero Tréveris para inscribirse en la facultad de derecho de la Universidad de Bonn, y luego Bonn, para en otoño de 1836 inscribirse en la Universidad de Berlín, donde entró prontamente en contacto con la filosofía de Hegel. Es bien sabido que la idea dialéctica fundamental que inspira a Hegel obedece a un pensamiento cíclico. Cohen lo expresa de modo inmejorable: cada cosa viviente o funcional (incluyendo no sólo los seres vivos sino también sistemas de ideas, tendencias artísticas, sociedades o culturas con funcionamiento lineal, tanto como modelos de ciencia o conocimiento), se desarrolla y al hacerlo despliega todas sus potencialidades en formas externas. Cuando ha alcanzado su máximo potencial esa naturaleza muere, desaparece, para transformarse en una nueva forma que acontece precisamente porque la anterior ha tenido pleno éxito al desarrollarse. Cada cosa que se desarrolla es víctima de su propio éxito. Toda realidad perece cuando ha alcanzado más desarrollo del que puede contener. Un movimiento artístico, tanto como un paradigma o modelo científico, se expande hasta ser completamente explorado, para luego morir cuando lo ha sido, hasta que emerge uno nuevo: cada cosa se destruye a sí misma al perfeccionarse, al igual que la semilla lo hace para transformarse en flor (Cfr. Cohen, 2000: 68). El proceso acontece en la historia, y como parte de este mismo proceso el mundo experimenta el desarrollo de la conciencia, que al ser también consciencia de sí misma y de sus propios procesos, es capaz de percatarse de esta dinámica que late al interior del corazón y motor íntimo de toda realidad.

Ahora podemos entender cuál era el problema más grave que Marx y Engels advertían en el socialismo utópico: la concepción de la práctica social que habría de conducir del capitalismo al socialismo, simulaba en los utopistas el modelo de lo que Cohen llama “ingeniería de alteración desde fuera” (como si se tratase del proyecto de un ingeniero que debe demoler un edificio en ruinas para erigir en su lugar uno diseñado por él mismo) (Cohen 2000: 74). Empero, es utópico y no-científico establecer la relación entre los ideales político-morales y la práctica política revolucionaria como si todo consistiera en eliminar el capitalismo para construir un espacio vacío sobre el cual edificar el socialismo. El capitalismo, dentro de la estructura dialéctica heredada de Hegel, había que entenderlo, por el contrario, a partir de un principio de autodesarrollo y éxito que al mismo tiempo era un principio de autodestrucción y autotrascendencia en forma más elevada. Naturalmente que -al invertir erróneamente la causalidad del proceso histórico- la dialéctica hegeliana debía a su vez ser corregida. En la ideología alemana y en las Tesis de Feuerbach, Marx arremete contra el idealismo alemán y su romance con la filosofía, porque este romance condujo a Hegel y a sus seguidores a representar la historia como si ésta consistiera casi en una mera sucesión de estados de conciencia. (Elster resume de manera espléndida este elemento de la perspectiva hegeliana: “el proceso que permite a la conciencia comprender su historia es idéntico a esa historia”) (Elster, 1994: 92). Por ello, la aplicación del análisis dialéctico al capitalismo como generador del socialismo seguía siendo incompleta sin la apropiación de un nuevo componente que Marx extrajo de su último exilio en 1849 a Gran Bretaña, donde pudo estudiar más a fondo a Adam Smith, David Ricardo y a los economistas políticos clásicos. Este nuevo componente fue el análisis de la dinámica económica del mercado.

En los Manuscritos del 44, dirá Marx: “el principal error de Hegel es que confunde la contradicción que se da en el fenómeno, con la unidad inherente a la esencia, a la idea, siendo que esta contradicción tiene por esencia algo más profundo (Marx, [1844] 1963: 402). Significa esto reconocer que las contradicciones políticas y de los poderes estatales encuentran su verdad no en la unidad de la idea o concepto de Estado, sino en una contradicción fundamental o esencial que es en realidad el momento determinante del capital. El capital, como tal, es una totalidad constituida por múltiples determinaciones que a lo largo de un largo proceso generan valor. Este proceso, empero, entraña una contradicción esencial debido a que “la autovalorización del capital se vuelve cada vez más difícil (hasta volverse imposible) en la medida en que el capital ya está valorizado” (Marx, 1980). La política, el poder político, y el Estado, cumplen, pues, en Marx, una función meramente negativa: generar las condiciones que artificialmente eviten (o prorroguen) el colapso final que necesariamente ha de advenir como consecuencia de estas contradicciones.

