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Secuencia

On-line version ISSN 2395-8464Print version ISSN 0186-0348

Secuencia  n.79 México Jan./Apr. 2011

 

Reseñas

 

Alejandro Tortolero Villaseñor, Notarios y agricultores. Crecimiento y atraso en el campo mexicano, 1780–1920

 

Sergio Valerio Ulloa

 

UAM–Iztapalapa/ Siglo XXI, México, 2008.

 

Universidad de Guadalajara

 

La trayectoria de Alejandro Tortolero es una de las más brillantes y reconocidas dentro de la historiografía contemporánea en el ámbito nacional. Sus libros e investigaciones se han convertido en puntos de referencia obligados para quienes estamos interesados en la historia agraria y en la historia ambiental de México. Uno de ellos ha influido poderosamente en las nuevas investigaciones que se hacen sobre la cuestión agraria mexicana, me refiero al titulado De la coa a la máquina de vapor. Actividad agrícola e innovación tecnológica en las haciendas mexicanas: 1880–1914, publicado por Siglo XXI Editores en 1995.

Sin embargo, el motivo de estas líneas no es aquel libro sino el recientemente aparecido que lleva por título Notarios y agricultores. Crecimiento y atraso en el campo mexicano, 1780–1920, publicado en 2008 por la editorial Siglo XXI y la Universidad Autónoma Metropolitana. En términos generales, Alejandro Tortolero hace en este libro un análisis crítico y puntual de las distintas visiones y explicaciones que se han elaborado sobre el campo mexicano, desde la publicación en 1909 del importante e influyente libro de Andrés Molina Enríquez titulado Los grandes problemas nacionales.

La imagen que construyó Molina Enríquez sobre el campo mexicano decimonónico en dicho libro fue tan poderosa e influyente que a partir de sus tesis, explicaciones y opiniones se moldeó el Estado emanado de la revolución de 1910–1920 y la sociedad agraria que derivó de sus leyes y políticas, según nos lo explica Tortolero. También influyó en la visión que se tuvo del campo mexicano prerrevolucionario durante la primera mitad del siglo XX por parte de historiadores, políticos, académicos, artistas e intelectuales nacionales y extranjeros, quienes contribuyeron a consolidar lo que se ha llamado "la visión tradicional del campo mexicano".

Esta imagen sobre el campo mexicano se sintetiza de la manera siguiente: el escenario rural estaba basado en instituciones feudales, improductivo económicamente, poco relacionado con los mercados, mayoritariamente autárquico y tecnológicamente poco desarrollado, dominado por grandes latifundios en propiedad de unas cuantas familias, cuyos miembros eran vistos más como señores feudales, interesados más en el prestigio social que como empresarios modernos, enfocados en la obtención de ganancias. En esta imagen las relaciones sociales entre los dueños de la tierra y sus trabajadores también eran de corte feudal: los trabajadores de los latifundios se parecían más bien a los siervos de la gleba, o mucho peor, a los esclavos de las plantaciones que a los obreros libres y asalariados. El endeudamiento permanente y el trabajo forzado eran las principales características de esta relación social, en la cual fue muy importante el pago en especie al peón, el paternalismo, la tienda de raya, los grupos armados bajo las órdenes del terrateniente y de la Iglesia.

Por otra parte, esta imagen se complementa con una visión sobre los pueblos indígenas en la cual sus miembros vivían en comunidades casi homogéneas e igualitarias en donde la tierra era de propiedad común y todos los miembros de la comunidad tenían igual derecho y acceso sobre ella para explotarla y subsistir de sus frutos; sin embargo, la explotación y el aprovechamiento de estas tierras por los miembros de la comunidad era muy pobre, con una tecnología muy rudimentaria heredada del periodo colonial, cuando no del periodo prehispánico. Según esta visión, a partir de la conquista y durante todo el periodo colonial y el siglo XIX, los españoles y criollos con sus haciendas fueron despojando poco a poco a las comunidades indígenas de sus tierras para incrementar la extensión territorial de sus haciendas y ranchos.

De esta manera, según esta visión tradicional, un campo atrasado, el acaparamiento de la tierra, la sobreexplotación y empobrecimiento de la mano de obra indígena por parte de los hacendados fueron los ingredientes que alimentaron el descontento y la rebelión entre los habitantes del campo mexicano que desembocó en la revolución agraria de 1910–1920.

