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Tzintzun

Print version ISSN 0188-2872

Tzintzun  n.51 Morelia Jan./Jun. 2010

 

Reseñas

 

Eduardo N. Mijangos Díaz, La dictadura enana. Las prefecturas del porfiriato en Michoacán

 

Jobany Cañas Zavala

 

México, Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 2008, 313 p.

 

Estudiante de la Maestría en Historia Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

 

 

Cualquier persona que a través de la investigación se acerque a la historia de alguna entidad de la república mexicana durante el siglo XIX, constantemente encontrara testimonios oficiales que dan referencia sobre los prefectos políticos de distritos o departamentos (también denominados jefes políticos). Para el caso de Michoacán, los acervos documentales dan muestra inequívoca de la importante participación que jugaban estos personajes dentro del aparato político-administrativo, dado que fungían, como puntos de apoyo para el cumplimiento de las disposiciones gubernamentales, y como enlace entre los ayuntamientos y gobiernos estatales.

Muchos estudios históricos, inevitablemente, tienen y tendrán que mencionar a estos prefectos políticos, dado que fueron figuras activas en los procesos de índole política o institucional durante el periodo referido. La presencia de estos personajes incentiva la atención sobre el libro que a continuación reseñamos.

Eduardo N. Mijangos Díaz autor de La dictadura enana. Las prefecturas del porfiriato en Michoacán, supo acercarse y valorar muchas de las apariencias y trasfondos que envolvieron en Michoacán al sistema prefectoral, más allá de las superficialidades que muestra la mera legislación local; y no conforme con ello, hace aportaciones a la comprensión del contexto nacional en que se insertó dicho sistema. No por nada, Marisa Pérez de Sarmiento menciona que la obra es ineludible para todos aquellos interesados en el periodo en que el Gral. Porfirio Díaz ocupó la presidencia de la República Mexicana.

Por inicio de cuentas, habrá que puntualizar que La dictadura enana no solo apoya la comprensión del porfiriato, pues el autor no perdió de vista que el sistema prefectoral fue un fenómeno de larga duración, así lo demuestra en su exposición de resultados. Mijangos se ocupa de una periodicidad que abarca desde la época colonial hasta la supresión de las prefecturas, acaecida cuando la vorágine del movimiento revolucionario estaba lejana de atenuar sus bríos. Claro, es entendible que la temporalidad sugerida en el título no sea circunstancial, sino por el contrario, completamente intencional en función de lo que el autor pretende demostrar.

El origen de los prefectos políticos en México se localiza en los intentos que la corona española llevó a cabo en la segunda mitad del siglo XVIII, para optimizar el aparato burocrático, y de esta manera de influir sobre sus colonias. Entre el conglomerado de leyes que se emitieron para ese fin se encontraba lo referente al sistema de intendencias, disponiendo que los agentes (intendentes) a los que el Rey encargara la supervisión del buen curso de la administración, serían el apoyo por medio del cual se pretendía ejercer un control, sino completo, si más directo sobre las provincias.

Por supuesto que sin ayuda, el trabajo de los intendentes hubiera resultado monumental, agotador, o hasta impracticable. Por lo mismo, para el cumplimiento de sus tareas podrían delegar algunas responsabilidades a auxiliares denominados subdelegados, y era su facultad designarlos según su propio criterio. De esta manera, los subdelegados fueron detentores de una dosis de atribuciones, correspondientes al mismo abanico que en un mayor nivel ejercía el intendente en los ámbitos de gobierno, administración, justicia y guerra. Estos intentos por centralizar la administración, en su momento, generaron enorme descontento entre los súbditos y las propias autoridades que se deseaba remplazar.

