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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

On-line version ISSN 2448-7554Print version ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.30 n.118 Zamora Jun. 2009

 

Reseñas

 

Carlos Viramontes Anzures, coord., Tiempo y Región: estudios históricos y sociales. vol. II: Ana María Crespo, in memoriam

 

Eduardo Williams*

 

Querétaro, Municipio de Querétaro, Instituto Nacional de Antropología e Historia, Universidad Autónoma de Querétaro, 2008, 447 p.

 

* El Colegio de Michoacán. Correo electrónico: williams@colmich.edu.mx

 

Este volumen de la serie Tiempo y región: estudios históricos y sociales está dedicado a la memoria de la arqueóloga Ana María Crespo, recientemente fallecida, quien dejara una huella imborrable en la arqueología y la etnohistoria del occidente y norte de México. Este libro consta de 18 artículos, todos ellos aportaciones originales sobre las culturas indígenas del Centro-Norte y Occidente de Mesoamérica. Los temas que se discuten tienen que ver con la cronología de los principales desarrollos culturales dentro de esta gran región; los patrones de asentamiento y el aprovechamiento de los recursos naturales; la arqueoastronomía; la identidad étnica; la religión e ideología; y finalmente la conquista y aculturación de los grupos originales del Centro-Norte. Las perspectivas empleadas por los autores son múltiples, incluyendo a la arqueología, la etnohistoria, la antropología social, la etnografía y los estudios del paisaje, entre otras.

Un tema subyacente en la mayoría de las aportaciones que conforman este volumen tiene que ver con las complejas relaciones culturales que se dieron entre los habitantes de la ecúmene mesoamericana y los grupos de cazadores-recolectores y agricultores incipientes de la frontera norteña. Mesoamérica fue un sistema mundial, en el cual hubo una serie de culturas que interactuaron intensamente a través de nexos ideológicos, de contactos económicos y de competencia política, aunque cada una era dramáticamente diferente de las demás. Desde el Occidente en un extremo de Mesoamérica hasta el área maya en el otro, hubo congruencia y hasta cierto punto continuidad, aunque podemos mencionar notables contrastes sociales y culturales. Las interacciones dentro de la ecúmene en muchos casos fueron tan intensas que se volvieron de naturaleza simbiótica. La principal estructura (aunque no fue la única) por la que se mantuvo cohesionada la antigua Mesoamérica fue el comercio, el intercambio y el tributo de recursos escasos tanto básicos como de lujo (Williams y Weigand 2008).

Quizá una característica propia de todos los sistemas mundiales es la presión ejercida por parte de diversos grupos "periféricos" (es decir, fuera del territorio bajo el dominio directo de los Estados que conformaron la ecúmene). Esto se puede ilustrar utilizando como ejemplo al imperio romano. Ammianus Marcellinus fue el último gran historiador de la antigua Roma. Vivió en el siglo IV, una era en la que las presiones sobre el imperio romano se empezaban a dejar sentir por las migraciones de los hunos, los godos y otras "tribus" invasoras (Fox 2008, 312). Este autor nos dejó un importante testimonio sobre los hunos, del cual reproducimos una pequeña parte: "El pueblo de los hunos, quienes son salvajes de manera bastante anormal [...] son tan prodigiosamente feos y encorvados que podrían ser animales de dos patas [...] su forma de vida es tan burda que no tienen el uso del fuego o de comida condimentada, sino que viven de las raíces de plantas silvestres y de la carne medio cruda de cualquier tipo de animal [...] No tienen edificios para protegerse, sino que evitan cualquier cosa de ese tipo [...] ni siquiera una choza de paja ha de encontrarse entre ellos. Ellos vagan libremente por las montañas y bosques, y se acostumbran desde la cuna al frío, al hambre y la sed [...] ellos usan ropas de lino o de pieles cosidas de ratones de campo [...] no son sujetos de la autoridad de ningún rey, sino que atraviesan cualquier obstáculo en su camino bajo el improvisado gobierno de sus jefes [...]" (Ammianus Marcellinus ca. 392, en Fox 2008, 313-314).

En Mesoamérica, los chichimecas han sido vistos durante siglos como los "bárbaros del norte" que atentaron contra los grupos civilizados, eventualmente llegando a desestabilizar todo el universo cultural y político de la ecúmene mesoamericana, un caso supuestamente análogo al de los hunos y godos que asolaron a Roma. El autor de La Guerra de los Chichimecas, Fray Guillermo de Santa María (ca. 1580), pinta el más vivo retrato de estos grupos indígenas del norte: "Trataré primero de sus costumbres y manera de vivir y de su nombre [...] chichimeca [...] [que es genérico], puesto que los mexicanos en ignominia de todos los indios que andan vagos sin casa ni sementera y que se podrían comparar [...] a los árabes o alárabes africanos [...] Pelean y se apartan unos de otros, porque no les da pena dejar su casa, pueblo, ni sementera, pues no lo tienen, antes les es más cómodo vivir solos de por sí, como animales o aves de rapiña, que no se juntan unos con otros, para mejor mantenerse y hallar su comida, y así estos nunca se juntarían si la necesidad de la guerra no les compeliese a vivir juntos" (Carrillo 1999, 289).

