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Diánoia

Print version ISSN 0185-2450

Diánoia vol.59 n.73 Ciudad de México Nov. 2014

 

Reseñas bibliográficas

 

Carlos Pereda, La filosofía en México en el siglo XX: apuntes de un participante

 

Rodolfo R. Suárez

 

Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2013, 440 pp.

 

Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa. rrsuarez@gmail.com

 

Más que un libro, La filosofía en México en el siglo XX. Apuntes de un participante es varios libros. Al calificarlo así, no me quiero referir a la clásica sentencia según la cual todo texto puede interpretarse legítimamente en más de un sentido. Amén de la multiplicidad de lecturas, que algunos exabruptos posmodernos han querido extender, literalmente, hasta el infinito, el nuevo libro de Carlos Pereda es por sí mismo plural, tanto en lo que toca a su contenido como a su estructura. Visto desde cierta perspectiva, bien podría asemejarse a Rayuela de Cortázar o, acaso, al Animalario universal del profesor Revillod, ese invaluable almanaque ilustrado de la fauna mundial en el que se pueden intercambiar las partes de diversos animales para construir distintos ejemplares, unos más fantásticos que otros, pero todos perfectamente ensamblados.

Ya desde la primera página, el propio Pereda, no sin cierta cautela y hasta con exagerada humildad, adelanta algunas indicaciones sobre el texto:

El subtítulo —apuntes de un participante— adelanta y, de algún modo, enfatiza el tipo de materiales que se ofrecerá en estas páginas [...] Cuando se usa la palabra "apuntes" con frecuencia pensamos en notas incompletas. (Por ejemplo, tengamos en cuenta esas anotaciones que, al pasar, aunque laboriosamente, hacen los alumnos aplicados en una clase con la intención de no olvidarse de lo que han aprendido, o creído aprender). Lo que se va a leer es, entonces, eso: fragmentos recordatorios más o menos circunstanciales de algo entre lo mucho que se trabajó en filosofía en México a lo largo del siglo que acaba de terminar. (p. 11)

En cierto sentido, Pereda tiene razón al decir que los textos, por su origen y carácter circunstancial, no están pensados para formar una historia intelectual propiamente dicha, y la tiene también al asentar que la posición de un participante implica un tipo de escritura (la del testimonio) y, por ello, una evaluación que usualmente le está vedada al historiador de las ideas. Sin embargo, no puedo coincidir con el juicio (producto, creo, de esa humildad a la que me he referido) de que los materiales carezcan de la unidad necesaria como para conformar un texto en el sentido cabal del término.

Por un lado, los trabajos reunidos presentan "territorios" de la filosofía mexicana y, en cada uno de ellos, Pereda marca rumbos, trayectorias que sólo un explorador suficientemente entrenado y diestro podría sugerir. Por el otro, la mayor riqueza del libro está en los entrecruzamientos, en las reiteraciones que aparecen conforme se avanza en la lectura y que permiten complejizar la historia de la filosofía en más de una forma y sentido. Vistos así, más que los "apuntes de un estudiante aplicado", los trabajos (por separado) y el libro (en su conjunto) parecen como las anotaciones que un buen profesor realiza en su preparación de un curso y que, como es obvio, marcan una particular interpretación de la materia.

A lo anterior debo sumar algunas anotaciones sobre el espíritu que creo que guía estos trabajos. Aunque se puede aceptar que la posición del participante implica un grado de subjetividad que (habría que discutirlo) no es del todo aceptable en los trabajos del historiador, la posición desde la que el libro está escrito parecería ser otra. Ya hacia el final, Pereda señala con cierta extrañeza la falta de lecturas mutuas que parecería caracterizar a los ámbitos académicos mexicanos:

Entre nosotros —dice— se publican artículos y libros de filosofía y nadie o casi nadie se da por enterado; ni siquiera para protestar o para atacarlos. Ello suele traer consigo cierto desánimo generalizado por tal ninguneo y, sobre todo, por la imposibilidad de construir una cultura filosófica viva, capaz de motivar y alimentar a sus integrantes. Cuando dos profesores de filosofía se reúnen en México para discutir de filosofía —lo que no es muy frecuente— en el mejor de los casos es para discutir algún filósofo extranjero. (p. 346)

Pues bien, la actitud, el espíritu con que está escrito el libro, es justamente el contrario al que este diagnóstico apunta. Y es así, no sólo por el cuidado y respeto con que se discuten las aportaciones filosóficas de un buen número de colegas o por el pluralismo de Pereda que, sin perder un posicionamiento específico, se manifiesta con tanta claridad en discusiones de tan distinto orden como las de los trabajos de Ulises Moulines, Nora Rabotnikof o Ramón Xirau. Más allá de ese universalismo (propio de autores como Vaz Ferreira), lo es por la forma y el tono con que se construyen las distintas controversias y desacuerdos en el libro. El trabajo dedicado a la obra de Carlos Pereyra es un ejemplo magistral de esto último.

