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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.67 n.245 Ciudad de México May./Aug. 2022  Epub Apr 30, 2023

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2022.245.77568 

Dossier

Incursiones sociopolíticas de decolonización: miradas críticas sobre espacios y discursos de subalternidad e indigenismo

Los fundamentos de “la forma nación” según Étienne Balibar: capitalismo e ideología en la modernidad

The Foundations of “The Nation Form” by Étienne Balibar: Capitalism and Ideology in Modernity

Genís Plana Joya 

* Universitat Autònoma de Barcelona, España. Correo electrónico: <iz.geplan@gmail.com>.


Resumen

En un momento histórico en que las perspectivas de la globalización son sumamente inciertas, la demarcación nacional reaparece como espacio privilegiado desde el cual significar proyectos políticos orientados tanto a la izquierda como a la derecha del espectro ideológico. La contundencia con que se presenta esta realidad exige poner atención a los fundamentos que sostienen aquello que el filósofo Étienne Balibar ha denominado “la forma nación”. Con ese propósito, el presente trabajo pretende trazar un recorrido por la conceptualización que el pensador realiza de los cimientos sobre los cuales se sostiene la nación. A partir de uno de sus más célebres ensayos (La forma nación: historia e ideología), las siguientes páginas incidirán en las condiciones de posibilidad de la nación, sean éstas duras (el desarrollo de la economía capitalista a escala planetaria) o blandas (los procesos ideológicos por los cuales se configura la subjetividad nacional). En la parte final de este recorrido observaremos las consideraciones de Balibar con respecto al componente de clase que le resulta propio a cualquier comunidad nacional.

Palabras clave: nación; Estado; economía-mundo; pueblo; aparatos ideológicos

Abstract

In a historical context in which the perspectives afforded by globalization are extremely uncertain, national demarcation has re-emerged as an advantageous sphere from which to define political projects, on both the left and the right of the ideological spectrum. This overwhelming reality demands that we pay attention to the foundations of what philosopher Étienne Balibar called ‘the nation form.’ For this purpose, this paper aims to outline this thinker’s foundational conceptualization of the nation. Taking one of his most well-known essays (The Nation Form: History and Ideology) as a point of departure, the following pages will underscore the conditions of possibility of the nation, whether they be ‘hard’ (the development of the capitalist economy on a world-wide scale) or ‘soft’ (the ideological processes by which national subjectivity is shaped). Lastly, it shall examine Balibar’s reflections regarding the class element, considered to be constitutive to any national community.

Keywords: nation; state; world-economy; people; ideological apparatus

Introducción: los orígenes de la nación

Tratándose de un fenómeno poliédrico, la realidad nacional debe ser estudiada a partir de la interacción de diversos ámbitos disciplinares, en virtud de lo cual el planteamiento realizado por Étienne Balibar, al superar la dicotomía entre infraestructura y superestructura, resulta particularmente seductor. Siguiendo su ya clásico trabajo “La forma nación: historia e ideología”,1 desarrollaremos su estudio sobre el fenómeno nacional. Para ello, las siguientes páginas pretenden combinar la reflexión filosófica con una mirada histórica atenta a los procesos económicos que posibilitaron el surgimiento del Estado nacional propio de la Modernidad.

Antes de abordar los posicionamientos conceptuales que ofrece el autor, una apreciación como la siguiente resulta necesaria: puesto que toda aportación teorética requiere previamente de una aclaración epistemológica, la conceptualización que Balibar realiza de la nación no podría entenderse debidamente sin que previamente advirtiésemos cuál es la perspectiva que el autor asume para observar el fenómeno en cuestión. Para ello, resulta útil la exposición que realiza Álvarez Junco (2016) al respecto de las diferentes formas por las que los estudiosos de la cuestión nacional se han aproximado a su objeto de estudio. Según el historiador español, son principalmente dos los enfoques que pueden emplearse para advertir los fenómenos nacionales.

El primero concibe el fenómeno nacional como un rasgo constante en la historia humana. Son representativos de esta forma de entender la cuestión nacional, a la que Álvarez Junco denomina “etnicista” o “primordialista”, autores como Walter Bagehot, Hans Kohn y Azar Gat, para quienes la nación sería una forma de identidad colectiva natural o perenne en las sociedades. Esta manera de concebir las naciones se encontraría influenciada por un romanticismo según el cual los pueblos expresarían una esencia nacional prácticamente inalterable a lo largo de su historia. Asimismo, no han sido pocos los políticos que, como Woodrow Wilson, cuya influencia en el mundo de su época no puede ser minusvalorada,2 consideraban que la nación era un rasgo natural de la especie humana que debía adecuarse a una determinada demarcación jurídico-política.

Sin embargo, el enfoque que emplea Balibar al momento de observar la nación corresponde a una mirada modernista a la que podríamos denominar “constructivista” o “historicista”.3 Según Álvarez Junco, a partir de la segunda mitad del siglo XX se desarrolló una nueva manera de estudiar las naciones, asociada a los nombres de Ernest Gellner, Benedict Anderson o Eric Hobsbawm, que se caracteriza por concebirlas como construcciones culturales resultado de un proceso histórico que por el hecho de ser contingente no se encuentra exento de atribuciones y fines políticos. De este modo, las naciones serían funcionales al sistema de poder político en la medida en que, por el lado ideológico, favorecen la legitimación de las élites que disponen del control del aparato estatal y, por el lado afectivo, contribuyen a la cohesión del cuerpo social mediante la integración de la población a la comunidad nacional.

A esta segunda línea de pensamiento se adscribe un Balibar para quien la sustancia invariable y el destino unívoco de las naciones únicamente pueden concebirse desde ensoñaciones nacionalistas. Según el pensador francés, la historia de las naciones no es la de una personalidad nacional que se realiza a sí misma a través de episodios -pongamos por caso la coronación de un monarca o una revolución popular- por los cuales el cuerpo nacional debía transitar. Por el contrario, considera que no es más que “una sucesión de hechos contingentes” lo que se encuentra detrás de la historia de las naciones (Balibar, 2018b: 158). El desfase entre unos acontecimientos y otros, así como su diferente naturaleza, impide reseguir a la historia de las naciones recorriendo un solo itinerario: “la forma nación es un encadenamiento de relaciones coyunturales y no una línea de evolución necesaria” (Balibar, 2018b: 160).

Podríamos suponer la influencia en el filósofo francés del historiador británico Elie Kedourie (2015), quien en su ya clásico libro Nacionalismo argumentó en contra de la posibilidad de elaborar una receta con los ingredientes imprescindibles que, empleados en su proporción exacta, permitirían obtener una formación nacional. Ello se debería a que todos los elementos y factores que entran en juego asumen, dependiendo de la especificidad de cada caso, un grado de importancia diferente. Por consiguiente, no hay ningún componente decisivo que por sí mismo sea suficiente para confeccionar un sentimiento de pertenencia nacional. Al sostener que en la prehistoria de las naciones confluyen una multiplicidad de elementos cuyo nexo no necesariamente resulta previsible ni causal, el planteamiento de Kedourie se encuentra en sintonía con el de Balibar.

El origen de la formación nacional remite a un conjunto ampliamente variable de instituciones cuya antigüedad no es coincidente entre sí. La asunción de las lenguas empleadas con fines administrativos durante la Alta Edad Media europea sería uno de esos elementos primigenios, a los que le seguirían las consecuencias de la concentración del poder monárquico y su autonomización: “efectos de monopolio monetario, de centralización administrativa y fiscal, de uniformización jurídica y de «pacificación» interior” fueron generados por “la formación progresiva de la monarquía absoluta”. También la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma, que espolearon la complementariedad entre la Iglesia y el Estado, contribuyeron a desarrollar la identidad nacional. En definitiva, a criterio de Balibar son cuantiosos, y no unos pocos, los acontecimientos que desempeñaron “un papel efectivo en la génesis de las formaciones nacionales” (Balibar, 2018b: 159-160).

