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Salud mental

Print version ISSN 0185-3325

Salud Ment vol.32 n.6 México Nov./Dec. 2009

 

Información y acontecimientos

 

A cinco años de la muerte de Augusto Fernández–Guardiola: científico, amigo y maestro

 

Five years after Augusto Fernández–Guardiola's death: scientist, frind, and teacher

 

Rodrigo Fernández–Mas,1 Alejandro Valdés–Cruz,1 Victor M. Magdaleno–Madrigal,1 Salvador Almazán–Alvarado,1 David Martínez–Vargas1

 

1 Laboratorio de Neurofisiología del Control y la Regulación, Dirección de Investigaciones en Neurociencias. Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz.

 

Correspondencia:
Rodrigo Fernández–Mas.
Calzada México–Xochimilco 101,
Col. San Lorenzo Huipulco.
Tlalpan, 14370
México, D.F.
E.mail: rmas@imp.edu.mx

 

Han pasado ya cinco años desde el fallecimiento de Augusto. Su paso por la vida dejó una gran cantidad de recuerdos, enseñanzas, memorias y tertulias que reflejaban su experiencia y cultura en diversos temas. Era uno de esos raros científicos que no se dedicaban a un tema en específico, sino que creía que la ciencia impone una obligación inherente de tener una idea de amplio espectro de los temas circundantes al de su especialidad. Hacer una biografía completa o un homenaje a nuestro querido Augusto sale de nuestro alcance. Los que coincidieron con él en gran parte de su trayectoria tienen herramientas para hacer una aproximación biográfica completa, muchos de nosotros hemos compartido un breve trecho de tiempo, espacio y trabajo, lo que resulta nimio en una vida larga, no sólo cronológicamente, sino sobre todo por su prolífica y brillante carrera. Respecto a un homenaje, él nunca fue entusiasta partidario de éstos cuando eran para sí.

A poco más de un lustro de su muerte parafraseamos lo que alguna vez escribió: este texto no es un homenaje, es sólo un ejercicio de memoria, un esfuerzo por recordar el trabajo y la importancia del que fue, directa o indirectamente, maestro de tantos. El tiempo seguirá sopesando la permanencia de sus aportaciones. Tampoco fungimos como defensores, puesto que nadie lo ha atacado. Se trata de narrar como cronistas parte del breve tiempo que nos tocó vivir en el lugar más importante para él, su laboratorio.

Augusto, trabajador incansable y equilibrado, formó a una generación de fisiólogos a los que supo enseñarles que la labor científica no es completa si no lleva otras cosas en paralelo: era un hombre que no dejaba los afectos a la entrada del laboratorio, como alguien que deja una escoba olvidada en una esquina después de la labor. Cuando había experimentos en su laboratorio, el ambiente era de expectación porque Augusto se convertía en un gran cazador de neuronas. Armado con una punta de tungsteno de 10 um y diversos aparatos con pantallas verdes y perillas multicolores, un altavoz nos permitía escuchar cómo unos grupos de neuronas hablaban con otros. Este sonido tenía, además de un significado y un código, música. Tenía cadencia, y cuando las cosas iban bien, armonía. Los sonidos de las neuronas que Augusto nos enseñó a escuchar, han quedado grabados en muchos de los que pasamos o continuamos en lo que fue su laboratorio, y son reminiscencias hermosas de experimentos en los que, además, se discutían temas personales, se hablaba de fútbol, de mujeres, de política. Se consolidaban amistades duraderas, a veces para toda la vida.

