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Secuencia

On-line version ISSN 2395-8464Print version ISSN 0186-0348

Secuencia  n.115 México Jan./Apr. 2023  Epub Mar 17, 2023

https://doi.org/10.18234/secuencia.v0i115.2067 

Artículos

El caso de Malagamba: impostura, fugas y atentados contra la propiedad en México, 1882-1912

The Case of Malagamba: Deception, Escapes and Crimes against on Property in Mexico, 1882-1912

1Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México, México dpulido@colmex.mx


Resumen:

El estudio histórico de los delitos contra la propiedad en México es todavía incipiente. Dentro de ese universo de transgresiones, los casos concernientes a fraudes y estafas apenas figuran en la historiografía mexicana. La importancia de este campo radica en la posibilidad de reconocer fenómenos sociales y culturales asociados a la modernización e identificados con el ethos porfiriano. Especialmente, permite examinar la conexión entre estas formas de delincuencia con la evolución de las comunicaciones, las tecnologías y, desde luego, el papel de las instituciones de control y sus contingencias. El propósito de este artículo es ampliar nuestro conocimiento sobre esos temas con base en la carrera delincuencial de Felipe Malagamba, un estafador que empleó varias identidades al cometer sus engaños.

Palabras clave: historia del delito; fraude; estafa; falsificación; impostores

Abstract:

The historical research of crimes against property in Mexico is still incipient. Within this universe of felonies, frauds and scams barely feature in Mexican historiography. The importance of this topic lies in the possibility of framing social and cultural phenomena associated with modernization and identified with the Porfirian ethos. Specially, it allow us to examine the connection between these forms of crime and the evolution of communications, technologies and, of course, the role of social control institutions and their limits. This article seeks to expand our understanding on these issues based on the criminal career of Felipe Malagamba, a swindler who used various identities to commit his deceptions.

Keywords: history of crime; fraud; swindling; falsification; imposters

El 2 de septiembre de 1908, la Inspección General de Policía del Distrito Federal recibió a un reo identificado con los nombres de Felipe Malagamba, doctor Campomanes y Enrique Batres. No era atípico el uso de alias entre los reos, pero estos apelativos resultaban, acaso, fuera de lo ordinario. Sus custodios llevaban consigo un oficio debidamente sellado que remitió la jefatura política del distrito de Chalchicomula -un municipio localizado al oriente del estado de Puebla-. Firmado cuatro meses atrás por el titular del cargo, Raúl Díaz Ordaz, dicho documento iba acompañado de un expediente.

En decenas de fojas que integraban una carpeta se podían leer las primeras diligencias practicadas para esclarecer el robo de unos diamantes. Como el supuesto delito se había cometido en la capital mexicana, se entregó el acusado “con las seguridades debidas” a las oficinas cuyo responsable era el general Félix Díaz, sobrino del entonces presidente de la república.

Ante el juzgado, el acusado declaró llamarse Felipe Malagamba Valadez, tener 47 años y ser originario de la ciudad de México, pero con domicilio en San Andrés Chalchicomula. Era casado y, según decía, había ejercido como “profesión la medicina”. Sus padres eran Francisco Malagamba y Francisca Huerta Valadez. Más allá de las generales, ratificó todo lo que había asentado por escrito el jefe político y fue conducido a la cárcel general de Belén, donde permaneció durante el proceso judicial.

Por su parte, la denunciante acusaba al indiciado de haber sido robada mientras la acompañó a la ciudad de México. Se trataba de una empleada de la oficina de correos, llamada Lucía S. de la Gala. Era originaria de Campeche, viuda y con una hija que todavía mantenía con tan escaso patrimonio que se veía en la necesidad de trabajar. Algunos días después de los hechos, no sólo le produjo frustración haber sido rechazada su solicitud de promoción en su empleo, sino que se sorprendió “al fijarse que un brillante no es que estuviera rayado, sino que notablemente cambiado por otro de mucho muy inferior calidad”.1 El único sospechoso era su hasta entonces amigo y acompañante en su paso por la capital. Este caso, que pudiera pasar como robo y abuso de confianza, fue el cabo para reconstruir la trayectoria de un estafador que había conseguido subsistir prácticamente sin otro medio que el engaño.

Durante el juicio, se dieron a conocer los antecedentes de un sujeto que se había dedicado a estafar toda su vida. En una especie de carrera profesional, este individuo llevaba a cuestas 30 años obteniendo dinero y bienes ajenos con base en diversos ardides. Como se comunicó en los principales diarios, había sido condenado en otras entidades -por lo que estuvo preso en al menos tres ocasiones-. Además, había realizado viajes en territorio mexicano, estadunidense y, según decía, en algunos países de la Europa meridional. Por las características mencionadas, es importante cuestionar la construcción sociocultural del estafador, pues no es descabellado sostener que su representación y, por lo tanto, presencia en los imaginarios sociales, se transformó de manera ostensible durante un periodo concomitante con las actividades de Malagamba.

REFERENTES Y SIGNIFICADOS: EL ESTAFADOR COMO ANHELO DE MODERNIDAD

Debido a la trashumancia, la reiteración de las estafas, la experiencia en la cárcel y el uso de identidades falsas, es difícil cotejar la experiencia de Malagamba con un universo más amplio. Jurídicamente se consideraba la estafa como una modalidad de fraude, mientras que este delito era definido como un robo acompañado de engaño. Por ello, el Código Penal de 1871 los agrupó dentro de los atentados contra la propiedad. Para definirlos, debía observarse una serie de características. Para empezar, el fraude era todo acto de apropiación ilícita de una cosa “por medio del engaño o aprovechándose del error”. Tomaba el nombre de estafa cuando el victimario conseguía que se le entregara el dinero o “cualquier cosa ajena mueble por medio de maquinaciones o artificios que no constituyan un delito de falsedad”.2

En esencia, las penas eran equiparables y su gravedad graduada según el monto del hurto. Debe decirse, además, que los casos sobre los cuales se construyó la figura del estafador moderno sumaron varios delitos contra la propiedad y no pocos de falsedad, como usurpar funciones o profesiones, inventar u ocultar el nombre y, desde luego, falsificar dinero, documentos públicos o privados, etc. Fueron considerados elaborados, “de alta escuela” y los sujetos dedicados a esto como profesionales.

Entre los referentes de estafadores, había adquirido celebridad en la prensa el “falso Mayer” hacia 1886. Este personaje se hizo pasar por agente de una compañía de ópera, vendió abonos para una supuesta función de Adelina Patti y huyó del país para aparecer, meses más tarde, en Nueva York. Cuando se descubrió su identidad, se supo que había estado preso en Inglaterra por cometer fraudes y su extradición fue truncada, igual que su vida, pues se suicidó cuando las autoridades mexicanas lo reclamaron. Este caso, que reúne además chauvinismo y un proceso de extradición, marcó uno de los puntos de inflexión en la representación de los estafadores.

Por mucho que compartieran viajes, historial de estafas e imposturas, la diferencia entre el falso Mayer y Malagamba eran notorias. Tal vez la principal divergencia fue territorial. El primero se insertó en circuitos internacionales, mientras que el segundo lo hizo, fundamentalmente, en el ámbito mexicano amén de algunas incursiones borrosas en el sur de Estados Unidos. Con todo, las diferencias se atenúan con base en los patrones de una vida dedicada al hurto. Esto pudiera entenderse, por un lado, dentro de la categoría de “ladrón profesional” formulada por Edwin Sutherland (1937, p. VI) en torno un personaje dedicado al robo. Por el otro, ambos personajes muestran en escalas distintas experiencias comprendidas por el binomio “delincuente viajero” (Galeano, 2016, pp. 179-207). Esto obliga a contextualizar rasgos que permiten entenderlos dentro de un ámbito de cambios en las prácticas delincuenciales urbanas y sus representaciones.

Dichas prácticas han sido examinadas por los estudios recientes sobre la criminalidad y el castigo. En general, la historiografía mexicanista se ha abocado al conocimiento de los delitos de sangre, así como a otros fenómenos de trasgresión de la ley penal asociados al bandidaje. Aunque este fue un fenómeno social difícil de encapsular en una sola categoría, tendió a relacionarse con grupos de sujetos armados que medraban los caminos, o bien expresiones muy concretas de atentados contra la propiedad como asaltos y abigeato. Las experiencias no necesariamente se reducían al espacio rural, pero sí predominan acciones desarrolladas fuera de las ciudades (Vanderwood, 1981).

En cambio, los atentados contra la propiedad urbana tuvieron menor eco. Esto no significa que sus efectos hayan sido menos estremecedores. El término raterismo osciló lo mismo en circuitos vernáculos que letrados para referir un fenómeno masivo que amenazaba los bienes de la población, sobre todo la capitalina. Hubo numerosos registros en torno a la llamada “plaga” de rateros. En este sentido, un análisis profundo de los miedos y la peligrosidad social construida sobre esta categoría ha sido desarrollado por Pablo Piccato (2010, p. 291) , quien ha mostrado cómo los “aspectos ‘modernos’ de ese delito fueron resultado de la coyuntura de cambio urbano, el discurso criminológico de fines del porfiriato y de las transformaciones políticas y culturales que la revolución llevó a la ciudad”.

