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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.29 n.82 Ciudad de México May./Aug. 2014

 

Artículos

 

¿Todos ganan? Neoliberalismo, naturaleza y conservación en México1

 

Does Everybody Win? Neoliberalism, Nature, and Conservation in Mexico

 

Leticia Durand2

 

2 Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, UNAM. Correo electrónico: leticiad@unam.mx

 

Resumen

En México, el análisis de la relación entre el neoliberalismo y la naturaleza es importante, pues en los últimos veinte años aquél ha apuntalado una transformación radical de la economía y la sociedad mexicanas. Buscando aportar elementos para una comprensión general del tema en nuestro país, en este texto se describe la forma como el neoliberalismo ha influenciado el esquema actual de conservación en México, privilegiando ciertas estrategias, generando resultados no siempre claros y alterando la relación de las comunidades con su entorno, mientras éstas se integran a la ola neoliberal y, al mismo tiempo, la resisten y transforman.

Palabras clave: conservación, neoliberalismo, biodiversidad, áreas protegidas, ecoturismo, servicios ambientales.

 

Abstract

In Mexico, the analysis of the relationship between neoliberalism and nature is important since, in the last 20 years, the former has spearheaded a radical transformation of Mexico's economy and society. Seeking to contribute elements for a general understanding of this issue in our country, in this article I describe the way in which neoliberalism has influenced the current framework for conservation, emphasizing certain strategies, getting results that are not always clear, and changing the relationship of communities with their surroundings as they integrate into the neoliberal wave and, at the same time, resist and transform it.

Key words: conservation, neoliberalism, biodiversity, protected areas, eco-tourism, environmental services.

 

Introducción

En 2009 México fue elegido como sede para la conmemoración del Día Mundial del Medio Ambiente que, desde 1972, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) celebra cada 5 de junio. Este fue un evento importante, pues no sólo permitiría confirmar el liderazgo ambiental de México ante el mundo, sino también mostrar que la normalidad había sido recobrada y que el país había logrado superar la emergencia sanitaria ocasionada por el brote de influenza AH1N1 ocurrida desde abril de ese año (Enciso, 2009).

La celebración se llevó a cabo en Xcaret, Quintana Roo, uno de los estados más afectados por la drástica disminución de turistas que evitaban visitar el país por temor a contraer influenza. El lugar sede, que fue un importante centro de población maya, es hoy un parque de diversiones privado y una gran atracción para el turismo en la península de Yucatán. Sus propietarios lo definen como "el paraíso sagrado de México" (www.xcaretexperiencias.com) y, como otros parques dedicados al ecoturismo, pretende conciliar la diversión, el consumo y el desarrollo económico con la conservación de la naturaleza y la cultura (Brockington, Duffy e Igoe, 2010). La elección de Xcaret como anfitrión del Día Mundial del Medio Ambiente probablemente tuvo que ver con la intención de recuperar la imagen de México como un destino turístico seguro, pero sin duda -como sugiere Toledo (2009)-responde también a una concepción particular sobre la naturaleza y su conservación.

Entre los invitados destacados en la celebración del 5 de junio estuvieron, además del presidente Felipe Calderón y de reconocidos académicos y autoridades locales, varias personalidades importantes de los ámbitos financiero y empresarial de México. En sus discursos, los invitados alabaron la belleza natural de Quintana Roo y dejaron en claro que la naturaleza y la conservación son, actualmente, nuevas áreas para la inversión y los negocios:

Hay que hacer más rentable la conservación y el uso sustentable de estos recursos naturales [...], el cuidado del medio ambiente será, en un futuro próximo, un sector económico muy importante y gran generador de empleos [Carlos Slim, empresario].

[...]

No es sorprendente que varias empresas en economías desarrolladas hayan incrementado sustancialmente su valor de mercado, en la medida en que han hecho plenamente compatibles el crecimiento propio de sus negocios y el desarrollo armónico del medio ambiente [...]; cuidar hoy nuestra casa común con la vista puesta en el bienestar de las futuras generaciones es la mejor inversión que podemos hacer [Agustín Carstens, secretario de Hacienda] (Presidencia de la República, 2009).

La evidente relación entre el neoliberalismo y la naturaleza que observamos en los testimonios anteriores ha producido gran interés por entender lo que Noel Castree (2008a) llama la "neoliberalización de la naturaleza"; es decir, la forma en que el neoliberalismo rige y transforma las interacciones humanas con la naturaleza. En México, el análisis de este tema es particularmente importante, dado que en los últimos veinte años el neoliberalismo ha apuntalado una transformación radical de la economía y de la sociedad mexicanas (Martin, 2005; Perrault y Martin, 2005). Buscando aportar elementos para una comprensión general de esta temática en nuestro país y a partir de una amplia revisión bibliográfica sobre el tema, en este texto describo la forma en que el neoliberalismo, como modelo económico predominante, ha influenciado el esquema actual de conservación en México, privilegiando ciertas estrategias, generando resultados no siempre claros y alterando la relación de las comunidades con su entorno, mientras éstas se integran a la ola neoliberal y, al mismo tiempo, la resisten y transforman.

 

Entendiendo el neoliberalismo

El neoliberalismo no es un concepto fácil de definir, pues contiene un conjunto complejo de ideologías, normas y prácticas, propagadas por actores muy diversos en múltiples escalas. Sin embargo, es posible decir que, como vertiente de la economía política, supone que el bienestar humano puede incrementarse mediante el impulso de la capacidad emprendedora de los individuos, considerando al mercado como el mejor mecanismo para la distribución de los bienes y servicios requeridos por las necesidades humanas (Perrault y Martin, 2005). El Estado, desde la perspectiva neoliberal, es una entidad incapaz de promover el desarrollo económico, por lo cual se procura retraer sus funciones con el fin de facilitar el libre mercado y abrir nuevos espacios de inversión. Este proceso no siempre equivale a disminuir el tamaño o la función del Estado, pero sí a transformar su reconfiguración y reinstitucionalización (McCarthy y Prudham, 2004; Perrault y Martin, 2005; Liverman y Vilas, 2006; Castree, 2008a). En términos prácticos, el neoliberalismo incluye procesos como la privatización de bienes de propiedad social o de servicios antes proveídos por el Estado; la comodificación o la asignación de precios a cosas o fenómenos que estaban fuera del intercambio comercial; la desregulación o la disminución de la presencia del Estado en numerosas áreas de la vida social; y la rerregulación o la adaptación de las políticas públicas para facilitar la privatización y la ampliación de los mercados (Castree, 2008a). El término neoliberalismo tiene hoy un uso amplio que suele implicar su comprensión como una fuerza externa que transforma, altera y, con frecuencia, destruye los sitios donde actúa. No obstante, es necesario considerar que el neoliberalismo está lejos de ser una condición estable y homogénea, pues existe variación en cómo es pensado, en las estrategias que se usan para impulsar sus agendas y en las relaciones que se tejen entre sus actores, siendo importante distinguir entre el neoliberalismo y la neoliberalización (Perrault y Martin, 2005, Martin, 2005; Castree, 2008a).

