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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

On-line version ISSN 2448-7554Print version ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.31 n.124 Zamora Nov. 2010

 

Reseñas

 

Gerardo Martínez Delgado, Cambio y proyecto urbano. Aguascalientes, 1880-1914

 

Jesús Gómez Serrano

 

Aguascalientes, Universidad Autónoma de Aguascalientes, Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, fomento Cultural Banamex, 2009, 399 p.

 

Universidad Autónoma de Aguascalientes jgomez@correo.uaa.mx

 

Con su primer libro, que hace un par de años defendió como tesis de maestría en la Universidad Javeriana de Bogotá, Gerardo Martínez Delgado hace una aportación sólida y sustantiva a la historia regional de Aguascalientes y a la historiografía urbana latinoamericana. Por la originalidad con que aborda los problemas, el tratamiento de las fuentes, su rigor metodológico y su arquitectura interior, Cambio y proyecto urbano. Aguascalientes, 1880-1914 es un libro que nos ayuda a entender y conceptualizar los grandes cambios que se operaron en Aguascalientes y otras muchas ciudades mexicanas e hispanoamericanas durante esas décadas, las razones de quienes los idearon, sus costos y beneficios, los grandes intereses que entraron en juego y la forma en que alteraron el paisaje urbano.

El trabajo está organizado en cinco capítulos. En el primero, se propone un retrato de "la elite de la ciudad", a la que se caracteriza como promotora y beneficiaria de los grandes cambios experimentados por la urbe durante el Porfiriato. Siguiendo a Maravall, se caracteriza a la elite como un grupo minoritario, no formal, que ejerce su influencia "sobre una amplia zona de aspectos de la vida social", que "abriga un sentimiento de superioridad política, social y hasta moral que le da cohesión", que "goza de reconocimiento público" y que "comparte formas de vida y de valores que fomentan el sentido de unidad".

En la base de datos del autor hay más de mil nombres relacionados con "alguna actividad de liderazgo" en los campos de la política, los negocios agrícolas (hacendados), la promoción industrial, el comercio, la vida social y el ámbito profesional. A partir de esa base, que es muy amplia, considerando que en 1910 la ciudad de Aguascalientes tenía 45 mil habitantes y 120 mil todo el estado, el autor derivó un segundo grupo, "más compacto", de 250 personas "que pueden considerarse con mayor justicia" como los miembros más influyentes de la elite urbana. Y en un tercer acercamiento logra una nueva depuración, hasta quedarse con 53 personajes, los hombres (porque en la lista sólo hay varones) "que indiscutiblemente tuvieron poder". Curiosamente, este último listado no resuelve el problema, sino que, como reconoce el autor, apenas confirma las grandes dificultades que se tienen para clasificar y caracterizar a las elites. Aunque en esa relación no están todos los que son y posiblemente tampoco sean todos los que están, se trata sin duda de un útil instrumento de análisis.

El miembro más prominente del grupo es Alejandro Vázquez del Mercado, el "porfirito" de la localidad, el personaje a quien la sorpresiva muerte de Francisco Gómez Hornedo le permitió convertirse en una especie de gobernador perpetuo, el "hombre fuerte de la política local", el promotor directo de muchas de las más importantes empresas de la época, como la Gran Fundición Central Mexicana y la Compañía Eléctrica de Aguascalientes, propiedad, esta última, de su empresario extranjero favorito, el inglés John Douglas.

Gerardo Martínez sostiene que Vázquez del Mercado "tuvo poca suerte en los negocios, pero mucha desvergüenza para hacerlos y hablar de ellos en su calidad de gobernante". Disiento en la medida en la que Vázquez del Mercado no trató nunca de ser un gobernante-empresario, pero estoy de acuerdo en que lo de la "desvergüenza" califica perfectamente al personaje en el tramo final de su gestión, cuando el dulce tintineo de las monedas parece haberlo desquiciado, hasta el punto de apoyar con todos los medios a su alcance a la empresa encargada de introducir el servicio de agua potable y alcantarillado en la ciudad. Una curiosa e iluminadora coincidencia quiso que ese escándalo rubricara la caída del régimen porfirista en el nivel local. En abril de 1911, al mismo tiempo que el general Díaz cedía ante el empuje del movimiento maderista, Vázquez del Mercado se veía obligado a renunciar y a dejar inconclusas las costosas obras de equipamiento urbano que había emprendido. Junto con el sueño de convertir la ciudad en una metrópoli digna por sus servicios de rivalizar con las más importantes capitales del país, se derrumbaban con estrépito las estructuras locales del régimen.

