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Trace (México, DF)

versión On-line ISSN 2007-2392versión impresa ISSN 0185-6286

Trace (Méx. DF)  no.84 Ciudad de México jul. 2023  Epub 11-Dic-2023

https://doi.org/10.22134/trace.84.2024.911 

Reseñas

Reseña del dossier temático de la Revista Española de Antropología Americana 52 (2).https://revistas.ucm.es/index.php/reaa/issue/view/3995

Erik Velásquez García1 

Albert Davletshin2 

Jesper Nielsen3 

Margarita Victoria Cossich Vielman4 

María Elena Vega Villalobos5 

Rebeca Leticia Rodríguez Zárate6 

Rogelio Valencia Rivera7 

Tatiana Valdez Bubnova8 

1 Instituto de Investigaciones Estéticas- UNAM, México, inkabaeeric@gmail.com.

2 Instituto de Antropología-Universidad Veracruzana, México, aldavletshin@mail.ru.

3 Department of Cross-Cultural and Regional Studies-University of Copenhagen, Dinamarca, jnielsen@hum.ku.dk.

4 Investigadora independiente, México, cossichmargarita@yahoo.com.

5 Instituto de Investigaciones Históricas - UNAM, México, elenachuen@hotmail.com.

6 Colegio de Historia de la Escuela Nacional Preparatoria - UNAM, México, rbkrodzar@comunidad.unam.mx.

7 Investigador independiente, México, rogelio.valencia.rivera@gmail.com.

8 El Colegio de Morelos, México, profesorambrosius@yahoo.com.


El número especial de la Revista Española de Antropología Americana (REAA) que reseñamos aquí atañe en su conjunto a un tema que nos interesa profundamente: la naturaleza de los sistemas de escritura. Los diez ensayos que lo conforman están articulados de forma análoga a un libro colectivo, que a su vez es el producto de las reuniones académicas Sign and Symbol, desarrolladas año con año desde 2016 en la Universidad de Varsovia. Es debido a estas circunstancias que consideramos oportuno externar nuestro punto de vista sobre los resultados y posturas teóricas enunciadas en dicho número.

El volumen comienza con un artículo introductorio, escrito por Katarzyna Mikulska y Miguel Ángel Ruz Barrio, donde explican las metas y propósitos de las reuniones Sign and Symbol, contrastándolas con los Encuentros Internacionales de Gramatología que se celebraron en las instalaciones de la Universidad Nacional Autónoma de México en 2013, 2015 y 2017. Como bien dicen Mikulska y Ruz Barrio, las reuniones de Varsovia ponen énfasis en los intersticios que existen entre las imágenes y los textos escritos, lo que nos parece una preocupación académica legítima y de gran pertinencia (ver Díaz Álvarez y Valencia Rivera, en prensa). El problema es que a esta declaración de propósitos agregan la polémica opinión de que para emprender semejante empresa se requiere ampliar la definición de escritura, con el fin de que el debate se desarrolle dentro de un marco decolonial (en adelante descolonial, siguiendo las normas del español), construyendo una supuesta «teoría más universal de la escritura». Dentro de su argumento, apelan como ejemplo de su enfoque al artículo «What is a hieroglyph?», de Stephen D. Houston y Andreas Stauder (2020), donde se exploran las posibilidades de las escrituras figurativas para transmitir información mediante la vía icónica, pero pierden de vista que ninguno de esos dos autores apoya una definición amplia de escritura, pues claramente afirman que las escrituras egipcia y maya estructuralmente son logofonéticas. Mikulska y Ruz Barrio pasan por alto que el estudio de la cultura visual de las grafías escriturarias egipcias y mayas solo es posible porque, gracias a los desciframientos iniciales de Jean François Champollion (1824) y Yuri V. Knórozov (1953 [1952]), así como a los avances posteriores que de ellos derivaron, conocemos los valores de lectura de los signos y sus formas de articulación internas, lo que nos permite avanzar al siguiente paso sin el peligro de caer en la trampa de hacer «lecturas iconográficas». No vemos la necesidad de inflar el concepto de escritura para emprender un adecuado acercamiento a las complejas relaciones iconotextuales e intermediales (media studies) que ocurren en el arte mesoamericano. Además, es completamente falso que el concepto de escritura, que opera en la gramatología y los métodos de desciframiento, se ha creado a partir de los prejuicios del alfabeto, como se sugiere en este y en algunos otros artículos de este número de la REAA, toda vez que el papel jugado por las escrituras alfabéticas en la construcción de estas disciplinas es menor, comparado con el de los sistemas logofonéticos, silábicos o abugidos.