El neoliberalismo se materializa de forma muy distinta en diferentes espacios y contextos; no es sólo una fuerza que destruye sino que construye también nuevos discursos y nuevos mundos culturales, políticos y económicos (Heynen y Robbins, 2005; Martin, 2005; Castree 2008a y 2008b). Una cosa es la idea del neoliberalismo como doctrina económica y otra sus diversas expresiones en la escala espacio-temporal, a las que Castree (2008a) sugiere designar como procesos de neoliberalización. Observar estas particularidades ayuda a evitar argumentos generales o simplistas y a superar la parálisis que produce la idea de un proyecto neoliberal monolítico y poderoso, donde los actores son simples víctimas incapaces de resistir. Es importante considerar que, aun bajo el influjo del neoliberalismo, la dinámica y los actores locales juegan un papel relevante en la articulación del nuevo contexto sociopolítico (Martin, 2005; Castree, 2008a).

Otro punto importante en la comprensión del neoliberalismo consiste en que, si bien muchos de sus adeptos lo observan como un proyecto apolítico, pues consideran al mercado un mecanismo neutral de distribución, la colocación de bienes y males entre actores que difieren en su posición de clase, en sus recursos, en su agencia y también en sus necesidades y deseos es, sin duda, un acto político, pues reconfigura las relaciones y nexos a través de los cuales el poder y la autoridad son concebidos y ejercidos. Finalmente, aunque el medio ambiente no solía ser un elemento importante en la reflexión teórica sobre el neoliberalismo, éste es sin duda un proyecto ambiental además de económico y social (Liverman y Vilas, 2006; Castree 2008a; Larson y Soto, 2008). El neoliberalismo tiene profundas consecuencias en la forma en que nos acercamos y hacemos uso del mundo natural, dado que muchos sectores económicos dependen directamente del entorno y sus recursos, y también debido a la reducción de la regulación ambiental. Al mismo tiempo, la privatización y la mercantilización de la naturaleza crean nuevos espacios de inversión y acumulación de capital, y nuevos roles para el Estado y la sociedad civil (Liverman y Vilas, 2006; Castree 2008a; Larson y Soto 2008).

 

El neoliberalismo en México

En América Latina, el giro hacia el neoliberalismo se produjo a finales de los años ochenta, con la crisis de la deuda. El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional condicionaron sus préstamos a una serie de reformas estructurales y la región abandonó entonces su política basada en la intervención del Estado y la sustitución de importaciones para orientar su economía hacia el neoliberalismo. A mediados de la década de 1990, Latinoamérica había alcanzado un nivel elevado de liberalización comercial y privatización (Perrault y Martin, 2005; Fraile, 2009).

En 1982 la economía mexicana sufrió una crisis profunda y el país se declaró incapaz de pagar sus préstamos internacionales. Para tratar de superar esta situación el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), influenciado por una nueva élite política educada en el extranjero y partidaria del Consenso de Washington, instrumentó una serie de medidas de austeridad como la reducción de los subsidios y del gasto social, y el control del incremento salarial para reducir el déficit y estabilizar la tasa de cambio. Asimismo, buscó proteger a los bancos internacionales y crear condiciones para incentivar la inversión extranjera. En 1985, la caída de los precios del petróleo agudizó la situación y De la Madrid efectuó una serie de reformas drásticas que incluyeron la privatización de pequeñas y medianas empresas del Estado y la liberalización y desregulación del comercio con el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT) en 1986. Como resultado, entre 1985 y 1988 el porcentaje del producto interno bruto (PIB) correspondiente a los aranceles de importación se redujo en más del 50%, 743 empresas paraestales desparecieron y el salario real cayó 40% (Meyer, 1993; Martin, 2005).

Bajo la presidencia de Salinas de Gortari (1988-1994) la política neoliberal se institucionalizó en el país (Martin, 2005). Bajo su administración el Estado experimentó una privatización en gran escala y el gasto público se redujo de forma sustancial.

La mayor parte de las industrias estatales fueron vendidas, incluyendo teléfonos, aerolíneas, acero, azúcar y bancos, y la inversión pública que en 1982 representaba 8.1°% del PIB, para 1990 era sólo del 3.6% (Meyer, 1993). En 1989 se permitió el 100% de inversión extranjera en la mayor parte de los sectores de negocios y en 1994 México firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y se incorporó a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Las estrategias neoliberales encontraron un apoyo firme en el sector privado, pues se tradujeron en enormes oportunidades para hacer crecer el capital y el poder de sus miembros (Meyer, 1993; Martin, 2005).

La política económica de Salinas de Gortari fue apuntalada por una serie de reformas constitucionales, entre ellas, la modificación del artículo 27 constitucional con el fin de propiciar una estructura agraria compatible con el libre mercado, favoreciendo la propiedad privada sobre la social. En 1992 el gobierno dio por terminado el reparto agrario y se instrumentaron mecanismos legales para la privatización y desagregación de las tierras colectivas; se permitió la compra de tierras a empresas nacionales o extranjeras, y la asociación comercial entre ellas y los ejidos (Klooster, 2003; Martin, 2005; Wilshusen, 2010; Vergara-Camus, 2012).

En el discurso gubernamental el neoliberalismo prometía mayores tasas de crecimiento económico y los más altos niveles de bienestar (Calva, 2005), pero las décadas que han transcurrido desde 1980 han sido para México tiempos de crisis (Martin, 2005). Aunque las empresas han logrado elevar su productividad y se ha incrementado la exportación de mercancías, el modelo neoliberal no produjo las mejoras esperadas: "El producto interno bruto sólo se incrementó 57 veces (0.57%) en el periodo 1983-2000, al crecer a una tasa media de 2.5% anual, lo cual implicó un aumento de apenas 11.7% en el PIB per cápita" (Calva, 2005: 63). Para 2010, 52 millones (46.2%) de mexicanos eran pobres (Coneval, 2012).

