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Diánoia

Print version ISSN 0185-2450

Diánoia vol.53 n.61 Ciudad de México Nov. 2008

 

Reseñas bibliográficas

 

Dominique Lecourt, Georges Canguilhem

 

Lizbeth Sagols*

 

Presses Universitaires de France, París, 2008, 125 pp. (Col. Que sais–je).

 

*Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México. lsagols@hotmail.com

 

Georges Canguilhem (1904–1995) es conocido como filósofo e historiador de la ciencia. Ciertamente, elaboró una filosofía de la biología y la medicina y se ocupó del estatus y los objetivos que ha de tener la ciencia. No obstante, la empresa de Dominique Lecourt en su último libro, Georges Canguilhem, es mostrar que este filósofo remodela (junto con Bachelard y Foucault) la filosofía de la ciencia positivista al grado de hacerla inseparable de la teoría de la vida y del sujeto. A la vez, a Lecourt le interesa exponer el carácter ético–político de la vida y la obra de Canguilhem; carácter heredado en gran medida de su maestro Alain y que resulta decisivo para entender la influencia de Canguilhem en el ámbito francés y más allá de él.

Así, Dominique Lecourt nos ofrece, a través de cinco capítulos ("I. La juventud rebelde de un filósofo intransigente"; "II. Una filosofía de la medicina"; "III. ¿Una epistemología histórica?"; IV "Filosofía"; y V "Enseñar la filosofía") una verdadera "biografía de las ideas", en la que se entrelazan los hechos históricos y biográficos con la genealogía de las ideas capitales. Las ideas y la publicación de las obras se despliegan en una ambientación que hace inteligible su génesis y desarrollo, y los datos son enriquecidos e iluminados por el devenir intelectual del filósofo. Se trata, en fin, de un libro expositivo, pero que tiene la gran virtud de resaltar tanto el valor teórico de Canguilhem como su valor para la ética y la docencia de la filosofía.

En "La juventud rebelde de un filósofo intransigente", Lecourt destaca cómo las propuestas éticas y políticas de Alain hicieron de Canguilhem un pacifista que, desde 1930, se opuso a los nacionalismos. Pensaba que, a pesar de que siempre habrá conflictos y guerras, era necesario tratar de evitar la Segunda Guerra Mundial y que para ello era indispensable denunciar toda tentación de imponer desde fuera, a un hombre o a un grupo, la renuncia a su derecho de humanidad: a su deber de hacer existir la humanidad contra los obstáculos de la naturaleza, los accidentes de la necesidad, el abatimiento y la brutalidad (p. 22). Desde luego, con esta manera de pensar, Canguilhem no pudo más que aliarse, en 1940, a la resistencia. Pese a ver cómo morían muchos de sus colegas y amigos, se mantuvo firme hasta el final. Ello ha hecho que, en numerosos relatos sobre la resistencia, este filósofo sea conocido como "héroe".

Después, Lecourt expone cómo, siendo ya profesor de filosofía, Canguilhem realiza sus estudios de medicina por razones filosóficas y no médicas. Buscaba abandonar la mera abstracción y tener contacto con lo concreto, pero de una manera muy singular: en primer lugar, no pretendía conocer las enfermedades mentales, sino los problemas que atañen a la realidad biológica del hombre, ese ser viviente en el que aparece la enfermedad y la amenaza de muerte, y en segundo, tampoco tenía la idea de que al estudiar medicina conocería una profesión científica. Paradójicamente, nos dice Lecourt, Canguilhem no tenía, en un principio, afanes epistemológicos respecto a la medicina; quería adquirir claridad sobre la técnica, o más bien el arte médico, el cual no se deja reducir al puro y simple conocimiento, sino que desafía los cánones epistemológicos, ya que no subordina su práctica a la simplificación teórica de las diversas ciencias que intervienen en ella. Para Canguilhem, lo decisivo en la medicina es que, aunque se apoya en conocimientos científicos, los traspasa en la toma de decisiones, y en ésta intervienen la subjetividad y el criterio prudente del médico en relación con el estado de desamparo del enfermo (p. 33). La consideración hacia el sujeto enfermo cambia el panorama del médico a la hora de aplicar los conocimientos.

