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Revista mexicana de sociología

On-line version ISSN 2594-0651Print version ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.85 n.spe2 Ciudad de México Aug. 2023  Epub Sep 30, 2023

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2023.2ne.60985 

Artículos

Democracia, representación política y populismo

Democracy, political representation and populism

Jean-François Prud’homme1 
http://orcid.org/0000-0002-3635-1983

1Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad de York, Toronto. Centro de Estudios Internacionales, El Colegio de México. Temas de especialización: los partidos políticos de oposición y la articulación de intereses en México; política comparada: partidos e instituciones políticas en México y en América Latina; teoría política: ciudadanía y representación política.


Resumen:

En años recientes, la discusión sobre la democracia representativa ha vuelto a ponerse en el centro del debate público. Para algunos autores, ésta atraviesa por una crisis profunda. Para otros, se trata de un periodo de adaptación y de regeneración. Una de las manifestaciones de las tribulaciones de la democracia estaría vinculada a la aparición de movimientos populistas de derecha y de izquierda en varias regiones del mundo. Este artículo explora los vínculos entre populismo y democracia representativa.

Palabras clave: democracia; representación; populismo; republicanismo; contrapesos

Abstract:

In recent years, the debate about representative democracy has returned to the center of public discussion. For some authors, it reveals a deep crisis of representative democracy. For others, it shows that democracy is going through a period of adaptation and regeneration. The emergence of populist movements, from the right and left, in different regions of the world is one of the manifestations of the turbulences of democracy. This article explores the linkages between populism and representative democracy.

Keywords: democracy; representation; populism; republicanism; checks-and-balance

En los últimos años, una serie de fenómenos políticos han vuelto a poner en el centro del debate público la discusión sobre la democracia representativa.1 El aparente fortalecimiento de los partidos políticos de extrema derecha en Europa en elecciones recientes (Alemania, Austria, Países Bajos, Francia, entre otros países) y el predominio de una narrativa xenófoba en otras consultas populares (Gran Bretaña y Estados Unidos) se han nutrido de una profunda insatisfacción de un amplio segmento del electorado hacia las instituciones y los procedimientos de la democracia representativa. En otros casos, esa insatisfacción se ha expresado en un aparente rechazo a la clase política establecida y la súbita aparición y consolidación de nuevas fuerzas políticas: pienso, entre otros ejemplos, en los casos de los partidos La République en Marche en Francia y Podemos y Ciudadanos en España, o en el surgimiento de partidos postransición a la democracia en varios países latinoamericanos. En otras regiones del mundo, los procesos de democratización de regímenes autoritarios han dado lugar a regímenes híbridos que detrás de una fachada democrática se apoyan cada vez más en prácticas autoritarias, lo que Steven Levitsky y Lucan A. Way (2010) han llamado el “autoritarismo competitivo”.

Desde luego, detrás de esos fenómenos hay una gran diversidad de trayectorias y circunstancias históricas y, por lo tanto, de explicaciones. Sin embargo, hay una serie de factores que parecen repetirse en muchos de esos casos: la percepción de la existencia de una brecha entre la clase política profesional y el electorado, incluyendo desde luego una crítica a los partidos políticos establecidos; la impresión de una cierta ineficacia y pérdida de capacidad de los gobiernos democráticos en el contexto volátil de la globalización, y la dificultad de encontrar respuestas a cambios culturales y sociales que son vividos como amenazas. Muchos analistas de la vida política contemporánea ven en esos fenómenos una explicación al resurgimiento del populismo en la vida política de las democracias.

Este texto tiene como propósito reflexionar sobre la relación entre la representación política, algunas expresiones contemporáneas del populismo y la democracia.

La representación política

Siguiendo en ello el argumento que desarrolla de manera brillante Bernard Manin en su obra The Principles of Representative Government (1997), la asociación entre representación y democracia es relativamente reciente. De hecho, en la historia de las ideas políticas y su aplicación al diseño de las instituciones democráticas, la noción republicana de representación fue desarrollada como una alternativa a la participación más directa del pueblo en la toma de decisiones públicas, como lo preconizaban filósofos como Rousseau. James Madison y el Abad Siéyes son considerados como los principales representantes de la corriente republicana que defendía la noción de representación. Para Madison, se trataba de una “forma superior de gobierno” que permitía “filtrar la opinión pública por mentes elegidas que entienden mejor el interés del país”.