 

Neoliberalismo y naturaleza

A principios del siglo XX el deterioro ambiental era considerado un problema local y la confianza en el conocimiento y tecnología hacían pensar que todos los problemas y obstáculos, incluso aquellos planteados por los límites físicos de la naturaleza, podrían ser resueltos (Hopwood, Mellor y O'Brien, 2005; Gómez Baggethun y De Groot, 2007). Sin embargo, para las décadas de 1960 y 1970 fenómenos como la deforestación, la contaminación y la crisis del petróleo promovieron el surgimiento del movimiento ambientalista y evidenciaron el fracaso de un sistema económico que ignoraba sus costos ambientales. Economistas y biólogos resaltaron la importancia de vincular el sistema económico y el ecológico, proponiendo observar a la naturaleza no sólo como proveedora de bienes o materias primas sino, además, de una serie de funciones útiles para la sobrevivencia humana, denominadas servicios ambientales o servicios ecosistémicos (Costanza y Daly, 1992; Costanza et al., 1997; Gómez Baggethun y De Groot, 2007; Gómez Baggethun et al., 2010; Kricheff, 2012).

En un principio, esta lectura económica de la relación sociedad-naturaleza tuvo una intención didáctica, pues se pretendía aclarar la importancia social de los ecosistemas e incrementar el interés público y gubernamental por la conservación (Gómez Baggethun et al., 2010; Sullivan, 2009 y 2012). No obstante, hacia 1990, con la expansión del modelo neoliberal, los economistas desarrollaron y refinaron métodos para diferenciar los servicios ecosistémicos, calcular su valor monetario e integrarlos al mercado, transformando a la naturaleza, sus bienes y servicios en capital natural (Naciones Unidas, 2009; Gómez Baggethun et al., 2010).

El término capital natural se refiere al stock de componentes y procesos naturales que genera una serie de flujos de bienes (recursos naturales) y servicios (servicios ambientales) que, de forma autónoma o en combinación con otros tipos de capital, son útiles para incrementar el bienestar humano (Costanza y Daly, 1992; Costanza et al., 1997). Aunque la noción de capital natural es anterior a la de servicios ambientales, ambas constituyen actualmente conceptos centrales en la comprensión neoliberal de la relación sociedad-naturaleza (Arsel y Büscher, 2012; Sullivan, 2009 y 2012), especialmente después de 2003 cuando la ONU publica Millenium Ecosystem Assesment, una obra de enorme influencia en los círculos políticos y académicos, que posiciona a los servicios ecosistémicos y al desequilibrio entre su oferta y demanda como eje de la comprensión de la problemática ambiental (WRI, 2003).

Costanza y Daly (1992) y Costanza et al. (1997) estiman el valor promedio del capital natural del planeta en 33 trillones de dólares, y afirman que es un stock que debe ser mantenido, pues de él depende una porción importante del bienestar humano. Para hacerlo, es necesario integrar el daño ambiental a los costos de producción y la propuesta de los economistas neoliberales es hacerlo a través de esquemas de libre mercado, que internalizan los costos ambientales con el establecimiento de cuotas de contaminación, uso y conservación del capital natural, que pueden ser utilizadas, ahorradas o comercializadas (Liverman y Vilas, 2006; Gómez Baggethun et al., 2010; Sullivan, 2012).

La saturación del discurso ambiental con términos económicos y financieros refleja el éxito de una narrativa que se ajusta a la construcción ideológica e institucional del modelo económico dominante, pues observa a la problemática ambiental ya no como una señal de la crisis del capitalismo, sino como una nueva frontera de acumulación de capital financiero, lo que le confiere ventajas para alcanzar los círculos de toma de decisiones e influenciar la política pública (Gómez Baggethun et al., 2010; Sullivan, 2009 y 2012; Castree 2008a; Kricheff, 2012).

 

¿Qué es la conservación neoliberal?

En las décadas de 1960 y 1970, cuando surgieron los movimientos ambientalistas, problemas como la deforestación tropical fueron enfrentados mediante esquemas de conservación basados en un control centralizado y autoritario del territorio a través de la creación de áreas protegidas, la reubicación de la población fuera de ellas y la promoción de la educación ambiental y de mejoras tecnológicas en los sistemas de producción (Wilshusen, 2003; Hutton, Adams y Murombedzi, 2005). Sin embargo, la eficacia variable de las áreas protegidas para contener la deforestación, las dudas sobre la necesidad de eliminar por completo la actividad humana con el fin de lograr la conservación, y los problemas éticos y políticos derivados de excluir a la población rural, entre otras dificultades, condujeron a la creación de nuevos enfoques en la materia (Jeanrenaud, 2002; Dressler et al., 2010; Fletcher, 2010; Lele et al., 2010). Los esfuerzos se concentraron en generar soluciones que combinaran la conservación con el desarrollo local, dando lugar a los llamados esquemas de conservación comunitaria (community based conservatiori) (Hutton, Adams y Murombedzi, 2005; Adams y Hutton, 2007). Estos modelos pretenden fortalecer la participación de las comunidades locales en la toma de decisiones y la gestión de las áreas protegidas y otros proyectos de conservación, intentando generar formas más legítimas y equitativas de conservación (Dressler et al., 2010; Lele et al., 2010).

La transición de los modelos autoritarios de conservación hacia esquemas más democráticos, que enfatizan la participación local en el diseño y la gestión de los proyectos, produjo que la conservación ambiental fuera interpretada durante décadas como un ámbito de resistencia a la economía capitalista (Igoe y Brockington, 2007; Büscher, 2009, Dressler et al., 2010; Fletcher y Breitling, 2012). Sin embargo, una de las razones del éxito de la narrativa de la conservación comunitaria fue, justamente, su vínculo potencial con el mercado y su incapacidad para cuestionar las causas reales de la degradación ambiental, resultado de las contradicciones internas del capitalismo como un sistema económico que degrada la base de recursos necesaria para su reproducción (Hutton, Adams y Murombedzi, 2005; Sullivan, 2006; Büscher et al., 2012).