Eso no impide, sin embargo, que sobre las naciones sedimente una pesada carga mítica que no puede pasar desapercibida. Esta observación, dicho sea de paso, acerca a Étienne Balibar a la obra de la historiadora Anne-Marie Thiesse (2010), para quien la nación sería el desenlace de un largo proceso previo de difusión de productos folclóricos y culturales incentivado por unas élites que pretenden la identificación de la población con respecto a un pasado supuestamente redescubierto. A la postre, la nación resulta “una forma ideológica efectiva” (Balibar, 2018b: 159) por cuanto se encuentra presente en el imaginario cotidiano de la población representando un orden que, aunque no lo sea, se pretende eterno, esto es, persistente a lo largo del tiempo y consustancial a cualquier formación social. Precisamente es esa forma de pensar la nación la que en muchas ocasiones llevaría a considerarla como una suerte de religión:

No solo porque formalmente las religiones instituyen también formas de comunidad […], porque prescriben una «moral» social, sino también porque el discurso teológico ha proporcionado sus modelos a la idealización de la nación, a la sacralización del Estado, que son las que permiten instaurar entre los individuos el vínculo del sacrificio y conferir a las normas de derecho la marca de la «verdad» y de la «ley». (Balibar, 2018b: 173-174)

Aunque Balibar no la cite, la obra del sacerdote británico Adrian Hastings (2000) es perfectamente representativa de la analogía entre nacionalismo y teología. A su entender, la nación no podría explicarse sin tener en consideración la tradición judeocristiana de la que sería parte. De ahí que, para este autor, la nación posee los ecos del concepto del “pueblo elegido” destinado a habitar en un territorio que le ha sido concedido por designio divino. No obstante, Balibar se aparta resueltamente de esos postulados: aunque la nación pueda ser depositaria de los sentimientos, miedos y anhelos constitutivos de la condición humana, es decir, aunque la nación pueda vehiculizar aquellas preguntas de las que se ha ocupado históricamente la religión, existe una profunda diferencia entre una y otra comunidad. De ahí que “la identidad nacional, integrando más o menos completamente las formas de la identidad religiosa, acabe por reemplazarla tendencialmente y por obligarla, a ella misma, a «nacionalizarse»” (Balibar, 2018b: 174).

Podría facilitarse la comprensión de la forma en que Balibar conceptualiza las naciones si evocásemos las descripciones que emplearon aquellos autores que las consideran “comunidades imaginadas” (Anderson, 2006) o “artefactos inventados” (Hobsbawm, 2013) mayoritariamente impulsados, a causa de sus innegables funciones políticas, por ideólogos y dirigentes. Balibar, de la misma manera que Anderson y Hobsbawm, estima que, aunque tenga orígenes remotos, la nación es un fenómeno eminentemente moderno. Sin embargo, presumiblemente discreparía de estos dos autores con respecto a los procesos que en mayor medida contribuyeron al despegue definitivo, y posterior consolidación, de la nación. Recordemos que para Anderson la configuración de un sentimiento de pertenencia nacional hubiese sido imposible sin la revolución técnica de los medios de comunicación. Por su parte, Hobsbawm considera que entre los principales pilares en que genuinamente se apoyó la nación están las ideas ilustradas que opusieron al absolutismo monárquico una ciudadanía fundamentada en la participación política.

Seguramente Balibar no se mostraría en desacuerdo con las posiciones de los dos historiadores a los que acabamos de aludir, pero eso no quita que le confiera una relevancia mayor a otro proceso en particular: el “desarrollo de las estructuras de mercado y de las relaciones de clase propias del capitalismo moderno (especialmente, la proletarización de la fuerza de trabajo que la sustrae progresivamente de las relaciones feudales y corporativas)” que tuvo lugar a mediados del siglo XVI4 (Balibar, 2018b: 161). Puesto que otras formas de organización política -como el imperio o la red política y comercial formada por diversas ciudades- convivieron con las relaciones de producción capitalistas, Balibar reconoce que de estas relaciones de producción no se puede inferir apriorísticamente la consolidación del Estado nación. Por ello, el filósofo recurre a los trabajos de Braudel y, principalmente, Wallerstein para mostrar que la formación de los Estados nacionales se ensambla con ergo-nómica comodidad dentro de la forma histórica específica que adopta el mercado mundial capitalista: la economía-mundo.

Desde el capitalismo: el Estado

La economía-mundo capitalista

Si lo que queremos es acercarnos a la realidad de la economía-mundo capitalista para así comprender las condiciones de posibilidad del fenómeno nacional según Étienne Balibar, deberemos apartarnos circunstancialmente de su figura y acercarnos a la del sociólogo estadounidense Immanuel Wallerstein. Este autor ofrece un marco conceptual de la economía-mundo que dotaría de sólidos cimientos a la comprensión del surgimiento del Estado nacional. Nuestra aproximación a Wallerstein supone, a un mismo tiempo, alejarnos de una concepción del capitalismo como una estructura económica de morfología estática que, debido a la autorregulación de la oferta y la demanda, resulta exenta de tensiones internas y, de este modo, inalterable en sus atributos principales. Por el contrario, sería pertinente observar el capitalismo como un sistema histórico, de manera que podamos examinar su realidad empírica y, por ello, específica, sin descuidar la perspectiva holística que permite advertir la amplitud de su movimiento.

Con el propósito de comprender sus orígenes y su funcionamiento, partiremos de la unidad de sentido molecular que, según David Harvey (2014: 22), caracteriza al capitalismo: la predominancia de “los procesos de circulación y acumulación de capital a la hora de proporcionar las bases materiales, sociales e intelectuales para la vida en común”. Es con el fin de acumular capital que los propietarios-productores pretenden producir la mayor cantidad posible de mercancías que puedan vender en el mercado obteniendo el mayor margen de ganancia posible.

Pero el mercado no es, como suele pensarse de manera simplista, “un lugar donde se encuentran el productor inicial y el consumidor final” (Wallerstein, 2014: 23). La mayor parte de las transacciones que se han producido en el capitalismo histórico implican la compra-venta de insumos o productos semiacabados situados en una larga cadena de mercancías. Por consiguiente, el proceso productivo que da lugar a una mercancía terminada se encuentra precedido por cuantiosas operaciones comerciales donde, en cada una de las cuales, el beneficio del comprador se logra arrancando al vendedor “una porción de la ganancia obtenida de todos los procesos de trabajo anteriores”5. Esta situación lleva a Wallerstein a hablar de largas “cadenas de mercancías” segmentadas por múltiples actividades productivas dispersas en ámbitos geográficos diversos (Wallerstein, 2014: 24).

Al reseguir el recorrido que realizan las cadenas de mercancías, se puede advertir que, si bien la mayor parte de éstas tienen su origen en las regiones periféricas, a medida que las operaciones productivas incorporan un mayor trabajo realizado previamente y, de este modo, se acercan al punto de consumo final, se localizan en las regiones centrales de la economía-mundo. Precisamente unas regiones serían periféricas y las otras centrales en función del tipo de actividades productivas que desarrollan dentro de la secuencia por la cual los procesos productivos adquieren un mayor valor añadido. Considera Wallerstein (2014: 25) que “esta jerarquización del espacio en la estructura de los procesos productivos ha llevado a una polarización cada vez mayor entre el centro y las zonas periféricas de la economía-mundo”.