Así, el incremento de delitos contra la propiedad tuvo efectos en los imaginarios de una prensa que, apoyada en transferencias de saberes criminológicos, mostró prácticas y sujetos que profesionalizaron el robo. A diferencia de los “rateros” dentro de los que estaban comprendidos ladrones urbanos, carteristas, cruzadoras y una taxonomía que figuraba lo mismo en la gran prensa capitalina que en los boletines de policía, las fichas de los más buscados y en las publicaciones que debatieron con pretensiones científicas al sujeto criminal mexicano, los estafadores recibieron menor atención comparativamente.

Habría, además, que detenerse en el periodo de la República Restaurada y la fase tuxtepecana del porfiriato, pues predomina la atención hacia periodos tardíos de este régimen. Considerados por quinquenios, los delitos contra la propiedad observaron un comportamiento contrario incluso a las percepciones sociales comunicadas por la prensa. En 1871-1875 la cifra de condenados fue de 6 161, elevándose a 9 206 el siguiente lustro, cuando representaron la mitad de los delincuentes que enfrentaron algún tipo de condena judicial. En cambio, durante el gobierno de Manuel González dicha cifra se contrajo una tercera parte, pues los reos por algún delito contra la propiedad sumaron 4 900, es decir, 28% del total (Herrera, 1890, pp. 16-24).

Está claro que los fraudes y estafas fueron minoritarios dentro de los atentados contra la propiedad, compuestos en su mayor proporción por robo. Sin embargo, ambas figuras delictivas crecieron de manera vertiginosa. Apenas promulgado el Código Penal, hubo nueve condenas por fraude. La cifra se fue duplicando de manera anual hasta pasar de la centena en 1880. A partir de ese año volvió a reducirse a la mitad, para promediar poco más de 32 casos anuales en todo el lustro siguiente. Por su parte, la estafa también experimentó un pico de 80 casos para estabilizarse en cuarenta sentencias por año (véase cuadro 1).

Cuadro 1 Delitos contra la propiedad, 1871-1881 

Año Robo con violencia Robo sin violencia Abusos de confianza Fraudes contra la propiedad Estafa Quiebras fraudulentas Despojo de cosa inmueble Despojo de aguas
1871 75 931 133 9 37 - - -
1872 53 979 67 7 48 - - -
1873 43 1 180 130 16 56 - - -
1874 52 1 145 128 29 78 - - -
1875 44 760 92 21 47 1 - -
1876 34 719 104 16 36 - - -
1877 75 1 509 170 17 64 - - -
1878 57 1 509 160 20 80 - - -
1879 93 1 696 139 27 42 5 - -
1880 64 2 138 257 105 68 - - 2
1881 83 1 229 183 41 19 - 1 -
1882 45 878 104 41 40 31 1 -
1883 39 607 168 26 65 - 1 -
1884 64 321 154 24 46 1 2 -
1885 65 398 165 30 28 - - -

Fuente: elaboración propia a partir de Herrera (1890, pp. 13-24).

El comportamiento relativamente marginal de este tipo de delitos contra la propiedad no impide sopesar la transformación cualitativa de la estafa y el fraude. Además de triplicarse numéricamente, las representaciones sobre las maneras en que se llevaron a cabo ambos delitos también observaron cambios significativos. En apenas una década, a los defraudadores en transacciones comerciales menudas se sumarían exponentes locales del engañador solitario dotado de múltiples habilidades. Entre estas destacaba desde la persuasión por medio de la palabra, hasta el disfraz y la capacidad de falsificar documentos de índole diversa. Más adelante, al iniciar el siglo XX, emergió otra manifestación de estos delitos, perpetrados por organizaciones relativamente sencillas, pero que defraudaban lo mismo compañías de seguros que establecimientos comerciales o bien que falsificaban documentos de cambio y papel moneda. Tal vez un rasgo decisivamente novedoso es que estas asociaciones se componían por varios individuos a manera de bandas, se articulaban en torno a uno o dos jefes y observaban una división y jerarquización del trabajo (Pulido, 2020).

En general, la posición social de estos estafadores contrastaba con los estereotipos producidos por algunos criminólogos. Los sujetos que fueron procesados por ese tipo de delitos estaban lejos de los sectores urbanos depauperados. De hecho, incluso los ladrones fueron relacionados con una especie de oficio, donde las motivaciones del robo difícilmente podían reducirse a un solo factor, como la pobreza, tal como reiteraban algunos penalistas. Estos procesos de profesionalización del robo han sido subrayados en una reciente investigación. De manera comparada, dicho trabajo advierte que las trayectorias de ladrones constituyeron un oficio en ámbitos urbanos contrastantes, pero con una marcada diferenciación social. Entre otras habilidades, aprehendían desde el uso de ganzúas hasta identificar oportunidades en espacios concurridos y con un nutrido movimiento de personas (Ayala, 2021). Finalmente, las brechas tecnológicas también generaron violaciones a la propiedad inéditas. Aquí se encuentran servicios como la iluminación eléctrica y varias denuncias por robo de luz y otras trasgresiones que evidencian apropiaciones ilegales de bienes y servicios (Montaño, 2021, p. 155).

Recapitulando, en contraste con la criminalidad de sangre, la historia de los atentados contra la propiedad es relativamente escasa. En particular, la estafa como un delito tipificado por el Código Penal de 1871 adolece todavía de hitos que permitan identificar su lugar dentro de las transgresiones y, desde luego, sus efectos sobre la esfera pública y los imaginarios sociales. Los casos célebres ocurrieron sobre todo a partir del siglo XX y, por razones complejas -acaso atribuibles al peso social y cultural de la violencia- estremecieron menos que los asesinos, como El Chalequero o El Tigre de Santa Julia (Speckman, 2002, pp. 173-191), cuya huella en diversos circuitos culturales fue menos perecedera. Por lo tanto, los registros fueron abundantes, pero difícilmente se encontraron en la literatura de cordel ni novelas u otras expresiones con que irrumpieron los homicidas en la cultura de masas.

Como en épocas anteriores, los atentados contra la propiedad durante el último tercio del siglo XIX fueron sumamente variados. Si en las goteras de la ciudad y los caminos medraron asaltantes que genéricamente recibieron el término de bandidos, en zonas con baja densidad de población el robo de ganado también fue asimilado a formas primitivas de atentar contra la propiedad durante el impulso de marcos jurídicos liberales (Lopes, 2005). Por su parte, la criminalidad en contextos urbanos planteó la irrupción de masivos y anónimos ladrones con diversos grados de especialización. La manera de expresar dicho fenómeno alcanzó tanto el discurso pretendidamente científico de los criminólogos lo mismo que las representaciones e imaginarios producidos y explotados por medios que iban desde la prensa de carácter sensacionalista, hasta la literatura de cordel. El variado elenco de cruzadoras, carteristas y ladrones de oficio figuró con asiduidad en periódicos cuyos titulares refirieron plagas de rateros que medraban con especial ahínco en la capital del país (Piccato, 2010, pp. 255-292).

En suma, los estudios históricos han puesto de manifiesto las diferentes prácticas del robo. Especialmente cuando la capital creció y se modernizó, se han identificado las especificidades de los hurtos y la emergencia de ladrones con perfiles que desestabilizaron los rasgos que definían al sujeto criminal. Con base en el asalto de la joyería La Profesa y el asesinato de su encargado, Steven Bunker ha referido cómo este episodio concentró varias formas de trasgresión social, pues desestabilizó fronteras de clase, étnicas y espaciales. Para dicho autor, se trató de un atentado doble. En primer lugar, los perpetradores hurtaron las riquezas de la elite dentro de los límites del comercio suntuario y, con ello, rompieron con principios de clase y étnicos (Bunker, 2012, p. 213), pues entre ellos se encontraban extranjeros. A propósito de esto, ciertos discursos criminológicos con ecos en la gran prensa metropolitana establecieron un sistema de diferencias sociológicas y raciales al definir el sujeto criminal. Por ejemplo, se consideraba que los ladrones tenían “mirada torva, penetrante y fija, abaten la vista cuando se les habla; nariz roma y levantada, labios plegados” (Martínez Baca y Vergara, 1892, p. 99). En segundo lugar, el robo de La Profesa se interpretó en términos de una incursión criminal de un establecimiento lujoso ubicado dentro de la zona comercial más exclusiva de la ciudad de México. Es decir, se violentaron las fronteras socioespaciales.

En el mismo sentido, los hurtos protagonizados por Malagamba exigen matizar impresiones dicotómicas con que se representó el delito y el delincuente. Sus acciones provocaron desconcierto y, supuestamente, exhibieron ciertos efectos imprevistos de las comunicaciones y las posibilidades de trasladarse. Por su parte, algunos fraudes reforzaron la impresión extendida en varios congresos penitenciarios de que la modernización hacía evolucionar la criminalidad. Además de las técnicas, las rutas de escape y la supuesta existencia de un mundo de hampones enfrentaban a las policías con situaciones nuevas y complejas. Los prófugos contaban con ferrocarriles y vapores tanto continentales como trasatlánticos. Uno de los cómplices del asalto a La Profesa intentó fugarse a La Habana. Para otros, como el falso Mayer, el ferrocarril permitía atravesar la frontera con Estados Unidos. Al mismo tiempo, las autoridades contaban con los mismos recursos y la información circulaba con mayor amplitud y celeridad. Gracias a los periódicos y la publicación de un telegrama, un policía rural comunicó el paradero de Malagamba a las autoridades de la capital michoacana tras uno de sus primeros golpes, en 1883.