Los proyectos de conservación comunitaria muestran resultados sociales y ambientales diversos -y no siempre alentadores-, que hacen a algunos sugerir la necesidad de retomar los esquemas estrictos y centralizados (Brosius, Tsing y Zerner, 1998; Brechin, et al., 2002, Wilshusen et al., 2002; Roth y Dressler, 2012). Sin embargo, ha sido más frecuente observar la incorporación de herramientas de mercado a la conservación comunitaria para transformar los incentivos indirectos en incentivos de tipo directo o pagos por conservar. De esta forma, los individuos y las unidades familiares son transformados en empresarios rurales o microempresarios, capaces de utilizar su capital natural para crear nuevos productos promoviendo, de forma paralela, el desarrollo local sustentable y la conservación, en lo que hoy se conoce como conservación neoliberal (CN) (Hutton, Adams y Murombedzi, 2005; Dressler et al., 2010; Lele et al., 2010; Büscher y Dressler, 2012; Fletcher y Breitling, 2012).

La CN busca conciliar la supuesta eficiencia del mercado con los objetivos de preservación ambiental y supone que la naturaleza sólo puede ser preservada si se asigna un valor económico a sus componentes y si su conservación reditúa lucros concretos a los dueños de los recursos. De lo contrario no existe ningún aliciente para que los actores racionales actúen en esta dirección. La transferencia de beneficios desde la naturaleza hacia distintos grupos sociales pretende lograrse generando nuevas mercancías, que implican tanto el uso sustentable como el no-uso de los recursos, de manera que su producción no altere los espacios naturales y su venta genere ganancias para sus poseedores (Brockington, Duffy e Igoe, 2010; Lele et al., 2010; Büscher et al. 2012; Roth y Dressler, 2012). Así, la cn no es sólo una solución a la crisis ambiental sino también un nuevo ámbito de inversión y de oportunidades para expansión del capital. Se trata no sólo de vender la naturaleza para salvarla, sino de salvarla para negociar con ella (Arsel y Büscher, 2012; Büscher y Dressler, 2012).

Los procesos de privatización, comodificación, desregulación y rerregulación, característicos del neoliberalismo, se manifiestan en el ámbito de la conservación a través de fenómenos como el crecimiento de las organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales; la creación de nuevas mercancías in situ y de actividades económicas que sustituyan la falta de acceso a los recursos (ecoturismo, pago por servicios ambientales, bioprospección, certificación, productos forestales no maderables); la compra de tierra para cederla a la conservación en áreas naturales privadas; la incorporación de tierras privadas a áreas protegidas propiedad del Estado; la creación de fondos y fideicomisos privados para la conservación; el establecimiento de productos financieros -bonos, acciones, créditos- exclusivos para la conservación y la disminución de la presencia del Estado en la práctica de la conservación; así como su alianza con ONG, empresas privadas, comunidades e instituciones multilaterales para la ejecución de proyectos de conservación (Igoe y Brockington, 2007; Fletcher, 2010; West y Carrier, 2004).

Una característica importante de la CN es que supone ser una solución win-win (o gana-gana), en la que las reglas del mercado producen resultados que benefician a todos los actores y sectores sociales, sin costos ecológicos significativos (Igoe y Brockington, 2007; Büscher et al., 2012). Sin embargo, antes de aceptar este rasgo como distintivo es necesario comprender bajo qué circunstancias y condiciones los esquemas de CN influyen positivamente o no en las comunidades y el entorno, así como analizar la forma en que la lógica de la conservación de mercado se manifiesta y transforma las relaciones sociales, las estrategias de subsistencia y el entorno natural en sitios y momentos específicos (Roth y Dressler, 2012; Fletcher y Breitling, 2012; Castree, 2008a; Dressler y Roth, 2011).

 

La conservación neoliberal en México

En los sexenios de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) y Ernesto Zedillo (1994-2000) se prestó en México una atención sin precedentes a la temática ambiental; durante esos años la política tradicional, que regulaba el comportamiento ambiental a través de una serie de normas a observar, fue transformada con instrumentos de mercado y esquemas de autorregulación y cumplimiento voluntario. Se buscó la descentralización de responsabilidades hacia niveles estatales y municipales, y se ampliaron los espacios de participación, fomentando la rendición de cuentas, la transparencia y la transversalidad (Lezama, 2010; Guevara Sanginés, 2005; Provencio Durazo, 2004). Este contexto permite la diversificación de las estrategias de conservación, sobre todo de aquellas ligadas a la promoción de nuevos mercados y a la creación de incentivos económicos para mejorar el desempeño ambiental (Mumme, 2007). Como resultado, se promueve el pago por servicios ambientales, el ecoturismo, el aprovechamiento comercial de la vida silvestre y los esquemas de certificación para la producción sustentable u orgánica, entre otras estrategias. Desde esta perspectiva la conservación implica "modificar las estrategias económicas [de los campesinos] hacia esquemas rentables [...] para lo cual es indispensable que [se] desarrollen capacidades locales relacionadas con el acceso a los mercados y con garantías de permanencia" (Sarukhán et al., 2012: 27).

Actualmente encontramos en la literatura académica nacional e internacional algunos análisis sobre los procesos de CN en México que muestran las complejidades y contradicciones asociadas a este proceso. Para Wilshusen (2010) la aplicación de las reformas neoliberales no produce una transformación rápida y total de las comunidades campesinas mexicanas; tampoco genera únicamente reacciones de resistencia y protesta. Sugiere que las comunidades reciben, cuestionan, se adaptan y resisten las políticas neoliberales en un proceso de "ajuste creativo", que da lugar a patrones híbridos en los regímenes de propiedad, en las formas de organización y en los intercambios económicos. Por ejemplo, a pesar de que se pensaba que la propiedad colectiva prácticamente desaparecería con los cambios en la estructura agraria de 1992, los efectos de la nueva legislación no fueron tan amplios y los ejidatarios han mostrado cierta ambivalencia hacia la privatización de sus tierras. En el sureste del país sólo 4% de los ejidos decidieron privatizar por completo su extensión; el resto mantuvo la propiedad comunal de sus tierra agrícolas aun cuando certificaron sus solares y propiedades urbanas (Wilshusen, 2010; Nuitjen, 2003). Estos mismos procesos y respuestas híbridas se producen también en el ámbito de la conservación y, para ejemplificarlo, examinaré tres zonas de contacto entre el cuidado de la biodiversidad y el neoliberalismo en México: las áreas protegidas (AP), el ecoturismo y el pago por servicios ambientales (PSA).

