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Acta poética

On-line version ISSN 2448-735XPrint version ISSN 0185-3082

Acta poét vol.25 n.1 Ciudad de México Mar./May. 2004

 

Reseñas

 

Al Tibet desde México

 

José Ricardo Chaves

 

Luz Fernández de Alba, Entre las nubes del Tibet, México, Grijalbo, 2004

 

Empiezo preguntando: ¿no es una redundancia la expresión "literatura de viajes"? ¿No implica toda experiencia literaria el viajar, el discurrir, tal como se ilustra desde la Odisea de Homero y El asno de oro de Apuleyo, hasta el Quijote de Cervantes y el Ulises de Joyce, para citar algunos ejemplos del viaje literario? Lo que quiero decir es que el movimiento del viaje está inscrito en la literatura misma, no sólo como contenido o asunto de lo escrito, sino también como estructura, como la vivencia que el escritor tiene del escribir. Al desplazamiento geográfico del viaje corresponde la escritura como movimiento espacial en el blanco de la página, en el espacio abierto del discurso, en la expectante pantalla de la computadora. En este sentido es más que una metáfora decir que escribir es viajar. En todo caso la experiencia literaria no se restringe a escribir, sino sobre todo a leer, y visto desde este otro lado, la lectura también es viaje, leer también es viajar. Pero hay diferencias: el viajero escritor avanza sin mapa preciso, en un espacio de discurso en donde encuentra voces que transmite por escrito en una dirección que él más o menos va definiendo, mientras que el viajero lector se introduce en un sendero previamente diseñado, en un camino ya definido por un autor, y al que pasivamente (en mayor o menor grado) debe seguir.

Por supuesto, entiendo que a veces se habla de literatura de viajes de una manera restringida, como un tipo de género literario, no tanto como una dimensión de toda literatura, como una categoría que, aunque ha acompañado a la literatura occidental desde la Antigüedad, realmente cobra forma más definida en el Renacimiento con el relato de Marco Polo sobre su viaje a Oriente, por medio de un crónica de maravillas sólo vistas por un viajero arriesgado, que las confirma por la autoridad de su experiencia personal. A este recuento de asombros le sobrevendrá después la crónica geográfica y naturalista, con un ojo europeo no menos sorprendido, un ojo positivista. Parte de la fuerza de un relato de viaje estriba en el riesgo corrido por su autor para realizarlo, como en una novela de aventuras, igual que el escritor corre riesgos al soltar la lengua y la mano. Es un tipo de literatura acorde con la movilidad espacial de la modernidad y sus viajes de conquista y colonización. Hay, pues, cierta vocación transcultural en el relato viajero, el reconocimiento de una alteridad geográfica y cultural, una forma espontánea e incipiente de estudio comparativo entre los pueblos.

Parte de este gusto por lo otro, por comparar y analogar lo mismo y lo distinto, está presente en el libro Entre las nubes del Tibet, de Luz Fernández de Alba, quien es novelista y estudiosa de la obra de Sergio Pitol, un escritor viajero que la ha estimulado en esta línea del relato itinerante. Nótese desde el título que la suya es una mirada de altura, desde lo más alto del mundo: los Himalayas, el Everest, como si la autora hubiera querido hacer literal la idea del ascenso a la montaña para conocer y conocerse, tan cara a la literatura de viajes, desde el ascenso al Chimborazo de Humboldt y la subida al Popocatépetl de Aleister Crowley, hasta la conquista simbólica del Monte Análogo, del francés René Daumal.

En el libro comentado la mirada de la viajera (porque quien viaja y narra es mujer, según lo hace explícito varias veces) quiere ver más que lo que mira el turista fugaz, y para ello se preparó tanto física como intelectualmente, por medio de ascensos previos a montañas nacionales y por el estudio y la práctica del budismo tibetano. Este último aspecto es importante porque le permitió contextualizar culturalmente mucho de lo visto en Nepal y Tibet, que son los dos países revisados en la crónica viajera, y no quedarse con una opinión superficial y desinformada, quizá presa del prejuicio orientalista.