Así que, para decirlo en breve, mientras Hegel identificaba a la burocracia como estamento universal en el que se realizaba la identificación del interés particular con el general, convirtiendo al Estado político en el momento de la superación racional de las contradicciones de la sociedad civil burguesa, Marx asume un realismo materialista que le permite romper con las idealizaciones filosóficas del Estado y del derecho como expresiones de una racionalidad absoluta. Esto le hace asumir un realismo que invierte la causalidad del proceso histórico y entiende al Estado como “una mera junta para administrar los asuntos comunes de la clase burguesa” (Marx y Engels, 1976: 113).

El Estado, lejos de ser la superación del conflicto y de la guerra de todos contra todos (como lo suponía Hegel), es más bien su continuación, es decir, el instrumento coactivo del que se sirven las clases dominantes para someter a las clases dominadas. En términos más crudos, dice Marx, “El Estado es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra” (Marx y Engels, 1976: 1120-130).

3. La concepción obstétrica de la historia

¿Qué es, entonces, aquello que concretamente hace científico al socialismo según Marx y Engels? Ha llegado el momento de decirlo con claridad. Lo que según ellos hace científica su teoría es una circunstancia doble: (i) en primer lugar, que ésta parte de una concepción empíricamente defendible de la historia. En segundo lugar, (ii) que tal concepción histórica se desarrolla a partir un análisis que no se apoya, y de hecho deja completamente de lado, toda apelación a ideales o a presupuestos éticos y morales.

Denomino a esta visión (tomando prestada una expresión de Gerald Cohen) la “concepción obstétrica” de la historia. Su núcleo básico queda expuesto con toda claridad en el siguiente pasaje del Anti-Dühring (texto al que ya hicimos alusión antes):

La creciente percepción de que las instituciones sociales existentes son irracionales e injustas, que la razón se ha convertido en sinrazón y lo justo e injusto, es sólo una prueba de que en los modos de producción y de intercambio los cambios han ocurrido silenciosamente, de modo que el orden social, adaptado a las condiciones económicas más tempranas, ya no muestra conformidad con ellos. De eso también se deduce que los medios para deshacerse de las incongruencias que han aparecido también deben estar presentes, en una condición más o menos desarrollada, dentro de los propios modos de producción afectados por este cambio. Estos medios no se inventan por deducción de los principios fundamentales, sino que se descubren en los obstinados hechos del sistema de producción existente (Engels, [1880] 1980: 45-46).

El primer elemento que destaca en esta cita constituye el fondo de la pretensión materialista histórica. Según ésta, los cambios en las ideas obedecen a cambios en los modos de producción. De ahí que en ella Engels comience diciendo: “la percepción de que las instituciones sociales son injustas es prueba de algo que acontece en los modos de producción”. Ya en el famoso “Prefacio” de 1859, en el que Marx hace un breve repaso de su biografía intelectual para luego presentar una síntesis de la concepción materialista de la historia, encontramos una formulación aún más clara de esta misma tesis, cuando se señala: “el modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia” (Marx [1859] 1978: 351).

Esto es de suma relevancia, pues nos conduce a las razones por las que Marx expurga su teoría de todo contenido moral y político “voluntarista”. Deseo subrayar esto de manera nítida. Porque lo que hay aquí es en realidad una dura crítica a la ilusión (presente sin duda entre los socialistas utópicos) consistente en atribuir un falso poder a los ideales éticos, a la política, y al poder político. En concreto, Marx desea desmantelar la ilusión de que todos los problemas sociales pueden resolverse mediante medidas legislativas y/o administrativas sustentadas sólo en la buena voluntad de los gobernantes. En contra de esta pretensión, Marx y Engels sugieren que hay una única solución al problema social. Pero esta solución tiene que descubrirse desde dentro del problema (formar parte de su desarrollo natural, hasta dar a luz su propio remedio) y no venir desde fuera (lo que anteriormente denominé, siguiendo a Cohen, “el modelo de ingeniería de alteración desde el exterior”: una solución derivada de una voluntad exógena, capaz de diagnosticar los problemas y ofrecer un modelo de ingeniera política o institucional adecuado para resolverlos) (Cohen, 2000: 74).

Gerald Cohen lo explica a través de una muy lograda metáfora: “la metáfora obstétrica” (Cohen, 2000). Conforme a esta metáfora, Cohen nos sugiere interpretar la concepción materialista de la historia a partir de una analogía con el embarazo y el parto que resulta coherente con la dialéctica hegeliana. Cohen nos invita a pensar en una comadrona atendiendo un parto natural y normal (es decir, no realizado mediante cesárea). En tales circunstancias, la comadrona no considera distintas formas alternativas de sacar al niño. No considera los ideales que quiere realizar ni cuáles serían los mejores métodos para conseguirlos, sino que la forma prescrita en la que ha de actuar está dictada por el proceso de embarazo mismo. La solución a él es la consumación del total desarrollo del problema.

