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Diánoia

versão impressa ISSN 0185-2450

Diánoia vol.56 no.66 Ciudad de México Mai. 2011

 

Reseñas bibliográficas

 

Luis Xavier López–Farjeat (comp.), La mente animal. De Aristóteles y el aristotelismo árabe y latino a la filosofía contemporánea

 

Leonardo Ruiz Gómez

 

Los Libros de Homero, México, 2009, 128 pp.

 

Departamento de Filosofía Facultad de Filosofía y Letras Universidad de Navarra leonardo_rugo@hotmail.com

 

La posición que posee el ser humano como especie en el mundo ha sido una de las cuestiones que la filosofía ha tratado de desentrañar a lo largo de su historia. En buena medida, la conceptualización de tal posición puede encontrarse preponderantemente por vía negativa, es decir, por conocer aquello que no somos. En este sentido, encontramos en los animales un primer referente de semejanza y, a la vez, de cierta distancia respecto de lo que decimos ser los seres humanos. La relación entre la mente humana y la mente animal se presenta, entonces, como el candidato perfecto para colocarnos en vías de establecer esta relación. En efecto, culturalmente parece haber sido la racionalidad humana la que ha servido como frontera entre lo humano y lo animal; sin embargo, la investigación contemporánea, en muchos de sus ámbitos, parece estar replanteando y cuestionando fuertemente este paradigma.

Es en esta tónica en la que se inserta el libro La mente animal. De Aristóteles y el aristotelismo árabe y latino a la filosofía contemporánea, compilado por Luis Xavier López–Farjeat y publicado por Los Libros de Homero. El libro, como su propio compilador lo afirma, pretende hacer un análisis sobre el pensamiento de distintos autores de la filosofía antigua, moderna y contemporánea sobre la posibilidad de la mente animal. Esto —sostiene el compilador— no persigue un afán meramente historiográfico: "El interés de nuestras investigaciones no es exclusivamente histórico, sino establecer puntos de contacto entre las filosofías aristotélicas y la filosofía moderna y contemporánea" (p. 13).

López–Farjeat, siguiendo el pensamiento de Hans–Johann Glock, sintetiza de manera sencilla en la introducción del libro los términos en los que se plantea el problema:

P1 La reacción de los animales complejos a su entorno solamente puede explicarse por la capacidad para percibir p.

P2 Si A percibe p, entonces o A sabe que p o A (meramente) cree que p.

C Los animales complejos pueden saber o creer que p. (p. 12)

Así, desde diversas perspectivas y aprovechando el legado de distintas tradiciones de pensamiento, cada autor intentará dar razones y argumentos para proveer luz a la cuestión. Sin embargo, a pesar de las distintas perspectivas, hay un criterio de unidad en el libro: "Los autores coincidimos en que, en cierto modo, los animales no–humanos pueden saber o creer que p" (p. 12), afirma el compilador.

El primer capítulo, escrito por María Elena García Peláez, se titula "La 'inteligencia animal' en Aristóteles". En él, la autora comienza realizando un análisis detallado de las posturas que consideran a Aristóteles como un antropocentrista; primero en sentido metodológico, es decir, donde se coloca al hombre como un ser rector (Pellegrin, Lloyd, Nussbaum); en segundo lugar, en sentido cosmológico, es decir, considerando la naturaleza en su conjunto (Sedley, Kosman, Passmore, Singer, Olivares). Finalmente, concluye que estas interpretaciones son poco adecuadas con respecto al pensamiento aristotélico y se decanta por una visión no antropocentrista de su pensamiento (siguiendo a Yack, Cooper y Kullmann, pero, principalmente, a Balme).

García Peláez prosigue haciendo una aclaración de lo que se entiende por inteligencia en el contexto aristotélico y retoma, para ello, tres conceptos fundamentales: temperamento, virtud y la facultad correspondiente al intelecto. En los tres análisis aporta una nutrida cantidad de citas y referencias (principalmente de los tratados biológicos) donde demuestra que la alternativa entre una distinción cuantitativa y una analógica entre los animales y el hombre no puede resolverse del todo con los textos que poseemos del Estagirita. Con respecto al temperamento, afirma que es evidente que Aristóteles reconoce características temperamentales en los animales y parece llevarnos —opina García Peláez— a que la diferencia con el temperamento humano es sólo gradual. En el caso de la virtud tampoco queda clara la distinción, ya que Aristóteles menciona en muchas ocasiones el término virtud referido a animales; de hecho, parece reconocer una phronesis en ellos. Esto implica —apunta García Peláez— que se reconoce cierta facultad intelectual, ya que la prudencia pertenece a las virtudes de este género.

