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Revista mexicana de sociología

On-line version ISSN 2594-0651Print version ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.85 n.spe2 Ciudad de México Aug. 2023  Epub Sep 30, 2023

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2023.2ne.60987 

Artículos

El populismo latinoamericano en perspectiva*

Latin American populism in perspective

1Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense, Madrid. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de la República Argentina/Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales de la Universidad Nacional de San Martín. Temas de especialización: populismo e identidades políticas.


Resumen:

El presente artículo describe las características de cinco olas de estudios sobre el populismo en América Latina. Esto permite establecer las diferentes significaciones que la palabra ha ido adquiriendo en la región hasta nuestros días. Luego se analiza comparativamente la forma de constitución y funcionamiento de algunas experiencias populistas emblemáticas en la región durante la primera mitad del siglo XX. Esto hizo posible poner en cuestión una serie de supuestos comunes y extendidos en los estudios sobre el populismo. Finalmente, se esbozan las fuertes diferencias entre los populismos clásicos latinoamericanos y algunas experiencias actuales vulgarmente calificadas como “populistas”.

Palabras clave: populismo; América Latina; identidades políticas; democratización

Abstract:

This paper describes the characteristics of five waves of studies about populism in Latin America. That description allowed us to establish the different meanings that the word has acquired in the region up to the present day. We analyze comparatively the constitution and development of some emblematic populist experiences in the region during the first half of the Twentieth Century. This enables us to critique a number of common and widespread assumptions in populism studies. Finally, we outline strong differences between classical Latin American populisms and some current experiences commonly qualified as “populists”.

Keywords: populism; Latin America; political identities; democratization

El devenir de la palabra

Fue el 3 de febrero de 1914 cuando el término “populismo” se introdujo en el debate público argentino1 con un afán polémico. En su edición de ese día, el diario socialista La Vanguardia, que había venido caracterizando al radicalismo como un miembro más de la venal “política criolla”, una fuerza sin programa e indistinguible de los conservadores, repara en un hecho singular. Se daba cuenta allí de que en la víspera, aquellos radicales que insistían en representar a los distintos sectores sociales, contentando tanto al pobre como al rico, habían hecho brotar de sus filas “dos oradores obreros más o menos auténticos, exhibiendo los cuales se pretende darse un barniz de populismo que harto necesita”. Para el diario socialista, este hecho era una simple imitación de “la necesidad de descender a la plaza pública a hablarle al pueblo” que había impuesto el socialismo en la campaña para las elecciones legislativas de ese año. Aunque crítico de los radicales, La Vanguardia está lejos de connotar a primera vista a la palabra populismo con una significación negativa: prueba de ello es que ese gesto aparece como una imitación de la propia práctica socialista, deslizándose el término hacia cierta sinonimia con lo popular. Pero una lectura más atenta nos revela también que ese “baño de populismo” consiste en una impostura demagógica, la de alguien que desciende a la plaza pública para hablarle al común pero que estaría lejos de representar sus intereses y aspiraciones. Es significativo que desde su misma irrupción en el debate público argentino, esta palabra, que era parte del lenguaje conocido por la izquierda política, haya estado atravesada por esta polisemia que va de lo descriptivo a lo prescriptivo, sea en este último caso para ser celebrado o denigrado.

Pierre-André-Taguieff (1996: 29) escribió hace ya tiempo que “la palabra ‘populismo’ ha sufrido una irónica desventura: se ha hecho popular”, y esta advertencia nos anuncia ya lo que ocurrió con la palabra a lo largo de las décadas. Arrancada del discurso académico, va a ser un término común y generalmente descalificatorio en el discurso público; se ha producido una retroalimentación entre discurso profano y especializado que, si por una parte nos permite observar el decurso de la palabra, por otra difumina ampliamente su significación.

En América Latina podemos distinguir al menos cinco grandes olas de trabajos académicos sobre el populismo, no exentas de solapamientos. Cada una de ellas ha tenido características y preocupaciones diferentes que fueron ampliando hasta el hartazgo sus referencias. La larga ola inaugural está dada por las contribuciones de la sociología del cambio social que de alguna manera vinculan al populismo con una forma particular y anómala de procesar a nivel político las profundas transformaciones surgidas en la estructura social. El peronismo argentino, el varguismo brasileño y, en menor medida, el cardenismo mexicano han sido sus referencias fundamentales. El puntapié inicial fue dado por los trabajos de Gino Germani sobre el peronismo y su preocupación acerca del devenir autoritario de ciertos procesos de modernización. No es sino hasta 1961 cuando Germani (1962) introduce la categoría de “movimientos nacional-populares” que en sus escritos posteriores sería indistinguible de nominaciones como “populismo nacional” o “nacional populismo” (Germani, 2003). Como se recordará, Germani llega a esta conceptualización luego de hallar como insatisfactorias sus propias aproximaciones previas al peronismo como “totalitarismo” y su comparación diferencial con la experiencia fascista. Es esta intervención fundamental, los intercambios con la escuela paulista encabezada por Florestán Fernandes y Fernando Henrique Cardoso, a la que se suma el papel de verdaderos catalizadores que cumplieron algunos académicos europeos como Alain Touraine difundiendo cuando no incorporándose a la producción sociológica latinoamericana, lo que impulsaría un manantial de producciones en la región que es imposible de enumerar en un trabajo como el presente.2 Como un desprendimiento de esta primera ola tenemos el discurso cepalino que, asociando al populismo con un set de políticas públicas que había sido característico de estas experiencias y criticando sus limitaciones para el desarrollo en el contexto latinoamericano, tenderá a realizar una reducción de la complejidad del concepto que tendría un largo y extraviado devenir.3

Las decimonónicas experiencias de Rusia y Estados Unidos, más los nuevos usos que el término populismo estaba recibiendo, llevaron a que en 1967 se realizara en la London School of Economics la célebre conferencia que derivaría en la compilación del libro Populismo a cargo de Ghita Ionescu y Ernest Gellner (1970). El objetivo de este encuentro era intentar establecer si esos diferentes usos podían estar referidos a un mismo fenómeno, esto es, si existía algún núcleo conceptual del populismo. Sin embargo, luego de la exposición de los casos ruso y estadounidense, de América Latina, Europa Oriental y África, y tras el intento de interpretar al populismo bien como un movimiento político, bien como una ideología, poco es lo que se obtuvo más allá de un mapa general de los usos del término. Como escribiría dos décadas más tarde uno de los participantes en la conferencia, el populismo emergía allí como “una tentativa de control antielitista del cambio social” (Touraine, 1989: 165), una aproximación lo suficientemente inespecífica, ya que su misma formulación dejaba abierta la posibilidad de que se tratara de “una tentativa” entre otras posibles.