Augusto nació en Madrid, España, en 1921. Fue en el barrio de Lavapiés, la antigua Judería de Madrid y popularizado por diversas zarzuelas, en el que tuvo una infancia rica en cultura, gente y gente culta (figura 1). Su padre, artista pintor y comunista, trabajó de manera directa con Don Santiago Ramón y Cajal cuando éste daba clases en la Escuela de Medicina de San Carlos, en la calle de Atocha. La familia de Augusto estaba relacionada con los intelectuales liberales de la época como Don Miguel de Unamuno, Don Fernando de los Ríos, entre otros, que circulaban por lugares como el Ateneo de Madrid, que permaneció abierto durante la guerra dando acceso a su magnífica biblioteca, convirtiéndolo así en un oasis dentro del desierto de la barbarie. Contaba Augusto que en diversas ocasiones Don Santiago regañaba a su padre porque pintaba más botones sinápticos de los que miraba por el microscopio. Augusto padre, con seguridad y las manos manchadas por el bicromato de potasio y nitrato de plata de la doble impregnación argéntica, contestaba siempre lo mismo: <<¿no entiende usted Don Santiago, que soy un artista?>>, Don Santiago, que era otro artista, simplemente le daba una palmada en la espalda. Durante algunos meses Augusto padre fue la cámara lúcida de Don Santiago. Augusto hijo tenía admiración por estas personas de bata blanca y, a veces, de rostros malhumorados. Sus tías lo llevaban a esos sitios de efervescencia intelectual liberal y en más de una ocasión, al toparse con Don Santiago en la banqueta o en algún quiosco o café, sus tías le decían: mira Augustito, ese señor es Don Santiago. Augusto, tomado de la mano de su tía y vestido con un trajecito de marinero y pantalón corto, sin saber por qué, troquelaba un respeto y admiración causados tal vez por el tono en el que sus tías se lo decían y porque era parte de la comidilla diaria en casa.

La Guerra Civil Española, que comenzó cuando Augusto tenía sólo 10 años de edad, cambió de manera radical el modo de vida, los usos y las costumbres de su familia y de muchas otras. No se imaginaban el vuelco que darían sus vidas en los años siguientes. El padre de Augusto, por su labor de artista y activista político, diseñó algunos de los carteles de propaganda del Ejército Republicano, de los que se conservan algunos ejemplares que han sido expuestos en diversos foros. Además, Augusto padre se involucró de manera activa en el Ejército Republicano, llegando a tener un alto rango militar y ser el encargado de las transmisiones radiales y comunicaciones que se hacían al resto de Europa para difundir el parte de guerra, en los albores de la radio transmisión (figuras 2 y 3). Estas andanzas de Augusto padre le valieron el título de <<condenado a muerte>> por Franco al final de la guerra, y que duraría hasta que Franco murió en noviembre de 1975. Augusto padre nunca regresaría a su España querida, mientras que Augusto hijo podría regresar sólo hasta que el título caducara, y así sucedió.

 

A los 14 años de edad, Augusto se inscribió en el Batallón Alpino, en el que encontró dos de sus primeros amores: la montaña y la comunicación a distancia. Su labor era la de reparar las líneas (cables) eléctricos que llevaban los mensajes de un sitio a otro. Estos cables estaban enterrados bajo varios metros de nieve, con lo que usaba más la pala que el fusil. Para él eso no era una guerra, era una aventura alpina diaria. Afortunadamente nunca disparó su rifle soviético contra persona alguna. Sólo lo hizo, una vez, contaba, para cazar una vaca despistada y comer su carne cuando la comida escaseaba y el invierno hacía las cosas más difíciles. Augusto tuvo su primer contacto con alguien que se ocupó de enseñarle (en plena guerra) los métodos y equipos de comunicación que se usaban en el frente en esa época. Este militar de rango superior, un tal Teniente Lada, lo introdujo en el mundo de los alambres y los mensajes, mismo que nunca iba a abandonar.

Cuando el balance de bajas estaba en contra de los republicanos con una relación de dos a uno, hubo que dejar España. Salieron hacia Alicante dejando atrás infancia, casa, amigos, al perro, libros, una vida. Augusto, su padre, madre y hermana, tuvieron la fortuna de salir antes de que las tropas de Franco tomaran el puerto de Alicante donde terminó la Guerra Civil. Esto sucedió en abril de 1939, gracias a un capitán inglés que juró no soltar amarras mientras su barco, el <<Stambrook>>, tuviera espacio para salvar una vida más. Contaba Augusto que mientras el barco se alejaba del puerto, con ese movimiento tranquilo y la línea de flotación sumergida, todos en cubierta fueron testigos del horror de los fusilamientos en masa y de amigos comunistas que se daban la mano para luego darse un tiro al unísono, antes de ser tomados presos por Franco. Otros defendían a la República hasta el último momento.