Aunque la explicación precedente no sea lo suficientemente detallada para dar cuenta de la complejidad de los procesos referidos, sirve para poner en situación la aparición del Estado nacional. Es así porque, aunque unas y otras sean parte de un mismo proceso de producción integrado, entre las actividades productivas efectuadas en el centro y aquellas otras que se llevan a cabo en la periferia existe un desequilibrio (intercambio desigual) que en última instancia se consolida mediante el uso del Estado nacional. El intercambio desigual entre regiones se sostiene en la medida que la periferia no dispone de las capacidades (fuerzas productivas) con que efectuar las operaciones complejas que requiere un proceso productivo en su fase final. Ante ello, el centro vende los artículos a un precio que no sólo contempla la escasez de mercancías producidas en la periferia, sino que además acumula el coste del conjunto de los factores de producción empleados, desde el inicio del proceso productivo, en la elaboración de la mercancía terminada.6 A raíz de ello, se produce una transferencia del valor del producto de una región a otra, lo que en buena medida explica “la estructura geográfica de los flujos económicos” dentro de la economía-mundo capitalista: las áreas centrales acumulan el excedente económico en detrimento de las periféricas, y esos fondos permiten su reinversión en un desarrollo tecnológico que incrementa la disparidad entre unas zonas y otras. Dicho claramente: fue la concentración de capital en el centro de la economía-mundo capitalista la que originó “tanto la base fiscal como la motivación política para construir aparatos de Estado relativamente fuertes” a fin de asegurarse que las zonas periféricas, administradas como colonias o constituidas como Estados débiles, “aceptaran e incluso fomentaran en su jurisdicción una mayor especialización en tareas inferiores dentro de la jerarquía de las cadenas de mercancías” (Wallerstein, 2014: 26-27).

Se debería admitir que la especialización de las localizaciones periféricas en la industria extractiva de materias primas se encuentra relacionada con unas condiciones ambientales y unas particularidades geológicas que limitan la reubicación geográfica de estos procesos. Sin embargo, los factores productivos relacionados con el clima y los recursos naturales no impiden que las regiones periféricas puedan superar un modelo primario-exportador fundamentado en la industria básica por medio de la creación de cadenas de valor desde el abastecimiento de productos primarios hasta la fase comercializadora de distribución y ventas, pasando por la fase productiva en su proceso inicial, intermedio y final. Pero sin el respaldo de un poder político vigoroso difícilmente podría originarse un encadenamiento productivo que contemple la articulación de unidades empresariales con capacidad de aportar un elevado valor agregado. Por este motivo el Estado representa la clave de bóveda de la arquitectura de la economía-mundo capitalista.7

El Estado moderno

El argumento anterior se ha orientado a partir de una idea fundamental: las relaciones entre el centro y la periferia, que dan consistencia al entramado productivo y comercial del capitalismo mundial, se sustentan en factores políticos. De ahí se deriva la importancia crucial del poder estatal, pues este sistema interestatal no igualitario, compuesto por unidades estatales de diferente poder, es el que “gestiona y mantiene la división axial del trabajo” (Wallerstein, 2012: 281) a partir de la cual se produce la polarización entre un centro que concentra los procesos de producción decisivos y una periferia donde se realizan tareas de naturaleza subalterna.8 Cuatro serían, según Wallerstein (2014: 38-44), los elementos de poder del Estado moderno sobre los procesos económicos:

  1. Primero, se relaciona, a partir de la idea de soberanía, con la jurisdicción territorial, lo que ha permitido a los Estados controlar los bienes, capitales y fuerza de trabajo que se encuentran dentro de sus fronteras. El control sobre estos factores de producción les ha permitido a los Estados influir en su modelo de desarrollo y, por consiguiente, en el tipo de inserción que posee dentro de la economía-mundo.

  2. El segundo elemento concierne al derecho legal con que cuentan los Estados para determinar “las normas que rigen las relaciones sociales de producción dentro de su jurisdicción territorial”. La legislación de los Estados ha legalizado y, posteriormente, prohibido diversas formas de trabajo forzoso, ha impulsado la mercantilización de la fuerza de trabajo, ha facilitado el cambio de empleo de los trabajadores, ha regulado los contratos laborales y ha establecido límites a la movilidad de la fuerza de trabajo, entre otras muchas normas y acciones legales cuyas implicaciones económicas favorecían la acumulación de capital.

  3. Después, existe una correspondencia con los tributos económicos. Aunque no sean una invención del capitalismo, durante el capitalismo, y a diferencia de lo que ocurría en las estructuras políticas presentes en sistemas económicos anteriores, los gravámenes fiscales se han convertido en la principal fuente regular de ingresos del Estado. Aunque los Estados suelan apelar a la nivelación socioeconómica generada por los efectos redistributivos que posibilitan los impuestos progresivos, lo cierto es que la capacidad impositiva ha sido uno de los medios más efectivos de los que se han servido los Estados para favorecer la acumulación de capital de unos grupos sobre otros.

  4. Por último, la monopolización de las fuerzas armadas ha sido un factor decisivo para que los Estados hayan podido influir -directa o, la mayor parte de las veces, indirectamente- sobre las medidas económicas tomadas por otros Estados a fin de que éstas favoreciesen la concentración de capital acumulado dentro de las fronteras de los primeros. Asimismo, el uso de las fuerzas policiales ha permitido controlar a los trabajadores presentes dentro de las fronteras en aquellos momentos en que estos no aceptaban las recompensas que se les asignaban por su labor ni las condiciones en las que la efectuaban.

En resumen, el Estado moderno ha asumido un papel fundamental como forma política a partir de la cual favorece la acumulación de capital. A los Estados poderosos les compete la labor de promover la acumulación de capital que se lleva a cabo dentro de sus fronteras a partir de las relaciones de dominación y, por ende, de intercambio desigual que establecen con los Estados de la periferia. Para ello, la misión que desempeñan es la de afianzar una economía-mundo que se organiza a partir de la jerarquización entre el centro y la periferia. Por otra parte, la nación, a cuyo significado nos vamos aproximando por medio de la comprensión de las estructuras estatales dentro de las cuales se manifiesta, no se reduce a reforzar esas mismas estructuras estatales, pero, aun cuando su realidad no tuviese mayor profundidad, ese cometido también comportaría la fortificación del sistema interestatal y, con ello, del capitalismo que históricamente se ha propagado a nivel planetario. Así lo expresa Balibar:

las unidades nacionales se constituyen a partir de la estructura global de la economía-mundo, en función del papel que desempeñan en ella, en un periodo dado, empezando por el centro. Mejor aún: se constituyen unas contra otras como instrumentos rivales en el dominio del centro sobre la periferia. (Balibar, 2018b: 163)

De explicar la concepción de la nación en Balibar hemos pasado a explicar la estructura capitalista a escala mundial y la importancia del Estado nacional en su configuración. Pero su alusión ha sido pertinente para notar que el Estado moderno, que desempeña un protagónico papel en la economía capitalista global, es condición necesaria de la expresión nacional.9 Dicho de otro modo: descifrar el origen de la nación resulta imposible si no se presta atención al suelo sobre el cual arraiga ni se examinan los distintos nutrientes de los cuales se alimenta, por lo que, antes de referirnos a la nación hemos tenido que inquirir al Estado, y, antes de ello, atender a la estructura económica que el Estado apuntala políticamente. Es, pues, desde el bancal arado por Wallerstein que Balibar siembra las ideas de las que brota su concepción de nación.