Además, cabe recordar que, en esa concepción, las facciones -lo que después dio lugar a los partidos políticos- eran percibidas de manera negativa, como lo muestran varios pasajes de El federalista. Encontramos algo similar en los escritos del Abad Siéyes, gran defensor del Tercer Estado, durante la Revolución Francesa. Para él, los representantes del pueblo constituían un “cuerpo especializado”, una especie de grupo de profesionales encargados de tomar las decisiones en un esquema de división del trabajo en el orden democrático. Por lo tanto, en el momento del surgimiento de las instituciones políticas modernas, las nociones de democracia y de representación parecían contrapuestas. Es importante recordarlo porque algunas de las paradojas de la democracia representativa contemporánea (y de sus críticas) tienen que ver con esa contraposición inicial.

Es sólo después, a partir de mediados del siglo XIX, con la ampliación de la ciudadanía y, sobre todo, la instauración paulatina del sufragio universal en algunos países, que las nociones de democracia y representación fueron asociadas. Y como bien lo analizó Moisei Ostrogorski (1982) en su momento, la organización de elecciones sobre una base regular y la participación en ellas de un número mayor de ciudadanos llevaron a la creación y la consolidación de partidos políticos más estructurados. Ese proceso se dio también en un contexto en el cual la noción de “opinión pública” adquirió cada vez más importancia. Así, se conformaron los principios (o dimensiones) que solemos ahora identificar con la democracia representativa, la aparición de los partidos de masas, transformando la noción de representación política.

Siempre siguiendo a Bernard Manin (1997), esos principios son: la elección de representantes a intervalo regular; la independencia parcial de esos representantes, una vez electos; la libertad de la opinión pública, que ejerce una función crítica y de rendición de cuentas, especialmente en tiempos electorales; y un proceso de toma de decisiones que se apoya en el debate y la argumentación (es decir, en parlamentos). La expresión concreta de esas dimensiones habría evolucionado a lo largo de la historia de los regímenes democráticos, transformando la relación entre representados y representantes. Manin define la etapa histórica que estamos viviendo como una democracia de “gran audiencia” o de “gran público”, que refleja las transformaciones sociales y políticas que han atravesado nuestras sociedades contemporáneas: cambios en los modelos de comunicación, profesionalización de las carreras políticas, métodos más refinados de exploración de la opinión pública y diferenciación en los instrumentos de gobernanza.

De manera más específica, Manin nos dice que, a diferencia de momentos históricos anteriores (como los del dominio del parlamentarismo o de la democracia de partidos), la democracia de gran audiencia privilegiaría en lo electoral el juego de la oferta y la demanda políticas acotadas en el tiempo y la fabricación de un vínculo de confianza personal hacia figuras políticas mediáticas y, a veces, de rápida caducidad (Manin, 1997: 216). De ahí el dominio del experto en comunicación y fabricación de imágenes públicas y, también, la mediación creciente de métodos de sondeo y monitoreo de la opinión pública en el ejercicio de la autonomía parcial de los representantes. Hablamos de un mundo en el cual la opinión pública es más volátil y cambiante y, frecuentemente, está divorciada de su expresión electoral, a diferencia, por ejemplo, de la época en que las ideologías partidistas cumplían una función de vinculación entre los representantes y los representados. De ahí la importancia para los representantes de recurrir de manera constante a encuestas de opinión para orientar su posicionamiento sobre una diversidad de temas de la agenda pública.

Finalmente, en cuanto a la deliberación para la toma de decisión, se estaría dando una peculiar bifurcación en el espacio de su ejercicio. Por un lado, por razones asociadas a las necesidades de gobernanza y a la naturaleza más técnica y especializada de los temas de la agenda pública, las negociaciones directas entre los gobiernos y los grupos de interés adquieren una importancia fundamental en la toma de decisiones gubernamentales: de ahí nace un fenómeno de exclusión del ciudadano común y corriente en esos procesos. Por otro lado, las fronteras del espacio en el cual se ejerce el debate en torno a esas decisiones públicas se amplían para abarcar el siempre más extendido y complejo mundo de las comunicaciones mediáticas. Hay que recordar, además, que Manin desarrolló esa reflexión en una época en que las redes sociales digitales apenas empezaban a jugar un papel importante en la difusión de las opiniones y en la formación de la esfera pública. Por lo tanto, se puede pensar en una ampliación del campo y de los medios que permiten a los ciudadanos opinar. Uno de los efectos de esa curiosa combinación de exclusión e inclusión es el desplazamiento de las instituciones y las organizaciones tradicionales de deliberación, como los parlamentos y los partidos políticos. Se da una especie de desconexión entre representación, expresión de la opinión pública y toma de decisiones.

