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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.35 n.99 Ciudad de México Jan./Mar. 2020  Epub Mar 09, 2021

 

Artículos de investigación

El fenómeno de la retracción de la lengua materna en los migrantes indígenas mexicanos a las zonas urbanas. Violencia y pérdida de la diversidad

The Phenomenon of the Denial of the Mother Tongue among Mexican Indigenous Migrants in Urban Areas. Violence and the Loss of Diversity

Sandra Anchondo Pavón* 
http://orcid.org/0000-0001-7928-084X

*Departamento de Humanidades de la Universidad Panamericana. Correo electrónico: <sanchondo@up.edu.mx>. orcid: <https://orcid.org/0000-0001-7928-084X>.


Resumen

En México, las condiciones de los migrantes indígenas a las zonas urbanas son especialmente difíciles; hay demasiados casos en los que no conocen bien o desconocen del todo la lengua de las ciudades a las que llegan. Analizaremos el tipo de injusticia que representa la falta de consideración de su diferencia lingüística, pues la retracción de su lengua materna los limita como ciudadanos activos en la comunidad nacional. Insistiremos en que se trata de una estrategia adaptativa ante la discriminación y el rechazo, y en que no enfrentan simplemente un desplazamiento lingüístico, fuera del paisaje político.

Palabras clave: migración; indígena; lengua; justicia; bilingüismo.

Abstract

In Mexico, indigenous migrants’ conditions in urban areas are particularly difficult. Too many cases exist in which they are not well versed in or are completely unfamiliar with the language spoken in the cities where they arrive. The author analyzes the kind of injustice that the lack of consideration of their linguistic difference represents, since the denial of their mother tongue limits them as active citizens in the national community. She underlines that this is an adaptive strategy in the face of discrimination and rejection and that they are not simply facing a linguistic displacement, outside the political sphere.

Key words: migration; indigenous person; language; justice; bilingualism

Dejar morir una lengua es atentar en contra

de la dignidad de los seres que la hablan. Es destruir

la estructura mental de una colectividad humana

y, consecuentemente, descartar una opción

socioexistencial, una manera de ser en el mundo.

Patrick Johansson

Introducción

Si bien la migración es un asunto complejo cuyas repercusiones pueden analizarse desde diversas perspectivas, en el caso específico de los indomexicanos migrantes a contextos urbanos, el abandono de la lengua materna es una de las realidades más inmediatas y conflictivas que enfrentan cuando se ven en la necesidad de dejar su lugar de origen por falta de medios para la subsistencia y oportunidades para el desarrollo. Como lo menciona Maya Lorena Pérez Ruiz, “la lengua y las marcas más visibles de la identidad son de los primeros rasgos que los indígenas abandonan u ocultan en las ciudades, principalmente los jóvenes” (Pérez, 2008: 60). La realidad de la migración indígena a zonas urbanizadas en nuestro país es un conflicto patente y multifactorial que invitaría a diversos tipos de análisis, todos ellos importantes. Uno de los problemas del conflicto multifactorial, y que analizaremos como hipótesis en este texto, es que el ejercicio público de la cultura se les niega a los migrantes indomexicanos; esto sucede aunado a un continuo trato discriminatorio, o excluyente, íntimamente relacionado con sus lenguas maternas, que puede generar consecuencias negativas en cuanto a sus autopercepciones y en la construcción de las expectativas sobre sus propias vidas.

En concreto, el presente trabajo tiene como objetivo analizar este fenómeno desde una perspectiva lingüístico-antropológica y responder a la pregunta: ¿qué implicaciones conlleva el abandono forzado de la propia lengua?, además de llevarlo al terreno político por medio del siguiente cuestionamiento: ¿cómo afecta la exclusión lingüística de los migrantes indígenas a las pretensiones democráticas de un país como México?

Para lograr lo anterior recorreremos el siguiente camino: comenzaremos por especificar quiénes forman propiamente las comunidades indígenas; a continuación, abordaremos muy brevemente la historia de sus migraciones, para detenernos en las características y causas de la movilidad indígena actual. En seguida, realizaremos una revisión temática de los postulados básicos de la antropología lingüística con el fin de justificar por qué hemos elegido esta teoría para argumentar la importancia de la lengua, no como un mero vehículo de comunicación, sino como condicionante del acceso del sujeto a la realidad de toda una visión de mundo. Ligaremos todos estos antecedentes para introducir el tema que nos interesa especialmente: la retracción de la lengua materna de los migrantes indígenas como un caso paradigmático en el que todo un sector queda al margen de la participación ciudadana a causa de las dificultades comunicativas que enfrenta, y termina por ser reducido en su identidad.

¿Quiénes forman las comunidades indígenas?

La mayoría de los criterios de distinción para ubicar a las comunidades indígenas (de México y el mundo) fallan en su propósito de hacerlo con claridad. Y aunque suele recurrirse al criterio geográfico o al lingüístico, existen más posibilidades que ponen en entredicho estas catalogaciones tradicionales.1

En nuestro país, la historia nacional (paradójicamente con más énfasis desde la creación del Instituto Nacional Indigenista [INI] en 1948) ha contribuido a diseminar una imagen, tanto de los pueblos como de las personas llamadas indígenas, bastante parcial (aunque también algo haya fomentado la producción de conocimiento en el campo de la antropología, sobre todo a partir de los setenta del siglo pasado, así como resguardado registros importantes para estudiar algunas de estas realidades a través del cine, los medios impresos y proyectos de radio).2 Probablemente por eso todavía es difícil construir con justicia una idea de “indio” o de “indígena” en el imaginario social que no se relacione con el retraso, el pasado glorioso o el folclore (con todo y que los cambios constitucionales promovidos por la presión zapatista y la propia transformación del INI en la CDI [Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas] bajo el mandato de Vicente Fox hubiesen, al menos en principio y en teoría, impulsado el reconocimiento de estos pueblos).

Fue hasta el siglo XXI cuando la discusión nacional se abrió a las voces de los propios integrantes de las comunidades indígenas respecto de la “conceptualización” sobre lo indio o lo indígena. No estoy segura de si este debate debiera de existir o si habría que buscar otras posibilidades de denominación y eliminar estos términos de nuestro vocabulario. De manera provisional nos planteamos la pregunta: ¿a quiénes llamamos indios o indígenas entonces?

La intelectual ayuuk (indígena mixe) Yásnaya Aguilar la responde en Nosotros sin México: naciones indígenas y autonomía, en donde insiste en

la importancia de desarticular los discursos y las prácticas nacionalistas, de deconstruir el imaginario que hace del Estado mexicano una nación única y llama indígenas a quienes en realidad son rarámuris, purépechas, mixes, amuzgos, zoques, etcétera, y no un grupo homogéneo. Lo que tienen en común estos pueblos unidos bajo la categoría indígena es el hecho de no haber conformado su propio Estado y haber quedado encapsulados dentro de otros Estados que construyeron prácticas homogeneizantes que los condenaron a la marginación (Aguilar, 2018).

