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Sociológica (México)

On-line version ISSN 2007-8358Print version ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.23 n.68 Ciudad de México Sep./Dec. 2008

 

Artículos

 

La educación superior en los sesenta: los atisbos de una transformación sin retorno

 

Mario Guillermo González Rubí*

 

* Profesor-investigador y jefe del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Azcapotzalco. Correo electrónico: mggr@correo.azc.uam.mx

 

Fecha de recepción: 16/10/08,
Fecha de aceptación: 09/02/09

 

RESUMEN

Desde una mirada sociológica y a partir de distintas fuentes bibliohemerográficas, en este artículo se presenta la reconstrucción de algunos de los rasgos principales del sistema de educación superior mexicano en los sesenta, como una forma de enriquecer los elementos contextuales en los que se desarrolla el movimiento estudiantil de 1968. Aquí se da cuenta de un sistema de amplia exclusión, caracterizado por una centralización regional e institucional que generó un proceso de migración juvenil y, por ende, la realización de los estudios en condiciones de sobrevivencia. No obstante, se enfatiza una incipiente modificación de estas tendencias a lo largo del decenio.

Palabras clave: exclusión, centralización regional e institucional, desigualdad de género, tutela familiar, transformación.

 

ABSTRACT

From the sociological point of view and based on different bibliographical sources, this article reconstructs some of the main traits of Mexico's system of higher education in the 1960s in order to enrich our understanding of the context in which the 1968 student movement took place. It sketches an exceedingly exclusionary system characterized by regional and institutional centralization that prompted young people to migrate and therefore study under conditions that barely allowed for their survival. However, the author does emphasize an incipient change in these trends over the course of the decade.

Key words: exclusion, regional and institutional centralization, gender inequality, family tutelage, transformation.

 

INTRODUCCIÓN

Hace veinte años la revista Nexos editó un número intitulado "Pensar el 68" como un ejercicio de reconstrucción de los días aciagos del movimiento estudiantil mexicano basado en el testimonio de sus líderes más conocidos. Dos décadas después y replicando la estrategia, esa misma publicación realiza un nueva propuesta retrospectiva que ahora lleva por nombre "Los 60 antes del 68", con la que enriquece la mirada sobre la irrupción juvenil, ahora a partir del reconocimiento de algunos rasgos contextuales de carácter sociocultural. En las páginas de ambos números el binomio jóvenes y deseos de cambio parece ser el signo de la época. Si se toma en cuenta la concurrencia histórica con el radicalismo de los movimientos hippie y por los derechos civiles en Estados Unidos, las movilizaciones en las universidades europeas, las manifestaciones de rechazo a las incursiones bélicas tanto soviéticas como estadounidenses, o el entusiasmo latinoamericano por el éxito de la Revolución Cubana, todo apunta en contra de la idea predominante de una "juventud fría" citada por Statera (1975: 16),1 indiferente o moderada con respecto de la política e interesada, primordialmente, por el éxito individual, tanto material como en el ámbito de lo privado.

Sin embargo, pensar en la juventud como un sector social homogéneo conlleva problemas para comprender los alcances de la movilización, sobre todo porque en cada uno de los casos citados los actores centrales provenían principalmente de los campus de las instituciones de educación superior (IES), esto es, se trató de un sector social privilegiado en cuanto a oportunidades educativas, lo que le imprimió un sello particular a sus formas de organización y de participación colectiva. Con este último planteamiento en mente, en esta ocasión profundizaremos en algunos de los rasgos más sobresalientes del sistema de educación superior (SES) mexicano de los sesenta, temática ausente en las entrevistas registradas, pero que sin duda representa un referente de interpretación importante, además de mostrarnos los albores de un ciclo de transformación en la educación superior que dura hasta nuestros días.

 

LA EDUCACIÓN SUPERIOR: LA CÚSPIDE DE UNA PIRÁMIDE EXCLUYENTE

En 1960 la población total del país era de 34.6 millones de habitantes y se tenía la certeza de que el ritmo de crecimiento se aceleraría como consecuencia de la posesión de uno de los índices de natalidad más altos del mundo para aquellos años (Saborit, 2008: 38). La historia reciente no hizo más que confirmar el pronóstico, ya que cerca de medio siglo después el número de habitantes del país se ha triplicado. Uno de los ámbitos sociales que resintió con mayor rapidez el impacto del incremento poblacional fue el sistema educativo, un tanto por la juventud de los nuevos mexicanos pero también, específicamente en el nivel superior, por el valor creciente de los certificados universitarios que resulta de las grandes transformaciones de la estructura social y económica del llamado milagro mexicano (Fuentes, 1989: 3).

No obstante el consenso sobre la valía de los títulos profesionales, lo cierto es que se trataba de un bien que estaba al alcance real de un número sumamente restringido de personas: un máximo de tres de cada cien jóvenes de 20 a 24 años de edad, tal y como se observa en el Cuadro 1 a propósito de la Tasa Bruta de Escolarización Universitaria (TBEU). Cabe preguntarse, entonces, ¿cuáles son las características que compartían, en este contexto de amplia exclusión, aquellos que lograban ubicarse en la cúspide de la pirámide educativa? Algunos de esos aspectos serán señalados en las páginas siguientes. Por el momento nos enfocaremos a la reconstrucción de los niveles inferiores de este poliedro.

