El genio de literario de Platón para encarnar su reflexión filosófica en situaciones, individuos concretos y escenarios que cobran vida de inmediato frente al lector de turno alcanza acabada expresión en muchos de sus diálogos. No obstante, el Fedro se destaca por agregar a este diestro entretejido entre ingredientes dramáticos y argumentos filosóficos un cuidadoso trazado topográfico que mantiene de modo sutil la conexión entre el escenario y la conversación a lo largo de toda la obra (Wycherley 1963, p. 90). En efecto, ya desde su frase inagural la obra pone el foco sobre el lugar a donde se encamina Fedro3 y, asimismo, las palabras de cierre4 hacen referencia a una toma de distancia respecto del sitio de emplazamiento. También son particularmente notables las correspondencias entre, por una parte, la minuciosa presentación en el prólogo del paseo de Sócrates y Fedro fuera de las murallas de la ciudad, su excursión campestre y su asentamiento a orillas del Iliso para el despliegue de los discursos sobre éros a la vez que del éros por los discursos, y, por otra parte, el relato en el segundo discurso de Sócrates del vuelo de las almas no-humanas desde el ámbito terrestre hacia la planicie de la verdad a través del ouranós, tras la huella, en la medida de sus posibilidades, de la bienaventurada caravana de las almas divinas (Esteban Santos, 1992; 1994). La relación entre los tópoi en el Fedro sería, además, compleja, pues, incluso en los casos de evocación de uno a través de otro no tendría lugar una mera repetición, sino que se produce algún tipo de transmutación de su sentido, sumado a que cada tópos estaría vinculado con un tipo determinado de lógos (Philip, 1981). Cabe agregar que el preciso mapeo del inicio del diálogo ha sido también productivamente interpretado como un direccionamiento propedeútico del lector para su ingreso y recorrido apropiados del texto (Ferrari, 1990).
La inquietud que anima las presentes páginas es la de reflexionar en el marco de este trazado topográfico del Fedro respecto del significado del emplazamiento propio del filósofo, y de Sócrates como su representante, en tanto que se les atribuye en el Fedro un carácter átopos. Uno de los rasgos distintivos del Sócrates de la obra platónica es precisamente el ser átopos, rasgo que Platón hábilmente delinea al establecer un complejo juego con el significado literal del término y sus sentidos más metafóricos.5 En efecto, en el rico retrato de su maestro que se desprende de las páginas platónicas éste aparece a menudo como un individuo “atípico” -átopos-, un “des-ubicado” que nunca se encuentra en el lugar esperado, ni en un sentido literal, ni tampoco en un sentido figurado, pues también sus concepciones, conductas e, incluso, apariencia física resultan para la mayoría raros y extravagantes. Si bien la atopía es uno de los rasgos sobresalientes atribuidos al Sócrates del Banquete, sobre todo en el retrato que de él hace Alcibíades,6 también es referido de este modo por sí mismo y por otros personajes en otros diálogos platónicos.7
Mientras que para algunos intérpretes las referencias a Sócrates como átopos en el Fedro no tendrían ninguna significación especial (vid. De Vries, 1969, Phdr., 229c),8 otros las han relacionado con “su notable singularidad, la originalidad de su pensamiento y la extravagancia de su comportamiento” (vid. Velardi 2006, Phdr., 229c; mi traducción), esto es con los rasgos idiosincráticos de la semblanza que nos ofrecen de él, como mencionábamos, otros textos platónicos. Por otra parte, hay quienes vinculan la atopía socrática más específicamente, a partir del 230c, con el hecho de que en esta obra en particular Sócrates se encuentra fuera de su escenario natural -la pólis.9
Mostraremos aquí, con base en la interpretación de los pasajes relevantes,10 que en el caso del Fedro el carácter átopos de Sócrates adopta un sentido particular: la “desubicación” propia del filósofo, consistente en un direccionamiento existencial hacia un sentido último que, cualquiera sea el nivel de recorrido que un alma humana haya alcanzado en el conocimiento de la verdad, deja siempre, incluso a quien haya podido cumplimentarla de modo más acabado, “descolocado” o “desubicado”, no sólo respecto al plexo de significaciones recibido de su entorno cultural, sino también en relación con los revisados y establecidos a través de su propia búsqueda.11 Esto se vincula con interpretaciones recientes respecto de la “singularidad” o atopía socrática en general que la entienden como la ubicación de Sócrates en un “no-lugar” en el sentido de que Sócrates con su práctica filosófica se sitúa en el universo simbólico de su tiempo y al mismo tiempo se desplazaría de él.12 No obstante, nuestra interpretación es que, en el caso del Fedro, esto se da de modo más extremo, pues entendemos que aquí la atopía de Sócrates y el filósofo sugiere en último término su desplazamiento y desubicación no sólo respecto del status quo, sino incluso del marco simbólico producido a través del propio examen e investigación