El filósofo Wittgenstein aconsejaba viajar ligero, con lo indispensable, y sólo así se puede viajar al Tíbet en el aspecto físico, y no llevar mucho equipaje, pero en el aspecto mental, es enorme el cargamento de expectativas acumuladas por el lugar especial del Tíbet en la cultura occidental, por lo menos desde Marco Polo, que en su libro dedica dos cortos capítulos a su paso por esa región y en donde se encuentran algunos puntos que seguirán estando presentes en la percepción europea del Tíbet: la poliandria, la idolatría y la magia. Estos elementos siguieron vigentes en el siglo XIX, cuando se produjo en Europa un renovado interés, gracias al romanticismo, por todo lo oriental, en especial por la India y sus religiones y filosofías. El propio F. Schlegel, filósofo y escritor, ¿no había escrito que en Oriente había que buscar lo supremamente romántico? La India y el sánscrito se tornaron en la patria y la lengua de los dioses, desplazando de sus puestos a Egipto (tradicional tierra del misterio y del origen, aún para los antiguos griegos) y al hebreo (la lengua de Dios y de la cábala).

A principios del siglo XIX no estaba muy clara para los europeos la diferencia entre el hinduismo y el budismo, y sólo a medida que se tradujeron y publicaron los textos budistas se cobró conciencia de tal separación. La figura de Buda surgió en la escena europea con un perfil propio de gran envergadura filosófica y religiosa, con una fuerza ética comparable a la del mismo Cristo, comparación inevitable que harían luego muchas veces algunos lectores occidentales de budismo como Borges y Vasconcelos.

De los diferentes tipos de budismo que se han dado a lo largo de sus 2500 años, se privilegió por parte de los académicos europeos al Theravada (el del Canon Pali) como el budismo "puro" y "original", un prejuicio historicista que hoy sabemos errado, puesto que su corpus textual supuso pasar lo dicho por Buda de lo oral a lo escrito varios siglos después de que él muriera, con las contaminaciones inevitables que tal transcripción implica (además de que la cercanía cronológica al origen no significa exactitud filosófica) mientras que al Mahayana se le vio más como una suerte de popularización laica del budismo, y al tantrismo como su degeneración, mezclado con sexo, magia y superstición. Incluso se acuñó el término "lamaísmo" (Waddell) para hablar de este budismo supuestamente degenerado, que era el imperante en el Tíbet. Los primeros académicos y lectores occidentales filoprotestantes muy pronto establecieron comparaciones entre el lamaísmo y el catolicismo, emblemas ambos de ignorancia y superstición, del dominio clerical. Los rasgos tibetanos según Marco Polo, los de idolatría y magia, volvieron a brillar a fines del siglo XIX y la primera mitad del XX, ahora con lenguaje académico.

Al tiempo que, desde la academia, se fraguaba esta visión negativa del budismo tántrico y del Tíbet, en términos de mezcla y degeneración, en ámbitos religiosos heterodoxos se producía el fenómeno inverso. La teosofía de Madame Blavatsky hizo del Tíbet la fuente de una sabiduría original, prehistórica, hogar de mahatmas iluminados de quienes ella era emisaria. Dada la importante presencia teosófica en los medios literarios y artísticos de la época, estas ideas filotibéticas muy pronto se propagaron, asociadas al creciente orientalismo. Por ejemplo, en España, la última novela del escritor Juan Varela, titulada Morsamor, una novela de viajes, ubica parte de su trama en la India y en el Tíbet, en el país de los mahatmas, en el mejor estilo teosófico. Aparece casi al mismo tiempo que la novela Kim, de Kipling, el autor inglés criado en la India, que tiene como uno de sus principales personajes a un lama tibetano (no obstante Kipling no siempre logra distinguir entre budismo e hinduismo, y aplica al primero doctrinas del segundo). Por esa misma época, en Inglaterra, Arthur Conan Doyle, tras haber matado a su abrumador personaje Sherlock Holmes, debido al reclamo de sus lectores decidió resucitarlo en La casa vacia, y ante la pregunta de adónde estuvo en ese tiempo en que se le consideró muerto, Holmes responde que viajó durante dos años por el Tíbet disfrazado de explorador noruego, y que estuvo muy entretenido en Lhasa, donde visitó al Gran Lama. Curiosamente Holmes, disfrazado de explorador noruego, corre paralelo en el plano de la ficción al explorador sueco Sven Hedin en el plano "real", histórico, quien fue uno de los pioneros en la exploración del Asia Central y del Tíbet, como Aurel Stein o Alexandra David-Néel, sólo que su posterior simpatía por los nazis parece haberlo borrado de la historia de los exploradores, pese a su importancia.