Lo mismo exactamente sucede con las contradicciones que genera un modo de producción económico: según se nos dice en la larga cita escrita al inicio de este apartado, cuando el modelo de producción se vuelve obsoleto (y una señal de que se ha vuelto obsoleto puede ser el aumento en la percepción de su injusticia), los medios para transformar ese modelo de producción han de hallarse al interior del modelo preexistente mismo. Las comadronas no prescriben una nueva forma a lo real. Traen al mundo la forma que se desarrolla dentro de la realidad. No dirigen el proceso de parto, sino que se dejan dirigir por él. Al igual que en la dialéctica hegeliana, el desarrollo completo de un problema produce su solución. En el “Prefacio” de 1859 al que ya se ha hecho alusión antes, Marx no deja lugar a dudas de cuáles son los términos en los que él piensa acerca de esto mismo:

Ningún orden social perece antes de que todas las fuerzas productivas a las que deja espacio en su interior se hayan desarrollado completamente, y las nuevas relaciones de producción nunca aparecen antes de que las condiciones materiales de su existencia hallan madurado al interior de la antigua sociedad [por consiguiente...] siempre encontraremos que el problema mismo surge sólo cuando las condiciones materiales para su solución ya existen o al menos están en proceso de formación (Marx [1859] 1978: 349).

Se deduce de estas afirmaciones un fuerte postulado metafísico (que ciertamente poco tiene de científico). Un postulado que deriva del pensamiento cíclico hegeliano. Según este postulado, siempre que un orden ha agotado lo que tiene que ofrecer porque ha alcanzado más desarrollo del que puede contener, entonces, por medio de una sincronía realmente afortunada, se sostiene que ha de emerger un nuevo orden disponible para reemplazar al agotado con el fin de llevar al progreso hacia un estadio superior. Desde luego no hay modo a priori de probar que esto haya de ser siempre cierto (y existen muchos contraejemplos y refutaciones a posteriori que prueban que esta sincronía rara vez se da). Tampoco es claro establecer por qué la solución a un problema no puede provenir nunca de afuera o, más aún, por qué debemos realmente confiar en que cualquier situación conflictiva tendrá siempre la buena costumbre de producir junto a la problemática que genera los medios para su satisfacción. Al dar por buenos estos fuertes supuestos, empero, los marxistas científicos consideraron que -a diferencia del socialismo utópico-, el suyo no descansaba en ideales y esperanzas etéreas, sino en fundamentos fácticos sólidos. Inclusive -pensaron en su momento con convicción- esto libra al socialismo de ser una de tantas formas de pensamiento condicionada por las relaciones de producción, una mera forma de ideología (entendiendo por ideología una forma de pensamiento o sistema de creencias que es ignorante, o parte de un falso relato, respecto a las condiciones económicas y materiales que posibilitan su propia emergencia). En la heroica concepción histórico-científica que el socialismo de Marx y Engels pretende dar de sí mismo, el socialismo puede proclamar las condiciones histórico-materiales que posibilitan la necesidad de su aparición sin que ello afecte sus pretensiones de verdad. Porque al trabajar a favor del cambio los marxistas científicos no pretenden imponer este cambio desde fuera (a partir de ideales, o motivos morales), sino que trabajan desde dentro de las condiciones materiales ya que conciben dicho cambio como parte de un proceso de autotransformación del capitalismo que conducirá a la gestación inevitable de otro tipo de sociedad.

Si el capitalismo está “preñado de socialismo”, ello supone por consiguiente entender el proceso que conducirá a la gestión del nuevo orden social en términos de un desarrollo sujeto a leyes dentro de una cadena causal. “Cuando una sociedad ha averiguado las leyes naturales que gobiernan su movimiento, no puede saltarse ni decretar la abolición de sus fases naturales de desarrollo, sólo pude abreviar los dolores del parto” (Berlin, 1998: 129).

Ahora bien, siendo el socialismo un hecho inevitable y predeterminado por los principios que rigen la historia, ¿qué sentido tendría, entonces, la revolución en general, el llamado a derrocar el poder existente, la disolución de las viejas relaciones sociales, la proclama del Manifiesto Comunista a los trabajadores para que éstos se unan? Si el arribo de la sociedad libre de dominación se trata de algo que en cualquier forma va suceder, ¿para qué esforzarse en provocar este acontecimiento? Recordemos el cuestionamiento con que abrimos este ensayo: si el socialismo es un acontecimiento científico, ¿para qué preocuparse por elaborar un discurso moral de denuncia contra el capitalismo que prepare las condiciones que a la larga permitan el arribo a la nueva sociedad?