 

Si bien desde los años veinte, con la fundación de la Secretaría de Educación Pública por José Vasconcelos, se inició el largo camino para la construcción de un sistema educativo de carácter nacional, campañas de alfabetización incluidas, cuatro décadas después los resultados no fueron los esperados a juzgar por el 80% de la población que se encontraba aún en una condición de pobreza extrema en materia educativa (Cuadro 1), tal como califica Gil (1997: 260) a quienes no saben leer y escribir, no han recibido algún tipo de instrucción o no ha concluido su formación de nivel primaria. El promedio de escolaridad de la población para la década de los sesenta alcanzó apenas los tres grados.2

El Cuadro 2 nos ayuda a obtener una visión más completa de la educación mexicana en 1960, ya que de los 5.76 millones de habitantes que estaban matriculados en el sistema educativo sólo el 7.3% correspondía a un nivel superior a la primaria, haciéndose notable la difícil transición entre ese nivel y la secundaria, puesto que por cada 23 alumnos de primaria sólo se encontraba inscrito un alumno de secundaria.3 Como es natural, la desproporción de alumnos por nivel se amplía cuando se llega a la educación superior, donde la relación se convierte en uno por cada 66 alumnos de primaria, como se observa en el primer cuadro. A partir de ese momento se presentó una reducción sistemática de esta desproporción, que en una década descendió a cerca de la mitad (un alumno de educación superior por cada 43 alumnos de primaria en 1970), hasta convertirse en 2006 en una relación de uno por cada 4.44 (OCDE, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, 2006). Para tener un referente histórico de lo que representan estas cifras se puede mencionar que países de América Latina como Argentina, Costa Rica y Chile tenían en 1970 un esquema con un desequilibrio mucho menor si se toman en cuenta las relaciones de 1 a 12, 1 a 22 y 1 a 26 que presentaban respectivamente (UNESCO, Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, 1999). En el caso de 2006, algunos países de la OCDE alcanzan relaciones entre ambos niveles educativos realmente reducidas, del orden de uno por cada 1.86 (Australia), uno por cada 1.48 (España) o uno por cada 1.39 (Estados Unidos), estos es, una cobertura casi tres veces superior a la mexicana.

 

En conjunto, en los sesenta se muestran ya algunos signos tanto de la modificación en la cobertura del sistema como del incremento en las posibilidades de tránsito entre los distintos niveles, en especial entre la escuela primaria y la secundaria; sin embargo, dado el todavía reducido número de personas que alcanzaban a cubrir los requisitos escolares suficientes para acceder a la educación superior no había, al menos en principio, una presión social significativa encaminada a la ampliación de las oportunidades de formación profesional. Al mismo tiempo, los egresados generalmente encontraban, dada su escasez, un espacio laboral en condiciones favorables de reconocimiento e ingreso, tal como lo registra Miguel Casillas (1987: 128) con la siguiente afirmación: "La universidad vivió una etapa de congruencia funcional con el mercado del empleo; sus egresados eran tan pocos y tan bien relacionados que accedían al mundo del trabajo en una prestigiada ubicación. [...] ellos egresaban con la certeza triunfal de haber cubierto un ciclo más de un proceso de ascenso, mismo al que de alguna manera estaban predestinados por su origen".

Esta última frase deja entrever que en el acceso a la educación superior predominaba un patrón de reproducción social en donde las clases medias y altas eran las principales beneficiarias de las oportunidades educativas, incluso y a diferencia de la actualidad, dentro de la oferta pública. Si bien hay muchos datos que certifican esta tendencia, vale la pena escudriñar en los claroscuros del sistema de educación superior toda vez que existe consenso entre una parte importante de los especialistas mexicanos para considerar a la segmentación4 como uno de sus rasgos permanentes (Casillas, 1987; Kent, 1993; Rama, 1987 y Gil, 2008). Algunos de los factores que influyeron en esta falta de integración se encuentran asociados a la centralización geográfica e institucional de la vida social que se expresa con toda claridad en la segunda mitad del siglo pasado.

 

LA OFERTA EDUCATIVA: UN PRIVILEGIO DEL CENTRALISMO FEDERAL Y REGIONAL

Como se ha dicho, uno de los aspectos que más destacan en la información estadística sobre la educación superior de hace cuatro décadas es su limitada cobertura. Sin duda, la concentración de la oferta, que deriva del centralismo político y económico característico del país desde el siglo XIX, es uno de los obstáculos que enfrentaban los jóvenes para acceder a este nivel de estudios. En el Cuadro 3 se puede observar cómo, en 1960, poco más de dos terceras partes de los estudiantes cursaban sus estudios en el Distrito Federal (68%), y cómo a pesar de que durante esa década se duplicó el número de instituciones de educación superior (IES), la oferta de la capital federal se mantuvo por encima de la mitad (52.7%) de la oferta global de 1970.5

 

 

En el mismo cuadro se puede apreciar también la importancia cuantitativa de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), puesto que en 1960 más de la mitad de los estudiantes de todo el país estaban matriculados en ella. Lo que es más, de la aparente gran oferta del Distrito Federal tres cuartas partes de los alumnos pertenecen a la UNAM; de allí que podamos afirmar que al centralismo geográfico se sumó la concentración institucional, esta última con el valor agregado de convertir a la Universidad Nacional en el modelo académico de referencia para las IES de nueva creación y en la unidad académica donde se aglutinaba el prestigio y la realización de actividades académicas que rebasan el trabajo en las aulas, como es el caso de la investigación y la difusión de la cultura. Un testimonio al respecto es el siguiente:

Cuando llegué a la ciudad de México, en 1963, me maravilló la urbe: su vida intensa, su arquitectura, su atmósfera transparente, su modernidad, su limpieza. [...] Los años siguientes –como los de todos los estudiantes– fueron una sucesión acelerada de experiencias, de diversión y aprendizaje. Ciudad Universitaria resplandecía y fuera de las clases existía una oferta cultural prolífica y de calidad incomparable que [...] no ha vuelto a existir en la UNAM. Música de cámara, sinfónicas, conciertos, teatro, poesía coral, cine moderno, cine clubes, [...] exposiciones, conferencias de notables científicos y recitales excelentes. [...] Escuché exponer en Ciencias al Premio Nobel Linus Pauling y recitar su poesía a Pablo Neruda (Guevara Niebla, 2008: 29).

La vida universitaria, tan ajena a la mayoría de los jóvenes del país, se presentaba como una experiencia novedosa que permitía el acceso a una creciente diversidad de referentes culturales provenientes de distintas partes del mundo y que encontraban en sus espacios físicos e intelectuales un medio adecuado para su expansión y apropiación. Este ambiente de transformación cultural trastocó, al mismo tiempo, los cimientos del modelo tradicional de la universidad mexicana y se esbozaron nuevos modelos que constituyen los componentes de lo que en la actualidad se conoce como universidad moderna (Casillas, 1987). Para entender esta transición es importante recuperar los componentes fundacionales de las IES mexicanas.

En los años veinte, el SES mexicano estaba integrado por la Universidad Nacional (que luego de dos décadas de su fundación alcanzaba su autonomía) y cinco IES más: las universidades de Puebla, Nacional del Sureste (en Yucatán), Autónoma del Estado de Michoacán, de Guadalajara, y el Instituto Científico y Literario de San Luis Potosí (Robles, 1983: 116-122). En la primera mitad del decenio siguiente, en uno de los polos de mayor importancia para la industrialización emergente, la ciudad de Monterrey, se fundó una nueva universidad estatal, la Autónoma de Nuevo León, y poco tiempo después, en la ciudad de México el gobierno cardenista concretaba su proyecto más ambicioso en materia de educación superior con la fundación del Instituto Politécnico Nacional (IPN). En todos estos casos, exceptuando el último, se trató de procesos de integración de escuelas, colegios e institutos que operaban de forma independiente y que, en general, basaban su oferta educativa en la impartición de alguna licenciatura de carácter profesionalizante. De esta forma, carreras como Medicina, Derecho, Contaduría o Ingeniería constituyeron el eje fundacional de estas universidades.

Mención aparte merece el Instituto Politécnico Nacional, cuya creación obedeció a un proyecto amplio de política pública que buscaba combinar la formación tecnológica con una vía de acceso a la educación profesional para jóvenes provenientes de sectores sociales de menores recursos. En este caso, se planteó un esquema de cobertura de las necesidades básicas de los alumnos (becas, alojamiento y alimentación), acompañado de un modelo integral de formación que iniciaba en la secundaria (pre-vocacionales) y continuaba con el bachillerato (vocacionales), con la expectativa de disminuir los niveles de deserción. Una opinión compartida sobre el desarrollo de esta alternativa institucional la esboza Casillas (1985) con la siguiente aseveración:

El proyecto originario del IPN cardenista se diferenció de la universidad existente no sólo en el plano de los conocimientos válidos desde el proyecto estatal como necesarios, sino fundamentalmente en términos de los sujetos sociales a quienes estaba destinado este tipo de educación. [...] El proyecto quiso instaurar un sistema promocional de escuelas asistenciales para hijos de trabajadores, obreros y campesinos. En el primer IPN, proyecto tardío y esencialmente frustrado, el internado y la selección promocional eran tan importantes como el programa académico (Casillas, 1987: 126-127).

La falta de interés de las administraciones federales siguientes, aunada a las contradicciones organizativas internas, llevó al agotamiento de esta experiencia institucional, que llegó a su fin en 1956 con la intervención del Ejército para clausurar el internado estudiantil ubicado en el Casco de Santo Tomás, una zona céntrica de la capital federal.

En la década de los cuarenta se crearon diez nuevas IES , y se abrió paso al surgimiento tanto de los primeros institutos tecnológicos regionales (ITR) como de las primeras instituciones privadas (la Universidad Autónoma de Guadalajara, UAG; el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, ITESM; y el Centro Cultural Universitario, antecedente de la Universidad Iberoamericana). Para 1960 el sistema público contaba ya con 31 IES (22 universidades públicas estatales, siete institutos tecnológicos regionales, la UNAM y el IPN). La oferta privada llegaba a las 19 instituciones (véase cuadro 4). Diez años más tarde el número total se había duplicado, con lo cual ya sólo cuatro estados del país no contaban con alguna universidad pública6 y el número de instituciones privadas llegó a 34, como puede observarse en el cuadro siguiente.