 

Áreas protegidas (AP)

De acuerdo con Brockington, Duffy e Igoe (2010) existe una fuerte correlación entre el crecimiento a nivel mundial de las AP y la instauración del modelo económico neoliberal, dado que éstas, además de procurar preservar el entorno natural, constituyen espacios idóneos para el desarrollo de negocios verdes. En México, la expansión de las AP se produce justamente con el arribo de la política neoliberal; basta decir que el 83% de las 42 reservas de la biosfera existentes hasta 2013 fueron establecidas entre 1990 y 2010. Actualmente, el país tiene 176 AP que ocupan el 12.9% de su territorio, poco más de 25 millones de hectáreas, siendo el decreto de AP la estrategia más consolidada de conservación en el país (Conanp, 2014).

El entorno neoliberal ha orientado la gestión de las AP en México hacia la construcción de arreglos público-privados para su financiamiento y operación, promoviendo además la descentralización y la participación de la población local y de organizaciones privadas en la gestión de estos espacios. Como resultado, las AP mexicanas son hoy espacios donde los intereses públicos y privados coinciden (González Montagut, 2003).

En 1998 México recibió la donación de 16.48 millones de dólares del Global Environmental Found (GEF) a través del Banco Mundial, y una segunda donación de 31.1 millones de dólares en 2002, para financiar el funcionamiento de un grupo selecto de AP. Ambas sumas se incrementaron con la aportación del gobierno mexicano y fueron trasladadas al Fondo de Áreas Naturales Protegidas (FANP), a cargo del Fondo Mexicano para la Conservación de la Naturaleza (FMCN), una institución privada creada para albergar y manejar dicho capital (González Montagut, 2003; GEF, 2010). Los intereses generados por la inversión de este capital son utilizados para financiar la operación básica de las AP, a cargo de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (CONANP), y para sufragar proyectos de conservación propuestos por organizaciones locales privadas y seleccionados por el FANP a través de convocatorias públicas. Los fondos son ampliados por donaciones al FMCN que realizan, entre otras, importantes empresas nacionales e internacionales como Ford Motor Company, Televisión Azteca, Cinépolis, Merryl Lynch Casa de Bolsa, Casa Cuervo y Coca-Cola (FEMSA). Para 2012, el FMCN contaba con una dotación patrimonial de 104 millones de dólares, constituyendo el mayor fondo ambiental de América Latina y el Caribe (FMCN, 2012) y un ejemplo claro de la integración del capital financiero y la conservación en México.

Otro fenómeno importante que da cuenta del interés privado en la conservación es el reciente crecimiento de las ap privadas. Aun cuando existen en México registros de predios privados destinados a la conservación desde el siglo XIX, sólo en los últimos años esta modalidad de protección ha cobrado relevancia y reconocimiento oficial (De la Maza, 2009). En 2008 se agregaron a la legislación algunos cambios para fortalecer la creación y certificación voluntaria de tierras para la conservación. Estos predios fueron reconocidos como AP por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT) a través de un certificado expedido por la CONANP. Sus propietarios se transforman en los administradores del AP y la manejan a partir de una estrategia definida por ellos mismos (Bezaury Creel y Gutiérrez Carbonel, 2009). La principal fuente de financiamiento para la compra de tierras o la adquisición de derechos sobre éstas han sido las ONG conservacionistas internacionales -como The Nature Conservancy- y, en menor medida, las nacionales, como Pronatura. En conjunto, se calcula una inversión superior a los 25 millones de dólares (Bezaury Creel y Gutiérrez Carbonel, 2009). Actualmente, existen casi 60 mil hectáreas privadas certificadas, y se espera incrementar esta superficie mediante el fortalecimiento de apoyos y estímulos fiscales para su creación, como son el logro de un sobreprecio para productos forestales o su incorporación a esquemas de PSA (Bezaury Creel y Gutiérrez Carbonel, 2009; De la Maza, 2009).

En relación con la descentralización o la transferencia de poder para la toma de decisiones hacia las comunidades locales, la CONANP y otras instancias -como el Corredor Biológico Mesoamericano (CBM)- suelen promover un tipo de participación de carácter normativo (CONANP, s.f.a). Para algunos autores esta participación es típica del neoliberalismo, pues pretende reducir la fricción social y legitimar las metas de conservación, dando prioridad a los objetivos ambientales sobre los logros sociopolíticos (King y Wilcox, 2008; Ervine, 2010). Lo anterior puede ser útil para atraer la inversión externa, pues los atractivos del lugar permiten poner en marcha empresas de ecoturismo o dotar de valor agregado a mercancías producidas bajo esquemas sustentables acordes con la vocación de un APP. Sin embargo, la falta de atención a las inequidades de poder entre los actores involucrados genera procesos de exclusión social que despojan a los habitantes locales de sus recursos o les impide decidir sobre ellos (Nahmad, 2000; Brenner, 2010; Brenner y Vargas, 2010; Ervine, 2010; Durand, Figueroa y Trench, 2012; García Frapolli, 2012; Kelly, 2011).

En algunos casos, el decreto de AP ha permitido incrementar la capacidad de las comunidades para controlar sus recursos y obtener logros económicos y políticos. En los parques nacionales marinos de Xcalak y Puerto Morelos, ambos en Quintana Roo, las comunidades locales participaron activamente en la creación de las AP, pues observaron en su decreto no una vía para la conservación de la biodiversidad, sino la posibilidad de proteger sus formas de vida y contener el avance del turismo masivo y la pesca ilegal en sus comunidades (Murray, 2005). Sin embargo, es mucho más frecuente que, aun cuando la creación de ap sea promovida por las mismas comunidades, su decreto tienda a reducir el control de la población local sobre sus recursos.

El Área de Protección de Flora y Fauna Otoch Ma'ax Yetel Koohen (Yucatán) se consolidó a partir de la creación de la Reserva Punta Laguna, un espacio sin reconocimiento oficial que los habitantes locales establecieron para asegurar la permanencia de una población de monos araña en la zona que, desde la década de 1990, atrae a un número importante de turistas, dado su cercanía con el sitio arqueológico de Coba (García Frapolli, 2012). Para reforzar la iniciativa de conservación, los pobladores solicitaron que el área fuera decretada oficialmente como AP, lo que ocurrió en 2002. Sin embargo, la tendencia que instituciones públicas y algunas ONG muestran hacia una gestión vertical produjo que la iniciativa local fuera transformada en un proyecto diseñado y manejado por actores externos (García Frapolli et al., 2009; García Frapolli, 2012). Una situación similar se registró en la isla Holbox, en el Área de Protección de Flora y Fauna Yum Balam (Yucatán), donde los principales beneficiarios del decreto han sido actores externos con poder económico, tales como operadores de excursiones turísticas y hoteleros, que cuentan con el capital financiero y los contactos necesarios para comprar terrenos antes ejidales e invertir en infraestructura y actividades turísticas, desplazando así a los grupos locales (Berlanga y Faust, 2007).