En esta larga presentación de los argumentos desarrollados por Manin sobre la asociación entre democracia y representación y la historia misma de la democracia representativa podemos encontrar algunas pistas para entender el malestar existente frente a la democracia, sus instituciones y sus procedimientos. Para avanzar más en ese camino, me parece importante introducir algunas reflexiones sobre los partidos políticos modernos.

En sus estudios sobre los partidos políticos y los sistemas de partidos, Peter Mair (1997: 109) desarrolló un concepto que parece compatible con la noción de democracia de audiencia: el de “partidos de cartel”. Dichos partidos tendrían un interés compartido en colaborar y mantener un sistema estable de gobernanza, puesto que frecuentemente todos ellos asumen responsabilidades de gobierno a un nivel u otro del sistema político. La competencia electoral entre ellos es limitada, pues existe una cierta necesidad de mantener un elevado grado de continuidad en las políticas públicas. La relación entre los militantes y la dirigencia partidista tiende a ser más un mito de legitimación que el motor de la vida interna de esas organizaciones. De hecho, en la movilización de los votos, el activismo de la base cede su lugar a las inversiones de cuantiosos recursos financieros que permiten el despliegue de costosas campañas mediáticas. Frecuentemente, esas campañas se hacen posibles mediante generosos subsidios públicos y modelos de propaganda y comunicación política asegurados por el Estado. En ese contexto de profesionalización de la vida política, Mair define a los partidos como agentes del Estado, es decir como organizaciones que están más cerca del Estado que de la sociedad. En una obra póstuma que se titula Ruling the Void, el autor describe esa situación como el “vaciamiento de las democracias occidentales” (Mair, 2013).

Por lo tanto, no es de sorprender que, para muchos ciudadanos, las diferencias entre los programas parezcan tenues, el vínculo orgánico entre militantes y cuadros partidistas casi inexistente y la brecha entre electores y organizaciones políticas enorme. En situaciones de crisis reales o imaginadas, donde disminuye la capacidad de los gobiernos para hacer frente a problemas que surgen en la agenda pública, resulta casi natural rechazar en bloque a la clase política profesional y a los procedimientos de la democracia representativa. Frecuentemente, en esas situaciones se denuncia la partidocracia y se buscan alternativas de ruptura que se expresan en la creación de opciones de renovación de la clase política dentro de las instituciones de la democracia representativa, o en la afirmación de un discurso populista que reniega de las mediaciones institucionales en las cuales se apoya la democracia representativa.

Más recientemente, Craig Calhoun, Dilip Parameshwar Gaonkar y Charles Taylor llegan a conclusiones similares tomando en consideración no sólo factores de orden político, sino también dimensiones de carácter sociológico y económico. Para estos autores, los regímenes democráticos atravesarían por distintos ciclos que se caracterizan por momentos de regeneración y degeneración de la vida democrática. Desde las últimas décadas del siglo XX, estaríamos en medio de un ciclo de degeneración de la democracia representativa, cuyos ejes principales serían un sentimiento de pérdida de eficacia de los ciudadanos en la definición de la esfera pública y en la toma de decisiones, la existencia de olas de exclusión de ciertos segmentos de la población que operan de manera bimodal, y una polarización creciente en la expresión de valores y preferencias (Calhoun, Parameshwar Gaonkar y Taylor, 2022: 45 y ss.).

La sensación de pérdida de eficacia estaría asociada a la fragmentación y desaparición de las pequeñas comunidades de adscripción social y a la existencia de grandes sistemas abstractos de toma de decisiones (por ejemplo, mercados globales y enormes sistemas de comunicación), donde los individuos tienen poca capacidad de incidir en la definición de su propio futuro. Las olas de exclusión significarían la acentuación de la desigualdad en el seno de la ciudadanía. Frecuentemente, darían lugar a dinámicas de acción y reacción en las que grupos excluidos como resultado de ciertos fenómenos buscarían a su vez la exclusión de otros grupos para recuperar el lugar que creían ocupar en la sociedad. El ejemplo más evidente sería el caso de grupos sociales desplazados por la globalización y las políticas económicas “neoliberales” que, a su vez, apoyan programas que persiguen la marginalización de grupos étnicos, culturales o religiosos (los inmigrantes, por ejemplo), con el propósito de recuperar una posición más favorable en la sociedad. Desde luego, este fenómeno de exclusión social en cadena sería muy propicio a la existencia de discursos de polarización que a su vez vendrían a reforzar esa dinámica de exclusión. A ello habría que agregar la existencia de demandas sociales de carácter cada vez más fragmentado, cuya resolución no parece permitir su convergencia en proyectos políticos más generales, lo que dificulta la agregación de los intereses, para decirlo en el vocabulario clásico de la ciencia política. Esos tres fenómenos tienden a ocurrir de manera simultánea y a autorreforzarse. Por lo tanto, la creación de un sentido de comunidad necesario a la definición mínima del bien común y a la existencia de una vida democrática sana se vería comprometida. Esto explicaría, entre otros factores, el surgimiento de múltiples expresiones de insatisfacción y rechazo a la democracia representativa.