Esta visión tradicional del campo mexicano prerrevolucionario se sintetiza, como bien no lo dice Tortolero en tina frase clave de Andrés Molina Enríquez: "La hacienda no es negocio", y si la hacienda, que era la institución dominante en el medio rural, no era negocio mucho menos lo eran los ranchos o las comunidades indígenas. Para Molina Enríquez la hacienda estaba en la base de la ineficiencia en el campo y era la causa principal del atraso económico y un obstáculo para el desarrollo del capitalismo en México.

A principios del siglo XX poca gente podía tener un conocimiento tan preciso del campo mexicano como un notario; lo anterior viene a cuento porque Andrés Molina Enríquez era notario de su pueblo natal, Jilotepec, en el Estado de México. Por las manos y los ojos de los notarios pasaban casi todas las transacciones importantes: testamentos, compraventas de bienes raíces, constitución de compañías y sociedades de todo tipo, préstamos, hipotecas, arrendamientos, cesión de poderes, inventarios de bienes, etc. De tal manera que un notario podía tener acceso a información privilegiada que no cualquier persona tenía.

Esta imagen del atraso agrario se refuerza si leemos la crónica de los viajeros de mediados del siglo XIX, quienes constatan que hay un sistema de transportes y caminos muy deficiente, que entorpece y dificulta la circulación de productos y personas e impide la formación de un mercado interno a nivel nacional, la falta de instituciones modernas de crédito, es decir, un sistema bancario que garantice y agilice la circulación de capitales, y la escasez de moneda fraccionaria para poder realizar las transacciones menudas, como el comercio al menudeo y el pago de salarios en las haciendas.

Dada la fuerza y la coherencia de esta imagen sobre el campo mexicano decimonónico no es raro encontrar, como nos lo muestra Tortolero, que esta imagen se repita continuamente entre los historiadotes contemporáneos de manera aerifica y sin mucha información de primera mano.

Los trabajos de Alejandro Tortolero han contribuido a derrumbar esa visión tradicional del campo mexicano que dominó en la historiografía, la literatura, el cine y el arte casi hasta la década de 1980, a partir de estudios muy minuciosos, con una amplia base documental proveniente de archivos locales, regionales, nacionales, internacionales y de los mismos archivos de las haciendas o de las familias descendientes de los hacendados porfirianos. Tortolero nos dice que dicha visión es una imagen errónea del campo mexicano que tiene su origen en el modelo de hacienda que construyó Andrés Molina Enríquez en 1909.

Sin descartar totalmente lo que Molina Enríquez sostenía, pues el modelo propuesto por este autor puede corresponder a determinadas zonas y regiones de México donde el atraso económico fue crónico, Tortolero nos sugiere hacer un análisis más riguroso desde la perspectiva regional, debido a que durante el periodo colonial y durante el siglo XIX, el desarrollo económico y social fue muy diverso. Tortolero sostiene que el modelo de Molina Enríquez no es válido para las zonas o regiones donde las haciendas tuvieron una gran integración a los mercados urbanos y regionales, lo que contribuyó a que las haciendas se modificaran y adecuaran su estructura, sus métodos, sus técnicas y cultivos a las exigencias, demandas y posibilidades de los mercados. Sobre todo hace hincapié en las tres décadas en que Porfirio Díaz gobernó el país, finales del siglo XIX y principios del XX.

Desde su laboratorio de análisis que son el valle de Chalco y el estado de Morelos, Tortolero nos dice que en primer lugar los hacendados no tuvieron esa mentalidad feudal que se les achacaba: por el contrario, fueron ambiciosos y pusieron su atención y su ingenio en hacer productivas sus haciendas, buscaron aprovechar al máximo los recursos de los cuales disponían en sus propiedades: tierras, montes, pastos, aguas, bosques, mano de obra y capitales, con la finalidad de obtener beneficios económicos de sus propiedades rurales. Para ello, además de los plantíos tradicionales, implementaron cultivos orientados principalmente a los mercados (la caña de azúcar), desecaron lagunas y construyeron modernos sistemas de riego para aprovechar al máximo un recurso escaso como es el agua, aprovechando las tierras descubiertas por las lagunas y encauzando el agua a través de canales y acueductos a las zonas de riego, principalmente cañaverales. Con ello extendieron las tierras de riego e incrementaron la productividad de las mismas.