En el segundo artículo del volumen, Ruz Barrio nos presenta la historia de las investigaciones en torno al «sistema de registro empleado por los nahuas». A lo largo de este trabajo se percibe la convicción de que los códices nahuas contenían un solo y único sistema de comunicación gráfico (SCG), compuesto por una parte «glotográfica» y otra predominante de carácter «pictórica, iconográfica» o «semasiográfica» (que algunas veces califican como «subsistemas» de una misma escritura), un punto de vista con el que disentimos, puesto que para nosotros se trata de una comunidad de códigos o medios regidos por procesos cognitivos distintos (escritura, iconografía, notación y, en su tiempo, oralidad), que entraban en imbricadas relaciones para producir mensajes o unidades de sentido.9 El recuento histórico de Ruz Barrio arranca propiamente en el siglo XIX, toda vez que su acercamiento a los tres siglos del periodo novohispano es menos esquemático. Su análisis historiográfico contiene secciones muy útiles, que esbozan las ideas de algunos de los investigadores principales de los siglos XIX y XX, especialmente Charles E. Dibble, Henry B. Nicholson y Hanns J. Prem, a los que aborda con más detalle. Un rasgo que caracteriza el espíritu del volumen -y que se deja ver en este artículo- es la falta de perspectiva teórica para comprender la revolución metodológica del trabajo de Alfonso Lacadena García-Gallo, cuyas publicaciones sobre el tema (2008a, 2008b, 2018, 2019; Lacadena García-Gallo y Wichmann 2008, 2011; Davletshin y Lacadena García-Gallo 2019) no solo modernizaron el desciframiento de J. Marius A. Aubin (2002 [1885]), sino que dinamizaron un campo de estudio que durante décadas estuvo relativamente estancado, al reorientar el tema con un enfoque de desciframiento (uso de biescritos, lecturas cruzadas, sustituciones fonéticas, comparación estructural de nombres propios, conducta operativa de los grafos, etc.), llegando a proponer con precisión la tipología y frontera de los signos, sus recursos y reglas de combinación, al grado de publicar el primer silabario en la historia de la epigrafía náhuatl, algo sin precedentes y que no ha logrado ser criticado en sus propios términos, como erróneamente pretende Ruz Barrio. Dos de esos trabajos revolucionarios se publicaron en números anteriores de la REAA, por lo que, honestamente, consideramos que algunos de los artículos del número de cuya reseña nos ocupamos aquí, constituyen un retroceso científico en lo que se refiere estrictamente al tema de la escritura.

El artículo de Galen Brokaw y Katarzyna Mikulska es el más polémico de todos y, por ello, nos detendremos más en este. Sostiene que en los códices del centro de México existía un solo SCG, que conciben como una escritura semasiográfica (metalingüística) con algunos elementos glotográficos (relacionados con el lenguaje). Según los autores, la semasiografía consiste en «el uso de significantes que representan referentes sin pasar por medio del idioma» (201-02), lo que nos parece tan laxo que cualquier pintura o imagen gráfica podría caber dentro de la definición. Dentro de la semasiografía, ellos incluyen a las matemáticas y otras formas de notación científica (209), pero, mientras que las ecuaciones o fórmulas (que tienen una sintaxis lineal y establecida) se pueden transcribir inequívocamente en la lengua del científico, no hay manera de hacer lo mismo con las pictografías, dado su código blando y abierto que escapa a una verbalización unívoca y del cual solo se puede hacer una interpretación, écfrasis o descripción. Los partidarios de la semasiografía en el fondo realizan análisis iconográficos-iconológicos (cuyos orígenes se encuentran en la tradición panofskiana occidental) y no han podido demostrar cuál sería la ventaja de sustituir la palabra iconografía por la de semasiografía (véase Nielsen 2020, 445).

Los autores del artículo argumentan que quienes nos inscribimos en el enfoque gramatológico diseccionamos a las escrituras mesoamericanas en sistemas distintos (210). Sin embargo, lo único que sostenemos es la existencia de sistemas logofonéticos semejantes a los que hay en los otros continentes.10 Pensamos que son ellos -Brokaw y Mikulska- quienes crean ese falso problema, al agrupar sistemas gráficos de comunicación diferentes11 (cuya comprensión requiere procesos cognitivos distintos) en uno solo SCG que, si bien lo plantean como híbrido (semasiográfico con elementos glotográficos), no deja de ser para ellos un solo sistema de escritura12. Desde nuestro punto de vista, escritura, iconografía, notación y oralidad entraban en colaboración estrecha para formular mensajes, pero ninguno de ellos pierde su identidad, pues se trata de un ecosistema de medios13 o de códigos distintos que interactúan en una misma unidad de sentido. Ello encaja con el trabajo que realizaban los gramáticos, término que, como nos comentó Miguel Pastrana Flores (comunicación personal 2020), conllevaba en los escritos de Sahagún la función de reconstruir el mensaje de la escritura (incluso alfabética) a través de los medios de la memoria, la tradición e incluso la ejecución performativa (Rodríguez Zárate y Vega Villalobos 2023, 17). Los textos de la escritura alfabética también han funcionado en relación con otros «códigos». Así, los autores simplifican y generalizan cuando se trata de describir lo relacionado con la «glotografía» (modalidad gráfica del lenguaje), pero aluden a la complejidad, heterogeneidad y multiplicidad cuando se trata de describir a los sistemas «semasiográficos».

Brokaw y Mikulska, basados en Roy Harris (1999), insisten en que la notación matemática (y aun la musical) es escritura, y le recriminan a la gramatología (ciencia de la escritura) no haberse ocupado de ella. No obstante, la notación no existe sin escritura (Davletshin 2023). En los jeroglifos onomásticos de los códices nahuas pueden apreciarse numerales integrados plenamente a su matriz de escritura, con complementos fonéticos que aclaran que solo se leen en una lengua específica (Davletshin y Lacadena García-Gallo 2019, 319, 323). Davletshin plantea que en la notación no se necesitan los complementos fonéticos, dado que el valor de lectura de los signos es relacional, aunque está atado a la sintaxis lingüística. Desde nuestra perspectiva, se trata de sistemas gráficos autónomos, por lo que nunca hemos pretendido que la gramatología pueda explicar con eficacia todos los sistemas gráficos, sino tan solo la escritura. La teoría de la escritura delimita su campo de estudio en torno a la función idiomática de los signos (que va más allá de la mera representación de sonidos)14, pero nunca ha negado la existencia de medios de comunicación no relacionados con el idioma, como los elementos iconográficos o las imágenes abstractas, por lo que reconocemos la importancia de la transdisciplina.