De esta forma, Canguilhem se convierte en un filósofo de la medicina cuya profundidad de análisis lo lleva —nos dice Lecourt— a elaborar una filosofía de la vida. El punto de partida es la visión crítica de Lo normaly lo patológico (tesis con la que el filósofo francés obtiene el grado de médico y que llegó a ser quizá su libro más importante). La filosofía de la medicina contenida en este texto se centra en una defensa de la idea de individuo frente a las pretensiones homogeneizantes de la fisiología y la patología de Pasteur. Mientras estas últimas piensan que la enfermedad viene de afuera y altera el equilibrio interno del cuerpo, equilibrio que se caracteriza por ciertas cantidades de elementos químicos y moleculares medibles a través de pruebas de laboratorio, Canguilhem (igual que Hipócrates) considera que la enfermedad viene del interior del organismo, pues consiste en el estado en que el individuo ya no puede establecer sus propias normas en la relación con el medio ambiente.

El estado de salud no es algo que quepa en la "curva de la campana" estadística, no es igual en todos los individuos; por el contrario, es un valor, algo construido desde la conciencia del individuo en interacción con el medio y esa construcción no consiste en apegarse a lo normal en tanto promedio, sino en poder generar sus propias normas en interacción indisoluble con el medio ambiente. Hay, entonces, tantas modalidades de lo normal como individuos, y lo anormal o patológico no es simplemente un exceso o defecto en las cantidades de elementos químicos del cuerpo, sino el estado en que el individuo ya no funciona de acuerdo con sus normas y valores. En particular, el enfermo pierde el valor supremo de la salud que, para Canguilhem, consiste en la aprobación consciente de una capacidad de sobrepasar las capacidades iniciales (p. 44); y si se pierde esto, viene un desarreglo en todos los otros valores sobre el yo y sobre el mundo.

En consonancia con lo anterior, Canguilhem establece un nuevo paradigma de la atención médica según el cual el médico no ha de estar subyugado por criterios epistemológicos, sino que tendrá que partir de la conciencia del enfermo sobre su enfermedad, conciencia que se manifiesta en la llamada al médico. Deben privar la conciencia sobre la ciencia (p. 49) y el encuentro médico–enfermo sobre las pruebas de laboratorio. Por tanto, la curación no es un retorno o una recuperación de lo natural, es un evento entre el enfermo y el médico en el que la naturaleza desempeña un papel ambiguo: impone algo, pero a la vez está comandada por la conciencia del paciente. Lo decisivo es que en las nuevas condiciones se pueda aceptar una vida que tenga ante sus propios ojos suficiente calidad para ser vivida. Y es que si el individuo y la subjetividad están en el centro, la curación no puede ser algo objetivo ni total; estriba más bien en la apreciación subjetiva del sujeto.

Con respecto a la epistemología histórica de Canguilhem, Lecourt resalta cómo ésta no se funda ya en la identificación (propuesta por Compte) de la filosofía de la ciencia con la historia de la ciencia, sino en un estudio del desarrollo histórico del espíritu humano. No es pues sólo la ciencia lo que importa; es preciso considerar el todo de la cultura, en especial, las lecciones psicológicas y pedagógicas del conocimiento objetivo: de la teoría física de la relatividad y la mecánica ondulatoria. Tal psicoanálisis demuestra, como también lo dice Bachelard, que hay un primado del error sobre la verdad, que no debe concederse verdad absoluta a las intuiciones especulativas y que comprendemos lo real en la medida en que lo organizamos. Resulta imposible, entonces, ver la ciencia como algo verdadero y que se sostiene por sí mismo, más bien hay que verla en su íntima relación con lo social. En La formación del concepto de reflejo en los siglos XX y XVIII Canguilhem demuestra que la famosa teoría cartesiana del reflejo mecánico como rector de los movimientos del cuerpo es de hecho una ideología social que se traslada a la ciencia y, desde ésta, vuelve a reforzar las tendencias sociales. En su opinión, ello se muestra con claridad en la civilización contemporánea, la cual confiere a la rapidez y el automatismo de las reacciones motrices el doble valor de utilidad y de rendimiento en el trabajo de los obreros. La teoría del reflejo sigue viva porque con ella se trata de sostener un tipo de vida automatizada, una vida que niega el sentido y que es sufrida por los obreros como tiránica.

Para salir del círculo establecido en la teoría del reflejo, la epistemología de Canguilhem propone la primacía de lo vital y los valores sobre lo mecánico. El mecanicismo proviene, para él, de la intención de dominar la naturaleza y al propio hombre, pero más allá de él está la vida misma. La ciencia no debe considerarse desde la perspectiva del poder, sino —como decía Nietzsche— tiene que ser vista con la óptica de la vida y del arte (p. 71). En vez de partir de la teoría del reflejo, será necesario partir de un análisis del trabajador como individuo social, partir también de la producción real y de los avances y problemas de la tecnología para, desde ahí, hacer teoría. La ciencia tiene que responder a la práctica concreta.