Los ciudadanos críticos

Como bien lo destaca Pippa Norris (2005: 7) en su estudio sobre el surgimiento de los “ciudadanos críticos”, la insatisfacción con la democracia representativa en Occidente no es un fenómeno nuevo. Aun en los momentos de auge económico de la posguerra, había voces, como las de los intelectuales de la Comisión Trilateral, que cuestionaban la capacidad de los gobiernos democráticos para administrar lo que parecía ser un exceso de demandas políticas. Los cambios geopolíticos de la década de los años ochenta, que alimentaron la tercera ola de democratización, generaron de nuevo grandes expectativas en cuanto a las posibilidades de difusión de valores e instituciones democráticas. Sin embargo, según Norris, en la última década del siglo XX se manifestaron de nuevo expresiones de insatisfacción respecto a las instituciones de la democracia representativa. Esa insatisfacción tiene causas distintas. En las democracias nuevas puede estar relacionada con el pobre desempeño del régimen y una falta de confianza en la clase política. No obstante, en las democracias consolidadas, la insatisfacción estaría más relacionada con una tensión entre los valores y aspiraciones democráticas y la realidad de las instituciones y los procesos de la democracia representativa. En ese sentido, los ciudadanos críticos buscarían mejorar la calidad de la vida democrática por la vía de la consolidación de la responsabilidad pública y de la ampliación de la participación.

Un poco más de 10 años después, Norris (2011) volvió a tocar el tema desde la perspectiva del “déficit democrático”. Identificaba de nuevo la existencia de una brecha entre los ideales democráticos de ciertos sectores de la población y la oferta política existente en varios países. Una vez más, la autora distinguía entre las democracias emergentes donde las endebles aspiraciones democráticas no propician condiciones favorables para la democratización y las sociedades donde la democracia goza de una “reserva masiva de legitimidad popular”. En ese caso, la insatisfacción con la democracia estaría otra vez relacionada con unos ideales democráticos in crescendo, noticias negativas sobre los gobiernos y una cierta frustración con las limitaciones en el desempeño de los gobiernos (entendido más en términos de procesos políticos que de eficiencia de las políticas públicas). Nos encontraríamos otra vez frente a nuestros “ciudadanos críticos” motivados por un alto nivel de aspiraciones democráticas y que a la vez pueden estar involucrados en acciones de protesta y renovación de las formas de participación, sin negar la validez de los principios en que se apoyan los regímenes democráticos.

Esta interpretación sustenta una visión positiva de las reacciones ante el déficit democrático. Podríamos mencionar aquí, a título de ejemplo, el surgimiento de movimientos sociales en contra de ciertos tipos de decisiones gubernamentales, como el caso de las respuestas a la crisis financiera de 2008. De la misma manera, la aparición de nuevos partidos democráticos en un contexto de descrédito de la clase política tradicional podría ser otra forma de expresión de ese fenómeno. Pienso en los casos de Podemos y Ciudadanos en España o en la sustitución de los partidos postransición a la democracia por nuevas fuerzas políticas en muchos países latinoamericanos. En este caso, las deficiencias de los procedimientos democráticos, y especialmente las “fallas de los partidos” según la expresión consagrada de Kay Lawson (1988), dieron lugar a una renovación de las organizaciones políticas y a una adecuación de las instituciones públicas para asegurar una mejor expresión de las demandas ciudadanas. Desgraciadamente, la búsqueda de formas innovadoras de participación política no constituye el único tipo de reacción ante las percepciones de crisis de la democracia representativa.

De hecho, la propia Norris, en un libro más reciente coescrito con Ronald Inglehart (2019), reconocía que una parte no descartable de las expresiones críticas de la democracia representativa en Europa o Estados Unidos estaba asociada a movimientos populistas de extrema-derecha. Aun así, frente a las dos hipótesis más frecuentemente escuchadas para explicar el fenómeno, Norris e Inglehart se inclinaban a favor de la más optimista. Según ésta, la hipótesis que explica el resentimiento popular hacia la clase política por la marginación de amplios sectores de la población como efecto de las transformaciones asociadas a la globalización tendría un poder explicativo menor para dar cuenta del apoyo a estos movimientos. La explicación más consistente se apoyaría más bien en una hipotesis de “reacción a los cambios culturales”, es decir, en una especie de canto del cisne de una población mayor, blanca, masculina y menos educada que se opone a los valores posmateriales del liberalismo cosmopolitano. Dicha hipótesis es más optimista porque supone un fenómeno de carácter transitorio tomando en consideración la edad más avanzada del segmento del electorado que expresa esas críticas hacia la democracia representativa.