Brokaw y Mikulska sesgan los artículos de Salazar y Valencia (2017) y de Houston y Stauder (2020) para apoyar su argumento de que lo icónico se puede leer, pero ninguno de esos cuatro autores plantea que haya escrituras metalingüísticas. La integración de palabras escritas en el atuendo o tocado de los personajes, explicada por los primeros autores, así como por Janet C. Berlo (1983) y por Manuel Á. Hermann Lejarazu (2008) en los códices mixtecos -a quien no citan- no invalida la definición estricta de escritura, sino que, justamente porque cada medio conserva su identidad operativa (y sus propios procesos cognitivos), se trata de un fenómeno intermedial. Sus ejemplos de textos incrustados no aportan nada que no hayan dicho ya quienes emplean la definición tradicional de escritura. La codificación por vía icónica de la que hablan Houston y Stauder no es un rasgo que ataña a las propiedades estructurales internas de las escrituras logosilábicas, sino un tema de la cultura visual que se relaciona con la elección creativa de los escribas, quienes añaden información que no se lee, toda vez que los aspectos internos del sistema se codifican a través de la operatividad funcional de los logogramas, fonogramas, determinativos, diacríticos o signos auxiliares. En otras palabras, Houston y Stauder pudieron explorar la codificación por vía icónica debido a que Champollion (1824) y Knórozov (1953 [1952]) descifraron las escrituras egipcia y maya bajo un enfoque lingüístico. Por otra parte, ese tipo de codificación extralingüística de los sistemas logofonéticos figurativos tiene límites que debemos considerar, toda vez que, aunque es importante e innegable, si lo llevamos demasiado lejos en el caso de escrituras no descifradas o en proceso de desciframiento, fácilmente se puede caer en el error de hacer pasar como lecturas, descripciones iconográficas, entrando en un callejón sin salida. Por ejemplo, en el topónimo de Māpachtepē[k], ‘Lugar del Cerro de Mapaches’, uno puede equivocarse debido a la apariencia icónica de los signos y traducirlo como ‘Cerro con Mano de Heno’, toda vez que se encuentra escrito como ma-PACH-TEPE (Matrícula de Tributos, 25). Lo mismo pasa con el nombre personal Mīxōā[tl], ‘Serpiente de Nube’, pues, si nos basamos en lo icónico, lo interpretaríamos como ‘Olla con Agua Atravesada por Flecha’, toda vez que está escrito mi-ko-a (Códice Santa María Asunción, 17 verso), y así podríamos aducir múltiples ejemplos15.

Brokaw y Mikulska (204, 207) sostienen que el enfoque gramatológico consta de «conceptos preestablecidos» occidentales que se someten a la autoridad con terquedad16. Pero, como dice Jesper Nielsen (2020, 445), nuestra mirada sobre las escrituras mesoamericanas se sustenta en categorías de análisis transculturales bien establecidas y comprobadas a lo largo de la historia de los desciframientos, la mayoría de las cuales proceden del análisis de sistemas de escritura no occidentales17. La afirmación de que estamos prejuiciados por el alfabeto pasa por alto que la naturaleza glótica de la escritura existe miles de años antes del alfabeto: desde Sumeria y Egipto, razón por la que nosotros solo hablamos de escritura, sin el adjetivo glotográfico, que consideramos innecesario y tautológico. Si bien es cierto que, a partir del siglo XVIII, se otorgó un lugar especial al alfabeto, considerándolo como la escritura más evolucionada o perfeccionada, esto no implica que quienes han aplicado recientemente los métodos de la teoría de la escritura a los sistemas de registro nahuas compartan esta visión acerca de la superioridad del alfabeto sobre otros sistemas de escritura. Por el contrario, la demostración de que los elementos «glotográficos» presentes en los registros mesoamericanos funcionan como una escritura completa, en realidad, contribuye a la crítica de la visión lineal, teleológica y etnocéntrica de la historia de la escritura.

Brokaw y Mikulska argumentan que la distinción que hacemos entre escritura, iconografía y semasiografía obedece a razones analíticas y heurísticas (202-203, 220, n. 11). No obstante, la mejor prueba de que nos enfrentamos a sistemas de comunicación gráfica diferentes (regidos por procedimientos cognitivos distintos), es que su naturaleza interna nos obliga a analizarlos con métodos diferentes.18 Una concepción amplia o laxa de «escritura», donde todo cabe, lo único que hace es ignorar el éxito del desciframiento de los sistemas de escritura, desde los textos de Palmira (Barthélemy 1754) hasta Desset et al. (2022), quienes descifraron el lineal elamita en 2022, así como los recientes avances en la comprensión del sistema kohau rongorongo (Davletshin 2022), que cubren un continente más. En medio de esos dos extremos se ubican el desciframiento de la escritura náhuatl por Aubin (2002 [1884]) y el de la maya por Knórozov (1953 [1952]). Todos esos desciframientos se alcanzaron gracias a que sus autores tenían un enfoque lingüístico sobre los sistemas de escritura.