 

 

Al contrastar el cuadro anterior con la matrícula (véase Cuadro 5) resulta evidente que no existe una relación lineal entre el porcentaje de instituciones públicas y privadas y su matrícula. En todos los casos la matrícula privada siempre es inferior a la proporción de sus instituciones. En el caso del sector público la relación resulta inversa. Como se puede deducir, la explicación se encuentra en el tamaño y en la oferta de las instituciones. Kent (1993) propuso una clasificación que diferencia a las instituciones públicas de las instituciones aisladas en los siguientes términos: "Las [IES] más consolidadas suelen ofrecer una amplia gama de opciones formativas, tanto en la licenciatura como en el posgrado, amén de que realizan investigación científica [...] y [cuentan] con alto prestigio. Las numerosas instituciones [...] aisladas [son] pequeñas escuelas que ofrecen dos o tres carreras de licenciatura en áreas restringidas y ocupan un sitio inferior en la escala de los prestigios (Kent, 1993: 347-349).

En cuanto al tema del prestigio, en los años sesenta existía una brecha amplia entre la formación jurídico-administrativa, las ciencias sociales y las humanidades, y la formación tecnológica, que recibían una jerarquización en ese orden. Las primeras estaban vinculadas a las expectativas de incorporación a los cuadros dirigentes del Estado, las segundas a la proyección de una imagen "intelectual"; y las últimas se asociaban a una percepción de "subordinación" en el mundo laboral.

A juzgar por el peso de la matrícula de la Universidad Nacional (entre el 50.8 y el 30.3%, de 1960 a 1970), la mayor parte de las nuevas IES estarían en la categoría de instituciones aisladas. Vale la pena subrayar que en la oferta privada se reproducía también el patrón de centralización geográfica que se ha señalado para las instituciones públicas de aquellos años. Prueba de ello es que el 70% de su matrícula se concentraba en dos entidades: el Distrito Federal y el estado de Nuevo León.

Estos datos no hacen sino corroborar, por un lado, la importancia de la educación pública en el periodo en el que centra su interés este trabajo y, por otro, el elevado prestigio de la UNAM; ambas circunstancias resultantes de un contexto caracterizado por la participación amplia del Estado en la economía. La Universidad Nacional jugaba un papel fundamental en la reproducción de los dirigentes políticos, tal y como lo consigna Guevara Niebla (2008: 29-30): "[...] La política estudiantil estaba dominada por las sociedades de alumnos. [...] Fueron años en los cuales los políticos profesionales (obviamente del PRI) lograron tener un gran ascendente sobre las organizaciones estudiantiles de la UNAM [...]. En ese tiempo ser líder estudiantil era entrar a un ‘buen negocio' y comenzar a hacer carrera dentro de las filas del partido oficial".

Para Casillas (1987: 126-127), no sólo la UNAM sino las distintas universidades públicas de los estados reclutaban a sus estudiantes de las élites locales, estableciéndose así una segmentación clara por nivel de ingreso familiar, residencia en las grandes ciudades e, incluso, por un distanciamiento de la formación técnica7 en la medida en que se educaba para posiciones de alto estatus bajo un modelo del "hombre culto": "En la universidad, los criterios para el ingreso implicaban un conjunto de cualidades que hacían de las instituciones de educación superior un espacio de cultivación elitista. La composición social del estudiantado estaba determinada por su radicación urbana, sus posibilidades económicas y por una trayectoria escolar larga que certificara su calificación de acceso a los estudios universitarios".

Estos factores establecían una diferencia significativa con poblaciones estudiantiles como las del Instituto Politécnico Nacional, la Escuela Nacional de Maestros o la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, las cuales también participaron en el Consejo Nacional de Huelga (CNH) durante el movimiento estudiantil de 1968 y cuyas particularidades enunciaremos más adelante.

 

EL CAMBIO QUE TRANSITA POR AULAS Y PASILLOS

Como se ha dicho antes, el elevado reconocimiento y liderazgo atribuido a la UNAM fue determinante en el establecimiento de las nuevas instituciones. Si bien la Universidad Nacional era la única institución con "nichos" reales de investigación, esta actividad se restringía a un número limitado de practicantes que, por lo demás, se encontraban físicamente separados de las actividades cotidianas de los estudiantes de acuerdo con el modelo organizativo de institutos, escuelas y facultades. La investigación requería, y requiere, dedicación exclusiva, y los contratos de tiempo completo no constituían una norma de vinculación laboral con la universidad.8 En 1960 sólo el 3% de los puestos académicos en el país correspondían a contratos de este tipo y diez años después la cifra alcanzaba apenas al 7% (Gil, 1997).

Otro de los rasgos característicos del modelo universitario de los sesenta fue la cátedra como estrategia didáctica de transmisión del conocimiento. En este sentido, las relaciones en el salón de clases se basaban, en la mayoría de los casos, en la capacidad expositiva del profesor derivada de su participación profesional en los mercados profesionales ajenos a la universidad, por lo que su trabajo se restringía a una dedicación de pocas horas a la enseñanza, actividad de la que obtenía como recompensa principal el incremento de su prestigio social al legitimar su papel no sólo de profesional exitoso, sino por su desarrollo intelectual y su "vocación de servicio" (González Rubí, 2006: 63-64).

Un elemento más que contrasta con las IES de nuestros días era la escasa e incipiente oferta formativa de posgrado. El logro de grados académicos superiores a la licenciatura no era frecuente, ni siquiera entre el profesorado, y la mayor parte de quienes habían obtenido estos títulos lo hicieron cursando sus estudios en el extranjero. La operación de estos programas no constituía una prioridad para quienes dirigían las instituciones, ni para las propias comunidades académicas, dada la falta de expectativas de desarrollo para la investigación, interés principal de la formación avanzada.

