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Acta poética

On-line version ISSN 2448-735XPrint version ISSN 0185-3082

Acta poét vol.42 n.2 Ciudad de México Jul./Dec. 2021  Epub Sep 27, 2021

https://doi.org/10.19130/iifl.ap.2021.2.18122 

Thema

Del derecho a la literatura: Boccaccio y la (re)codificación de la novela

From the Right to Literature: Boccaccio and the (Re)coding of the Novel

Raúl Rodríguez Freire1  *

1Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, rodriguezfreire@gmail.com


Resumen:

La relación entre el derecho y la literatura tiene diversas formas, pero rara vez se menciona el modo en que el derecho contribuyó a la formación de la novela moderna. Como muestra este ensayo, ello fue posible porque la codificación del derecho romano realizada por Justiniano fue apropiada por Boccaccio, quien, a su vez, codificó la novela. La codificación le permitió reunir un conjunto heterogéneo de relatos bajo un potente marco articulador. Pero, además, como se mostrará en estas páginas, el término mismo de “novela” proviene también de Justiniano, pues así tituló su trabajo legislativo posterior a sus Constituciones.

Palabras clave: Derecho; novela; Decamerón; Boccaccio; Justiniano

Abstract:

The relationship between law and literature takes various forms, but the way in which law contributed to the formation of the modern novel is rarely mentioned. As this essay shows, this was possible because Justinian’s codification of Roman law was appropriated by Boccaccio, who, in turn, codified the novel. Coding allowed him to gather a heterogeneous set of stories under a powerful articulating framework. But in addition, as will be shown in these pages, the very term “novel” also comes from Justinian, since that is how he titled his legislative work after his Constitutions.

Keywords: Law; Novel; Decameron; Boccaccio; Justinian

César fui, soy el mismo Justiniano

que quitó, inspirado del Espíritu,

lo excesivo y superfluo de las leyes.

Dante, “Paraíso” VI.

I. Preámbulo

1. En uno de sus textos más controversiales, “Cómo el derecho se parece a la literatura”, el afamado profesor Ronald Dworkin proponía analizar los casos jurídicos de manera similar al modo en que un crítico literario toma a su cargo una novela. No era la primera vez, por cierto, que lo señalaba. “El derecho es un tipo de empresa cuyas proposiciones no describen el mundo real de la forma en que lo hacen las comunes, sino que son proposiciones cuya aserción está justificada por reglas básicas como las del ejercicio literario” (178), señalaba en un ensayo publicado inicialmente en 1978 y luego incorporado, junto al ensayo ya mencionado (publicado en 1982), en su importante libro Una cuestión de principios (A Matter of Principle, 1985). Y resulta polémico no sólo porque se afirmara que se comprendería mejor el derecho, comparándolo con el ejercicio de la interpretación en otros campos disciplinares, como el de la literatura. Lo es porque está criticando duramente la comprensión que del derecho tiene H.L.A. Hart, uno de los filósofos del derecho más importantes del siglo XX. Así como Hart criticaba la idea del derecho esgrimida por John Austin y Jeremy Bentham (órdenes respaldadas por las amenazas de un soberano), a pesar de que ni siquiera lo nombre, Dworkin mostrará los límites de Hart y su principal obra, El concepto de derecho. La discrecionalidad ante los llamados “casos difíciles” está al centro de este debate, cuestión que involucra, primero, la posibilidad de creación de ley por parte de un juez, luego los métodos de interpretación y, finalmente, las respuestas ante controversias jurídicas (los llamados casos difíciles) (Rodríguez 1997: 19). No es que Hart desconsidere la importancia del lenguaje; lector de Wittgenstein y sus juegos del lenguaje (que cita aprobatoriamente) y de J. L. Austin y sus actos de habla, reconoce su rol para comprender de mejor manera lo que llama realidad. El diferendo surge cuando se está ante una regla imprecisa que, a juicio de Hart, da cierta libertad de decisión a un juez, permitiéndole no aplicar sino crear derecho para un caso determinado. Para Dworkin tal libertad no existe y para demostrarlo recurre a la literatura.

2. Como la crítica literaria, la práctica jurídica radica en la interpretación, y ello más allá de un hecho puntual como sería el de interpretar un documento o una determinada ley, pues para Dworkin el derecho es pura interpretación, lo que hace de él “una cuestión profusa y profundamente política” (afirmación, por tanto, que debería ser extensible a la literatura, aunque no lo señale). Uno de los puntos interesantes de su lectura estriba en la necesidad de obliterar la intención del autor, cuestión que devela la seriedad con que asume el ejercicio de la crítica literaria y lo informado que está al respecto. Ahora bien, lo que aquí nos interesa es lo que llamó “la cadena legislativa”, fórmula con la que busca responder al modo en que deben resolverse judicialmente los casos difíciles. Y para presentarla, recurre a un ejercicio muy literario:

imaginemos un grupo de novelistas que ha sido llamado a realizar un proyecto y que éstos se sortean el orden en que van a intervenir. Quien saque el número menor escribe el primer capítulo de la novela, cuyo autor enseguida enviará al siguiente para que éste escriba un segundo capítulo en el entendimiento de que estará agregando un capítulo a esa novela y no reemplazando una nueva y así sucesivamente. Así las cosas, todos los novelistas excepto el primero tienen la doble responsabilidad de interpretar y crear porque cada uno de ellos debe leer todo lo que se ha elaborado con anterioridad para así establecer, en el sentido interpretativo, en qué consiste la novela hasta ese momento creada […] Debe tratarse de una interpretación de un tipo que no esté atada a la intencionalidad porque, por lo menos para todos los novelistas después del segundo, ya no existe un único autor cuyas intenciones pueda intérprete alguno considerar decisivas porque así lo establecieron las reglas del juego (165-166).

Como vemos, el primero goza de una libertad que le permite crear a su arbitrio una historia que quienes le siguen, para crear, tendrán indefectiblemente que interpretar. Asumir seriamente este ejercicio, señala Dworkin, debe conllevar no a una novela iconoclasta, ni a una serie de cuentos breves e independientes unos de otros, sino a un texto unificado y coherente. “Tal vez -dice- se trate de una tarea irrealizable. Quizá el proyecto esté condenado a producir no sólo una novela mala, sino que ni siquiera produzca una novela, ya que la más aceptada teoría estética requiere de un autor único, o si se trata de más de uno, cada uno debe tener algún control sobre el conjunto” (166). Se equivoca Dworkin. El Decamerón fue construido teniendo en mente un ejercicio imaginativo similar, que terminó dando lugar a la primera novela “moderna”, una novela que no sólo le permitiría más tarde a Cervantes escribir Don Quijote, también a nosotros comprender mejor la tarea que se dio en el siglo vi el emperador Justiniano, cuando decidió codificar el derecho romano, que por siglos se venía escribiendo de manera no unificada y poco coherente. Para Dworkin, cuando un juez enfrenta un caso para el que ninguna norma jurídica se presta a su solución y, por tanto, debe responder teniendo en cuenta “las decisiones tomadas por otros jueces en el pasado” (166) ante casos similares, está operando “como uno de los novelistas en la cadena” (167). Teniendo en cuenta lo que, “con estilos y filosofías distintas”, e incluso creencias distintas, han dictaminado o realizado otros jueces, en un pasado que seguramente contó con otras convenciones jurídicas y otros procedimientos, un juez debe interpretar lo que “ha venido ocurriendo porque tiene la responsabilidad de hacer progresar esa empresa que tiene entre manos” (167). Leer e interpretar la tradición a fin de enfrentar el presente, parece ser para Dworkin el modo en que se puede suspender la discrecionalidad jurídica, a la vez que no dar espacio a la posibilidad de crear derecho arbitrariamente. Actuar de este modo permite mantener y fortalecer “una concepción sobre la integridad y coherencia de la ley como una institución” (170), procedimiento que se acerca, y no poco, a la interpretación literaria, cuya comparación en este punto, a su juicio, también sigue siendo válida.

3. La relación entre derecho y literatura alcanza cada día más lectores, pero continúa mayoritariamente circunscrita a la representación literaria de la ley o de un juicio en particular. Lo de Dworkin resulta interesante porque su acercamiento es otro, apuntando a cómo los juristas pueden mejorar la comprensión del derecho y, por ello, de su propio ejercicio. Mi acercamiento en lo que sigue será el inverso. Adentrándonos en la historia del derecho, en su propia “cadena legislativa”, podemos mejorar la comprensión de eso que seguimos llamando novela, que, como término, es algo que precisamente le debemos al derecho. Una vez que hayamos establecido su desplazamiento hacia el medio de las letras, veremos cómo la forma del derecho, su codificación, hizo posible lo que los especialistas llaman “la codificación del Decamerón”.

