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Perfiles educativos

Print version ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.30 n.120 Ciudad de México Jan. 2008

 

Editorial

 

Hace cuatro décadas tuvo lugar en México un movimiento estudiantil que hoy sigue teniendo ecos en las condiciones de ejercicio de la libre expresión y de la participación política de la sociedad mexicana.

Estudiantes de preparatorias y de carreras profesionales de la ciudad de México, particularmente de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y del Instituto Politécnico Nacional (IPN), se confrontaron con el gobierno del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, y del aparato policiaco y militar del régimen. Durante cerca de tres meses, entre finales de julio y principios de octubre de 1968, la voz de los universitarios se escuchó más allá de sus recintos, al expresar sus diferencias con un gobierno autoritario, intolerante ante el cuestionamiento y la disidencia. Esa voz fue brutalmente acallada al caer la tarde del 2 de octubre, en la plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco.

Rememorar un suceso como el movimiento estudiantil mexicano de 1968 representa un acto de reflexión desde un presente constituido por un sinnúmero de arquitecturas y tramas temporales que lo configuran, lo significan y le otorgan sentidos. Se trata de traer a la memoria, actualizar, resignificar hechos pasados, constitutivos del presente, orientadores de futuros.

La reflexión sobre los resultados y las consecuencias del movimiento no debe restringirse a los hechos del 2 de octubre, que suelen sustituir en el imaginario colectivo a todo el movimiento estudiantil. En el movimiento pueden identificarse formas y niveles de participación y de organización inéditos, como pueden ser con la formación de brigadas, la constitución del Consejo Nacional de Huelga –cabeza aglutinante de las diferentes escuelas, facultades e instituciones involucradas–, el esfuerzo comunicativo en volantes, mítines y marchas; una convocatoria social nunca antes vista que acompañó a los estudiantes en las calles y en las universidades de todo el país y que, incluso, concitó simpatías y muestras de solidaridad fuera de nuestras fronteras; un enorme despliegue de creatividad que se manifestó, por ejemplo, en una estética visual. El movimiento hizo evidentes las condiciones de desigualdad frente a un poder rígido, inflexible, represor e intolerante, que contaba no sólo con la policía y el ejército, sino que se sirvió de los medios masivos, particularmente de la prensa, para atacar a los estudiantes, desinformar a la sociedad, distorsionar y manipular los acontecimientos.

El movimiento estudiantil de 1968, entonces, reivindica la necesidad de un estado de derecho en un momento en que México vivía un régimen de partido de Estado, y en un contexto internacional de explosión estudiantil en muy diversos puntos del planeta, que eclosiona en París, Praga, Roma, Tokio, Nueva York y Río de Janeiro, entre otros lugares.

Después de cuatro décadas podemos afirmar que la reivindicación del diálogo y la libre expresión de las ideas como mecanismo de participación y negociación política, la toma de la calle y las diversas formas de organización estudiantil y de participación de la sociedad civil, la creatividad y la expresión oral, escrita y plástica, en fin, varios de los hechos que caracterizaron el movimiento, dejaron una marca en los años que lo sucedieron. Estas marcas han sido valoradas de formas distintas por grupos y sujetos sociales en el devenir político del país, han llegado incluso a ser dogmatizadas, mitificadas o convertidas en iconos –quizá vacíos para las actuales generaciones de estudiantes–, pero no pueden ser negadas a riesgo de desentender los procesos socioculturales que han ido constituyendo a nuestro país. Deben ser analizadas en su propio contexto de aparición, en sus antecedentes, valorando el movimiento como uno de los factores –que no el único– explicativos de nuestras condiciones actuales.

Por su esencia, por sus rasgos de pluralidad y tolerancia, de ejercicio crítico, de libre expresión y participación, la UNAM fue un actor protagónico en aquellos acontecimientos; esos rasgos pueden ser leídos en el papel desempeñado por sus estudiantes, sus profesores y sus autoridades.

Los protagonistas apostaban a impulsar cambios sociales y políticos, a expresar diversas reivindicaciones de las clases medias y trabajadoras, a resquebrajar el poder monolítico y autoritario "del gran Tlatoani" –el presidente y su partido–, a impulsar nuevos significados de la "libertad", en un contexto nacional e internacional atravesado por importantes modificaciones en diversos rasgos de la cultura.

Esta corriente se desarrolla, así, en el contexto de un cierre de época, en el fin del desarrollismo cepalino, en la urbanización y el crecimiento de las clases medias, en el inicio de movimientos como el feminista, el hippie, la libertad sexual –acompañados de la pildora anticonceptiva, los cambios en la moda o el uso de las drogas–, la aparición de nuevas expresiones en la música y el arte, de diversas apreciaciones de la estética, en fin, en condiciones de transformación en varios órdenes y dimensiones de la vida social.