Otro rasgo para entender las transformaciones en la percepción del estafador procede de los imaginarios. Esto invita a interrogarse si había algún indicio que prefiguró la experiencia. Dentro de los atisbos para entender estos cambios, podría pensarse en literatura, noticias domésticas y foráneas publicadas por los periódicos. Los referentes literarios aparecieron, pero cronológicamente no correspondieron con los primeros golpes de Malagamba. Sería casi en el eclipse de su trayectoria cuando circularon traducciones de la zaga de Arséne Lupin, “el ladrón caballero”, de Eugène Le Blanc, como parte de la labor editorial de la Librería de Ch. Bouret, y más adelante de Botas.3 De hecho, la introducción de algunas obras de Leblanc consta en la comunicación entre el representante legal de la librería Bouret, Raoul Mille, y el secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes. Así, la penetración temprana del género policiaco es relativamente incierta. Los principales exponentes del género tendrían un efecto desfasado y duradero, teniendo más aceptación la vertiente francesa con respecto a la inglesa, mientras que el desarrollo de exponentes locales tendría que esperar. Además de esporádicas referencias en los diarios, deben considerarse versiones en castellano realizadas por Pedro Malabehar y Carlos Docteur. El género policial o de misterio se popularizó en el público mexicano varias décadas más tarde (Piccato, 2017, pp. 193-230).

En cambio, hubo alusiones al género de aventuras, pues Malagamba fue apodado como el Conde de Montecristo. Entonces, varias novelas de Alexandre Dumas habían encontrado vectores diversos y, según consta en los periódicos, circularon desde ediciones originales hasta traducciones al español que se publicaron por entregas, abaratando costos de impresión. Es decir, adaptaron la fórmula de novela de folletín. Además, desde muy temprano se representaron adaptaciones dramatúrgicas en el Gran Teatro Nacional, con Manuela Francesconi como primera actriz.4 Con todo, no está claro por qué se le comparó con el personaje de la novela, puesto que su historia nada tenía que ver con la trama. Acaso por considerarse que sus fugas de la prisión habían sido portentosas, pues no había sido víctima de engaños ni traiciones.

En síntesis, era bastante limitado el bagaje cultural sobre los “maestros” de la estafa. Las noticias sobre casos domésticos comenzaban a adquirir regularidad, pero eran escasos, mientras que una literatura dedicada a causas célebres se desarrolló de manera limitada. Dentro de los registros literarios, hubo traducciones de la obra de Dupressoir (1853) bastante tempranas, así como un intento de desarrollar localmente este género que animó al jurista Enrique Enríquez (1880, pp. 8-10) a producir algunos folletos en torno a una miscelánea de delitos, desde robos y falsificación de moneda hasta suicidios. Entre los episodios domésticos, era regular la publicación de noticias sobre estafas descubiertas con ayuda del telégrafo y se exaltaba la supuesta sagacidad de los agentes que buscaron la colaboración dentro y fuera de las fronteras nacionales.5 Más allá de las creaciones literarias, criminalistas como Edmond Locard destacaron que los falsificadores y estafadores conformaron un elenco de individuos mundanos y dispendiosos (Galeano, 2016, p. 54). El carácter estrafalario que varios contemporáneos observaron en Malagamba correspondía perfectamente con algunas de esas descripciones. Ocupaba un lugar intermedio entre los ladrones urbanos comunes y los grandes desfalcadores en casas bancarias y comerciales. Como se consignó en el congreso penitenciario de Estocolmo, estos “criminales de profesión” viajaban “en busca de presa” (Medina y Ormaechea, 1892, p. 275), pero no desdeñaban dedicarse a robos ordinarios.

PRIMEROS PASOS, CAPTURA Y UNA DENUNCIA COLECTIVA

El robo de las alhajas citado al inicio del texto permitió hacer un recuento de los delitos atribuidos a un sujeto con una carrera delincuencial consagrada. Veinticinco años atrás las circunstancias eran distintas. La criminología científica mexicana era incipiente y el estilo sensacionalista de la prensa apenas comenzaba a descollar. El 23 de julio de 1883, dentro de la sala del juzgado segundo de lo criminal, fue interrogado un individuo acusado como presunto responsable de una cadena de robos y por cometer abuso de confianza. Después del interrogatorio, el indiciado declaró llamarse Felipe Malagamba, ser natural de México, soltero, de 22 años, agente de negocios sin título y con domicilio en la ciudad de Morelia.6 Ante nueve testigos y el jurado, siendo agente del ministerio público Fernando Duret -abogado campechano cercano al porfirismo-, el procesado respondió a los careos de acusadores y testigos. Su abogado defensor era el licenciado Francisco Alfaro.

Unos meses antes habían circulado noticias sobre un “caballero de industria” que defraudó a los hermanos Suinaga -reputados comerciantes de textiles en la capital del país-, así como a “I. R. Cardeña y Compañía”. Por medio de “golpes de audacia” y provisto de documentos que falsificó, robó un cargamento de más de mil arrobas de lana. Desde el origen del cargamento, en Querétaro, ese “caballero” había realizado engaños por medio de corredores también burlados. Ya en la ciudad de México, tomó el nombre de un carrero, luego se “disfrazó de gran señor” y con un nombre falso alquiló un landó acarreado por frisones de lujo, se alojó en un buen hotel, visitó la casa de Sarré y compró alhajas en la de Zivy, donde “estafó un reloj de alto precio”, mostrando su afición por lujos y un consumo suntuario. Precisamente, esa joyería contaba con exhibidores en La Esmeralda Hauser-Zivy, filial de la matriz que se ubicaba en París (Sánchez, 2022, pp. 32-33).

Cuando los comerciantes verificaron el origen del cargamento y la falsedad de las cartas con que se presentó el supuesto corredor público, descubrieron su robo y, perseguido por la policía, el embaucador se marchó con una partida de carros robados en dirección a San Luis. Este sería uno de sus primeros golpes y contaba ya con antecedentes penales, según comunicaciones publicadas: “No es la primera gallina que despluma el señorito Malagamba, joven de edad, pero viejo en la carrera del crimen.”7

Los relatos hacían parecer demasiado fácil una operación que aprovechaba circuitos comerciales favorecidos por el ferrocarril, de una parte, y los continuos movimientos de materias primas para la industria textil, de la otra. En 1884, el cargamento de lana representaba 11% del embarque de animales y productos derivados en el Ferrocarril Central, aunque el volumen se estancó entre 2 300 y 2 800 toneladas anuales del año citado a 1907. En 1901 tuvieron especial relevancia en el centro y sur de la línea troncal los embarques de Zacatecas con 650 toneladas; Chihuahua, con 220 toneladas; la capital del país, con 130 toneladas, así como los puntos de ingreso del comercio exterior (Kuntz, 1995, pp. 229-230, 233-234).

Después de vender la mercancía robada y huir de la ciudad de México, Malagamba se instaló en Morelia empleando una identidad falsa. En compañía de una mujer que la prensa describió como “una de esas señoras”, se hizo llamar licenciado Alfonso Murguía. Atraía la atención por sus alhajas de oro y se decía que pagaba con billetes de banco. Al cabo de unos días se descubrió que era un estafador buscado por la policía del Distrito Federal gracias al Monitor Republicano. El cabo de rurales dijo que “el Malagamba de que se hablaba en dicho periódico, era el mismo Alfonso Murguía, que estaba ya instalado con su compañera María N. en una amplia casa de la calle de Cocheras”. Ese número reproducía a su vez la nota de El Nacional referida al engaño de los comerciantes e introdujo los antecedentes criminales del sospechoso.8 Tras atar los cabos, de la prefectura política efectuaron su captura, recuperando solamente una parte de “las riquezas que traía”. Llama la atención el peso que le dieron las autoridades michoacanas a este caso. El propio gobernador “andaba practicando diligencias personalmente, entrando a la prisión del reo, así como a la cárcel en que está la compañera de este, recurriendo a las casas de comercio para hacer algunas pesquisas, llamando a su presencia a las personas con quienes había hablado Malagamba en esta ciudad tomándoles declaraciones y practicando todo lo que corresponde a los agentes del poder judicial”.9 El episodio había exhibido a varios comerciantes locales que le abrieron los brazos y, creyendo “que se les había aparecido el Conde de Montecristo”, se decepcionaron al descubrir que se trataba de un estafador. La sociedad moreliana estaba atenta a un caso sensacional sobre el que se referían anécdotas, mientras que los agentes de policía contaban, “llenos de asombro, que al registrar a Malagamba no le encontraron ningún arma; pero que apenas se retiraron cuando apareció con una daga en la mano derecha, que luego se apoderaron de él, volvieron a registrarlo y el arma que habían visto no apareció, y que ya una vez en el calabozo, el preso tuvo la galantería de despedirse de sus aprehensores con el puñal que empuñaba y les ocultaba luego”.10