en referencia al polo de significados plenos representado por el plano eidético. Esto significa también que, si bien el efecto de “extrañeza” lo transmite Sócrates a través de su distanciamiento de las prácticas políticas de la pólis y de su empleo de los expedientes de la retórica tradicional, esto no se resuelve finalmente “en un orden platónico familiar” que hace que el diálogo “no sea después de todo tan extraño”. Por el contrario, el filósofo queda emplazado en un lugar átopos, que nunca termina de franquear, sin lograr instalarse definitivamente en la estabilidad confortable del mundo eidético. Este “no-lugar” es, no obstante, radicalmente distinto al concepto homónimo de la antropología contemporánea: lejos de tratarse de una esfera transitoria y evanescente que no aporta ningún elemento vital para la constitución de la identidad del sujeto,13 la atopía del filósofo platónico implica, por el contrario, su emplazamiento en función a un plexo de significaciones que, de desplegarse por completo, le permitirían comprender acabadamente el sentido de su existencia. Es esta ubicación “extraña” la que le permite descubrirse, en términos del Banquete, como metaxý, es decir como no sólo situado en un lugar “intermedio” entre lo mortal y lo inmortal sino, además, con la capacidad de funcionar como un “intermediario” entre ambos ámbitos y de volverse, a través del contacto con lo divino, divino él mismo en la medida de lo humanamente posible.14
Analizaremos para ello, en primer lugar, cómo ya el prólogo del Fedro plantea respecto de Sócrates, en la traslación que realiza desde su propio lugar común de accionar -la pólis- hacia el ámbito rural, un desajuste con respecto al lugar físico y, a la vez, mental que le son habituales. Esta experiencia de un desplazamiento respecto de su perspectiva familiar se incrementa en su reacción maravillada ante el paraje de extraordinaria belleza sensible en el que los personajes se instalan (230b-c) y que inspira en Sócrates, quien ya se ha descrito a sí mismo como alguien “atípico” o “raro” (átopos, 229d), un parlamento por el cual Fedro lo califica justamente como un individuo “rarísimo”, “de lo más atípico” (atopótatos, 230c).
En segundo lugar, veremos cómo este mismo sentido de la atopía es retomado y desarrollado en el mito del carro con corceles alados del segundo discurso de Sócrates al describirse allí un desplazamiento de todas las almas hacia un lugar inédito en sus características: el hyperouránios tópos (250c), el cual, desde el punto de vista físico-cosmológico, es un sitio inexistente y al cual, por otra parte, las almas no-divinas, incluidas las filosóficas, tienen a lo sumo un acceso “parcial” o “esforzado” (mógis, 248a). Esto sugeriría que en el Fedro el recorrido de un alma humana en su forma de vida actual y también post mortem -cuyas características están íntimamente ligadas, de acuerdo al mito, a nuestro progreso o retroceso psicológico y cognoscitivo- apuntaría como meta última a una suerte de punto inubicable en coordenadas espaciales reconocibles y que es además, en el mejor de los casos, “apenas” (mógis) franqueable. Esta orientación vital hacia un “no-lugar” implicaría, pues, para el filósofo y el verdadero amante, ejemplicado por Sócrates, una existencia en incómodo desfasaje o atopía (251e), en un desalojo no sólo con respecto a los códigos usuales de su entorno sino también con precario cobijo en el universo de sentidos que él mismo haya logrado construir.
1. De la ciudad al campo: Sócrates átopos y el locus amoenus
La introducción del Fedro, a través de referencias topográficas15 claramente reconocibles, especialmente para el lector de la época naturalmente familiarizado con su hábitat, traza con minucia el itinerario de Sócrates y Fedro. Asimismo se ofrecen indicaciones precisas para imaginar el paisaje, la ubicación temporal e incluso, a través del diálogo vivaz puesto en boca de los personajes, sus tonos, actitudes, estados de ánimo características psicológicas y hasta movimientos corporales. Extrapolando pautas de representación propias de nuestra cultura actual, podría decirse, pues, que el texto funcionaría como una suerte de guión cinematográfico. El carácter realista de la topografía del diálogo, en tanto refiere con toda probabilidad al panorama que efectivamente se desplegaba extramuros (vid. Wycherley 1963), no es incompatible con que tenga también, como veremos, un valor simbólico.16