Brokaw y Mikulska (206) nos acusan de adoptar el enfoque tipológico-evolutivo de Ignace J. Gelb (1993 [1952]), como también de sustentar lo que ellos llaman «la falacia del código homogéneo» (210)19. A ambas objeciones respondemos que lo que adoptamos de Gelb es la utilidad de su concepto «gramatología» para englobar la ciencia de la escritura que ha surgido de la experiencia de desciframiento (1754-2023)20, pero no creemos en una historia evolutiva de la escritura. Todos los sistemas de escritura están diseñados y desarrollados para transmitir mensajes en una lengua natural. El enfoque tipológico de las escrituras simplemente toma en consideración las reglas y categorías de signos que predominan en un determinado sistema (logofonético, silábico o segmental), pero la gramatología sostiene que todo sistema de escritura incluye en menor medida recursos que son más comunes en otros, de manera que no planteamos que existan escrituras con códigos homogéneos. Tampoco dividimos a las sociedades entre «cultas» y «bárbaras» (203), más bien pensamos que Brokaw y Mikulska cargan con el peso cultural europeo del supuesto prestigio de la cultura escrita y por ello victimizan a las culturas ágrafas, concediéndoles la «gracia» de tener «escrituras metalingüísticas», que no necesitan, bajo supuestos argumentos descoloniales.21 Llamar «escritura» a la pintura, a la iconografía o a otros sistemas de comunicación que no lo son es inflar innecesariamente el concepto,22 con el lamentable resultado de desdibujar los métodos y herramientas analíticas del desciframiento y de la ciencia de la escritura para dar un salto «teórico» de fe al vacío. El postulado de que han existido escrituras silentes es una larga aspiración neoplatónica occidental que comenzó en la época helenística y cuyos argumentos solo han cambiado en cada siglo, aunque se desmienten reiteradamente con cada desciframiento (Rodríguez Zárate y Vega Villalobos 2023). Ello contradice la generalización de Brokaw y Mikulska (202), en el sentido de que la tradición occidental siempre ha considerado la escritura como glotografía, al tiempo que le otorga su lugar correcto a la semasiografía dentro de la larga historia del pensamiento occidental.23

Coincidimos con Brokaw y Mikulska en que es un eufemismo anclado en ideas etnocéntricas decir, por ejemplo, que «los mixtecos no tenían escritura, pero tenían una iconografía o pictografía sofisticada» (203). Sin embargo, creemos que es igual de engañoso y se encuentra igualmente arraigado en nociones etnocéntricas afirmar que sería necesario «ampliar» el concepto de escritura para que puedan caber los sistemas «semasiográficos», que no son sino iconográficos.24

El siguiente artículo es obra de Christiane Clados, Anne Goletz y Ernest Halbamayer, antropólogos dedicados al estudio de sociedades sudamericanas. La esencia del mismo consiste en proponer una teoría y metodología semiológica multidimensional, que sirva para analizar sistemas de comunicación gráficos amerindios, donde, por lo general, se combinan diferentes modos de articulación semiótica. Dicha teoría se nutre de metodologías iconográficas y enfoques semiológicos postulados por autores como Erwin Panofsky, Charles Pierce, Umberto Eco y otros varios, aunque enriquecidos, modernizados y reformulados. Consta de seis dimensiones analíticas que se exponen con cierto detalle, las tres primeras se refieren al significado de las unidades gráficas y las otras tres tienen como propósito determinar bajo qué condiciones surge el significado. Del mismo modo, ilustran la aplicación de su propuesta en tres contextos culturales distintos: dos vasijas andinas de la cultura tiwanaku (Bolivia), el sistema de comunicación gráfico tio-tio de los yukpa de Colombia y Venezuela -que, según ellos, no es solo un sistema documental de carácter mnemotécnico, sino escritura- y el sistema de hilos y diseños dispuesto sobre flechas, usado también por los yukpa. A pesar de que esta propuesta es una aportación de valor incuestionable, pues brinda una alternativa analítica para el estudio de sistemas de comunicación gráficos no asociados con el registro de la lengua, los autores no son especialistas en sistemas de escritura y emiten afirmaciones temerarias. Por ejemplo que, según ellos, existen estudiosos convencidos de que los sistemas gráficos amerindios se basan «necesariamente en la codificación de unidades del habla» (postura inexistente en realidad, pues nadie que sepamos sostiene eso); y que debido al pretexto de la heterogeneidad semiótica de los sistemas de comunicación gráfica, su método también sirve para estudiar «glifos y palabras», cosa que no prueban. Sobra decir que bajo semejante enfoque no se ha descifrado un solo sistema de escritura del mundo. Su desconocimiento sobre temas de escritura delata que solo piensan en los sistemas alfabéticos (única escritura que conocen) y los conduce a pensar que las definiciones estrictas de «escritura» parten de epistemologías eurocéntricas, a pesar de que la metodología que ellos mismos proponen tampoco se puede explicar sin las teorías occidentales que ellos citan como fundamento. A pesar de ser el artículo que más insiste en una postura descolonial y en la supuesta violencia epistemológica de las disciplinas académicas que estudian la escritura, llama la atención que es el único del volumen escrito en inglés, lengua hegemónica y ajena tanto a los grupos indígenas que estudian como a la que hablan la mayoría de los bolivianos, colombianos o venezolanos, lo que parece un contrasentido. Además, reivindica el uso del término the Americas, a pesar de su obvia carga colonial que hemos criticado en otros trabajos (véase en Rodríguez Zárate y Vega Villalobos 2023, 9), toda vez que implica que solo Estados Unidos es America sin adjetivos, y carece de un correlato en los nombres de los otros continentes, que nadie pluraliza.