Un factor adicional que caracterizó a la educación superior de los sesenta fue la conformación de modelos institucionales que integraron el bachillerato con la formación de licenciatura. En el caso de la UNAM, esta vinculación se vio fortalecida con la eliminación del examen de admisión para los alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, el llamado pase automático, conquista estudiantil resultante del movimiento universitario de 1966 que concluyó con la caída del rector Ignacio Chávez9 (Guevara Niebla, 2008: 30).

La modernización y el debate sobre la universidad, iniciado en esos años, estuvieron en la base de los modelos fundacionales de muchas IES creadas a partir de la década siguiente, dentro del llamado proceso de expansión del sistema de educación superior, uno de cuyas rasgos más notables fue el incremento acelerado de las plazas de tiempo completo y, con ello, el establecimiento de condiciones mínimas para el desarrollo de la investigación10 y la formación de posgrado. La cátedra entró en un proceso de franca deslegitimación frente a modalidades de discusión colectiva que dieron pie a la estructuración de seminarios (y, más recientemente, de alternativas diversas a través del uso de las nuevas tecnologías), y la reflexión sobre la pertinencia académica del pase automático se ha recuperado en innumerables ocasiones, generando diversas revueltas estudiantiles, sin que hasta la fecha se haya eliminado (aunque sí se han establecido diversas reglamentaciones al respecto).

 

LOS JÓVENES ESTUDIANTES: LA EMANCIPACIÓN CON O SIN TUTELA

La concentración de la oferta educativa en el Distrito Federal provocó durante varias décadas un fenómeno particular de migración en la búsqueda de un incremento de oportunidades en este ámbito. Si bien este proceso fue replicado en muchas capitales estatales, lo cierto es que la diversidad de la oferta, el prestigio de la UNAM y el atractivo de la urbanización capitalina favorecieron la selección de este lugar como destino principal, aún para jóvenes provenientes de regiones remotas; no obstante, predominó la llegada de estudiantes del norte del país, región de la república con los mejores resultados en los niveles educativos previos. El atractivo de la capital federal ha sido reseñado por Pérez Gay (2008: 31-35) de la siguiente manera:

[...] a principios de los sesenta todo parecía nuevo; quizás era nuevo. [...] En 1960 se inauguró la Calzada de Tlalpan [...]. En 1961 [...] Adolfo López Mateos cortó el listón [...] del Anillo Periférico. [...] La ciudad de México tenía cinco millones de habitantes; por sus calles circulaban alrededor de 250 mil coches, particulares y de alquiler y camiones de pasajeros. [...] En 1962 se inauguró la avenida Churubusco, otro río entubado. [...] En 1966 se inauguró la ciudad Nonoalco Tlatelolco, obra cumbre de Mario Pani. Fue un gran acontecimiento [...]. Los expertos afirman [...] que renovó la vivienda mexicana, pero a mí me dan calosfríos cada vez que paso frente a esa mole de cemento con miles de balcones de los que cuelga ropa húmeda. [...] Si se ve una fotografía de Tlaltelolco desde lo alto, los edificios parecen un avispero. Dan miedo.

No existen fuentes que permitan conocer la magnitud de este fenómeno migratorio. Sirva sólo como un botón de muestra enunciar que, de los tres líderes más renombrados del movimiento estudiantil de 1968, sólo Raúl Álvarez Garín nació en la capital federal; Luis González de Alba y Gilberto Guevara Niebla habían llegado de San Luis Potosí y Sinaloa, respectivamente. Otros, como Sócrates Amado Campus Lemus y Salvador Martínez della Roca provenían de Hidalgo y de la misma Sinaloa. Diez de los doce dirigentes entrevistados por la revista Nexos en 1988 son originarios de ciudades del interior de la República.11

Si se toma en cuenta que en los años sesenta se mantenía viva la desigualdad de origen entre las dos principales IES de la capital del país es posible afirmar que la mayor parte de los migrantes de bajos recursos se concentraba en el IPN o en otras opciones del llamado sistema popular, como la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo (ENACH) y la Escuela Nacional de Maestros –conocida como la Normal (Álvarez Garín, 1988: 12). De esta forma, mientras que en la UNAM predominaba una población estudiantil de clase media que vivía con y dependía económicamente de sus padres, en el IPN los alumnos enfrentaban una condición de independencia obligada por el alejamiento geográfico de sus hogares o por su incorporación temprana al mercado de trabajo (Álvarez Garín, 1988: 13), estableciendo su residencia en casas de estudiantes ubicadas alrededor de sus escuelas, tanto en torno del Casco de Santo Tomás como en la Unidad Profesional de Zacatenco, en el norte de la ciudad. Guevara Niebla (1988: 18) expone su propia experiencia en los términos siguientes:

Yo vivía en la Casa del Estudiante Sonorense, donde estaban los estudiantes de Sonora que no tenían recursos. [...] vivíamos cerca de 140 estudiantes sin dinero [...]. Allí sobrevivíamos. [...] estuve legalmente en la casa seis meses, pero había nacido en Sinaloa. [...] Seguí ahí en calidad de "gaviota", una categoría social que ya no existe. Gaviotas éramos los que, por no tener una existencia legal dentro de la casa, aterrizábamos de noche. No podíamos comer a las horas de comida en la mesa donde lo hacían los demás, así que debíamos llegar a la cocina y pedir comida, apelando a la complicidad de las cocineras. De todos modos la comida era una miseria.