La descripción iniciaría cerca del mediodía (227b), durante el caluroso verano mediterráneo (229a; 230a; 259a), con una toma de Sócrates tropezando con Fedro y Sócrates en las proximidades de la casa de Mórico frente al Olympeion o templo de Zeus (227a) y, por lo tanto, si bien esto los situaría en los linderos de la ciudad, se hallarían todavía dentro de ella. A continuación los personajes deciden seguir caminando y conversando (227b), y abandonan así el ámbito urbano para ingresar a un área campestre, de acuerdo con los designios de Fedro, previos al encuentro, de realizar vigorosas caminatas a campo abierto (227a). La marca divisoria entre una y otra esfera la establecen las murallas que rodeaban a Atenas17 y que contaban en su perímetro con unas quince puertas de salida. Sócrates y Fedro emergen quizá por la puerta Diomeia, situada al este, o la puerta Itonia, emplazada al sur, -ambas en las cercanías del templo de Zeus-,18 o, más probablemente, por la puerta Hippades,19 situada más precisamente al norte del Olympeion; cualquiera de ellas conducentes de todos modos a las proximidades del río Iliso que corría al sur de la ciudad. Al alcanzar el área fluvial los personajes se desvían de la ruta principal,20 que era probablemente la que tenía en su planes Fedro, para seguir la corriente de agua21 (229a), encontrándose ubicados en ese momento a trescientos o, más bien,22 según corrige Sócrates, quinientos metros -esto es, a dos o, más exactamente, tres estadios (229c)- de los peñascos desde donde, según la tradición, el viento Bóreas precipitó y desnucó a Oritía, mientras jugaba con las ninfas, y a la altura del vado por donde habitualmente se cruza23 hacia el templo de Agra24 (229c). Lo más plausible es, pues, que han emergido por la puerta Hippades o por la Diomeia, ya que ello justifica mejor una distancia de recorrido de alrededor de quinientos metros hasta los alrededores del templo de Agra -la puerta Itonia estaría, en cambio, bastante más próxima a éste. Tras ir chapoteando a lo largo de la ribera (229b), finalmente los dos amigos, se detienen probablemente sobre la margen sudeste del río,25 para recostarse junto a un alto y frondoso plátano (230a-b; cf. 229a), en un paraje próximo al templo de Agras y de un santuario a Bóreas (229c), y no muy lejos de otro dedicado a divinidades fluviales, tales como las ninfas y Aqueloo.26
Una de las funciones del prólogo del Fedro es, pues, la traslación imaginaria del lector, junto con Fedro y Sócrates, en el espacio físico desde un lugar bastante preciso dentro de la ciudad a un recorrido, también bastante preciso, fuera de ella. Veamos ahora en qué sentido el posicionamiento de Sócrates respecto a este trazado espacial es considerado en el texto como átopos o “fuera de lugar”.
En primer lugar cabe observar que la manera en que desde el inicio se presenta a cada uno de los personajes en relación con el espacio sugiere que, mientras que en el caso de Fedro su relación con el territorio es bastante definida, la situación topográfica de Sócrates, en cambio, queda más bien indeterminada. Fedro se propone tomar un camino para él bien conocido, que arranca en la casa de Mórico, detrás del Olympeion, y sigue por una carretera o sendero en las afueras de la ciudad. Tiene, digamos, una respuesta precisa de dónde viene y a dónde va, pregunta inicial que le dirige Sócrates (vid. supra n. 3); está familiarizado con las zonas aledañas de su paseo y no ve en el paisaje que se le propone nada inusual. El objetivo de lo que proyecta lograr en ese trayecto también está fijado de antemano: aprenderse de memoria el discurso retórico de Lisias (228b-c) y, a la vez, tonificarse físicamente según los consejos médicos de Acumeno (227a). En cambio, respecto de Sócrates, no sabemos de dónde viene, tampoco a dónde se dirigía antes de su encuentro con Fedro; se desconcoce también qué propósito tenía su paseo; el encuentro con él produce, además, un desvío en relación con el itinerario que Fedro se había previamente trazado;27 se presenta asimismo ante él como desconocedor del área,28 (si bien, como veremos luego, nos da indicios de conocerla mejor que el Mirrino); aparentemente habría salido a caminar como Fedro pero, sin embargo, propone detener en un punto la marcha para instalarse en un lugar apropiado para conversar. La razón de su abandono del propósito inicial de su paseo, designio que por otra parte desconocemos, a fin de acompañar a Fedro parece ser, en principio, sumarse a la inquietud del Mirrino -esto es, interiorizarse con el discurso de Lisias-, pero su objetivo aparecerá mucho más complejo y sólo podrá ser determinado de modo cabal retrospectivamente al final.
Si nos detenemos en las referencias más puntuales al carácter átopos de Sócrates, de acuerdo con el comentario de Fedro en 230c-d, la atipicidad socrática se relacionaría con que éste se encontraría emplazado en un lugar que le es ajeno, a saber, el área fuera de la ciudad.
FEDRO: Pero tú, por cierto, sorprendente Sócrates, te muestras como alguien de lo más atípico (atopótatos).29 Pues, te pareces sin más, como dices, a alguno que es guiado como un forastero y que no es de la región. Así ni te vas de la ciudad de viaje a tierras extranjeras, ni me das la impresión de que salgas para nada fuera de las murallas de la ciudad.30
Hay un juego aquí con el significado más literal de átopos: Sócrates está “desubicado”, “fuera de lugar”, porque le resulta desconocido todo otro sitio que no sea su ciudad natal. Pero, además, esta misma característica hace de él un individuo “raro”, “atípico”, pues, normalmente un habitante de Atenas conocería al menos las zonas aledañas.