Al final de este capítulo, el autor dice que todas las familias que formaban la elite porfiriana "sobrevivieron e incluso salieron fortalecidas con el movimiento revolucionario". Esta "nota al margen", como la llama el autor, me parece de la mayor importancia en términos de la continuidad del régimen, de esa especie de gatopardismo que hizo posible que todo cambiara para que todo siguiera igual. La sola mención de los gobernadores Rafael Arellano Valle, Alberto del Valle y Luis Ortega Douglas, hijos los tres de miembros destacados de la elite porfiriana, sugiere que entre el antiguo régimen y el gobierno emanado de la Revolución hay un sentido fundamental de continuidad. La periodicidad que le señaló el autor a su trabajo impide rastrear sistemáticamente esta hipótesis, pero a lo largo de su libro hay mucha información que apunta en esa dirección.

En el segundo capítulo se hace un recuento de las muchas acciones realizadas con el propósito de ordenar la ciudad, reglamentarla y hacer más eficiente su administración. Se trata de una idea que venía, como tantas otras, de la vieja Europa, concretamente de París, cuyo espectacular crecimiento durante el siglo XVIII volvió necesario, en palabras de Foucault, "organizar el cuerpo urbano de un modo coherente y homogéneo, regido por un poder único y bien reglamentado". En la ciudad de México, en la época del virrey Revillagigedo, se emprendieron obras de limpieza, se introdujo el alumbrado público, se construyeron plazas y jardines, se creó la Academia de San Carlos y se colocó una estatua ecuestre de Carlos IV, que fue "el primer monumento civil" con que contó la ciudad.

En Aguascalientes, el proceso de modernización dio inicio mucho más tarde. Gerardo Martínez sostiene que la Ley Orgánica para la división territorial y régimen interior del Estado, publicada en 1874, señaló de alguna manera el inicio de ese proceso y que en sí misma esta ley puede considerarse "la madre" de muchos reglamentos expedidos con posterioridad, como los de policía, uso de fuentes públicas, alumbrado, mercados, vivanderos, tranvías y un largo etcétera.

En el marco de este proceso de modernización ocupó un lugar importante el plano de la ciudad hecho por el ingeniero Tomás Medina Ugarte en 1900, que suplió el para entonces ya obsoleto Plano de las huertas que había dibujado el cartógrafo alemán Isidoro Epstein en 1855. Más allá de su valor como representación adecuada y confiable de la ciudad, este plano permitió organizar de manera más eficiente los cuerpos encargados de su vigilancia, uniformar su nomenclatura y planear obras de infraestructura. Como documento histórico, añade Martínez Delgado, "proporciona inigualable ayuda" porque permite situar y "leer" los cambios que se operaron en la ciudad durante los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX.

En contra de las "imágenes idealizadas" que muchas veces se ofrecen de la ciudad, el autor demuestra que la limpieza, el orden y el romanticismo existen sólo en los libros de "cronistas nostálgicos" y en las descripciones de viajeros poco atentos, como el francés (no inglés) Beltrami, que en 1830 (no 1824) la describió como "la más bonita de la Nueva España". En una línea muy parecida a la que ensayó Javier Delgado en su libro Jefaturas políticas (UAA, 2000), Gerardo Martínez dice que no hay que confundir lo pintoresco con lo históricamente probado y nos regala un encantador inventario de las calamidades que afeaban la ciudad: céntricas casas en las que se criaban cerdos, arroyos que eran usados como vertedero de inmundicias, fecalismo al aire libre, callejones que no eran otra cosa que guarida de malvivientes, fuentes públicas que carecían de agua la mayor parte del tiempo, excusados públicos que literalmente rebosaban excrementos, prácticas muy dudosas en el campo de la higiene personal, etcétera. En suma, poco o nada que ver con la imaginaria "ciudad de las aguas y las flores" que describió Pani o con esos barrios poblados de huertas y perfumados con la fragancia suave de la fruta madura a los que aludió Correa.

En realidad, la revolución olfativa e higiénica llegó a Aguascalientes ya muy avanzada la segunda mitad del siglo XIX. Podría fecharse en septiembre de 1888, cuando el doctor Jesús Díaz de León recibió del gobierno del estado la encomienda de formar "un estudio sobre la Geografía Médica de esta ciudad", ocupándose de manera preferente de la influencia que tenía la higiene sobre las enfermedades y "proponiendo los recursos que deban emplearse para obtener el mejor estado sanitario posible". Aunque no usó estas palabras, Díaz de León creía con fe inquebrantable que la higiene era "el gran regenerador y la verdadera panacea".