Para los diferentes líderes estudiantiles, esta diferencia en las condiciones de vida generó que, a pesar de que la matrícula universitaria era dos veces mayor que la del IPN, las formas de organización predominantes en el Consejo Nacional de Huelga adquirieran un "perfil politécnico", ya que los estudiantes de esa institución estaban, por sus antecedentes sociales, más acostumbrados a resolver problemas de manera independiente (sin tutela de los padres), además de que ensayaban cotidianamente formas de solidaridad (rutinarias en las casas de estudiantes) y su experiencia institucional estaba marcada por los recortes presupuestales, la insuficiencia de las instalaciones y la represión directa (Álvarez Garín, 1988: 12-13).

Tres testimonios que dibujan con claridad los ambientes estudiantiles dentro y fuera de la tutela familiar en los sesenta son los siguientes:

[...] en las mesas mexicanas [de] antes del 68 la soberanía de la casa residía en el padre de familia, el pintoresco autócrata de la doble moral (una para él, otra para los demás) (Hiriart, 1988: 5).

[...] De aborto, prostitución y homosexualidad no se hablaba en la mesa. Cuando se veía la puntita de un tema de éstos en el horizonte un súbito silencio cubría a los comensales como segundo mantel que cae del techo (González de Alba, 2008: 28).

En las universidades de provincia y en el Politécnico los estudiantes adquirían, en la medida en que avanzaban en sus estudios, un peso importante en la unión familiar, y ocupaban un espacio de reconocimiento por la experiencia y la información que tenían (Álvarez Garín, 1988: 13).

En cuanto a los alumnos de otras instituciones participantes en el movimiento estudiantil, principalmente los de la Escuela Nacional de Maestros y de la entonces Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo (ubicada en el municipio de Texcoco, en el Estado de México), su composición social era más cercana a la de los estudiantes del Politécnico que a la de los de la Universidad Nacional. Sin embargo, en el caso de los normalistas, y debido a que en aquellos años para la profesión magisterial no se requería de los estudios previos de bachillerato, la mayor parte de los alumnos no había cumplido aún los veinte años, razón por la cual su análisis no ha estado asociado históricamente al de los estudiantes universitarios.12

El caso de Chapingo es una prueba más de la segmentación institucional, ya que la Escuela Nacional de Agricultura no dependía de la Secretaría de Educación Pública;13 los estudiantes eran, en su mayoría, campesinos de origen; se integraban como internos; y vivían dentro de un régimen militarizado (por ejemplo, usaban el pelo corto, recibían instrucción militar y vestían, durante las conmemoraciones cívicas, uniformes oficiales). Su matrícula escolar era mucho menor a la de la UNAM e incluso que la del Politécnico.14

Así, los argumentos vertidos en este apartado reconocen en los jóvenes de la educación superior una diversificación en su origen social que, a diferencia de los últimos años, se expresaba también como segmentación institucional. De igual forma, se destacan los entornos familiares como un elemento fundamental para la incorporación a la vida universitaria, principalmente en ambientes marcados por el autoritarismo paterno y la dependencia de su apoyo económico, o "emancipación bajo tutela", como la llama Statera (1975, 35).

 

LA COMPOSICIÓN POR GÉNERO: EL DESTINO DE LOS SEXOS

Uno de los aspectos que caracterizan con gran precisión al sistema de educación superior mexicano de los sesenta es la reducida presencia femenina. Como se observa en el Cuadro 6, al inicio del decenio de cada diez alumnos sólo una era mujer. Todavía más, la inequidad de género se muestra con toda su crudeza si partimos de la bajísima Tasa Bruta de Escolarización Universitaria (TBEU) de la época. Esto es, si suponemos en forma global que las mujeres representan la mitad del grupo de edad de entre 20 y 24,15 encontramos que, aproximadamente, sólo una mujer de cada 185 en ese rango de edad ocupaba un lugar en las aulas de las IES .16

 

En la misma tabla se puede apreciar que justo en esos diez años se inició un proceso lento de incorporación femenina a la educación superior por lo que, ya para 1970, con una relación de un alumno por cada veinte jóvenes de 20 a 24 años, las 25,154 estudiantes matriculadas significaban una proporción de una mujer por cada cincuenta personas en ese grupo de edad. Con el avance de la cobertura a partir de los años de la expansión, la mayor parte de los nuevos espacios han sido ocupados por mujeres, lo que da cuenta de un cambio importante de su papel social y de una percepción distinta en el plano familiar que apenas se intuía en los años sesenta.

Otro elemento de segmentación por género lo ha sido históricamente la participación diferenciada de las mujeres en las distintas carreras. Las dimensiones exactas de esta adscripción son difíciles de reconstruir, puesto que las distintas fuentes de información consultadas no tienen un esquema de desagregación suficiente. Basta decir que la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) empezó a considerar, en sus estadísticas globales, la diferenciación por género hasta 1967. No obstante, hay una fuente testimonial sobre este aspecto: las tradicionales fotografías de generación. Licenciaturas que hoy se consideran mixtas o de amplia participación femenina como Medicina, Psicología, Contaduría y Administración muestran grupos de egresados donde las mujeres no superan el 20%, mientras que en muchas de las imágenes de las escuelas de ingeniería del IPN es posible constatar la ausencia total de las mujeres.