El artículo de Justyna Kowalczyk-Katziela contiene distintas aportaciones valiosas para el estudio del Códice Nuttall. Con gran sagacidad, la autora reflexiona sobre temas poco transitados en el análisis de los códices mixtecos, como por ejemplo, las relaciones dialógicas entre diseño, contenido y soporte físico; las convenciones visuales para crear relaciones de equivalencia entre los sujetos pintados; el uso de contrastes y analogías para lograr tensiones; la ausencia de límites fijos entre las escenas; los recursos iconográficos que unen las diferentes partes de la secuencia narrativa; la tirantez que se produce al segmentar viñetas homogéneas, o el arreglo de unidades en el espacio para plasmar la narrativa visual. La autora señala que el alto grado de iconicidad en la cultura visual de los mixtecos «puede crear una falsa sensación de transparencia semántica» y la falacia de que existe un mensaje «directo» que no requiere decodificación, cuando en realidad el éxito en la comprensión del mensaje requiere una larga «trayectoria de aprendizaje» (258), observación de gran valor. El artículo, sin embargo, mantiene una gran laxitud en la forma de concebir algunos conceptos claves. Por ejemplo, parte de una acepción nada clara y excesivamente amplia de texto, que más bien equivale a una indefinición: «los signos pintados sobre un soporte físico» (247), lo que parece equivaler para ella a «texto escrito». Su concepto de «texto» es, por consiguiente, difícil de entender y, en la práctica, inasible. Ello la conduce a manejar en su trabajo una acepción amplia de escritura, de lectura y aun de glifo, este último que algunas veces remite a glotogramas onomásticos y en otras ocasiones a elementos iconográficos silentes, como cuando habla de «glifo de cordón umbilical» (256). La autora sigue la idea de que lo que se encuentra en los códices mixtecos es un solo SCG que opera en múltiples niveles, o bien un solo texto (sin aclarar su concepto de «texto»), postura desde luego congruente con su visión laxa y poco precisa de «escritura», que nos recuerda el planteamiento galarcista de un solo sistema de escritura sui géneris que ocupa la totalidad del espacio de los códices; aunque no queda claro si lo mismo piensa de los cómics occidentales, a los que algunas veces alude.

El trabajo sobre hemerología mántica en los códices del Grupo Borgia, escrito por Sebastián van Doesburg y Michel R. Oudijk, es una importante contribución para comprender el sentido y práctica de la adivinación en Mesoamérica a través de la hemerología, es decir, «la interpretación de los valores propicios y/o aciagos de los días» de la cuenta sagrada de 260 que, nos dicen, no era un fatalismo rígido, sino un espacio de negociación y manipulación de lo sagrado. Existen dos premisas básicas en este artículo que, como ellos reconocen, fueron ya sugeridas por Karl A. Nowotny en los años sesenta del siglo pasado: a) los códices hemerológicos del centro de México y de la Mixteca, a diferencia de los mayas, no tienen un significado astronómico; para sustentar eso emprenden una crítica de las llamadas posturas astralistas en la interpretación de las mitologías del mundo, que comenzaron, según afirman, en el siglo xviii, pero estaban aún en boga en la época de Eduard Seler; con ello se aproximan a la postura de Ana Díaz Álvarez (2014), quien negó la existencia de tablas astronómicas de Venus en los códices Borgia, Cospi y Vaticano B; b) las escenas de los códices hemerológicos no remiten a mitos cosmogónicos (idea defendida actualmente por Gabrielle Vail y Christine Hernández), sino a la relación directa de los consultantes con el universo. Aunado a esto, los autores critican el afán de algunos colegas (Aveni, Bricker, Hernández y Vail) por tratar de fijar en el tiempo histórico las notaciones calendáricas de este tipo de códices, negando la necesidad de esas correlaciones. Muestran, finalmente, que no existe una narración secuencial en ese tipo de códices y profundizan en la organización visual y cronológica de los segmentos calendáricos, así como su relación con los dioses, colores, árboles y rumbos cardinales. Contrario a los artículos anteriores, en este los autores no emiten alguna opinión sobre el tema de los sistemas de escritura, aunque escriben la palabra lecturas entre comillas cuando se refieren a la interpretación de la imaginería de los códices (263, 265), lo que sugiere que son cautos sobre las definiciones amplias de escritura.

Davide Domenici nos entrega un texto interesante, aunque hipotético (como él mismo acepta, 289), donde explora la posible relación entre patrones iconográficos y enunciaciones orales en la cultura visual teotihuacana. El autor explora un par de casos: a) el llamado grupo cuatro elementos detectado por Hasso von Winning en distintas escenas de las vasijas y pintura mural, cuyos sentido castrense fue señalado por James Langley, y que Domenici asocia con la conocida expresión oral del tipo «serie metonímica», relacionada con agua y fuego (guerra); y b) una cenefa de pintura mural hallada en el Pórtico 2 de Tepantitla, que, según él, evoca el tema de la «montaña florida», pero que tiene importantes coincidencias con sintagmas y fórmulas verbales que fueron registradas mil años después en la Psalmodia Christiana de Sahagún. Domenici parece concebir estos fenómenos como un sistema de enunciaciones visuales no atado a la lengua ni a expresiones orales específicas, pero que se inserta en una tradición cultural de larga duración que traspasa civilizaciones, caracterizado por cantos y discursos poéticos que se pueden trasladar a escenas policromadas quizá mnemotécnicas. Este acercamiento evoca ricas reflexiones que no se encuentran en el artículo, relacionadas con las relaciones ecfrásticas e intermediales que existen, por ejemplo, entre la lírica y la pintura. El artículo es generoso también en ideas y conceptos analíticos de utilidad, como por ejemplo el de sistemas onomátográficos (285), usado para referirse a escrituras como las de la mitad occidental de Mesoamérica, en cuya temática son de gran importancia los nombres propios de lugares o personas. Otro concepto es el de «paisaje textual» (284), que alude a la coexistencia de textos escritos, orales, visuales y aun coreográficos (performativos), que son habituales en el registro de la memoria indígena. Lejos de confundir entre imagen y escritura, Domenici capta la sutileza del problema al que se enfrentan los mesoamericanistas, quienes suelen perderse en el área gris que se genera «entre iconografías sumamente codificadas y sistemas de escritura fuertemente icónicos» (285). Aunque acepta que los «paisajes textuales» mesoamericanos quizá fueron percibidos como mensajes unitarios, reconoce que se trata de distintos códigos, cuya distinta naturaleza exige múltiples técnicas de decodificación, con lo cual coincidimos. A este respecto, observa que los amanuenses indígenas «no establecían una distinción conceptual» entre escribir y pintar (tz’ihba en cholano jeroglífico, iˀkwiloā en náhuatl clásico), pero sí una «distinción funcional (u “operativa”) entre texto e imagen» (282), aseveración de gran lucidez que explica la razón por la que sí existían términos específicos para designar las unidades funcionales de la escritura: woj (‘letra, escritura’) en maya, y machiyōtl (‘letra, carácter, marca’) en náhuatl (véanse Stuart 1996, 865; 2018, 18-19; 2021, 30-31).