Los agentes se sorprendieron de su pericia para ocultar el arma, advirtiendo habilidades y una actitud soberbia en el reo. Así, parecían enfrentar un perfil delincuencial desafiante. Sin la nota periodística, el cabo de Rurales jamás hubiera sugerido la posible vinculación entre Malagamba y el licenciado Murguía. Además, destacaban sus identidades, disfraces, guiones e histrionismo, lo mismo que el hecho de portar, pero no usar las armas ni recurrir a la violencia. De hecho, se insistió que, sin la denuncia de los comerciantes después de la reventa de la lana, se hubiera mantenido en la impunidad. Por lo tanto, era un caso que conjuntaba el empleo de medios impresos, así como la trashumancia en poblados y ciudades tanto grandes como pequeñas para defraudar y disfrutar del producto de sus botines.11

Con aire triunfal, Enrique Chávarri interpretó esta captura como un acierto de las instituciones policiales modernas. Para este escritor, habían quedado atrás los tiempos en que cruzar las garitas de la capital bastaba a los bandidos para mantenerse libres e impunes. En cambio, la policía “moderna” los vigilaba lo mismo en los estados que en puntos remotos de la ciudad. No importaba que huyesen, puesto que el telégrafo era “más veloz que ellos” y, cuando más seguros se creían, “la mano de la justicia cae sobre ellos”. Es fundamental destacar, en las impresiones de Chávarri, la persuasión del cambio institucional. Esta recaía, por un lado, en una serie de reformas policiales que, efectivamente, habían sido impulsadas por el gobierno de Manuel González (Santoni, 1983) y, por el otro, en un hecho tecnológico. Además de la cobertura policial del territorio por medio de los Rurales, la información se adelantaba a los delincuentes. Esto sería un contraste con ulteriores casos en que los criminales empleaban igualmente la tecnología en su beneficio para robar, ocultar su identidad, transportarse y falsificar.

A la captura siguió un juicio al que acudieron en calidad de testigos personajes destacados en el comercio textil de la ciudad de México -Francisco Suinaga, Martín Larrea, Martín del Castillo, José García y Telésforo San Román-, así como empleados de algunos establecimientos que también fueron engañados. La audiencia tuvo varias sesiones en que los testigos pormenorizaron los engaños de que habían sido víctimas. Carlos Curvoissier, natural de Suiza, comerciante, de 35 años, declaró que en los primeros días de julio de 1882 un individuo que identificó como el acusado le compró un anillo con un solitario de brillantes en 330 pesos y, al día siguiente, le quiso comprar un reloj de repetición de cuartos con autómatas cuyo número y estuche fue evaluado en 300 pesos. Esta práctica de llevarse en garantía objetos lujosos se volvió su modus operandi. Malagamba llevó el reloj a su casa y no lo devolvió ni pagó por este. Otro dependiente de la casa de Zivy, el alsaciano José Hasser, de 23 años, soltero y con domicilio en Espíritu Santo 10, fue víctima del mismo engaño que el anterior. Se sumó como víctima de un agravio el español José García, de 38 años, casado, comerciante y con residencia en la calle de León número 2. En su caso, el acusado presentó una carta de Ramón Bueno, un comerciante que calificó de honrado y se encontraba establecido en Querétaro. Tras consultarle los precios de la lana en la capital, se dirigió a la casa Suinaga y averiguó su valor aproximado. Otra carta amparaba 180 bultos en la estación de Buena Vista. La lana fue llevada a la fábrica del Bosque, situada en callejón con ese nombre, que era propiedad de los hermanos Suinaga, “bajo los sistemas más modernos de la industria” se elaboraban casimires (O’Farril, 1890, p. 52).

Por su parte, en su versión de los hechos, Malagamba no sólo se consideró inocente, sino como la principal víctima. Argumentó que el responsable por abuso de confianza había sido un individuo llamado Manuel Manzano. Dicho individuo “lo hizo instrumento ciego del expresado delito con maquinaciones y artificios”. Describió a Manzano como “hombre de muy malos antecedentes, nocivo a la sociedad, y responsable ante Dios y ante los hombres de un homicidio terrible que lo enriqueció a costa de su víctima”. En ese momento daría pistas sobre cómo se conocieron. Manzano fue procesado en la cárcel de Pachuca “donde el exponente se hallaba preso por una de tantas arbitrariedades que a menudo tienen lugar, y se hicieron amigos”. Manzano le confió un tren de carros para trabajar juntos en el transporte de mercancías a distintos lugares del país. Era un negocio de fletes a simple vista, Malagamba “no comprendió el lazo que se le tendía y aceptó gozoso el encargo” por la posibilidad de mejorar su porvenir. Entonces “su falso protector” lo presentó con sus cocheros y subalternos como si fuera el jefe de ellos, autorizando los gastos relacionados con el servicio de carros. Cargó más de mil arrobas de lana para conducirlas a la capital, recibiendo como anticipo 780 pesos para cubrir los gastos del camino y pagar deudas. Con autorización de Manzano vendió la lana en la ciudad y, con el dinero, compró algunos bienes y salió de México sin dolo ni mala fe. Antes de esto compró un reloj Remontoir en la casa Zivy. Negó haberlo hurtado, alegando que lo recibió “en confianza” para probarlo y no pudo devolverlo porque tuvo que salir de la ciudad en forma intempestiva. Admitió, en cambio, que vendió la lana y gastó una parte del importe, pero rechazó ser un “criminal”, autodefiniéndose como un “hombre desgraciado que, por su misma honradez y buena fe, así como también por su inexperiencia y por infinidad de motivos, fue víctima de la maldad y del engaño de su falso protector”.12

La facilidad de este robo contrastaba con los esfuerzos por otorgar certidumbre al comercio. Durante esta etapa se buscó dotarlo de un marco jurídico con un alcance en toda la federación. El proceso de institucionalización fue gradual y novedoso en direcciones señaladas por Paolo Riguzzi (1999) para formar una “ciudadanía económica”, tales como reorganizar “los derechos de propiedad” sobre una base uniforme, individual y nacional; formalizar los intercambios económicos y difundir información sobre estos; reglamentar el “mercado” y distinguir las esferas pública y privada, así como impulsar “espacios a la actividad económica, levantando restricciones legales e informales” (p. 212).

Está claro que los delitos no correspondían a la legislación comercial sino a la materia penal. Sin embargo, las transgresiones flagrantes también eran un obstáculo para refrendar las reglas e instituciones económicas liberales. Acaso los robos y fraudes en pequeña escala se colocaron por debajo de la inseguridad en las localidades y periodos en que había bandidaje. Hipotéticamente, las transacciones cerradas y en círculos autocontenidos dificultaban la incursión de agentes desconocidos, pero limitaban sobremanera el comercio. Como mencioné, las víctimas fueron dependientes, corredores y comerciantes. Prácticamente todos menos Francisco Suinaga eran subalternos o formaban parte de peldaños modestos.

En cambio, la compañía de los hermanos Pedro y Francisco Suinaga era rentable. Habían establecido la casa de comercio en la calle de la Cadena número 20, mientras que la fábrica de textiles se encontraba en el callejón del Bosque. Al ascenso económico faltaba todavía la alianza matrimonial con potentados locales consolidados como inversionistas. Encontraron dicha alianza con los Escandón, que conformarían la alta burguesía porfiriana junto con los Braniff, Rincón Gallardo, Pimentel y otros (Collado, 1987, pp. 9 y 85). El abolengo era igual de relevante para un hombre de negocios como Francisco Suinaga, que estaba todavía fuera de ese circuito empresarial.

Todo ello se desarrolló durante una etapa en que la honorabilidad era igual de importante que la cualificación. Recordemos que entonces los corredores públicos habían sido estipulados por los códigos de comercio de 1854. Meses más tarde se promulgaría el de 1884, pero la materia mercantil estaba federalizada según el artículo 73 constitucional. La reputación exigía sanciones para mostrar respeto a un gran empresario. Aunque se exigía formalmente, había numerosos agentes comerciales sin título para ser corredores y mediar en transacciones comerciales. Esto era de singular relevancia para engañadores que, como Malagamba, encontraron resquicios legales sobre la práctica.

El comerciante español confió en la operación y dio la orden al cajero para entregar 6 000 pesos al corredor antes de que Martín Castillo descubriese que la lana era robada. El corredor también desconocía ese hecho y mostró la carta que amparaba la mercancía. Otro testigo, de nombre Martín Larrea, administrador de la Fábrica de la Minerva en el callejón de San Antonio 32, señaló que se limitó a recibir varios carreros o mayordomos que entregaron un cargamento de lana sin percibir nada fuera de lo ordinario. En cambio, Martín del Castillo, originario de Veracruz, de 54 años y casado, dijo que celebró un contrato privado para acordar un porcentaje de 22 puntos con la Casa Portilla por una compraventa de lana. Con mayor cuidado y pericia que los demás advirtió algo en los documentos y, sin necesidad de peritajes grafológicos, señaló: “a todas luces se descubría que la rúbrica y el carácter de la letra del que firmaba como corredor era idéntica a la del que firmó como arriero”. Además, el verdadero dueño del vagón de tren se llamaba Manuel Manzano y, en consecuencia, el nombre de Felipe Manzano era “supuesto e imaginario”.

Por rutinaria que fuera, esta transacción comercial conformó un encadenamiento vulnerable en diversos eslabones. Son relativamente escasos los estudios sobre un nivel tan ordinario o micro en torno al comercio, en el cual emergen sujetos con pretendida honorabilidad. Los individuos defraudados eran, en su mayor parte, casados y mayores de 30 años. Ninguno ostentaba abolengo y el liberalismo económico había abierto las puertas, junto con cadenas migratorias relativamente privilegiadas, como la española. Puede ser difícil sostener una generalización de ese nivel, pero las oportunidades de los defraudadores se multiplicaron al desmoronarse ciertos reductos del corporativismo ante la incursión de individuos anónimos.

