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Secuencia

On-line version ISSN 2395-8464Print version ISSN 0186-0348

Secuencia  n.90 México Sep./Dec. 2014

 

Reseñas

 

Alfredo Ávila y Alicia Salmerón (coords.), Partidos, facciones y otras calamidades. Debates y propuestas acerca de los partidos políticos en México siglo XIX

 

Irving Reynoso Jaime

 

FCE/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto de Investigaciones Históricas-UNAM, México, 2012, 256 pp.

 

Colegio de Estudios Latinoamericanos, FFyL-UNAM.

 

Un mal necesario

El sistema político mexicano ha experimentado una serie de transformaciones durante los últimos 30 años, consecuencia de la llamada transición democrática, que ha obligado a replantear cuestiones como las bases del presidencialismo, el equilibrio entre los poderes, la función de los partidos políticos, las condiciones necesarias para la gobernabilidad y demás elementos que atañen a cualquier régimen democrático moderno. Si centramos la atención en los partidos políticos, es imposible ignorar la crisis de representatividad por la que atraviesan, y la percepción que se tiene de ellos, entre importantes sectores de la opinión pública, como representantes de intereses particulares. El cambio ha sido extremo: hemos pasado de un partido oficial hegemónico, subordinado a la voluntad presidencial, a un sistema de partidos en el que las diferencias ideológicas pueden constituir un verdadero obstáculo para la gobernabilidad. La partidización del sistema ha planteado la necesidad de dialogar y llegar a acuerdos entre grupos antagónicos —es decir, de actuar democráticamente.

No obstante, el régimen priista de la segunda mitad del siglo XX, que concretó la unidad de la familia revolucionaria e impuso el consenso a través de la disciplina de partido, no debe hacernos olvidar que el problema de los partidos políticos, lejos de constituir una novedad, es tan antiguo como la nación misma. Así lo demuestra el libro coordinado por Alfredo Ávila y Alicia Salmerón, Partidos, facciones y otras calamidades. Debates y propuestas acerca de los partidos políticos en México, siglo XIX, una obra que viene a enriquecer, desde una perspectiva histórica, el análisis de la problemática actual de los partidos, colocándolos como actores de primer orden en la construcción nacional, los cuales, más allá de los juicios de valor que puedan generar, no pueden ser subestimados, pues fueron protagonistas de un proceso dialéctico que marcó la historia política mexicana del siglo XIX, con repercusiones todavía latentes.1

Los coordinadores afirman en su presentación que, después de la independencia, los partidos políticos fueron considerados "verdaderas calamidades".2 Dividir a la sociedad, "partirla", se pensaba, iba contra los intereses de la patria. Esta temprana animadversión hacia las divisiones políticas generó la idea de que el progreso del país sólo podría lograrse con la unidad, posición profundamente antidemocrática y con plena vigencia en la actualidad (nostalgia ingenua del orden colonial, de la pax porfiriana o del corporativismo priista). Sin embargo, hacia finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX, el reconocimiento de los partidos políticos ya era percibido como una necesidad impostergable, debido a la gran cantidad de sectores sociales que reclamaban espacios de participación política en la vida institucional. ¿Cómo se produjo este cambio? Las historias que nos cuenta Partidos, facciones y otras calamidades, entendidas no de manera aislada sino como parte de una obra integral, contribuyen a generar una respuesta para dicha interrogante.

La actitud hacia los partidos políticos a lo largo del siglo XIX, fue un ir y venir entre el franco rechazo y la aceptación crítica. Lejos de representar un remedio para todos los males, los partidos políticos fueron percibidos como un mal necesario. Desde el principio hubo voces que alabaron las virtudes cívicas de los partidos, así como pregoneros de los peligros que representaban para el interés nacional cuando su participación en la vida política era irreversible.

Uno de los primeros grupos que se definió como partido político estuvo ligado a las logias masónicas del rito de York, según demuestra el capítulo inicial de Alfredo Ávila y María Eugenia Vázquez, "El orden republicano y el debate por los partidos, 1825-1828". Se presenta una interesante genealogía de las facciones, que arranca con la distinción entre serviles y liberales (1821-1823), que se convierte, en 1824, en la oposición borbonistas/centralistas e iturbidistas/federalistas, rivalidad que dará paso —advirtiendo la simplificación— a la lucha entre las logias masónicas del rito escocés y del yorkino durante la primera república federal. El gobierno de Guadalupe Victoria reconoció de facto la existencia de estas facciones, pero se cuidó de no fomentarlas con su "política de amalgamación".