Lo anterior se relaciona, desde luego, con una concepción general de la filosofía. Para Canguilhem, en una construcción filosófica lo importante no es —como en la ciencia— la verdad o la falsedad, sino los valores que sostiene, pues el punto de partida de todo filosofar es la acción y ésta se orienta siempre por valores específicos a partir de los cuales se construye una totalidad en la que se confrontan distintas valoraciones. Por otro lado, en la acción encontramos la vida concreta: el individuo y la experiencia, de tal suerte que las construcciones culturales y conceptuales quedan en un papel secundario. La filosofía debe confrontar los códigos de los lenguajes especializados con lo que permanece profundamente naif en la experiencia vivida (p. 75).

Y el principal objeto de estudio de la filosofía, en tanto todo viene del individuo y la acción, es la relación interactiva entre el individuo y el medio en el que (y gracias al cual) se actúa. La filosofía pues (tal como queda plasmado en El conocimiento de lo vivo) no se ocupa de hechos, sino de las interacciones entre los seres vivos y su medio; en especial, se ocupa de la interacción del hombre con su medio, ya que si bien todo organismo se guía por valores (al menos: vivir o morir), sólo el hombre piensa y tiene conciencia de éstos y de su construcción del mundo (p. 95). Pero este máximo grado del pensar supone el error, ya que el hombre no sólo vive o muere, no sólo tiene hambre, sueño y apetito sexual; está guiado por el deseo y, en consecuencia, por la imaginación de lo posible. El ser humano ha de enfrentar siempre el riesgo de equivocarse, lo cual no ocurre ni en los animales, ni en las "máquinas pensantes". Gracias a tal riesgo, el hombre inventa, perturba sus propios hábitos de pensar, remueve los estados estacionarios del saber y crea nuevas formas de relación social. El objeto de la filosofía es, entonces, lo vivo en general y la sociedad humana entendida desde el movimiento mismo de lo vivo. El filosofar deja atrás, en efecto, a los hechos.

Por último, si la filosofía es todo lo que hemos dicho, ¿cómo iniciar su enseñanza en la etapa temprana del bachillerato —nivel en el que Canguilhem fue maestro por muchos años y cuya actividad lo llevó a escribir el Tratado de lógica y moral—. En el capítulo final del libro, así como en el Epílogo, Lecourt expone mucho más que la pedagogía de este filósofo; presenta el centro mismo de su vida y su pensamiento, lo que podríamos llamar su ethos: expone la fe en los valores propiamente humanos. Para Canguilhem, la enseñanza de la filosofía no puede consistir en la transmisión de doctrinas, sino en la reflexión profunda sobre lo cotidiano y el sujeto. En nuestras acciones de todos los días están presentes Sócrates, Descartes, Adam Smith, y muchos otros. A la vez, el punto de partida y de llegada del filosofar es el sujeto que interactúa con el entorno y desde ahí valora; por tanto, el filosofar parte y está destinado a reforzar la conquista siempre precaria y amenazada de un cierto impulso de libertad, verdad y justicia en la vida individual y colectiva (pp. 98 y ss). La filosofía es una enseñanza ética, algo que enseña a vivir, que educa, esto es (como decía Alain en general de la educación): algo que propicia el "esfuerzo por tener un libre juicio que nos permita pronunciarnos con seguridad sobre lo que sabemos verdadero y justo" (p. 106). El maestro de filosofía no será, entonces, un profesor, ha de ser un practicante, alguien que se entrega al pensar de acuerdo con valores y que ha de saber despertar el gusto por la unidad del espíritu: unidad entre elecciones sobre lo posible y la coherencia de los juicios (p. 102).

Lecourt concluye su exposición de la vida y obra de Canguilhem diciéndonos que, en definitiva, este filósofo enseñaba a "pensar de pie", es decir, con la valentía necesaria para construir la propia vida y no caer en la tentación del nihilismo. Una cita de Jules Lagneau expone de manera magistral, a juicio de Lecourt (y de cualquier lector), lo que tal valentía implica:

En el fondo de la cobardía no hay más que el mal del egoísmo. La cobardía tiene dos caras: búsqueda de placer y huida del esfuerzo. Actuar es luchar. Toda otra acción es ilusoria y se destruye. Si estuviéramos solos en el mundo, si no hubiera nadie que pudiera darnos algo, de todas formas la ley seguiría siendo la misma: "vivir realmente será siempre tomarse la pena de vivir". Decir que uno no debe vivir realmente su vida es hacer ininteligible el mundo y la propia existencia, es decretar el caos y establecerlo como principio. Pero el caos no es nada. Ser o no ser, sí mismo o todas las cosas, hay que escoger. (p. 124)

Suprema tarea la que Canguilhem le asigna a la enseñanza de la filosofía.

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