Esta escena (y la de algunos submarinos alemanes que afortunadamente no abrieron fuego) los acompañó en su trayecto hasta Orán, Argelia, en donde estuvieron recluidos en un campo de concentración francés. Niños y mujeres en un lado, hombres en otro, mirando todos desde las ventanas de sus barracas ondear la bandera francesa con su trilogía absoluta: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Fue en este campo en el que Augusto comenzó a relacionarse con intelectuales locales que lo ayudaron a conseguir su primer trabajo en el laboratorio de análisis químicos de una fábrica de cemento en la que aprendió la labor de contar, pesar y medir (figura 4). Además, se atrevió a optar por una plaza de profesor de español que le permitió contactar a gente que estaba poniendo sus miras hacia América. Se formó un grupo de refugiados que tenían la intención de dejar Argelia enviando peticiones a diferentes gobiernos, entre los que destacaron el de México, la URSS y el de Nicaragua. La Nicaragua de Anastasio Somoza (Tacho). La respuesta de Nicaragua fue un paquete con pasaportes que les darían acceso a una nueva vida, mientras que el gobierno de Perú contestó que no querían ahí <<comunistas sucios>>.

Otra vez se hicieron a la mar, esta vez en un barco de bandera francesa, el <<Commissaire Ramel>> que los llevó a Panamá y luego al puerto de Corinto, en Nicaragua, en el que Augusto se topó con quehaceres insospechados. Su primer trabajo pagado fue de futbolista, jugó para el equipo de la Guardia Nacional de Somoza. Contaba Augusto que en esos juegos, totalmente llaneros, algunas veces se perdía el balón porque nadie se había tomado la molestia de cortar el pasto. En esta época tuvo contacto con la fundación Rockefeller, para la cual hacía estudios de los mosquitos que transmitían el paludismo. También fue encargado del laboratorio de análisis clínicos del puerto, en el que se controlaba la salud de aquellas mujeres de <<moral distraída>> que apaciguaban los ánimos de los <<marines>> estadounidenses que ahí vivían (figura 5). Augusto ya se había topado con un microscopio, pipetas y demás artefactos que lo acompañarían el resto de su vida.

Cuatro años después, la familia llegó a México apoyada, inclusive de manera económica, por el General Lázaro Cárdenas. México sería su verdadero país, el que le daría una carrera académica y por el que cambiaría su nacionalidad. Augusto tenía la idea de hacer una carrera en el área de la química. Inmediatamente se puso en contacto con la UNAM pero no le fue posible encontrar lugar en esa carrera, de manera que optó por la de medicina.

Una vez en la Facultad de Medicina de la UNAM, tuvo contacto con investigadores y médicos que le darían dirección definitiva a su interés académico. Fue alumno del doctor Dionisio Nieto, el doctor Efrén C. del Pozo y el doctor Ramón de la Fuente Muñiz, con quien tendría una relación y amistad fructífera para el resto de su vida. En esta época gloriosa para la neurofisiología integrativa y la neuropsiquiatría, Augusto se topó con el modelo de estimulación y registro de la actividad neuronal en humanos y animales, y con la psiquiatría, que aprendió con el doctor Ramón de la Fuente, con lo que se formaría herramientas experimentales que luego habría de implementar en sus laboratorios (figura 6). Se involucró de manera activa con los círculos de intelectuales de ideas progresistas, tanto en la ciencia como en la política. Fue así como se relacionó con Gabriel García Márquez y con Fidel Castro, quien lo invitó a fundar un instituto de investigaciones cerebrales en la Habana, en 1962. Contaba Augusto que Gabriel García Márquez, desconocido en esa época, tenía una situación precaria que no le permitía vivir sólo de escribir. En más de una ocasión, Augusto le daba espacio en su casa y lo apoyaba hasta económicamente en la época en la que <<Gabo>> escribía Cien Años de Soledad, con una máquina de escribir que él mismo le prestó. Más de una persona ha dicho que el personaje del gitano Melquíades está inspirado en Augusto, Melquíades con sus imanes, Augusto con sus microscopios. Un buen día Augusto tuvo la oportunidad de viajar a Cuba, apoyado directamente por Fidel Castro, para formar parte del equipo que fundaría el Instituto de Investigaciones de la Actividad Nerviosa Superior en la Universidad de La Habana. Establecido en Cuba, viajó a Moscú para traer dinero que se usaría en el equipamiento del instituto. El dinero lo trajo consigo en dos maletas, en una escena parecida a la de alguna novela de Norman Miller. Esta relación terminó cuando el mismo Fidel (y otros, entre ellos un fisiólogo) lo <<purgaron>> por insinuar que sería mejor y más barato comprar el equipo en Estados Unidos, en lugar de traerlo de Europa. Augusto regresó a la UNAM, al Instituto de Investigaciones Biomédicas, en donde trabajó varios años junto a Carlos Guzmán, Alfonso Escobar y otros. Luego, se cambió a la Facultad de Psicología, en la que permanecería hasta el final y de la cual llegó a ser Profesor Emérito.