Plejanov y Lukacs, entre otros muchos, han ensayado una respuesta a este asunto que, sin dejar de mantenerse fiel a la interpretación cientificista, busca darle mayor coherencia: dentro de la cadena causal de hechos que dará lugar al socialismo, un factor causal decisivo en este proceso lo constituiría la toma de conciencia del proletariado de su interés real en tanto clase social universal (ello dado que su interés consiste en abolir los antagonismos entre intereses particulares) (Lukacs, 1968). Por consiguiente, la actitud disruptiva que derivará del cobro de una nueva conciencia moral (junto al papel que esta conciencia moral universal jugará en ello) forma parte (sin contradecirlo) del proceso mecánico previsto en el discurso explicativo. La decisión moral cumple, pues, un papel. Si bien este papel permanece en todo momento subordinado a una cadena causal necesaria. En México, Sánchez Vázquez desarrolló a lo largo de su vida una brillante hermenéutica de la obra marxista en una línea muy similar. El proceso revolucionario que conduce al socialismo requiere la consolidación de una conciencia moral, indignación frente a la injustica, ideales que llevan a desear la construcción de un arreglo político de orden superior. Lo señala el propio Sánchez Vázquez con claridad: “condición necesaria para que se produzca el socialismo lo es también la consciencia de que el socialismo es algo por lo cual se debe luchar”. Sin embargo, y a la vez, esta elección moral no por darse libremente deja de ser efecto de una serie determinada de acontecimientos que de manera inevitable terminan por generarla (1975, 32).

Es así como en Marx podrían coexistir una ciencia y una ética. Un discurso moral normativo sobre lo que debe ser, y un discurso científico descriptivo (del cual el primero no es más que un componente más). De este modo la elección de valores y la apuesta moral por el cambio social quedaría integrado en la teoría científica como un elemento que ésta comprende en sus juicios de causalidad.7 Parece un resultado muy feliz. Marx parece haberlo barruntado desde su juventud, cuando a la edad de diecinueve años escribió una carta el 10 de noviembre de 1837 a su padre en Trier, informándole de un progreso perturbador y excitante en su desarrollo personal en el que si bien antes “creía que existía una completa oposición entre lo que es y lo que debe ser”, ahora en cambio -le dice a su padre- se encuentra a sí mismo en un punto donde ve entera armonía entre el ser y el deber (Marx [1837] 1977: 8).

En el último tramo de su vida, incluso, el propio Marx aparentaría haber suavizado su visión determinista de la historia. Al ser interrogado, por ejemplo, por los socialistas rusos acerca de si la comuna y el mundo rural ruso podrían servir de punto de partida para una construcción de la sociedad que arribara al comunismo desde el feudalismo sin tener que pasar por el capitalismo, Marx sostuvo (por ejemplo en los borradores de sus cartas a Vera Zasulich), que era posible aprovechar la comuna rusa para arribar a una sociedad comunista siempre y cuando éste proceso se viera acompañado por una revolución socialista europea. Expresiones como ésta, parece, ciertamente harían ver una clara disposición en Marx a flexibilizar su concepción mecanicista y lineal del progreso social. 8

4. Marx y la teoría de la justicia

Todo lo anterior, no obstante, se aleja mucho del resultado feliz que Marx creía haber anticipado. Porque muy pocas de las predicciones previstas en el discurso científico marxista parecen haberse realizado. El marxismo científico seguía la opinión de Sismondi, quien aportando decisivas y abundantes pruebas históricas en un periodo histórico en que no era sencillo hacerlo, había mostrado que mientras todas las luchas anteriores de clase se originaban por la escasez de mercancías en el mundo, el descubrimiento de nuevos medios mecánicos de producción inundaría el mundo de excesiva abundancia, lo que a la larga daría lugar a nuevas e inéditas situaciones conflictivas. En efecto (en esto Marx sin duda tenía razón) uno de los mayores problemas de la economía de mercado es su carácter hiper-productivo. Esto genera un círculo vicioso, una de las paradojas centrales hacia la que el capitalismo se ve constantemente lanzado. Lo podemos explicar así: para que la economía capitalista funcione de manera adecuada, los procesos de acumulación (ahorro e inversión) deben invertirse en nueva capacidad productiva. Diversas razones endémicas al capitalismo de las cuales ahora no puedo ocuparme (pero que ya explicado en otro lado), desalientan la inversión productiva y alientan la inversión especulativa (Curcó, 2013). La falta de inversión en el aumento de la capacidad productiva trae como consecuencia una disminución en la tasa de empleo. La caída del empleo, el ingreso y el gasto comporta a su vez un debilitamiento del consumo que tiende a desalentar la inversión. De ahí que el proceso de acumulación en ahorro e inversión dependa directamente del consumo de quienes trabajan y obtienen un ingreso (a la vez que el consumo depende de que se siga invirtiendo para generar empleo). Esto genera un problema endémico de débil demanda efectiva en las economías capitalistas porque los trabajadores colectivamente no pueden comprar lo que producen y, por consiguiente, como escribe Marx, “las condiciones de la sociedad burguesa se hacen demasiado estrechas para abarcar la riqueza que ellas mismas crean” (Marx [1857-58]1980: 250).9