II. De la novela legal a la novela literaria

4. Repararemos entonces en lo que el término novela refiere o refirió antes de ser recogido por la rae y fijado como “ficción o mentira en cualquier materia”, pues resulta que no es o no fue ni lo primero ni lo segundo, aunque así se lo viene institucionalmente definiendo, con pocas variaciones, desde el Diccionario de Autoridades (1726-1739) en adelante. Novela es hoy para la Real Academia un término propiamente literario, tanto en su primera (obra literaria) como en su segunda (género literario) acepción, pero novela, antes de ser sustantivo, fue adjetivo (y también adverbio), y como tal se lo empleó en el ámbito del derecho, que es de donde (al parecer) pasó a la “literatura”. A quien debemos responsabilizar es a Justiniano, que nombró uno de sus trabajos Novellae Constitutiones, esto es, Nuevas leyes, puesto que, como señala la continuación del título, quae post nostri codicis confectionem (“que se confeccionaron después de nuestro código”), en referencia al Codex (que reúne promulgaciones imperiales) emitido el año 529 y que lleva su nombre (Iustinianus ). Escritas en su mayoría en griego (de ahí el título por el que también se le conoció Νεαραί διατάξεις), posiblemente fueron publicadas de manera bilingüe, por lo que de ambas lenguas se desprende que Novellae refiere “reciente”. Se encuentran otros usos, como por ejemplo, Novellae vitis, que se traduce como “nueva vid o viña”, mientras Novella haec oppida, como “plazas recién conquistadas”, y ello tan temprano como en Tito Livio, que en su Ab Urbe Condita (desde la fundación de la ciudad, que es como tituló su célebre historia), a propósito de Gneo Marcio, escribió: “Inde in Latinam viam transversis tramiti bus transgressus, Satricum, Longulam, Poluscam, Coriolos, novella haec Romanis oppida ademit” (II: 39), que se traduce como: “Luego tomó Sátrico, Longula, Polusca y Corioli, pueblos que los romanos recientemente habían conquistado”. El término, por tanto, tiene unos antecedentes en los que debiéramos reparar, y lo mismo ocurre si nos vamos al griego, dado que, siguiendo el famoso A Greek-English Lexiconde Liddell y Scott, νεαρός refiere a joven (νεαροί en Agamenón, de Esquilo, por ejemplo), a una cosa nueva (νεαρά, en Nemea VIII, de Píndaro) y, en vínculo, a reciente (ξυντυχίαι, en Antígona de Sófocles), términos todos que dan cuenta de la importancia, como diría Cicerón, de penetrar en la “añeja vejez de las palabras” y descubrir sorpresas que bien podrían hacernos replantear algunos de los términos con que hoy, recién iniciado el tercer milenio de nuestra era, asumimos el trabajo literario.

5. Y si nos atenemos al medio legal, lo cierto es que Justiniano tampoco fue el primero en recurrir a novelláe, como se suele señalar. En The Oxford Dictionary of Byzantium se nos informa que novel (νεαρά) correspondía al “término para un edicto imperial”, y como tal se lo conoció desde el siglo IV de nuestra era en adelante; así se lo empleó para las ordenanzas promulgadas después del Codex Theodosianus, unos cien años antes que Justiniano I, cayendo prontamente en desuso. Reapareció cuando la obra legislativa (y compilatoria) del mismo Justiniano estaba siendo “puesta al día” por el emperador bizantino León VI (866-912), que también publicó sus propias novelas, una colección de 113 edictos que, como era de esperar, se transmitieron bajo el título de Novellae, aunque originalmente se dice que fueron tituladas “rectificación y purificación de las antiguas leyes”. A inicios del primer milenio, el término se volvió a usar con mayor profusión, y siempre como sinónimo de edicto, pero una vez más su empleo comenzó a menguar, hasta el punto de que acabó reemplazándoselo por otros como chrysóvoullo (bula de oro o crisóbula, y más tarde simplemente documentos solemnes, incluso sin necesidad de bulas), prostagma (ordenanza) y horismos (decreto imperial, equivalente a una ordenanza). Si se obliteran las dos únicas menciones que realiza Jorge Paquimeres antes de perderse, la única referencia conocida de un edicto que llevara el nombre de novel en el periodo bizantino tardío fue una formulada por Andrónico II, en 1306, a propósito de la sucesión intestada (The Oxford Dictionary, 1496). Con todo, el término en cuestión continuó anclado al nombre de Justiniano hasta nuestros días, a pesar de que, como ha señalado Timothy G. Kearley, “Justiniano nunca emitió una compilación oficial de estas nuevas constituciones [constitutions], sino que personas privadas llenaron el vacío y crearon compilaciones no oficiales en varios formatos” (“The Creation and Transmission”: 379-380). En su cuarta acepción, la RAE indica: “Der. Ley suplementaria de un código”, ello dado que, tal cual, Novellae constituye, junto al Codex, los Digesta (o Pandectas) y los Institutas, el llamado Corpus iuris civilis del derecho romano legado por el emperador. De ahí que Ildefonso L. García del Corral, traductor de la totalidad del cuerpo del derecho civil justiniano, haya señalado en una nota que si ha “respetado la versión Novelas dada a la palabra novellae (nuevas, últimas)”, lo ha hecho no más que “por hallarse consagrada por el uso”, de manera que no se puede pasar por alto que se trata de una “impropiedad e inexactitud” (7). Resulta relevante, por tanto, constatar que el afán de Justiniano estriba en el hecho de que “cosas que ciertamente con frecuencia obtienen parcialmente auxilio, pero que [sólo] como posibles se hayan escritas en las leyes”, comiencen a tener, como diríamos hoy, realidad (palabra que los romanos de entonces no conocieron) en la legislación, “de suerte que presten común utilidad a todos”, sin tener necesidad “constantemente [d]el mandato de los Emperadores”(7);3 por lo que fue no sólo la preocupación por compilar y publicar las leyes, sino también por robustecer su injerencia, lo que llevó a Justiniano a redactar otras nuevas, esperando, así, reducir la arbitrariedad. Al hacerlo, nos legó un término que no inventó, pero que, sin tampoco habérselo propuesto, hizo posible que alcanzara el siglo XXI en un medio del que el Derecho siempre ha querido distanciarse, por todo lo que les une, sólo que en lo que hoy llamamos “literatura”, el término novela comenzó a circular cuando en el derecho, según hemos visto, comenzaba a desusarse.

6. En otras palabras, por el mismo periodo en que el uso del término novel (o novelle) en el derecho comenzara a menguar, en otro registro, reciclado, diríamos hoy, cobraba inusitada fuerza, pero también con un sentido que dista, y no poco, del contemporáneo. Novel o novela también refirió a “información” o “noticias”, que es como la encontramos en la Chanson de Roland (“De Guelenun atent li reis nuveles”: “El rey espera noticias de Ganelon”), escrito a finales del siglo XI, lo que da cuenta de que con él luego se querrá decir es, una vez más, “novedad” y como tal, señaló María Cristina Azuela Bernal, “presupone la dualidad entre ‘ser’ y ‘devenir’, entre lo ‘conocido’ y lo ‘desconocido’ ”. De ahí el paso hacia otra (o nueva) ambigüedad, la que se da “entre lo ‘ya verificado’ y lo ‘solamente posible’ ”, lo que, agrega Azuela Bernal, vincula el término a “la visión de una realidad en movimiento con matices innegables de ambigüedad entre verdad y mentira, realidad y leyenda” (32). Este vínculo con la verdad y la mentira responde más a una lectura de nuestra época que posiblemente a lo que hacia fines de la Edad Media con novella se quería referir. En La letra y la voz, Paul Zumthor señala lo siguiente: “los eruditos que en el siglo XII realizaron para una caballería en vías de sedentarización los relatos maravillosos que ellos llamaron ‘novelas’, les dieron por resorte narrativo la ‘aventura’, nombre curioso venido de un futuro latino, y que designa alguna escapada hacia adelante, en el tiempo, es cierto, pero primeramente en el espacio” (110). Sin proponérselo, Zumthor nos permite especular, pues no hay como una aventura, puro devenir, para encontrar lo novedoso, lo desconocido, todo lo cual arrojará indefectiblemente noticias de nuevos mundos.

7. En el sentido “literario”, las fuentes permiten señalar que es en Francia, y varios siglos después de Justiniano, donde lo encontraremos con fuerza, pero parece provenir de Italia, pues se trata además de una traducción del Decamerón. A fines del siglo XII el término apareció en ese país como Novellino,4 consistente en una colección de cuentos toscanos, de donde se extendió, como ha señalado Nelly Labère, “a Francia, España y Portugal -y se encuentra además en una competencia muy fuerte con los términos conte, cuento, conto” (22), dada su forma-. En Francia, Il Novellino hace su entrada más tarde como Cent Nouvelles Nouvelles, que aparece alrededor de 1460, empleándoselo como “información” y como “novela corta”, en un claro “préstamo” literario italiano, al decir de Labère, que además agrega: “Sin embargo, lejos de constituir dos formas separadas, existen significados en torno a las cuestiones del flujo de información. La terminología literaria proviene de un cambio formal de ‘información oral que fluye de boca en boca’ hacia información escrita que juega con la ficción de la oralidad. En tanto medio de comunicación, la noticia se constituye como ‘publicidad’. ‘Palabra que sale de la boca’, se difunde por intercambio y se estructura finalmente por escrito” (23). Esta ambivalencia atraviesa las Cent Nouvelles Nouvelles, puesto que en Francia el término se fortalecerá diseminadoramente. “Al principio”, escribió Roger Dubuis, “sólo el significado etimológico cuenta: ‘lo que es novedad [neuf], nuevo [nouveau]. Los dos elementos más interesantes en la evolución semántica de la familia son el verbo “novelar” [noveler] (también encontramos las formas ‘noveller’ y ‘nouveller’) y el sustantivo ‘novelista’ [novelier].5 Es, también, “difundir noticias”, es decir, “dar a conocer a los demás un nuevo elemento, contarlo” (10). Se trata, como vemos, de un deslizamiento importante, puesto que novedad se mueve hacia información y de ahí llegamos a contar, a un paso, por tanto, de narrar o, como diría el mismo Boccaccio, raccontare. Y lo mismo podemos ver que ocurren en español, donde no podemos sino recurrir a Corominas, quien nos dice, por ejemplo, que “novelero”, un italianismo, es un “derramador de fama de cosas nuevas”, además de “contador de novelas”. Por supuesto, nuevo viene del latín novus, y que, en gallego y portugués, como en el griego, refiere “el más joven”; se derivan de aquí términos como “noticia”, “renombre”, “hechos famosos”, “novedad”, “novedoso”, etc. En cuanto a novela, dice Corominas, ésta viene del italiano “novella”, y refiere en español “noticia”, además de “relato novelesco más bien corto”. Como se ve, a pesar del conjunto de estos desplazamientos, no es difícil percibir que, de diversas maneras, ya se encuentran en la misma novellae justinianea o la rondan, más bien, pues si pensamos en lo que vienen a cumplir las leyes que el término buscó reunir, damos de frente con nueva información (leyes en este caso), que había que poner en conocimiento de los ciudadanos, lo que haría de Justiniano un gran novelier del derecho. Por supuesto que el término tendrá maravillosas mutaciones, desde Cervantes, que lo magnificó, hasta Roberto Bolaño y su 2666, pero es claro que se trata de una herencia del derecho que la literatura hizo suya. Las novelas de Boccaccio, como las de León VI, e incluso las de Justiniano, son breves y muchas, por lo que no es sólo un término el que se nos ha legado, también una forma, una forma que, como las leyes, cambiará en su composición, pero se mantendrá en su múltiple y heterogénea brevedad.