Para cuando se dio la consumación de la independencia mexicana, varias de las fragilidades sobre las que se erigía la nueva nación salieron a luz. Una de ellas, fue la tendencia a la desunión política-ideológica que complicó la definición de un sistema de gobierno. Y es que el problema fue precisamente la renuencia a aceptar la centralización del poder desde un núcleo que estuviera fuera de las provincias; por ello, de una monarquía rápidamente se pasó a la aclamación de una república. No obstante, instaurada la nueva opción, no tardó en ser víctima de jaloneos políticos entre grupos partidarios del centralismo y del federalismo. Estas últimas tendencias mencionadas, en el fondo adolecieron del mismo síntoma: una incapacidad para sostener un gobierno lo suficientemente fortalecido, para imponerse o negociar con las partes y fuerzas disidentes existentes a lo largo del territorio nacional.

Ese dilema, alimentó la preocupación de las elites gobernantes a lo largo del siglo decimonónico. Federalistas, centralistas y monarquistas, en su momento pretendieron tomar las riendas de la nación, pero nadie quedó exento de enfrentarse a la resistencia proveniente de las partes que integraban a la misma. Generalmente, los descontentos por las medidas centralizadoras desembocaron en movimientos armados que hacían todavía más difícil la gobernabilidad en México. Las tendencias autonomistas afloraron por todo el territorio nacional, apoyados de la poca accesibilidad que brindaba la enorme diversidad geográfica (sobre todo topográfica) y la carencia de medios y vías de comunicación.

Sin embargo, a partir del año en que se inaugura el pacto federal (1824) y hasta el término del tercer cuarto de siglo, se fue conformando un cúmulo de experiencias que el régimen de Porfirio Díaz supo aprovechar de dos formas: por una parte, buscó la negociación con las elites locales y clanes familiares más influyentes en los estados para evitar la disidencia, y por otra, consiguió un entramado de equilibrios de poder y relaciones clientelares que desembocaron en una serie de lealtades, cuyo compromiso era el respeto mutuo. Sobre esto último, habrá que aclarar que Díaz tenía reservada la "facultad" -personal, y no legal- de elegir a los diputados federales y gobernadores. Estos últimos en agradecimiento, correspondían siendo fieles al régimen, pero además, ganaban el derecho de designar a los individuos que ocuparían puestos de importancia en el aparato administrativo de la entidad, tal como podían ser los diputados del congreso local y los prefectos políticos. Estos a su vez, permanecían adheridos al gobierno nacional por medio de una lealtad al gobernador. Todo ello favoreció un clientelismo político, que aunque no haya sido propio del porfiriato, es en esta época cuando se percibe con mayor ahínco.

Particularmente, en el caso de los prefectos, la forma en que estos estaban insertos en el aparato del Estado, los condenó a ser arrastrados por el "destino" que tuvo "la dictadura". Como lo demuestra Mijangos, ello fue producto de la percepción que la sociedad se forjó en torno al sistema prefectoral como la representación más cercana de la "tiranía". Además, influyeron las aspiraciones democráticas que abogaban por el respeto al "municipio libre", dado que los prefectos continuamente hacían sentir su influencia al interior de los ayuntamientos, pues entre otras cosas, podían fungir como presidentes honorarios de los mismos.

Lo anterior solo es un sencillo esbozo de una de las aportaciones de La dictadura enana al análisis sobre la construcción del Estado mexicano, falta tocar lo referente a algunas particularidades acaecidas al interior del estado de Michoacán.

Retomaré nuevamente el momento en que se dio por sancionado el pacto federal, para señalar que por medio de él los estados asumieron el ejercicio de su soberanía y el derecho para decidir todo lo referente a su gobierno y estructura interior. Inmediatamente, el gobierno provisional de Michoacán dispuso que en tanto se reunía el Congreso Constituyente encargado de formular una Constitución, las leyes que regirían serían las que hasta ese momento existían, y que en su mayor parte fueron una trasmutación de las que regían desde fines del periodo colonial. No obstante, con relativa prontitud fue emitida (13 de agosto de 1825) una ley de división territorial que dividió al estado en cuatro departamentos que se denominaron, del Norte, del Sur, del Oriente y del Poniente, cuyas sedes fueron Morelia, Uruapan, Zitácuaro y Zamora, respectivamente. Al frente de cada una de estas unidades jurisdiccionales estuvo un encargado, con lo cual, institucionalmente nació la figura política del prefecto.