El artículo de Danièle Dehouve es una gran contribución para entender cómo funcionan los mecanismos básicos de la mente humana «en las producciones gráficas del Centro de México», que ella llama «glifos». La autora proporciona herramientas muy útiles para definir conceptos como metáfora, metonimia y sinécdoque, lo mismo que silepsis, metalepsis, difrasismo, trifrasismo y «definición por extensión», que aluden a distintos tipos de procesos cognitivos. Por otra parte, apoya sus definiciones teóricas en ejemplos específicos de esos procesos mentales, que son analizados en distintos pasajes de los códices. Una de sus mejores aportaciones consiste en aclarar la confusión entre metonimia y sinécdoque, cuya diferencia pocas veces es abordada con claridad por los estudiosos. Grosso modo nos dice que la metonimia es la sustitución de una palabra por otra, estableciendo una equivalencia entre ellas, pues ambos vocablos tienen una relación de contigüidad o causalidad (303), mientras que la sinécdoque toma una parte por el todo (generalizando o extendiendo) o el todo por la parte (particularizando o restringiendo) (303). Como la misma autora dice, estas figuras retóricas se pueden aplicar al análisis de varios medios, entre ellos las imágenes silentes y sus narrativas pictóricas, camino ya recorrido Alberto Carrere González y José Saborit Viguer en su libro Retórica de la pintura (2000), pero que Dehouve transita con ejemplos de Mesoamérica. Dejando de lado estas aportaciones, la autora usa con laxitud extrema el término glifo (300, 304, 315), lo que revela que no es epigrafista ni especialista en sistemas de escritura, toda vez que a través de glifo casi siempre se refiere a elementos iconográficos, no escriturarios. Una afirmación de gran gravedad y liviandad es que los especialistas en sistemas de escritura creemos que la escritura codifica el habla debido a que estamos prejuiciados por el uso del alfabeto (300); eso es tanto como negar que las escrituras logofonéticas (egipcia, sumeria, luvita, china, maya, japonesa, etc.) codifican el habla (espejismo que tenemos nosotros por influencia del alfabeto), actitud incomprensible para alguien que puede leer la obra de Champollion o de Aubin en su lengua nativa. Por último, afirma que su postura teórica parte de los términos de las sociedades que estudia (300), a pesar de enunciar explícitamente que sus métodos y categorías de análisis se basan en la semiótica, la hermenéutica, la lingüística cognitiva, la retórica clásica y los trabajos de autores occidentales como Lakoff y Johnson (301). Aunque es muy válido que la autora se fundamente en esos enfoques teóricos, consideramos casi ingenuo pensar que su postura se basa en categorías supuestamente émicas.

Gordon Whittaker es autor del siguiente artículo que, si bien alude en su título a la semasiografía, parece que lo hace por razones retóricas o para solidarizarse con algunos de sus colegas, toda vez que en la página 322 solo habla de logogramas y silabogramas («componentes básicos de la escritura azteca»)25 «a menudo combinados con la notación numérica y yuxtapuestos a la iconografía». El meollo del artículo es demostrar cómo la creatividad de los amanuenses nahuas aprovecha la figuratividad de las grafías escriturarias para connotar de forma ingeniosa un mensaje secundario de forma lúdica y visual, aunque reconoce que el mensaje primario se transmite mediante la palabra escrita (322). Dicha aportación nos parece acertada y el autor la enriquece con ejemplos comparativos de la poesía visual china, además de hablarnos sobre silepsis literaria, silepsis gráfica y silepsis pictórica. Aunque Whittaker comparte nuestro punto de vista de que la escritura náhuatl es de naturaleza logosilábica, tiene discrepancias importantes con nosotros. La principal, quizá, es que no reconoce la existencia como tal de una rejilla silábica, sino de un repertorio casi inasible de silabogramas, disilabogramas y trisilabogramas. La razón principal de su postura, nos parece, fue señalada por Lacadena García-Gallo (2018, 22; 2019, 149), quien poco antes de morir señaló que Whittaker confunde dos aspectos completamente diferentes de los sistemas de escritura: un logograma usado en charada o rebus (recurso escriturario que Davletshin [2021, 82] prefiere llamar lecturas prestadas) con un silabograma (una de las categorías funcionales del repertorio de signos).26 Así, por ejemplo, Whittaker plantea que el logograma MAPACHO, ‘apretar con la mano’, puede operar como disilabograma mapach, tan solo porque se puede usar en charada para escribir el topónimo Māpachtepē[k]. Se trata, en nuestra opinión, de un absurdo equivalente a considerar que el logograma «2» (DOS) se convierte en silabograma dos tan solo porque se usa en rebus cuando escribimos «solda2» (s-o-l-d-a-DOS), o que el logograma «º» (GRADO) puede convertirse en bisilabograma grado si lo usáramos para escribir el adjetivo «loº» (l-o-GRADO). Al admitir tal posibilidad deberíamos considerar este sistema no como alfabético, sino como alfasilábico. En el ámbito de los estudios mayas, que sepamos, nadie ha propuesto que el logograma K’AN, ‘amarillo’, se convierte en silabograma k’an al usarse en rebus para escribir el sustantivo k’ahn, ‘silla’ o ‘banco’, o que el logograma TIL, ‘tapir’, pueda ser un silabograma til al usarse en rebus para escribir el verbo til, ‘quemar’ (ver Lacadena García-Gallo et al. 2010, 5). Al adoptar dicha postura, Whittaker plantea ejemplos de «complementación fonética» (sic) como ma-pach (330)27 o abre la posibilidad de «indicaciones fonéticas» (sic) como a-akol, cayendo en contradicción con él mismo, pues en su nota 2 (323) afirma que dichos recursos afectan a logogramas y, en casos como estos, pach y akol serían hipotéticos silabogramas. Por otro lado, lo que él llama «indicador semántico» (324) ya había sido planteado desde 2013 por Lacadena García-Gallo28 con el nombre de «uso redundante de logogramas homófonos», mientras que Houston y Zender (2018), así como Davletshin y Lacadena García-Gallo (2019), hablaron de la «línea de amarre» como un signo auxiliar de la escritura náhuatl, ideas que el autor nunca cita. Contrario al artículo de Dehouve, Whittaker parece usar el término glifo como sinónimo de bloque de signos escriturarios y no como elemento iconográfico, mientras que a las unidades funcionales mínimas del sistema de escritura las llama signos.