Sobre la posibilidad de dejar de categorizarlos como indígenas en congruencia con la pluralidad cabe señalar, sin embargo, que tanto en el ámbito doméstico como en los tratados internacionales el término jurídico que se utiliza es precisamente “indígena”. Este es el modo de compensación y de protección especial promovido para estos grupos, comunidades y pueblos.3

Para referirse a los indígenas en México, tradicionalmente se suelen mencionar dos criterios estándar relacionados entre sí: la lengua y la cultura. De acuerdo con estas propuestas, indígena sería, ya sea quien habla una lengua originaria distinta a la “oficial”, o bien quien tiene una determinada cultura que se construye y se manifiesta indisolublemente ligada a una lengua en particular. Como muy bien lo explica Federico Navarrete:

Hablar una lengua indígena es un elemento central de la vida y la identidad de las comunidades originarias de nuestra nación. Es también el criterio con el que el gobierno, y en general la sociedad mexicana, identifican y distinguen a la población indígena. Como han señalado pensadores indígenas y antropólogos, la lengua es más que un modo de comunicación, pues también incluye la forma de concebir el mundo y expresa los valores de la comunidad que la habla. La lengua es inseparable de la cultura (Navarrete, 2008: 69).

Si bien, como dijimos, estos son los dos criterios de distinción más utilizados, algunos pensadores ponen en entredicho la validez de la pregunta tal y como fue planteada. Jaime Martínez Luna, antropólogo, comunicador y comunero zapoteco, propone que es más bien la comunalidad el criterio que distingue a las personas indígenas de aquellas que no lo son. La comunalidad sería el rasgo irreductible que caracteriza las relaciones políticas de las comunidades indígenas, y que él mismo define así: “comunalidad, lo opuesto a la individualidad, somos territorio comunal, no propiedad privada; somos compartencia, no competencia [...], diversidad, no igualdad, aunque a nombre de la igualdad también se nos oprima” (Martínez, 2009: 17).

Esta comunalidad a la que refiere Martínez Luna se materializa en la tenencia comunal de la tierra, en el ejercicio de la autoridad por medio de asambleas donde todos participan, todos con cargos de representación (y que no es sólo una manera de administración de los bienes comunes, sino un modo de vida asamblearia [Martínez, 2009: 94]), en el tequio y en la participación en las fiestas, pero no se reduce a ninguna de estas variantes, pues es, sobre todo, un modo de ser. La persona toda se define como un ser comunal.

Martínez Luna rechaza, a su vez, el criterio de distinción lingüístico que define quién es un indígena y quién no lo es, por considerarlo una “antropologización” de la vida indígena (Martínez, 2009: 94), es decir, un error que particulariza artificialmente rasgos como átomos, para hablar de la vida de cada pueblo. Considero que la crítica que subyace en el fondo del argumento de Martínez Luna es el rechazo al criterio lingüístico por considerarlo una clasificación sin peso alguno para hablar de resistencia política, connotación que sí tiene la comunalidad: “La comunidad organizacional, la comunidad en el trabajo, más que lo lingüístico (obstinación de los indigenistas y de los indios “profesionales”), son el baluarte de la resistencia” (Martínez, 2009: 97-98).

Aunque aceptamos, junto con Martínez Luna, la necesidad del peso político en la delimitación de la categoría de “indígena”, consideramos que existen algunas realidades que también configuran las relaciones políticas, además de las que él menciona como componentes de la comunalidad, si bien no lo hacen de manera obvia. La lengua, por ejemplo, es una realidad que no escapa a las relaciones de poder entre un grupo y otro, y en ese sentido, se inserta como una realidad con un componente político fuerte. Como habremos de argumentar al final de este trabajo, no existe, de hecho, ningún argumento estrictamente lingüístico que nos pudiera llevar a la preferencia de una lengua sobre otra en el espacio público, por lo que la elección obedece a criterios políticos tales como la discriminación. En el caso de la migración que nos ocupa, el papel político de la lengua se vuelve particularmente relevante si pensamos en la necesidad de la participación activa como un requisito para la conformación de comunidades políticas. Ocuparemos los siguientes apartados para tratar este punto con más detalle, pero por ahora queremos dejar establecido el papel que juega la lengua en las relaciones políticas, por un lado, y como criterio distintivo, por otro, pues las lenguas son también modelos de resistencia política.

Ahora bien, si vamos a centrarnos en la cuestión lingüística habrá que analizar qué relevancia tiene en el contexto de los movimientos migratorios y en las reflexiones alrededor de éstos. Para fijar nuestros objetivos nos hacemos las siguientes preguntas: ¿qué particularidades presenta la migración indígena en contraste con otras migraciones?; ¿en qué sentido habría que remarcar que la migración actual de los indígenas dentro de su propio país está revestida de ciertas injusticias claramente soslayadas en el debate público?, y ¿en qué consisten estas injusticias?

Desde la creación de los Estados nacionales modernos se postuló una relación entre tres elementos intrínsecamente unidos: pueblo, territorio y soberanía de un gobierno legítimo. Esto implicó que en todos los casos se vigilara y controlara el territorio y se intentara homogeneizar al pueblo. El Estado mexicano que surgió en el siglo XIX no fue ajeno a estos objetivos patrióticos y la narrativa que construyó para lograrlos incluía la defensa del territorio nacional tanto como el amor a la patria y el rediseño de su pueblo a través del mito del mestizaje:

A esta patria pletórica de bellezas naturales debía corresponder un pueblo adecuado a su peculiar medio ambiente y este pueblo pudo ser imaginado mediante el mito del mestizaje [...], el futuro del país dependía de la incorporación al mestizaje de la oprimida raza indígena [...]. La dicotomía indio/mestizo quedaba entonces situada en un eje temporal: en la nación mexicana, la otredad del indio se superaría al quedar relegada al pasado. Pero esta otredad también se refería a la falta de integración al territorio, es decir, a la pervivencia de espacios, por así decirlo, “vacíos” de nacionalidad: los espacios indios, aún amenazados por guerras de castas, cuyos ecos resonaban en la península yucateca, en los valles yaquis de Sonora y en la sierra de Nayarit (Peña, 1999).

Guillermo Peña insiste, y con mucha razón, en que forjar la patria se hacía entonces equivalente a la mexicanización del territorio. Los “indios” no eran mexicanos y sus territorios tampoco, sino hasta pasar por la debida transformación. Los territorios indígenas, regiones de refugio, fueron visualizados como lugares de retraso en oposición a la modernidad, y la conservación de las costumbres y lenguas de los indígenas en las comunidades se percibieron como la resultante de la exclusión y la defensa.