El populismo

En un artículo que publiqué hace muchos años, destacaba la dificultad de identificar y definir con precisión el fenómeno populista. Me refería a un “concepto evasivo de la ciencia política” (Prud’homme, 2001). En efecto, si buscamos las primeras referencias al tema, podríamos regresar hasta la Roma republicana y encontrar sus orígenes en el discurso de Cicerón “En defensa de Publio Sestio”. En sus antecedentes modernos, nos vienen a la mente las utopias campesinas de los populistas rusos del siglo XIX o los movimientos de protesta anticapitalistas de los granjeros de las planicies del Medio Oeste de Estados Unidos y de Canadá en las primeras décadas del siglo XX. Más cerca de nosotros, pensamos sobre todo en las movilizaciones de las clases populares para su inclusión en la vida política y una mejor distribución del ingreso en países latinoamericanos como Brasil y Argentina durante los gobiernos de Vargas y Perón (y, por qué no, en el México de Cárdenas), así como en sus manifestaciones menores en países como Ecuador y Perú. Luego, a finales del siglo pasado, la peculiar combinación de reformas económicas orientadas hacia la revitalización de los mercados con políticas sociales de corte asistencialista dio lugar a la expresión de “neopopulismo”, y muchos politólogos aplicaron el concepto a los gobiernos de los presidentes Salinas en México, Menem en Argentina y Fujimori en Perú. Al inicio del siglo XXI, asistimos al regreso de un tipo más clásico de populismo latinoamericano, con el ascenso al poder de Hugo Chávez en Venezuela y la instalación de gobiernos afines en Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Paralelamente, a partir del último cuarto del siglo XX, una serie de partidos de extrema derecha surgieron y se consolidaron en los márgenes de los sistemas de partidos europeos: algunos de ellos, como el Reagrupamiento Nacional (antes conocido como Frente Nacional) en Francia, con una agenda política ultranacionalista de carácter xenofóbico, y otros, sobre todo en los países protestantes de tradición socialdemócrata, con programas dirigidos en contra de la política fiscal de sus gobiernos (“populismo fiscal”). El nuevo protagonismo de esos partidos en los inicios del siglo XXI tiende a fusionar ambos elementos con una fuerte crítica a los procesos de integración supranacional. Y para terminar esa breve enumeración de las diversas manifestaciones del fenómeno, cabe mencionar de paso la aparición y consolidación recientes de tendencias similares en sectores del Partido Republicano estadounidense, como lo muestran los discursos y propuestas del Tea Party y del ex presidente Trump.

No pretendo que esa enumeración sea exhaustiva. Sin embargo, muestra la inmensa diversidad de contextos históricos, contenidos programáticos, protagonistas y actores involucrados, posicionamiento en el sistema internacional y consecuencias sobre los sistemas políticos que incluye el universo de estudio del populismo. Tiene razón Victoria Murillo (2018) cuando aboga a favor de una definición historicista del concepto. A ello hay que agregar la diversidad de los enfoques utilizados para explicar el fenómeno. Esa diversidad no se limita a los conceptos y modelos analíticos desarrollados para estudiar el populismo, sino que se refiere también a la definición y delimitación del objeto que se pretende estudiar. Para algunos, se trata de un tipo específico de políticas económicas; para otros, de una etapa en el desarrollo de la inclusión política, y para otros más, de un tipo de movilización política, y así sucesivamente. Con frecuencia, el concepto tiene más utilidad para explicar lo que está alrededor que el fenómeno en sí. De hecho, en los últimos años hemos asistido a un interés renovado por este mismo fenómeno que se traduce en la publicación de un gran número de libros y artículos científicos sobre el tema. Frecuentemente, reflexiones y estudios están relacionados con la constatación de una regresión autoritaria (democratic backsliding) en las democracias consolidadas (Bermeo, 2016).