La casa de Augusto era, guardando respeto al templo de Minerva, un ateneo por el que pasaba gran cantidad de gente. Se formó un grupo de fisiólogos de línea dura, psicólogos, literatos y hasta músicos, que constantemente debatían ideas en torno a una buena paella y las botellas de vino que la orbitaban. La discusión podía ser cualquiera. Desde la cantidad de sal o agua, o algún aspecto del quehacer en los laboratorios. En esta época Augusto fundó la Unidad de Investigaciones Cerebrales en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía, la que dirigió por casi diez años (figura 7). Más tarde fue invitado por el doctor de la Fuente a formar parte del Instituto Mexicano de Psiquiatría, en donde fundó la División de Investigaciones en Neurociencias que estuvo a su cargo desde 1979 hasta el 2002 (figura 8).

 

El principio de la década de los noventa fue un periodo muy prolífico en cuanto a la cosecha de reconocimientos, si bien para Augusto no eran una meta en sí, éstos dan una perspectiva del camino recorrido hasta entonces. En el año de 1992 recibe el Premio Universidad Nacional en el área de Investigación en Ciencias Naturales, y en ese mismo año es distinguido como Profesor Emérito de la Facultad de Psicología de la UNAM. Es de destacar que uno de los dos Profesores Eméritos de esta Facultad es un fisiólogo, al que se le debe prácticamente la fundación de la psicofisiología en nuestro país. Augusto fue uno de los que rompieron esa visión que no hacía distinción entre psicólogo y psicoanalista, además de que un sinnúmero de psicólogos se formaron en sus clases y conferencias, así como bajo su tutela en el laboratorio. Un año después fue distinguido como Investigador Emérito por el Sistema Nacional de Investigadores.

En esa misma época, algunos investigadores que se formaron bajo su asesoría, habían logrado su consolidación, entre ellos Luisa Lilia Rocha Arrieta, Rafael Gutiérrez Aguilar, Gustavo Luna–Villegas (fallecido en julio de 1998), Adrián Martínez, José Marcos Ortega, Francisco Pellicer, entre otros. Con ellos, Augusto publicó trabajos de importancia, que a su vez serían la pauta que estos investigadores seguirían en su camino independiente. Mención aparte merece José María Calvo, <<el doctor Chema>>, quien llegó a ser una especie de primogénito e hijo pródigo para Augusto, ya que a pesar de ser invitado a laborar en otras instituciones por ser uno de los investigadores de la fisiología del sueño más importantes en el mundo, prefirió seguir trabajando en el mismo Instituto, junto a él. Era su confidente y cómplice con el que comentaba y discutía del devenir de la ciencia, de la situación del Instituto, de sus más recientes hipótesis y de sus afectos. Chema llegó a ser una especie de hermano mayor de todos los que nos formamos con Augusto, ya que nos daba cobijo después de alguna reprimenda o nos orientaba de manera desinteresada, siempre con bonhomía.

La formación de lo que llegó a ser su último grupo de investigación se dio en esas circunstancias en el año de 1994. Ante el espacio que dejaron los investigadores consolidados, no hubo traba alguna para que se integraran nuevos estudiantes ya sea para hacer su tesis o su servicio social, o simplemente para adentrarse en el mundo de las neurociencias. Una ventaja con la que contaban los que recién llegaban, era que Augusto, a pesar de tener ya los máximos grados que como investigador y profesor se pueden alcanzar, tenía todavía esa chispa que le llevó a plantear nuevas hipótesis y llevar sus líneas de investigación hacía nuevos derroteros (figura 9). Como él mismo lo decía <<ya estaba más allá del bien y del mal>> y quizá ya no hubiera sido necesario, a sus 73 años, ser asesor de nuevos estudiantes, pues ya estaba lejos de la obligación de los informes y los puntos que tratan, de manera imprecisa, de definir la calidad de un investigador.