El tema de la interacción cultural entre los grupos chichimecas y las culturas civilizadas de Mesoamérica a través del tiempo es muy complejo; la misma naturaleza y ubicación exacta de esta frontera cultural entre "nómadas y sedentarios" ha sido objeto de debate, como señala Phil Weigand con las siguientes palabras: "Los arqueólogos y los historiadores siempre han encontrado dificultad para definir con precisión la frontera norte del antiguo sistema mundial mesoamericano. Las definiciones más comunes se basan en criterios geográficos o listas de rasgos culturales que se supone fueron compartidos a través de esa enorme región [...] estos enfoques no han ofrecido mucha profundidad social a nuestro entendimiento de la antigua frontera norteña [...] No debe olvidarse que el norte también sirvió como inagotable reservorio de migrantes [que] trajeron al sur no sólo sus nuevos conceptos culturales sino también nuevas lenguas y tecnologías [...] Con todo esto como trasfondo, podemos [...] cuestionar las afirmaciones acerca de la naturaleza marginal de las regiones junto a la frontera norteña de Mesoamérica" (Weigand 2008, 11).

El mismo autor hace una reflexión sobre el término "chichimeca" que es bastante pertinente para la presente discusión: "El término chichimeca con frecuencia se traduce como 'bárbaro', pero [...] en realidad significaba 'del linaje del perro'. Fue entendido como designación de linaje, no de condición étnica. Las grandes ciudades del centro de México, como Culhuacán, Cholula, Texcoco y Tenochtitlan [...] tuvieron gobernantes que orgullosamente reclamaban esta herencia norteña. Fueron los españoles los que cambiaron el significado a un peyorativo para caracterizar a los grupos norteños que resistieron [...] su dominio. Por lo tanto, no podemos usar ese término para separar a los grupos norteños del resto de Mesoamérica a menos que lo usemos como fue originalmente concebido" (Weigand 2008, 12).

Como señala Carlos Viramontes en la introducción al libro que aquí nos ocupa, el centro-norte de México es una región donde convergieron una serie de elementos culturales que la distinguieron del resto de Mesoamérica durante la época prehispánica; destacan, entre otras cosas, su calidad de frontera, su pasado chichimeca y la aparente situación ambigua en la que se encontraban los pueblos sedentarios que la habitaron, principalmente durante el primer milenio de nuestra era. Estas tres características han generado muchos debates y han obligado a los investigadores a proponer diferentes definiciones de lo que hoy llamamos Centro-Norte.

Al discutir el periodo Epiclásico (ca. 600/ 700-1000 d.C.) en el valle queretano, Fiorella Fenoglio et al. señalan que, como escenario del pasado prehispánico, este territorio fue testigo de diversas fluctuaciones poblacionales. Los habitantes agricultores de la región parecen haberla poblado y despoblado desde 350/500 a.C. hasta 1520 d.C.; según los autores estos vaivenes se correlacionaron con los diferentes momentos culturales en Mesoamérica. Los sitios arqueológicos de esta parte del estado de Querétaro corresponden al periodo Epiclásico (ca. 750-900 d.C.) el cual ha sido considerado como momento de inestabilidad y reacomodo en Mesoamérica. La "caída" de Teotihuacan dejó incertidumbre política, económica y social en el territorio mesoamericano que produjo una serie de migraciones y movimientos poblacionales desde y hacia las regiones periféricas.

Según los citados autores, el aumento poblacional y el crecimiento en cantidad y tipo de sitios durante el Epiclásico fue resultado de la necesidad de controlar las rutas comerciales y de asegurar el acceso a los recursos naturales, tanto básicos como suntuarios. El crecimiento de estas regiones, tanto social, como económico, se debió a la constante lucha entre las elites locales por obtener control y poder a través de la apropiación de determinadas rutas de comercio y por asegurar el sustento básico dentro de un clima de inestabilidad y alta movilidad social.

En su discusión del asentamiento prehispánico en El Colorado, Querétaro, Juan Carlos Saint Charles afirma que en la arqueología regional son mejor conocidos y más ampliamente estudiados los centros ceremoniales, representativos de las elites dominantes, mientras que los asentamientos correspondientes al pueblo —generalmente localizados en la periferia de los centros ceremoniales— son poco conocidos y estudiados. Los asentamientos en El Colorado, Querétaro, ocuparon una pequeña cuenca y desde cada uno de los sitios era posible observar a los demás por muy distantes que estuvieran, además era posible recorrerlos en unas cuantas horas. Aun cuando damos por hecho que se trata de grupos agrícolas, cabe la posibilidad de que sus actividades principales no estaban relacionadas con la agricultura, ya que los suelos que ocuparon son muy pobres. Pudieron haberse dedicado más bien a la explotación del tezontle que se encuentra en toda el área prácticamente a flor de tierra.