Los indígenas mexicanos no sólo se vieron condenados, entonces, a una situación de subordinación neocolonial, sino que también se verían cada vez más sumergidos en la pobreza y la depravación cultural. Con ello comenzaron nuevas formas de migración hacia el interior del país y hacia Estados Unidos.

Justo para no negar que la migración indígena de hoy es una problemática multicausal y multidimensional difícil de abordar y que la combinación de las historias regionales y las causas que empujan a los migrantes a salir de su comunidad se mezclan con muchos factores y condicionantes, consideramos que este complejo proceso debe estudiarse en pequeñas parcelas. Pensando en ello, aquí hemos elegido estudiar el fenómeno que representa el deseo por abandonar la propia lengua y la propia cultura (a pesar de ser un valor conservado, no sólo históricamente por los pueblos, sino también en la realidad, en primera persona) como una estrategia adaptativa.

Ahora bien, antes de volcarnos a los procesos de integración de una población indígena creciente a las diversas zonas urbanas del país en el contexto lingüístico-político volvamos a la cuestión sobre: ¿de qué tipo de migración estamos hablando entonces? Las percepciones acerca de la naturaleza, las causas y las consecuencias de la migración son distintas en relación con la época histórica y el tipo de proceso. Grosso modo, durante el siglo XX la investigación sobre la migración se desarrolla en tres direcciones, según la época histórica y el nivel de desarrollo de los pueblos (Simmons, 1991: 7):

  1. Periodo preindustrial.

  2. Sociedades menos desarrolladas y naciones colonizadas.

  3. Reversión urbana.

La migración indígena, sin embargo, presenta al menos una triple complejidad. Por una parte, la movilidad responde todavía a un proceso poscolonial; por otro lado, comparte características con los fenómenos de desplazamiento por violencia (estudiados hasta el siglo XXI), porque estos migrantes salen de sus comunidades como víctimas de algún tipo de atropello en sus derechos, pero permanecen en su propio país; además, su decisión se asocia con la falta de oportunidades de desarrollo, las cuales se creen resueltas en los contextos urbanos.

A últimas fechas, la investigación sobre migración se ha caracterizado por una gran heterogeneidad, lo cual para algunos autores incluso manifiesta una crisis teórica con respecto al tema. Aunque los diversos modelos de migración en efecto resulten insuficientes para explicar ciertos procesos de movilidad, especialmente cuando se refieren a los pueblos indígenas de México, parece que el desarrollo de los mismos sí suele ayudar a algunas investigaciones en campos como la economía, la geografía, la epidemiología social, la sociología y algunos más. Desde estas consideraciones teóricas nos arriesgamos a dejar fuera justamente aquello en lo que queremos ahora concentrar nuestra atención. Si bien la migración de los herederos de los pueblos originarios ha pasado de un patrón a otro, la problemática específica que nos interesa señalar se manifiesta en todos los casos y puede abordarse en varios niveles de análisis.

Estado de la cuestión

De acuerdo con el Informe sobre desarrollo humano de los pueblos indígenas de México (PNUD, 2010), los indomexicanos constituyen grupos minoritarios en todas las entidades de nuestro país, con porcentajes de población que van desde el 0.5 por ciento, en el caso de Guanajuato, hasta el 29 por ciento en el de Chiapas. En el mismo documento se estima que durante los últimos quince años, el 11 por ciento de los indígenas mexicanos ha emigrado a una entidad diferente a la de su nacimiento. Las razones por las que esto sucede no son simples. Como ya hemos mencionado, los movimientos migratorios han estado presentes a lo largo de toda la historia de los pueblos originarios, y hasta se piensa que la movilidad es una característica de todas las culturas humanas; al mismo tiempo existe la creencia, en la mayoría de los casos verdadera, de que las comunidades indígenas son culturas profundamente ligadas al terruño, los lazos interpersonales y a las interacciones que ahí se forman.

Diversos estudios sociológicos, históricos y antropológicos (Arizpe, 1978; Granados, 2005) demuestran que, a partir de la década de 1950, la migración indígena en México presenta una novedad particular: comienza a trasladarse en forma masiva a la Ciudad de México a causa de la recién inaugurada industrialización urbana, que prometía mejores condiciones de vida para los trabajadores. Tal tendencia se ha mantenido e, incluso, incrementado a lo largo de las últimas décadas, y además se han añadido otros polos de atracción como el Estado de México, la península de Yucatán, Guadalajara, Tijuana, entre otros. Las comunidades indígenas que presentan un mayor número de emigrantes son los zapotecos, los mixtecos y los mazatecos, seguidos de los otomíes (Rubio, 2000). Ya para 2006 se estimaba que “la población indígena está presente en el 98.8 por ciento de los municipios del país y [que] uno de cada cuatro indígenas vive en ciudades donde son, porcentualmente, una población ‘minoritaria’ y escasamente visible en los promedios municipales ante una mayoría no indígena” (CDI-PNUD, 2006).

De acuerdo con datos recientes del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la mayor parte de la población indígena de América Latina todavía vive en zonas rurales, aunque durante las últimas décadas se haya producido un aumento considerable (e irreversible) en el número de personas indígenas que migran a las ciudades. Según esta misma organización, las principales causas de la migración indígena a zonas urbanas son:

  • El desgaste ambiental que impide a los pueblos indígenas preservar sus formas de vida y alimentación tradicionales.

  • Desposesión gubernamental de la tierra.

  • Conflictos militares y de grupos armados.

  • Desastres naturales.

  • Pobreza e incapacidad para conseguir trabajo en su lugar de origen.

A pesar de que la migración ha estado presente a lo largo de toda la historia de los pueblos indomexicanos, no fue sino hasta principios de los años noventa del siglo pasado que el fenómeno se estudió sistemáticamente (Valdés, 2008) y como un caso sui generis, con particularidades distintas a las de la migración en general. Los principales instrumentos para llevar a cabo estos análisis fueron los censos, los cuales, como se sabe, se encuentran con muchas dificultades al momento de tratar con los datos referentes a las comunidades; sin embargo, pueden servir de orientación.

En la medición realizada por la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal en 2007 se llegaron a contabilizar más de 330 mil personas de procedencia indígena en dicha entidad. De acuerdo con cifras del INEGI (2010), únicamente en el territorio de la Ciudad de México y sus zonas conurbadas habitan más de 120 mil personas que se consideran a sí mismas como indígenas, muchas de ellas migrantes de primera o segunda generaciones. Desafortunadamente, la mayoría sufre la desadaptación y la discriminación.4

Respecto de la identidad cultural y lingüística de estos migrantes, sabemos que sólo en la capital de país existen 55 lenguas vivas de uso común, además del español, entre las que destacan el náhuatl, el mixteco, el otomí y el mazateco. Según la Comisión de Derechos Humanos, los pobladores indígenas que han migrado a la Ciudad de México provienen, sobre todo, de Oaxaca, Puebla, el Estado de México, Hidalgo, Veracruz y Guerrero, y sus principales actividades económicas son el comercio informal y el ambulantaje, así como el trabajo doméstico en el caso de las mujeres, sin oportunidades para la movilidad social. De acuerdo con datos recopilados por Maya Lorena Pérez, obtenidos de las diversas encuestas realizadas por Julia Flores, la gran mayoría de los trabajos que consiguen los indígenas que migran a las ciudades son informales y precarios (78 por ciento); casi el 58 por ciento no reciben más de dos salarios mínimos como pago, y el 70 por ciento de ellos no cuenta con servicios médicos (Pérez Ruiz, 2008: 57ss).