Para este trabajo no se encontró información sistematizada que diera cuenta del lugar de nacimiento o el origen socioeconómico de las mujeres incorporadas a la educación superior, aunque la estructura patriarcal de las familias que se ha enunciado permite suponer que no eran, en su mayoría, migrantes por estudios y que vivían dentro del ámbito familiar en los sectores económicos más elevados. Un testimonio indirecto, relacionado con sus formas de vestir, nos ofrece alguna luz sobre este tema: "En 1964, en plena UNAM, todas las muchachas del entonces Colegio de Psicología llevaban vestido, medias, zapatos de tacón y peinado esponjoso a la Sandra Dee. Era raro que algún joven vistiera vaqueros; ninguno, por supuesto, se habría atrevido a llevar huaraches. Esto comenzaba a ocurrir en la tarde, en las carreras de Letras y de Filosofía, pero se veía mal" (González de Alba, 2008: 27).

Un último tema que destaca respecto de las mujeres es el de la difícil interacción con sus compañeros contemporáneos. En términos de la organización colectiva se reproducía el esquema de roles diferenciados y desiguales que colocaba a los hombres en puestos de dirección y a las mujeres en posiciones subordinadas. Aun cuando el movimiento estudiantil de 1968 se presentaba en un marco demandante de derechos ciudadanos, la presencia de las mujeres en la política universitaria era vista con extrañeza y descalificación. La declaración de Roberta Avendaño (1988: 80), representante de la Facultad de Derecho ante el Consejo Nacional de Huelga, consigna este hecho: "[...] la Facultad de Derecho había sido gobernada por el PRI y entraba a los movimientos del lado priísta, con mucha fuerza, con oradores. Los compañeros me atacaban. Decían que la Facultad debería estar representada por un hombre. Por un orador. Pero las bases me sostuvieron; yo controlaba a las bases, no a grillos, era muy majadera y así me apoyaban".

 

CONCLUSIONES

Realizar esta retrospectiva sobre los jóvenes estudiantes de la educación superior mexicana en uno de los momentos de mayor simbolismo en la historia reciente del país por el agotamiento de las distintas formas del ejercicio de la autoridad, desde el Estado hasta la familia, y cuya expresión más elocuente fue el alejamiento juvenil de la vida privada para irrumpir de manera abrupta en la vida pública, ha sido una tarea enriquecedora que nos ha dejado ver, a través de distintos lentes, un sistema educativo que en muchos sentidos ya no existe, y que encontró en las contradicciones de la época los gérmenes de su propia transformación.

En estas páginas sobresale, en primera instancia, la deuda gubernamental en cuanto a cobertura en el sistema educativo, específicamente en el nivel primaria y su consecuente impacto en el acceso a los estudios superiores. La educación terminal aparece como un bien escaso mucho más cercano a los hijos de las familias con mejores ingresos.

Aunque la posición económica no aparece como la única determinante. Dada la centralización de la oferta educativa, el lugar de nacimiento es un factor que acrecentaba o disminuía las oportunidades para una escolarización prolongada, dando lugar a un proceso de amplia migración con fines educativos.

Otro factor determinante para la incorporación o exclusión en las IES era el destino por género. En la sociedad vertical y autoritaria de esos días, marcada por la diferenciación de roles en la familia y con el padre como poseedor de la posición de mayor jerarquía, la presencia de las mujeres en universidades, escuelas e institutos tecnológicos resultaba marginal, además de que estaba claramente segmentada por disciplinas, concentrándose su escasa matrícula en las licenciaturas vinculadas con el servicio y estando prácticamente ausentes en aquéllas de especialización técnica o de carácter industrial.

También ha quedado constancia de que apenas asomaban, en las formas de interacción entre los alumnos, los planteamientos de equidad con respecto al género, y de que en los espacios más conservadores incluso se debatía sobre la legitimidad de las mujeres para asumir roles de liderazgo.

Por otra parte, es importante recalcar la importancia de la educación pública para el conjunto del SES . El sistema privado tenía un desarrollo incipiente y se concentraba en el Distrito Federal y en algunas capitales del interior del país. La oferta pública tenía una cobertura mucho más amplia y alcanzaba en promedio a nueve de cada diez alumnos de licenciatura. Sobresale el prestigio de la Universidad Nacional Autónoma de México como formadora de cuadros políticos e intelectuales, además de tratarse de la institución que poseía los espacios más desarrollados para la investigación y de ser la iniciadora de la formación de posgrado. El fortalecimiento del bachillerato, asociado con el modelo académico de las instituciones, es otro de los signos de la época.

Dentro de las aulas, la cátedra prevalece como el modelo de transmisión de conocimientos dominante. No hay visos aún del desarrollo de un mercado académico. En general, los profesores centran su interés profesional en un campo laboral ajeno a las IES . Trabajan en ellas por horas con el objetivo primordial de incrementar el nivel de su reconocimiento social.

En estos años se presenta una clara segmentación institucional ligada a los objetivos fundacionales de cada una de las instituciones. El mayor contraste se da entre la Universidad Nacional, un proyecto asociado con el desarrollo del conocimiento, y el Instituto Politécnico Nacional, creado con la finalidad de facilitar el acceso a la educación superior de los sectores marginales y contribuir, desde la formación técnica, al desarrollo del sistema productivo. El caso de otras instituciones, como las escuelas normales de maestros o la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo, se parece más a la historia del Politécnico. Las primeras por su visión de servicio, y la segunda por su vinculación con el sector campesino, que empezaba a declinar ostensiblemente ante el proceso de industrialización acelerada. El modelo asistencial de Chapingo (de internado) dejó de ser, como antes el del IPN, una forma institucional promovida por el Estado.