El último trabajo de este número monográfico de la REAA fue escrito por Lisardo Pérez Lugones y da la impresión de ser el resumen de una investigación mayor de largo aliento, quizá una tesis o ensayo de grado. Se trata de un trabajo muy arduo y meritorio, toda vez que analiza la transformación visual de los antropónimos jeroglíficos de los mandatarios mexicas en cincuenta fuentes primarias, incluyendo monolitos prehispánicos y códices coloniales. Los resultados alcanzados por el autor son útiles para quien desee continuar con ese tema y se trata de un artículo que será imposible ignorar en la bibliografía sobre el mismo, aunque desde el punto de vista metodológico Pérez Lugones muestra carencias importantes, ya que en su acercamiento al sistema de escritura náhuatl no predomina un enfoque epigráfico o gramatológico, sino iconográfico, lo que hace que divida o seleccione rasgos de los bloques jeroglíficos bajo criterios icónicos y no funcionales, como se debe hacer con los signos de escritura. Un ejemplo de los varios que podrían citarse es el laberinto de elucubraciones iconográficas donde se pierde cuando discute el alógrafo del silabograma so en forma de «punzón» (350), lo que representa un retroceso a los tiempos previos a la propuesta de sistematización de Lacadena García-Gallo (2008a; 2008b), que es el origen de los debates actuales. Si dominara la bibliografía reciente sobre el tema, se hubiese percatado de que el signo de «nariguera» o «joya» en el nombre de Motecuhzoma es uno de los alógrafos del silabograma so (Velásquez García 2019, 90-91), y por ello el abordaje que hace de ese signo es de orden iconográfico (347). Del mismo modo, hubiese citado el libro de David S. Stuart (2021) sobre la Piedra del Sol y no hubiera cometido descuidos básicos, como cuando considera que el sufijo absolutivo -tl de los sustantivos nahuas forma parte inherente de los logogramas: v. gr. ITZKOATL (sic, 344). La falta de entrenamiento de este autor en sistemas de escritura queda a flor de piel cuando escribe frases que, para nosotros, no tienen sentido alguno, por ejemplo: «la conformación pictórica del grafema, un nivel subyacente de refuerzo mediante el uso de rebus dentro de una analogía semasiográfica, similar a una complementación fonética» (341, n. 11) o «complementación fonética subyacente en rebus» (342). Igual que algunos otros autores de este volumen, Pérez Lugones parece considerar que en los códices de la mitad occidental de Mesoamérica existe un solo SCG (336, 354), idea que contrasta con la de Whittaker, quien igual que nosotros habla de varios sistemas en interacción (escritura, iconografía y notación), o con la de Domenici, quien acertadamente observa «la coexistencia de diferentes códigos comunicativos» colaborando en una misma obra, pero cuya distinción funcional u operativa no se puede borrar, pues conduciría a «rotundos fracasos interpretativos» (282).

En síntesis, consideramos que este número temático de la REAA contiene artículos con enfoques y grados de valor muy diversos, buenas aportaciones al conocimiento, contribuciones muy valiosas (imposibles de ignorar en la bibliografía sobre sus respectivos temas), trabajos muy serios y rigurosos, como también algunas posturas reaccionarias de orden metalingüístico (prechampolliónico), que por fortuna no parecen compartir todos los autores.

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9Un camino alternativo para comprender esta comunidad de medios es el recorrido por Valdez Bubnova (2008, 2020), basado en la semiótica de la cultura. Esta corriente teórica ha desarrollado un concepto de «texto pluricodificado» (que no es sinónimo de texto escrito), según el cual se estudian «textos no banales», esto es, las unidades de sentido que integran más de un código y, en ocasiones, incluso incluyen signos no codificados. Dichas unidades de sentido no se expresan mediante un solo SCG, sino a través de un ecosistema de códigos o medios. El texto —en el sentido planteado por esta corriente teórica— es una unidad de significación compuesta por dos o más códigos en interacción (escritura, notación, iconografía, oralidad, etc.). Para la decodificación de este «texto no banal» es necesario estudiar cada código según sus propias convenciones (pues en el acto de interpretación o lectura operan distintos procesos cognitivos) y sus interrelaciones de sentido que lo hacen una unidad. La gramatología o teoría de la escritura (incluyendo la ciencia del desciframiento) se especializa en las convenciones del código que llamamos «escritura» o «texto escrito», no de la iconografía o semasiografía, pues esta última no se escribe ni se lee: se interpreta.