Esa es la razón por la cual el marxismo científico anticipa (usando una popular expresión de Chomsky) que una vez socializados los costos de la producción tanto como sus ganancias (contrario a lo que sucede en el capitalismo donde los costos productivos se colectivizan y las ganancias se privatizan), lo que sobrevendrá será una sociedad de abundancia sin conflicto. En específico, sería el desarrollo de las fuerzas productivas mediante el continuo poder de transformar la naturaleza para beneficio humano sin explotación, lo que eventualmente generará una abundancia material tan grande que la igualdad será asegurada. Por tal motivo, “los marxistas clásicos creyeron que la igualdad material, la igualdad de acceso a bienes y servicios era, por un lado, históricamente inevitable y, por otro, algo moralmente correcto. Desde luego que lo primero lo creían de forma consciente y explícita, mientras que lo segundo es algo que podemos colegir y que se halla de manera más o menos implícita insinuado en sus escritos” (Cohen 2000, 139- 140). Tal y como sigue señalándolo Cohen: “fue en parte porque creían que la igualdad era históricamente inevitable por lo que los marxistas clásicos no dedicaron demasiado tiempo a pensar por qué esa igualdad era moralmente correcta, qué era exactamente lo que hacía obligatoria desde un punto de vista moral. La igualdad estaba en camino, era bienvenida y sería una pérdida de tiempo teorizar sobre por qué habría de ser bienvenida” (Cohen, 2000: 140).

Hoy día ha sido el mismo devenir histórico el que ha desmentido esta tendencia. El Estado igualitario final, propio del comunismo, parece cada vez más lejano y, desde luego, parece ser cada vez menos un resultado inevitable de la evolución social. Podemos ahora entender las razones por las cuales Marx simplemente se desentiende de las cuestiones de justicia. Deseo subrayar esto con claridad: no hay en él, ni en su obra, ni en sus escritos, nada que permita advertir una teoría de la justicia. La razón de ello es que Marx pensaba que con la llegada del comunismo desaparecerían lo que Hume o Rawls definen como “las circunstancias de la justicia”, esto es, las condiciones en que pertinentemente podemos decir que efectivamente estamos frente a un problema de distribución de bienes. Una de tales circunstancias refiere al “conflicto parcial de intereses”. La otra a “la escasez moderada de recursos”. Un problema de justicia sólo puede presentarse bajo la condición de un conflicto moderado (donde no se den intereses excluyentes ni juegos de suma cero).10 De manera similar, un problema de justicia emerge sólo cuando los recursos no son tan abundantes como para que los planes de cooperación y las estrategias de distribución se vuelvan superfluos, ni las condiciones son tan duras como para que toda estrategia distributiva esté inevitablemente destinada al fracaso. Bajo un escenario real como éste (y no utópico como el que paradójicamente el socialismo científico sugiere), determinar entonces qué pautas deben utilizarse para distribuir la escasez presente, qué tipo de igualdad debe perseguirse, y cuáles circunstancias (y por qué razones) son las que deben igualarse, es algo que resulta moralmente imperioso.

Dado que la abundancia era inexorable, y los conflictos estaban destinados a superarse, eso hizo innecesaria para Marx cualquier apelación a la justicia. De ahí el cúmulo de sus expresiones (que ya he citado en alguna nota a pie de página antes) calificando de “basura verbal” e “ignorancia peligrosa” todas las discusiones acerca del contenido de los derechos y la idea de justicia. Adicionalmente hay una razón aun de mayor peso por la cual en Marx no hay ni puede haber una teoría de la justicia: y es que el materialismo histórico puede explicar lo que de hecho ocurre, pero no puede (precisamente porque sólo le concierne lo que es) proponer una respuesta a problemas morales, decirnos lo que debe ser. Ello es así porque, desde su perspectiva, los juicios sobre los hechos no pueden distinguirse netamente de los de valor, pues todos los juicios morales que emite el hombre están condicionados por la actividad práctica en medio de un contexto social determinado, la cual, su vez, se identifica con las funciones del estadio alcanzado por la clase a la que uno pertenece. Cada régimen de producción produce, pues, su propia idea normativa de justicia. Y no hay un sentido universal en el que pudiéramos desplegar una concepción igualmente universal sobre lo justo.