8. Como señalaron Robert J. Clements y Joseph Gibaldi en The Anatomy of the Novella, el marco o cornisa “motiva de manera plausible la relación y presta unidad estructural a una serie de historias que de otro modo no estarían relacionadas” (36). Considerando, dicen, que hay pocas formas previas en la literatura occidental que pudieran presagiar el Decamerón, dado que no se trata de una simple reunión de cuentos, la estructura es “probablemente la característica artística que a primera vista distingue más abiertamente” (36) esta obra de Boccaccio. Ello seguramente es lo que ha llevado a una parte importante de la crítica a señalar que la nouvelle y su marco podrían tener como antecedente, por un lado, los cuentos populares, y Las mil y una noches, por otro. Del mismo modo en que, a partir del personaje de Scherezade, se articulan o enmarcan los cientos de relatos, Boccaccio habría hecho algo similar, aunque dándole un peso todavía mayor al marco. Se tiene entonces, para cierta lectura, una forma breve proveniente fundamentalmente de la tradición oral europea articulada a un marco tomado de Oriente. Sin embargo, el énfasis en el origen indio y su relectura árabe y de ahí a “occidente” del marco narrativo [cornice narrativa] en el que se insertan las historias de Boccaccio, que es en donde radica su novedad, ha obliterado una forma importante, no oral, sino escritural, proveniente del derecho. Como señaló Paul Zumthor, siguiendo en esto a Michael Clanchy, ya entrados en el segundo milenio, la relación entre las dominantes prácticas vocales y la reemergencia de la escritura adquirirá nuevos modos, y no necesariamente gracias a su contradicción, pues para Zumthor fueron precisamente sus diversos vínculos con la voz lo que favoreció una mayor difusión de la escritura: “por un lado, en la medida en que el escrito servía para fijar mensajes inicialmente orales; pero, por otro lado, y más radicalmente, porque el modo de codificación de las grafías medievales hacía de estas una base de oralización” (116. Énfasis agregado). Consideremos entonces la difusión de la escritura y sus codificaciones antes, o de la misma manera que la oralidad de la que, sin duda, también se sirvió Boccaccio. Por sus años, dos eran los sistemas gráficos dominantes, escribe Zumthor, uno proveniente de Roma, otro de los talleres medievales, que innovaban las prácticas de escritura. Bajo el peso del primero, los reyes bárbaros iniciaron una práctica que otros continuarían: se aventuraron a escribir las costumbres de sus pueblos, pero ello era realizado fundamentalmente a partir de la recopilación de relatos orales, tomados de “testigos depositarios de aquella sabiduría colectiva”, pero, agrega Zumthor, la “fluidez de las costumbres se prestaba mal a la codificación” de la historia, razón por la cual, lentamente, se fue imponiendo otro modelo (esto después del 1100, alcanzando el 1300), “en el que todas las dinastías principescas, de Inglaterra y de Castilla a Polonia -o, en Italia, las municipalidades urbanas- tomaban conciencia de su poder y, en esta misma medida, desconfiaban de las costumbres locales”. Se trata del modelo representado por el “derecho canónico, escrito y en parte todavía de tradición romana” (106). Por supuesto, con ello no se quiere afirmar que el derecho canónico es “hijo” del romano de Justiniano. Como señaló Harold J. Berman, la referencia al derecho romano debe tener en cuenta que no se circunscribe al trabajo realizado en Bizancio durante la primera mitad del siglo VI, sino “al renovado y transformado derecho romanista del cristianismo, de los siglos XI y XII, razón por la cual deba hablarse, a su juicio, “del sistema jurídico-romano-canónico”, que es, precisamente, el sistema en el que se formó Boccaccio. Con todo, a pesar de que el derecho romano es recortado y releído, no se lo anula, y ello es lo que permite que una figura como la de Justiniano continúe, a ojos de Dante y sus cercanos, siendo relevante y, por lo tanto, ejerciendo cierta influencia intelectual.

9. Así como se ha insistido en la “influencia” oriental en el Decamerón, sin los argumentos suficientes para establecer debidamente la relación, también se ha insistido, si bien en menor medida, en el influjo de la retórica, principalmente la de Cicerón y el anónimo Retórica a Herenio. Pero si los escritores del momento conocen muy bien textos como El orador, ello sólo es posible porque conocen la codificación del derecho realizada por Justiniano, pues es para estudiarlo que se preocupan de la forma y las propiedades del lenguaje. No se puede desconocer la posible relevancia oriental u oral para la obra de Boccaccio, pero ambas lecturas han terminado sepultando el hecho de que todo el marco legal de los siglos XII a XIV estaba determinado por la obra de Justiniano y el empleo de la dialéctica, puesta en circulación por las nacientes universidades, contribuía a ello, rebasando el ámbito del derecho, pues este marco también lo era del saber en su conjunto. Por otra parte, sorprende también que no sólo el nombre de Justiniano haya sido pasado por alto, sino también la última de sus obras, titulada ni más ni menos que Novellae, refiriendo el mismo adjetivo que la iglesia en la que Pampinea conmina a sus amigas: Santa Maria Novella. La novedad del Decamerón tiene que ver con una forma, un marco que no debió encontrar en la oralidad circundante, ni en el oriente, sino en la universidad donde se formó, a exigencia de su padre, en derecho canónico, pues en Nápoles, no sólo estudiará ciencias jurídicas, también se codeará con algunos de los principales especialistas en la obra de Justiniano, como el poeta Cino da Pistoia; pero antes de entrar en ello, se hace necesario reparar en qué consiste la codificación del derecho, y el porqué se le debe dar mayor importancia.

III. Justiniano y la (con)forma(ción) del derecho romano

10. Una de las principales figuras dedicadas al derecho romano, Fritz Schulz, afirmó que “el fruto más importante de la tendencia clasicista fue la codificación de la jurisprudencia clásica obrada en los Digesta y las Institutas de Justiniano” (283). Si bien hoy está en discusión el llamado “espíritu clasicista”, no lo está su formalismo codificador, que respondía al interés de Justiniano por reconstruir la unidad del Imperio romano y de la Iglesia católica, lo que implicaba la reconquista militar de Italia y el dominio sobre el Mediterráneo. A través de la codificación del derecho romano, señaló Aldo Schiavone, “se expresaba la vocación absolutista y centralista del aparato de gobierno imperial” (19-20). El derecho aleado a las armas. El hoy llamado Corpus iuris civilis está constituido por 4 partes: inicia en el 528 con el Codex legum (revisado en el 534), que comprendía las constituciones dictadas por los emperadores anteriores a Justiniano. Empresa encomendada a Triboniano, siguen los Digesta (también llamados Pandectas), recopilación de la tradición jurisprudencial romana que alcanzó 50 volúmenes, y que fue realizada entre el 530 y el 533. Su objetivo era, leemos en el segundo parágrafo, “llegar a la total y completa enmienda de las leyes, reunir y corregir todas las romanas, y presentar recopilados en un código los dispersos volúmenes de tantos autores [auctorum dispersa volumina uno codice] (cosa que nadie se había atrevido ni a esperar ni a desear)” (168). Se trata, sin embargo, de una estricta selección, cuestión que se hace explícita en el décimo parágrafo: “el intento de eliminar incertezas y antinomias había requerido un difícil trabajo de coordinación de los materiales recogidos”. Con ese fin la comisión (leemos en el parágrafo 10) había modificado o interpolado (“corregido”, dice) los textos originales en los casos en que lo estimó conveniente. Con todo, es sin duda alguna la obra más importante del Corpus iuris civilis, y en la que nos detendremos luego. Semanas previas, Justiniano publicaba las Institutas, un libro de texto o manual para la enseñanza del derecho. Finalmente, tenemos las Novellae constitutiones, leyes sobre diversas materias promulgadas por Justiniano entre 535 y 565.

11. Las Novellae tienen relevancia para este trabajo no sólo por lo que, como término, vehiculiza. Hoy es la parte menos estudiada de la codificación, pero entonces, desde antes de Dante y hasta poco después de Boccaccio, fue la colección más conocida e importante de Justiniano, y cuya palabra valió durante varios siglos en el Imperio bizantino. Como ha recordado recientemente Kearley, a diferencia de las otras partes del Corpus iuris civilis, las más de cien “novelas” o constituciones nunca fueron reunidas en un solo volumen, por lo que no se cuenta con una edición oficial, aunque la administración imperial sí las debe haber guardado, permitiendo así la publicación de recopilaciones privadas de variable extensión, de entre las cuales sobresalen tres: la Epitome Juliani, el Authenticum, y la colección griega de 168 novelas (el Codex graecus). La primera probablemente fue compuesta en torno al 556-557 por Juliano (aunque el nombre no está completamente certificado), profesor en Constantinopla, que reunía cronológicamente 124 constituciones compendiadas y reelaboradas (aunque hoy se reconocen sólo 122, dado que tenía dos repetidas). Tuvo una muy buena fortuna, y hasta llegó a pensarse (Paulus Diaconus) “que era una obra oficial de Justiniano” (385). El Authenticum (que también recibió los nombres de Liber authenticorum y Authenticae), por su parte, aparece en Bolonia alrededor del siglo XII, desplazando al Epitome Juliani, que se conocía desde el siglo VII (u VIII). Finalmente, está la colección de 168 novelas, escritas en griego y encontrada alrededor de 1200. Contiene algunas constituciones dictadas por otros emperadores (Justiniano II y Tiberio II). Su organización permite percibir que tiene como base las otras dos colecciones. Esta colección de novelas forma la base de las ediciones modernas.