El componente nacional-social del aparato estatal

Podemos, entonces, adentrarnos a la aparición de las naciones, las cuales resultan concomitante a la creación de los Estados soberanos. El vínculo entre la estatalidad, como forma política que organiza la economía-mundo, y la nacionalidad, como forma ideológica que asume la estatalidad, procede de una situación que no por ser evidente resulta menos relevante: en un sistema interestatal, los Estados “se encuentran amenazados por la desintegración interna y la agresión externa” (Wallerstein, 2012: 283). Ambas son amenazas que disminuyen a medida que dentro del Estado se desarrolla un sentimiento nacional que permite cohesionar la sociedad. De ahí se sigue el interés de los gobiernos por fomentar los vínculos afectivos que la población expresa por medio de marcadores nacionales.

Comprendemos ahora por qué Étienne Balibar considera que la nación puede concebirse como el instrumento con que cuentan las élites dirigentes para legitimar la estructura de poder. Sin embargo, no queda claro este proceso si no regresamos por un momento al elemento de fuerza estatal, y para eso debemos recuperar aquello que ya mencionábamos: la capacidad de coacción con que cuentan los Estados fuertes es imprescindible para jerarquizar, a partir de la estructuración de los procesos productivos, el espacio planetario.

Ahora bien, nos recuerda el filósofo que el uso de la fuerza armada no sólo fue empleado allende sus fronteras, también en el interior de éstas fue necesario, en la medida que se exigía “someter al campesinado al nuevo orden económico, penetrar en el campo para convertirlo en mercado de compradores de bienes manufacturados y en yacimientos de fuerza de trabajo «libre»” (Balibar, 2018b: 164).

Fue necesario el poder político del Estado nación para captar la fuerza de trabajo humana, que hasta entonces resultaba ser un factor productivo relativamente itinerante, y ponerla al servicio de un circuito de producción de plusvalor que se abastecía de un mercado de fuerza de trabajo ubicado en distintos contenedores nacionales (Prieto, 2018).10 De manera que, a menos que obviásemos la obstinada resistencia presentada por parte de las formas de vida tradicionales, el uso del aparato de fuerza estatal como ariete por medio del cual dar paso a relaciones de producción capitalistas comportó una enconada intensificación de la lucha de clases (Polanyi, 2012).

Sobre este escenario político, la nación comenzó a operar como procedimiento por el cual homogeneizar culturalmente la población y domesticar su oposición a los procesos de acumulación de capital. Por tal razón, arguye Balibar (2018b: 164-165) que “el predominio de la forma nación vino de que, localmente, permitía (al menos en todo un periodo histórico) dominar luchas de clase heterogéneas”, lo que facilitó el surgimiento de “burguesías de Estado, capaces de ejercer una hegemonía política, económica y cultural”. En definitiva, es como forma de modelar el estatus de las clases subalternas que el Estado moderno devino un Estado nacional.

Para explicar el fenómeno nacional no basta con remontarse a un origen “arcano” cuya mítica envoltura haga de él una realidad sumamente imprecisa en términos historiográficos. Por otra parte, la configuración de la economía-mundo capitalista sería una condición necesaria pero no suficiente para el arraigo de la nación en la población de una unidad estatal. Por ello, en el entendido de que procesos como “la escolarización generalizada, la unificación de las costumbres y de las creencias” no ocurrieron sino hasta finales del siglo XIX y principios del XX, la concreción positiva de la forma nación es un fenómeno relativamente reciente al que Balibar denomina “nacionalización retrasada de la sociedad” (Balibar, 2018b: 167).

Ahora bien, si por encima de otras características del fenómeno nacional sobresale una particular a la cual se subsumen todas las demás, esa parece ser -como se viene sugiriendo desde párrafos anteriores- la capacidad de la nación por movilizar las pasiones colectivas en una dirección que se desvía del conflicto enardecido por los antagonismos de clase, creando la percepción de que los conflictos socioeconómicos han sido desplazados al exterior de los conflictos nacionales. La importancia de la nación difícilmente puede ser exagerada si se repara en su capacidad para subordinar conflictos de índole distinta a la ideología nacional. El nacionalismo es, al fin y al cabo, la “ideología orgánica” del Estado nación (Balibar, 2017: 342). Al cubrir la pirámide social desde la cúspide hasta la base, la identidad nacional dificultaría el cuestionamiento de las élites políticas y económicas y, de este modo, coadyuvaría a la preservación del orden social existente al interior de la demarcación nacional.

Una vez añadido el epíteto “nacional” al sustantivo “Estado”, podemos decir, aunque sea un tanto ostentosamente, que la nación favoreció el desplazamiento del “para sí” de la conciencia de clase de las fuerzas sociales activas durante la convulsión social que supuso el advenimiento del capitalismo. Sin embargo, debemos apresurarnos a agregar que para Étienne Balibar se precisa añadir un segundo adjetivo al Estado si lo que queremos es entender la forma por la cual la ideología nacional pudo sedimentar sobre la consciencia colectiva de la población y, de este modo, configurarse como identidad basal: “social”. Al respecto de ello debe quedar claro que

lo que permitió resolver las contradicciones aportadas por el capitalismo […] fue la institución de un Estado nacional-social, es decir, de un Estado que «interviene» en la reproducción de la economía y, sobre todo, en la formación de los individuos, en las estructuras de la familia, en la salud pública y, más en general, en todo el espacio de la «vida privada». Esta tendencia [logró] subordinar completamente la existencia de los individuos de todas las clases a su estatus de ciudadanos del Estado-nación, es decir, a su calidad de nacionales. (Balibar, 2018b: 168-169)

Aquí puede ser conveniente detenerse un momento y echar la vista atrás. A lo largo de las páginas precedentes observamos que las cadenas de mercancías (de bienes de producción) que vertebran cualquier proceso productivo mínimamente sofisticado son transnacionales, porque atraviesan fronteras estatales. Pero las ganancias obtenidas a lo largo de ese proceso se distribuyen de manera desigual entre los territorios donde se han llevado a cabo las diversas actividades productivas. Hay unos que, en detrimento de otros, se benefician en mayor medida del excedente económico acumulado, lo cual no sería posible sin la disposición de aparatos de Estado. Dando lo anterior por asumido, nos encontramos en condiciones de afirmar que la diferenciación espacial de los procesos de producción queda anquilosada por medio de la forma política estatal cuyo contenido ideológico es la nación.

Dicho de un modo esquemático: una vez que comprendemos que el Estado actúa como la estructura política del capitalismo histórico, podemos empezar a pensar la nación como la superestructura ideológica de ese mismo Estado. Sin embargo, la exploración de los sustratos a partir de los que se conforma la nación debe tener en consideración la capilaridad institucional por medio de la cual la ideología nacional logra permear sobre una formación social, para lo cual resulta relevante la noción balibariana de “Estado nacional-social”. De lo que se trata a continuación es de ser capaces de percibir la “red de aparatos y de prácticas cotidianas” (Balibar, 2018b: 169) a partir de las cuales se configura aquello que podríamos denominar el ethos nacional. Por ello, dejaremos de lado la discusión histórica respecto de los orígenes de la nación y nos centraremos en los dispositivos institucionales que no sólo permiten la aparición de una subjetividad nacional, sino que además potencian su condensación.