Por esta razón, prefiero adoptar una definición minimalista del concepto que se apoya en un número limitado de elementos de carácter político. Un primer elemento común a las diversas manifestaciones del fenómeno es la referencia al pueblo como principal protagonista de la vida política. Es una referencia a un pueblo homogéneo que por esencia no admite la diversidad de intereses. Un segundo elemento común es que ese pueblo suele definirse de manera antagónica frente a un adversario doméstico o foráneo: una élite nacional, otros grupos culturales o étnicos o un enemigo externo. Un tercer elemento común es que la definición de ese pueblo acostumbra ser acuñada por un líder político que interpreta sus deseos profundos y se presenta como la expresión de dichos deseos. En general, pretende establecer un vínculo directo con el pueblo haciendo uso de lo que Max Weber ha definido como carisma.

Ahora, muchos de esos elementos están presentes en la vida política de la gran mayoría de las democracias. El populismo es, en su definición mínima, “un estilo de hacer política” y está estrechamente asociado a la política de masas. Por lo tanto, comparte rasgos con los valores y las prácticas de la democracia representativa. El problema de la asociación entre esas dos nociones es de intensidad y de límites, como lo discutiré en el siguiente apartado.

Populismo y democracia representativa

Una de las dificultades que plantea el populismo es que sus componentes esenciales están asociados a los principios legitimadores de la democracia. En efecto, la larga historia de la implantación de la democracia representativa como sistema de gobierno, esa historia de la “consagración del ciudadano”, para retomar la expresión de Pierre Rosanvallon (1992), es la historia de la instrumentación práctica de los conceptos de soberanía y participación populares como forma de legitimación de la autoridad. En ambos casos, el referente principal de la vida política es el pueblo. Es más, como bien lo expresó Max Weber en sus reflexiones sobre los partidos políticos y la naturaleza de la competencia electoral, la democracia representativa requiere de una dimensión carismática para funcionar. De hecho, el carisma, entendido como el reconocimiento de atributos especiales de un individuo, juega un papel esencial en el acto de delegación de confianza en un representante que está en la base de la votación. Las elecciones como procedimiento para expresar la voluntad popular requieren de la dimensión carismática para funcionar. Es en gran parte lo que permite preferir un candidato a otro y, sobre todo, depositar su confianza en un representante, en ese curioso acto de traslación de voluntad que es el voto.

De la misma manera, la democracia representativa consagra el principio de mayoría aritmética como indicador de la voluntad popular, es decir, el vencedor de las elecciones es, en principio, el o la candidata o el partido que obtiene el mayor número de votos. Desde luego, esa mayoría es cambiante y debe permitir la alternancia en el poder.

En el caso del populismo, siguiendo en ello la reflexión de María Victoria Murillo (2018), existe también “[…] la necesidad de producir resultados que sostienen mayorías electorales para justificar la representación de ese pueblo que se arrojan los líderes populistas”. De hecho, es cierto que los dirigentes populistas tienen que refrendar permanentemente su imagen de intérpretes de la voluntad popular y de encarnación legítima de la misma, mostrando que tienen el apoyo de la mayoría, ya sea por la vía de elecciones, consultas populares o encuestas de opinión. Regresaré más adelante a la discusión del principio de mayoría.

El parentesco entre populismo y democracia representativa es lo que permite a ciertos analistas ver en los movimientos populistas expresiones necesarias de la insatisfacción de amplios segmentos del electorado en contra de la clase política establecida mediante el voto de protesta. Y es cierto que esos movimientos suelen implicar una fuerte carga de crítica al funcionamiento y al desempeño de la democracia representativa. En principio, como bien lo indican autores como Nadia Urbinati (2019), la esencia misma de los regímenes democráticos reside en su capacidad de adaptación y perfeccionamiento por la vía de la imaginación institucional. En ese sentido, los movimientos populistas deberían y podrían idealmente contribuir a esa permanente transformación.

Siempre siguiendo a Max Weber, las democracias modernas operan también en el marco de principios racionales-legales, elementos que restringen y limitan la dimensión carismática de la política de masas. Ahí reside una diferencia importante entre populismo y democracia representativa.

Al hacer un recuento de los altibajos de la democracia representativa en Estados Unidos, Craig Calhoun subraya la importancia, entre otros elementos, del republicanismo constitucional que significa la preeminencia del estado de derecho, la existencia de un sistema de equilibrio de poderes (checks-and-balance) y la garantía de una esfera pública vigorosa con libertad de expresión y circulación de información: “La importancia de las constituciones republicanas reside a la vez, y de manera paradójica, en su función de estabilización de la democracia -lo que supone restringirla- y en su obligación de ofrecer mecanismos para identificar las necesidades de cambio” (Calhoun, Parameshwar Gaonkar y Taylor, 2022: 53).