El laboratorio contaba con varios investigadores que mantuvieron la continuidad del trabajo, además de mantener colaboraciones tanto en el mismo instituto, como con otras dependencias. Las líneas de trabajo se siguieron concentrando en el estudio de los mecanismos de las crisis experimentales inducidas por la estimulación eléctrica del sistema límbico y por la aplicación tópica de penicilina en la amígdala del lóbulo temporal del gato. Además se continuaba con el estudio experimental del sueño con registros a largo plazo.

Su entusiasmo seguía siendo contagiante, así fuera el décimo experimento de la serie. Era obligación esperarlo para iniciar porque sus palabras eran <<a ver qué cosas maravillosas podemos encontrarnos hoy>>. También, ante un nuevo experimento o un replanteamiento, decía <<ya verán cuánto vamos a aprender>>. Esas tardes de experimentos de varias horas eran enriquecedoras, entre preguntas que nos hacía acerca de los fármacos que utilizábamos, del área anatómica que estudiábamos, del correcto uso del español, regaños por el ruido o el registro poco claro, nos llenaba de historias de otros investigadores, de sus maestros, de sus inicios en la investigación, sobre sus viajes, sobre el fútbol. Siempre atento a una pantalla, al momento de la estimulación o de la aplicación de sustancias. Nunca aprendimos tanto: teníamos parte de la historia a la mano.

Durante esos largos experimentos nunca mostraba impaciencia. A pesar de nuestra impericia para hacerlos, al ver que estábamos absortos y dispuestos, mandaba por las tortas, porque sabía que la jornada era aún larga. Y en muchas ocasiones se extendía hasta la discusión en un restaurante, donde terminábamos la jornada laboral y comenzábamos una de otro tipo.

Sin embargo, la perenne necesidad de hacerse nuevas preguntas sobre los fenómenos en estudio, llevó a que Augusto planteara una nueva línea de investigación. Al revisar la bibliografía acerca de la utilización de la estimulación eléctrica del nervio vago como un método para controlar las crisis epilépticas refractarias, hizo una revisión exhaustiva no sólo de los trabajos más recientes, sino de los trabajos pioneros sobre el tema, haciendo un repaso desde Bremmer hasta Woodbury.

Después de semanas de expectativas, en las que nos daba sobretiros para que los estudiáramos, nos pedía que le hiciéramos fotocopias legibles de cierto trabajo, nos mandaba a las bibliotecas de otros institutos para conseguir algún artículo (recordemos que en 1997 los servicios en línea estaban en ciernes). Una tarde llegó al laboratorio y llamó a todos, nos miramos uno al otro, preguntándonos en qué análisis o experimento nos habíamos equivocado, esperando el regaño. Nos dijo que la noche anterior había tenido insomnio, que lo aprovechó leyendo y repasando artículos y por la madrugada, cuando durmió un poco, soñó que la estimulación eléctrica del nervio vago podría afectar la epilepsia producida experimentalmente y que habría un efecto sobre los elementos fásicos del sueño de movimientos oculares rápidos, señalándonos figuras y gráficas de artículos.

Para corroborar esa hipótesis teníamos que hacer un nuevo montaje de experimentos, que fueron desde el diseño del electrodo, hasta los parámetros de estimulación y el desarrollo de sistemas de análisis computacional. Todos los días estaba presente en pruebas e implantaciones. Después de un tiempo obtuvimos los primeros resultados, los que coincidieron con la invitación al Simposio Internacional sobre <<Kindling>>, en 1998 (que tuvo lugar en la British Columbia University), donde fue nombrado <<Discussant>>, para resumir y sacar conclusiones del encuentro. Originalmente, en el libro que se editaría a propósito de la reunión, sólo aparecerían los comentarios en general. Pero nos apresuró para llevar los resultados que habíamos obtenido, e incluso las últimas figuras las enviamos por fax (el correo electrónico aún no era de uso corriente), para que antes del resumen hiciera una breve presentación. El trabajo tuvo buena aceptación por lo que fue incluido como un capítulo del libro. Un año después se publicó el trabajo en extenso, el cual hasta estos días sigue siendo citado. Esto solidificó esta línea de investigación que es la que se mantiene en el laboratorio en el que trabajó por 20 años.