Este es el contexto en el que deben situarse muchas de las mejoras hechas durante el Porfiriato: la construcción de tres nuevos mercados (Terán, Juárez y Calera), dos panteones (Los Ángeles y La Cruz), un moderno hospital (el Hidalgo) y un asilo de mendigos, pensado por su promotor, el gobernador Rafael Arellano, como el lugar que pondría fin a un "repugnante espectáculo" (el de la mendicidad) que no tenía razón de ser en una ciudad moderna, limpia y cosmopolita como era o debía ser la de Aguascalientes.

Pero las elites trataron no sólo de higienizar la ciudad, sino también de embellecerla con jardines y paseos arbolados. Las viejas plazas, cuya función originara de mercados había desaparecido, se transformaron en jardines "al estilo moderno", mejoradas con fuentes, monumentos cívicos y bancas de fierro que reemplazaron los antiguos sillones de piedra. Con escándalo de no pocos vecinos (de los que se hace eco Correa en su novela Un viaje a Termápolis), la plaza principal fue completamente remodelada en 1899, y otro tanto sucedió en la plazuela de San Juan de Dios (San José), el jardín de La Paz (El Encino) y el de San Marcos, el cual, por cierto, había introducido precozmente el nuevo concepto de paseos de gusto burgués.

Por su parte, algunas viejas y mal trazadas calzadas sirvieron también como campo de experimentación para los émulos que tuvo en Aguascalientes el barón de Haussmann, el gran artífice de la transformación de París. La calzada de Los Pirules, que iba de la última calle de Nieto hasta el río de ese nombre, fue mejorada con la plantación de cientos de álamos y la colocación de los sofás de piedra que se retiraron de la Plaza Principal. Mucho más radical fue la transformación que sufrió el paseo que iba desde el extremo oriente de la ciudad hasta los baños del Ojocaliente. El camino "quebrado, tortuoso y angosto" que había se transformó en un "elegante paseo", la versión local del Paseo de la Reforma, que fue rebautizado con el nombre del gobernador Arellano, promotor de la mejora. Con información puntual y una serie de imágenes muy bien escogidas, Gerardo Martínez muestra la radical transformación que sufrió este antiguo camino, que dejó en el olvido su carácter de acequia al aire libre, en la que las mujeres lavaban la ropa mientras los niños se bañaban, para convertirse en "una calzada de gusto burgués, bien arreglada, apta para el paseo dominical de las familias".

El capítulo 3 se ocupa de la introducción y/o modernización de algunos servicios: agua, drenaje, pavimentación, alumbrado público y teléfono. Más que una crónica, se ofrece un análisis de los proyectos que se formaron para instalarlos. El autor se pregunta por qué se planearon, por qué unos tuvieron más éxito que otros, quiénes los promovieron y qué tanta necesidad había de ellos.

En forma particularmente cuidadosa, se ocupa de la introducción en 1899, a instancias del gobernador Rafael Arellano, de una moderna red de agua potable, de mediano alcance pero costos razonables, y de los intentos hechos a partir de 1905 para transformar radicalmente ese servicio y el de drenaje. En marzo de 1910, el gobernador Vázquez del Mercado firmó unos contratos con la Compañía Bancaria de Fomento y Bienes Raíces y el Banco Central Mexicano: la primera se encargaría de construir las obras y el segundo suministraría los recursos, nada menos que $1,300,000, que asumía como deuda a cincuenta años el gobierno del Estado.

Gerardo Martínez recuerda que la Compañía Bancaria y el Banco Central Mexicano tenían también intereses en obras de saneamiento, agua potable y pavimentación en las ciudades de México, Puebla, Morelia, Veracruz, Durango y Chihuahua, explora la red de influencias que tenían sus agentes en las más altas esferas políticas del país y calcula en forma plausible que los negocios que hicieron en Aguascalientes fueron facilitados por el dinero que a manos llenas repartieron en forma de sobornos y "comisiones". En apoyo de su argumentación, cita a Priscilla Conolly, que en su libro El contratista de Don Porfirio refiere las grandes cantidades de dinero que llegaron a los bolsillos de varios de los más prominentes personajes del régimen, como Guillermo Landa y Escandón, Joaquín Casasús, Genaro Raigosa y hasta el incorruptible Jose Yves Limantuor, a quien se ablandó con las cajas de whisky y objetos de arte que los agentes del contratista Pearson enviaban regularmente a su domicilio.