Hay aquí una cuestión de límites que es fundamental, y son las instituciones, las normas y los procedimientos de constitucionalismo republicano los que fijan esos límites. En pocas palabras, la democracia representativa y el populismo son compatibles en la medida en que ese último sea una forma de “hacer política” vigorosamente contenida en el marco de un estado de derecho democrático. Desde luego, esa afirmación plantea un problema de asociación entre calidad de la vida democrática y surgimiento de movimientos populistas, sobre el cual regresaré en las reflexiones finales.

Algunos de los enfoques clásicos -y otros más recientes- sobre el populismo en América Latina hacen énfasis en el carácter incluyente de esta forma de hacer política. La dimensión incluyente de esos movimientos se expresaría por lo menos de dos formas: 1) por la vía del reconocimiento de actores políticos previamente excluidos o marginados de la vida política cumpliendo una función de integración ciudadana, y 2) por la vía del otorgamiento de derechos o de redistribución de beneficios colectivos a través de políticas sociales.

Sin embargo, la naturaleza de los vínculos personalizados y con poca mediación institucional que se establecen entre el líder y sus seguidores, el alto grado de concentración del poder y de arbitrariedad en su ejercicio, y el carácter antagónico de la definición misma de “pueblo” limitan el alcance universal de la inclusión. La lógica de inclusión populista termina excluyendo por definición a otros actores políticos y sociales (los “otros” en la definición de “pueblo”).

Como bien lo observa Urbinati (2019: 198): “[…] el faccionalismo está en la naturaleza del populismo, aun si éste pretende hablar a favor y en nombre del pueblo. En realidad, el populismo habla a favor y a nombre del ʽpueblo buenoʼ después de haber expulsado las partes que, según él, no deberían y no deben pertenecer al pueblo”.

Este fenómeno puede también reflejarse en la traducción de la inclusión al universo de los derechos: el reconocimiento de derechos colectivos de una parte de la comunidad puede chocar con los derechos individuales del resto de la comunidad. Tomando un ejemplo noble, me viene a la mente el reconocimiento de derechos basados en la pertenencia a una comunidad étnica; tomando un ejemplo menos noble, el estilo populista de hacer política puede afectar los derechos cívicos de una parte de los ciudadanos llevando a cabo acciones que limitan la libertad de expresión o la libertad de asociación; tomando un ejemplo todavía menos noble, un gobierno populista puede intervenir frecuentemente en el funcionamiento del estado de derecho. Desde luego, el reconocimiento y la inclusión política de actores sociales previamente excluidos (o marginados) es encomiable. Sin embargo, la lógica antagónica en la cual se apoya el discurso populista tiende a limitar el carácter universal de los derechos otorgados y a crear nuevas minorías excluidas. No se trata aquí de defender los privilegios de los grupos que constituyen el “otro” en la lógica antagónica del populismo -que son frecuentemente grupos privilegiados-, sino más bien de poner en evidencia que el ataque a esos grupos afecta la pretensión a la universalidad de los derechos cívicos y el funcionamiento cabal del estado de derecho.

De hecho, hay aquí toda una discusión sobre el principio de mayoría que comparten la democracia representativa y el populismo. Cuando hablamos de mayoría, hablamos también de minorías. Se supone que en la democracia representativa el concepto de mayoria implica una dimensión temporal limitada, es decir, que las mayorías suelen alternar en el gobierno en función de los cambios en las preferencias del electorado. Se supone también que las minorías son parte entera de la sociedad y que el bien común se define a partir de la deliberación entre la mayoría temporal y las minorías. Como bien lo argumenta Charles Taylor, el problema aparece cuando la noción de “pueblo real” lleva aparejada la exclusión de las minorías de la comunidad deliberativa -o de la deliberación misma- y la ilegitimación de la oposición. Esta última deja de ser parte entera de la sociedad, mientras que la mayoría se transforma en vencedor permanente (Calhoun, Parameshwar Gaonkar y Taylor, 2022).

De hecho, como indica Urbinati (2019: 191), frecuentemente pero no siempre, el populismo exitoso intenta constitucionalizar “su mayoría” operando una separación entre el “pueblo bueno” y toda noción de imparcialidad, así como por la vía de la identificación entre la imagen del pueblo que construye y el gobierno legítimo. Una de las maneras de lograrlo se da por la eliminación de la distancia necesaria entre las leyes ordinarias y las leyes constitucionales. En palabras de Urbinati (2019: 190), en estas condiciones, el principio de “mayoritarismo radical” termina funcionando al servicio de una sola mayoría.

Populismo, instituciones y cultura política

Hay dos temas adicionales que merecen ser mencionados en relación con el estudio del populismo: las instituciones y la cultura política.