Ahora bien, el pronóstico igualitarista de la teoría de Marx no fue la única de sus predicciones que la historia se encargó de hacer trizas. La emergencia de un proletariado internacional que daría lugar a una revolución internacional capaz de abolir las condiciones de perpetuación sistémica del capitalismo, fue igualmente fallida. Cohen lo ha resumido en forma clara: “la unificación del capital es históricamente anterior a la unificación del trabajo. El capital se concentra en oligopolios fuertemente unidos antes de enfrentarse con una fuerza de trabajo sindicada y el interés capitalista se sitúa en el nivel de la nación-Estado mucho antes de que el trabajo alcance cualquier tipo de voz nacional” (Cohen 2000: 151). Eso hace imposible a la fuerza de trabajo emular al capital en el plano internacional, un plano donde progresivamente el capital se unifica antes que el trabajo. Tal y como lo termina afirmando de nuevo Cohen: curiosamente hoy en día el problema para que el trabajo pudiese lograr esto “no reside en el aspecto en que Marx y Engels habían puesto su atención: en el del transporte y la comunicación. La comunicación es ahora fácil y barata. Pero la diversidad cultural entre las naciones y los enormes abismos entre ellas[...] hacen difícil la mutua identificación de las clases trabajadoras” (Cohen, 2000: 151).

Esto se vincula con otro de los estrepitosos fallos que la teoría de Marx no pudo alcanzar a prever: el cambio profundo en la estructura de clases de las sociedades capitalistas occidentales. Mouffe, y principalmente Laclau, han abordado especialmente este fenómeno (Laclau y Mouffe, 1985). Ambos rechazan el esencialismo o determinismo marxista según el cual las posiciones del sujeto y las identidades sociales quedan fijadas de antemano según la clase social a la que se pertenece y el lugar que se ocupa en el proceso productivo. En contraste con esto, Laclau se refiere siempre a los sujetos en términos de “posiciones de sujeto al interior de una estructura discursiva” (Laclau y Mouffe, 1985:115). Así, por ejemplo, un conjunto de definiciones o prácticas sociales, instituciones o costumbres consuetudinarias, producen la categoría de ‘homosexual’ o de ‘mujer’. De esta categoría son predicados una serie de atributos por medio un discurso particular que no fija propiedades esenciales y definitivas, sino que está traspasado de contingencia. Por la misma razón, dicho discurso no determina el conjunto de posiciones y significados asociados a una persona o sujeto de manera unívoca o particular, sino que por el contrario define las identidades y las relaciones sociales en forma inestable, variable y multívoca. Un sujeto, por ejemplo, puede ser una mujer sometida a un orden patriarcal o un homosexual marginado en un contexto homofóbico y, a la vez, pertenecer a una elite económica que ejerce relaciones de dominio sobre otros: ello quiere decir que las relaciones de poder se dan siempre en torno a nodos discursivos y que no hay ámbito social ajeno a las relaciones de poder ni individuo exento de sufrirlo y ejercerlo. Esto es relevante por una sola razón (que a Marx le habría sin duda entusiasmado mucho): entender las posiciones del sujeto en estos términos permite elaborar una teoría más plausible sobre la posibilidad de que sucedan lo que Laclau define como “relaciones de equivalencia”, es decir: una forma de construcción de lo político que puede operar entre las ideologías más diversas. Marx no anticipó esto. ¿Qué puede haber de común entre las características de explotación y las necesidades que sufren las trabajadoras y trabajadores de las acererías en la India, las fábricas de ensamblaje en Corea, un técnico de la Boeing de Seattle, y un trabajador en una plantación de amapola en México? Un concepto no esencialista de la identidad social que tome en juego el papel de lo simbólico en la configuración del rol en el proceso productivo, ayuda a vislumbrar en términos teóricos más claros cómo es que el mundo de demandas insatisfechas puede comenzar a crear una identidad de los de abajo frente a los poderes que los excluyen e ignoran. Claro, ello implica dar una vuelta de tuerca al marxismo científico y volver a recuperar los problemas que ocupaban al socialismo utópico.

5. A modo de conclusión: la actualidad de Marx

¿Significa lo anterior que el marxismo ha perdido actualidad? Respondo rotundamente: de ninguna manera; justo al revés. El interés actual del marxismo reside hoy día, sospecho, precisamente en todos aquellos aspectos a los que el marxismo clásico científico quiso restar radical importancia. El marxismo científico dedicó toda su energía intelectual a edificar un dura coraza de hechos estructurados en torno a una concha supuestamente fáctica. Ahora que el marxismo ha perdido mucho o la mayor parte de ese coraza, podría decirse que eso ha dado lugar (quizá de modo paradójico) a que el marxismo no sólo haya revivido, sino a que se su situación actual sea más robusta y vital que nunca. Cada día sobrevive un nuevo neo-marxismo que tiende a presentarse a sí mismo como un conjunto clave de valores y un conjunto de estrategias para realizar esos valores. El vacío normativo que (por las razones ya expuestas) el marxismo insistió en dejar de lado, es hoy justamente lo que obliga a sacar al marxismo de su olvido. Si Marx no creyó nunca serio, ni relevante, ocuparse de cuestiones de filosofía moral y política, hoy día no hay duda de que son éstas las preocupaciones que centran la actividad de un gran número de marxistas vivos, entre los que me incluyo yo.