Si bien las principales fábricas de hilados y tejidos se ubicaban en San Antonio Abad y San Ildefonso (Becerril, 2011), hubo una sucesión de reventa que puso a circular la lana de origen robado, magnificando las afectaciones del fraude. Incluso un corredor titulado y con experiencia, como José María Salas y Blanco, intervino en las compras de lana de la casa Moncada con la de los Portilla, que tenían un convenio con la casa Cardeña. Por todo ello, los afectados corrieron la voz y denunciaron los hechos (véase cuadro 2).

Cuadro 2 Víctimas de Malagamba en 1883 

Nombre Edad Origen Domicilio Estado civil Ocupación
Carlos Courvoissier 35 Suiza Comerciante / dependiente
José Hasser 23 Alsacia Espíritu Santo 10 Comerciante / dependiente en Casa Zivy
José García 38 España León 2 Casado Comerciante en Casa Suinaga
Francisco Suinaga España Cadena 22 Casado Propietario
Martín Larrea 48 México Callejón de San Antonio 32 Casado Administrador de la fábrica La Minerva
Martín del Castillo 54 Veracruz Casado
José María Salas y Blanco 58 México Callejón de Santa Inés 3 Casado Corredor titulado

Fuente: elaboración propia a partir de El Foro, 14 de septiembre de 1883, pp. 209-211.

Cuando se recibió la denuncia, el acusado había abandonado la ciudad gozando del botín. Es difícil cuantificar los ingresos mal habidos de los estafadores. En este caso, cosechó cerca de 7 000 pesos si se suman el cargamento de lana, el anillo de diamantes y el reloj de bolsillo. A pesar de esta considerable cantidad, el abogado defensor consideró que su cliente era modesto. Salvo el reloj, con “autómatas que ejecutaba un acto muy natural pero poco decente, vendido por la casa de Zivy para despertar los deseos de placeres impuros”, se trataba de objetos sin lujo.13

Además de apelar a la modestia personal, la coartada para la defensa fue asegurar que no tuvo intención de cometer un fraude por medio de la compraventa de lana robada. Esto fue argumentado por su abogado, Francisco Alfaro, quien señaló cómo “era un instrumento de que se valía [Manzano] para una combinación extraña y oscura”. Así, Malagamba no era un criminal, sino un sujeto con un historial de abandono que las circunstancias habían llevado a prisión, donde se intensificaron sus problemas. Nació “en el seno de una familia decente”, pero que “fue siempre desgraciado desde su niñez hasta que fue objeto de ese arrebato que las pasiones causan a todos los que gozan de una juventud exuberante, como la de Malagamba, que sólo han podido marchitar un tanto los mil sufrimientos que tienen los acusados en las inmundas cárceles de la capital”.14

En la cárcel de Pachuca hubo dos episodios que lo afectaron. Por un lado, conoció a Manzano, quien influiría negativamente sobre él. Por el otro, se encontraba preso cuando recibió la carta de su hermano, Leopoldo Batres, comunicándole la muerte de la madre de ambos. Así, en su defensa el abogado subrayaba que Batres, en lugar de ayudarlo fraternalmente, lo afligió más y aumentó su “desgracia”, pues para su familia era “menos que un conocido”. A esto sumaba una pérdida de posición social y económica, haciendo notar “la vieja y sucia ropa que apenas cubre las carnes del preso, en los ya inservibles zapatos que no pueden guardar los pies de aquel que, bien pudo esperar en lugar de injustos reproches de familia, un pedazo de pan limpio, una camisa cualquiera y unos zapatos que por caridad se le enviaran”. En ese estado de abandono se vio en la necesidad de aceptar negocios con Manzano. En consecuencia, Malagamba fue “envuelto” en combinación con el señor Bueno, que señaló como los verdaderos responsables que medraban en absoluta impunidad. Por si fuera poco, el acusado dejó objetos de valor en el cuarto de hotel que rentaba en Morelia cuando fue detenido y estos fueron recogidos por la policía. Así, la fatalidad supuestamente acompañaba a un individuo que debía ser comprendido: obró por error, pero sin la conciencia ni responsabilidad de un criminal. Además, era modesto y buscaba pasar desapercibido, salvo por el reloj.

Los argumentos desarrollados por la defensa no tuvieron mayor efecto en la decisión del jurado. El agente del ministerio solamente retiró la acusación por falsificar firmas, pero reiteró que era responsable por el resto de los delitos. Se hicieron interrogatorios, mas no hubo ninguna intervención de las partes. Siguiendo el acto más protocolario, se entregó al juez y jurados las actas del proceso, los interrogatorios y se leyeron los veredictos condenatorios. En la audiencia de derecho a cargo del juez, leyó los artículos relacionados a la pena que debía imponerse, concluyendo que debía permanecer tres años en prisión y pagar una multa de 1 000 pesos o, en su defecto, el arresto correspondiente que era una cuarta parte más preso y la inhabilitación para toda clase de empleos, honores y cargos públicos. Felipe Malagamba fue conducido nuevamente a la cárcel nacional para cumplir el resto de su condena.

IDENTIDADES FALSAS Y TRASHUMANCIA

La impostura y los viajes fueron dos características recurrentes en la trayectoria de Malagamba. Aunque es difícil asegurar si hubo intención con base en la evidencia documental, ambas condiciones fueron consideradas como estrategias para consumar sus engaños. Así, los comentarios destacaron en cómo asumió una multiplicidad de identidades. En prácticamente todas ellas simulaba tener riquezas y uno de los rasgos que también llamó la atención, fue su donjuanismo, pues tuvo numerosas parejas sentimentales -estuvo casado simultáneamente con dos de ellas-. Debe reconocerse que los impostores han sido ampliamente estudiados por la historiografía. Algunos gozaron de enorme celebridad, tuvieron motivos pragmáticos y permiten entender los itinerarios que la gente común y corriente realizaba en contextos anteriores a la masificación de los viajes (Davis, 1983). México no ha sido la excepción (Cano, 2020), pero ninguno se ha propuesto establecer una relación entre el cambio de identidad con formas de trasgresión penal.

Algunas de las declaraciones ante los juzgados coinciden con el relato publicado por Juvenal, es decir, Enrique Chávarri, quien dedicó una semblanza temprana a Malagamba.15 Según este escritor, abandonó su casa a los quince años debido al maltrato que recibía de su padrastro, el general Francisco Díaz, ayudante de Sebastián Lerdo de Tejada. Antes de escaparse se apoderó de 500 pesos que luego le robaría un amigo suyo en Tehuacán. Se mantuvo “perdulario” y desocupado un tiempo hasta que se alistó en el 4º Regimiento de Artillería de Oaxaca. Más adelante destacó de manera heroica en la batalla de Epatlán, donde fue herido en el pecho y lo ascendieron a cabo de escuadra. Esta era la relación de un sujeto que se hacía llamar a sí mismo como el Conde de Montecristo. Cuando se le interrogó por este sobrenombre, respondió: “Porque yo siempre he vestido bien, y porque en Morelia, donde deslumbré con mi lujo y con mis trenes, así me apodaron.” Dejó esa ciudad para viajar por Europa -lo cual no cuadra a menos que su arresto haya ocurrido a su regreso en la capital michoacana-. Por la devoción con que comunicaba sus impresiones, Malagamba fue calificado como un “melancólico”. Las contradicciones en su relato no impidieron que describiera pormenorizadamente sus impresiones sobre París y Varsovia. “Nos describió las bellezas de Nápoles, la miseria de los lazzaroni y el majestuoso silencio de Venecia.” Recorrió territorio italiano y francés. Recordaba Bayona, Brest y Saint-Nazare, donde se embarcó para regresar a La Habana, de donde viajó a Nueva York. “Yo he viajado mucho! Lástima que ahora, ya solo y enfermo, no me quede más que el recuerdo de aquellos días.” Mostraban su historia para denunciar la “audacia de un hombre a quien no han amedrentado los castigos y que después de cada prisión ha encontrado el medio para ‘desquitarse’ como él dice”.

Al considerar que el indiciado era un reincidente, el fiscal expresó las dificultades para tratar con alguien habituado a las “penalidades de la bartolina” y a las “argucias del interrogatorio”. Lo destacó el propio inspector general de Policía, Félix Díaz, a quien confesaría cómo engañó a la viuda para robarle sus alhajas. Compró la piedra falsa en la sucursal de La Violeta ubicada en la calle de San José del Real, mientras que la montura fue elaborada en la “Alhajera”. Declaró que la piedra buena fue vendida en la casa de empeño Bustillos donde, en efecto, se registró esa pieza con el texto “González. Un brillante suelto. 300 pesos”. Al cabo de unos días fue vendida a un tal Costa, montada en una sortija, mientras que Malagamba había vendido rápidamente su boleto a cambio de plata, una sortija y una piel de tigre.16

A comienzos del siglo XX, la sagacidad fue una de las características atribuidas a los estafadores que, a su vez, generalmente contaban con un nivel medio o alto de instrucción. Según sus declaraciones ante el juzgado, Malagamba había estudiado medicina. Si se le creyera a pie juntillas la entrevista que concedió a El Imparcial, participó en la batalla de Epatlán tras alistarse en el 4º Regimiento de Artillería de Oaxaca.17 En sus variadas identidades, simuló ser desde adinerado viajero, abogado, médico y militar hasta un empleado de confianza y mayordomo de haciendas. Con base en ciertas nociones del alienismo, se decía que tenía una “monomanía por estar cambiando nombres”. Cuando estuvo preso en la cárcel de Puebla y en Izúcar de Matamoros, se hizo llamar Rosendo Ochoa. Entre otros apelativos, se identificó reiteradamente con el nombre de Enrique Batres. Con esta última identidad pretendía acreditar su parentesco con Leopoldo Batres, esto es, el arqueólogo “o ingeniero conservador de monumentos y antigüedades de la república”.18 El propio Batres declaró que había un sujeto que se hacía pasar por su hermano, usurpando incluso su propio nombre.