Esta muestra mínima que acabamos de presentar ya refleja las duras condiciones de vida de los migrantes indígenas en las zonas urbanas; sin embargo, éstas son doblemente arduas: los recién arribados no sólo llegan a habitar la ciudad en condición de pobreza sino que, además, son estigmatizados (dentro de su propio país) por no hablar el mismo idioma que la mayoría, vestir de una manera diferente, tener distintas costumbres, religión, hábitos alimenticios, fisonomía, etc. Pedro González, migrante mixe que radica en la Ciudad de México, afirma: “Somos extranjeros en nuestra propia tierra […]. Tenemos una complejidad cultural enorme que cuesta entender en la ciudad. Nuestra vida no trasciende a nivel individual sino en lo colectivo, pero aquí no hay espacios públicos para ello, ni condiciones para reunirnos, juntarnos […]” (Siscar, 2010). Como puede apreciarse, es el ejercicio público de su cultura lo que se niega a los migrantes indomexicanos, aunado esto a un continuo trato discriminatorio o excluyente:

Según la Encuesta Nacional sobre Discriminación de 2017 (Enadis, 2017), los prejuicios y estigmas afectan a un tercio de nuestro país, que cree que la pobreza de las personas indígenas se debe a su cultura. En los grupos de atención prioritaria tiene especial consideración la situación de las personas integrantes de los pueblos indígenas y afromexicanos que se encuentran en situación de migración, ante la falta de sensibilidad por parte de las personas servidoras públicas y la ausencia de protocolos, manuales o procedimientos definidos para la identificación adecuada y objetiva (Informe Anual de Actividades de la CNDH, 2019).

En palabras de Pérez Ruiz, en el caso de las urbes de nuestro país, “el contacto interétnico reactiva procesos identitarios en los que se construyen o rearman prejuicios étnicos” (Pérez Ruiz, 2008: 51), es decir, que las ciudades se convierten en contextos de menosprecio que no hacen sino acentuar una forma de racismo asimilacionista, el cual se esconde, según lo explica Olivia Gall, en una serie de políticas homogeneizantes, monolingües, y que presuponen la diferencia cultural de los indomexicanos como un problema para el progreso, la unidad y el desarrollo nacionales (Gall, 2004). En estos contextos urbanos “se ejerce la discriminación cultural y la exclusión, y se abren las posibilidades de que la dimensión étnica, que se establece en las relaciones sociales, pueda ser empleada para ciertos fines. En algunos casos la condición de minoría étnica que adquieren los indígenas la aprovechan (los no indígenas) para acentuar las relaciones de dominación y explotación” (Pérez Ruiz, 2008: 51, 52) . Así pues, los migrantes indígenas, además de cambiar su espacio vital, su apariencia y la estructura de sus relaciones sociales, se enfrentan a una rápida necesidad de modificar sus modos de expresión y de concebir su propia identidad.

Según reportes de la ONU, uno de los problemas para valorar las malas condiciones de vida de los migrantes indígenas en zonas urbanas radica en el hecho de que, al dejar su lugar de origen, esta población se vuelve “fantasma”, es decir, se asumen dentro de la comunidad urbana y su situación se homogeneiza con la de los nativos del lugar (ONU, 2009: 37, 38). Los planes de gobierno de las poblaciones urbanas no suelen tomar en cuenta a las minorías migrantes de origen indígena, pues se considera que, una vez realizado el cambio geográfico de domicilio, el indígena habrá de inculturarse con el habitante oriundo de la ciudad. En México, la condición de indígena no es, por lo general, un factor que se contemple al momento de detectar sus necesidades. No se atiende específicamente a su incapacidad para comunicarse, al racismo del que son víctimas, a la exclusión cultural ni a la necesidad de políticas públicas para revertir el efecto del menosprecio sistemático que sufren y han sufrido.

Un ejemplo de este tipo de problemas es la estigmatización de la que son víctimas cuando, llegados a la ciudad, son señalados como “forasteros” o “distintos”, incluso los integrantes de familias que ya constituyen segundas o terceras generaciones de migrantes y que se han establecido en territorios urbanos de manera estable (Pérez Ruiz, 2008: 53; CDI, 2015). Cabe señalar que, en lo concerniente a la identidad, históricamente han sido siempre “los otros”, los “mestizos” o europeos, quienes han nombrado a los indígenas como tales, creando categorías políticas, sociales y antropológicas que los encasillan y delimitan. Como antes mencionamos, al menos en el caso de nuestro país los indígenas no han siquiera participado en la conceptualización de lo propiamente indígena hasta tiempos muy recientes. “Es en la ciudad donde los inmigrantes se descubren como indígenas nombrados con apelativos étnicos a través de los ojos de los otros” (Velasco, 2007: 190).

La lengua materna como moldeadora de mundo

Como anunciamos antes, vamos a establecer una conexión entre la situación de los migrantes indígenas en las ciudades y la retracción de su lengua materna como un impedimento para fungir como ciudadanos activos y participar plenamente de una vida comunitaria plena. Para ello, primero hemos de comprender la importancia de la lengua materna, no como un simple vehículo neutral e intercambiable de comunicación, sino como una realidad omnipresente que estructura una visión particular del mundo y vincula al individuo en sociedad.

No entendemos la lengua como un sistema cerrado de signos tal cual se definía desde la concepción clásica de Saussure. Según la propuesta de la antropología lingüística fundada por Sapir y Whorf, que aquí seguimos, la lengua se comprende como un “conjunto de estrategias simbólicas que forman parte del tejido social y de la representación individual de mundos posibles o reales” (Duranti, 2000: 22). Destacan en esta definición dos elementos: el carácter social intrínseco de toda lengua, así como su resonancia en la representación del mundo que el individuo va creando a la par que adquiere su lengua materna. De acuerdo con esta aproximación, la lengua es sobre todo praxis. No se trata, como dijimos, de un sistema de códigos que permite la comunicación, sino que es, literalmente, una manera singular de estar en el mundo.