De lo anterior se desprende cómo Michoacán, al igual que el resto de las entidades, después de pugnar por la adopción de un sistema federal con miras a la descentralización política, al interior de su jurisdicción se tendiera a adoptar una legislación dirigida a todo lo contrario. Aplicando el modelo de Estado a escala reducida, en Michoacán la organización político-administrativa procuró dar pauta al mayor control posible sobre su territorio (algo que no tuvo de repente la efectividad deseada por las condiciones geográficas y su desconocimiento). Esa fue la intención detrás del establecimiento de las prefecturas políticas.

¿Cuál fue la preeminencia del sistema prefectoral? A propósito, Mijangos refiere que "la existencia jurídica de las jefaturas políticas como un organismo dependiente del poder ejecutivo, base de la administración pública y garante del nuevo orden republicano" respondió al "principio del ejercicio centralizado del gobierno". Como se advierte, los prefectos fueron una pieza clave para el funcionamiento de todo el aparato político-administrativo, y a ello se debe que hubieran tenido una continuidad -con breves altibajos independientemente de los periodos en que se aplicaron otras formas o sistemas de gobierno (centralismo, federalismo y monarquía). Para denotar lo anterior, me parece pertinente retomar una cita utilizada por el propio autor para ejemplificar lo antes señalado:

Los prefectos eran: "... los agentes del gobierno, el conducto de sus comunicaciones, los ejecutores de sus ordenes, el vinculo que une y pone en contacto al último habitante del estado con el centro de la autoridad: en una palabra: los que reproducen, por decirlo así, su presencia, y hacen sentir su influjo por todas partes." (Gobernador de Michoacán, 1827).

En lo posterior y a lo largo de la periodicidad en que se inserta su investigación, Mijangos encontró que la existencia de los prefectos políticos siempre estuvo avalada por la legislación michoacana (además de la costumbre), e incluso, contantemente se repetía que era una figura necesaria para el buen curso y resolución de los asuntos públicos en la entidad. Por supuesto, entre las voces que apoyaban esta moción estuvieron la de algunos gobernadores, que se mostraron enfáticos ante la sola amenaza de no poder designar a sus agentes.

Esa defensa no fue fortuita, dado que era el gobernador quien elegía a los prefectos políticos, sin necesidad de que solicitara la autorización o ratificación del Congreso local. Así estuvo estipulado desde 1825 y era una atribución a la que no fácilmente se renunciaría. De ahí parte la impresión generada al interior de la sociedad con respecto de la centralización del poder, pues era una figura instituida en la que recaía el gobierno político y administrativo de los distritos en que estaba dividido el estado. La duración en el cargo llegó a ser de hasta cuatro años, y ya entrado el porfiriato se resolvió que podrían ser reasignados a juicio del ejecutivo estatal. Por otra parte, la facultad de elegirlos era extensiva a la facultad de cesarlos de sus funciones u ordenar su traslado a otro distrito (situación que se dio con frecuencia en el periodo señalado).

En La dictadura enana se apunta que entre las causas para cesar a los prefectos hubo tres principales: cuando alguna acción de estos jefes políticos daba pauta a que la opinión pública (usualmente periódicos de circulación local y nacional) externara cosas que afectaran la imagen del sistema; cuando se verificaba, e incluso ante la sola sospecha de un enriquecimiento ilícito; y ante la incapacidad de mantener un ambiente de equilibrio y armonía con las instancias políticas o grupos locales, o lo que era lo mismo, la incapacidad para sobrellevar el objetivo principal de sus tareas.