Otra iniciativa para poner cierto orden en la proliferación de significados que el populismo evocaba fue el trabajo “Hacia una teoría del populismo” (Laclau, 1978b). Allí, el autor argentino procede inductivamente tratando de comparar e identificar el elemento común que une a las distintas realidades así nominadas. Crítico de Germani y de la teoría de la modernización, Laclau va a construir una aproximación formal al populismo que no reconoce limitaciones espaciales, temporales ni de composición social, y que pone en primer lugar la articulación de significaciones que marcan la vertebración de espacios políticos. Así, el populismo es caracterizado como “la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético antagónico respecto a la ideología dominante” (1978b: 95). Al poner bajo el mismo paraguas a fenómenos aparentemente tan dispares como el peronismo, el nazismo, el maoísmo o la experiencia del Partido Comunista Italiano, la aproximación de Laclau fue atacada como general e inespecífica.

El texto de Laclau es particularmente importante por dos motivos. En primer lugar, porque introduce una aseveración que estaría destinada a hacer carrera entre las significaciones que fue adquiriendo el término. Me refiero a aquella que supone que el fenómeno implica la partición en dos del espacio político comunitario, entre el pueblo y sus adversarios (cuando no sus enemigos). En segundo lugar, este trabajo será el punto de partida de una segunda ola de producciones que en un primer momento pusieron en juego el análisis de la relación entre populismo y socialismo y luego la relación entre populismo y democracia. Inicialmente algo restringida al debate argentino, esta ola tiene su mojón inicial en los debates entre Ernesto Laclau de un lado y Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero de otro.

En el trabajo “Fascismo e ideología” (Laclau, 1978a), en una crítica a Fascismo y dictadura de Nicos Poulantzas (1986), Laclau leyó el ascenso del fascismo italiano en términos de la incapacidad hegemónica del movimiento obrero, tanto en su sector reformista como en el revolucionario, al que su propio encierro económico corporativo le impidió representar o asociarse con sectores sociales más vastos en aquella coyuntura. En “Hacia una teoría del populismo” dicho presupuesto derivaba en la afirmación de la existencia de una continuidad entre populismo y socialismo o, dicho de otra forma, en que para Laclau el socialismo requería ser populista para triunfar.

Laclau, De Ípola y Portantiero se encontraron en sendas conferencias en México (donde los dos últimos continuaban su actividad académica en el exilio) a comienzos de los años ochenta, y está claro que la diferente apreciación del papel del peronismo argentino es clave para que los locales sostuvieran que no existía continuidad alguna entre populismo y socialismo, porque los populismos reales habían supuesto en su mirada una recomposición organicista del orden, aplastaban el disenso en una lógica amigo/enemigo y no propendían a la eliminación del Estado como instancia de dominación (De Ípola y Portantiero, 1981).

El exilio mexicano fue para De Ípola y Portantiero el espacio para una autocrítica y una revalorización de la democracia como orden imprescindible para el desarrollo de una sociedad. Es por ello que su apuesta a un socialismo democrático se define en aquellos años. Es así como nace para los autores una nueva preocupación en torno a la relación entre populismo y democracia. Las pretensiones unanimistas y la forma de exclusión del adversario que habían caracterizado a la formación de las principales fuerzas políticas en la Argentina del siglo XX aparecían para De Ípola y Portantiero como un obstáculo que era necesario corregir para la conformación de una sociedad democrática en la Argentina posdictatorial. Se trataba de una crítica no demasiado velada a la forma que la antigua matriz populista había adquirido en Argentina y su papel en la generación de una crónica inestabilidad. Aunque muy diferente en su génesis y características, esta crítica estaba en sintonía con esa polémica contraposición entre populismo y democracia que simultáneamente se desarrollaba en la ciencia política institucionalista del mundo anglosajón (De Ípola, 1987, 2009). El mejor ejemplo de este abordaje fue el discurso pronunciado por el presidente Raúl Alfonsín en Parque Norte el 1 de diciembre de 1985, producto principalmente de la pluma de Portantiero y De Ípola, convertidos a la sazón en asesores presidenciales (Alfonsín,1986).

Cabe aclarar que cuando nos referimos a una ola de producción no hablamos de un fenómeno exclusivamente temporal. Esta segunda ola, iniciada entre fines de los años setenta y comienzos de los ochenta e inicialmente restringida al debate argentino, continúa hasta nuestros días y en parte ya emancipada del debate epocal de la transición aunque animada por muchas de las aristas teóricas y políticas de esa polémica. En su centro no estará ya tanto la relación entre el populismo, el socialismo y la democracia como las consecuencias que se desprenden de ese debate en torno a la constitución y el funcionamiento de las identidades políticas, su papel en la democratización de la sociedad y su impacto en el régimen político (Aboy Carlés, 2001; Panizza, 2009; Arditi, 2009; Barros, 2006, 2016; Aibar, 2008; Melo, 2009, 2015; Groppo, 2009; Azzolini, 2018; Acosta Olaya, 2022).

Una expansión significativa de los usos del término populismo vendría con la tercera ola que tendría lugar en los años noventa, cuando se acuñó el término “neopopulismo” para hacer referencia a estilos de liderazgo personalista en América Latina que llevaron adelante políticas pro mercado antagónicas a aquellas que habían caracterizado a los populismos clásicos de la primera mitad del siglo XX en un contexto de relativa discrecionalidad de los líderes, “clientelismo político” y escasos contrapesos institucionales. El México de Salinas de Gortari, la Argentina de Menem, el Perú de Fujimori y la corta experiencia de Collor de Mello en Brasil fueron sus objetos preferidos. En verdad, la temática del neopopulismo fue muy similar a aquella que Guillermo O’Donnell (1994) denominó como “democracia delegativa”. Pero las experiencias mencionadas no sólo se distinguían de los populismos clásicos por su orientación pro mercado en materia de políticas públicas: ni la universalización relativa de derechos, ni los procesos de nacionalización territorial, ni mucho menos la amplia trama de intermediación organizativa que caracterizaron a los populismos clásicos, tenían allí lugar alguno. Desde este punto de vista, los teóricos del neopopulismo sólo aportaron a la confusión alrededor de un concepto, fortaleciendo la identificación de cualquier liderazgo personalista transgresor de los límites institucionales con el populismo.4

La cuarta ola de estudios coincide con la preeminencia de gobiernos progresistas en Sudamérica, muchos de ellos caracterizados como populistas por la prensa y distintos académicos, a partir de mediados de la primera década de este siglo, y está marcada por una gran heterogeneidad y confrontación. Recordemos que en 2005 aparece La razón populista de Laclau, texto clave en los debates sobre el populismo a nivel global y que se convertiría en centro de las polémicas entre detractores y defensores del giro a la izquierda sudamericano en un contexto en que el debate público invadía por doquier la producción académica.