Lo anterior quiere decir que la adquisición de una lengua no sólo implica el aprendizaje de ciertas palabras y estructuras gramaticales, sino toda una manera particular, irremplazable e irrevocable, de concebir el mundo. Cualquier conocimiento que el individuo pueda adquirir de la realidad, una vez pasada la llamada etapa de adquisición lingüística, estará mediado por elementos obtenidos de la lengua materna, tales como la segmentación de las diferentes realidades en las correspondientes categorías gramaticales; la compresión de la temporalidad según los tiempos verbales que existan en su lengua, etc.: “El lenguaje, según Whorf, no es un mero instrumento reproductor para expresar ideas, sino más bien un conformador de ideas y una guía y programa para la actividad mental de los individuos” (Luque, 2001: 495). La adquisición de dichas categorías lingüísticas, que pasan a ser categorías epistemológicas, no se da, como es evidente, de manera aislada sino siempre grupal.

La lengua justifica su existencia dentro del grupo social que hace uso de ella: es siempre compartida y común. Lo mismo sucede con las estructuras lingüísticas que se heredan: son una representación de la visión de mundo que la cultura ha privilegiado y transmitido de generación en generación. Así, al adquirir una lengua se hereda en el mismo acto la “visión de mundo” de la cultura de la que se forma parte; este conocimiento (aunque sea inconsciente) moldea la perspectiva del individuo respecto de su realidad y lo hace acceder al conocimiento de una forma particular: “Sapir afirma que la experiencia del mundo está mediatizada social y culturalmente y, en gran medida, construida inconscientemente sobre los hábitos lingüísticos del grupo” (Luque, 2001: 494). Pasar de una lengua a otra requiere, entonces, de un cambio de referentes de la experiencia. La lengua materna crea hábitos de conocimiento, de juicio y de conceptualización en el hablante nativo, y es de acuerdo con éstos y sus parámetros que el individuo enfrentará al mundo y se comprenderá a sí mismo. Heinz Schulte-Herbrüggen, en su libro El lenguaje y la visión del mundo, asegura que el niño asimila “no sólo un medio para verbalizar y transmitir sus pensamientos ya existentes, sino un molde que encauza y guía toda su actividad mental en una dirección predelineada” (Schulte-Herbrüggen 1963: 17 Apud Figueroa, 2004: 3) al adquirir la lengua materna. De manera tal que las diferencias que las lenguas muestran entre sí habrían de reflejar también divergencias en el funcionamiento cognitivo (Figueroa, 2010: 3).

La determinación impuesta por las categorías de la lengua materna no significa una clausura al mundo externo; sin embargo, sí condiciona dicho acceso, en la medida en que cualquier aprendizaje o experiencia que el hablante obtenga estará mediado por las categorías que la lengua madre ha impuesto en su aparato psíquico. De acuerdo con esta propuesta, no cabría la posibilidad de tal cosa como una “inculturación” profunda o absoluta, en la cual un individuo sea capaz de apropiarse por completo de las categorías de otra comunidad de hablantes diferente a la suya; podrán existir hablantes “funcionales” en mayor o menor grado, capaces de entender el significado lexicográfico de las palabras y los enunciados, pero difícilmente capaces de situarse en su visión de mundo plenamente.

Cabe delimitar en este punto que retomamos la noción de “visión de mundo” como una suerte de “gafas mentales” que arraigan las distintas maneras de percibir la realidad en un determinado contexto. Michael Anthony Hart propone comprender este concepto como un mapa cognitivo, perceptual y afectivo que utilizan los individuos para encontrar y crear sentido en sus correspondientes contextos sociales: “El concepto de visiones de mundo ha sido descrito como unos lentes mentales que son maneras arraigadas de percibir el mundo. Las visiones de mundo son mapas cognitivos, perceptivos y afectivos, que la gente usa continuamente para dar sentido al paisaje social y lograr las metas que se han propuesto” (Hart, 2010: 2). Como puede verse, esta noción implica, por un lado, la parte meramente cognitiva y perceptual del proceso de aprendizaje, pero también involucra elementos afectivos y de autopercepción, así como las posibilidades de proyección hacia el futuro que un individuo puede tener respecto de sí mismo y de su comunidad.

Una vez destacado el papel determinante que creemos que tiene la lengua materna, cabe resaltar su primacía en la concepción de cultura: “Los signos lingüísticos como representaciones del mundo y conexiones con el mundo nunca son neutrales; se utilizan constantemente para la construcción de afinidades culturales y de diferencias culturales” (Duranti, 2000: 24); las lenguas, como ya se dijo, no son sistemas de enunciación de la realidad, sino maneras de construir los puentes de acceso a ella.

Con todo y que advertimos los problemas derivados del relativismo lingüístico y otras complicaciones filosóficas, parece que la lengua materna sí determina la propia cosmovisión y marca la cognición de la persona, salvo en casos especiales y muy contados de bilingüismo o multilingüismo en los que se requiere que durante la etapa de adquisición del lenguaje la persona se encuentre expuesta a las dos o las varias lenguas con la misma frecuencia, intensidad y con el mismo sentido de importancia. Esto es posible cuando hablamos de familias interculturales o contextos exentos de asimetrías lingüístico-políticas. Ser capaz de comunicarse en una o más lenguas indígenas junto con el castellano sería ideal en algunas circunstancias mexicanas. Sin embargo, en el contexto en el que estamos ahora situados solamente un bilingüismo aditivo nos permite pensar en traspasar las dificultades comunicativas hacia la pluralidad cultural y la participación política en estricto sentido. Lo mismo podemos sospechar en el sentido inverso: el abandono forzado, violento y coercitivo de la lengua materna limita de manera importante las posibilidades de participación en una comunidad lingüística nueva, tal como ocurre en el caso de los migrantes indomexicanos, sobre todo cuando la adquisición de esta segunda lengua se realiza en contextos que menosprecian la lengua natal originaria y la identifican con el atraso o con la falta de educación.

Por otro lado, consideramos que no sólo es posible, sino también deseable, poder abrirse a otras culturas con el aprendizaje de otras lenguas; y que salir de las propias cosmovisiones, indígenas y no indígenas, otorgaría cierta capacidad de reconocer las diferencias y de respetar la pluralidad, además de la posibilidad de colaborar en proyectos nacionales comunes; pero también pensamos que una democracia intercultural completa ofrecería a sus ciudadanos la oportunidad de realizar una vida social, política y económica plena, sin la necesidad de abandonar de manera forzosa su cultura y su lengua.

Cabe resaltar en este punto una distinción importante de la tradición de la antropología lingüística: que la lengua de las culturas delimite su experiencia no significa que los individuos o los pueblos tengan percepciones diferentes de una misma realidad, sino que realizan un proceso de categorización y racionalización de acuerdo con las estructuras propias de su lengua madre. Esto significa que culturas distintas habrán de tener nociones diferentes de bienestar, autoridad, comunidad, participación, entre otras, que serán irreductibles a las nociones que otro pueblo pueda tener. Dentro de un país pluricultural,5 si la barrera del lenguaje se establece de un modo violento, ya sea negando el acceso a una formación plenamente bilingüe (y en la medida de lo posible bidireccional), ya sea propiciando el bilingüismo estrictamente funcional sustractivo, o la percepción de una sola lengua como dominante, no habrá participación democrática dentro de un proyecto común de nación.