En suma, hemos revisado un cambio de época en la educación superior, poco perceptible en aquel momento pero radical a partir de la década siguiente. La revisión deja ver muchas de las motivaciones que generaron la expansión, pero también algunas de las deudas pendientes.

Este recorrido por la literatura, estadísticas, testimonios e imágenes es un acercamiento sin duda incompleto, pero que deja constancia de que los años de estudio son mucho más que los tiempos de clase.

 

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Notas

1 Este autor da cuenta de que "[...] las encuestas sociológicas describían ‘a la juventud' como reacia a mostrar entusiasmo por los ideales, ajena a la vida pública, característicamente descomprometida y orientada hacia la autorrealización de la intimidad de la familia, el vecindario y la comunidad. [...]: la juventud italiana de las "tres M" (‘mastiere', ‘machina', ‘moglie', es decir, empleo, coche y mujer)" (Statera, 1975: 16).

2 Una de las dificultades para la reconstrucción de la evolución del sistema educativo antes de los sesenta es, sin duda, la falta de información sistematizada con que operaba. La fuente primordial eran los censos nacionales de cada década, pero el grado de generalidad en el registro impide en la mayoría de los casos hacer observaciones precisas. Por tanto, no existe información confiable respecto de los estratos de edad y niveles de escolarización. Un problema similar se presenta para la educación superior, incluso en años posteriores. En distintas fuentes consultadas, como los censos nacionales o los anuarios estadísticos de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) no hay coincidencia, Por ejemplo, en la matrícula, número de instituciones o puestos académicos. Aun las fuentes secundarias tienen números brutos distintos, aunque hay poca variación en los números relativos. De ahí que se citen fuentes diversas para la elaboración de cada uno de los cuadros.

3 Evidentemente, habría otros aspectos que matizarían la desproporción referida; por ejemplo, la duración del ciclo: seis años para primaria y tres para secundaria. En cualquier caso, en un grupo promedio de cuarenta alumnos de primaria no más de tres alcanzaban el siguiente nivel.

4 La segmentación se "[...] define a partir del establecimiento de circuitos de desigual prestigio en los que las prácticas de producción y distribución del conocimiento están determinadas y validadas por circuitos socioculturales definidos a partir del origen social, la carrera y el destino ocupacional; también la segmentación se establece al interior de la propia institución: entre la docencia y la investigación, entre la licenciatura y el posgrado, etcétera. Ambos procesos tienen que ver con la discriminación escolar y con la validación que tienen los certificados en el mercado y la división social del trabajo" (Casillas, 1987).

5 Como lo menciona Pérez Franco (2002: 5): "Hasta la década anterior [los noventa] [...] se consideraban como educación superior a los niveles licenciatura, universitario y tecnológico. Esta delimitación dejaba fuera a las [Escuelas] Normales y a otras instituciones que ofrecían programas de estudios y certificaciones para el ejercicio profesional. [...] Hoy se incluye en este campo a las universidades públicas; a la educación tecnológica; a otras instituciones públicas; a las universidades tecnológicas; a las instituciones particulares; y a la educación normal".

6 Fue hasta la década de los setenta, durante el llamado proceso expansivo del sistema de educación superior, que cada uno de los estados de la nación contó con una universidad pública.

7 La formación técnica era considerada propia de los sectores de menos recursos, en contraste con la educación universitaria.

8 Para el Equipo Interinstitucional para el Estudio de los Académicos Mexicanos, la creación de un mercado académico está asociada a la expansión de los años setenta, en que la creación acelerada de IES estuvo acompañada, en buena medida, de contratos de tiempo completo, que incluían responsabilidades de docencia e investigación, aunque la centralidad de la actividad académica se enfocara en la primera (Gil et al, 1994).

9 Otros de los logros de este movimiento, ya bajo el rectorado de Javier Barros Sierra, fueron la desaparición de la policía universitaria y una renovación general de los planes de estudio.

10 En la actualidad, cerca de la tercera parte de los puestos académicos corresponden a plazas de tiempo completo.

11 Pablo Gómez Álvarez y José David Vega Becerra son los únicos que nacieron en el Distrito Federal (Guevara Niebla, 1988: 17-21).

12 Ya se ha dicho antes que en 1970 no formaban parte, estadísticamente, de la matrícula de la educación superior.

13 El reconocimiento de estudios y la asignación presupuestal provenían de la entonces Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos.

14 En 1970 la UNAM tenía una matrícula de 63,380 alumnos y en el IPN estudiaban alrededor de 33,898 jóvenes. En ese año, la matricula de Chapingo rondaba tan sólo los 500 alumnos (ANUIES, 1970).

15 Supuesto considerado para calcular la mencionada Tasa Bruta de Escolarización Universitaria (TBEU).

16 Considerando que la TBEU era de 2.7 en 1960 y la matrícula total de 80,643 alumnos. La base del grupo de edad referido es cercana a los tres millones de jóvenes. La población femenina en este rango sería de aproximadamente un millón y medio.

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