Por lo tanto, el problema radica, para la autora, en que sin una definición clara de lo que Aristóteles entiende por inteligencia no se puede escoger entre una continuidad de grado o analógica entre los animales y el hombre. La cuestión es que no poseemos esa definición. Es necesario reconocer, entonces, que hay una "discontinuidad, no de incompatibilidad, sino de incompletud acerca de un tema que, si bien pudo haber sido abordado en las obras biológicas, se reservó a la psicología" (p. 30). No se encuentra —concluye la autora— una argumentación satisfactoria al respecto en Aristóteles; sin embargo, es fundamental, con miras a estudiar este tema, notar la relación inseparable que guardan para Aristóteles las condiciones animales (bipedismo e, incluso, la posesión de pulmones) y la inteligencia humana.

El segundo capítulo está a cargo de Luis Xavier López–Farjeat, compilador del libro, y se titula "Percepción, intencionalidad y pensamiento animal en Aristóteles y Avicena". López–Farjeat comienza haciendo una referencia breve al estado de la cuestión en autores contemporáneos como Dennett, Davidson, Bermúdez y McDowell. Destaca la posición de este último que, en oposición a la tradición aristotélica, asume que los seres vivos son incapaces de entender algo del mundo si no es por capacidades conceptuales.

Posteriormente, López–Farjeat se ocupa de mostrar las complicaciones que el tema de la "mente animal" guarda en el corpus aristotelicum. Muestra textos donde parece haber una clara división entre el hombre y los animales (principalmente en De anima y algunos pasajes de la Ética nicomáquea), pero también otros donde Aristóteles parece mostrar con cierta claridad que se puede hablar de una inteligencia animal (sobre todo en los tratados biológicos). Esto deja abierta la puerta a una consideración cognitiva de la percepción y no excluyente de comportamientos inteligentes.

Avicena seguirá, precisamente, esa línea: sostendrá, según el autor, que el nivel perceptivo en los animales no es conceptual, pero sí cognitivo. Para ello, es necesario hacer un análisis de la noción aviceniana de estimativa que —como indica López–Farjeat— se refiere a la imaginación sensitiva o compositiva (que no está bajo el dominio de la razón), propia de los animales. La tesis defendida en el capítulo consiste en que la estimativa es capaz, si bien no de producir conceptos, sí de captar significados y que, por lo tanto, "todos nuestros actos epistémicos están acompañados de intencionalidad" (p. 43).

Así, el autor concluye, con la ayuda de Avicena, que se puede abrir el concepto de cognición al del pensamiento intencional que compartimos con los animales. Esto nos puede ayudar en la exploración de la mente animal que la ciencia y la filosofía contemporánea han retomado con entusiasmo.

"Percepción y lenguaje en Tomás de Aquino" es el tercer capítulo del volumen y corre a cargo de Jórg Alejandro Tellkamp. En él, el autor comienza haciendo una distinción entre percepción e intención basándose, como López–Farjeat en el capítulo anterior, en textos avicenianos. Para ello describe el papel de la virtus estimativa, que es la facultad de la mente —localizada en el ventrículo central del cerebro— que permite la adscripción de intencionalidad a los objetos percibidos.

El estudio prosigue con un análisis de la diferencia entre sensibles esenciales y accidentales en la Suma teológica de Tomás de Aquino. Ahí se afirma que "los sentidos internos —sobre todo la vis aestimativa y la vis cogitativa— juegan [...] un papel causal propio para producir los sensibles accidentales" (p. 54).

El análisis finaliza con una revisión del verbo iudicare que, en opinión de Tellkamp, no debe ser meramente entendido como "juzgar", pues este término castellano posee connotaciones conceptuales muy claras. Una vez analizada la teoría de la intención en Avicena y los sensibles accidentales, se puede ver que es posible adjudicar un sentido no conceptual de iudicare a la percepción animal. La tesis del autor sostiene que es necesario entender este término como "discernir" más que como "juzgar", lo cual nos daría mejores herramientas para aceptar una forma compleja de conocimiento y afrontar de mejor modo el problema de la mente animal.