Si hemos aceptado ya la omnipresencia de la lengua, y que ésta no es solamente un instrumento neutral utilizado para comunicar ideas, sino que configura, junto con un entramado complejo de otros factores, un modo particular de estar en el mundo (de pensar, de emocionarse, de resolver problemas o de divertirse), queda claro que los asuntos de los derechos referentes a la lengua y de la opresión lingüística que sufren los pueblos indomexicanos no son problemas menores.

Pensemos por ejemplo en el modo en que se priva a estas personas del libre ejercicio de sus derechos humanos básicos. En México no es el caso, pero incluso si existiera una garantía real de que sus derechos se respetaran, esta defensa no podría hacerse al margen de la promoción, uso y reconocimiento de sus lenguas (es claro cuando hablamos de libertad de expresión, educación y participación política, pero también en los casos del acceso a la justicia y a la salud, por ejemplo). Dicho de otro modo, los derechos humanos fundamentales no se viven nunca en abstracto, asépticamente,6 sino que se ejercen en una sociedad y una cultura determinadas.

El fenómeno de la retracción de la lengua materna: ¿mecanismo de adaptación o pérdida por discriminación y violencia?

El problema del abandono de la lengua materna tras la migración interna puede presentar al menos dos aristas, una política y la otra psicoafectiva. Hemos hablado ya de cómo se ha visto limitada la vivencia de los derechos de estas personas; falta ahora encarar las consecuencias negativas que esto tiene en sus autopercepciones y en la construcción de las expectativas sobre sus propias vidas.

En el caso de la migración indígena interna, la lengua nativa resulta de muy poca utilidad en el nuevo contexto, pero además, puede decirse que su abandono se da también como consecuencia de la actitud negativa desarrollada hacia ella, al asociarla con la marginación y la discriminación. Esta actitud lingüística negativa que los lleva a elegir una lengua por encima de la otra es un caso paradigmático de lo que se conoce como “elección por preferencias adaptativas”. Estas últimas, como las presenta Jon Elster, son un tipo particular de preferencias conformadas para evitar la frustración que puede generarse al desear algo que de antemano se sabe imposible de obtener. De esta manera, se propicia una adaptación de todas las aspiraciones de la persona a las condiciones posibles. Aunque el ajuste de las voliciones sucede de manera poco consciente, lo interesante es que la persona tiende a preferir un cambio en sus estilos de vida e incluso renunciar en parte a su autonomía por miedo a la frustración que experimenta al tener deseos que no puede satisfacer (Elster, 1988). Este tipo particular de obstáculo para realizar el proyecto personal de vida se puede materializar en el deseo del cambio de lengua y de cultura, con tal de salir de la pobreza y abandonar un estado de alta vulnerabilidad social que se asocia con ellas.

Si hablamos de los migrantes indomexicanos, las mismas causas del abandono del lugar de origen explican el problema. Si migran es justamente porque consideran que ese es el medio para salir de las condiciones adversas, obtener un empleo, reconocimiento social, etc., incluso si el precio a pagar es muchas veces el abandono de lo propio. La opción de tener una vida digna y al mismo hablar la propia lengua seguramente sería la preferible. Sin embargo, la descartan por la creencia en que el único modo de obtener estas ventajas es no parecer “indio”. Para evitar la escisión interna y la frustración ponen en marcha un mecanismo que aparenta una toma de decisión voluntaria, pero que no es sino la renuncia al propio proyecto de vida auténtico, en favor de uno más modesto pero que al menos es probable.

La violencia implícita en este tipo de dinámicas limita las decisiones libres de estos individuos, pues aunque aparentemente están eligiendo abandonar la lengua de origen (incluso dejar de transmitirla a las siguientes generaciones), esta es una opción que no entraría en su horizonte en condiciones de justicia social. Y es que no solamente los no indígenas asocian las lenguas originarias con la falta de estatus y prestigio social, sino que los propios indomexicanos se perciben a sí mismos como hablantes de una lengua relacionada con el retraso (Crystal, 2002: 84), se autoestigmatizan y autocensuran.

Para ejemplificar este tipo de asociaciones negativas desde otra perspectiva, la de los no indígenas, es suficiente con mencionar la sutil, pero significativa y común distinción, que usualmente hacen los mexicanos entre el español como lengua “estándar” u “oficial”, y el resto de las lenguas indígenas, que más de uno considera “dialectos”, implicándose así una falsa jerarquización entre la una y las otras. Como bien lo explica Juan Carlos Moreno Cabrera, ninguna lengua es, de suyo, más apta para la expresión, la ciencia, la formalidad o la expresión literaria que otra. Ni la escritura alfabética, ni la gramaticalización, ni la tradición poética determinan la idoneidad de una lengua, ni la dotan de ninguna característica especial que la coloque en un grado “mayor” de lengua, frente a los dialectos vernáculos (Moreno, 2006).

Aunque las estadísticas muestren que “nada más” un millón de indígenas en el país se consideran monolingües, el bilingüismo alcanzado por el resto de la población originaria suele estar revestido, prácticamente siempre, de un rechazo por la propia lengua y, además, de una situación de subordinación típica de la diglosia. Para efectos de esta investigación, consideraremos el estado de diglosia entre dos lenguas como “una relación conflictiva, no estable y asimétrica entre una lengua dominante y una dominada” (Hamel y Muñoz, 1986: 216), y no como en la concepción tradicional que Ferguson proponía, esto es, como “una relación relativamente estable entre una variante alta y una baja” (Hamel y Muñoz, 1986: 215). Así pues, la situación de diglosia que se presenta entre el español en tanto lengua oficial de facto y las lenguas indígenas está enmarcada por un sometimiento que nada tiene que ver con la evolución normal de las lenguas,7 sino que más bien está determinada por cuestiones de racismo o, en su defecto, de clase, poder y riqueza económica: “Detrás de estos conflictos abiertos se ubica siempre la cuestión del poder […]. La diglosia, por tanto, se refiere a una relación de poder entre grupos sociales; la institucionalización y legitimación de una lengua (y un discurso) en un ámbito determinado se da en virtud del poder del que dispone el grupo lingüístico en cuestión” (Hamel y Sierra, 1983: 103). Como puede observarse, lejos de estar escindidos los campos de la lengua, la política y la cuestión de los derechos culturales de los pueblos originarios parece que resulta imposible desvincularlos, o pretender dejar de lado uno cuando se quieran analizar los otros.