Además introdujeron nueva y moderna maquinaria tanto en las zonas de cultivo como en las fábricas que mandaron construir dentro de sus haciendas para extraer el jugo de la caña y convertirlo en azúcar, con el objetivo de comercializarlo en las principales ciudades del país.

Aunque estas fueron claras muestras de una mentalidad empresarial moderna que impulsaba al desarrollo capitalista de la agricultura en México a fines del siglo XIX, Tortolero observa serios obstáculos para el desarrollo de una plena agricultura capitalista en esta época. El autor nos dice que, en primer lugar, las haciendas monopolizaban grandes extensiones de tierra las cuales no eran explotadas de manera productiva y eficiente en su totalidad; por el contrario, sólo una mínima parte era cultivable, la demás estaba compuesta de montes y terrenos pedregosos que no servía para el cultivo. Luego, de la tierra cultivable sólo una mínima parte (entre 2 y 3%) era de riego. De tal manera que la agricultura más moderna e intensiva, que era la de riego, era apenas una mínima parte de los terrenos cultivables.

Por otro lado, los derechos de propiedad sobre la tierra no estaban plena y claramente establecidos: la mayor parte de las propiedades rústicas carecían de títulos y planos que delimitaran exactamente los terrenos, lo cual propiciaba inseguridad y continuos conflictos entre los distintos propietarios. Esto también dificultaba el acceso al crédito por la falta de seguridad para el acreedor.

Otro obstáculo que observa Tortolero para que las haciendas fueran plenamente capitalistas es el régimen de trabajo, pues las haciendas utilizaban mano de obra retenida por la fuerza a través del peonaje por deuda. Los trabajadores de la hacienda estaban sujetos a la hacienda de forma permanente y no tenían libertad para salir y entrar de la misma cuando ellos quisieran, debido a este sistema de endeudamiento. Por otro lado, la forma de pago que recibían los peones de la hacienda no era totalmente monetaria, sino que una parte la recibían en especie, como una ración de maíz, y otra la recibían en dinero, más o menos 25 centavos diarios, pero incluso esta parte, asegura el autor, sólo era nominal, pues el pago no se hacía en dinero efectivo, es decir, en mondas de circulación oficial, sino en "vales" emitidos por la hacienda y sólo válidos en la propia tienda de raya. Con ello se impedía que la fuerza de trabajo empleada por la hacienda fuera mano de obra plenamente libre y asalariada, lo que a su vez reducía las posibilidades de expansión del mercado de bienes de consumo.

Este sistema del peonaje por endeudamiento y del pago de los salarios con vales de la hacienda me parece que debe ser confrontado con otras experiencias regionales, ya que, como señala Katz en su clásico libro sobre la servidumbre agraria durante el porfiriato, el ser peón no significaba forzosamente estar endeudado y, por otra parte, las deudas de los peones no constituían una cantidad de dinero muy importante para poner en riesgo la viabilidad económica de las haciendas, más bien la gran mayoría de esas deudas no eran pagadas por los peones, pero servían como un tipo de compromiso legal, moral y económico que retenía a los peones endeudados en la hacienda.

Por otra parte, también hay que considerar la relación entre peones endeudados y no endeudados, así como la relación entre peones fijos o acasillados y peones temporales. La contratación de la mano de obra dependía en gran medida de los ciclos agrícolas; los peones fijos constituían una minoría con respecto a todos los trabajadores que llegaban por temporadas a la hacienda para el corte de caña o para la cosecha del maíz o del trigo. Este tipo de trabajadores eventuales no estaban sujetos a la hacienda ni estaban endeudados con ella, y al trabajar por temporadas debían recibir dinero en efectivo y no sólo vales de la hacienda. También hay que considerar la mano de obra especializada de las fábricas o ingenios azucareros, a quienes se les pagaba en promedio salarios más altos.

Otro tipo de trabajadores de las haciendas tampoco se mencionan en el libro de Tortolero, que son los medieros, aparceros y arrendatarios. Estos trabajadores establecían otro tipo de relación con la hacienda en la cual no mediaba el pago en dinero del salario, sino una renta de tierras que se pagaba en especie o en dinero. Los medieros o arrendatarios se iban con la parte de su cosecha y la consumían en sus casas o la vendían, obteniendo con ello una parte en dinero que le servía para completar sus ingresos y pagarle a la hacienda sus adelantos y préstamos.