12. De las tres, la relevante para nosotros es la segunda. Escrita en latín, se cree que inicialmente reunía 134 novelas y debe su nombre, como señala Kearley, a que “los glosadores, incluido el renombrado Irnerius, creían que era una traducción oficial o auténtica encargada por Justiniano. Desde que se la dejó de considerar auténtica, a veces es referida como Versio vulgata” (185). Son varios los aspectos que aún no se conocen del Authenticum, como por ejemplo su forma inicial o la que tenía al llegar a manos de los glosadores. Tampoco su número exacto, ni su orden, como afirma Luca Loschiavo (312). Sin embargo, probablemente fue la más leída en la alta Edad Media, aunque en una versión reducida. Dada la intromisión de los glosadores, que, como muy bien mostró Zumthor, no eran simples copistas (es más, ni siquiera los copistas eran simples copistas), no pocas novelas del Authenticum fueron desconsideradas por estimárselas irrelevantes (de ahí que se las llame novellae extravagantes), con lo cual quedaron reducidas a 97. Ahora bien, como ha señalado también Loschiavo, 97 es el número generalmente acordado (llamadas ordinariae), aunque sólo tres de las casi 150 recopilaciones conservadas tienen ese número. Las hay algunas con 93, 94, 95 y hasta 96 novelas, y otras, también tres, que tienen 100 (las número 1, 5 y 22). Por supuesto, hay algunas que superan el ciento, alcanzando -como, por ejemplo, la que se encuentra en Viena (número 27)- 133 novelas, constituyéndose en otra base para las ediciones modernas, pues, en la práctica, contempla toda la colección (117). En cuanto a su estructura, como recordó el mismísimo Andrés Bello, al iniciar su enseñanza del derecho romano en Chile, siguen la del Código, de ahí que las novelas hayan sido “recopiladas en nueve libros o colaciones [collationes], a que se agregaron, bajo el título de décima colación los libros de los feudos” [Libri feudorum] (6).6 Este dato que menciona Bello es interesante, porque nos permite comprender que las novelas de Justiniano, a su manera, constituyeron un decamerón y como tal fueron conocidas desde el siglo XII en adelante y fue esta recopilación la que tomaron a su cargo los glosadores. Y si bien, así como varían en número, también lo hacen en orden, no lo hacen, sin embargo, en lo que respecta al número de las collatio, que siempre se mantienen en 10, salvo raras excepciones, señala Loschiavo. Como se mencionó, se conocen alrededor de 150 códices que contienen el Authenticum, ya sea como pieza única o, con mayor frecuencia, como parte del llamado Volumen parvum, por lo que comparte espacio con las Institutas, los Libri feudorum y los tres últimos libros del Codex, la mayoría elaborados en los siglos XIV y XV. El Volumen parvum, por tanto, contempla las primeras ediciones impresas del Corpus iuris civilis a las que seguramente tuvieron acceso Boccaccio y otros intelectuales de la época, como Dante, Petrarca y Cino. John W. Cairns y Paul J. du Plessis señalan que si bien no hay certeza sobre su origen, “las glosas de Irnerius prueban que desde los primeros días de la escuela de Bolonia había circulado allí un buen manuscrito” (17), lo cual no es de sorprender si se concuerda con Berman, para quien es muy probable que la escuela de derecho de Bolonia se haya fundado precisamente para estudiar el Corpus iuris civilis (137), razón por la cual se la considera el símbolo del renacimiento jurídico tardo-medieval (Loschiavo: 111).

13. Ahora bien, antes de proseguir y ver cómo es que Boccaccio se apropia de la codificación del derecho, transformándola en (re)codificación literaria, debemos detenernos un momento para conocer cómo es que la empresa justinianea fue llevada a cabo, reuniendo una pluralidad de voces bajo una sola, de manera tal que no se trata de una simple antología. Ius. La invensión del derecho en Occidente, de Aldo Schiavone, es uno de los más recientes intentos por dar cuenta de la emergencia de la máquina jurídica romana y sus formas de gobierno, constituyéndose en un medio independiente y autónomo respecto de la religión, la política y la moral. Y lo hace estudiando las partes que componen el mosaico llamado Digesta. Se podría decir que lo deconstruye, al asumir una tarea de restitución. El proyecto de Justiniano desarrolla una “tendencia codificadora que es considerada la novedad más importante de la experiencia jurídica tardoantigua” (18). No se trata de un nuevo código, ni de un código más, sino de la reunión “de todo el derecho antiguo, confuso por espacio de casi mil cuatrocientos años, y por nosotros purgado” (§5). Poner orden sobre el desorden. La recopilación sistemática, que es lo que significa Digesta, aventura ni más ni menos que levantar la voz, la escritura, de los principales juristas de la antigüedad, lo que implicaba considerar más de doscientos tratados y monografías, elaborados principalmente por unos cuarenta autores que atravesaron más de cuatro siglos, una empresa que no tenía comparación, pero de la que se tenía clara conciencia, pues se trataba, según leemos en el parágrafo segundo, de “cosa que nadie se había atrevido ni a esperar ni a desear”. En Sobre el orador, Cicerón lamentaba la no existencia de una empresa como la que más tarde llevaría a cabo Justiniano, cuestión que sorprende por el tiempo que media entre ellos.

14. En su severa crítica a Dworkin, Stanley Fish señala que quien inicia la cadena de trasmisión no se encuentra en una posición sustancialmente distinta con relación a quienes le siguen, pues también debe interpretar y no poco: “el primer autor”, dice, “ni es libre ni está constreñido […] sino que es libre y está constreñido. Es libre para comenzar cualquier tipo de novela que decida escribir, pero está restringido por las posibilidades limitadas (aunque no inmodificables) que se encuentran bajo las nociones de ‘tipo de novela’ y ‘comenzar una novela’ ” (137). Para Fish, la interpretación, así dé inicio a una obra, creándola, está limitada por los materiales con los que trabaja, materiales que cuentan con algún tipo de organización que les da cierta forma o que delimita sus posibilidades. ¿Cómo no pensar en Justiniano? Lo que el emperador “descubrió” o, mejor, “interpretó” correctamente, fue la existencia, como le llama Schiavone, de una cadena de transmisión, abierta a conocidos y desconocidos (por más que algunos quieran apropiársela) que deciden continuarla por distintas vías, incluso cuando buscan transformarla. “Descubrió”, por decirlo de alguna manera, el “derecho romano”, haciéndolo entrar en la historia al codificarlo. Como el Husserl que se pregunta por el origen de la geometría (y que también hace referencias a las cadenas de transmisión), Justiniano dio con/interpretó una tradición, endilgándole la forma que le permitiría continuar a través de una incesante reelaboración, comenzando por la que él mismo llevó a cabo. No sólo la salva, dado que estaba a punto de desaparecer, debido a la radical crisis de conservación a la que estaban sometidos la mayoría de los textos. Justiniano también la somete a “una doble y ardua condición”, al decir de Schiavone (23). La interpretación comenzó con una estricta selección, y continuó con una introducción radical de modificaciones, allí donde se lo consideró necesario, con tal de adecuarlas a las condiciones requeridas por el Imperio. “En nuestro conocimiento del pensamiento jurídico antiguo, escribe Schiavone, “estamos limitados a una única visión -la justinianea- y tan sólo a ella: sabemos de la existencia de un jardín, pero debemos contentarnos con la representación parcial que entrevemos desde una única ventana” (23). Por otra parte, el segundo condicionamiento tiene que ver con la forma que se le dio a la selección: el modelo del código, una camisa que permitió su utilización práctica, además de su permanencia en el tiempo, preservándola bajo una estructura que haría más práctica su utilización y disponibilidad: “En su interior, el desarrollo real del pensamiento jurídico antiguo era, a la vez, destruido y custodiado. Mientras se conservaban, aunque fuera parcialmente, documentos esenciales, se cancelaban las conexiones y los contextos en los cuales cada uno de ellos en efecto se había desarrollado, inscribiéndole, en cambio, en una trama de relaciones y de referencias que no era más aquella, original, en la cual había visto la luz, sino una por completo nueva y artificial, dictada por el tejido normativo y por los equilibrios de la codificación” (33). Para Schiavone, la codificación de los Digesta anhelaba desafiar el tiempo, lo cual, podemos decir hoy, produjo algo así como un extrañamiento de ciertos textos o documentos, a los que se disloca del mundo que los vio emerger, para lanzarlos hacia “una nueva y ambigua vida, en la cual la reproducción del pasado se habría convertido de continuo en un instrumento para el nacimiento de nuevas formas” (35). De ahí que, para Schiavone, las reinterpretaciones del derecho romano no hayan comenzado, como suele afirmarse, en el Alto Medioevo, sino con el mismo Justiniano, “que vuelve a su vez posibles todas las demás” (33). Fish estaría de acuerdo. Ahora bien, el modelo del código (su cornisa) es el que llevó a la empresa justinianea hacia algo distinto de una antología; reduciendo varios siglos en un solo texto, “como si todos los autores entrados en el mosaico pudieran en verdad disolverse en una única mente y en una sola voz” (38), los Digesta redujeron y aplanaron estructuras de pensamiento diversas, reinscribiéndolas en una narrativa lineal (una cadena más fuerte) que ahogaría su multiplicidad. Con todo, la disonancia, el coro, son imposibles de anular por completo. Huellas y rastros afloran, permitiéndole a Schiavone invertir el proceso, desmontando el mosaico parte por parte hasta escuchar, “en la medida de lo posible, el perfil intelectual de cada jurista recordado en la recopilación” (40).