No debe olvidarse que la relación rendida a los jueces y la entrevista concedida a los periodistas provenía de un hombre dedicado al engaño.19 Los periódicos mostraban su historia para ilustrar la “audacia de un hombre” que, en lugar de enmendarse con cada castigo, después de su encierro en la prisión había encontrado el medio para “‘desquitarse’, como él dice”. Es importante destacar que el uso de identidades falsas estaba sumamente extendido en el llamado mundo del hampa, especialmente cuando los métodos de identificación eran incipientes. Los ejemplos se referían a una serie de prácticas sumamente comunes para eludir el castigo en las comisarías de policía y las prisiones, como un reo que había “usado multitud de nombres en sus distintos ingresos en la cárcel porque […] se lo aconsejaban otros para engañar a la justicia” (Roumagnac, 1904, p. 307).

Aunque hay pocos detalles, la información es suficiente para señalar que la impostura de Malagamba tuvo una honda implicación en sus relaciones personales. Como ya se señaló, tuvo de manera simultánea varias parejas y se casó con dos de ellas. Esta connotación va más allá de la defraudación y lo colocó en un nivel de trasgresión de leyes civiles, por un lado, mientras que lo conectó con una forma de masculinidad viril y donjuanesca. Mostraba un comportamiento acreditado por estándares de hombría dominantes, pero los problemas de género consustanciales al caso no serán desarrollados. Lo cierto es que era un engaño equiparable al que cometía en sus estafas, pues hizo creer a las mujeres en sus identidades falsas. Desafortunadamente, los testimonios de estas fueron registrados con profusión. En un terreno netamente especulativo, sería fundamental encontrar denuncias en archivos locales, tanto en territorio mexicano como estadunidense, donde supuestamente se casó con una ciudadana norteamericana.

En suma, el rocambolesco personaje que la sociedad moreliana y la prensa equiparó con personajes de novelas, también fue señalado como instruido, capaz de personificar identidades tan variadas que iban desde comerciante y viajero hasta médico o abogado. Como se consignó en un lenguaje influido por el discurso de alienistas, Malagamba tenía una “monomanía por estar cambiando nombres” y asumir seudónimos, como Enrique Batres o Doctor Campomanes. Esto se acompañó de intermitentes periodos de confinamiento penal y, sobre todo, de una notoria movilidad y trashumancia.

PRISIONES Y VIAJES

Además de desarrollar numerosas identidades, Felipe Malagamba estuvo preso en varias ocasiones. De hecho, podría decirse que las sentencias condenatorias en su contra marcaron los tres ciclos o momentos de su trayectoria como defraudador. A saber: la década de 1880 tras estafar a los comerciantes en la ciudad de México; la de 1890 en Santa Rosalía, Chihuahua, después de un periplo en Estados Unidos y, finalmente, en 1908 sería nuevamente sancionado con la pena de prisión por el robo de unas alhajas. A pesar de las dificultades para precisar su identidad, hubo concordancia en los tres ciclos de fuentes en que Malagamba nació en el Distrito Federal, cerca de 1863. En algunas declaraciones judiciales reiteraba que era profesor de medicina, pero buena parte de su pericia estaba en evadir la justicia y fugarse de las prisiones.

Es posible establecer una relación entre el confinamiento en las cárceles de Puebla, Belén, San Juan de Ulúa y Chihuahua con un significativo recorrido por el país, así como una breve y borrosa incursión por la costa oeste de Estados Unidos y un viaje por la Europa meridional. El glamour que pretendía contrastaba con las impresiones reproducidas por la prensa, especialmente en el declive de su trayectoria, cuando, a su vez, el estilo periodístico se transformó ostensiblemente, incorporando características de la yellow-press norteamericana y su estilo sensacionalista.

El referente literario era hiperbólico, mas no fortuito. Como se mencionó, las novelas de Alexandre Dumas fueron traducidas al español y encontraron cabida en las páginas de los periódicos igual que en otras latitudes. A eso se sumaban adaptaciones dramatúrgicas y operísticas, de las cuales se enfatizaba la honda marca dejada por la prisión en el personaje. En las prácticas criminales, esta situación era continuamente evocada. Por ejemplo, los implicados en el robo de La Profesa habían planeado su golpe en prisión (Bunker, 2012, p. 220). Por su parte, Malagamba recordó que la cárcel fue el lugar donde otro individuo planeó el engaño de la lana. Cabe recordar que eran escasos los espacios de reclusión acordes con un régimen penitenciario fundado en el trabajo común, alternado con aislamiento en celdas durante la noche. Estas limitaciones se encontraban continuamente mencionadas para referir que los reos aprendían vicios durante el tiempo que purgaban sus condenas. Entre otros riesgos de esa comunidad asociada al hampa, se encontraban las fugas.

A pesar de que la penitenciaría de Puebla era entonces de las pocas cárceles edificadas sobre criterios arquitectónicos modernos, Malagamba se fugó en compañía de Trinidad Vizcarra y Juan Arellano. Entonces cumplía una sentencia por robo y otros delitos cometidos tanto en Puebla como en Veracruz. En Tlacotalpan, como supuesto agente de casas comerciales, también había estafado a un buen número de comerciantes. Los tres presos ocupaban el departamento de la enfermería situado en el piso alto de la prisión. “Colocando sobre un ropero un buró y sobre éste una silla, consiguieron alcanzar el techo y horadarlo; pasaron por las azoteas del primer piso y a las del segundo y haciendo con las sábanas una cuerda, descendieron al atrio de la iglesia de San Juan de Dios por donde consumaron la fuga.”20 Esto debe ser impreciso, pues el atrio de esa iglesia se encontraba a dos kilómetros de distancia. Es decir, el relato de la fuga es increíble como reseñaban los periódicos. No obstante, lo cierto es que escaparon y los encargados de vigilar a los reos fueron aprehendidos, mientras que el alcaide fue declarado formalmente preso. La evasión fue todavía más inverosímil porque uno de los reos que se fugaron, Timoteo Vizcarra, tenía amputada la pierna derecha.

Después de estar preso en Puebla y de ser buscado a raíz de nuevos delitos por autoridades tanto mexicanas como estadunidenses, reapareció en Santa Rosalía, Chihuahua, bajo el nombre de “Doctor Campomanes”, contando todavía con dinero del robo de un tren en Morelia y haciéndose pasar por abogado. De Chihuahua cruzó la frontera a Estados Unidos, donde al parecer contrajo matrimonio con una joven en San Francisco, California, para ser recapturado a su vuelta en aquel estado.21 Allí fue sentenciado a más de cinco años de prisión y a pagar una multa de 1 000 pesos por los delitos de fraude contra la propiedad y, desde luego, por falsificar el título de médico.22 La nota citada reproducía el desconcierto de las autoridades frente a las múltiples identidades del acusado, atribuyendo a varias personas los engaños, cuando en realidad se trataba de la misma con distintos nombres: Francisco Campomanes, Felipe Malagamba y Enrique Batres. No existe más información sobre sus prácticas curativas, lo cierto es que había un contexto especialmente adverso para quienes eran sorprendidos ejerciendo de manera ilegal la medicina. Durante ese periodo se desarrolló el proceso de profesionalización de la medicina y la construcción de los linderos entre su práctica legal de la que no lo era (Agostoni, 2000, p. 16). Esta última estaba en manos de curanderos que ejecutaban una diversidad de prácticas que no necesariamente defraudaban a los pacientes.