Ahora bien, si los prefectos eran nombrados por el gobernador para encargarse del gobierno de los distritos, la pregunta inmediata que todos nos haríamos sería ¿cuáles fueron las prerrogativas por medio de las que se valían para cumplir sus tareas? De acuerdo con Mijangos, los prefectos entraban en todos los ámbitos de la administración pública, es decir, gobierno, fisco, justicia y guerra. Muchas de estas atribuciones se estipularon en las Constituciones (1825 y 1858), en varias leyes orgánicas sobre división y gobierno político (1825, 1861, 1868 y 1901), así como un considerable número de disposiciones, decretos y circulares que fueron emitidos a fin de que los prefectos supervisaran el cumplimiento de leyes generales o circunstanciales. Esto sin olvidar que fue frecuente el otorgamiento de algún poder extraordinario para solucionar problemas locales.

Para conocer el radio de acción de los prefectos y la influencia que podían tener sobre sus respectivos distritos, basta acercarnos a las asuntos sobre los que tenían responsabilidad: guardar la tranquilidad, orden público y la seguridad de las personas y sus bienes; garantizar el cumplimiento de las leyes y órdenes del gobierno estatal; prevenir actos de corrupción de los administradores de rentas; promover la educación pública y la moralidad de los pueblos (por ejemplo, debía formar los tribunales de vagos); promover obras públicas y de beneficencia; promover la partición de tierras comunales; supervisar la integración de la milicia cívica y emplearla en caso necesario (entre otras cosas, para la supervisión de caminos y el combate al contrabando); conceder licencia de matrimonio a menores de edad; formar la estadística del distrito; y remitir continuamente informes al gobierno del estado.

Como ya adelantamos, las obligaciones de los jefes políticos, jurídicamente variaron poco durante todo el periodo de vigencia para el sistema prefectoral, y constantemente se agregaron otras en forma de facultades extraordinarias. Estas últimas fueron necesarias debido a que, no obstante contar con relaciones escritas de sus obligaciones, en ellas -rescatando un poco la de 1901- no se especifican los lineamientos por los que se habrían de llevar acabo (agréguese que fue hasta 1885 cuando se pusieron en marcha códigos propios en materia penal y civil, que no prescindieron de lagunas). Esas fisuras legales se fueron salvando con la permisión de una capacidad resolutiva, dependiendo de la naturaleza y urgencia de que se tratara (por supuesto tendrían que dar aviso a su superior). Ello se justificaba por el propio hecho de ser dependientes directos del poder ejecutivo y representantes del gobierno estatal en los distritos.

Esta capacidad de resolución alcanzaba la posibilidad de interpretar las leyes según fuera necesario para que la administración, en su curso no se viera entorpecida u obstaculizada. No es raro entonces que en la legislación de la época u otros documentos dirigidos a los prefectos se localicen expresiones como "de acuerdo a su criterio", "según lo considere pertinente", "como lo juzgue necesario" o "si lo cree oportuno". La razón, repetimos, era tomar las medidas conducentes y más convenientes al arreglo de tal o cual negocio. Mijangos retoma atinadamente el concepto de discrecionalidad para definir este fenómeno que no dejó de estar presente en la temporalidad principal en que inserta su estudio.

El control político y social está basado en las reglas formales (leyes, reglamentos, códigos, etc.), pero también de reglas informales que incluyen el clientelismo y la discrecionalidad que acabamos de referir. Durante el transcurso del porfiriato, por todas partes, incluyendo Michoacán, las reglas informales fueron leídas por la sociedad como síntomas de un autoritarismo basado en favoritismos y corruptelas. La figura más cercana de ese autoritarismo era el prefecto (sin reparar demasiado en la sujeción y vigilancia dirigida a ellos), presuntamente apoyado por las reglas formales que en sí, daban sostén a todo el régimen. La situación conllevó a que el estado de cosas fuese equiparado a una dictadura y criticado bajo esta premisa por políticos, intelectuales y demás actores sociales.