Los procesos de exclusión social en AP se producen incluso en situaciones donde existen instancias de participación bien establecidas como los Consejos Asesores. El funcionamiento de estos órganos consultivos adolece de limitantes culturales, estratégicas y de información que dan lugar a procesos de exclusión interna, los cuales refuerzan las inequidades de poder dentro de las comunidades, y entre éstas y los actores externos, tal como lo muestran Peterson (2011) -para el Parque Nacional Bahía de Loreto, Baja California- y Durand, Figueroa y Trench (2012) -para la Reserva de la Biosfera Montes Azules, en Chiapas.

La creación de AP y su actual vinculación con actores privados producen efectivamente nuevas oportunidades y ámbitos de inversión, pero como en muchas otras situaciones, la distribución de los costos y beneficios derivados de esta relación esta mediada por el poder. Son las elites locales y los actores poderosos los que generalmente acaparan las nuevas oportunidades y ganancias exacerbando, a través de la conservación, las inequidades sociales preexistentes (Kelly, 2011; Brenner y Vargas del Río, 2010).

 

Ecoturismo

Hoy en día el turismo -y en particular sus vertientes ambientalmente amigables- es visualizado como una solución potencial para integrar la conservación del entorno natural con el desarrollo local. Se considera que la instrumentación de proyectos de ecoturismo que se conviertan en negocios rentables para las comunidades puede compensar los costos de la conservación, asociados con la reducción en el acceso a los recursos, promoviendo así el interés local por la conservación (Conanp, s.f.b). Así se impulsa a los habitantes rurales a transformar los paisajes y otros elementos de su entorno y cultura en nuevas mercancías e incentivos económicos, y a sí mismos en empresarios y administradores del capital natural (Sarukhán, 2009).

El ecoturismo está orientado a generar visitas a espacios naturales de forma responsable, con el objetivo de disfrutar y conocer el entorno y las manifestaciones culturales, fomentando su conservación y la mejora en las condiciones de vida de la población local (López Santillán y Marín Guardado, 2012; Vargas del Río y Brenner, 2013). México apostó por las bondades del negocio del ecoturismo para conciliar la conservación y el desarrollo, y desde principios de los noventa diferentes oficinas gubernamentales han instrumentado programas y subsidios con el fin de fomentar su desarrollo, tales como el Programa de Turismo Alternativo en Zonas Indígenas -de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI)- o el Programa de Turismo en Áreas Protegidas -de la CONANP. Actualmente existen poco más de 1,200 empresas y proyectos de ecoturismo, de las cuales el 74% son comunitarias, muchas integradas por grupos indígenas (López y Palomino, 2008). Para algunos autores en el presente experimentamos el boom del ecoturismo en México, situación que sin duda está ligada a la expansión de las AP (López Pardo y Palomino, 2008).

Sin embargo, es necesario considerar que para consolidar un proyecto ecoturístico no es suficiente contar con un entorno bonito y cabañas donde recibir a los turistas. En realidad, la habilitación y gestión de este tipo de iniciativas se produce en escenarios social y políticamente complejos, situación que pocas veces es considerada, por lo que la gran mayoría de los proyectos no se encuentran en operación o enfrentan diversos problemas de tipo organizativo, financiero, técnico y de comercialización. Basta decir que sólo 28% de los proyectos ecoturísticos financiados en 2006 por el Programa de Ecoturismo en Zonas Indígenas de la Comision Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI) se encontraba en funcionamiento un año más tarde (López y Palomino, 2008; Vargas del Río y Brenner, 2013).

Con el fin de analizar las contradicciones y retos que implica el ecoturismo es útil centrar nuestra atención en una de las experiencias más conocidas y celebradas del país: La Ventanilla, en la costa de Oaxaca. La Cooperativa de Servicios Ecoturísticos La Ventanilla (CSELV) recibió en 2003 mención honorífica en el Reconocimiento a la Conservación de la Naturaleza que otorga la SEMARNAT, y su experiencia es considerada como uno de los cien casos exitosos de conservación a escala nacional (Carabias et al., 2010). No obstante, una mirada más detenida muestra que los logros están también ligados a la creación de nuevos problemas y al agravamiento de otros preexistentes (Vargas del Río y Brenner, 2013; Macip y Zamora Valencia, 2012; Macip, 2012).

La cooperativa La Ventanilla fue fundada en 1995 por seis personas de la comunidad homónima, con la asesoría de la ONG Ecosolar. La constitución del grupo incrementó de manera notable el flujo de turistas que llegan desde Huatulco y Puerto Escondido, ciudades cercanas, para pasear por los manglares, conocer la fauna y flora locales, y visitar los proyectos de conservación de la cooperativa. Esto fortaleció a los prestadores de servicios del lugar e incrementó sus ingresos económicos. Al poco tiempo, los fundadores de CSELV se convirtieron en líderes y actores poderosos dentro de la cooperativa, pues eran los dueños de los terrenos y de la infraestructura de la asociación, y controlaban también la gestión financiera y administrativa del grupo, mientras que los socios que fungían como mozos, y se encargaban de la limpieza y la atención a los turistas, fueron relegados de las decisiones. En 2004, algunos ex mozos de la CSELV, inconformes con las desigualdades al interior de la organización, fundaron la cooperativa Lagarto Real, dando lugar a la competencia entre ambos grupos, lo cual favoreció a los operadores turísticos que buscaban precios más bajos y a los inversionistas privados que buscaban comprar terrenos en la comunidad, ahora mucho más conflictiva y fragmentada e incapaz de controlar la injerencia de los actores externos en su territorio (Vargas del Río y Brenner, 2013; Macip y Zamora Valencia, 2012; Macip, 2012).