Según Tortolero, la falta de moneda fraccionaria era lo que obligaba a los hacendados a pagar con "vales" de la hacienda a sus peones. Ello se debía a que no había suficiente dinero en monedas de plata circulando en el país, más bien el dinero circulante era escaso ya que, a pesar de que México era el principal producto:de plata en el mundo, esta plata se destinaba principalmente a su exportación, quedando una cantidad mínima para circular dentro del territorio nacional. Por esto también no había dinero en efectivo para comprar bienes raíces, entre ellos las haciendas, ni para desarrollar un sistema de crédito moderno.

Debido a esta falta crónica de circulante, el autor nos dice que las haciendas continuamente estaban endeudadas, pues al no tener dinero efectivo, las compras se hacían con créditos hipotecarios que gravaban a las haciendas durante muchos años, y cada posterior compraventa se hacía adquiriendo y reconociendo las hipotecas antiguas, de tal manera que, al momento de la transacción, la compra de una hacienda se efectuaba con muy poco dinero en efectivo.

La falta de dinero metálico y la falta de un sistema de crédito moderno compuesto por bancos oficiales y privados hacían que el acceso al mercado de capitales fuera muy difícil y precario; por ello, los hacendados seguían recurriendo a un viejo sistema del préstamo personal, al crédito hipotecario interpersonal. Sólo hasta que en la década de 1880 apareció un incipiente sistema bancario los hacendados pudieron acceder al crédito bancario moderno, pero todavía hasta 1908 este sistema seguía siendo muy marginal y no apoyaba el crecimiento productivo de las haciendas mexicanas.

El autor nos explica que fue sólo hasta este año, 1908, con la creación de la Caja de Préstamos, que el régimen porfirista tuvo una política de fomento a la agricultura de riego, apoyando a los hacendados para sanear sus fincas y para invertir en sistemas hidráulicos modernos, para extender las tierras de riego y favorecer la explotación de cultivos más comerciales.

Con respecto a la escasez de circulante tanto en pesos de plata como en moneda fraccionaria habrá que considerar que el metal que toma el lugar del dinero sirve sólo como medida de valor, medio de atesoramiento y de cambio, el cual puede ser sustituido por los signos del dinero y este puede ser papel, o contratos específicos como letras de cambio o pagarés, lo cual ha sido utilizado por los comerciantes y banqueros desde el siglo XVI. En realidad la falta de dinero metálico no ha sido un obstáculo pata que se desarrollen las grandes transacciones mercantiles, lo vemos ahora con el papel moneda y con las tarjetas bancarias en donde no hay ninguna moneda metálica. En el siglo XIX los bancos privados comenzaron a emitir su propio dinero, que eran billetes de banco, que sólo eran válidos para el banco emisor; no había un billete de banco oficial como ahora porque no había un banco central que monopolizara la emisión de papel moneda. ¿Cuál es la diferencia entre un banco privado que emite papel moneda con el sello de su banco y una hacienda que emite "vales" con el sello de "su hacienda"? Me parece que más allá de la forma legal, la función es la misma: sustituir la moneda metálica por papel u otro tipo de material, donde las transacciones comerciales lo requieran y ante la escasez de monedas de plata o fraccionaria de otros tipos de metal. Con el desarrollo del capitalismo a un grado mucho mayor, las monedas se hacen obsoletas y quedan los puros signos del dinero en los billetes y las monedas fraccionarias que no tienen ningún valor porque no son de plata.

Es cierto que la mayor cantidad de plata se exporta, y se exporta en monedas con valor de un peso. Pero para que salgan del país, esas monedas necesitan recorrer una gran cantidad de circuitos mercantiles para que lleguen a las manos del exportador de plata, un comerciante o un empresario. La plata no se va por sí sola, se intercambia por algo (mercancías importadas) y estas penetran al mercado interno nacional y van a parar a las manos de comerciantes, propietarios, productores y consumidores en general, que pagan plata por ellas. Yo creo que la plata circulaba por los mercados regionales y nacionales antes de ser exportada y no se limitaba a salir solamente del país. La circulación de mercancías al nivel del intercambio menudo hacía necesaria la circulación de moneda de baja denominación o fraccionaria, y cuando esta escaseaba o no la había era sustituida por vales o "tlacos", que con distintos materiales desempeñaban las mismas funciones que las monedas de cobre o de níquel.