La división esquemática entre escoceses-centralistas y yorkinos-federalistas se complicó con la aparición del grupo de "Los Imparciales", quienes desde El Águila Mexicana afirmaron no ser una facción, y se proclamaron por la conciliación de los intereses de los diversos grupos en pos de la unidad. Los yorkinos respondieron identificándose como "la voz de la nación", y tacharon de antipatriota a cualquiera que no perteneciera a su partido. Las elecciones presidenciales de 1828 fueron el escenario de la lucha entre los distintos partidos. Luego del triunfo de Gómez Pedraza (apoyado por escoceses e "imparciales"), y el desconocimiento del resultado por parte de Santa Anna (simpatizante yorkino), el Congreso decretó la prohibición de las sociedades secretas, rechazando el primer sistema de partidos que se había creado después de la independencia, pues las logias y su "espíritu de cuerpo" actuaban sobreponiéndose a la ley y al gobierno.

Catherine Andrews advierte que con la prohibición de las logias y el creciente rechazo a las divisiones partidarias se produjo una paradoja: dado que ninguna agrupación política se reconocía como partido, asumían que sus opiniones eran las de toda la nación. En su trabajo "La actitud de la administración de Anastasio Bustamante hacia los partidos y la oposición política (1830-1832)", sostiene que para el gobierno bustamantino el fin de la sociedad política era el bien común —rasgo distintivo del republicanismo clásico—, concepción enemiga de los partidos que, lejos de respetar ese principio, atendían al bien particular.

Sin embargo, el rechazo a los partidos no equivalía a la eliminación de la oposición política. Por el contrario, como se desprende del estudio de la prensa bustamantina, se consideraba que la oposición era fructífera, además de legal, y que debía ser fomentada por el gobierno. La cuestión fundamental consistía en alejar al pueblo llano del debate público, foro reservado para la "gente decente", aquellos más aptos para opinar: los ciudadanos virtuosos, educados y sin afiliación partidista. Por lo tanto, la autora sostiene que el rechazo del gobierno de Bustamante hacia los partidos no lo diferenciaba sustancialmente del resto de los gobiernos de la primera república federal, contrario a ciertas visiones historiográficas que se refieren a su administración como dictadura.

Hacia finales de la década de 1840, después de la guerra contra Estados Unidos, se percibe un cambio de actitud respecto a la necesidad de la organización política, de la lucha partidista y de cierta pluralidad. Así se constituyó, en 1848, un grupo político que se asumía como el "partido conservador". Érika Pani analiza los avatares de esta organización, la cual no quiso o no pudo disponer de los instrumentos para intervenir con éxito en la política competitiva y popular del siglo XIX mexicano. En su capítulo titulado "Entre la espada y la pared: el partido conservador (1848-1853)", la autora señala que si bien los conservadores acertaron en el diagnóstico de uno de los males del cuerpo político, fueron incapaces de administrarle remedio.

El "exclusivismo político" fue considerado como uno de los problemas más importantes que aquejaron a la política mexicana durante el siglo XIX, sobre todo a partir de la época de la reforma. Por exclusivismo se entiende la manía de un solo partido por acaparar el poder y los puestos públicos, según la definición que ofrece Frédéric Johansson en su estudio "El imposible pluralismo político: del exclusivismo y otros vicios de los partidos políticos en el México de la reforma". Tanto los liberales, que proponían un pluripartidismo pacífico, como los conservadores, que delineaban un cierto pluralismo que no los excluyera de la participación política —sobre todo al encontrarse en la oposición—, contradecían en la práctica su discurso. Al encontrarse en el poder la política de ambos era netamente excluyen-te. Se trataba de relegar al adversario de manera sistemática para beneficiar a su propia clientela política, lo cual explica las constantes revoluciones y cambios de gobierno.

No obstante, más allá de esta contradicción, se había operado un cambio en el discurso político con respecto a los partidos, pues las elites mexicanas coincidían en la necesidad de ampliar la participación y permitir el debate político con el fin de abatir el vicio exclusivista y sus efectos, como la empleomanía, aunque permaneciera la concepción tradicional de la soberanía y el Estado, que exigía una unidad inquebrantable del conjunto social para legitimarse.

Hacia finales del siglo XIX convivían dos acepciones de partido: una tradicional (grupo personalista que antepone su interés particular al colectivo), y otra moderna (movimiento político y de opinión atento a principios ideológicos). El estudio de Alicia Salmerón, "Partidos personalistas y de principios; de equilibrios y contrapesos. La idea de partido en Justo Sierra y Francisco Bulnes", ilustra pertinentemente dicha oposición entre la nueva y la vieja concepción de partido.