Aunque el movimiento surgió en espacios escolares, no planteó reivindicaciones expresamente educativas o académicas, vinculadas con las condiciones, formas y contenidos de enseñanza y aprendizaje o de gobierno en las instituciones de educación superior de la época. Sin embargo, en conjunción con factores demográficos, económicos y sociopolíticos nacionales, es justamente en la década siguiente, los setenta, cuando se da un incremento notable en la matrícula de este ámbito educativo y cuando se inauguran nuevas instituciones con diseños organizativos diferentes como, por ejemplo, la Universidad Autónoma Metropolitana, el Colegio de Ciencias y Humanidades y el Plan A36 de la Facultad de Medicina de la unam. Se dan también procesos de politización en las universidades públicas que tratan de articular su quehacer con la sociedad en donde se insertan; me refiero principalmente a los proyectos críticos, de universidades–pueblo, de intenciones democráticas y hasta autogestivas, que se desarrollaron en los setenta y ochenta, y que fueron deteriorándose hasta su casi extinción, como en Nayarit, Puebla, Guerrero, Sinaloa.

Por otra parte, podemos afirmar que el movimiento puso en la arena del debate la relación entre democracia y cambio cultural, entre libertad de conciencia, de creencia, de investigación y de cátedra, con las posibilidades de crecimiento autónomo de las instituciones y su misión, en su inserción social. Asimismo, después del 68 se fue dando un proceso de creación conceptual y metodológica en el terreno pedagógico en dos grandes líneas contrapuestas: por un lado, un protagonismo de la tecnología educativa derivada del pensamiento pragmático estadounidense confrontado, por el otro lado, con una crisis y diversificación de la pedagogía formalista, que produjo una complejización productiva del pensamiento educativo articulado con corrientes alternativas y contraculturales (la antipsiquiatría, la sociedad desescolarizada, la pedagogía no prescriptiva, el uso del psicoanálisis, las teorías y técnicas grupales, la pedagogía del oprimido, la teología de la liberación, la recuperación de la didáctica, etc.). Adicionalmente, el crecimiento exponencial de la educación superior trajo consigo el establecimiento de políticas y de instancias académicas dedicadas a la formación de profesores, las cuales fueron una de las semillas que permitieron la constitución de espacios institucionales y de grupos académicos dedicados a la investigación educativa.

No obstante esta riqueza, el proyecto modernizador y neoliberal que adquiere predominio desde los noventa cercena, o por lo menos disminuye, estas miradas, en aras de la eficacia, la eficiencia y el control mediante esquemas de financiamiento dirigidos a la consecución de metas e indicadores específicos.

Hoy es necesario atender, conceptual y metodológicamente, las modificaciones en las prácticas académicas, las formas de enseñanza y aprendizaje, de evaluación de los procesos escolares, de cobertura y pertinencia de la formación de ciudadanos y de profesionistas, de generación de un aparato doméstico de ciencia y tecnología, como desafíos para la educación mexicana en el nuevo contexto mundializado.

Al finalizar los sesenta prevalecía una mirada convencida de la posibilidad de soñar, de transformar, de construir proyectos alternativos, esperanzados en un mejor mañana. Esta vivencia debe ser recuperada y redimensionada en los inicios de este nuevo siglo, donde se torna evidente la necesidad de cambios profundos que posibiliten condiciones de equidad y crecimiento, que acaben con la lacerante desigualdad, que permitan la viabilidad sostenible del planeta y sus habitantes.

Sin duda, 1968 reverbera en la sociedad mexicana como una ruptura, en cuanto espacio ganado para la crítica y las propuestas, para el reconocimiento de la diversidad y la diferencia, para la demanda de las libertades y el ejercicio de la democracia. Esa voz trató de ser contenida con el uso de la fuerza y de la represión, y probablemente en parte por ello dejó ecos importantes para ir construyendo vías que sólo por medio del reconocimiento, del respeto y del diálogo con el otro, nos han llevado por un arduo –pero todavía inacabado– camino de construcción democrática, de justicia y de paz para el país.

A este camino queremos seguir contribuyendo desde nuestro lugar en la academia, compartiendo reflexiones, acudiendo a las fuentes en los acervos históricos –en textos e imágenes– que tanto tienen para escudriñar con rigor conceptual, a los análisis desde las ciencias sociales y humanas, particularmente desde las aportaciones de las ciencias y las técnicas de la educación.

 

Lourdes M, Chehaibar Náder

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