Así, lo poco que pueda perderse por la subjetividad que implica partir de la posición del participante se recupera, y con rendimientos, con la posibilidad del trato directo, de esa forma de relación que le está vedada al historiador y que, para el caso que nos ocupa, termina por generar la misteriosa pero siempre deseable aparición de la primera persona del plural.

Más allá de éstas y otras virtudes igualmente rescatables, el texto permite, por su contenido y estructura, generar un conjunto de reconstrucciones más o menos diversas de la filosofía hecha en México o, si se prefiere, de una parte no menor de ella. Desde luego, el propio Pereda sostiene a lo largo del libro una de esas posibles reconstrucciones. A su juicio, la filosofía en México habría transitado por al menos cuatro estadios distintos aunque, en mayor o menor grado, traslapados. El primero está constituido por aquellos a los que, tras reconocer el valor del pensamiento prehispánico, colonial y liberal decimonónico, Pereda llama Refundadores (Caso, Vasconcelos y, quizá, Ramos). El segundo grupo quedaría formado por el exilio español, los transterrados y algunos de sus alumnos, mientras que los grupos tercero y cuarto comprenden a quienes desarrollaron la labor filosófica desde alguno de los grandes bloques de pensamiento filosófico (el marxismo, la tradición metafísica o la filosofía analítica) y a quienes Pereda caracteriza como la irrupción del archipiélago; posición que, entre otras cosas, se caracteriza por lo variopinto de sus lecturas, influencias y problemáticas.

Desde cierta lectura podría resultar algo desconcertante el hecho de que las cuatro partes que forman el libro no reproducen, o bien lo hacen sólo colateralmente, esos cuatro estadios en los que Pereda divide a la filosofía producida por estas tierras durante el siglo pasado. En lugar de ello, la primera parte del libro contiene un trabajo en el que se explicita esa reconstrucción histórica de Pereda, la cual se extiende en las subdivisiones de la segunda parte y en las que se incluyen discusiones y comentarios específicos sobre obras y autores también específicos que ejemplifican cada uno de los cuatro estadios. La tercera parte está dedicada a la recepción de la filosofía alemana en México (un texto escrito con Gustavo Leyva) y la cuarta a autores y trabajos que se mueven en lo que Pereda denomina los "bordes" del quehacer filosófico.

Desde el momento en que se advierte que el libro no pretende ser un estudio histórico del pensamiento filosófico, se entiende que la desavenencia entre los apartados y la tesis histórica tiene pocas, poquísimas implicaciones con respecto a la unidad del texto. Pero se entiende también que una lectura parcial de éste resultaría poco recomendable pues, como he dicho ya, su riqueza radica, en buena medida, en los distintos entrecruzamientos que Pereda descubre.

Dicho sea de paso, no sé si estos entrelazamientos pudieran contraponerse en algo a la reconstrucción histórica que aparece en la primera y segunda partes del libro. ¿No será, por ejemplo, que Carlos Pereyra se habría sentido más cómodo en alguno de los grandes bloques o que cierta parte del trabajo de Luis Villoro encuentra un mejor lugar en medio del archipiélago, e incluso en los bordes de la filosofía donde, con seguridad, se encontraría con Ambrosio Velasco o con alguno de los varios Guillermos Hurtado a los que en su oportunidad Pereda reconoce? Dicho con mayor claridad: ¿dónde podemos poner al propio Carlos Pereda, de forma tal que en el mismo sitio encuentre acomodo el Pereda de Razón e incertidumbre y el de La filosofía en México en el siglo XX?

La pregunta, por supuesto, no es otra que la pregunta sobre las posibilidades que éste o cualquier otro conjunto de categorías tiene para aprehender la diversidad de temas, problemas, influencias que cada participante, por lo general, aborda y manifiesta a lo largo de su vida académica y, por supuesto, de su vida en general. Ciertamente, como Pereda subraya en el caso de Samuel Ramos, la pertenencia a ésta u otra categoría es discutible y, a veces, poco significativa. En todo caso, lo que más importa es remarcar, con el mayor énfasis posible, la riqueza invaluable de un trabajo que permite seguirle el paso a distintas cuestiones y encontrar resonancias de éstas en lugares insospechados, ya sea porque han sido descubiertos por el propio Pereda o bien porque lo novísimo les venga del olvido al que parecían condenados.