A diferencia de su ensayo previo (Laclau, 1978b), en el libro de 2005 el objetivo del autor es desarrollar el estudio de una forma de la política a la que considera como la política tout court. Se trata de lo que denomina como el proceso de construcción de un pueblo a través de la articulación equivalencial de demandas no atendidas y en confrontación con un poder que tendría la capacidad de satisfacerlas. Laclau mantiene con pocas modificaciones su concepción de una dicotomización del campo político de 1978 como un enfrentamiento entre el pueblo y sus adversarios, disolviendo toda diferencia que puede dar una especificidad al populismo al interior de las identidades populares. El populismo es así identificado con “lo popular” y con una forma de la política que para Laclau es la política misma. Populismo, política, hegemonía, se convierten así en sinónimos y se relacionan con la lógica institucional, consistente en la satisfacción individual de demandas, como con su muerte.5 El investimento afectivo en el líder sería en este esquema aquel que amalgamaría la cadena de demandas populares. En verdad, el texto de Laclau de 2005 constituye ante todo un tratado sobre la política radical o jacobina.

Con varias de las olas previas todavía en acción, vivimos actualmente una quinta ola de producciones sobre el populismo monopolizada básicamente por los cientistas políticos. Me refiero principalmente a los proyectos de Global Populisms impulsados por algunas de las principales universidades estadounidenses. Se parte de la gran amplitud de significados que ha alcanzado el término a nivel global, yendo de los populismos latinoamericanos a las democracias hegemónicas del Este de Europa, a las fuerzas de extrema derecha de Europa Occidental, el trumpismo o los liderazgos del sudeste asiático. Al tiempo que el debate se deslocaliza, se asume la polifonía de usos contradictorios y se busca no sólo la producción de estudios de caso, sino de conceptualizaciones provisorias a partir de la coincidencia de ciertas recurrencias entre los casos en el terreno de la política comparada. Una de las principales definiciones mínimas y representativa de esta ola es la acuñada por el politólogo neerlandés Cas Mudde, un estudioso de los movimientos de extrema derecha europeos, junto a su colega chileno Cristóbal Rovira Kaltwasser. La misma considera al populismo como una ideología delgada, capaz de adosarse a otras más fuertes, que se contrapone a la élite a través de un discurso moral que privilegia el papel de la voluntad general del pueblo (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017). Otros ejemplos representativos de esta ola son Rovira Kaltwasser et al. (2017), Carlos de la Torre (2018) y María Esperanza Casullo (2019).

Cincuenta años luego de la conferencia en la London School of Economics, nos encontramos con una tentativa de síntesis que alcanza un resultado bastante similar, lo que es toda una proeza si consideramos la extensión que el término ha ido ganando con el correr de las décadas.

Margaret Canovan (1981) recurrió a la figura de los conceptos con estructura de parecido de familia acuñada por Ludwig Wittgenstein (1999: 85-93) para caracterizar la variedad de referencias que el término populismo evocaba. Como se recordará, para el filósofo austriaco no aplicamos este tipo de conceptos a un conjunto de casos particulares por tener determinadas propiedades en común sino que, por el contrario, los distintos casos adquieren esas propiedades como resultado de la operación que los clasifica dentro de una misma nominación. Más recientemente, uno de los teóricos del mal llamado neopopulismo, Kurt Weyland (2001), ha descrito cómo el populismo se ha transformado de un concepto acumulativo, en que era necesaria una suma de propiedades, todas las cuales debían estar presentes para que un caso fuera incluido en la categoría, a un concepto en el que la presencia alternativa de uno u otro rasgo es suficiente para su inclusión en la misma.

En el primer caso, el de los parecidos de familia, la figura es clara: dos hermanos pueden parecerse a un tercero sin guardar ningún rasgo de similitud entre sí, pero los tres son parte de una familia. Pero ¿qué sucede cuando hablamos de la presencia alternativa de uno u otro rasgo para ingresar en el concepto de populismo? ¿Son estos rasgos exclusivos de las experiencias populistas o los comparten con fenómenos de otro tipo? Si este último es el caso: ¿no estaremos atribuyendo y proyectando determinadas propiedades en común no verificables en los casos concretos por el solo hecho de nominarlos en común? Creo que efectivamente esto es lo que ocurre y que es el resultado del cúmulo de connotaciones que ha ido adquiriendo el término populismo a lo largo de las décadas, cuando ha sido alternativamente identificado con liderazgos discrecionales, demagogia, clientelismo, autoritarismo, un tipo de régimen político, derroche y mala administración, la construcción de un pueblo, una ideología, un movimiento político, un set de políticas públicas, una partición dicotómica del espacio político, y la lista se haría interminable sin que existiera un solo caso capaz de encarnar el cúmulo de características evocadas por la categoría.

Nuestro trabajo consistió en volver sobre los populismos clásicos de la primera mitad del siglo xx latinoamericano, aquellos que aparecían como ejemplos prototípicos para las distintas escuelas y olas de reflexión sobre el concepto, e intentar encontrar ciertas recurrencias e invariantes que nos permitieran conformar un núcleo definicional. Obviamente, realizamos este trabajo desde ciertas opciones y perspectivas teóricas, pero creo que nos ha permitido juntar la evidencia para horadar ciertas certezas acendradas en el debate actual. Cada quien tiene derecho de construir su propio diccionario, pero en un debate académico todos tenemos la obligación ética de tratar de hacernos entender en una lengua común.

Nuestra aproximación a los populismos clásicos latinoamericanos

Hemos partido desde una perspectiva de sociología política y, más precisamente, de una sociología de las identidades políticas (Aboy Carlés, 2001), entendiendo por estas últimas a aquellas solidaridades políticas que alcanzan una cierta estabilidad y permanencia. Trabajar con algo tan lábil como puede ser el lazo político, sus formas de constitución, sus coincidencias y discrepancias acerca de la interpretación del pasado y del presente, sus aspiraciones futuras y sus distintas maneras y lógicas de relacionamiento con otros colectivos políticos presentes en un espacio y un tiempo determinados, supone recurrir a muy distintas fuentes y perspectivas.

Comenzamos con una aproximación a las dos grandes identidades políticas populares de la Argentina de la primera mitad del siglo XX, el radicalismo yrigoyenista y el primer peronismo, recurriendo al cardenismo mexicano y al varguismo brasileño como casos de comparación y control.

Hablar de identidades políticas “populares” nos depara ya un primer problema. Tan pronto como abandonamos la figuración del pueblo como ficción jurídica indispensable para el advenimiento de un nuevo principio de legitimación política en la modernidad y nos preguntamos por el estatuto sociológico de la noción de “pueblo” y de “lo popular”, los problemas comienzan. Es recurrente que la historia, la sociología y la antropología realicen un uso ostensivo y preteórico de esta noción, a la que unas veces se identifica con aquella porción menos privilegiada de los habitantes de una sociedad, quienes no forman parte de lo que se considera “gente decente” o, por el contrario, que se asocie simplemente a los muchos. Estos sentidos diferentes aparecen cuando hablamos de una “amplia movilización popular” para referirnos a una manifestación masiva, o, por el contrario, cuando el sentido común califica como “mártires populares” a tres campesinos asesinados durante un conflicto en algún recóndito rincón de la región.