Por otra parte, Elizabeth Mejía y Alberto Herrera proponen que la presencia de recursos fundamentales como el agua no es la única condicionante para la localización de los asentamientos en el Centro-Norte, ya que éstos también se encuentran junto a recursos estratégicos como las fuentes de abasto de pigmentos, desgrasante, barro y rocas. Según estos autores, una nueva visión de las investigaciones arqueológicas tiene que romper con la postura de proyectos políticos que sólo se interesan por restaurar pirámides, trabajo que resulta hueco en el avance de la investigación. Además los proyectos deben ser multidisciplinarios, para que cada especialista aporte los conocimientos de su área y entre todos se logre elaborar una propuesta de interpretación integral.

El conocimiento de la astronomía fue propio de las altas civilizaciones mesoamericanas, aunque es un tema que apenas empieza a estudiarse, sobre todo en la región que nos ocupa. Francisco Granados analiza el tema de las observaciones astronómicas en el Centro-Norte de México, mencionando los casos de El Cerrito, Querétaro y Cañada de la Virgen, Guanajuato. Según este autor, los arquitectos responsables de la planificación y construcción de ambos sitios tomaron como referencia al sol para la orientación de los principales edificios, de tal manera que coincidieran con una serie de fenómenos solares de índole calendárico-astronómico.

Es muy interesante la propuesta hipotética que hace Granados de un calendario para el Cerrito, usando una correlación del año otomí y mexica con el gregoriano, siguiendo la estructura de las "veintenas" propuestas por el Códice Huichapan.

No menos importante es la aportación al presente volumen hecha por Brigitte Faugere y Véronique Darras. Según estas autoras, el conocimiento arqueológico sobre la "cultura Chupícuaro" (ca. 400 a.C.- 200 d.C.) se basó inicialmente en los objetos de cerámica encontrados en los contextos funerarios. Desde las primeras excavaciones, el valle de Acámbaro, Guanajuato, fue considerado como el foco de la cultura Chupícuaro, aun cuando numerosos hallazgos realizados en otros lugares del Bajío revelan una dimensión regional mucho más amplia.

Una de las metas del proyecto fue tratar de interpretar los hallazgos según parámetros funcionales y de extensión, para lo cual las autoras intentaron ordenar los sitios en varias categorías: unidad familiar (concentración de material arqueológico esencialmente doméstico, como tiestos y lítica, además de objetos para la molienda); aldea (probablemente incluye a varias unidades familiares o residenciales con sus anexos respectivos); pueblo (contiene arquitectura monumental para uso comunitario y residencial, así como una gran densidad de materiales); y finalmente sitios especializados (donde se llevaron a cabo actividades específicas, generalmente artesanales).

Estas investigaciones permitieron vislumbrar la existencia de una jerarquía espacial de sitios, así como la presencia de algunos focos de población en áreas estratégicas y de centros rectores. Se trata de un valle altamente antropizado, en el cual las poblaciones Chupícuaro organizaron su vida social y económica, cultivando, pescando, desarrollando actividades artesanales y realizando intercambios. Se vislumbra una organización sociopolítica y económica del espacio, aunque falta mucho todavía para proponer una interpretación precisa al respecto.

Uno de los trabajos más relevantes de la presente colección es el de Gabriela Zepeda y Dehmian Barrales, quienes señalan que es preciso diferenciar entre la identificación de una cultura arqueológica determinada, y la filiación étnica de sus miembros. El presente estudio contrasta datos cronológicos, paleoantropológicos, antropométricos, lingüísticos, etnohistóricos, etnográficos e iconográficos a fin de establecer, de manera tan concreta como sea posible, la identidad del grupo étnico responsable de la cultura arqueológica observable en Cañada de la Virgen. En el caso concreto de este sitio arqueológico, los autores consideran haber recopilado suficiente evidencia para probar una filiación étnica otomí de reciente formación —lingüísticamente hablando— derivada de grupos proto-otomí/ mazahuas que habían sido responsables de anteriores desarrollos culturales en el área.

Un rasgo cultural de innegable raigambre mesoamericana es el de las deidades agrícolas, como las que discute María Elena Aramoni en el sitio de Plazuelas, Guanajuato. En este importante asentamiento prehispánico se han manifestado vínculos entre varios principios divinos: atributos como la fertilidad y el poder de fecundación que unen a una versión de la serpiente emplumada con una deidad de la lluvia (Tlaloc o dioses equivalentes). Asimismo, hay evidencias que sugieren una relación de los dioses de la lluvia y del fuego con el rayo o relámpago; igualmente sobresale su control sobre el tiempo y los ciclos de la naturaleza.