Esta doble desubicación de Sócrates la vincula él mismo en su réplica a Fedro con su preocupación de aprender a través del diálogo con sus conciudadanos y su desinterés por el entorno no-humano, por el ambiente natural. Leemos así en 230d:
SÓCRATES: Compréndeme, excelente amigo. Pues soy aficionado a aprender.31 Sin duda alguna los campos y los árboles nada me quieren enseñar, pero sí los hombres de la ciudad. Sin embargo, tú, me parece, has encontrado la pócima (phármakon) para que yo salga.
La atipicidad de Sócrates parecería entonces estar relacionada, según sus propias palabras, con la usual caracterización que de él hace Platón en los llamados diálogos tempranos o “socráticos”, particularmente, por ejemplo, la Apología, a saber, como un hombre comprometido exclusivamente con los asuntos ético-políticos, e indiferente a las temáticas de la filosofía natural.32
Sin embargo, una consideración más atenta de la manera en que cada uno de los personajes se vincula con los mojones de la ruta que transitan, invita a una reconstrucción e interpretación más compleja con respecto al sentido de su situación topográfica y de la atipicidad socrática.
A pesar de que en varias oportunidades el texto sugiere que es Fedro quien guía la expedición en condición de conocedor de la zona (227c; 229a-b; 230b), las acotaciones de Sócrates a los comentarios de Fedro sobre el paisaje a medida que realizan su excursión campestre demuestran que él tiene en realidad mayor familiaridad que el propio Fedro con ese ámbito rural. Es Sócrates quien le sugiere ir a lo largo del Iliso para buscar un sitio apropiado para sentarse (229a); es él también quien conoce el lugar exacto donde habría tenido lugar el episodio de Oritia y, además, la existencia de los templos de Agra y de Bóreas en las inmediaciones (229c); maneja incluso la información respecto de una segunda alternativa topográfica del incidente de Oritia: ésta habría sido arrastrada por el viento Bóreas en realidad no desde los peñascos cercanos al Iliso sino desde el Areópago (229d).
La “des-ubicación” o carácter átopos de Sócrates que Fedro le reprocha no está vinculado entonces en realidad con los lugares que, como veíamos, Sócrates mejor que Fedro va situando y reconociendo a lo largo del camino por fuera de las murallas hasta el emplazamiento final. Aunque se muestra como ignorante, también en este plano Sócrates posee un conocimiento del que Fedro carece. Es en realidad la manifestación asombrada de Sócrates en 230a-b respecto a la inusual belleza del sitio al que han llegado la que provoca el comentario crítico de Fedro en 230c respecto a su falta de inquietud de trasladarse más allá de las murallas de la ciudad. Leemos así en 230a-b:
SÓCRATES: A propósito, amigo mío, si puedo interrumpir un momento la conversación, ¿acaso este no era el árbol al que nos conducías?
FEDRO: Sin duda este mismo.
SÓCRATES: ¡Por Hera,33 bella por cierto la parada! Pues este plátano está muy expandido y alto, y la talla34 y la espesa sombra propia del sauzgatillo35 son absolutamente hermosas. Y como alcanza el pico máximo de floración, ¡cuán sumamente fragante es capaz de tornar al lugar! Y a su vez el manantial, de agua muy fría, al menos según da fe a mi pie, corre muy agradablemente bajo el plátano. Parece ser el santuario de algunas ninfas y de Aqueloo,36 a juzgar por las estatuillas votivas de doncellas y en general por las imágenes sagradas.37 Y, de nuevo, si me lo permites, ¡cuán amable y agradable es el aire del lugar! Responde en eco, estival y armonioso, al coro de las cigarras.38
Pero lo más espléndido de todo es lo de la hierba, porque ha crecido lo suficiente en suave declive para que [alguien], al reclinarse, ponga la cabeza muy cómodamente. De modo que tu trabajo como guía ha sido excelente, mi querido Fedro.