Algunos, incluso, como Miguel Abensur, llegan al extremo (a través de un fascinante y erudito trabajo hermenéutico) de negar que Marx haya querido nunca usar el materialismo histórico para negar la autonomía de lo político y el papel que la acción política puede llegar a tener en el proceso de emancipación humana. El realismo político de Marx, sostiene Abensur, tiene una doble dimensión que puede ser aprehendida desde la lógica del momento maquiavélico: por un lado, y como hemos visto, le permite romper con las idealizaciones filosóficas del Estado y del derecho como expresiones de una racionalidad más o menos absoluta. Por el otro lado, y al mismo tiempo, Marx plantea la identificación constante entre la conquista de la democracia (entendida como elevación del poder proletariado a un poder organizado y libre) hacia un movimiento que excede al Estado mismo. “Decir que el centro de gravedad del Estado reside fuera de sí mismo indica más bien que es necesario referir el Estado a ese movimiento que lo excede” (Abensur, 1997: 65). Ese movimiento que lo excede es el demos, una verdadera democracia en la que el Estado político desaparece ante el empuje de las decisiones democráticas en cada dimensión de la vida: el sindicato, la empresa, la iglesia, la fábrica, la universidad.

Otros marxistas contemporáneos tienden a conformarse con un escenario menos dramático. Para ellos, si una razón para predecir la igualdad la constituía esa abundancia futura (supuestamente inevitable), la escasez persistente es ahora una razón para exigirla. Y ello constituye sólo un ejemplo del repentino cambio de atención que los cambios profundos en nuestro entorno obligan a hacer para desplazar el interés por lo fáctico a la necesidad de volver articular nuevas formas de pensamiento normativo. La desintegración de los rasgos que articulaban el socialismo científico parece hacer más urgente que nunca, por tanto, un retorno al socialismo utópico. La confusión actual y el desamparo que las actuales injusticias produce en nuestras sociedades, trae consigo una necesidad de generar ideas que sean claras sobre el sentido y significado de la justicia, los valores, y los principios que exhiben el descaro y la criminalidad con que operan, actualmente, todos los regímenes mafiocráticos del orbe.

Hoy día, sin embargo, una importante línea marxista en el mundo anglosajón continúa reivindicando que si bien Marx en más de una ocasión expresó en su obra opiniones morales (especialmente en su etapa temprana), jamás tuvo intención de desarrollar una teoría normativa orientada precisamente a fundamentar o justificar dichas opiniones. Tal es actualmente, por ejemplo, la opinión de Brian Leiter (Leiter, 2015). Según Leiter, Marx no pretendió nunca desarrollar una teoría moral o normativa, entre otras cosas, como ya hemos dicho, porque precisamente tanto para él como para Engels las opiniones morales estaban enteramente determinadas por las relaciones económicas de producción, razón por la cual resultaba absurdo intentar desarrollar una teoría de lo justo o lo correcto cuyo contenido aspirara a mantenerse al margen del influjo ejercido por cualesquiera relaciones económicas de producción establecidas.

Leiter está sin duda en lo correcto al afirmar esto. Sin embargo, yo he querido argumentar aquí que, si bien Marx nunca consideró necesario ni urgente desarrollar un teoría normativa sobre lo justo por las razones que ya hemos examinado a detalle, hoy día, cuando los supuestos teleológicos y la concepción materialista de la historia ha quedado sin duda puesta en entre dicho, la necesidad de concentrarnos en los elementos normativos y morales del pensamiento de Marx resulta más perentorio que nunca. Leiter insiste en sus más recientes obras que esto no es así (Cfr. Leiter, 2002 y 2015). En su línea de argumentación, es la psicología lo que sigue haciendo innecesario que el Marxismo actual desarrolle una ética normativa. En otras palabras, Leiter piensa que la teoría normativa nunca forma parte de las razones reales que las personas podrían llegar a tomar en cuenta para emprender una revolución o una revuelta contra el sistema de dominación capitalista. Las razones que las personas pudieran llegar a tener para emprender una revuelta de este tipo son siempre de tipo psicológico-instrumental, pero nunca de tipo moral. Decidir sublevarse nunca obedece, según Leiter, a consideraciones sobre lo que la justica es o debería ser. El oprimido -sostiene en Why marxism still does not need normative theory- no encuentra razones para iniciar la revolución en cosas tan abstractas como “los intereses hegelianos a favor de la especie humana”, sino en hechos tan reales como que mientras más la persona marginal “trabaja y trabaja, su vida deviene peor y peor” (Leiter, 2015: 6). En resumen, dice él, “la gente se subleva cuando su circunstancia es miserable, cuando no ve en el futuro otra alternativa más allá de la rebelión” (Leiter, 2015: 8). Todo esto mostraría que el fundamento de la motivación para la rebelión social deberíamos hallarlo en la psicología o en la teoría de juegos, pero nunca en la moral o la teoría normativa.