Creo que es un acierto del libro haber reproducido las caricaturas que publicó B. Ríos en el periódico de oposición Temis, del cual también se cita por extenso un memorable artículo: "Aguascalientes: estado que se arruina", que con lujo de detalles recreó la historia de esos contratos. Por cierto, dichos contratos no fueron a la postre la ruina del estado, porque una de las primeras cosas que hizo el gobernador maderista Alberto Fuentes Dávila fue desconocerlos y dejar de pagar las obligaciones que de ellos se derivaban, pero en términos de algo que tal vez podría llamarse justicia poética si fueron la ruina personal de Vázquez del Mercado, el gobernador que los firmó, que en mayo de 1911 abandonó el poder en medio de un escándalo que arrojó sobre su gestión toda un pesado velo de infamia y descrédito.

En el capítulo IV, la obra se ocupa del crecimiento de la ciudad: "lento y silencioso" a lo largo de casi todo el siglo XIX, vigoroso y casi dramático a partir de 1884, cuando se inauguró la línea troncal del FFCCMM, y sobre todo de 1895, cuando se encendió el primero de los hornos de la GFCM, la gigantesca planta industrial de los Guggenheim en la que fueron contratados más de 1,500 obreros. Aunque no sería la Fundición, sino los Talleres de Reparación del FFCCMM, abiertos en 1901, los que funcionaron como principal imán del crecimiento de la ciudad.

Una atención particular se presta al Plano de las Colonias, preparado en 1901 por el ingeniero Samuel Chávez, que constituye en realidad un intento de regular el crecimiento que experimentaba la ciudad por el oriente, pues proponía la integración del viejo centro histórico con los nuevos desarrollos en términos de "criterios urbanísticos modernos". El Plano de las Colonias preveía el cierre de muchas calles y tortuosos callejones del antiguo casco urbano, la clausura de un estanque y de la acequia que lo alimentaba y la conversión de una gran cantidad de huertas en suelo propicio para la especulación inmobiliaria. En pocas palabras, se trataba de construir "una nueva ciudad, amplia, ordenada, vanguardista y proyectada científicamente". Según los cálculos del autor, el plano contemplaba el trazo de 500 nuevas manzanas, lo que implicaba multiplicar por tres el tamaño de la ciudad, que no tenía en esa época más que 200.

Entre este ambicioso plan y su concreción se atravesaron muchas dificultades, como por ejemplo la relacionada con la propiedad de los terrenos en los que debía trazarse la nueva ciudad. Chávez y sus patrocinadores tenían las ideas, pero no el dinero ni los terrenos para materializarlas; los dueños de la hacienda del Ojocaliente y algunos especuladores tenían los terrenos, pero no las ideas, de manera que lo que finalmente cobró forma fueron algunas colonias incipientes, sin servicios, pobladas por unas pocas familias, desde luego nada que ni remotamente se pareciera a la urbe limpia, impecable y geométrica que imaginaba el Plano de las Colonias.

En el V y último capítulo, Gerardo Martínez pasa revista a la infraestructura material con que se dotó la ciudad de Aguascalientes durante el Porfiriato, en particular los edificios construidos por el gobierno, las grandes empresas y los particulares. En muchas capitales hispanoamericanas, como La Habana, Buenos Aires y desde luego la propia ciudad de México, la época asistió a la construcción de grandes teatros, palacios, almacenes, hoteles, casinos y recintos parlamentarios que se convirtieron en símbolos de las ciudades, íconos de una época de progreso material y grandes realizaciones en el campo científico.

En contraste, la infraestructura con que se dotó a la ciudad de Aguascalientes parece modesta y obviamente está en proporción al tamaño, la importancia y la riqueza de la urbe. Sobresale el Teatro Morelos, equiparable por su valor arquitectónico al Hospital Hidalgo, aunque corresponde a un momento anterior, previo incluso al auge porfiriano, pues fue inaugurado en 1885. En la zona de la Plaza Principal y el Parián se levantaron o adecuaron almacenes, bancos, hoteles, cantinas, boticas, sastrerías, ferreterías, tiendas de abarrotes y algunas casas de particulares. En el conjunto se distingue con nitidez la obra del arquitecto Refugio Reyes, a cuyo genio ecléctico se deben el templo de San Antonio, los hoteles París y Francia, el almacén La Gardenia, la sede del Banco de Zacatecas y casonas como la que hoy alberga al Archivo Histórico del Estado.