La sola lista de las cuestiones para las que el libro ofrece más que meras pistas parece inabarcable: el análisis del lenguaje de la educación, la conformación y el espíritu de los grupos y las sectas, la cultura de la imagen o la teoría política contemporánea y la concepción del espacio público. Sin embargo, prefiero referirme sólo a un par de cuestiones profunda y estrechamente vinculadas que, al menos en términos generales, me parece que conforman el espíritu del libro y ofrecen algunas de las directrices que lo vertebran; una de ellas más cerca de los intereses de la historia intelectual o la historia de las ideas, y la otra de los de la filosofía en su sentido más estricto.

La primera responde a la añeja y, según parece, inacabable discusión respecto de la existencia o posibilidad de una filosofía mexicana. Aunque el título de uno de los apartados podría confundirnos (me refiero a "La recepción de la filosofía alemana en México"), la posición de Pereda está bien definida desde el título mismo del trabajo: no, no existe algo como una filosofía mexicana (ni francesa, ni inglesa, ni uruguaya). Por su naturaleza y objetivos, el quehacer filosófico parecería apuntar a lo universal o, en sus bordes, a cuestiones que rebasan los ámbitos nacionales. Lo anterior, empero, no obsta para que se reconozcan contextos y momentos históricos que imprimen ciertas tendencias, preocupaciones y hasta vicios como los que él mismo señala y que se derivan del estado colonial. Así:

[L]os mexicanos no poseen un "ser", una "esencia", no conforman una clase natural —como los limones, los tigres y los animales humanos— sino que se constituyen como procesos precarios en varias historias y, por eso mismo, en constante cambio. Además, se trata de procesos precarios en necesaria interrelación con otros. La expresión "ser mexicano", al igual que la expresión "ser francés", no indica en ningún caso un punto de llegada, apenas un confuso punto de partida, pudiéndose en cada situación viajar en direcciones diferentes. (p. 346)

En este sentido, el libro ofrece una cantidad importante no sólo de pistas, sino de rutas históricas que evidencian el carácter procesual y no esencialista del pensamiento filosófico hecho en México: ya sea la influencia múltiple del pensamiento alemán o el lugar que el pensamiento de Ortega adquiere a partir de la influencia de los transterrados, el universalismo de Zea, el marxismo de Sánchez Vázquez y Bolívar Echeverría, las preguntas que guían la conversación con Margarita Vera o la lectura de Martiarena.

Sin embargo, su posición no entra en contradicción con la idea de que los contextos en los que el quehacer filosófico se realiza permitirían explicar el movimiento entre las fases que podemos reconocer en su desarrollo, entre algunas de las preocupaciones que han obligado a la filosofía a moverse hasta sus bordes e, incluso, la apuesta, a veces velada y a veces explícita, por fortalecer y construir una comunidad filosófica en México.

De nuevo, la idea no apunta a la conformación de un pensamiento propio, sino de hacer buena filosofía; así, sin más. Con este ideal en mente, Pereda reitera una y otra vez la crítica a la razón arrogante y a la imaginación centrípeda para favorecer la construcción de una razón con incertidumbre, porosa y argumentativa, que nos permita enfrentar la crisis de la razón sin regresar a la fiesta de los instintos y los vendavales de los deseos. Aunque no estoy seguro de que el relativismo de Villoro o la metodofobia de Ambrosio Velasco pudieran conducir a estos problemas, no cabe duda de que la posición de Pereda se presenta como una salida interesante de algunas de nuestras preocupaciones históricas y filosóficas. En efecto, "las tradiciones no acontecen como cae la lluvia, en parte se construyen", mediante el diálogo, la crítica y la controversia. De ello, sobra decirlo, el mismo libro es un buen ejemplo.

Para terminar estos breves apuntes sobre apuntes, no me resta sino reconocer una dimensión extra de los distintos textos. Por aquí y por allá, el lector podrá encontrar varias decenas de frases sueltas, párrafos e incluso páginas enteras que extienden los límites de la reflexión más allá del tema que en cada texto se discute. Por así decirlo, se trata de un libro de aforismos, tesis y digresiones que obligan a detener la lectura y a perderse un poco en temas que no podrían preverse ni por el título ni por el hilo argumentativo que se sigue.

Al inicio decía que, más que apuntes de un estudiante aplicado, el libro merecía pensarse como un conjunto de indicaciones con que se conduce un curso. Si esto es así, y así me lo parece, no queda sino agradecer la calidad pero, sobre todo, la calidez de la lección.

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