El cuarto capítulo introduce el análisis a la filosofía moderna; María Isabel Gamboa Cervantes escribe "El mecanicismo animal en la filosofía cartesiana". La autora comienza explicando la reacción que han desatado en nuestros días las concepciones mecanicistas de la vida animal que dieron inicio en la modernidad; éstas han llegado incluso a acusar a autores como Aristóteles y Descartes de dar razones para justificar el maltrato de animales.

Posteriormente, Gamboa Cervantes realiza una descripción de los principios fundamentales que sostienen conceptualmente el mecanicismo cartesiano, a saber, el dualismo y la hipótesis del hombre–máquina. Mención especial merece en la explicación de Gamboa la controversia que sostuvo Descartes con William Harvey en torno a la circulación de la sangre.

Además de las múltiples reflexiones con las que el autor de La Fleche intenta explicar la fisiología de todos los procesos vitales (incluso los de algunos sentidos internos, como la memoria), Gamboa apunta textos clave donde Descartes afirma tajantemente la imposibilidad de que cualquier animal no humano sea capaz de pensar (principalmente en el Discurso del método).

En la parte final, la autora introduce dos matices fundamentales: el primero es que, aun admitiendo la imposibilidad de un pensamiento animal, como sostenía Descartes, no se sigue necesariamente la conclusión de que los animales no poseen sentimientos y, por lo tanto, tampoco la posibilidad para torturarlos sin implicaciones morales. El segundo matiz es de carácter exegético e indica la posibilidad de que Descartes haya cambiado de parecer al final de su vida con respecto a este tema; en efecto, en Las pasiones del alma se muestra dudoso en torno a sostener la misma tesis del Discurso. El autor francés indica ahí que los animales carecen de razón "y tal vez también de todo pensamiento" (p. 72). Esta rectificación es plausible —nos dice Gamboa— si se considera la agudeza intelectual de un autor como Descartes.

Mario Gensollen se ocupa del quinto capítulo del libro, titulado "¿Es posible atribuir creencias a animales no humanos y a humanos prelingüísticos?" Lo primero que hace Gensollen es reducir la pregunta a la siguiente formulación: "¿Es posible atribuir creencias a animales que carecen de un lenguaje como el nuestro?" Es importante —dice el autor— distinguir entre la posible literalidad de tal atribución y su utilidad.

Así, comienza ocupándose de la utilidad de atribuir las creencias a este tipo de vivientes; Gensollen argumenta, principalmente contra Lowe, que el reconocimiento prelingüístico (en términos de MacIntyre) que hay con otros animales presupone esta atribución de creencias y, por lo tanto, su utilidad. Siguiendo a Dennett, afirma que "es útil —a veces, incluso, necesario— atribuir creencias y otros verbos y contenidos psicológicos a animales no humanos, pues al tratarlos como 'agentes racionales' somos capaces de predecir, explicar y manipular su conducta" (p. 80).

Dejada de lado la utilidad, el autor pasa al análisis de la justificación de la atribución literal de creencias a animales no humanos. Ahí, de la mano de Glock, Gensollen se ocupa de realizar una crítica a los argumentos del lingüismo (Davidson, Stich, McDowell y Lowe) contra esta atribución literal de creencias. El autor se ocupa de desactivar los que él considera los cuatro argumentos principales de Davidson, a saber: a) el argumento sobre la naturaleza intencional del pensamiento; b) el argumento de que los pensamientos involucran conceptos; c) el argumento de la naturaleza holista del pensamiento; y d) el argumento de que las creencias requieren el concepto de creencia. Gensollen objeta los tres primeros y se ayuda de ellos para matizar la atribución de creencias a animales que hace el mentalismo ingenuo; el último argumento lo refuta para echar abajo completamente la teoría lingüística de Davidson. Se concluye en este punto que la conducta no verbal no es cualitativamente distinta de la verbal para efectos de la atribución de creencias.