Desde la ideología: la Nación

La comunidad imaginaria: el pueblo

“Toda comunidad social, reproducida mediante el funcionamiento de instituciones, es imaginaria […]. Solo las comunidades imaginarias son reales”, afirma categóricamente Étienne Balibar (2018b: 170). Por eso será conveniente respirar sosegadamente antes de preguntarnos sobre el significado de una proposición como ésa. Quizá no logremos disipar la sospecha que suscita la citada afirmación aunque la hayamos releído varias veces. Pero afirmar que la comunidad se instituye a partir de lo imaginario no supone necesariamente resbalar sobre un pringoso suelo idealista. Para dar debida cuenta de ello quizá sea conveniente referenciar el trabajo del filósofo y psicoanalista Cornelius Castoriadis.

En el segundo volumen de La institución imaginaria de la sociedad, Castoriadis (1989) sostiene que la sociedad se instituye por medio de un flujo continuado de significaciones a partir de las cuales la forma en que se organiza la comunidad política asume una matriz de sentido colectivo. Pero no hay razón para colgar el sambenito del idealismo filosófico a unos planteamientos que conciben la imaginación como una fuerza creada por prácticas sociales e instituciones políticas. Por consiguiente, la comunidad sería el resultado de una inestable, problemática y dinámica combinación entre, por un lado, el ámbito de la psique y, por otro, el campo de lo social. En palabras de Balibar (2018b: 170), que las comunidades sean imaginarias significa que reposan sobre “la trama de un relato colectivo, en el reconocimiento de un nombre común y en las tradiciones vividas como restos de un pasado inmemorial (aunque se hayan fabricado e inculcado en circunstancias recientes)”.

El “pueblo” sería así la superficie de inscripción (el nombre) de esa imaginación a partir de la cual se instituye la comunidad. Sin embargo, dentro de un ámbito nacional, ningún pueblo posee una base natural. Dicho de otro modo, la armonía o concordia que se le presupone al pueblo no resulta consustancial a un Estado nacional donde no es posible la absoluta disolución de la conflictividad inherente a la estructura de clases. Pero precisamente porque nación y pueblo son realidades que no pueden aproximarse más que asintóticamente sin llegar nunca a solaparse,11 la aspiración pulsional de cualquier nación sería confundirse con el pueblo, acontecer un pueblo, y para ello debe crearlo: “que el pueblo se produzca a sí mismo en forma permanente como comunidad nacional” (Balibar, 2018b: 171). Dicho brevemente, el “pueblo” produciría en la “nación” el efecto de unidad comunitaria que se sitúa en el origen del -y que otorga legitimación al- poder político.

El “pueblo” es, por tanto, un conglomerado de poblaciones cuyo sometimiento a una lógica ideológica específica permite su unificación, para lo cual los valores políticos presentes en el marco de esa lógica ideológica inserta en la génesis misma de cualquier proyecto popular (que propicia, podríamos decir un “devenir pueblo”) no deben anular o neutralizar al individuo -en tanto que sujeto- aun cuando en última instancia remitan al pueblo -en tanto que fenómeno colectivo o fenómeno de masas-. Aunque pase inadvertida, la presencia del pensamiento althusseriano en la anterior consideración es demasiado relevante como para no detenerse en sus implicaciones. En efecto, es de suponer que si para Balibar la ideología que apela al “pueblo” no debe eliminar las trazas que individualizan a los individuos en pos de la solidificación del sujeto conjugado en colectivo al que esa misma ideología apela es porque, como sostenía Althusser, la ideología únicamente opera sobre la base de unos individuos a los que la propia ideología constituye como sujetos.12

Es probable que se comprenda con mayor facilidad la explicación precedente si le damos la palabra al propio Althusser: “la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología sólo en tanto toda ideología tiene por función (función que la define) la «constitución» de los individuos concretos en sujetos” (Althusser, 2011: 52). Para este marxista estructuralista no existe, por consiguiente, la posibilidad de ser un sujeto por fuera de un marco ideológico, cualquiera que éste sea; pues la ideología anticipa la condición de sujeto al punto de que éste únicamente puede serlo a partir de aquella. Así se explica su conocida proposición: “toda ideología interpela a los individuos concretos como sujetos concretos” (Althusser, 2011: 55). La ideología que habita en la médula de la comunidad, al ser inculcada en el individuo, haría de éste un sujeto definido según el “nombre” a partir del cual se reconocen los miembros de susodicha comunidad: chino, austríaco o, verbigracia, chileno.13

De esta guisa, la representación ideológica de “pueblo” lograría su consumación cuando cada sujeto continúa en el otro sin llegar nunca a desvanecerse por completo dentro de esa construcción ontológicamente superior que es la comunidad en cuanto tal.14 Luego, el éxito de la fijación de la ideología sobre los individuos únicamente puede evaluarse cuando cada sujeto actúa en correspondencia con los demás, motivo por el cual Balibar (2018b: 172) dice que la eficacia de la construcción de la comunidad popular “se puede medir, por ejemplo, en la movilización colectiva en la guerra, es decir, en la capacidad de afrontar colectivamente la muerte”. Por radical que sea, este ejemplo sirve para ilustrar el proceso que tratamos de explicar, pues la decisión de ir al frente durante un conflicto bélico, de exponerse a morir por su país, es una decisión que toma el individuo, pero la toma teniendo en consideración la decisión de los otros individuos que constituyen su comunidad.

Así pues, ha sido dicho que la nación es una “comunidad imaginaria” en tanto se imagina como un “pueblo” unificado. Sabemos que, según Balibar, el pueblo constituiría la piedra angular del imaginario que proyecta la nación, y si procede de su imaginación es porque el pueblo no preexiste a la nación. Pero que originalmente sea parte de una imaginación no impide que el pueblo pueda generar efectos reales, y, de ser el caso, ese pueblo habría sido creado.15 Que el pueblo sea creado depende del grado de éxito que tenga una ideología específica (que para el caso que nos ocupa se denominará “nacionalismo” o “patriotismo”16) para interpelar a los individuos y, de este modo, dotar de sentido a su ámbito social compartido.

El afuera de la comunidad: la frontera

Somos conocedores de que esa ideología funciona interpelando a los individuos y configurándolos como sujetos determinados. De la misma manera, ha sido comentado que, precisamente porque los constituye como sujetos, la ideología en cuestión no suprime las diferencias que puedan tener los individuos de una misma comunidad. Pero que no suprima esas diferencias no impide que las subordine a otra diferencia de la que aún no hemos dicho nada y que ya es momento de mencionar: la que separa a los miembros de la comunidad de aquellos que no lo son, la diferencia entre “nosotros” y “ellos”, los nacionales y los extranjeros. Pero lejos de constituir una proposición novedosa, esta distinción ya ha sido referenciada por otros autores con el propósito de explicar los procesos de conformación de la identidad colectiva.

Debemos evocar a Carl Schmitt (2014), quien considera que la oposición que se establece entre “amigo” y “enemigo”, surgida de la diferencia entre “nosotros” y “ellos”, resulta constitutiva de lo político.17 Tal sería la consistencia de este antagonismo que su resolución solamente pasa por el sometimiento del derrotado al estado de excepción decretado por el soberano (Schmitt: 2009). De igual manera, resulta obligado apuntar la noción de “exterior constitutivo” trabajada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (2015). Desde la perspectiva posfundacionalista que asumen estos autores, no existe un principio de sentido subyacente a la comunidad que haga de su identidad un elemento plenamente centrado y autorreferencial. Por consiguiente, el orden de la comunidad se encontraría abierto, y su identidad, siempre contingente, sería el correlato de una diferencia con respecto a aquello que se encuentra fuera de sí.