Consideramos que las nociones de “pueblo” y “lo popular” no se corresponden con un criterio numérico (la masividad) ni con una posición social determinada (la subalternidad). Aquí entenderemos por identidad popular aquel tipo de solidaridad política que emerge a partir de cierto proceso de articulación y homogeneización relativa de sectores que, planteándose como negativamente privilegiados en alguna dimensión de la vida comunitaria, constituyen un campo identitario común que se escinde del acatamiento sin más y la naturalización del orden vigente; sea esto para resistirlo o simplemente para hacer más llevadera la vida común de los implicados. Nótense dos aspectos de particular importancia en relación con lo anteriormente expresado: no es necesario que dichos sectores sean mayoritarios dentro de la sociedad, aunque muchas veces su potencialidad estará íntimamente vinculada con su capacidad de universalizar sus demandas, y tampoco es preciso que se encuentren en una situación objetiva de subalternidad o inferioridad respecto de otros. Lo que resulta imprescindible es que la subalternidad o inferioridad sea así percibida por sus integrantes y posible, aunque no necesariamente, por otros observadores externos.

El fundacionalismo es un rasgo constitutivo del conjunto de estas experiencias. El establecimiento de una abrupta frontera entre un pasado considerado oprobioso y un presente y un futuro que serían su contracara vis à vis está presente en todos ellos. La idea de un nuevo comienzo o, en su defecto, del retorno a una senda perdida, es una de sus marcas indelebles. En el peronismo, como en el varguismo, esa frontera entre la oscuridad y la luz es simple: es la abrupta discontinuidad entre un pasado ominoso de abusos al trabajador y un presente de reparación y justicia social. En el caso del yrigoyenismo y del cardenismo, la relación entre el pasado y el nuevo comienzo es más compleja. Para el yrigoyenismo, será el retorno a una senda perdida, iniciada con la emancipación nacional e interrumpida por los enfrentamientos civiles y luego por la negación de la Constitución, su constante burla y falseamiento, y la consecuente anulación de una voluntad nacional. En este aspecto, el yrigoyenismo se emparenta con el cardenismo mexicano y su impronta revolucionaria de volver a una senda que diera respuesta a las aspiraciones movilizadas por el proceso iniciado en 1910 y extraviado en las décadas subsiguientes.

Pero si el fundacionalismo es un rasgo necesario a la hora de construir una aproximación a los elementos comunes de los populismos clásicos latinoamericanos, está muy lejos de ser suficiente para caracterizarlos. Es una marca que atraviesa a todas las revoluciones y también a numerosos gobiernos que asumen luego de circunstancias particularmente críticas, marcados por la necesidad imperiosa de un cambio de rumbo o una reconstrucción institucional: el caso de Raúl Alfonsín en 1983 es paradigmático a ese respecto.

El segundo rasgo de los populismos latinoamericanos está inscrito también en la dinámica de la ruptura fundacional. El enfrentamiento con las distintas fuerzas del pasado que se pretendía desplazar, aquellas que Yrigoyen calificaba, como muy bien podría repetir Perón casi cuatro décadas después, como “variantes de una misma ignominia” (Del Mazo, 1945: 47-48), estaba lejos de constituir una contienda simétrica. Las fuerzas populistas emergen reclamando para sí la representación de la nación toda frente a quienes consideran una mera excrecencia irrepresentativa, aquellos que, a través del delito y la usurpación, han dañado a la nación y a su pueblo. De aquí el hecho fundamental de que los movimientos populistas (y este es su rasgo jacobino) no se consideran a sí mismos como representantes de una parte entre otras, sino como representantes de toda la comunidad, marcando este sesgo una fuerte restricción hacia su apertura al pluralismo político, el cual podrá ser tolerado, pero nunca cabalmente asumido.

El régimen vigente hasta su irrupción es concebido como una usurpación sin arraigo en la opinión, la que no permite que un verdadero país, sumergido y subyugado, alcance la luz de la representación pública. Por ello, es en la remoción de esos obstáculos circunstanciales, como aquellos que impiden la vigencia plena de la Constitución en el caso del yrigoyenismo, donde se cifran las esperanzas de hacer posible la expresión de una voluntad popular concebida en forma antropomórfica. En ningún lugar como en la pluma y la palabra de Hipólito Yrigoyen (1981: 138) la identidad entre una fuerza política y la idea de nación alcanzó mayor insistencia. Por ello, el líder radical combatía a quienes demandaban que su fuerza definiera un programa y sostenía que su única plataforma era la Constitución Nacional, que cobijaba todas las ideas. No debemos confundir esto con un rasgo pluralista: la prioridad de Yrigoyen era el fin del régimen imperante, y a ese objetivo subordinó todos sus esfuerzos. Desde 1897 impuso al radicalismo bonaerense una larga abstención electoral que se prolongó hasta 1912, tras la reforma electoral de Sáenz Peña. La larga abstención radical y, medio siglo más tarde, los 18 años de proscripción peronista refuerzan esa imagen de una voluntad popular sin canales de representación pública, en la que todo descontento frente al poder de turno se inscribe en el haber de la fuerza marginada, reforzando la idea de que, una vez removidos los mecanismos de la usurpación, aquella voluntad unitaria se impondrá arrolladoramente. Esta concepción monista de una voluntad popular fortalecida en la marginación no cesará, como veremos, con el acceso al gobierno, identificando a la propia fuerza con esa voluntad y dificultando cualquier interacción cooperativa con el resto de las fuerzas políticas. Tal pretensión hegemonista podrá verificarse también durante el ciclo peronista mediante la recurrente identificación de la solidaridad nacional con el propio peronismo y la expulsión hacia el campo de “la antipatria” de cualquier voz opositora.

Tenemos entonces hasta ahora al fundacionalismo (la abrupta frontera con el pasado) y al hegemonismo (la pretensión de representar a la comunidad política como un todo por parte de la fuerza emergente) como rasgos propios de los populismos clásicos latinoamericanos. Sin embargo, esos rasgos no alcanzan para recortarlos en su especificidad: el fundacionalismo y el hegemonismo son, por ejemplo, un rasgo común de las distintas experiencias totalitarias que se sucedieron en Europa tras la Gran Guerra. Y si esta circunstancia puede darnos una pista sobre la primera y luego revisada aproximación de Germani al peronismo en términos de “totalitarismo”, estaríamos obviando un elemento central que distingue a los populismos latinoamericanos de ese tipo de experiencias.