Este tipo de dinámica social es un producto frecuente del ecoturismo y se reporta también en otros proyectos considerados exitosos, como aquellos desarrollados en la comunidad de Punta Allen, en la Reserva de la Biosfera Sian Ka'an (Brenner y Vargas del Río, 2010); en las subcomunidades de Lacanjá Chansayab y Frontera Corozal, en la Reserva de la Biosfera Montes Azules (Trench, 2002; Reygadas et al. s.f.; Hernández Cruz et al., 2005); y en Bahía San Ignacio, en la Reserva de la Biosfera El Vizcaíno (Young, 1999). No obstante, los efectos negativos del ecoturismo van más allá de la creación de nuevas elites, de mayor competencia y de nuevas inequidades al interior de las comunidades. El ecoturismo transforma las formas de vida y los patrones de producción y consumo de los pobladores, quienes muchas veces abandonan las prácticas de subsistencia para dedicarse a la prestación de servicios; de esta manera las comunidades reordenan sus relaciones en función de los intereses de los actores externos (Macip y Zamora Valencia, 2012). La cultura, muchas veces convertida en espectáculo, se recrea para agradar a los turistas, produciendo imágenes estereotipadas de los habitantes rurales que diluyen el significado de sus tradiciones (Trench, 2002; Brockington, Duffy e Igoe, 2010; Vargas del Río y Brenner, 2013).

El ecoturismo efectivamente ofrece nuevas oportunidades de ingreso económico para las comunidades, pero no es una vía sencilla que conduzca directamente a la conservación y a mejoras en su calidad de vida; tampoco es una solución en la que todos los actores se benefician. No debe olvidarse que el ecoturismo funciona bajo la misma lógica económica que el turismo convencional y, con facilidad, las metas sociales y ambientales pueden someterse a las ganancias económicas, acaparadas por lo actores mejor ubicados en la red de relaciones de poder (Ávila y Luna, 2012).

 

Pago por servicios ambientales (PSA)

Los que apuestan por el PSA como estrategia de conservación suponen que es posible cuantificar las funciones de los ecosistemas benéficas para los seres humanos, asignarles un precio y luego ponerlas a la venta. La demanda de servicios ambientales (SA) es generada por quienes reciben los beneficios de su existencia, mientras que las ganancias obtenidas son transferidas hacia aquellos que los producen y que, al verse recompensados por sus prácticas de conservación, se espera reduzcan la degradación de los ecosistemas (McAfee y Shapiro-Garza, 2010; Shapiro-Garza, 2013). En el ámbito de los bonos de carbono, las compradoras típicas son empresas que exceden el límite permitido de emisiones de CO2. Para mitigar el daño que producen, compran bonos de carbono y aseguran su retención en áreas forestales conservadas en diferentes sitios del mundo. Esta misma lógica siguen los PSA hidrológicos o para biodiversidad, en los que los usuarios como empresas hoteleras, municipios o manufacturas pagan a los actores que instrumentan prácticas para preservar o restaurar hábitats o incrementan la cantidad y calidad del agua. El PSA es promovido por agencias internacionales de desarrollo, gobiernos, ONG y corredores financieros; los fondos generados son pagados a individuos, comunidades, empresas o gobiernos que tienen derechos de propiedad sobre los ecosistemas (McAfee y Shapiro-Garza, 2010).

Los esquemas de PSA en México iniciaron antes del 2000, con proyectos más pequeños y localizados en estados como Oaxaca y Chiapas (Osborne, 2011); sin embargo fue en el sexenio de Vicente Fox cuando se ejecutó un programa federal a escala nacional (Alix García, et al., 2005). Los incentivos económicos para evitar la deforestación, resultado del PSA, se proponen como alternativas a políticas anteriores que habían resultado ineficaces, basadas en la regulación directa de las actividades forestales, en los subsidios a la silvicultura sustentable y en el combate a la tala y el comercio ilegal de madera (Muñoz et al., 2008). Al mismo tiempo, el PSA se observó como una oportunidad para eliminar la tensión existente entre limitar el cambio de uso de suelo para proteger los bosques en zonas marginadas y el apremio por generar oportunidades de ingreso en áreas empobrecidas (Muñoz et al., 2008).

La primera fase del proyecto se instrumentó en 2003, con el esquema pago por servicios ambientales hidrológicos (PSH-A); en 2004 se desarrolló una segunda iniciativa, conocida como Programa para desarrollar el mercado de servicios ambientales por captura de carbono y los derivados de la biodiversidad para fomentar el establecimiento y mejoramiento de sistemas agroforestales (PSA-CABSA); ambos administrados por la Comisión Nacional Forestal (CONAFOR). PSH-A remunera por la conservación de bosques considerados importantes para mantener la recarga de acuíferos y manantiales y proteger el suelo de la erosión, mientras que PSA-CABSA paga por la conservación de la biodiversidad a partir de la restauración de hábitats, la introducción o mejora de sistemas agroforestales y el secuestro de carbono (Alix García et al., 2005; McAfee y Shapiro-Garza, 2010; Shapiro-Garza, 2013).

Para ingresar a los programas de PSA, los candidatos deben tener predios con una cubierta forestal superior al 50% en zonas seleccionadas por la CONAFOR. Una vez elegidos, los dueños de las parcelas reciben pagos fijos de 280 a 1,100 pesos por hectárea/año, en contratos renovables de cinco años (DOF, 2013). Los pagos están condicionados a que las supervisiones de las áreas inscritas no muestren reducciones del área forestal. Se otorga prioridad a parcelas ubicadas en municipios con pobreza extrema, en AP, en zonas con alto riesgo de deforestación, en municipios predominantemente indígenas o en zonas con riesgo de desastre natural, entre otros criterios (DOF, 2013).

En 2003, el PSA-H operó poco más de 18 millones de dólares de fondos federales, provenientes de la recaudación por el cobro de uso de agua. Este monto se ha incrementado con la aportación de grandes usuarios del agua, con financiamientos otorgados por el Banco Mundial en 2006 y un donativo del Global Environment Fund (GEF) en el mismo año (Chagoya e Iglesias, 2009). Entre 2003 y 2008, 3.4 millones de hectáreas ingresaron al PSA, con una inversión de 490 millones de dólares e incorporando a casi seis mil beneficiarios de ejidos, comunidades agrarias y pequeñas propiedades (Shapiro-Garza, 2013).