IV. La codificación, de Justiniano a Boccaccio

15. En lo que sigue quisiera dedicarme a revisar algunos puntos centrales de la principal obra de Boccaccio, tratando de establecer su relación con la codificación del derecho y sobre todo el modo en que se lo apropia para dar lugar a un otro derecho, puesto que la (re)codificación del Decamerón sigue el proceso inverso al realizado por la empresa justinianea, no sólo mostrándonos la existencia de un jardín, sino arrastrándonos hacia él (23). Como señala Vittore Branca, uno de sus principales estudiosos, “casi dos tercios de los antecedentes que se pueden hallar para los cuentos del Decamerón, pertenecen” a “la vasta y enmarañada narrativa populachera de la Edad Media”, la que, en no pocos de sus casos, gracias a esta obra se ha salvado del olvido (xxviii-xxix). Pero se hizo apostando a una heterogeneidad de registros vocales, que Boccaccio, el autor, supo con brillantez articular sin restarles fuerza ni carácter a ninguno de sus personajes. La singularidad de la que les dotó es uno de los elementos más importantes de su obra. El enamoradísimo Filostrato (que, como sus otros personajes, ya había aparecido en una obra anterior de Boccaccio) se diferencia, por ejemplo, del transgresor Dioneo. Lo mismo Filomena, cuya vitalidad no se confunde con la determinación con que se mueve Pampinea. Ahora bien, creo que también con relación a su “recepción” las correspondientes lecturas también han sido inversas. En el caso del derecho, se omiten las voces, concentrándose en la forma, la codificación como tal. De ahí la importancia de la obra de Schiavone y su tarea restituidora. En el Decamerón, por el contrario, se han priorizado las voces y sus breves formas, obliterándose las implicancias de su propia codificación, que es, a fin de cuentas, la piedra angular de su herencia. No quiero decir con ello que no se haya reparado en lo que hizo Boccaccio; mi punto más bien es que incluso quienes se han referido a su codificación de la novela, lo han hecho sin ninguna referencia al derecho, como si la idea misma de codificación no necesitase de una pregunta que busque explicitar el porqué una obra narrativa pudo ser codificada, pues la codificación, como ejercicio de interpretación, es algo que, desde antes de Justiniano incluso, le pertenece al derecho. Ello se comprende mejor si pensamos, inversamente a Dworkin, en cómo la literatura se parece al derecho,7 que pasó por alto la cadena real que dio lugar al derecho y a la novela, cadena que el mismo Boccaccio no sólo replica estructuralmente, sino también ficcionalmente. Para María Hernández Esteban, una de sus más recientes traductoras, entre los varios aspectos que resaltan en el Decamerón, se encuentra precisamente “la incorporación, dentro del propio libro, de una cadena de receptores” (47) que han sido organizados de tal manera para que asuman una voz viva y heterogénea, dando lugar a una recepción de la que se benefician no sólo sus lectores, sino también algunos de sus propios personajes, “multiplicándose los eslabones de esa cadena de comunicación” (47) que hará emerger la novela, y aquí sigo a Zumthor, como lo propiamente literario (339), cuestión sobre la que volveré más adelante.

16. La estructura formal de las novelas de Justiniano, indicó Kearley, contempla una inscripción inicial, un proemio (praefatio o prooimion), el cuerpo textual y, finalmente, un epílogo, dedicado a los destinatarios de la ley, pero que, en el caso de Boccaccio, ha sido reemplazado por una conclusión, aunque ésta también ha sido dedicada (estratégicamente) a los (sus) destinatarios, y en particular a quienes pueden leer mal su obra, por lo que se trata de una cierta justificación de su empresa: “Pueden mis relatos, tales como son, perjudicar y beneficiar, como todas las demás cosas, según los que las escuchan” (1142). Resalto según los que las escuchan, porque redobla la importancia de la oralidad aún predominante en el momento de su elaboración, una oralidad radicalmente heterogénea y que circulaba mediante una pluralidad importante de formas, lo que posibilitó que el libro fuera leído no sólo por literatos refinados, sino, como puntualiza Branca, “por los lectores más comunes y más ingenuos” (xxvi). Pero antes de entrar en ello, es necesario recordar que ninguna otra obra de Boccaccio tiene la estructura del Decamerón, ni siquiera Genealogía de los dioses paganos, otra de sus obras más importantes. Es únicamente aquella la que contiene las mismas partes que estructuran las novelas justinianeas. Ello, sumado a su división interna y a su extensión (100 o cercanas a 100), así como también a las abundantes referencias legales que atraviesan decenas de sus historias, referencias que dan cuenta de un conocimiento profundo y exhaustivo de la maquinaria legal, permiten afirmar sin titubeo que la relación estrecha que existe entre la codificación del derecho y su (re)codificación por parte de Boccaccio ya no puede seguir pasándose por alto, pues es determinante para interpretar de mejor manera su obra más importante.

17. Como se señaló más arriba, la crítica boccacciana se ha enfocado, y no poco, en la heterogeneidad de formas empleadas para la elaboración del Decamerón, un trabajo resaltado en ensayos de Hans-Jörg Neuschäfer, Vittore Branca, Cesare Segre, Michelangelo Picone y Lucia Battaglia Ricci, pero también de Paul Zumthor y de su traductora María Hernández Esteban (y un largo etcétera). Generalmente se mencionan el exemplum, el fabliau, la leyenda, el milagro, el lai francés, la controversia, las quaestiones, los proverbia, los lamenti, las novellas, la vida, la nova provenzal, Il novellino, relatos locales florentinos, la casuística amorosa medieval, los cantares, etc., etc., etc. A todo ello, Hernández Esteban suma los Factorum et dictorum memorabilium libri, de Valerio Máximo, y la 3ª y 4ª Décadas de Tito Livio (restauradas por Petrarca), generalmente referidos como Historia de Roma. Y añade a “estos dos grandes modelos” “su interés por materiales no estrictamente literarios como pudieron ser las crónicas, […] los diarios de mercaderes, sus libros de cuentas, y otra serie de escritos más de tipo personal que debieron sugerirle un no desdeñable material para su libro” (32). Este decálogo suele repetirse, con variaciones, de especialista en especialista, por lo que sorprende la obliteración del discurso legal, omnipresente y dominante a lo largo de la vida de Boccaccio. Con todo, no es éste, el de la heterogeneidad, un punto menor, pues su contraste con la codificación justinianea permite que comprendamos mejor su potencia. Esta multiforme materia, dice Branca, “estos modos, esta tradición, son acogidos y compuestos, y, en cierto sentido, ennoblecidos, por Boccaccio mediante una técnica y un arte de narrar absolutamente armónico y congenial con el mundo en que habían nacido y vivían” (xxix). En ello parece haber acuerdo general, empero, se equivoca Branca, creo, cuando afirma que, “si acaso”, la superior armonía lograda en el Decameron puede deberse “a la renovación de las sugerencias de la técnica medieval del cursus y de la prosa rimada” (xxx). El cursus fue establecido entre los siglos XI y XII, en un procedimiento rítmico en la prosa, pero la prosa, y, por cierto, también la división de un texto por capítulos, eran técnicas de escritura que ya estaban incorporadas al Corpus iuris civilis. Más bien sería el casus, como recuerda Zumthor (siguiendo a André Jolles, que lo escribe en alemán), una forma breve de la que la novela parece aprender más que de otros “géneros”. Para Jolles, el kasus proviene de la jurisprudencia, pero se encuentra, medievalmente hablando, “en la frontera de aquella forma artística que a su vez muestra un acontecimiento de enfática singularidad, pero que precisamente por ser una forma artística, ya no muestra el Kasus, sino el propio valor del acontecimiento mismo: una forma artística que llamamos Novelle” (167). El casus tiene que ver con la valoración o medición de la norma; “existe en relación con una pregunta”, dice Jolles, que hace de la interrogación la impugnación de lo dado. De ahí que, como señala Zumthor, “la ‘novela’ incite a una iniciación crítica de su oyente, lo comprometa en una búsqueda limitada por las normas simbólicas que pesan sobre la cultura de la época” (328), búsqueda que bien podría llevarle a que se pregunte “dónde está la verdad, dónde la justicia”. Pero este punto es, precisamente, el que se pasa por alto cuando el ámbito del derecho se abandona a su propio dominio.