Hay una tensión entre el fundacionalismo, que supone una oposición entre el pueblo y el bloque de poder, y el hegemonismo, que lleva esa aspiración a la representación de la comunidad política como un todo unitario y con una voluntad. Esta queda de manifiesto cuando los populismos acceden al poder y el adversario desplazado aparece como mucho más que una simple excrecencia irrepresentativa consistente en la usurpación de unos pocos. Sólo el mexicano Lázaro Cárdenas obtuvo, en 1934, 98% de los votos, y ello en virtud del particular sistema de restricción y disuasión de la competencia existente en su país. Aun así, debió enfrentar poderosas impugnaciones al interior de su propia fuerza política y, al concluir su mandato, una oposición externa que derivó en las violentas elecciones de 1940. Yrigoyen en 1916, Perón en 1946 y Vargas en 1950 accedieron al poder con un rechazo de 48%, 45% y 51%, respectivamente, que se inclinó por otras alternativas electorales. Ante este desmentido que la realidad presentaba a su pretensión hegemonista de encarnar un monopolio unívoco de la voluntad popular, los populismos no siguieron el mismo camino de los totalitarismos, consistente en la reducción violenta de la oposición a la nueva fe. Si bien recurrieron a distintas formas de represión selectiva de ese campo adversario que se les resistía, su política general fue la oscilación entre la ruptura y la conciliación del espacio comunitario, dejando abierta una puerta a la regeneración del conjunto de las identidades, de la del adversario y de la propia, y difiriendo la realización de esa conformidad unanimista a un futuro siempre postergado. De allí el carácter pendular que algunos atribuyen a los populismos latinoamericanos o sus interpretaciones contrapuestas como restauraciones ordenancistas o profundos movimientos de reforma. De allí, también, las oposiciones bipolares que suelen suscitar estas fuerzas. La característica saliente de este juego entre la ruptura y la conciliación será la constante inestabilidad del demos legítimo en el conjunto de las experiencias populistas latinoamericanas.

Para el radicalismo yrigoyenista, ese proceso de regeneración de los actores estaba facilitado porque la ruptura se proyectaba principalmente respecto del pasado. También, por la vieja tradición afirmativa del radicalismo que sostenía ser un partido que luchaba contra una situación y no contra hombres. Ese convencimiento de que los políticos venales del ayer podían convertirse en los ciudadanos virtuosos del mañana dejó abiertas las filas del radicalismo yrigoyenista a notorios personeros del antiguo régimen que no dudaron en sumarse a sus filas.

En el caso del peronismo, este juego emerge a través de la restricción o la ampliación de la solidaridad nacional. En la ruptura, la solidaridad nacional es reducida al campo de los peronistas, expulsando al adversario al terreno de “la antipatria”, de aquellos que no están habilitados a hablar ni hacer nada, y a los que se deberá someter por la fuerza. Pero en los sucesivos momentos de conciliación, la solidaridad nacional comprende a todos, peronistas y no peronistas. Es entonces cuando el réprobo es el propio peronista que quedó fiel a la ruptura y sobre él caerán las censuras y la represión, trátese de los antiguos militantes laboristas en los años cuarenta, o de la tendencia revolucionaria en los setenta, cuando el mecanismo populista entró en franca descomposición. Es por esta razón, por esa oscilación entre la ruptura y la conciliación comunitaria, que casi todas las banderas peronistas tienen una doble valencia: la justicia social será el emblema de las reformas sociales y la expansión de derechos, y, al mismo tiempo, aquello que evite que el país caiga en la lucha de clases. En este aspecto, el peronismo construye un universo de significación prácticamente idéntico al desarrollado una década antes por el cardenismo mexicano. Algo similar ocurre en el Brasil varguista, donde ese carácter pendular adopta forma organizativa con la aparición del Partido Trabalhista y el Partido Social Democrático en 1945.

Tenemos ya las principales recurrencias que caracterizan a los procesos populistas clásicos en el fundacionalismo, el hegemonismo y ese rasgo específico al que hemos llamado regeneracionismo que, a través de un juego pendular, habilita transformaciones moleculares en todos los espacios identitarios y tiene como contrapartida la inestabilidad del demos legítimo. Desde la antigüedad clásica, lo que comúnmente llamamos pueblo osciló entre ser entendido como plebs, esto es, la porción de los habitantes menos privilegiados de la ciudad, o, en cambio, ser entendido como populus, esto es, como el conjunto de los ciudadanos. Por ello, no sorprende que estos dos términos estén a la orden del día en la obra de autores como Giorgio Agamben (2000), Taguieff (1996) o Laclau (2005). Hay, sin embargo, una diferencia sustancial aquí con lo postulado por Laclau en La razón populista: mientras que para él toda plebs emergente reclama para sí la representación del populus verdadero, haciendo de la construcción de un pueblo y de las identidades populares un sinónimo del populismo, para nosotros el populismo implica ya una cierta “economía”, un mecanismo específico para administrar esa tensión entre la representación de la parte y la representación del todo. Por ello, para nosotros el populismo es un tipo específico de identidad popular entre otros posibles, y estos términos no son sinónimos como en Laclau. Difiere, por ejemplo, de otras experiencias de identidad popular, como la del Partido Socialista argentino que, como queda claro en la apertura de este trabajo y repitió una y otra vez en los manifiestos electorales de su primera época, no aspiraba a la representación de toda la sociedad, sino a la representación de los trabajadores. Se distingue también claramente de las experiencias totalitarias, que carecen de ese espacio de regeneración. Mientras que para Laclau el populismo se superpone con la tensión misma entre la representación de la plebs y la representación del populus, para nosotros constituye ya una forma específica de lidiar con ella y “administrarla”.

Debemos comprender que la regeneración y las modificaciones moleculares no comprenden sólo al espacio opositor. Julián Melo (2009) introdujo una significativa corrección a esta idea de un juego pendular entre la ruptura y la conciliación comunitaria para establecer que dichos elementos, la ruptura y la conciliación, nunca son puntos fijos y adquieren diferentes significaciones a lo largo del periodo. Por ejemplo, en el caso del peronismo, el momento emblemático de la ruptura, el 17 de octubre de 1945, no va a revestir la misma significación en 1946, 1951 o 1954. Otro tanto ocurre con la idea de conciliación. Por ello, esa labilidad de las identidades no se circunscribe al espacio opositor, sino que comprende también a la propia fuerza populista emergente. No hay en el populismo reducción del populus a plebs porque ni la plebs ni el populus permanecen idénticos a sí mismos. A diferencia de las experiencias totalitarias, los populismos desarrollan una importante movilidad en los límites que recortan a las identidades políticas. Más aún, estos límites son permeables y permiten importantes grados de movilidad entre espacios identitarios inicialmente antagónicos, revelando amplias superficies de superposición entre las fuerzas en pugna (Azzolini, 2018). La cartografía del populismo no es tanto la de un enfrentamiento regimentado y paratáctico entre el pueblo y sus enemigos como un juego de manchas superpuestas.