Si ponemos el énfasis en la relación entre lengua y poder, podremos afirmar incluso, junto con Rafael Lluis Ninyoles, que “la escisión lingüística puede marcar las fronteras de clase, y que el uso de dos lenguas vendrá condicionado por el hecho de que una de éstas -adscrita en su uso a las clases superiores- llegue a prevalecer en el ámbito de la expresión formal” (Ninyoles, 1972: 166). Si consideramos el caso particular de los migrantes indígenas, su exclusión respecto de la cultura dominante está determinada, como ya hemos dicho, por factores relacionados con la pobreza y la falta de oportunidades. Tal situación queda particularmente remarcada cuando se le agregan el sometimiento ideológico que implica la imposición superflua de una lengua ajena, así como el arrinconamiento de la propia a los ámbitos exclusivamente domésticos. Como bien lo mencionan Enrique Hamel y Héctor Muñoz: “La lengua nacional (en este caso el español) no sólo es un instrumento para organizar la vida social en lo que respecta a actividades fuertemente influenciadas por factores externos; también representa, sobre todo para los dirigentes que dominan el discurso, una realización de su capital simbólico invertido, esto es: se identifican entre ellos como detentadores del poder y establecen una distancia con los que no forman parte de la elite dominante” (Hamel y Muñoz, 1983: 222).

Ahora bien, a lo largo de la historia de nuestro país han existido dos grandes mitos respecto de la posible solución del “problema” que implica nuestra realidad pluricultural: la homogeneización de todos los pueblos a través de una sola lengua, y el falso bilingüismo funcional sustractivo que, se cree, bastaría para integrar a los pueblos indígenas a la vida nacional. No vamos a detenernos mucho en analizar las políticas lingüísticas que se han tratado de implementar en México (Barriga, 1997); de hecho, dejaremos para trabajos posteriores el análisis de los beneficios e inconvenientes de dichas estrategias, y únicamente señalaremos la necesidad de construir un contexto lingüístico democrático en el que las comunidades de migrantes indígenas puedan gozar de su lengua en condiciones de igualdad respecto de la lengua de prestigio.

De acuerdo con los estudiosos de la lengua, el bilingüismo en un sentido general se define como la coexistencia de dos lenguas en un individuo;8 sin embargo, más allá de las implicaciones psicológicas de este fenómeno, “el bilingüismo implica un mismo estatus de poder y de prestigio en los dos idiomas. Supone que una lengua esté al lado de la otra, al menos en principio; en un mismo plano” (Ninyoles, 1972: 163). Como ya hemos mencionado, el falso bilingüismo que han alcanzado algunos de los migrantes indomexicanos es involuntario, sustractivo y desigual (Signoret, 2013); prácticamente en ningún caso existe un multilingüismo o bilingüismo aditivo;9 aquí no se pretende promover que la lengua que se aprenda sustituya a otra u otras lenguas ni tome sus funciones, sino que el idioma adquirido se una al conocimiento y a las funciones que legítimamente debe tener el materno.

Históricamente, las políticas lingüístico-educativas en México han promovido la sustracción de las lenguas indígenas en favor de una lengua “oficial”, que se asocia con el progreso económico, social y cultural: “En la medida en que esta idea vaya ganando terreno a través de una nueva forma de colonialismo, el colonialismo mental, los hablantes de las lenguas pequeñas irán abandonándolas en favor de aquellas otras lenguas que ellos mismos asocian con esos conceptos del progreso social y económico” (Moreno, 2005: 50). Como se observa, la coacción sobre una cultura no siempre se revela en forma de violencia directa, sino que puede encontrarse encubierta en formas más sutiles de discriminación y dominio cultural hegemónico.

¿Multilingüismo o bilingüismo funcional?

En el bilingüismo sustractivo, el nivel de fluidez y de conocimiento alcanzado en la segunda lengua (la dominante a nivel social) de ninguna manera les permite a los hablantes crear una imagen de mundo consistente, ni posibilita la participación social en una comunidad de hablantes en la cual el español se rige como lengua exclusiva de los espacios políticos y sociales relevantes (espacios, por cierto, que son discriminatorios). Lo que nos interesa remarcar ahora es que no existe justificación posible para ignorar la necesidad de promover buenos niveles de multilingüismo aditivo significativo, pero menos la hay para permanecer indiferentes ante el hecho de que los propios indígenas estén haciendo asociaciones negativas respecto de su lengua materna y, con ello, en relación con su cultura, y con las personas que pertenecen a ella -las actitudes dirigidas hacia una lengua también reflejan lo que pensamos con respecto a sus hablantes, además de que expresan sentimientos positivos o negativos sobre ellos (Janés, 2006: 123). La encrucijada es la siguiente: en sus comunidades obtienen los bienes materiales para su subsistencia con mucha dificultad y cuando migran son discriminados, o bien por no saber la lengua dominante con propiedad, o incluso por el tono.

Un problema de fondo es la falta de espacios públicos para experimentar una vivencia real de la propia lengua, así como la pérdida de lo que se conoce como sus “usos funcionales” (Hamel y Muñoz, 1986: 221). Si bien es cierto que a partir del último tercio del siglo XX se han propuesto diversos programas para reforzar el uso de las lenguas indígenas, “el espacio socioeconómico y político que el sistema abre para la preservación de estas lenguas es a todas luces muy estrecho” (Hamel y Muñoz, 1986: 222) e insuficiente para asegurar el mantenimiento de las lenguas más débiles, la promoción de su uso y su reconocimiento pues, como ya hemos dicho, su práctica queda reducida al ámbito del hogar.

Dada la visión de la lengua que postula la antropología lingüística, algunos de sus teóricos, como Alessandro Duranti, proponen una concepción del hablante, ya no como mero emisor de un mensaje, sino en tanto actor social que echa mano del habla como un modo de acceso y suscripción a la realidad común. La actividad lingüística de este actor social sobrepasa la simple enunciación de las palabras: “ser hablante de una lengua significa pertenecer a una comunidad de hablantes [...] estar inmerso en un ámbito de actividades y usos del lenguaje. Ser un hablante competente de una lengua significa ser capaz de hacer cosas con ese lenguaje como parte de un conjunto de actividades sociales que están organizadas culturalmente y que han de ser interpretadas a la luz de la cultura” (Duranti, 2000: 44).

Dentro de este entramado lingüístico y social, los actos de habla emitidos no tienen como única finalidad expresar el pensamiento, deseos o necesidades del hablante, sino también, y sobre todo, establecer interacciones con los otros y realizar actos performativos con la lengua. La participación se entenderá, entonces, como la construcción lingüística de una base social que permita tener un horizonte compartido y una estructura común entre los hablantes de una misma lengua: “La participación parte del presupuesto de que la cognición gestiona el volumen de información y permite predecir la acción que los demás realizarán para la resolución de un problema” (Duranti, 2000: 45). Cabe resaltar que la participación implica dos nociones importantes: la predicción de las acciones ajenas y la resolución de problemas comunes. A partir de todo esto se entiende que sólo mediante la lengua, el individuo tiene la capacidad de interpretar y dar sentido a las acciones de los otros; de esta manera, es capaz de proyectar un futuro de acuerdo con sus propias necesidades y las condiciones externas de la comunidad en que está inmerso. La segunda parte de esta noción, la de la resolución de problemas, está íntimamente involucrada con el ideal democrático que México pretende alcanzar.