En la zona oriente de la ciudad destaca un enorme complejo industrial cuyo eje fueron los Talleres del FFCCMM. En sus cercanías se construyeron la fábrica de harinas y almidones La Perla, las instalaciones de la Compañía de Luz y Fuerza Eléctricas, la Fundición de Fierro de Luis B. Lawrence, la fábrica de hielo de Hugo Clegg, los almacenes de la Aguascalientes Lumber & Mercantil Co. y otros establecimientos.

A lo largo de todo el libro la argumentación está enriquecida por una serie muy grande y bien pensada de cuadros, planos e imágenes. En total se publican 47 planos, algunos en gran formato y muy bien anotados, que ayudan mucho a entender las transformaciones a que se refiere el texto. El mismo papel juegan las 131 imágenes escogidas, que lejos de ser simples "ilustraciones" están orgánicamente integradas a la argumentación. Como el mismo autor lo señala, hay momentos en que las fotografías son más contundentes y "expresivas" que el propio texto.

Gerardo Martínez concluye que "desde cualquier punto de vista, la ciudad de Aguascalientes era, al iniciar la segunda década del siglo XX, profundamente distinta a la que existió treinta años atrás". Las elites "consolidaron sus pretensiones y gustos burgueses, participaron de nuevas empresas económicas, ejecutaron proyectos sobre la ciudad inspirados en sus ideales de ilustración, modernización, nacionalismo, higiene y cosmopolitismo, y modificaron la urbe con su participación directa". En los mapas y fotografías son evidentes los cambios introducidos por los grandes complejos industriales, las rutas de los tranvías y las nuevas colonias.

Aunque el crecimiento y la transformación no tuvieron los alcances que imaginaron los más ambiciosos políticos, empresarios y especuladores, tampoco puede subestimarse, por ejemplo, la aparición de una docena de nuevas colonias, el desarrollo de un sistema de tranvías, la introducción parcial de una red de agua potable y alcantarillado, la modernización según patrones burgueses del viejo centro de la ciudad, el crecimiento de la población (21 mil habitantes en 1880 y 45 mil en 1910) y la aparición de fábricas gigantescas, como la Fundición de los Guggenheim y los Talleres del FFCCMM.

En las primeras páginas de su libro Gerardo Martínez dice que quiere hacer una historia que se no se ocupe sólo de acumular información, sino que planté problemas y proponga análisis, en la línea de lo que Peter Burke ha caracterizado como una de las grandes aportaciones de la "revolución historiográfica francesa". Creo que este propósito está cabalmente logrado. A la generación de historiadores de la que formo parte, la que empezó a publicar en los primeros años de la decada de 1880, le tocó organizar archivos, consultar por primera vez acervos que durante cientos de años habían dormido el sueño de los justos y convertir en tema de investigación lo que hasta entonces no era más que simples efemérides; en suma, empezar a hacer historia en el sentido moderno y crítico de la palabra, de lo que son testimonio un montón de estudios monográficos publicados durante los últimos treinta años.

La generación de la que forma parte Gerardo, provista de nuevas armas críticas, ha regresado a muchos de esos temas, los ha reinventado, se ha reapropiado de ellos. Ya se sabe, desde Croce, que cada generación escribe su propia versión de la historia, construye un mirador en función de sus intereses y perspectivas. Acercarse a temas ya abordados por otros, usar expedientes que han sido ya objeto de consulta, constituye un riesgo, en la medida en que pueden decirse pocas cosas nuevas y arribarse por caminos distintos a conclusiones ya anticipadas; "redescubrir América", como se dice.

Martínez Delgado sale bien librado del lance. El suyo es un libro que tiene personalidad, que propone una novedosa y sugestiva visión del desarrollo de la ciudad de Aguascalientes entre 1880 y 1910, que descubre muchas de las claves que explican ese desarrollo, que pondera con detalle y espíritu crítico sus alcances, que identifica y caracteriza a los protagonistas de esa historia, que ubica el proceso local dentro de la lógica nacional y hasta mundial de desarrollo del capitalismo. Finalmente, aunque no en último lugar, el de Gerardo es un libro hecho con paciencia y esmero de artesano; en este sentido, un trabajo que recupera y reivindica lo mejor de nuestro antiguo oficio, que demuestra que los instrumentos de la moderna historiografía no riñen con las virtudes esenciales defendidas aquí y en todos lados por los viejos maestros.

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