Sin embargo, los planteamientos de Laclau y Mouffe no son plenamente equiparables a los de Balibar por cuanto, para los primeros, la falta de plenitud de la comunidad comporta que la auténtica frontera se presente, en forma de “dislocación”, dentro de la propia comunidad.18 Balibar convendría con estos dos autores en la inexistencia de una positividad inherente a la identidad colectiva que fije de una vez y para siempre el sentido compartido de pertenencia a la comunidad. Pero que la comunidad no se encuentre definitivamente cerrada sobre sí misma no necesariamente significaría, como dan a entender Laclau y Mouffe, ni un vacío situado en el interior de la propia comunidad ni la imposibilidad de trazar la demarcación de dicha comunidad a partir de las relaciones de exclusión que se establecen con aquello que hay fuera de ella:

[...] las fronteras exteriores tienen que imaginarse permanentemente como la proyección y la protección de una personalidad colectiva interior, que todos llevamos dentro y que nos permite habitar el tiempo y el espacio del Estado como el lugar en el que siempre hemos estado, en el que siempre estaremos «en casa». (Balibar, 2018b: 173)

Precisamente esta relación de exterioridad con respecto a aquello que no forma parte de la “personalidad colectiva interior” señalaría el criterio a partir del cual situar la frontera de la comunidad. Pero una concepción como esta supondría, como alertaban Laclau y Mouffe, un conocimiento con respecto a algo así como una “personalidad colectiva exterior”, algo que no están dispuestos a asumir unos autores que, dada su influencia lacaniana, llevan prácticamente al imposible la constitución de la identidad a causa de la escisión que internamente atravesaría cualquier subjetividad. También una subjetividad colectiva. Sin embargo, puesto que no es el cometido de este trabajo abordar la forma por la cual se construye la identidad social en esos autores, simplemente nos limitaremos a constatar la furtiva familiaridad que se da entre su pensamiento y el de Balibar.

De hecho, Balibar (2017: 319) parece conceder la premisa laclauniana según la cual “la política tiene por condición y por resultado la existencia de una subjetividad colectiva hegemónica (en otras palabras, un «nosotros» mayoritario)”. A su criterio, “toda identidad […] es inmediatamente trans-individual, hecha de representaciones del «nosotros», o de la relación entre uno mismo y lo ajeno” (Balibar, 2005: 70).19 Y estabilizar esas identidades en contornos políticos delimitados es lo que aspiran a realizar las fronteras, cosa que Laclau asumiría como parte de las “condiciones de posibilidad y de imposibilidad de la construcción del «pueblo»”: no en vano, el teórico argentino concibe una “«frontera interior» [susceptible de ser] reemplazada por una «frontera exterior»” (Balibar, 2017: 322).

Ocurre que, al interrogarnos sobre la identidad colectiva que modula la “forma nación”, nos encontramos con la primacía de la «frontera exterior» sobre la «frontera interior»: “el antagonismo exterior prevalece aquí sobre los antagonismos interiores” (Balibar, 2017: 325), de manera que “una comunidad sin un exterior que la reconozca o la invista ya no tendría lugar de ser, como una nación que estuviera sola en el mundo vería desaparecer su himno nacional” (Debray, 2016: 54). Así, la diferencia o división que separa al “nosotros” del “ellos” actúa como una oposición por la cual, según sostiene Zygmunt Bauman (2017: 63), unos y otros “se «definen por negación» recíprocamente: el «ellos» como «no-nosotros» y el «nosotros» como «no-ellos»”.20

De esta manera, aunque no parece necesario insistir en que la diferenciación con respecto al “ellos” permite afirmar la identidad del “nosotros”, habrá que tener muy presente la importancia que se desprende de esta idea de cara a seguir avanzando con la explicación que realiza Balibar de la forma de la nación: como veremos en el siguiente epígrafe, la “etnicidad ficticia […] representa la piedra basal de todo el sistema de normalización y de exclusión” (Balibar, 2005: 184).

La etnicidad ficticia de la nación

Teniendo claro que la identidad del grupo requiere una “oposición” inicial, subsiguientemente podemos afirmar que la “exclusión” que se encuentra en la base de dicha oposición no es suficiente para la conformación de una nación. Aquí encontramos la razón por la cual la ideología que apela al pueblo -en el caso que nos ocupa: la ideología nacional- requiere igualmente otros aspectos que refuercen la “inclusión” de los miembros. Esos otros aspectos son aquellos que proporcionan al pueblo, en ausencia de una base étnica natural, de una “etnicidad ficticia” sin la cual no sería posible la comunidad que otorga densidad humana al Estado nacional. Para decirlo metafóricamente, la nación sería una mera abstracción, una construcción edificada en la imaginación de los gobernantes, sin esa argamasa llamada etnicidad que permite ensamblar un pueblo. Por ello, es obligado preguntarse qué es lo que entiende Balibar por esa expresión, que él mismo considera compleja, de “etnicidad ficticia”.

Es incorrecto pensar a dicha etnicidad ficticia como una “pura y simple ilusión”. Bien por el contrario, debe entenderse como una “identidad de origen, de cultura, de intereses” a partir de la cual los individuos son encuadrados como parte de una “comunidad natural” que ficticiamente preexiste a la unidad estatal. A partir de esta etnicidad, la ideología nacional -el nacionalismo- no sólo facilita “las estrategias utilizadas por el Estado para controlar a las poblaciones”, sino que además “inscribe por adelantado sus exigencias en el sentimiento de «pertenencia»” que supone, a un mismo tiempo, “que uno se pertenezca a sí mismo y que pertenezca a otros semejantes”. A criterio del pensador francés, son dos las formas que históricamente han contribuido a producir etnicidad: “la lengua y la raza” (Balibar, 2018b: 175-176).

Antes de dar sucinta explicación de las dos maneras por las que la etnicidad asume un postulado de absoluta naturalidad, considero oportuno sostener lo siguiente: puesto que, en la conformación del “pueblo”, tan importante como la diferencia de los nacionales (“nosotros”) con respecto a los extranjeros (“ellos”) resultan aquellos atributos que vinculan la población a partir de una etnicidad producida, sería posible afirmar que “exclusión” e “inclusión” operan simultáneamente, no en forma de contradicción sino de complementariedad, en la emergencia de un pueblo nacional. Tal pueblo, como decíamos, históricamente se ha servido de dos formas para cohesionar poblaciones que previamente se reconocían como realidades diversas: la lengua y la raza. Aunque ambas han servido para enunciar que la idiosincrasia nacional es inmanente al pueblo, en la producción étnica ha asumido, dependiendo de las circunstancias, mayor preponderancia el registro lingüístico o, por el contrario, el registro racial.

Por una parte, la “comunidad de lengua” permite relativizar las diferencias sociales al presentarlas como “formas diferentes de practicar la lengua nacional”. Que este código común que es la lengua se encuentre mediatizado por la institución escolar es una realidad que viene a rubricar la estrecha relación que históricamente se ha dado entre la formación de la nación y el desarrollo de la escolarización generalizada. Pero el rasgo decisivo de la lengua nacional no se encuentra en su carácter oficial sino en su aptitud para vincular vitalmente a los miembros del pueblo y, en el desarrollo de esa labor, situarse como un elemento capaz de nuclear la identidad nacional. Sin embargo, este elemento es necesario, pero no suficiente, para producir la etnicidad del pueblo: a causa del carácter abierto que, por definición, le es propio a cualquier comunidad lingüística, ésta asimila inmediatamente a cualquier forastero que muestra aptitudes verbales (Balibar, 2018b: 177-181).