En el fondo, los obstáculos del capitalismo no estaban sólo en la falta de circulante, sino en la falta de consumidores modernos; es decir, en la estrechez de los mercados. Era necesario gente que con dinero comprara los bienes que necesitaba, pero si los peones y habitantes de los pueblos no eran impulsados a consumir, el mercado era muy pequeño.

De esta manera, para Alejandro Tortolero, el proyecto modernizador porfirista en el campo mexicano tenía sus límites y a la vez generaba sus desequilibrios, mismos que propiciaron el descontento en amplias capas de los habitantes del medio rural, principalmente en los habitantes de los pueblos.

Contrariamente a la tesis dominante sobre las causas de la revolución mexicana, que explica el conflicto en el campo como una lucha de las comunidades campesinas por las tierras usurpadas de forma ilegal por parte de las haciendas, Tortolero nos dice que ese no fue el problema principal. Asegura que a los pueblos, al menos a los de Chalco, las haciendas no les quitaron de forma ilegal las tierras. Lo anterior se demuestra en los múltiples expedientes de dotación de tierras posteriores a la revolución, donde los pueblos que alegaban restitución de tierras no pudieron comprobar que eran dueños de ellas ni que se les hubieran quitado ilegalmente; por ello, en vez de restitución se les otorga una dotación de tierras, donde solamente tienen que demostrar que las necesitan.

Además nos dice que las haciendas tenían muchas tierras sin cultivar todavía, y que no necesitaban quitarles las tierras a los pueblos para extender sus cultivos. Más bien, dentro de los pueblos y sus tierras comunes se fue dando un proceso de apropiación y concentración de la tierra por parte de los notables y principales del pueblo que dio como resultado que unos cuantos acapararan las mejores tierras del pueblo y la gran mayoría de habitantes se quedaran con una o dos parcelas o de plano sin ninguna, para sostener a sus familias. Por eso no había tierras, no porque las haciendas se las hubieran quitado.

Lo que era realmente escaso era el agua, y allí sí hubo una apropiación y monopolización por parte de los grandes terratenientes para beneficiar sus cultivos de caña. Los pueblos de la rivera del lago de Chalco no sólo vivían del producto de sus tierras, sino de todo lo que el ecosistema lacustre les proveía, dice Tortolero: peces de los lagos y ríos, madera y animales de caza de los bosques, y agua para sus necesidades. Realmente sólo la tierra era lo de menos.

Para Tortolero, la revolución mexicana tuvo muchas causas provocadas por el proceso modernizador impulsado desde el Estado porfiriano para beneficiar a las elites económicas, políticas y sociales. El modelo modernizador estuvo basado en privilegiar el crecimiento de las ciudades, de la industria, la inversión extranjera y de las grandes haciendas. Los excluidos de ayer y de siempre fueron los campesinos, los habitantes de los pueblos, y principalmente los indígenas.

Alejandro Tortolero concluye lo siguiente:

Con el porfiriato asistimos a un parceaguas que origina transformaciones profundas en la estructura económica y esto posibilita un crecimiento económico que dura más de tres décadas. Este largo periodo porfirista (1877–1911) sorprende por sus logros, pero también por sus contradicciones. La mayor sería la de un crecimiento espectacular de la economía y una fuerte estabilidad política que contrasta con la caída del régimen mediante una violenta revolución agraria que ocupa la segunda década del siglo veinte. Aquí hemos analizado una serie de obstáculos al desarrollo económico que inciden en esta situación y concluimos que la modernización está en el origen de las transformaciones del régimen, pero también de su caída.

Finalmente, no me resta sino felicitar a Alejandro Tortolero por este interesante y buen libro que abre nuevamente las discusiones sobre el campo mexicano de los siglos XIX–XX, y sobre la revolución agraria que está por cumplir sus primeros 100 años. Y, desde luego, invitar al público en general para que lea el libro, pues les resultará sumamente interesante.

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