Su trayectoria fue reconocida con el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1999, el cual celebró con sus hijos y con los miembros del laboratorio en locales de buen vicio del Centro Histórico de la Ciudad de México, mismos que había recorrido cuando en el Instituto de Estudios Médicos y Biológicos de la UNAM, allá en los años 50, era un investigador incipiente y vespertino. Sus maestros le habían dado cabida en sus laboratorios y en las aulas de la Escuela Nacional de Medicina frente a la Plaza de Santo Domingo. Tomó nota del entorno actual, que comparó con el de su tiempo.

A principios del siglo XXI Augusto era muy requerido para conferencias y homenajes y para hacer presentaciones de libros. También era solicitado para dar impulso a proyectos nuevos, como era la editorial de la carrera de Psicología de la FES Zaragoza de la UNAM, donde participó escribiendo un capítulo de un libro sobre la conciencia. Además, se daba pausas para disfrutar de las cosas que le apasionaban, como era el fútbol. Compartía con nosotros los juegos del Real Madrid, de los Pumas de la UNAM, o de las Selecciones de México y España, que veíamos en su casa departiendo con la pasión casi comparable con la que discutíamos en algunos seminarios. Incluso llegó a nombrar <<Mohamed>> a un prototipo de un estimulador automatizado desarrollado en su laboratorio, haciendo alusión a un llamativo futbolista del Toros–Neza, un equipo de breve estancia en la primera división, que suponía de nuestra preferencia. A su vez, se volvió asiduo seguidor del equipo de fútbol del Instituto Nacional de Psiquiatría, donde jugábamos casi todo su grupo de colaboradores. Nunca perdía la oportunidad de tomarse la foto oficial con el equipo, siempre al centro, mirando a la cámara con la sonrisa de aquél jugador pícaro que dicen que fue (figura 10). Era grato verlo, casi siempre en el córner del lado izquierdo de la portería sur, quizá remembrando sus juegos en Nicaragua, donde en aquellos llanos de pasto enorme era hábil para cobrar los tiros de esquina. Ahí, sin soldados y en el llano de tierra suelta, miraba la parábola del balón como cuando miraba el registro de una neurona caprichosa.

A veces lo encontrábamos en el umbral de la ventana, como buscando nuevas preguntas, inquieto ante la guerra que surgió en Medio Oriente, por su tierra natal y por su país, el que eligió cuando decidió darle la espalda a las sirenas que lo seducían cuando remaba en el Parque del Buen Retiro de Madrid. Paradojas del tiempo: quien llegaba verdaderamente comprometido al laboratorio de Augusto, sabía que tendría que partir tarde o temprano a abrir nuevos espacios para la ciencia. Sin embargo, éste, el último grupo que formó, lo hizo crecer con la silenciosa certeza de que a él le tocaría partir, sin encrucijadas. Partir siempre es un inicio o un final. Partió de España a Argel por el final de una guerra, de ahí a Nicaragua para iniciar la búsqueda de un rumbo y después a México de donde se fue y volvió, principio y fin. También le tocó ver partir a la mayoría de los investigadores que formó, y ahora a nosotros nos tocaba verlo partir a él, dando inicio a la nostalgia. Es cierto que las historias, éstas, las particulares, que se escriben día a día, las que nunca llenarán estantes ni encabezados, se forman de lo que recordamos, que siempre tendrá un matiz cargado de sentimientos propios, de ideas y prejuicios. Cuando estando en el laboratorio nos avisaron de su muerte, no hubo palabras; la noticia de que tu maestro y amigo ya no está, provoca un estupor que no acaba de disiparse, quedando en cada uno de nosotros la sensación de que él, de algún modo, puede ser vagamente inmortal.

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