18. Un segundo punto que se destaca del Decamerón es su “superación” de la colección de cuentos, antologías que circularon con profusión en Europa y Oriente, pero que no tienen ninguna estructura determinada. De ahí que, para Hernández Esteban, “por muchos modelos que comparemos, por muchas correspondencias que establezcamos con esa tradición, nada explica lo suficiente la impresionante modernidad que su libro aporta y el enorme placer que produce su lectura” (46). Nada, salvo de derecho codificado. Resulta impresionante que nadie lo mencione, teniendo en cuenta la profunda y próxima relación con el medio jurídico de Boccaccio, que conoció de primera mano en Nápoles, donde pasó cinco o seis de los 14 años que vivió en esa ciudad estudiando, a requerimiento de su padre, derecho canónico. Se trata de una relación que parece invisible de tan obvia, como he venido mostrando. No pretendo señalar que es el derecho y sus textos lo que permite la elaboración del Decamerón. La genialidad de Boccaccio se encuentra en haber llevado la técnica de la codificación hacia la ficción literaria, articulando un mosaico o un polimorfismo (el término es de Hans-Jörg Neuschäfer) que terminaría dando lugar a la novela moderna (Cervantes toma y no poco de Boccaccio, como ha mostrado Neuschäfer, pero no tenemos tiempo para detenernos en ello).8 Para decirlo con Giorgio Agamben, su modernidad está en su anacronismo, lo que no desplaza o niega lo que se ha llamado la “poligénesis” de la novela (Jauss, Neuschäfer, entre otros), lo suplementa. Boccaccio es un abogado que deviene poeta y luego novelista. Son tantas las marcas del derecho codificado que atraviesan su escritura, que no pocas veces pensé que lo encontraría referenciado en sus principales especialistas, pues fue leyéndolos como he podido escribir este texto con cierta confianza. Porque otro punto que se destaca en el Decamerón, pero también en otros textos de Boccaccio, es su ironización del derecho, cuestión sobre la que volveré. Por ahora, recordemos que Picone escribió un extenso ensayo sobre la codificación de la novela, “L’invenzione della novella italiana. Tradizione e innovazione”, en el que por supuesto entrega una lúcida lectura del Decamerón, pero no realiza ninguna referencia al derecho romano, ni a Justiniano, ni a sus novelas. Tampoco lo hará más tarde, en un libro titulado precisamente Boccaccio e la codificazione della novella (2008), y que ha hecho que la idea de la codificación en la literatura se expanda, pero sin ninguna referencia al derecho. Picone la toma de Neuschäfer, que la presentó en un ensayo leído en el coloquio que tuvo lugar en 1982, y que lleva por título “Boccace et l’origine de la nouvelle. Le probleme de la codification d’un genre medieval”. Aparte del título, el término “codificación” aparece sólo una vez en la primera página y otra en la última, y fundamentalmente para señalar el cuidado que se debe tener para no someter la poligénesis del Decamerón a una camisa de fuerza: “la codificación de un género plantea un problema, por la razón esencial de que los géneros no tienen una esencia inmutable” (103). De ahí que concluya con un llamado de alerta: “Si podemos identificar rasgos distintivos para los inicios del género, el problema de codificar este mismo género durante su posterior evolución permanece sin resolver” (110). En otras palabras, Neuschäfer está preocupado con la posibilidad de que la codificación de la novela ahogue uno de sus rasgos más importantes: su heterogeneidad formal, que desestabiliza las mismas normas con las que se dio forma. Si pensamos en La vida, instrucciones de uso o en 2666, podemos ver que una preocupación como ésta podría resultar exagerada, aún más si reparamos en que la novela sigue siendo un “género” que se constituye apropiándose de otros “géneros”, por lo que su ley es no tener ley, algo que nos legó Boccaccio, quien, veremos ahora, era alguien que no podía no estar al tanto de lo que puede y no puede el derecho.

19. En un importante libro, The World at Play in Boccaccio’s Decameron, Giuseppe Mazzotta (1986) señalaba que, salvo algunas pocas excepciones relativas a cuestiones biográficas, como la referencia a sus estudios de derecho canónico en Nápoles y sus encuentros con Cino da Pistoia, prácticamente casi no hay estudios recientes que asuman debidamente la relación de Boccaccio con la ley y el derecho en general. El de Mazzotta es un intento por llenar ese vacío, pero no lo logra completamente. Lo suyo también es referencial, pero no por ello menos importante. Se centra en las transgresiones a la ley por parte de algunos de los personajes, resaltando el juego de Dioneo, quien “se convierte en un legislador, ansioso de que el tema que ha prescrito para el séptimo día no sea violado del modo en que él ha violado los temas que los otros han presentado” (234). Pero hoy la situación es distinta, no tanto, pero lo es, pues han aparecido algunos ensayos importantes al respecto, algunos de los cuales incluso reparan en sus años universitarios con bastante detalle, así como la posible relevancia de la obra de Cino da Pistoia en la suya. Con todo, creo que, en relación con el derecho, el Decamerón tiene aún bastante que decir, por lo que se hace necesario insistir en una lectura que lo releve, poniendo, de paso, en perspectiva los ensayos al respecto publicados. Como señala Mazzotta, a lo largo del Decamerón la preocupación por la ley y la práctica judicial en general es tan extensa y detallada que muy bien se la puede considerar como una categoría central de su narrativa (213). Esta referencia a la ley no sólo es metafórica, sino literal y técnica, además de formal, y no podía ser de otro modo. Como ha señalado Roberto Weiss, en Padua, Venecia, Verona, Bolonia, Florencia, Nápoles, el llamado humanismo fue catapultado en gran parte por del derecho, en particular por notarios y abogados: “los hombres formados en leyes constituyeron una abrumadora mayoría” (7) y Boccaccio no podía ser una excepción. Que no se haya querido dedicar al derecho, ni al comercio, no implica que haya dejado el derecho de lado, ni siquiera a Justiniano, que es, por cierto, el único personaje al que en la Divina comedia se le dedica todo un canto.9 La importancia de Dante y su relación con el derecho aquí tampoco puede pasarse por alto. Como recordó el mismo Picone, “no es casual que [la codificación de la novela se lleve a cabo] al mismo tiempo y en el mismo lugar que la codificación de la experiencia lírica romance, realizada, siempre bajo el signo de la novitas, por la Vita Nuova de Dante” (124).

20. La relación de Dante con Justiniano ha sido estudiada de manera detenida por Lorenzo Valterza, quien también se detiene en Cino da Pistoia, representante del dolce stil nuovo, para luego comparar sus respectivos acercamientos. En la obra de ambos, muestra Valterza, el derecho romano ocupa un lugar excepcional. Si bien sus formaciones profesionales difieren, dado que Cino estudió derecho en la Universidad de Bolonia, siendo más tarde su profesor en Siena, Bolonia, Florencia, Perugia y Nápoles, Dante, por su parte, se acercó al derecho “como un apasionado aficionado” (89). De manera que, escribe Valterza, “aunque sus antecedentes profesionales difieran de manera significativa, ambos dedicaron una cantidad considerable de tiempo y energía a involucrarse con esa colección del antiguo derecho romano del siglo VI, el Corpus Iuris Civilis; […] ambos chocan y se alinean en sus enfoques para interpretar esta colección fundamental de textos, […] y a pesar de sus diferencias hermenéuticas, Cino y Dante se alinearon entre sí en su hostilidad compartida hacia la tradición jurídica interviniente de los siglos XII y XIII” (89). Por supuesto, Boccaccio no podía si no estar al tanto de todo esto. A Cino, que se encontraba “en polémica permanente con los canonistas y los juristas y su aridez” (7), según indica Vittore Branca, lo conoció personalmente en Nápoles. Íntimo de Dante, introdujo y contribuyó a formar los gustos poéticos de Boccaccio, además de los jurídicos, por supuesto, pues fue más que un maestro en leyes: “Cino debe haberle aparecido a Boccaccio como un ejemplo y guía altísima” (8) agrega Branca. Simplemente “era al abanderado [alfiere] más autorizado de la nueva poesía. Y el joven y atentísimo lector de De vulgari eloquentia vio en él […] el emblema todavía viviente de la gran literatura toscana, el ‘amicus’, el ‘alter poeta’ cercano a Dante” (9). La presencia de ambos se atestigua desde el Filostrato en adelante, pero también es posible pensar que la libertad que se tomaron Cino y Dante respecto de la tradición, incluyendo la del derecho y su codificación, animó a Boccaccio a hacer lo suyo. La dialéctica permitía nuevas lecturas que hacían de la interpretación una empresa cada vez más libre. Al respecto, señala Valterza, el empleo de la dialéctica como estrategia de lectura del Corpus, era desarrollada magistralmente por Cino, quien rechaza la posibilidad de encontrar un sentido único y fijo en las leyes, aún más las de Justiniano, que provenían de una tradición distinta y, a su juicio, no concluida: “Las intenciones originales de Justiniano eran significativas, sin duda, pero importaban menos que la tarea de actualizar y liberar la legislación de las restricciones de un dogma obsoleto” (96). En lugar de buscar una interpretación “original e incorrupta”, Cino somete el corpus jurídico a formas de lecturas que le permitirán leerlo de otros modos y un ejemplo de ello es su Lectura in Codicem, dedicada a los primeros nueve libros del Codex de Justiniano.10

21. En vista de las referencias revisadas, es difícil seguir obviando la relación ya no con el derecho, sino en particular con la obra de Justiniano por parte de Boccaccio. Pero lo cierto es que ello sigue ocurriendo. En uno de los ensayos más relevantes sobre su vínculo con el ámbito legal, “Diritto e letteratura: il caso Boccaccio”, Lucia Battaglia Ricci también lo pasa por alto. Con todo, nos entrega importantes comentarios como, por ejemplo, que gracias a una carta dirigida a Mainardo Cavalcanti, nos podemos enterar de la competencia de Boccaccio en derecho matrimonial, el que constituía una parte importante del derecho canónico, “que al tema de los impedimentos dedicaba un amplio espacio y una puntualísima codificación que daba cuenta de la complicada trama del vínculo de sangre y de afinidad” (72), señala Battaglia Ricci. Poco más adelante, se nos dice que Boccaccio no sólo en derecho matrimonial se movía sagazmente, también en el campo del derecho penal y procesal, cuestión que se devela a partir de una lectura atenta de Esposizioni sopra la Commedia di Dante. Y a propósito de una referencia realizada al derecho en Genealogía, Battaglia Ricci concluye:

Al mismo tiempo, pasajes de este tipo [Genealogía xiv] también nos permiten comprender las razones profundas que llevaron al escritor del Decamerón a repensar los problemas, métodos y estrategias de la práctica legal por su cuenta, como escritor, en una perspectiva profundamente nueva: transformándolos de aplicaciones mecánicas de reglas codificadas en ocasiones para la creación de obras literarias finalmente dictadas por la imaginación y el ingenio, y aptas para despertar en aquellos que leen esa ‘sorpresa’ que constituye la invención fundacional de una obra cuyo objetivo es deleitar al lector y ofrecerle oportunidades para repensar y recrear las reglas de su vida (75).