La respuesta de Fedro, quien se burla de estas manifestaciones de Sócrates y lo califica entonces de atopótatos, demuestra que él no ve nada particular en el paraje donde han ingresado y se emplazan. Es Sócrates quien se desorienta al descubrir en el sitio una belleza extraordinaria39 y describirlo como lo que, en términos literarios, pasaría a denominarse locus amoenus, a saber, un lugar de gran hermosura natural que proporciona, además, un sentimiento pleno de seguridad y bienestar (vid.Martínez, 2008). Y es a su vez el lector que se identifica con el recorrido imaginario de Sócrates quien experimenta junto con él la sensación de ingresar y visualizar un sitio de índole distinta a lo conocido y habitual. Dicho de otro modo, nos “des-ubicamos” junto con él, nos apartamos de la mirada corriente sobre nuestro entorno, y nos trasladamos e instalamos con sus palabras, como lo venimos haciendo gracias a la guía de la pluma platónica desde el inicio del diálogo, en este lugar de inusual belleza sensible en todos sus aspectos: la vegetación frondosa y en floración, los arroyuelos transparentes, la diafanidad del aire son hermosos para los ojos; el sonido del viento y de las aguas cantarinas del arroyo, el coro rítmico de las cigarras, placenteros para el oído; el perfume del sauzgatillo y del aire puro, deliciosos para el olfato; se siente, además, en la piel el calor del sol en contraste con el alivio reparador de la sombra de los árboles y en los pies con la frescura del agua. Al orientarnos hacia este lugar , el cual de tan bello nos da la sensación de ingreso a “otra realidad”, nos volvemos, como Sócrates, átopoi.
2. De la tierra al cielo: la atopía del filósofo “enamorado” y el hyperouránios tópos
El tránsito de la ciudad al campo hasta el locus amoenus en el prólogo del Fedro anticipa dramáticamente las peripecias de las almas humanas para elevarse desde el ámbito mortal y terreno hacia las regiones celestes por donde marchan, arrastrados por las revoluciones, los dioses inmortales, con el anhelo de acceder junto con ellos al “lugar fuera del cielo” donde la Belleza resplandece junto con las restantes Formas (véase Esteban Santos, 1992 y 1994). De este modo en el mito del carro con corceles alados la indicación topográfica “de adentro hacia afuera” de la introducción se transforma en un “de abajo hacia arriba”.
Por una parte, se representan dos ámbitos espaciales bien diferenciados y localizables en la cosmovisión de la época y que anticipan claramente la distinción aristotélica entre el “mundo sublunar” y el “mundo supralunar”: aquí abajo, la Tierra como región de lo mortal donde las cosas nacen y perecen; allí arriba, los cuerpos celestes, inmortales, simbolizados a través de la caravana de los carruajes divinos (246c, 246d, 248a-b, 248c, 249a-b).40
Es cierto que los dioses retratados en el mito del carro alado tienen como una de sus funciones plantear un paradigma de unidad psico-física con respecto a la condición humana. En el caso de las almas divinas, a diferencia de las de los hombres, sus “caballos” o aspectos irracionales son siempre buenos y dóciles en la conducción por parte del “auriga”, es decir, de la razón. Debido a esto, en sus almas las alas de éros se despliegan poderosas y las elevan regularmente hacia la verdad (véase Fierro, 2010). En cuanto a sus cuerpos no son impedimento sino puro vehículo -óchema; hárma- de la actividad inteligente del alma.41 El dios constituye así el modelo de un alma unificada, sin conflictos entre sus distintos aspectos, de máxima potencia erótica para dirigirse hacia lo verdadero, e inserta en un “cuerpo-vehículo” que facilita esta constitución psíquica, a la cual, con más o menos éxito, el alma humana, intenta asemejarse. Esta función emuladora de los dioses explica que estos sean representados en términos marcadamente antropomórficos y, de hecho, con las figuras de los dioses del panteón olímpico,42 si bien hay un replanteamiento de la caracterización propia de la religión tradicional.
Pero, además de constituir los dioses un paradigma que debe guiar la existencia humana (Poratti 2010, pp. 357-364; Eggers Lan 1995), si bien no es posible establecer una correspondencia punto a punto entre ellos y los movimientos de los cuerpos celestes (vid. Hackforth 1952, pp. 72-74) como los expuestos en el Timeo, muchos elementos sugieren que ellos son además una representación mítica de este orden cósmico. Se dice así que los vivientes inmortales, es decir los dioses, viajan y administran todo el universo (cf. 246e-247a, 247b, 247e), que describen recorridos u órbitas (diéxodoi) circulares perfectas, cumpliendo su movimiento propio de modo consumado y de acuerdo con el conocimiento pleno de un orden inteligente. Además, Zeus, como líder de todos y ordenador de todas las cosas (247e), parece aludir o bien al concepto de Alma del Mundo del Timeo, responsable de todos los movimientos del universo, o bien el alma que mueve el primer cielo o “cielo de las fijas”, que arrastra en su revolución al resto de los movimientos planetarios (contra Eggers Lan 1995). Hestia alude, probablemente, a la posición fija de la Tierra con respecto a los movimientos astrales que suponían explicaciones de la época (vid. Cornford 1937, pp. 120-34).