Por consiguiente, la adscripción a “un pueblo determinado necesita una particularidad suplementaria o un principio de cierre”, al cual la “comunidad de raza” pretende dar respuesta mediante “cualquier tipo de rasgo somático o psicológico […] susceptible de servir para construir la ficción de una identidad racial”. Si damos por buena esta explicación, entonces debemos asumir que la raza actúa como un núcleo simbólico llamado a aparentar similitudes y diferencias naturales, sean biológicas o espirituales, que se transmiten hereditariamente, dentro de una misma nación, así como en el exterior de sus fronteras. De esta manera, la comunidad de raza no sólo reproduce la comunidad de parentesco en un periodo histórico en que se disuelven las estructuras del clan y de la vecindad, sino que además difumina las desigualdades económicas al desplazar las clases sociales fuera de los márgenes de la nacionalidad (Balibar, 2018b: 181-183).

Adviértase, por tanto, que, a criterio del autor, aun siendo representaciones ideales, ambas comunidades -la lingüística y la racial- relacionan a los individuos entre sí, pero además los conectan a un origen común en el que se localizaría la simiente de una etnicidad a partir de la cual se asentaría el pueblo y, de este modo, se legitimaría la nación. Sin embargo, la articulación entre la comunidad lingüística y la racial es complicada en la medida en que, mientras la primera se presenta abierta, la segunda suele mostrarse cerrada. Por consiguiente, será necesario dar un paso más si lo que se quiere es comprender las formas en que, a fin de que la identidad nacional siga siendo imperante, son transmitidas a la población la representación de ambas comunidades: la lingüística y la racial.

Balibar explica que los órganos gracias a los cuales vive el organismo nacional pueden ser debidamente explicados a partir del instrumental conceptual propuesto por su antiguo maestro, Louis Althusser: la noción de “aparatos ideológicos de Estado” puede ser empleada siempre que se tenga en consideración un par de precisiones. En primer lugar, el funcionamiento de los “aparatos ideológicos” no depende de instituciones aisladas sino de una combinación de diversas instituciones. De éstas, las dominantes ya no son -como ocurría en las sociedades burguesas del pasado- la Iglesia y la familia, pues actualmente corresponden a la familia y a la escuela. En segundo lugar, “la importancia contemporánea de la escolarización y de la célula familiar no procede solamente del lugar funcional que asumen en la reproducción de la fuerza de trabajo”, pues, según Balibar, esta tarea se encontraría subordinada a la “creación de una etnicidad ficticia” que haga a los individuos miembros de la unidad nacional (2018b: 187-188).

No obstante, no podemos negar que, asumiendo la noción de “aparatos ideológicos de Estado”, Balibar se expone a que sobre su planteamiento sea replicada la principal objeción que se le podría realizar al instrumental conceptual althusseriano: mucho se ha escrito del funcionalismo que subyace a la idea de unas instituciones sociales que no pueden concebirse únicamente como dispositivos ideológicos. Bien por el contrario, son múltiples las finalidades que poseen esas instituciones. Puesto que el pensador francés destaca la familia y la escuela como nodos centrales de esa “etnicidad ficticia” que constituye la tupida urdimbre nacional, señalemos brevemente algunos otros aspectos que le resultan inherentes a ambas instituciones.

Además de ser 1) un espacio de organización y culturalización de la fuerza de trabajo dentro de contenedores políticos que facilitan su estabilización y 2) un servicio de instrucción cívica que regula las pautas de comportamiento de la población dentro de la demarcación nacional, la escuela también es 3) un espacio que permite el desarrollo de las capacidades intelectuales humanas -dado el suministro de conocimientos (saberes) que proporciona- y 4) un elevador social -a causa de los reconocimientos (títulos) que ofrece-. Por otra parte, la familia moderna, que para Balibar deviene un espacio relativamente planificado por parte de la política familiar del Estado,21 puede pensarse como 1) un espacio de socialización primario -al ofrecer las aptitudes imprescindibles para vivir socialmente-, 2) una estructura de apoyo mutuo -a causa de la solidaridad de sus miembros- y 3) un depósito de recursos culturales y económicos -a causa de las dotaciones de esos tipos de capital que proporcionan los familiares-.

Por tanto, Balibar considera que la nación no discurre sobre un plano desprovisto de una cultura material de vida, sino que, por el contrario, depende de una determinada “etnicidad” que confluye con la idea de ethos: “el saber hacer mediante el que la comunidad produce y reproduce la vida guiando sus actos cotidianos” (Miras, 2016: 40). Por consiguiente, este ethos o “etnicidad” equivale a “la identidad colectiva «sustancial” típicamente producida y reproducida por intermedio del funcionamiento de las instituciones hegemónicas” del Estado nación (Balibar, 2005: 183).22

Conclusiones

A tenor de lo expuesto, podemos concluir que Balibar sostiene una “noción histórico-materialista de la nación” que, según Albert Noguera (2019), considera que la nación es “aquella formación social en la que se concretiza en el ámbito cultural la estructura de clases y de poder que hemos heredado fruto del precipitado histórico”. Por medio de una metodología que trasciende los análisis puramente económicos y las explicaciones meramente ideológicas (Balibar y Wallerstein, 2018: 10), al autor debemos agradecerle una explicación debidamente rigurosa y sobradamente convincente de los resortes a partir de los cuales se constituye una “forma nación” que, como admite el filósofo en otros de sus trabajos, levanta “la nación”.

En su ensayo La forma nación: historia e ideología, Balibar no pretende desentrañar la dicotomía que suele plantearse al respecto de las dos formas de entender la construcción nacional: la «nación cívica», fundamentada en principios constitucionales, y la «nación étnica», fundamentada en principios culturales (Lukes, 2015: 611). De hecho, el filósofo impugna semejante división. Todas las naciones son “políticas” en la medida en que, como ha sido argumentado (apartado 2), se constituyen sobre pilares estatales que obedecen a planes y programas políticos. Pero, aunque políticas, esas naciones operan a partir de criterios “étnicos”, específicamente la lengua y la raza (apartado 3), que supuestamente serían precursores nacionales.

La singularidad del planteamiento balibariano resulta mayor al trasluz de un clásico en el campo de estudio del fenómeno nacional: Ernest Renan. Recordemos que, para este autor, las manifestaciones raciales y lingüísticas deben subordinarse a la voluntad: “el deseo de vivir juntos, la voluntad de continuar haciendo valer la herencia que se ha recibido indivisa” (Renan, 2008: 24), ése es el principio de la nación. Pero Balibar discreparía de una posición teórica que, por voluntarista, consideraría sumamente subjetivista. Siempre y cuando se entienda como ficticia, la etnicidad es, para nuestro autor, el espacio en que resulta anclada la “forma nación”. Por consiguiente, es una ficción que la nación sea el resultado de una entidad humana pretérita, de una sociedad arcaica cuya cultura logró dotarse de modulación política por medio de instituciones estatales.

En la práctica, la nación se configura imaginariamente por una serie de particularismos culturales seleccionados en detrimento de otros que son negados. Los criterios empleados son sumamente equívocos, y en muchos casos su resultado reproduce los elementos que simbólicamente caracterizan a una élite económica y política (Balibar, 2018a: 118). Pero eso no significa que sea inmutable la correlación de fuerzas que reproducen las instituciones estatales, ni que sea estable la hegemonía de unos Estados con respecto a otros en el mercado mundial. Así lo afirma Balibar (2003: 48): “si las condiciones de reproducción de la forma nación cambian, esto quiere decir que la forma misma debe cambiar, pues la forma no es otra cosa, en cierto sentido, que el conjunto de sus propias condiciones de existencia”.