Imposible no estar de acuerdo y celebrar una afirmación como ésta, sólo que Battaglia Ricci sostiene que Boccaccio se apropia no de la empresa de Justiniano, sino de su devenir canónico, pues es al Decretum Gratiani, “pietra angolare del diritto canonico”, al que lee tras Boccaccio, ya que considera al Decamerón, “a su modo, un catálogo de ‘casos’, algunos de los cuales se confrontan con la tradición jurídica”. Pero, como he venido señalando, Boccaccio hace algo más que catalogar; codificar es una estrategia de escritura que no se limita a contar historias de abogados o de transgresores de la ley. De ahí que el artículo de Battaglia Ricci termine conformándose con comentar “las sumamente interesantes y probables… historias de relaciones amorosas depositadas en el libro [la de Bartolomea, Ghismonda y Filippa, el matrimonio Mainardi, etc.], que también se pueden leer, colectivamente, como una extensa, si no exhaustiva, casuística [casistica] de relaciones consumadas fuera o antes del matrimonio, con resultados opuestos y diferentes implicaciones. Detrás de muchas de esas historias es posible captar la sugerencia de un problema jurídico” (75). Concuerdo nuevamente cuando señala que “la experiencia del aprendiz de canonista no parece en absoluto irrelevante para el novelista” (79), pero no por la misma razón. Para Battaglia Ricci, es muy probable que los ejercicios requeridos por la formación jurídica, como ficcionar casos (fingere casum), bien pudieran haber estimulado la imaginación de Boccaccio, “l’inventore delle cento novelle” (79), pero, no está de más recordarlo, gran parte de las historias del Decamerón ya circulaban, algunas profusamente, de manera que lo que aprendió del derecho fue algo más. No sería justo pasar por alto que Battaglia Ricci también afirma que el derecho le permitió a Boccaccio “implicaciones evidentes y relevantes en el nivel del contenido y el significado del texto, así como en el formal y estructural” (79), pero sobre este punto su lectura se limita a algunos de los relatos, y no a la obra en su conjunto. Su texto, sin embargo, contiene elementos que abren la lectura del Decamerón, estableciendo con mayor rigurosidad la importancia del derecho para su obra maestra.

22. La originalidad, señaló Borges en más de una ocasión, es producto de la ignorancia o del olvido. Llegados hacia el término de este ensayo, luego de una búsqueda bibliográfica exhaustiva, aunque, creo, nunca suficiente, menos aún en condiciones de pandemia, no podía conformarme con la idea de ser el primero en establecer, explícitamente, la relación entre la obra de Boccaccio y la de Justiniano. Encontrándome a este lado del Atlántico, habitando una lengua distinta, y a casi 700 años de diferencia, ello simplemente es imposible. Sólo que no imaginé que quien lo hiciera tendría como lengua materna el chino mandarín, ni que fuera profesor de literatura alemana en una universidad de Estados Unidos. En un ensayo comparativo, en el que estableció la relación entre la historia legal y la innovación literaria entre el Decamerón y las Unterhaltungen deutscher Ausgewanderten (“Conversaciones de emigrados alemanes”), de Goethe, publicado sólo en 2012, Chenxi Tang señaló: “La invención de la novela corta como género literario en la Italia del siglo XIV por Boccaccio -jurista que se volvió poeta-, tuvo lugar en un momento específico de la recepción del derecho romano, cuando los juristas, comprometidos con la práctica jurídica en una nueva realidad social, intentaron idear soluciones innovadoras para casos legales de acuerdo con la ley de Justiniano, así como con varios estatutos locales” (68). Para Tang, la novela surge como un género legal a partir de las Novellae de Justiniano, y son éstas las que se reinventan literariamente en la alta Edad Media. Su recepción coincide con la emergencia de la primera universidad en Bolonia, dedicada a la enseñanza del derecho, que, como hemos visto, tenía como eje parte del trabajo de Justiniano, y en particular sus novellas, pero éstas recortadas y editadas, de ahí que la semejanza de sus estructuras no sea casual. Tang no entrega mayores argumentos, ni otros distintos de los que ya he mencionado (que resultan ser, por cierto, más de los por él entregados). Aventuro que ello se debe a que, por lo que se percibe en su ensayo, la relación de la que está dando cuenta parece bastante plausible, cuando no evidente. Y lo mismo me pareció cuando me encontré leyendo juntos Ius. La invención del derecho en Occidente y el Decamerón. Contribuye a ello que la cuestión formal o estructural es una preocupación que no deja de afectar mi modo de leer. No podía ser azaroso el número de las collationes, ni el de las historias, ni la relevancia de Justiniano para Dante y Cino, ni el profundo conocimiento del derecho que muestra toda la obra de Boccaccio. Pero el de Tang tampoco es un trabajo exhaustivo, sino un primer acercamiento, y no otra cosa he pretendido aquí. Por ejemplo, apenas hace referencia a la codificación, y sólo para mencionar su reunión de un conjunto determinado de textos jurídicos. Pareciera que su énfasis está en el término novella, en el sentido legal, más que en el literario, así como en ciertos procedimientos judiciales, y no tanto en la estructura formal de la obra en su totalidad: para Tang, “la novela literaria de Boccaccio se asemeja a la novela legal de Justiniano en que ambas establecen un orden normativo a partir de las circunstancias fácticas de casos singulares” (71), sólo que ese orden normativo es completamente divergente: “En la novela legal, este acto simplemente se lleva a cabo. La novela literaria, por el contrario, coloca este acto en el centro de atención al establecer un contexto dentro del cual tiene lugar y al demostrar los modos de su funcionamiento. Al hacerlo, la novela literaria evoca aquello que trasciende tanto las leyes existentes como las leyes aún por hacer, aquello que es eterno, es decir, el orden mismo, cumpliendo así lo que Boccaccio considera la misión de la poesía” (71). En otras palabras, la novela legal tiene como fin el disciplinamiento social, la normalización (cuestión que muestra muy bien Schiavone), mientras la novela literaria no sólo pone en cuestión el orden y sus normas, sino que puede inventar otro, y en ello es imposible no concordar, pues eso es precisamente lo que aventuró el Decamerón.11

23. No tenemos tiempo de adentrarnos en las críticas que en múltiples lugares Boccaccio le dirigió al derecho y a sus practicantes, baste recordar “Algunas cosas contra los juristas, mezcladas con unas pocas alabanzas sobre la pobreza”, correspondiente al capítulo IV del libro XIV de su Genealogía de los dioses paganos, donde leemos: “Algunas cosas contra los juristas, mezcladas con unas pocas alabanzas sobre la pobreza”, capítulo en el que se defiende la potencia de la poesía y se denosta a los “hombres insignes por la toga”, dada su afición a trabajar “por el deseo del oro y [que] no nada ni a nadie digno de alabanza sino refulge de oro” (802). Su apuesta estriba en mostrar que la sabiduría proviene de los poetas y no de los juristas. Ambos usan la lengua, pero unos para enaltecer las costumbres humanas, otros para reprimirlas: “Aquellos desean la gloria y la fama ilustre, estos el oro” (810). Como es sabido, los últimos dos libros de la Genealogía son una férrea defensa de la poesía, y una crítica ácida de los juristas, a los que ve exclusivamente interesados en el enriquecimiento propio, sin importarles el respeto por las leyes, a cuyo estudio, por cierto, les niega el carácter de ciencia. La fuerza de la poesía quedará demostrada desde el comienzo mismo del Decamerón y de ello se encargará una mujer, elección que sin ninguna duda pretendía de manera bien directa dar cuenta de la transgresora obra que estaba lanzando al mundo. La peste ha derribado las leyes humanas y divinas, puesto que un comportamiento bestial se ha apoderado de los sobrevivientes, por lo que “a todos les era lícito hacer lo que les venía en gana” (116). Todo tipo de relaciones, incluyendo las familiares, se han visto profanadas; “entre los que quedaban vivos surgieron hábitos contrarios a las costumbres anteriores de los ciudadanos” (118), y los que iban muriendo, lo hacían como bestias antes que como humanos (120). Pampinea decide entonces tomar el derecho en sus manos (124) para así, junto a sus amigas, “poner los remedios posibles para conservar la vida”. Su propuesta consiste en la mejor que alguien pudiera imaginar: alejarse de la ciudad para disfrutar “de la fiesta, la alegría y el placer”. Para ello, conminan a tres jóvenes varones, “que con puro y fraternal ánimo quisiesen disponerse a servirles de compañía” (131). Pero Pampinea no sólo busca alejarse del mal alegremente. Pampinea organiza un modo de vivir que hace de la democracia directa su forma:

Como las cosas que no tienen orden no pueden durar, yo que fui la iniciadora de los rozamientos por los que se ha formado esta buena compañía, pensando en la continuación de nuestra alegría, estimo que es de necesidad elegir entre nosotros a alguno como más principal a quien honremos y obedezcamos como a mayor, todos cuyos pensamientos se dirijan por el cuidado de hacernos vivir alegremente. Y para que todos prueben el peso de las preocupaciones junto con el placer de la autoridad, y por consiguiente, llevado de una parte a la otra, no pueda quien no lo prueba sentir envidia alguna, digo que a cada uno por un día se atribuya el peso y con él el honor, y quien sea el primero de nosotros se deba a la elección de todos; los que le sucedan, al acercarse la hora del crepúsculo, sean aquel o aquella que plazca a quien aquel día haya tenido tal señorío, y este tal, según su arbitrio, durante el tiempo de su señorío, del lugar y el modo en el que hayamos de vivir, ordene y disponga (133).

En lugar de orden y disciplina, Pampinea propone orden y placer, y, en consecuencia, así vivirán. Resalto, para ir concluyendo, que esta vida está inextricablemente atada a la voz, a la oralidad, pues cada miembro de esta pequeña comuna debe contar por día un relato para deleitar a las y los demás. Estos relatos, se recordará, tienen un sabroso tono erótico, un tono que Pier Paolo Pasolini plasmó con maestría en el cine.