Cielo y Tierra refieren, pues, a regiones claramente localizables. En cambio, el lugar a donde a veces se asoman regularmente las almas de los dioses “a duras penas” o “parcialmente” (mógis) las almas humanas en los períodos post mortem en que abandonan sus sómata mortales estaría arriba de todo,43 “fuera del cielo”, más precisamente, en su dorso:
En efecto, las llamadas “inmortales” [i. e. las de los dioses], cuando llegan a la cumbre, al trasladarse al exterior, permanecen en el espinazo del cielo (éxo poreutheîsa éstesan epì toû ouranoû nótoi). Y, al posicionarse ellas así, la revolución las arrastra circularmente y éstas contemplan las cosas que están fuera del cielo (tà éxo toû oranoû, Phdr. 247c).
Y es aquí, en este lugar (tópos) supraceleste, donde se hallaría lo que verdaderamente existe, es decir, la Belleza resplandeciente junto a las restantes Formas, objeto del verdadero conocimiento:
Al lugar supraceleste (tòn hyperouránion tópon) no ha habido hasta ahora poeta alguno de los de aquí que lo celebre como merece ni nunca lo habrá. Pero es así -ya que, ciertamente, uno debe atreverse a decir la verdad, sobre todo al referirse a la Verdad.44 Pues bien, esta región (tòn tópon) la ocupa la realidad incolora, informe e intangible, la cual genuinamente existe, es contemplada únicamente por el piloto del alma -el intelecto- y con la cual se vincula el género del conocimiento verdadero (Phdr. 247c-d).45
Ahora bien, a diferencia de la Tierra y la región celeste, de acuerdo con las teorías astronómicas de la época46 “fuera del cielo”, esto es, más allá de las estrella fijas no había nada. Esto significa que el texto refiere a un sitio inubicable desde el punto de vista de las coordenadas espaciales, es decir, de lo, de algún modo, localizable.47 Si el movimiento de las almas en las revoluciones celestes representa a grandes rasgos, como vimos, el movimiento de los astros, no hay en realidad ningún lugar “por fuera” del universo al que las almas divinas y no-divinas puedan asomarse. Una interpretación plausible de esto podría ser que el mito representa en dos momentos, a fin de establecer una comparación entre el ámbito divino y el ámbito humano, algo que ocurre en realidad simultáneamente: los astros realizan los movimientos pertinentes según un orden racional que ya tienen perfectamente incorporado -conocido- en sus almas. En cambio, en el caso de las almas humanas, este conocimiento, que no es otro que el conocimiento de las Formas, es algo a recuperar, a “recordar” mediante la práctica de la filosofía. Las Formas no se encuentran en realidad en “otro mundo” en un sentido físico, sino que constituyen más bien “otra dimensión”, el aspecto inteligible de la realidad en su conjunto que sólo a través de la razón y no de los sentidos podemos captar, tal como leemos en 249b-c:
Y en esto consiste la reminiscencia de aquellas cosas que nuestra alma una vez vio cuando, al viajar en compañía del dios y desdeñar las cosas que ahora decimos que son, asomó su cabeza hacia la verdadera realidad. Por ello es justo que únicamente el intelecto del filósofo adquiera alas.48 Pues, gracias a la memoria, [su pensamiento] está, en la medida de lo posible, siempre junto a aquellas cosas por cuya proximidad el dios es divino.49 Efectivamente, un hombre, al utilizar correctamente estos recordatorios e iniciarse constantemente en los misterios perfectos/en misterios siempre perfectos,50 es el único que llega a ser verdaderamente perfecto.51
En consonancia con lo aquí expresado, quien no ha bloqueado completamente su recuerdo de esa “otra realidad” y se enamora o contempla cosas bellas no ve simplemente algo bello, sino que “recuerda” algo que no se puede ver con los ojos pero sí comprender como fundamento de todo lo que es bello: la Belleza.52 Es precisamente esta “des-ubicación” respecto al modo ordinario de comprender el mundo la que hace del filósofo, y también del verdadero amante y poeta -todos ellos considerados amantes de lo bello y ubicados en el primer puesto entre las formas de existencia encarnada (248d)-, un poseído por la manía erótica enviada por los dioses. Leemos en 249d-e:
He aquí, entonces, en qué deriva todo el argumento sobre la cuarta forma de locura. En lo que se refiere a ella, cuando alguien, al mirar la belleza de aquí y recordar la verdadera Belleza, adquiere alas y, con sus alas extendidas y un anhelo de elevarse sin poder hacerlo, mira hacia arriba como un pájaro y desprecia las cosas de abajo, tiene derecho a ser considerado loco.53 En consecuencia, ésta deviene, para el que la adquiere y se asocia a ella, la mejor de todas las formas de inspiración divina y con origen en los mejores elementos. Y, a causa de participar de esta locura, el amante es llamado amante de las cosas bellas.54
No obstante, como esta rememoración o anámnesis no puede ser en el caso de la almas humanas completa, al menos en nuestra forma de existencia actual, este desajuste que se produce respecto a la comprensión de nuestro entorno cuando nuestra existencia se direcciona a este “no lugar” nos coloca en una incomodidad permanente, tal como se evidencia claramente en el caso del verdadero enamorado, quien experimenta en cuerpo y alma una situación inusual o atopía:
A raíz de ambos sentimientos mezclados se angustia por lo atípico de su afección y, al sentirse perplejo (tèn atopían toû páthous kaì aporoûsa lyttâi), se enfurece y, por estar enloquecida, ni es capaz de dormir durante la noche ni de permanecer donde está durante el día, y corre llena de anhelo hacia donde cree poder ver al poseedor de la belleza; y, al verlo y canalizar55 su ansia, libera las cosas contenidas en el pasado, y al tomar un respiro, cesan los aguijonazos y los dolores de parto,56 y disfruta además en ese momento de este dulcísimo placer (Phdr., 251e).