Si el primer corolario de nuestra aproximación es que el populismo es una forma de identidad popular entre otras posibles, el segundo es que su frontera espacial es muy distinta de aquella que caracterizó a lo que podríamos denominar el modelo jacobino (Slipak y Giménez, 2018). Este último se caracteriza por una frontera absoluta entre el pueblo y sus enemigos; estos se encuentran hors la loi et hors l’humanité. Ciertamente, nuevos contingentes podrán pasar a formar parte del campo enemigo, pero la redención de ese enemigo es imposible. En el populismo, en cambio, el enemigo nunca es completamente el enemigo, es el que aún no comprende los nuevos tiempos, pero en algún momento del futuro lo hará, para utilizar una frase cara a la discursividad de Perón. Esto marca una diferencia de importancia con el sentido común acerca del populismo compartido tanto por sus críticos institucionalistas como por sus defensores laclausianos, ya que introduce un matiz no menor en ese supuesto de que la polarización populista supone sin más una división en dos del espacio político. No decimos que tal división y polarización no existe, sino que la misma suele desdibujarse y es particularmente dinámica. 6 Es esta una de las razones por las cuales La razón populista es un texto con mucho mayor capacidad de dar cuenta del carácter radicalizado que van tomando algunas identidades populares latinoamericanas entre fines de los años cincuenta y los años setenta antes que de los populismos clásicos de la primera mitad del siglo en la región.

Otro rasgo característico del modelo jacobino es el de la adunación (adunation). El Abate Sieyès acuñó este término para referirse al “proceso a través del cual se forja la unidad social, en que los hombres juntos forman la nación, sublimando sus diferencias para no considerarse más que bajo la especie de ciudadanos iguales” (Rosanvallon, 1998: 47). Es la impronta rousseauniana de los revolucionarios la que los lleva a velar para que no existan sociedades parciales ni grupos secundarios que corrompan la voluntad general de la nación, “una e indivisible”, con sus intereses particulares. Un particularismo contra el que se prevenían los jacobinos era precisamente el conformado por las solidaridades de campanario y los intereses locales, que marca toda la dinámica de la pugna revolucionaria entre la sensibilidad federal de los girondinos y el centralismo jacobino. En verdad, tanto el yrigoyenismo como el peronismo, así como el cardenismo y el varguismo, van a tensionar en distinto grado a la estructura federal del Estado, constituyendo verdaderos procesos de nacionalización y homogeneización relativa del espacio político territorial.

Durante su primera presidencia, entre 1916 y 1922, Hipólito Yrigoyen lanzó 19 intervenciones a las provincias, la mayoría de las veces por decreto. Los fundamentos del “Decreto de Intervención a la Provincia de Buenos Aires”, de abril de 1917 son particularmente iluminadores:

El pueblo de la república, al plebiscitar su actual gobierno legítimo, ha puesto la sanción soberana de su voluntad a todas las situaciones de hecho y a todos los poderes ilegales. Que en tal virtud, el poder ejecutivo no debe apartarse del concepto fundamental que ha informado la razón de su representación pública, sino antes bien, realizar, como el primero y más decisivo de sus postulados, la obra de reparación política que alcanzada en el orden nacional debe imponerse en los estados federales, desde que el ejercicio de la soberanía es indivisible dentro de la unidad nacional, y desde que todos los ciudadanos de la república tienen los mismos derechos y prerrogativas. Nada más justamente señalado, entonces, que el ejercicio de las facultades constitucionales del poder ejecutivo de la nación, para asegurar el cumplimiento en los estados de la misma solución, en unidad armónica y solidaridad absoluta (Honorable Cámara de Senadores de la Nación, 1917: 14-16).

La alusión a mandatos plebiscitarios y a una soberanía nacional indivisible expresa esa fuerza centrípeta y nacionalizante que el proceso de democratización política trae consigo, aun cuando el mismo amenace los límites institucionales, marcando una singular confrontación entre la lógica democrática y la estructura federal del Estado. Sin lugar a duda, los usos y abusos del instituto de la intervención tenían una historia previa a Yrigoyen, pero con éste, ese instituto alcanzó su punto más alto. Cualquier gobierno provincial viviría desde entonces en precario: bien por haber sido electo antes del saneamiento de los procesos electorales -siendo considerado una situación de hecho-, bien por expresar una voluntad discordante respecto a aquel “mandato plebiscitario”. Por otra parte, el radicalismo de Yrigoyen, aun con sus clivajes internos, representó la primera fuerza de alcance político nacional, ya que sus antecesores conservadores constituían en verdad un acuerdo de distintas fuerzas provinciales.

El de Yrigoyen no es un caso aislado. Desde su ascenso al poder en 1934, Lázaro Cárdenas centralizó el poder en el presidente a costa de los estados federados. En su enfrentamiento con Plutarco Elías Calles, declaró desaparecidos los poderes en los estados y removió a 14 gobernadores (Hernández Chávez, 1993).

En el caso de Juan Domingo Perón, la impronta nacionalizante parte desde un comienzo, cuando se busca homogeneizar un conjunto de derechos laborales y sociales en todo el país. La lógica democratizante se imponía a un federalismo que implicaba tratar igualmente a lo desigual. Así, la mayoría de sus referencias al federalismo toman la forma de la equiparación de las condiciones en las distintas provincias: es una lógica de la homogeneización, no del federalismo. El instituto de la intervención federal también estará al orden del día, en especial para remover a aquellos poderes provinciales que se oponían a la Justicia Laboral, a la que veían como una injerencia de la presidencia en los usos y abusos locales. Pero el punto más alto de este proceso está dado por la reforma constitucional de 1949, cuando se estableció que el presidente y el vicepresidente fueran elegidos en forma directa por la ciudadanía, considerando al país un distrito único; esta fórmula reemplazaba al sistema de elección indirecta, que sobrerrepresentaba a las provincias del interior.

Las relaciones de Getulio Vargas y el federalismo tienen una larga y tormentosa historia: del aplastamiento del alzamiento paulista durante su gobierno provisorio a la quema de las banderas estatales durante la dictadura del Estado Novo, para finalmente alcanzar ciertos niveles de compromiso con los poderes locales en su último periodo constitucional (Camargo, 1993).