No obstante, yo he querido mostrar en este ensayo que ello no es así. Las personas conceden una importancia fundamental a las narrativas morales. Ningún ser humano habría pensado jamás en rebelarse si considerara que su situación obedece simple y sencillamente al modo en que las cosas “son”. Mientras las injusticias sean presentadas como “estados de cosas en el mundo” o como producto de las “leyes naturales”, nadie jamás pensará en oponerse a ellas. Es sólo desde el plano de lo ideal (lo que debiera ser) que puede cuestionarse lo real (lo que realmente es). Hoy día nadie puede dudar que Marx contribuyó como ningún otro a vislumbrar un plano de lo que podría “llegar a ser” en oposición a lo que dramáticamente “es”. Por si quedara la menor duda de lo que en este ensayo he querido mostrar, permítaseme entonces terminar con una célebre cita de Berlin (la cual redondea el fondo de lo que he venido argumentando a lo largo de estas líneas): “Marx erigió su sistema para refutar la proposición de que las ideas morales determinan decisivamente el curso de la historia”. No deja de ser paradójico, entonces (como lo dice Berlin con palabras ligeramente diferentes) que la misma extensión y la enorme influencia que sus ideas morales han tenido sobre los asuntos humanos, haya terminado por contradecir la esencia misma de su planteamiento (Berlin, 1998: 229).

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1El subrayado es un agregado mío que no está en el original.

2Es importante aclarar, no obstante, que a pesar de ser determinista –como queda patente en esta cita– Marx se resolvió mostrar cómo es que, aun cuando la actividad del pensamiento y la voluntad humanas están en última instancia determinadas y son científicamente vaticinables (en términos de comportamiento social en masa), ello configura una situación en la cual Marx considera legítimo llamar libres a los hombres, toda vez que las elecciones humanas no están, como el resto de la naturaleza, mecánicamente determinadas. Lo que las leyes determinan no es el movimiento de cuerpos materiales, sino de mentes y voluntades. Es decir, la historia ha sido hecha por los hombres, pero no en el vacío, sino condicionada por la situación social en la que se encontraban. La conquista progresiva de la libertad consiste, pues, en un creciente control de la naturaleza por medio de la actividad consciente. Frente al “determinismo riguroso” y el “utopismo” voluntarista extremo, Marx se posiciona señalando cómo es que ambas concepciones subestiman la importancia de la unidad entre la transformación subjetiva de la conciencia y la transformación de las relaciones sociales objetivas.

3Este empleo de un lenguaje que de modo recurrente utiliza expresiones con sentido moral, contrasta, de forma clara, con la fuerte actitud de sospecha que el propio Marx adoptó hacia el uso de expresiones como “justicia”, “deber” o “moral”. Por seguir con los ejemplos: cuando el comunista utópico Weitling participaba en una reunión del Comité de Correspondencia celebrada en la casa de Marx, éste replicó a las apelaciones de Weitling sobre “la justicia, la solidaridad y la ayuda mutua fraternal” con un grito categórico: ¡nunca la ignorancia ha ayudado a nadie! En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx escribe que el lema “liberté, égalité, fraternité” no significaba otra cosa que: ¡”infantería, caballería, artillería”! Podríamos igualmente recordar el enfurecimiento de Marx ante los intentos de Proudhon de basar el socialismo en la “justicia”, la “igualdad” o la mejora de salarios; entre otros muchísimos casos más que sería posible ofrecer. Todo ello contribuye a hacer más patente la ambigüedad de su discurso.

4Tomo todas estas citas de Villoro, (1997:153).

5Véase, por ejemplo, Althusser (1967).

6A este respecto puede consultarse Kolakowski (1978).

7Para una discusión más amplia, véase Lukes (1985).

8Debo enteramente esta observación y todo el comentario realizado en este párrafo, a una inteligente y aguda aportación que sobre esta cuestión me regaló una (o uno) de los árbitros que dictaminaron este artículo.

9El problema, como Marx lo explica, es que la enorme productividad de la economía capitalista genera un excedente cada vez mayor que supera la capacidad de absorción de la economía a través de los canales habituales de consumo e inversión.

10Según Rawls una condición de justicia es que los intereses en juego sean “parcialmente” conflictivos; esto es, debe haber una cierta confluencia de intereses que haga posible la cooperación, (en términos de que mediante ésta cada uno pueda mejorar su situación respecto a la situación original que prevalecería de no habar acuerdo), y a la vez debe haber un cierto conflicto que haga necesario, precisamente, encontrar términos justos de acuerdo.

Recibido: 14 de Marzo de 2016; Aprobado: 16 de Noviembre de 2016

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