La regulación de la medicina no fue la única transformación. Al reaparecer en los periódicos, su reputación era la de “un hábil estafador” con recorridos considerablemente largos. Como se dijo, los viajes fueron otra característica de Malagamba. Igual que otros estafadores, su trayectoria confirmaba que la transformación de la infraestructura también podía ser capitalizada por los delincuentes. La posibilidad de engañar se potenciaba con cada cambio de escenario y contexto social. Eso explica por qué se introdujo en localidades como Santa Rosalía ese “individuo que ha llevado sucesivamente los nombres de Felipe Malagamba, Enrique Batres, y últimamente Dr. Campo-Manes”. Entre sus andanzas se contaban sus varias visitas a la cárcel. Si el más connotado de sus golpes había sido el robo de un tren de mercancías en Morelia, donde se hizo pasar por abogado cometiendo un número considerable de estafas, en Chihuahua tuvo numerosas víctimas, y partió enseguida hacia Estados Unidos, donde regresó algún tiempo después “en compañía de una joven con quien decía había contraído matrimonio”.23 A su vez, la compañera que lo siguió desde San Francisco también engañó a una familia. Condujo a la esposa e hija de un comerciante a San Francisco, donde tan pronto obtuvo 4 000 pesos las abandonó a su suerte. Estas solicitaron auxilio al padre, que procuró su repatriación a territorio mexicano.24

Cabe destacar que a cada cambio de identidad y con los desplazamientos hacia el norte del país también cambiaba sus guiones o modus operandi. En Chihuahua fue sentenciado a más de cinco años de prisión y multado por más de mil pesos tras un proceso en su contra por los delitos acumulados de fraude contra la propiedad y falsificación del título de médico. Lo interesante es que el fallo condenatorio no necesitó aclarar la identidad del culpable.25 El fallo fue reproducido por La Voz de México (9 de julio de 1893) y añadió que Malagamba medró con los mismos ardides en Mazatlán. Entonces era un consumado estafador y, aunque no se le acusó formalmente, hubo señalamientos que mostraron a Malagamba como un sujeto inmoral. Fue cuestionado por cometer bigamia, pues supuestamente sostuvo matrimonio civil con al menos dos y hasta seis mujeres. Del periplo californiano se casó con “una antigua demimondaine” llamada Eulogia Rosario Verdugo.26 Viajero, fue sobre todo un personaje trashumante dentro de México, pero también en Estados Unidos y Sudamérica tuvo dos ciclos de relativa celebridad: 1893 y 1908. En su última petición, el 16 de agosto, desde la cárcel de Belén, solicitó su traslado a la colonia penal de las Islas Marías “prestando sus servicios con el carácter de médico o para dedicarse a la agricultura”. Su petición fue desatendida, mientras que su rastro se pierde.27

El tercer y último ciclo ya fue relatado al inicio de este artículo. Terminó con la captura y condena de un “gran estafador de levita”. Según El País, no era “una persona vulgar”, sino “un caballero bien educado en los principios de la farsa”.28 Tal vez fue el menos elaborado de sus engaños, pero se había transformado ya la percepción misma del estafador en la prensa moderna: “Cambiando de nombre como de camisa y estafando a cuantos se le ponen delante, ha pasado su vida Felipe Malagamba según datos que tiene la policía. Su último robo consistió en un par de brillantes que valen 1 200 pesos, los que ingeniosamente sustituyó por otros falsos, en unas dormilonas que le confió la señora Lucía S. viuda de Gala, empleada de correos de San Andrés Chalchicomula.”29 Ese mismo día iniciaba el juicio en contra de El Chalequero, que desde luego capturó el grueso de la atención. Aun así, la sala de audiencias se llenó en el proceso instruido contra Malagamba debido a la “malsana curiosidad que arrastra al público”.30

Los casos de fraude y estafa animaron a los penalistas a recordar la legislación penal en su capítulo referido a fraude contra la propiedad (art. 432), que se consideraba laxo. Uno de los jueces correccionales consultados en el marco de la comisión revisora del código penal, respondió que los fraudes eran atentados contra la propiedad cuyos responsables debían ser sancionados con las mismas penas que castigan el robo, “sin preocuparse de las habilidades y astucias que ponga en juego el timador para hacerse ilícitamente de lo ajeno, pues de otra suerte se desvirtuarían los efectos de la ley, la cual debe proteger poderosamente la propiedad con su sanción penal”.31 No sólo urgía a sancionar esos delitos, sino que abonaba al informe difundido con motivo de los congresos penitenciarios, en el que Medina y Ormaechea identificó “a los que quiebran fraudulentamente, cuyo crimen tiene consecuencias incalculables en la moral pública” en contraste con los “ladronzuelos”. En medio de ambos delitos estaban los estafadores “que hacen alternativamente de las diferentes naciones el teatro de sus proezas” (Medina y Ormaechea, 1892, pp. 274-275).

Detrás de personajes como Malagamba había una experiencia acreditada como ladrón, pero no se trataba del robo ratero ni menudo, ni del ingreso a establecimientos comerciales o casas por medio de ganzúas. Se trataba de un atentado a la propiedad basado fundamentalmente en el engaño. Eso era el componente esencial en la estafa. Los rasgos que marcan cierto profesionalismo eran la especialidad en mercancías determinadas, emplear identidades diferentes pero consolidadas en un guion, pues no eran inventadas de manera espontánea, sino ensayadas y repetidas en diversos golpes. Hemos insistido en la multiplicidad de identidades que desafiaban la incipiente fotografía e identificación judicial. Esto dificultaba la creciente, pero todavía escasa comunicación entre oficinas policiales dentro y fuera del territorio. Tal vez la única policía con jurisdicción extensa eran los Rurales, pero obedecían más al propósito de resguardar los caminos y abatir delitos relacionados con el bandidaje. Precisamente en Morelia fue capturado por un grupo de agentes rurales.

Es difícil atisbar un itinerario deliberado en los viajes de Malagamba. Su ruta siguió Puebla, la ciudad de México, Morelia, Tlacotalpan, Chihuahua, San Francisco, Santa Rosalía, Pachuca, ciudad de México. El periplo europeo no puede confirmarse, pero sí parte de su recorrido en el suroeste de Estados Unidos. En San Francisco llegó a residir y se llegó a suponer que “tuvo estrechas relaciones con los Flores Magón”.32 Para difundir cómo engañaba, fue entrevistado por un reportero de El Imparcial.33 “Quiero sincerarme con la sociedad, que me tiene por un malvado, cuando en realidad no soy más que un extraviado.” Llevaba más de 20 años su supuesto extravío. La tesis de profesionalización criminal estuvo en el centro de los discursos sobre este sujeto. Para la opinión vertida en los diarios, se trataba de una “carrera criminal”. En cambio, Malagamba calificó sus acciones como “desgracias individuales” que comenzaron con el robo de un carro repleto de lana, cargamento que vendió en 27 000 pesos que, “pareciéndole fabulosos, fue a gastar a Europa”. Las exageraciones contrastaban con la descripción legada por el reportero en torno a un estafador que se encontraba en el ocaso de su carrera: “Malagamba es ya un viejo, tiene desde luego la apariencia de un ‘habitante de calabozo’. Su color se ha vuelto amarillento, con ese amarillo de pergamino que denuncia la humedad y la falta de sol de la bartolina.” Con todo, declaraba haber pasado varios años encarcelado como resultado de traiciones desde Manzano hasta su padrastro Francisco Díaz, “el Zuavo”. Según sus interlocutores mentía, y lo señalaron como “el Briareo de mil formas de la estafa moderna”.

CONCLUSIONES

No es común encontrarse con trayectorias criminales largas ni -sobre todo- con evidencia documental para rastrearlas. Malagamba apareció en tres ciclos distintos. En ese recorrido sus golpes muestran diferentes técnicas del delito de estafa. Todas dependieron de un repertorio de habilidades estable, como falsificar su identidad, persuadir y engañar.

Entre otros delitos, concretó fraudulentamente la venta de un cargamento de lana exhibiendo no sólo la vulnerabilidad de los marcos institucionales que normaron el comercio, sino la posibilidad de desarrollar una carrera basada en el engaño y el fraude. Todo esto manifiesta que la historia de los delitos contra la propiedad es todavía incipiente. Dentro de ese universo de transgresiones, los casos concernientes a estafas apenas comienzan a figurar en la historiografía mexicanista. Su importancia radica en la posibilidad de identificar un perfil social distinto, comprender la conexión entre estas formas de delincuencia con la evolución de las comunicaciones, tecnologías y, desde luego, el papel de las instituciones de control, pues como confesaría el protagonista de estos hechos, no fue extraño que los presuntos delincuentes planearan sus golpes mientras cumplían su condena.

La averiguación, iniciada por la policía reservada, mostró el itinerario de un personaje que, bajo diferentes nombres, realizó estafas diversas por cantidades que al comienzo fueron relativamente altas y terminaron por ser muy modestas en una suerte de decadencia como delincuente. En contraste con otros delitos, el perfil del estafador solitario no sería forzosamente desplazado por la aparición de formas organizadas para defraudar, estafar o falsificar. Este es el caso de Malagamba, personaje rocambolesco que la prensa mostró en distintas fases de su vida y que pudiera ilustrar ciertos vacíos en la historiografía sobre el delito, la justicia y el control social.

De manera creciente, dicha historiografía ha dejado de visibilizar prácticas y perfiles delincuenciales que contrastan con la hasta entonces predominante atención hacia los sectores populares. Entre los incidentes delictivos para situar en la escena a sectores medios, los delitos de fraude, estafa y falsificación permiten situar, a finales del siglo XIX, sujetos especializados en algunas manifestaciones de estos delitos. Cabe diferenciarlos, también, de los ulteriormente denominados “delincuentes de cuello blanco”, pues los botines cosechados por estafadores como Malagamba eran menudos en comparación con los fraudes financieros que, en el caso mexicano, falta todavía por investigar.

Para explicar dicho fenómeno, se sugieren tres elementos sobre los que se cimentaron las condiciones de posibilidad: la expansión del capitalismo financiero y global, la conexión por medio de transportes y comunicaciones que aceleraron los tiempos y extendieron los traslados y, por último, la circulación de saberes e imaginarios sobre formas de transgresión modernas. Desconocemos todavía estas grandes evasiones que resultaron del manejo de influencias y de operaciones ilegales que se mantuvieron en la impunidad.