Pero comparar las experiencias latinoamericanas con el modelo jacobino nos permite cuestionar otro acendrado supuesto que se ha vuelto sentido común en el discurso académico y en el discurso profano sobre el populismo. La adunación en el caso francés comprendía ese proceso de eliminación de todo particularismo no sólo territorial, sino también de todo grupo secundario o corporativo que interfiriera entre el individuo ciudadano y la nación francesa “una e indivisible”, llevando al extremo ese largo proceso de centralización iniciado en el antiguo régimen del que tan buena cuenta diera Alexis de Tocqueville (1996). Así, en los debates sobre el populismo se ha sostenido recurrentemente que este supone una relación directa y no mediada entre el líder y la amplia masa de seguidores desorganizados (Weyland, 2002). De la organización territorial del radicalismo yrigoyenista a los ejidos campesinos del cardenismo y a los encuadramientos sindicales que signaron las experiencias argentina, mexicana y brasileña, nada está más alejado de la experiencia regional en la primera mitad del siglo pasado que esa recurrente fantasía de una relación directa y no mediada entre el líder y los seguidores. La amplísima organización de los distintos sectores sociales bajo el cardenismo es quizás el ejemplo más acabado de esa desmentida (Córdova, 2004). Si progresivamente la bibliografía sobre el populismo ha tenido que revisar este supuesto ante el cúmulo de evidencias que la investigación de casos aportaba en su contra, lo hizo sólo de manera parcial: rápidamente se intentó caracterizar a esta amplia trama organizativa como completamente heterónoma y dependiente de los designios de un líder personalista y autoritario. El problema es que la evidencia también horada este supuesto: si el mismo vale, por ejemplo, en el caso de México para describir muy parcialmente el paternalismo estatal que guió la constitución de la Confederación Nacional Campesina en 1938, sirve muy poco para aproximarnos a la verdadera sociedad que Cárdenas mantuvo con Vicente Lombardo Toledano cuando este fue titular de la Confederación de Trabajadores de México (2004: 67 y ss.). De igual forma, el pulso entre la Confederación General del Trabajo y Perón, alrededor de la candidatura vicepresidencial de Eva Perón en agosto de 1951, tampoco parece encuadrarse fácilmente en el supuesto general de una heteronomía cuyos límites habría que trabajar con mayor profundidad.

La desorganización de los seguidores está lejos de ser un rasgo característico de los populismos clásicos latinoamericanos. Perón, por ejemplo, en forma muy parecida a Cárdenas, consideraba que el pueblo era ya un principio de organización respecto a las masas desorganizadas que veía con aprensión. Su concepción de la política pasaba por la organización principalmente corporativa de esas masas y su visión no era la de un pueblo homogéneo y “adunado” sino, por el contrario, la de intereses disímiles que debían conciliarse. No hay una concepción pluralista en términos políticos, pero sí una comprensión de la diversidad y la segmentación social. La voluntad política surgida de esa conciliación arbitrada por el Estado podrá ser “una”; ese era para él el arte de la política, e imponerse autoritariamente, pero ese pueblo estaba lejos de constituir una unidad homogénea. Esto marca una diferencia crucial con la concepción del pueblo en forma unitaria y homogénea que aparece en la mirada jacobina de la tendencia revolucionaria y, más específicamente, en Montoneros hacia los años setenta (Slipak, 2015).

Un último supuesto que queremos poner en cuestión y que atraviesa a la amplia mayoría de la producción sobre el populismo es la supuesta incompatibilidad de éste con las rutinas institucionales. Acérrimos detractores del populismo y sus defensores a ultranza parecen compartir este supuesto, aun cuando los últimos prodiguen bendiciones donde los primeros derrochan excomuniones. Es un tanto necio sostener que los populismos clásicos latinoamericanos no desarrollaron patrones regularizados de interacción practicados y aceptados (aunque no necesariamente aprobados) por actores que tenían la expectativa de seguir actuando bajo las reglas sancionadas y sostenidas por ese patrón.7

El populismo no debe ser confundido con un régimen político. Siendo una realidad que opera en el nivel de la constitución y el funcionamiento (esto es, las formas de interacción) de las identidades políticas, su traducción al plano institucional está lejos de ser transparente. Esto no indica que su consecuente inestabilidad del demos legítimo no afecte a las instituciones o que sus efectos no puedan hibridarse con distintos regímenes. Pero esto no define un régimen. No es el mismo régimen el del primer peronismo en sus años iniciales, cuando hay una interacción importante con la oposición en el Congreso, que el que existe a partir de la reforma constitucional en 1949 y la declaración del estado de guerra interno en 1951, que afecta en modo cuasi terminal el estado de derecho. Tampoco es lo mismo el último Vargas y la importante libertad de prensa existente en el gobierno iniciado en 1951, como intento de dejar atrás el recuerdo del Estado Novo, que lo que ocurría simultáneamente en Argentina. Finalmente, no es equiparable la forma democrática de acceso al poder de Yrigoyen, Perón o el último Vargas (pese a la restricción del sufragio existente en Brasil hasta los años ochenta) que el caso de Cárdenas, que llega al poder mediante el particular sistema de control de la sucesión del maximato y concluye en las violentas elecciones de 1940, sin que la democracia política hiciera su aparición antes, durante o después de su mandato.

El populismo tampoco se caracteriza por la recurrencia a instrumentos de participación directa, como sostiene Pierre Rosanvallon (2020). Así, el “culto del referéndum y la democracia directa” no tiene ningún antecedente en los populismos latinoamericanos. Sólo en Brasil, la autoritaria Constitución “otorgada” de 1937, que signó al Estado Novo, preveía una ratificación popular que nunca se concretó.

Sostener que el populismo es “lo otro” de las instituciones ha clausurado la vía para aproximarnos a un estudio especialmente necesario e interesante como el de la especificidad de las instituciones populistas. Estas simplemente son descartadas por la academia como si de un “no objeto” se tratara (Melo, 2009).

Veamos algunos ejemplos: en 1951 el Congreso argentino sancionó la ley de provincialización del entonces Territorio Nacional del Chaco. La nueva provincia, que recibió el nombre de Presidente Perón, eligió a sus representantes para darse una Constitución. En el artículo 33 de la misma se establecía un poder legislativo unicameral, e indicaba que la mitad de sus miembros serían elegidos por sufragio universal, mientras que la otra mitad se elegiría por el voto de los afiliados a las asociaciones profesionales. En los hechos, esto suponía que la masa de trabajadores sindicalizados contaba con doble voto y doble representación para conformar el poder legislativo chaqueño. En forma similar, el establecimiento de la Justicia Laboral bajo el peronismo para resolver los conflictos suscitados entre patronos y obreros invertía la carga de la prueba en favor de estos últimos.

En el populismo, los derechos asumen un particular carácter beligerante. No son sólo el estatuto de una membresía en la comunidad política. Son también una conquista, la marca de una memoria litigiosa que supuso arrancarlos de una realidad en la que un adversario, aún presente y amenazante en la escena política, había medrado a expensas del trabajador en una situación de injusticia y expoliación.

La institucionalidad populista tiende entonces a reproducir aquella tensión originaria entre la plebs y el populus, cuya “administración” viene a saldar el populismo. Su supuesta maleabilidad no es sino la reproducción de ese juego pendular entre la ruptura y la conciliación en el seno de las rutinas y prácticas institucionales. La plebs emergente se integra en la institucionalidad del populus, pero lo hace de una forma particular que protege el nuevo lugar conquistado: a través de esa afrenta a la antigua “universalidad” que supone el doble voto, la doble representación o la inversión de la carga de la prueba impuesta a sus rivales.