Tanto Bulnes como Sierra, connotados políticos porfiristas, coincidían en su rechazo a los partidos, pues se debía mantener la unidad —así se tratara de un gobierno autoritario— para garantizar el progreso económico. Sin embargo, el problema de la sucesión presidencial los llevó a plantear algunos mecanismos de solución. Sierra aspiraba a un partido nacional y único, que fuera más allá de la combatividad del partido liberal y se convirtiera en un verdadero partido de gobierno. Bulnes, en cambio, admitió la posibilidad de un multipartidismo —al estilo anglosajón— pero restringido a los partidos apoyados por las clases dominantes, excluyendo a "socialistas" y "populistas". Salmerón advierte que, hacia 1911, el temor al triunfo maderista reafirmó el pluralismo político que Bulnes proponía como un intento desesperado para salvar al régimen.

Como es sabido, Porfirio Díaz saludó la organización de partidos políticos en la famosa entrevista con Creelman de marzo de 1908. Ese mismo año, Francisco i. Madero afirmó en su libro, La sucesión presidencial, que México estaba apto para la democracia, y convocó a organizar un partido "nacional democrático", que respetara el orden constitucional e instaurara el principio de la no reelección. Pedro Salmerón explica los avatares de lo que sería el Partido Nacional Antirreeleccionista en su análisis titulado "¡Sufragio efectivo, no reelección! Un partido político contra el poder absoluto".

La creación del Centro Antirreeleccionista de México, en mayo de 1909, y la organización de más de 100 clubes antirreeleccionistas por todo el país, fueron los antecedentes para la fundación del Partido Nacional Antirreeleccionista, en abril de 1910, el cual lanzaría a Madero como su candidato presidencial. Si bien el PNA fracasó electoralmente en 1910 y se convirtió en un grupo clandestino, su importancia histórica es fundamental como el primer intento significativo, a escala nacional, de crear un partido político moderno basado en principios ideológicos y no en intereses personalistas. Su derrota legitimó la lucha armada como la única vía posible para el cambio político y social.

Casi de manera simultánea a la experiencia antirreeleccionista, pero atendiendo a sus propios intereses, se sentaron las bases para la constitución de un partido católico, según nos cuenta Laura O'Dogherty en el capítulo final, "El Partido Católico Nacional. Las instituciones liberales al servicio de la restauración católica". Luego de la renuncia de Porfirio Díaz, los católicos mexicanos convocaron a formar el Partido Católico Nacional, según el modelo del Partido Católico Belga, propuesta que se concretó en mayo de 1911, postulando a Francisco i. Madero para la presidencia. Para mediados de 1912 sus dirigentes contaban con 692 centros regionales, pero no pudieron convertirlo en un partido moderno, ya que en su concepción tradicional de sociedad orgánica no había espacio ni para el individuo ni para el disenso.

El PCN estableció relaciones con el régimen golpista de Victoriano Huerta, por lo que fue calificado de enemigo de la revolución; de hecho, este apoyo generó una profunda división entre los militantes del partido (simpatizantes de la dictadura y críticos del militarismo). El régimen aprovechó la debilidad del partido para reprimir a los dirigentes detractores y clausurar la prensa católica. A principios de 1914, el PCN prácticamente había desaparecido. Así, después de la revolución, la iglesia mexicana abandonó la vía partidista para la defensa de sus intereses.

Obras como Partidos, facciones y otras calamidades demuestran la importancia de abordar la política decimonónica desde nuevas perspectivas. Los partidos políticos importan, y el hecho de que los pronunciamientos militares trastocaran a menudo el curso de la política institucional no demerita su análisis; por el contrario, explicar su evolución a lo largo del siglo XIX demuestra que el camino hacia un sistema político institucional está plagado de grandes dificultades.

 

Notas

1 El estudio de los partidos políticos forma parte de un esfuerzo académico por derribar los lugares comunes y visiones tradicionales sobre la política mexicana del siglo XIX, que la muestran como una época dominada por los pronunciamientos militares, en la que la vida política institucional era, o bien inexistente o francamente irrelevante. Como parte de este esfuerzo es importante mencionar el seminario Hacia una Historia de las Prácticas Electorales en México, siglo XIX, coordinado por Fausta Gantús y Alicia Salmerón en el Instituto Mora.

2 En esta obra se define al "partido político" como el conglomerado de afinidades ideológicas y relacionales que dividen a las elites para luchar por el poder, algo que no implica la existencia de una institución partidaria estructurada, como se entiende actualmente. Esta es una precisión fundamental, pues los conceptos son dinámicos y cambian con el transcurrir del tiempo. Los partidos políticos del siglo XIX son sustancialmente distintos a los del siglo XX y XXI, en su legitimidad, forma y funcionamiento.

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