En un intento por dilucidar los patrones de contacto e interacción entre las diversas culturas que habitaron el Centro-Norte de México, Carlos Viramontes y Luz María Flores exploran el paisaje y las representaciones gráficas rupestres. Según estos autores, en su región de estudio habitó una diversa gama de sociedades a lo largo de la época prehispánica, tanto de recolectores-cazadores, como de agricultores. Destacan los sitios arqueológicos con arte rupestre, en los cuales las distintas sociedades, tanto de sedentarios mesoamericanos, como de nómadas y seminómadas norteños, dejaron plasmada una parte fundamental de su forma de pensar y de entender el mundo que los rodeaba.

A estos autores les interesa destacar las regularidades observables en la disposición de los sitios, pues según ellos es probable que esta regularidad se deba a la existencia de un código conocido, sancionado socialmente y aplicado en un espacio natural al que se le atribuyeron connotaciones simbólicas. Las antiguas sociedades de recolectores-cazadores integraban el entorno natural a su cosmovisión transformándolo conceptualmente en un paisaje sagrado con connotaciones rituales. De hecho, el ritual era una actividad básica en la reproducción de estas sociedades y la gráfica rupestre —que probablemente es el resultado de actividades rituales— se manifestaba en espacios generalmente vinculados a elementos conspicuos de la naturaleza: cerros, montañas, manantiales, ríos, arroyos, abrigos, cuevas, frentes y afloramientos rocosos; en general, lugares con una significación especial dentro de la cosmovisión indígena.

Para Viramontes y Flores los diseños que analizaron representan un sistema estandarizado de expresión gráfica, en el cual se observa la intención de repetir motivos pictóricos que tal vez formaron parte de un sistema de comunicación visual, conocido y sancionado socialmente por el grupo que los creó. Los citados autores proponen la existencia de un código visual, tanto en términos de paisaje como iconográfico.

Faltaría todavía establecer si éste responde a un lenguaje, con reglas sintácticas y un código que podría descifrarse a partir de la comparación etnográfica y etnohistórica con otras sociedades de recolectores cazadores del Centro- Norte o del Occidente de México.

Finalmente, según afirman Nicolás Caretta y Antonio Motilla, los cronistas del siglo XVI y posteriores reconocieron que fue más fácil usar el término chichimeca para definir a aquellos "otros" que vivían más allá del territorio controlado por la corona española. Las sociedades que habitaron en esta gran área fueron diversas en lenguas y prácticas culturales, sin embargo, seguramente compartieron ideas y creencias. Ni todos eran cazadores-recolectores, ni todos eran sedentarios; por ninguna razón se les debe ver como grupos a los cuales les fue imposible desarrollar algo equiparable a las culturas mesoamericanas, pues ésta es una definición evolucionista, unilineal y sincrónica. Fueron pocos los frailes, los misioneros y otros españoles (así como los actuales académicos) a quienes les interesó conocer a estos grupos, saber quiénes eran, registrar sus conocimientos, su territorialidad, sus relaciones mutuas, sus lenguas, sus historias sagradas y sus leyendas, pues después de todo eran los "salvajes" del territorio del Norte, a quienes les costó tanto trabajo controlar.

En conclusión, este libro ofrece una colección de estudios firmemente basados en el trabajo de campo y la teoría antropológica, que en su conjunto representan una excelente aproximación a una región que hasta ahora había sido prácticamente ignorada. Esperamos que ésta sea la primera de muchas aportaciones que arrojen luz sobre una tierra ignota, la frontera norteña de Mesoamérica.

 

REFERENCIAS CITADAS

Carrillo, Alberto, "Los primeros poblamientos de chichimecas en tierras de Guanajuato: experiencia y pensamiento de los misioneros agustinos", en Arqueología y etnohistoria: la región del Lerma, editado por Eduardo Williams y Phil C. Weigand, Zamora, El Colegio de Michoacán, 1999.         [ Links ]

Fox, Robert, editor, Eyewitness to history: the first reporters, Folio Society, Londres, 2008.         [ Links ]

Weigand, Phil C., "Continuity: the Prehispanic background for mining, trade, and warfare in northern Mexico and the Southwestern United States", Journal of the Southwest 47(3), 2008, 11-15.         [ Links ]

Williams, Eduardo y P. C. Weigand, "Introducción: Mesoamérica, debates y perspectivas a través del tiempo", en Mesoamérica: debates y perspectivas, editado por Eduardo Williams, Magdalena García, Phil C. Weigand y Manuel Gándara, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2008 [en preparación]         [ Links ].

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