El ayuntamiento, siendo uno de esos actores, mereció la especial atención de Mijangos, en razón de que fue una corporación que como instancia política estuvo generalmente opacada a la sombra del sistema de prefecturas. Fueron considerados como el último eslabón del poder ejecutivo de los estados y relegados a un carácter consultativo. Para ejemplificar el control político que sobre estos órganos políticos ejercían los prefectos, retomaremos algunas de las facultades de estos últimos que deliberadamente omitimos anteriormente, a fin de presentarlas en este momento: supervisión de las autoridades menores, incluyendo los ayuntamientos, velar la recaudación e inversión de los propios y arbitrios de estos últimos, presidir sus actos en la población donde el prefecto residiera, suspender a miembros del ayuntamiento con "causa justificada", disponer el nombramiento de funcionarios en el distrito y vigilar el desenvolvimiento de las elecciones locales.

Esas condiciones político-institucionales también apoyaron la idea de estar bajo el dominio de una dictadura, e igualmente, catalizaron las aspiraciones al ejercicio de una democracia real, donde se tomara al "municipio libre" como la base de la nación. La manipulación electoral (que no necesariamente tiene que ver con los fraudes pero si con la "democracia ficticia" que aún padecemos actualmente), abarcó los procesos llevados a cabo para elegir a los miembros del ayuntamiento, y ello equivalía a violentar el derecho que tenían los ciudadanos para hacer valer su voluntad, o lo que es lo mismo, era una falta a la soberanía del pueblo. Por si fuera poco, la misma acusación acontecía cuando los prefectos removían a un miembro del ayuntamiento y nombraban a otro.

Llagado el momento de sucesión presidencial de 1910, una de las promesas de campaña de Francisco Indalecio Madero fue asegurar la aplicación de una "democracia real". Ese postulado poco después fue abrigado en el Plan de San Luis y tomado como bandera contra el régimen porfirista. En consecuencia, también se atacó la figura de los prefectos creyendo que en ellos estaba el germen -a imagen y semejanza del régimen- por medio del cual la dictadura se imponía. Así, a pesar de algunas voces que defendieron su continuidad (atendiendo algunas reformas), entre 1914 y 1917 se puso fin a un sistema prefectoral que había sido parte del Estado mexicano por espacio de casi un siglo, abriendo paso al municipio como garante de los derechos ciudadanos y conductor de sus aspiraciones. En consecuencia, nuestra constitución actual estipula (Título Quinto: De los estados de la federación y del Distrito Federal) que los estados basaran su división territorial y su organización política y administrativa en el municipio libre.

Como se puede observar, los cuestionamientos que se plantea Eduardo N. Mijangos en La dictadura enana son resueltos en buena medida, al grado de que cuando uno como lector se acerca al mencionado estudio, queda claro un sentido más objetivo acerca del papel que tuvieron los prefectos en la conformación y desarrollo del aparato del Estado mexicano. Si a lo largo del texto se hacen presentes dudas y nuevos cuestionamientos, es claro que sólo se resolverán en la medida en que se emprendan otros estudios regionales y de caso sobre Michoacán, u otros estados. De hecho, el autor deja invitación abierta mediante un análisis historiográfico, para que otros historiadores se acerquen a las múltiples aristas que ofrece el tema.

Deseo terminar retomando la comparación metafórica que se hace del sistema prefectoral como parte de un juego de ajedrez, aprovechando un fragmento poético que justifica la propia portada del libro, donde se muestra un alfil sobre un tablero tricolor. Por ello, no pude resistir la tentación de agregar al presente trabajo, el fragmento de otro poema titulado El juego del ajedrez publicado en 1906 que dice:

 

LOS ALFILES
Aunque no hagamos lo que hacer debimos,
podemos atacar rápidamente,
y ocupamos un sitio preferente
por ser los que mejor nos distinguimos.
Al descubierto siempre nos abatimos,
siendo uno del otro independiente,
y en la lucha común, generalmente
somos los que primero sucumbimos.
Si nuestro ataque peca de ligero,
aun puesto en el camino verdadero,
es en cambio eficaz nuestra defensa,
y llegado el momento decisivo,
el fin de nuestro esfuerzo positivo
nos ofrece sobrada recompensa.

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