Finalmente, Gensollen hace un análisis de la expresividad como medio a través del cual nos comunicamos siguiendo a Cavell. Dado que el nivel perceptivo se encuentra principalmente en esta expresividad, es necesario asumir que puede entablarse este tipo de comunicación con los animales.

La conclusión es clara para Gensollen: "una posición intermedia es mucho más efectiva que el lingüismo para dar cuenta de la vida mental de otros animales" (p. 100), pues no implica incoherencias conceptuales y abre paso a la investigación etológica para analizar qué contenidos y qué verbos psicológicos es posible atribuir a los animales.

El sexto y último capítulo del volumen lleva el título "Racionalidad animal" y corre a cargo de Jorge Morales. Lo primero que se observa en esta sección es el establecimiento de las creencias y los deseos como estados mentales cuya combinación permite explicar la racionalidad en un individuo. Por una parte, el autor muestra las intuiciones por las cuales resulta fácil adjudicar deseos a los animales y, por otra, las no tan obvias razones por las que probablemente haya que atribuirles creencias; en concreto, el hecho de que éstas se relacionan habitualmente con contenidos proposicionales y éstos a conceptos.

Posteriormente, Morales retoma y expone los principios que la corriente conceptualista (Sellars, Davidson, McDowell y Brewer) asume para admitir la existencia de un concepto y, por lo tanto, de una creencia, a saber, a) que tengan condiciones de verdad, b) que impliquen una justificación y c) que puedan generar inferencias. El autor admite estos principios, pero argumenta a favor de que los animales cumplen, de hecho, con tales criterios.

Morales admite la necesidad de que las creencias tengan condiciones de verdad para garantizar su sentido, pero defiende un criterio pragmático por el cual los conceptos pueden comprenderse al margen de estructuras lingüísticas (para ello sigue las reflexiones de Schwitzgebel, Millikan y Allen). Posteriormente, el autor se vale de dos conceptos clave para la reinterpretación del segundo criterio normativista de los conceptualistas desde una perspectiva no verbal; éstos son los de función propia de Millikan y el de la perspectiva del agente de Susan Hurley. Finalmente, Morales apela a la capacidad, demostrada científicamente, que tienen los animales de hacer inferencias transitivas para cumplir con el último requisito que imponen los conceptualistas.

El argumento parece, entonces, completo y Morales apunta su conclusión: "si el criterio para hablar de racionalidad es la posesión de creencias y deseos y el uso de éstas para controlar las acciones del sujeto e inferir nueva información, una criatura no–lingüística puede ser considerada racional" (p. 118).

El libro posee, además, un apéndice que contiene la traducción elaborada por José Molina de la cuarta parte del libro sexto del Liber de Anima seu Sextus de Naturalibus. La traducción partió del texto latino de la edición crítica de S. Van Riet. El texto aviceniano versa sobre los sentidos internos y resulta de amplia utilidad para la comprensión del segundo y tercer capítulos del libro aquí reseñado.

Del libro se pueden extraer, desde mi punto de vista, distintas conclusiones: a) que el antropocentrismo que nos ha llevado a suponer que el pensamiento y la racionalidad pertenecen de un modo tajante al ser humano es insostenible; b) que la atribución de elementos racionales a los animales no humanos no puede hacerse sin realizar un trabajo cauteloso para evitar caer en contradicciones; c) que la mente animal nos tiene reservada una nueva perspectiva de lo que somos y lo que es la naturaleza y que, por ello, nuestros esfuerzos por entenderla deben ser constantes y decididos; d) finalmente, que la ciencia y la filosofía deben trabajar de la mano poniendo atención tanto en los nuevos trabajos de investigación como en la tradición de pensamiento que nos antecede.

Cada uno de los capítulos de La mente animal posee, sin duda, un perfil muy particular. El libro guarda el sabor de un esfuerzo colectivo por afrontar de manera seria y ordenada un problema al margen de las diferentes tradiciones filosóficas o estilos que puedan seguir los autores. Con trabajos eruditos, por una parte, pero también meditativos y comprometidos, el libro demuestra que la tradición no tiene por qué ser un lastre para el pensamiento, sino un propulsor con el que se puede ver "a hombros de gigantes". Sin duda, se aborda un tema complicado e interesante en estas páginas con la mayor seriedad y con el profesionalismo que una disciplina tan profunda como la filosofía de la mente exige.

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