En párrafos anteriores, hice referencia al papel que juegan las instituciones en la restricción de la dimensión carismática presente en el funcionamiento de la democracia representativa y, más específicamente, en la vida partidista y en las contiendas electorales. La relación entre populismo e instituciones democráticas es, sin embargo, más compleja.

En primer lugar, el ascenso de los movimientos populistas suele estar asociado a una crisis de las instituciones de la democracia representativa y a un fuerte rechazo a la clase política establecida. El elemento antagónico de la narrativa populista tiene frecuentemente una fuerte dosis de antipolítica y la relación directa que pretende establecer el líder con sus seguidores busca contornar el obstáculo de la intermediación, función que suelen desempeñar las instituciones políticas democráticas. De ahí surge une doble dificultad: 1) la realización de la relación populista entre el líder y sus seguidores lleva a un progresivo vaciamiento de los elementos esenciales de las instituciones de la democracia representativa: la equidad y la transparencia en las contiendas electorales, la separación entre poderes con su dinámica de pesos y contrapesos, el cabal funcionamiento del estado de derecho y la libertad de expresión; todo ello crea un fuerte peligro de deriva autoritaria cuando los movimientos populistas asumen el poder; y 2) siempre en el caso de los populismos exitosos, aun cuando no se produce esa deriva autoritaria, sigue el problema de la institucionalización de la relación entre el líder y sus seguidores, lo que Max Weber (2014) llamaba la “rutinización del carisma”. ¿Cómo se puede, por un lado, construir canales institucionales que permitan mantener la relación entre los integrantes de las coaliciones populistas y, por otro, asegurar un mínimo de garantías democráticas para el conjunto de la ciudadanía?

Para terminar, me parece importante mencionar el tema de la cultura política. La mayoría de los estudios sobre el populismo tienden a dejar de lado este tema. Es fundamental recuperarlo. La cultura política contribuye a explicar el surgimiento y la consolidación del populismo. Sin lugar a dudas, su aparición está estrechamente asociada a la debilidad de la cultura democrática liberal. De la misma manera, su resurgimiento episódico en la vida política de algunos países se explica en parte con la memoria colectiva o, en otras palabras, tradiciones históricas que apelan a un acervo simbólico peculiar, a la aceptación de una cierta manera de ejercer el poder y a una concepción inmanente de la aplicación de la justicia. Esos elementos explican en parte la persistencia de movimientos populistas históricos (aquí viene a la mente el caso del peronismo en Argentina). En otros casos, la aparición y la organización de movimientos que promueven formas autogeneradas de producción del orden y de aplicación de la justicia de carácter inmanente pueden también ser relacionadas con una cultura populista: pienso aquí en la aparición de grupos armados de autodefensa en muchas regiones de México para hacer frente al fenómeno de la delincuencia.

Esta última afirmación me permite regresar a mi planteamiento inicial sobre la relación entre la insatisfacción con el funcionamiento de nuestras democracias representativas modernas y el surgimiento de narrativas y movimientos populistas. Frecuentemente, la palabra “populista” es utilizada como epíteto vago que sirve para denostar al adversario. Desde luego, cualquier reflexión académica seria sobre ese fenómeno tiene que ir más allá de ese ejercicio retórico estéril. En ese contexto, es fundamental interrogarse sobre las razones que provocan reacciones populistas y buscar, como bien lo sugieren autoras tan distintas como Pippa Norris y Nadia Urbinati, transformaciones en nuestros sistemas políticos que permitan la mejoría de la calidad de la democracia representativa.

Esto significa tener sistemas políticos que permitan adecuarse rapidamente a los cambios en los valores y las demandas sociales, así como favorecer la expresión y la inclusión de nuevas corrientes y organizaciones políticas cuando sea necesario, es decir, sistemas políticos que permitan la innovación y el cambio. Asimismo, los gobiernos democráticos deben buscar la manera de resolver eficientemente los problemas de la agenda pública y garantizar una alta calidad de la vida democrática en materia de participación, rendición de cuentas y promoción de derechos ciudadanos. Las democracias representativas de baja eficiencia que no logran enfrentar de manera eficaz los retos de la administración y el gobierno, cuyas clases políticas parecen actuar de manera más autorreferida que en sintonía con el electorado, que presentan dificultades para establecer mecanismos permanentes de rendición de cuentas y que luchan por imponer el estado de derecho, constituyen débiles baluartes frente al surgimiento del populismo. En pocas palabras, hay una relación directa entre la calidad de la democracia representativa y el surgimiento de movimientos populistas.

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1El presente artículo es una versión corregida y ampliada del manuscrito que se publicó en 2018 en la Revista Mexicana de Cultura Política 3 (12): 25-38.

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