La atopía -“carácter atípico, extraño”- de la experiencia de enamorarse, en la medida que hace recordar al alma su anhelo por la Belleza en sí, la deja en un estado del que no sabe cómo salir -aporoûsa-, en forma similar a lo que intenta hacer Sócrates en los llamados diálogos “tempranos” o “aporéticos” a través de la refutación de sus interlocutores. Esta condición inquietante es, no obstante, en ambos casos propicia para promover el surgimiento del éros filosófico. Contrariamente a la posición del sentido común retratada en los dos primeros discursos del Fedro, la perturbación existencial que conlleva el surgimiento de éros es aquí considerada algo positivo en tanto que produce una crisis en nuestra visión habitual del mundo y nos abre la puerta a una comprensión distinta de nosotros mismos y de la realidad (vid. Fierro, 2006, 2012). Así, uno de los mensajes del Fedro es que el desplazamiento hacia un “no-lugar” o estado de atopía constituye uno de los requisitos para que sea posible tanto el amor verdadero como la vida filosófica.
3. Entre la dóxa mortal y la epistéme divina: los lógoi “atípicos” de la filosofía
Finalmente reflexionaremos sobre la relación que se establece en el diálogo entre el tipo de emplazamiento de cada uno de los personajes y el tipo de conocimiento y discurso que le corresponde.
A Fedro se lo describe, y seguramente era conocido en su medio, como un entusiasta no nada más consumidor (227a, 228a-c, 234d, 238c, 243b, 257c, 258e), sino promotor de discursos (238e; 242a-b; 242e; 243e). En el caso del prólogo, se nos dice que proviene claramente de la casa de Epícrates, un conocido sofista de la época, en la que en la actualidad se ofrecen “festines” de discursos y donde Lisias, uno de los “logógrafos” más famosos del momento, ha realizado esa mañana una epídeixis o demostración (227a). Su lugar natural de pertenencia es por lo tanto la pólis de Atenas y las prácticas discursivas que ésta suponía. A esto se agrega su desplazamiento fuera de las murallas pero con un fin predeterminado para su paseo -vigorizar su cuerpo y aprenderse de memoria el discurso escrito de Lisias- y, en principio, con un conocimiento acabado de los alrededores. Su intención es dedicarse a repetir y memorizar mecánicamente, sin reflexión, el discurso de Lisias.57 Constituye entonces un epítome de los “intelectuales” o sophoí de la época y le corresponde el lógos sofístico tal como suele caracterizárselo en el texto platónico: un discurso persuasivo y, por ende, exitoso para los fines individuales y/o políticos, pero neutral y acrítico respecto a su contenido e, incluso, respecto a la disposición de sus elementos.58
Fedro representa un ejemplo de la mayoría de las almas no-divinas que no acceden al tópos hyperouránios donde se halla verdadero conocimiento y quedan sumergidas en la región inferior de la opinión (dóxa):
El resto de las almas van detrás, todas anhelando la región superior pero siendo incapaces [de alcanzarla]. E inmersas [en la región inferior], son transportadas conjuntamente en círculos, pateándose y atropellándose, cada una intentando aventajar a la otra. Así pues, hay confusión, rivalidad y sudor extremos.59 A partir de esta situación y debido a la maldad (kakía)60 de los aurigas muchas se mutilan y muchas otras se quiebran gran número de alas.61 Y todas estas, tras el gran esfuerzo realizado, se apartan de la contemplación de lo que es sin iniciarse en ello.62 Y, después de marcharse, se sirven de la opinión como alimento (tropheî doxasteî chrôntai, Phdr., 248a-b)
Esto no impide, no obstante, que Fedro pueda ser desviado por Sócrates de ese lugar de no cuestionamiento donde tenía planeado instalarse (después de todo, como leemos en el pasaje recién citado, “todas” las alma anhelan la región superior), y ser atraído hacia otra “zona” que promueva la reflexión filósofica.63