En contraste, la cárcel había sido, al menos en dos ocasiones, significativa para Malagamba. Estuvo preso en Pachuca cuando el individuo que se hacía pasar como el hermano de un importante comerciante lo sumó a uno de sus golpes. Malagamba recordaba a su iniciador en el delito como peligroso, pues a diferencia de él, entre sus antecedentes se encontraba un homicidio. Si esto era verdad o una invención para defenderse pasa a segundo orden. En todo caso, resulta relevante su incidencia en el sistema de valores de un delincuente con rudimentos legales. Para este sujeto, las instituciones de control, como la cárcel y las policías, fueron especialmente relevantes, pero menos como vehículos de la pena que como espacios donde los reos tendieron redes, pues algunos golpes se planearon en compañía de individuos que cumplían una condena. De hecho, Malagamba desarrolló su primer golpe importante después de fugarse de la prisión de Puebla.

La incidencia de este tipo de delitos fue baja, la atención de criminólogos casi nula y la jurisprudencia desatendida por la literatura jurídica. Sin embargo, transformó de manera ostensible sus rasgos. La prensa detalló un tipo de criminal sagaz, con recursos como el disfraz, el disimulo y la audacia. Los campos de acción remitían a numerosas actividades asociadas con la modernización social, como por ejemplo los viajes, el uso cotidiano de tecnologías de comunicación y la sociabilidad carcelaria. Paradójicamente, el rasgo característico de Malagamba fue la solitud. Así, esta historia reclama un interés por sujetos que se profesionalizaron, pero que fueron desafectos de la organización colectiva, como ocurriría con estas formas de delito. Podría reflexionarse sobre varios indicadores e interrogantes en torno a la profesionalización. Detrás de este personaje había vivido de lo que usurpaba por medio del engaño. Aprovechó dotes histriónicas reconocidas por los testigos que declararon en su contra. Sobre todo, fue posible sostener sus actividades gracias a una serie de factores, como la movilidad dentro y fuera de las fronteras nacionales por medio de ferrocarriles. De hecho, se apropió de un cargamento en su golpe más significativo o, por lo menos, cuantioso. Acaso los estafadores lucraron o consiguieron sus ingresos sobre la base del éxito de sus fraudes. ¿Lo hicieron con tal grado de premeditación y cuidado, como si fuese un oficio que demandaba pericia y cualificación? O bien y, de manera complementaria, puede considerarse una construcción cultural producida por los imaginarios de medios de información y, más adelante, por criminólogos.

Finalmente, está claro que la cultura material condicionó formas inéditas de delinquir. Algunos bienes simplemente no existían. Más allá de esta obviedad, la apropiación de objetos ajenos muestra, de manera literal y simbólica, formas de acceder a bienes de consumo que representaban lujo. Esta subjetivación se advierte en Malagamba, cuando señalaba los motivos por los cuales le conocieron como el Conde de Montecristo. Las narrativas criminales sugieren una versión alterna de la modernidad y, aunque no se usaba en la época, el término robo “aspiracional” sugiere el desigual acceso a servicios y bienes. Es posible que los engaños entrañaron una burla frente al deber ser.

Esto pudiera exigir exploraciones en profundidad sobre los códigos que regían en un nivel personal la credibilidad de los comerciantes y otros intercambios. Se ha avanzado en el conocimiento de un marco jurídico normativo. Es importante señalar el carácter evanescente de dicho marco en las prácticas cotidianas. Nadie exigió título de corredor en una transacción considerable. A pesar de ser sentenciado por cometer actos tipificados como delitos, las representaciones fueron ambivalentes. En contraste con la planeación y ejecución colectiva de las estafas, Malagamba fue revelado como un estafador solitario. Este rasgo sería explotado en manifestaciones literarias que construyeron la noción de “delincuente de altos vuelos”.

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1Recurso de apelación interpuesto por Felipe Malagamba Valadez contra el auto en el que el Juez 6º de Instrucción decretó su formal prisión por el delito de estafa de que se querelló la Señora Lucía Salazar viuda de Gala. 8 de septiembre de 1908. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 702, folio 124061, f. 5. Archivo General de la Nación (en adelante AGN), México.

2Código penal, artículos 413-432. También se consideraba fraude contra la propiedad el hecho de “enajenar como si fuese oro y plata metales que no lo son” o cometer de trampas para “ganar un juego de azar o de suerte”. Otras formas de fraude eran vender a dos personas una misma cosa o bien “entregar en depósito algún saco, bolsa o arca cerrada haciendo creer al depositario que contenía dinero, alhajas u otra cosa valiosa que no se hallaba en ellas y conseguir dinero a cambio de estos”.

3 Diario Oficial de la Federación, 27 de enero de 1908. Para la adquisición de estos libros por la Biblioteca Nacional, véase “Publicaciones recibidas últimamente. Los dientes del tigre. Última aventura de Arsenio Lupin”, Biblos, 28 de febrero de 1920. En cuanto a las adaptaciones teatrales, véanse, entre otros registros, noticias sobre presentaciones en el Teatro Colón de “La aguja hueca”: El Mundo Ilustrado, 13 de agosto de 1913, p. 8.

4 El Siglo Diez y Nueve, 31 de enero de 1849, p. 4. La crítica a los arreglos en esta adaptación decía que era “una de las novelas que han metido más ruido entre las de Alejandro Dumas”, El Siglo Diez y Nueve, 4 de febrero de 1849, p. 4.

5“El express”, El Telégrafo, 3 de febrero de 1882, p. 3. Causó azoro la estafa frustrada con una firma falsa del presidente para cobrar 2 500 pesos. El sujeto se presentó en varias oficinas públicas y en la casa de empeño del Monte de Piedad. Implicó, además, la falsificación de numerosos documentos. Diario Comercial, 4 de mayo de 1883.

6“Jurisprudencia criminal. Acta de jurado”, El Foro, año XI, número 53, 14 de septiembre de 1883, p. 1; “Felipe Malagamba”, El Nacional, 10 de agosto de 1882, p. 2.

9“Felipe Malagamba”, El Nacional, 10 de agosto de 1882, p. 2.

12“Jurisprudencia criminal. Acta de jurado”, El Foro, 14 de septiembre de 1883, p. 1.

13“Jurisprudencia criminal. Acta de jurado”, El Foro, 14 de septiembre de 1883, p. 210.

14“Jurisprudencia criminal. Acta de jurado”, El Foro, 14 de septiembre de 1883, p. 1.

16Recurso de apelación interpuesto por Felipe Malagamba Valadez contra el auto en el que el Juez 6º de Instrucción decretó su formal prisión por el delito de estafa de que se querelló la Señora Lucía Salazar viuda de Gala. 8 de septiembre de 1908. Fondo Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal. Caja 702, folio 124061, f. 7. AGN, México.

17“El secreto de un pillo y el brillante de una viuda: Malagamba confesó su delito”, El Imparcial, 11 de septiembre de 1908, p. 1.

19“El secreto de un pillo y el brillante de una viuda: Malagamba confesó su delito”, El Imparcial, 11 de septiembre de 1908, p. 1.

20“Evasión de presos en Puebla”, El Diario del Hogar, 3 de octubre de 1891, p. 3.

22“Curanderos culpables”, La Patria, 7 de julio de 1893, p. 2.

25“Curanderos culpables”, La Patria, 7 de julio de 1893, p. 3.

27Reos enviados a la colonia penal desde el 16 de agosto de 1906 hasta el 28 de diciembre de 1912. Antiguo Fondo de la Secretaría de Gobernación. AGN, México. En 1908 se enviaron 1 881 y, en 1909, 2 340. La Secretaría de Gobernación no respondió a su solicitud: La Opinión, Veracruz, 16 de agosto de 1909, p. 3.

28“Buen golpe de la policía reservada”, El País, 5 de septiembre de 1908, p. 1; “Catch Great Swindler”, The Mexican Herald, 5 de septiembre de 1908.

29“Un encuentro favorable”, El Imparcial, 4 de septiembre de 1908, p. 3.

30“Hojas de carnet”, Iberia, 5 de septiembre de 1908, p. 4.

31Opinión del juez correccional Lic. Ismael Elizondo, “Estudios jurídicos. Proyectos de reformas al código penal”, Diario de Jurisprudencia, 1º de octubre de 1904, p. 8. Trabajaba como juez en la ciudad de México y opina para la comisión revisora del código penal presidida por Miguel Macedo.

32Si bien se buscó esta pista, fue imposible confirmarlo. Sin embargo, un tal Francisco Malagamba figura con actividades afines al magonismo casi una década más tarde. Era vocal del Centro Liberal Tlaxcalteca (“Junta Preliminar”, Redención: Periódico de Combate, Defensor de los Intereses del Pueblo, 14 de julio de 1917). Más adelante, suscribió el “Manifiesto del Partido Liberal Tlaxcalteca” (Redención: Periódico de Combate, Defensor de los Intereses del Pueblo, 31 de julio de 1917).

33“El secreto de un pillo y el brillante de una viuda”, El Imparcial, 11 de septiembre de 1908.

Recibido: 05 de Enero de 2022; Aprobado: 14 de Abril de 2022

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