10Contrario a lo que dice Barbara E. Mundy (2020, 337), no existe una opinión académica consensuada respecto a que los sistemas de escritura mesoamericanos sean una combinación de semasiografía con glotografía.

11Para una crítica idéntica a otros trabajos que hablan de semasiografía, véase Stuart 1996.

12Si atendemos la propuesta de los autores, tanto los mapas como los libros ilustrados, los memes, los anuncios publicitarios, las historietas o los caligramas, entre muchos otros ejemplos, tendrían que ser considerados como sistemas de escritura en sí mismos.

13María Andrea Giovine Yáñez, comunicación personal, septiembre de 2022. A este ecosistema de medios la semiótica de la cultura le llamaría «textos no banales», que no es sinónimo de «escritura» ni de «texto escrito» (véase n. 9).

14Pues en el repertorio de signos de los sistemas de escritura existen elementos silentes, como los determinativos semánticos, los diacríticos y los signos auxiliares (incluyendo los de puntuación).

15Como afirma Margarita Victoria Cossich Vielman (en prensa, 14): «Debemos dejar de traducirlo según las imágenes y trabajar con la etimología de la palabra transcrita por medio de estos jeroglíficos». Una lectura completa de los jeroglifos del Códice Mendoza puede verse en Cossich Vielman (2021a; 2021b).

16Usan contra nuestro enfoque siete veces el término «prejuicio» y otras siete el sustantivo «falacia». La idea de que la totalidad de las láminas de los códices de Mesoamérica occidental está ocupada por un tipo de escritura sui géneris (al margen de lo conocido en el mundo) es, en sí misma, análoga a la que promovía Joaquín Galarza, aunque existe una diferencia sustantiva: mientras este último sostenía que la totalidad de esa escritura se podía leer verbalmente, en la visión de Brokaw y Mikulska, los aspectos metalingüísticos (semasiográficos) juegan un papel muy importante. Ambos enfoques perpetúan la asimetría interpretativa que ha discriminado por siglos las producciones culturales amerindias en relación con las del «Viejo Mundo».

17Aunque en nuestros trabajos nos hemos ocupado muy poco de los alfabetos y otros sistemas segmentales, usan dieciséis veces el término Homo alphabeticus para referirse a nuestra postura teórica, lo que es un grave despropósito.

18Idea que plantea con lucidez Davide Domenici en este mismo volumen de la reaa (282), como luego se verá.

19El mismo señalamiento podría hacerse al texto de Brokaw y Mikulska por su empleo del término semasiografía que fue utilizado por Gelb para referirse a una fase primitiva de comunicación gráfica que, supuestamente, antecede al desarrollo de la escritura.

20En un artículo reciente, el egiptólogo Dimitri Meeks (2023) no solo ha reivindicado la vigencia y necesidad futura del término gramatología, sino que ha formulado una nueva y sorprendente definición. Sus ideas merecen un análisis que, debido al espacio, no podemos realizar aquí.

21Pensamos que es tiempo de superar el antiguo debate acerca del grado de desarrollo que alcanzaron los pueblos indígenas usuarios de sistemas de registro gráfico, tomando como criterio la naturaleza escrituraria de dichos sistemas, pues tales discusiones, más que enriquecer, han entorpecido el aprovechamiento de las fuentes precolombinas o posteriores y devienen de arraigadas tradiciones (Rodríguez Zárate y Vega Villalobos 2023, 86-87).

22Agradecemos a Miguel Pastrana Flores por haber llamado nuestra atención sobre el tema de la «inflación de conceptos» (octubre de 2022).

23Una de las pruebas que se ha dado acerca de la existencia de la semasiografía en la región meso-americana es la referencia a cronistas como Motolinía, Acosta o Torquemada (véanse Boone y Mignolo 1994; Boone y Urton 2011), sin considerar que ellos enunciaron sus interpretaciones sobre los registros indígenas desde una episteme concreta, donde las ideas neoplatónicas, entre otros factores, hacían posible pensar en la existencia de escrituras ideográficas (silentes).

24Más allá de los puntos enunciados, el artículo de Brokaw y Mikulska está lleno de puntos cuestionables. Por ejemplo, distinguen el lenguaje hablado, asociándolo con la linealidad, y el lenguaje escrito, vinculándolo a una multidireccionalidad (204). Sin embargo, estas nociones son convenciones culturales y representan una manera de imaginar ambas formas del idioma que no necesariamente refleja la naturaleza de estos modos de comunicación. Al tratar estas nociones como definiciones universales de la «naturaleza» de la escritura y el habla, los autores incurren en una generalización excesiva. Por otra parte, sostienen que la conceptualización del idioma como un sistema de comunicación independiente no existía antes de la escritura (204). Esta afirmación es conjetural y carece de evidencias.

25Siguiendo la tradición académica anglosajona, Whittaker habla de «escritura azteca», cosa que evitamos en México, por considerar que se trata del gentilicio de Aztlan, y no todos los nahua-hablantes se identifican con ese origen mítico-legendario.

26Véase también Valencia Rivera 2023.

27Conviene decir que nosotros no usamos el concepto de «complemento fonético» con el sentido que él le da. Nuestra idea de complemento fonético encaja mucho más con lo que él llama «indicador fonético».

28Ponencia presentada el 25 de noviembre de 2013 en el evento La Gramatología y los Sistemas de Escritura Mesoamericanos.

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