Conclusiones: Comunicación intercultural e igualdad cultural

Los contextos urbanos no acogen a los indígenas debido a un fuerte rechazo, racismo frontal, de sus connacionales. Como hemos dicho, esta discriminación ciertamente los obliga a armar una rápida reconstrucción de identidades con mucha creatividad cultural que, a su vez, les permite cierta adaptación y funcionalidad; sin embargo, también puede verse desde lo dicho en este texto, que les impide el sano reconocimiento de su ser indígena y la reproducción o expresión cultural libre en estos nuevos espacios. No suelen hablar su lengua y, con frecuencia, van perdiendo interés por preservarla de manera que sean capaces de integrarla o hacerla valer en los espacios nacionales, e incluso trasnacionales, junto con la nueva lengua aprendida.

Con todas las ideas expuestas, he querido llamar la atención sobre el hecho de que los indígenas, aun estando en su propio país, que se precia de ser pluriétnico y pluricultural, asume este compromiso en la Constitución y prohíbe la discriminación explícitamente a partir de 2003, no puedan participar como ciudadanos activos en la comunidad en la que están inmersos pero, sobre todo, tampoco consigan el mínimo de respeto si es que deciden conservar la identidad y la lengua de su elección. Los estudios de Tove Skutnabb-Kangas (2000, 2017) y Heidi Biseth reflejan la importancia de la conservación de la lengua materna como un componente esencial de la propia identidad. En las sociedades que desprecian sistemáticamente, o no le dan el valor debido a las llamadas lenguas “débiles”, suele aparecer un fenómeno de ambivalencia cultural que conlleva la necesidad de tener que decidir entre dos identidades culturales distintas. Debido al sentimiento de vergüenza asociado con la identidad más débil, termina por elegirse la otra (Biseth, 2009). La elección no es libre ni tampoco corresponde únicamente a la pérdida de los usos funcionales de la lengua. El abandono se da como consecuencia de la actitud lingüística negativa al asociarla con la marginación y la discriminación, así como de la necesidad de adaptación impuesta desde la incomprensión de la cultura dominante.

Preocupan también las causas que impiden la participación política, entre las que encontramos, por lo menos, la vergüenza por el lugar de donde se proviene y por el propio origen, además de la discriminación lingüística. Es tarea pendiente construir un contexto lingüístico democrático en el que las comunidades de migrantes indígenas puedan gozar de igualdad sustantiva. Lo anterior implica, necesariamente, condiciones de igualdad para el uso de sus lenguas y de la lengua de prestigio.

Si retomamos lo dicho respecto de la dificultad de cualquier hablante para alcanzar una visión de mundo ajena a la adquirida desde la lengua materna, aunado a las diferencias fonéticas y estructurales entre los lenguajes indígenas y el español, así como a la violencia y exclusión de la que son víctimas los migrantes indígenas, se comprenderán mejor los obstáculos que enfrentan para lograr participar en sus comunidades receptoras. Su situación dentro del entorno urbano es siempre precaria, no solamente por su condición de pobreza (incluso les ocurre a los migrantes indígenas que son considerados “no-pobres”), sino debido a la exclusión causada por el abandono violento y forzado de su lengua. En muchos casos, su comprensión de la lengua “oficial” no pasa de ser estrictamente funcional (de uso laboral o para la supervivencia), pero de ahí a lograr una proyección conjunta con el resto de la comunidad o involucrarse con su “participación” en sentido amplio hay una diferencia importante. El escenario se mantendrá oscuro si este entramado lingüístico y social no encuentra un buen cauce. La desigualdad social entre los grupos más desaventajados se refuerza en la medida en que la falta de dominio del bilingüismo o el multilingüismo sea motivo de discriminación y racismo.

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1 En este artículo utilizaremos el término indígena como equivalente a originario de nuestro país. Es el término que se utiliza en la legislación mexicana y en la mayor parte de la literatura sobre el tema.

2Por ejemplo, el acervo de su archivo fotográfico, el etnográfico audiovisual, la revista México indígena (que luego fue Ojarasca) y los proyectos de radio indígena pueden servir todavía para estudiar el tema hoy, con una perspectiva más crítica y menos etnocéntrica.

3Son pueblos los descendientes de quienes habitaban en el territorio actual del país antes de iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ellas. Son comunidades las integrantes de cada pueblo indígena que conforman una unidad social, económica, política y cultural, asentadas en un territorio, que reconocen autoridades propias de acuerdo con sus normativas. Son grupos indígenas los constituidos por personas indígenas provenientes de pueblos, comunidades indígenas o equiparables, que se encuentran organizados y que residen transitoria o permanentemente donde surgió la nueva organización. Pueden ser identificados como desplazados, migrantes internos o en exclusión (de manera conjunta).

4En la Encuesta Nacional sobre Discriminación (Enadis) de 2017, realizada por el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred), el 40.3 por ciento de la población indígena dijo haber sido discriminada debido a su origen étnico.

5De acuerdo con el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI), en México existen once familias lingüísticas indoamericanas, 68 agrupaciones lingüísticas (o lenguas) correspondientes a dichas familias y 364 variantes lingüísticas (dialectales) pertenecientes a este conjunto de agrupaciones.

6Basta pensar cómo resulta imposible nombrar las enfermedades conforme al concepto de salud integral de las comunidades indígenas, expresar las demandas de reparación de justicia al modo de estos pueblos o promover una educación genuinamente intercultural.

7Resulta común pensar que la extinción de las lenguas ancestrales, y/o con pocos hablantes, es inevitable e, incluso, una consecuencia lamentable de la modernización de las sociedades; sin embargo, la sociolingüística actual demuestra que ni existen lenguas más aptas que otras para la modernidad, ni la pérdida de la diversidad lingüística es una consecuencia inevitable de aquélla, sino que lo más determinante para la supervivencia y la salud de una lengua son las condiciones en las que viven las comunidades, así como la actitud de los hablantes hacia su propia lengua (Moreno, 2004: 143; 2005: 49).

8Por ello, no está de más aclarar que “El bilingüismo es un concepto propio del comportamiento lingüístico individual. En principio no existen comunidades bilingües” (Ninyoles, 1972: 162).

9Éste es el camino que recorren en Quebec, Barcelona y Curaçao, por mencionar algunos ejemplos.

Recibido: 30 de Octubre de 2018; Aprobado: 05 de Mayo de 2020

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