24. Ahora bien, los personajes de Boccaccio atraviesan por dos estancias, una de las cuales queda sobre una colina. En ella se encuentra un patio, con una fuente de la que emanaba agua, frente y cerca del cual se encontraban unas bodegas llenas de excelentes vinos. Habiendo descansado luego del viaje que les llevó hasta ese lugar, pasaron a

un jardín contiguo a la villa que estaba todo alrededor amurallado, como al entrar todo el conjunto les pareció de maravillosa hermosura, comenzaron a admirar más atentamente sus partes. A su alrededor y por el centro tenía en muchas partes amplísimos senderos, derechos como flechas y cubiertos de pérgolas con parras que tenían aspecto de ir a dar ese año abundantes uvas, y como estaban floreciendo proporcionaban un olor tan intenso por el jardín que, mezclado con el de otras muchas cosas que en él olían, les parecía estar entre todos los árboles aromáticos nacidos en Oriente (356).

La descripción del jardín continúa. Sin duda, se trata de una de las escenas más hermosas de la novela, y me detengo en ella porque no sólo muestra la determinación de Boccaccio ante la tradición que le formó, sino porque creo que en ella radica precisamente la fuerza de su ficción. Unas líneas más adelante leemos: “Contemplar este jardín, su bella distribución, las plantas y la fuente con los arroyuelos que de ella procedían les agradó tanto a cada señora y a los tres jóvenes que todos comenzaron a afirmar que, si el Paraíso pudiese hacerse en la tierra, no sabrían discernir qué otra forma se le podría dar sino la de este jardín” (357). Como vemos, a diferencia de Dante, Boccaccio no limita el paraíso al cielo, lo instala en la tierra, endilgándole la fuerza de un ordenamiento normativo heterogéneo al del derecho dominante. Éste tiene acólitos que se dicen “ministros de la justicia y de Dios, cuando son ejecutores de la inequidad y el diablo” (415), cuestión que explica el estado en el que se encuentra la Florencia asolada por la peste. Ahora bien, sólo la literatura puede fundar este otro orden, pues la forma del paraíso es su tarea. Etimológicamente, ficción viene del indoeuropeo dheigh (de donde procede dedo o, en inglés, finger, de donde, a su vez proviene figurar). ¿Y qué refiere este término? Cuatro hermosas posibilidades, pero ahora sólo nos detendremos en una. Cito el The American Heritage Dictionary of Indo-European Roots:

la etimología de algunas palabras comunes revela orígenes muy diferentes a su forma moderna, a sus significados o a ambos. Por lo tanto, las cuatro palabras masa, figura, dama y paraíso [dough, figure, lady y paradise] derivan, en parte al menos, de la raíz Indoeuropea dheigh- (amasar arcilla) […]; [paraíso] especializa la parte de arcilla del significado original e ignora la parte de amasar: paraíso, originalmente un jardín cerrado, viene de pairi-daēza (muralla) indo-iraní (emparedado), de pairi (alrededor) y daēza (pared, originalmente hecha de arcilla).

Boccaccio ficcionó, amasó, con palabras un paraíso con el que hacer frente a un derecho que no conduce sino a la ruina, un derecho del que sólo nos queda la representación de un jardín que sólo se puede ver parcialmente y a distancia. Por el contrario, el jardín de Boccaccio, su paraíso, responde a lo que la ficción nunca ha dejado de ser, potencia configuradora de mundos mejores, y su novela está ahí, aguardando lectores que sepan enfrentar nuevas pandemias. Como señaló Tang:

En un desafío audaz a los juristas que intentan consolidar el orden social por medio del razonamiento jurídico, Boccaccio buscó constituir de nuevo el orden social mediante la narración novelística. El Decamerón, un texto escrito durante los años posteriores a la gran plaga que diezmó la ciudad de Florencia en 1348, muestra cómo el jus gentium o la ley de todos los pueblos, es decir, la ley que informa la vida social en general, se derrumba bajo la gran plaga, y cómo en esta anomia generalizada se puede imaginar un nuevo orden social mediante la narración de casos extraordinarios (68).

25. Casi siete siglos y medio median entre la muerte de Justiniano y el nacimiento de Boccaccio. Ambos sobrevivieron a una plaga causada por la misma bacteria, la Yersinia pestis. Como traté de mostrar, ambos hicieron de la codificación una operación gracias a la cual produjeron, respectivamente, el derecho y la literatura. No es casual que bajo una pandemia se me haya ocurrido revisar el trabajo de cada uno y ponerlos en relación. En abril de 2020 inicié la lectura de algunas novelas, de las cuales Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, me hizo volver al Decamerón, pues sus escenas provenían de Boccaccio. A punto de cumplirse un año de iniciada la pandemia provocada por el virus SARS-COV-2, espero por una novela que tenga la fuerza de formar el paraíso en la tierra, antes de que sea demasiado tarde.

Viña del Mar, 1 de marzo de 2021.

Bibliografía

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3Para una comprensión del contexto de Justiniano, ver Michael Mass (2005).

4La más reciente edición de Il Novellino, sin embargo, la de Alberto Conte, señala que el nombre se le da posteriormente, después de publicado el Decamerón, que asume como “hermano mayor”.

5Según el Dictionnaire des Genres et Notions littéraires, novelier es una vieja palabra, cercana a otra aún más añeja, nouvelliste, y que se refiere a un escritor de novela corta.

6Sobre este texto, Magnus Ryan señala: “El título técnicamente exacto del Libri feudorum a finales de la Edad Media era Decima collatio de feudis, la décima y última sección de las Novelas en la forma vulgata utilizada en las escuelas medievales conocidas como Authenticum, pero durante la mayor parte de los siglos XIII y XIV el texto podía aparecer en cualquier parte del quinto y ‘breve’ volumen del Corpus iuris (el llamado Volumen parvum) junto con el Authenticum, los Institutas y los últimos tres libros del Código, que tenía una variedad de títulos” (144).

7Para el empleo del término literatura en este contexto, ver “¿Qué pasa con la literatura?”, de Paul Zumthor, La letra y la voz. De la ‘literatura’ medieval, 325-325.

8“En realidad, toda la Primera parte del Quijote tiene que ver con el modelo de la novella italiana, pues más de la mitad de ella consiste en ‘novelitas intercaladas’, o sea en lo que en italiano se llama ‘novelle inserite’ —un dato que durante mucho tiempo no se ha tomado suficientemente en consideración […] Hasta podría decirse que la historia principal en la Primera parte, o sea la de don Quijote y Sancho, es una especie de marco en el que están intercaladas o incorporadas todas estas novelitas o historias ‘ajenas’” (Neuschäfer, “Cervantes y Boccaccio”, 3).

9Al respecto, Lorenzo Valterza escribe: “Como han señalado durante mucho tiempo los estudiosos, el canto VI del Paradiso es el único en todo el poema en el que habla un solo personaje. Nadie, ni Beatrice, ni el peregrino, ni el narrador, interrumpe al emperador mientras habla en el que también es el discurso más largo de toda la Commedia. El discurso, entonces, equivale a la obra de ventriloquia más sostenida y ambiciosa de Dante —una hazaña tanto más impresionante cuando consideramos el sobrecogimiento [awe] con el que siempre habla de Justiniano. Este acto de gran homenaje y respeto es también un acto singular de apropiación, en el que Dante se apodera de una voz de autoridad inexpugnable para hacer pronunciamientos a sus contemporáneos” (98).

10Cino, ha señalado Mario Ascheri, fue un gran profesor, “el principal italiano de su tiempo”, connotado asesor legal, alto funcionario, ocupando puestos claves, pero, sobre todo, “geniale scrittore”, cuestión que devela su comentario al Codex justinianeo (y a la primera parte de los Digesta), un trabajo leído incluso fuera de Italia, “más teórico y objeto de enseñanza fundamental en la universidad” de entonces (213) que le daría renombre, pues llegó a ser una obra de referencia indispensable para los juristas, “canonizada como un classico del derecho civil” (216).

11Siguiendo la senda abierta por Tang, Mario Conetti escribió un ensayo sobre el colapso del orden jurídico y el derecho natural en el Decamerón, ensayo en el que escribe: “La referencia a la cultura jurídica permite, en primer lugar, aportar una nueva luz a la comprensión del título y estructura del Decamerón. La expresión ‘libro de cuentos’ [libro di novella], que forma una parte importante del título, está en latín ‘liber novellarum’. Sería inútil recordar que está dividido en diez colecciones de relatos breves, temáticamente unidas, aunque de manera fugaz, y que el décimo día, como lo enfatiza ampliamente la crítica, se aísla de los demás por el tema y el tono; inútil, si no sirviera para introducir el paralelo con el Liber novellarum, una de las subdivisiones internas del Derecho de Justiniano en la Edad Media”. Un poco más adelante, agrega: “Si las diez collationes del libro de novela [de Justiniano] fueran realmente un modelo del Decamerón, también sería importante en lo que respecta al problema de la estructura de la obra” (106). Pero como antes Battaglia Ricci, Conetti tampoco avanza en esa línea, es más, desconoce totalmente el rol que jugaron las novelas de Justiniano en época de Cino y Boccaccio, lo que se devela cuando señala que éstas “como es sabido, constituyen las secciones menos frecuentadas, ya en la universidad, de los libros jurídicos” (107). Leer a Boccaccio a partir de “nuestro época”, tiene sus importantes limitaciones.

1Este trabajo forma parte del proyecto FONDECYT 1190711, Chile.

2Quisiera agradecer la atenta lectura de Clara Parra Triana y Mary Luz Estupiñán, que permitieron que este texto tuviera menos errores de los que la lectora o el lector podrá encontrar, errores que son de mi exclusiva responsabilidad. También agradezco a Johan Gotera, que me ayudó a conseguir parte de la bibliografía más relevante.

Recibido: 12 de Febrero de 2021; Aprobado: 12 de Abril de 2021

Académico del Departamento de Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Investiga sobre narrativa latinoamericana contemporánea, crítica y teoría literaria y transformaciones universitarias. Ha publicado Sin retorno. Variaciones sobre archivo y narrativa en Latinoamérica (2015), La condición intelectual. Informe para una academia (2018), La forma como ensayo. Crítica ficción teoría (2020), La universidad sin atributos (2020), entre otros libros que ha traducido y editado.

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