En el caso de Sócrates, si bien también se lo presenta como a Fedro como un “fanático” o “enfermo” por los discursos (227c, 228b, 230d-e, 236e), a diferencia de éste, declara que su única preocupación es el “autoconocimiento” al tiempo que rechaza la producción de racionalizaciones o lógoi superficiales de los intelectuales del momento (230a). Por otra parte, así como parece no tener un itinerario predeterminado sino que más bien lo traza ad hoc a fin de realizar un camino compartido con su interlocutor de turno, Fedro,64 del mismo modo, si bien en primera instancia parecería estar tan interesado como Fedro en el discurso de Lisias, se “desvía” de esta aceptación incondicional del Mirrino y presenta, en contrapunto, cuestionamientos a su forma y contenido. Esto lo hace, además, a través de nuevos discursos que no sólo objetan el de Lisias, sino que derivan en un ahondamiento tanto de las temáticas inmediatamente presentadas por Lisias/Fedro como de cuestiones concernientes a otras esferas, incluidas las más elevadas.65 A esto le suma posteriormente, una reflexión dialogada con Fedro en que se examina ya de modo más amplio las condiciones del bien pensar y decir en general (cf. 260d; 272a; 273d; vid. Dixsaut, 2011). De este modo el paseo intelectual de Sócrates, al que se suma Fedro, en la medida en que haya podido seguir el intrincado trayecto, se extiende del plano humano, tanto individual como político, al plano cósmico e incluso “más allá”, de modo que termina considerablemente lejos del punto de partida de Fedro (el discurso lisíaco que se proponía aprender de memoria). Pero, pese a este contundente avance respecto a los diversos temas abordados así como del entrelazamiento entre ellos, hay indicaciones de que los resultados son provisionales en tanto pueden reformularse ya de modo más acabado, ya simplemente desde otro ángulo de análisis. En este sentido el Fedro constituye un ejemplo de imitación acabada que puede lograr un discurso escrito de una conversación dialéctica “en vivo”, es decir del discurso “atípico” de un filósofo.
Esta situación del lógos desarrollado por Sócrates encaja con la de las almas filosóficas del mito del carro alado, las cuales quedan a medio camino entre el resto de almas no-divinas y las almas divinas: logran espiar en la región superior pero “apenas” y “parcialmente” (mógis) para volver luego a hundirse en la región de la dóxa:
[…] En el caso de las demás almas, la que mejor sigue al dios y se le ha asemejado más, saca la cabeza hacia el lugar fuera del cielo (tòn éxo tópon) y es trasladada en círculos con la revolución, aunque, aturdida por los caballos,66 apenas67 avistan las cosas que son. Mientras que otra alma a veces se eleva, a veces se hunde y, al ejercer su fuerza los caballos, ven algunas cosas pero otras no (Phdr., 248a).
Similarmente se afirma que, en nuestra forma de existencia actual, si bien estas almas son las únicas capaces de recordar las Formas, lo hacen con dificultad por haber sido restringida su visión:68
Así pues, tal como se dijo, toda alma humana por naturaleza ha contemplado la realidad. De lo contrario no hubiera ingresado en esta forma viviente.69 Pero no es fácil para toda alma acordarse de aquellas cosas a partir de las de aquí. Ni para cuantas en aquel tiempo vieron brevemente las cosas de allí, ni para las que, al haber caído aquí, tuvieran tan mala suerte que, por haberse abocado a lo injusto a causa de ciertas compañías, fueron capaces de olvidarse de las cosas sagradas que en ese entonces vieron (Phdr., 250a).70
Es por ello que el acceso pleno al sentido último de la realidad queda reservado sólo para los dioses,71 mientras que incluso al filósofo se le niega el poder de referirse acabadamente al tópos hyperouránios, lo cual implicaría poder dar un cierre definitivo a su discurso, si bien se valida, al mismo tiempo, su intento de aproximarse a este objetivo:
Al lugar supraceleste no ha habido hasta ahora poeta alguno de los de aquí que lo celebre como merece ni nunca lo habrá. Pero es así -ya que, ciertamente, uno debe atreverse a decir la verdad, sobre todo al referirse a la verdad (Phdr., 247c, mis itálicas).72
El filósofo entonces que recrea el Fedro de Platón no es átopos porque se mueva de la seguridad del discurso establecido hacia la creación de un discurso propio desde el universo simbólico dado, sino fundamentalmente porque, aún en este caso, queda instalado en un amparo precario y transitorio, puesto que su pensamiento y sus palabras, y más aún su existencia en su conjunto, no hallan descanso definitivo en la “llanura de la verdad”.73 Su constitución en el “amor a la sabiduría” lo obliga, pues, a un eterno peregrinaje en la búsqueda de una explicación acabada del sentido total de la existencia humana y cósmica (cf. también el final de R., 10, 621c). Este “largo camino” (274a) de autocomprensión, donde el punto de llegada se transforma continuamente en nuevo comienzo y es preciso permanentemente “desacomodarse”, conformaría, pues, la situación característica en que nos ubica, o mejor dicho nos “des-ubica”, la elección del modo de vida filosófico.