De esta forma, teósofos y artistas fortalecieron el tópico del Tíbet como país de magia y misterio, visto esto como algo bueno en un tiempo de secularización y desgaste de la religión en Occidente. De alguna forma, los académicos dijeron lo mismo pero, desde una óptica positivista, lo valoraron como algo negativo. Sin embargo, la consagración literaria del Tíbet llegó en 1933 con la novela de James Hilton, Horizontes perdidos (que generó posteriores versiones cinematográficas), con la invención de Shangrila, la comunidad utópica e iluminada, asentada en las alturas tibetanas, que desde entonces encarnó la ilusión occidental de un Tíbet ahistórico, una civilización aislada de la contaminación de los tiempos modernos, que funciona más bien como una gran pantalla compensatoria donde se proyectan las carencias espirituales europeas producidas por la secularización. Así, gracias a la teosofía y a la literatura, primero, y al apócrifo Lobsang Rampa después, muchos occidentales son prisioneros del espejismo de Shangrila a la hora de enfrentarse con el Tíbet, trampa cultural en la que por suerte no cae la autora del libro que comentamos.

Este estado de cosas se modificó parcialmente en la segunda mitad del siglo XX, con la invasión china al Tíbet, y el consiguiente exilio del Dalai Lama y de miles de tibetanos, y la llegada al Occidente de monjes y laicos, lo que permitió un conocimiento de primera fuente de las doctrinas y costumbres tibetanas. De esta manera, sin que el Tíbet dejara de ser emblema privilegiado del conocimiento espiritual, se disminuyó su perfil mágico y se reconoció también a un país de antigua cultura, inmerso en los sangrientos avatares de la historia, con un trágico destino político. La llegada del Tíbet a Occidente, después de que Occidente irrumpiera a balazos en el Tíbet a comienzos del siglo XX (los chinos concluyeron lo que los ingleses empezaron), se presenta a los ojos de los observadores como un proceso interesante a largo plazo, que comienza a dar sus primeros frutos sobre todo en los ámbitos religiosos, culturales y académicos.

Con parte de este gran bagaje acumulado de imágenes y conceptos sobre el Tíbet, llegó la autora a su destino. Ese equipaje mental pesaba más que las dos maletas permitidas para el viaje. Luz Fernández en su crónica viajera registra y describe lo que ve, desde su propio tiempo mexicano, aunque esté abierta a otro tiempo, el tibetano. Lo suyo implica una labor de traducción puesto que interrelaciona sus experiencias individuales en un saber colectivo, y porque vierte las formas de expresión del otro a la lengua propia, a un compartido punto de enfoque cultural en donde viajero y lector son cómplices en su enigma fascinado por el otro, por lo distinto.

Volviendo al tópico del viaje, el del libro es un viaje singular, pues se trata, no de una expedición turística, sino de un peregrinaje, de un recorrido por lugares importantes de Nepal y Tíbet para un(a) practicante budista, aunque funciona al mismo tiempo como documento literario y cultural, por lo que puede interesar a diversos tipos de lectores. La autora no insiste en aspectos doctrinales, a veces los presenta junto con muchas otras reflexiones y referencias: sociales, culinarias, políticas, muchas cinematográficas, logrando un tono, al tiempo que sabio, cotidiano, lo que es un gran logro: el difícil arte de lo sencillo. Resulta una lectura amena, que se agiliza mucho por el uso de capítulos cortos con títulos sugerentes. Hasta donde sé, se trataría del primer recuento viajero de una mexicana (o mexicano) en el Tíbet, lo que viene a enriquecer el acervo de literatura de viajes escrita por nacionales que viajan al extranjero.

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