Conclusiones

Los populismos clásicos latinoamericanos parecen muy alejados de algunos de los supuestos que atraviesan el actual debate de distintos fenómenos aludidos bajo esa nominación. Las experiencias latinoamericanas de la primera parte del siglo XX no pueden ser confundidas sin más con el surgimiento de una identidad popular, ya que representan un tipo particular al interior de las mismas, con características propias y definidas, las más sobresalientes de las cuales fueron un juego pendular entre la ruptura y la conciliación comunitaria que, al tiempo que producía una constante inestabilidad del demos legítimo, desarrollaba mecanismos de regeneración de los actores que moderaban los efectos más disruptivos del conflicto. Aquellas experiencias no supusieron el establecimiento de una frontera excluyente entre el pueblo y sus enemigos y, a diferencia de lo que se cree, desarrollaron algunas formas institucionales específicas que fueron centrales en su construcción política, al tiempo que establecieron una amplia trama organizativa y el encuadramiento de sus seguidores.

Aunque los casos que hemos estudiado están históricamente situados, los rasgos que hemos encontrado en común constituyen una lógica de la política, del surgimiento y la forma de relación entre colectivos, que podría verificarse más allá de la política latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. Con todo, no nos satisface el uso generalizado que se ha dado del término populismo para caracterizar a un conjunto de experiencias sudamericanas de comienzos del siglo XXI. Si algunos rasgos pueden detectarse en los primeros tramos del gobierno de Hugo Chávez en Venezuela o de Evo Morales en Bolivia, el colapso represivo del régimen venezolano constituye precisamente la prueba del agotamiento de la experiencia populista y de su capacidad regenerativa, mientras que, en el caso boliviano, la Constitución de 2009 supone la hibridación del tradicional mecanismo populista latinoamericano con tradiciones ajenas al mismo. El caso de Rafael Correa en Ecuador fue el de una tecnocracia reformista de corte jacobino, con una muy débil organización y encuadramiento de sus seguidores, por lo cual en ningún caso se acerca a nuestra caracterización. En Argentina, un país en el que distintos elementos de la tradición populista se hibridan con la democracia liberal, la experiencia kirchnerista es también heredera de esa frontera trazada en 1983, por lo cual la centralidad que adquiere la noción de derechos humanos y de estado de derecho ha impuesto un límite cierto a los desbordes y la intermitente exclusión del adversario, y tampoco puede ser clasificada en nuestros términos como populista.

Las caracterizaciones hoy abundantes de populismos de izquierda o de derecha, incluyentes o excluyentes, no parecen tener sentido para un concepto como el nuestro, que define una forma y una lógica de la política. En nuestra mirada, denominar como “populistas” las experiencias de la extrema derecha europea o al trumpismo en Estados Unidos no constituye sino un abuso del lenguaje. Se trata de identidades que se construyen sobre la estigmatización rígida de un otro (el inmigrante, el progresista, el “parásito” de la seguridad social, las minorías sexuales), en la cual no se abre ningún proceso de regeneración de los actores. Y ese tratamiento del otro estigmatizado sólo encontrará un límite en una institucionalidad heredada y apenas tolerada por la fuerza de las circunstancias.

Sólo una cierta pereza intelectual explica utilizar el término “populismo” para caracterizar lo que aparece como una transformación a escala global de la política y la democracia, una mutación consistente en la progresiva pérdida de capacidades de los Estados nacionales simultánea a la ampliación de demandas públicas que ha supuesto la democratización de la conversación pública y la expansión de las redes sociales (Gerchunoff, 2019). Este proceso ha supuesto una nueva erosión de distintas mediaciones que van del periodismo a las instituciones representativas y que, a través de la ilusión de una voluntad popular inmediata -recordemos la caracterización de Rosanvallon (2007: 57) de una “democracia inmediata”-, ha derivado en la polarización que atraviesa a la política actual.

Nuestra aproximación al populismo comparte también algunas de las observaciones que los sociólogos del cambio social hicieron sobre las experiencias latinoamericanas, aunque se distancie a la hora de ver en ellas algún tipo de anomalía que las sustrae de un modelo entronizado como ideal. Así, ese juego pendular entre la ruptura y la conciliación social, ese partir a la sociedad para luego volver a unirla en un estadio que ya no se reconoce completamente en el orden y la distribución de lugares precedente, parece propicio para la introducción de reformas radicales y guarda gran afinidad con la necesidad de procesar rápidos cambios sociales que no podían canalizarse en la estructura institucional heredada, hecho del cual dan cuenta obras monumentales como las de Germani y Touraine. De igual forma, ese recurrente intento de volver a conciliar un lazo comunitario que se ha forzado hasta la ruptura nos remite a la imagen de “Estado de compromiso”, acuñada en 1967 por Francisco Weffort (1998).

Con sus particulares características y legados, sus luces y sus sombras, que han hecho nacer una plétora de críticos y defensores incluso muchas décadas luego de languidecer, los populismos clásicos han constituido una vía propia a través de la cual buena parte de América Latina procesó en forma relativamente pacífica reformas imprescindibles para su democratización.

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1 No descartamos que el término haya sido utilizado antes en la política local, pero esta referencia, perteneciente al trabajo de tesis doctoral de Ricardo Martínez Mazzola (2009) —a él le corresponde el mérito de encontrarla— es la más antigua que hemos hallado en la que el término se utiliza con un afán polémico en nuestro medio y no como una referencia informativa del naródnichestvo ruso o del populismo estadounidense.

2Como hemos dicho, la producción es enorme. Sólo enumeraremos a modo de ejemplo las contribuciones de Germani (1962, 2003) y Di Tella en el caso argentino, los trabajos de la escuela paulista con Francisco Weffort, Octavio Ianni, el mismo Florestán Fernandes y Fernando Henrique Cardoso, las contribuciones sobre el cardenismo mexicano de Arnaldo Córdova, etcétera.

3Deriva que en Dornbusch y Edwards (1991) acabaría haciendo del populismo sinónimo de demagogia económica.

4Sin ánimos de ser exhaustivos, podemos mencionar como característicos de esta ola los trabajos de Denise Dresser sobre México, de Kenneth Roberts sobre Perú, de Marcos Novaro sobre Argentina, así como la teorización general de Kurt Weyland.

5Con el tiempo, Laclau matizaría esta radical contraposición entre lógica populista y lógica institucionalista, sosteniendo que ninguna formación política puede ser puramente populista ni puramente institucionalista y concibiendo al populismo como una cuestión de grado (Laclau, 2006).

6En verdad el esquema de Laclau (2005) dispone, en la figura de los significantes flotantes, del elemento que le permitiría hacer una lectura menos rígida de las características de ese enfrentamiento entre la identidad popular y sus otros, pero este camino aparece apenas explorado.

7El lector atento habrá advertido que tomamos aquí la definición general de instituciones acuñada por Guillermo O’Donnell (1997: 210).

*El presente trabajo fue elegido por la comisión evaluadora como ganador del Segundo Concurso de Ensayo o Artículo de Investigación, con el tema: “Perspectivas sobre el populismo en América Latina en el siglo XXI”, promovido por la Revista Mexicana de Sociología. La ceremonia de premiación fue el 20 de febrero de 2023.

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