Sin embargo, a pesar de su magnitud y de la concordancia inicial del programa de PSA con el entorno neoliberal de los sexenios de Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012), hasta el momento tanto el PSH-A como el PSA-CABSA no han constituido una red de intercambio comercial de servicios ambientales, como se había planeado, dando lugar a un esquema híbrido donde los mecanismos de mercado se combinan con una fuerte intervención del Estado y con la presencia de movimientos campesinos que han logrado influenciar los programas e incorporar sus demandas (Muñoz et al., 2008; McAfee y Shapiro-Garza, 2010). McAfee y Shapiro-Garza (2010) y Shapiro-Garza (2013) explican cómo el diseño original del proyecto, centrado en la intención de generar un mercado eficiente de servicios ambientales, fue alterado por el interés gubernamental en promover el PSA no sólo como un programa ambiental sino también como un programa para aliviar la pobreza. Por ejemplo, el número máximo de hectáreas inscritas por participante se limita a dos mil, evitando así la incorporación de grandes propietarios, y se priorizan las parcelas ubicadas en zonas marginadas. De este modo, las consideraciones ambientales del programa parecen someterse a las preocupaciones sociales: para 2006 el 83% de las parcelas en PSA-H se localizaban en zonas marginadas, pero tan sólo 16% tenía un alto riesgo de deforestación (Muñoz et al., 2008; Shapiro-Garza, 2013). La influencia de movimientos sociales como El Campo no Aguanta Más logró que parcelas bajo uso agroforestal y sustentable -como los cafetales bajo sombra- fueran considerados espacios proveedores de servicios ambientales en el PSA-CABSA, promoviendo la idea de que los campesinos, más que destructores son promotores de la salud y la viabilidad de los ecosistemas. Otro logro interesante, pues implica la visión de los campesinos como actores colectivos, fue que los pagos se otorgaran a los núcleos agrarios, ejidos y comunidades, y no sólo a individuos, como originalmente se pensó (Shapiro-Garza, 2013).

Entre 2003 y 2006 el PSA-H tuvo una influencia moderada para contener la deforestación (Alix García, Shapiro-Garza y Sims, 2012). Aunque el programa redujo en casi 50% la expectativa de deforestación en parcelas incorporadas al programa, las tasas de deforestación para los predios control que no ingresaron al PSA-H fue similar, indicando que el esfuerzo se aplicó en áreas que probablemente se hubieran mantenido boscosas aún con la ausencia de pago, además de que existe evidencia de que la deforestación que se evitó en las porciones de los predios inscritos al PSA se trasladó hacia las fracciones no incorporadas. Al mismo tiempo, los PSA plantean nuevas dificultades y costos para las poblaciones. Osborne (2011) estudia el caso de la comunidad de Frontera Corozal (Chiapas), que participó en el proyecto Scolel Té -uno de los primeros programas de PSA para la captura de CO2 en México-, encontrando que a pesar de que los habitantes mantienen los derechos de propiedad sobre la tierra deben reorganizar su tiempo y la adjudicación de horas de trabajo para conciliar el cultivo en las milpas y el mantenimiento de los árboles en parcelas dedicadas al PSA. Algunos campesinos no lo logran y optan por abandonar el PSA o la milpa, arriesgando su abasto de alimentos (Osborne, 2011). Situaciones similares se reportan también para comunidades en Oaxaca (Ibarra et al., 2011).

La instrumentación en México de esquemas de PSA es un buen ejemplo de las dificultades que enfrentan los modelos neoliberales de conservación cuando aterrizan en escenarios específicos, donde tienen que interactuar con actores concretos como el Estado, las ONG, los campesinos y las autoridades locales, que poseen sus propias agendas e intereses y que muchas veces chocan con los principios de eficiencia del mercado (McAfee y Shapiro-Garza, 2010; Shapiro-Garza, 2013). Actualmente, el PSA en México no constituye un mercado y funciona más bien como un nuevo tipo de subsidio, dado que el Estado, con fondos públicos, es el único comprador de los sa producidos en las parcelas, y que tampoco existe competencia entre los productores de SA debido al esquema de pagos fijos (Alix García et al., 2005; Muñoz et al., 2008; Chagoya e Iglesias, 2009).

 

Conclusiones

El análisis de estas zonas de contacto entre el neoliberalismo y la conservación en México nos muestra que uno de los grandes problemas de la conservación neoliberal (CN) es que se funda es una idea abstracta de la sociedad, donde las disparidades económicas, políticas y culturales son ignoradas y las dinámicas de poder invisibilizadas. En México y en otros países del Sur las políticas de CN, con su énfasis en la expansión de capital y en la competencia, crean espacios en los que las comunidades locales no siempre pueden integrarse de manera efectiva, pues sufren de desventajas competitivas -carencia de capital, escasa capacidad para influir en la política pública- y trabajan en condiciones de producción poco favorables -alejadas de los mercados, pobre infraestructura, suelos infértiles, dinámica socio-política internamente compleja- (Pokorny et al., 2012). Esto impide alcanzar una redistribución más justa de los costos y beneficios de la conservación y el desarrollo, existiendo un gran desfase entre el diseño y la ejecución de los proyectos. Además, como hemos visto, la lógica neoliberal es transformada por el contexto local, y con frecuencia los proyectos requieren de la intervención del Estado para sostenerse (Fletcher y Breitling, 2012; Pokorny et al., 2012; McElwee, 2012; Roth y Dressler, 2012).

Como bien advierten Igoe y Brockington (2007), es necesario entender que, más que una solución automática a las problemáticas de la conservación y el desarrollo, el neoliberalismo abre espacios donde el entorno natural puede ser dañado o preservado y donde las comunidades locales pueden verse tanto beneficiadas como perjudicadas. En este escenario incierto es importante preguntarnos si los esquemas de CN pueden, en el largo plazo, corregir las inequidades ambientales y socioeconómicas de nuestra sociedad, como condición previa para la conservación (Klooster, 2010; McAfee, 1999). Esto parece difícil de alcanzar si, como lo propone la CN, nos limitamos a trabajar en la redistribución de los costos y beneficios, pues tales esfuerzos son poco sensibles a la existencia de distinciones culturales, políticas, de raza y de clase, y a la existencia de otras posibles formas de relación con el entorno no humano. La justicia ambiental y social ciertamente deriva de la redistribución, pero también -y en el mismo grado- del reconocimiento y la representación (Young, 2002; Palacio, 2009). La redistribución, que puede tomar formas diversas, sólo será legítima y efectiva para contrarrestar la injusticia si las personas son reconocidas en sus diferencias, son igualmente respetadas y tienen las mismas oportunidades de participar, de beneficiarse del entorno y de evitar riesgos, sin que esto implique su asimilación a la ideología dominante (Schlosberg, 2004; Schroeder, 2008; Martin, McGuire y Sullivan, 2013); y es justamente en su capacidad para avanzar en este sentido donde la conservación neoliberal debe ser interrogada.

 

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Nota

1 Este trabajo fue posible gracias al financiamiento de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico de la Universidad Nacional Autónoma de México (DGAPA-UNAM), mediante el proyecto PAPIIT IN301112.

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