Cierto es que la nación, surgida como resultado de una alquimia histórica en que se han combinado factores políticos, económicos, culturales e incluso religiosos, ha contribuido a neutralizar la lucha de clases por medio de la integración de los sectores subalternos a un dominio identitario superpuesto. “La nacionalización de la sociedad [es] un acuerdo en mayor o menor medida estable entre clases”, afirma Balibar (2005: 69). Esta regulación de la lucha de clases por medio de la integración política es algo que, por otra parte, el filósofo reconoce que encuentra sus antecedentes en la República romana: Maquiavelo explica en los Discursos sobre la primera Década de Tito Livio que el poder encuentra su recursividad por medio de la institucionalización del conflicto entre la plebe y los patricios (Balibar, 2003: 44).

Sin embargo, en la citada investigación -La forma nación: historia e ideología- Balibar no da opción a considerar que la nación, al desplegarse por medio de una institucionalidad republicana, proporciona una demarcación afectiva a unos derechos y deberes de ciudadanía susceptibles de ser favorables para las capas populares y trabajadoras. Una apreciación como la anterior no significa que la ciudadanía únicamente pueda reposar sobre esa plataforma imaginaria que es la “forma nación”, pero sí pone de manifiesto la necesidad de pertenencia a algún tipo de identidad, por imaginaria que ésta sea, a fin de facilitar el vínculo cívico que se presupone necesario para articular una comunidad de ciudadanos.

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1 Ensayo publicado originalmente en 1988 como parte del libro Race, nation, classe. Les identités ambiguës, y reeditado en 2018 en castellano.

2Para el vigésimo octavo presidente de los Estados Unidos, la manera de evitar confrontaciones bélicas como la Gran Guerra era adaptar las fronteras estatales a las realidades étnicas. El principio de autodeterminación de los pueblos ya se encontraba pergeñado para el escenario europeo en los Catorce Puntos de Wilson, una serie de propuestas realizadas en 1918 que son el origen de la creación de la Sociedad de Naciones.

3“La forma nación es in toto histórica”, afirma Étienne Balibar (2005: 74).

4Una datación que, según Balibar (2018b: 161), responde a criterios principalmente simbólicos: “final de la conquista española del Nuevo Mundo, fragmentación del imperio de los Habsburgo, final de las guerras dinásticas en Inglaterra, principio de la guerra de independencia holandesa”.

5Este proceso de “transferencia de plusvalía” ha sido estudiado, entre otros, por Paul Sweezy (1973), Samir Amin (1975), Ernest Mandel (1979) y Ruy Mauro Marini (1979). En palabras de Claudio Katz (2010: 118), “la periferia compensa parcialmente la tendencia decreciente de la tasa de ganancia […] por el triple sendero de producir materias primas que abaratan el capital constante, utilizar salarios bajos que reducen el capital variable y estabilizar formas de expropiación laboral que elevan la tasa de plusvalía”.

6Queda así desactivado el modelo ricardiano de ventaja comparativa (Ricardo, 1994) usado por quienes propugnan el desarrollo exógeno de los países periféricos a través de la especialización productiva potenciada por una economía de escala: la monoproducción de las actividades primario-exportadoras no sólo comporta la subordinación a los países compradores, sino que genera una balanza de pagos negativa.

7“Esta capacidad efectiva de los Estados, para interferir en el flujo de los factores de producción, es la que proporciona las bases políticas a la división estructural del trabajo en la economía-mundo capitalista, considerada como un conjunto. Las circunstancias normales del mercado pueden explicar las elecciones iniciales en la especialización (ventajas naturales o sociohistóricas en la producción de una u otra mercancía); pero es el sistema de Estados el que solidifica, impone y amplifica las tendencias” (Wallerstein, 2018: 224).

8Sin embargo, la división social del trabajo sobre la cual se configuran los Estados nacionales no sólo se desarrolló a la escala planetaria de la economía-mundo. También la estructura interior de cada sociedad experimentó relevantes reconversiones. Al respecto de las transformaciones sociales, particularmente fundadas en la división del trabajo, que dieron lugar a la «nación», resulta recomendable el trabajo de Ernest Gellner (2019: 17-39).

9La consecuencia lógica de este planteamiento es la anterioridad de la forma estatal con respecto a su “justificación” nacional: “un examen sistemático de la historia del mundo moderno mostrará que en casi todos los casos el Estado ha precedido a la nación, y no a la inversa, a pesar de la generalización del mito contrario” (Wallerstein, 2012: 282).

10Se trata de un proceso que posee ciertas similitudes con la práctica corporativa denominada monopsonio: dado el acuerdo entre empresas de un mismo sector para no contratar los trabajadores empleados en las otras empresas, los trabajadores quedan cautivos, ante la imposibilidad de cambiar de empleador, de las condiciones laborales de su empresa.

11En esta cuestión, el planteamiento de Balibar no podría ser más distante del de Liah Greenfeld (2017). Para esta estudiosa de la cuestión nacional, “pueblo” y “nación” son entidades definidas por sí mismas.

12Puesto que no es éste el lugar en el que detenerse a examinar la noción de ideología, daremos por sobreentendida su significación. Sea como fuere que conceptualicemos la ideología, lo que se pretende enfatizar es que “el poder del Estado sólo tiene sentido cuando se ejerce en sujetos y no en grupos dotados de cierta autonomía. […] Es por ello que destruirá sin tregua y metódicamente todas las formas de socialización intermedias configuradas en el mundo feudal que constituían comunidades naturales lo suficientemente importantes en su dimensión para ser relativamente autosuficientes” (Rosanvallon, 2006: 113).

13Nótese que el término comunidad está siendo empleado a partir de una definición amplia que remite a un grupo social articulado a partir de vínculos afectivos de pertenencia, por lo que no corresponde la atribución que realiza Ferdinand Tönies de la gemeinschaft en oposición a la sociedad formal aparentemente fría e impersonal gesellschaft. De hecho, “la forma nación no cae ni de un lado ni de otro de la oposición clásica entre «comunidad» (Gemeinschaft) y «sociedad» (Gesellschaft), sino que tiene que ser considerada como algo más abstracto y más histórico a la vez, como una estructura o un tipo de causalidad estructural” (Balibar, 2003: 48).

14Aunque el pueblo sea “una condición a priori de la comunicación entre los individuos”, ésta no operará “suprimiendo todas las diferencias, sino relativizándolas y subordinándolas” (Balibar, 2018b: 172).

15Una concepción de pueblo como la expuesta asumiría el llamado teorema de Thomas (2005): si las personas definen las situaciones como reales, éstas son reales en sus consecuencias.

16Debe señalarse que Balibar no establece ninguna diferenciación marcada entre nacionalismo y patriotismo, aun cuando son múltiples los matices que permitirían distinguir una noción de otra. Cfr. Viroli (2019). No obstante, sí establece una distinción entre los “nacionalismos dominantes u opresores” y aquellos otros “nacionalismos de resistencia política y cultural contra una dominación” (Balibar, 2005: 65).

17Según Schmitt (2014: 57-58), “la objetividad y autonomía propia del ser político quedan de manifiesto en esta misma posibilidad de aislar una distinción específica como la de amigo-enemigo respecto de cualquieras (sic) otras y como dotada de consistencia propia”. Por consiguiente, “la distinción entre amigo y enemigo es la que define fundamentalmente la política y le da singularidad” (Brown, 2015: 82).

18“El límite de lo social no puede trazarse como una frontera separando dos territorios, porque la percepción de la frontera supone la percepción de lo que está más allá de ella, y este algo tendría que ser objetivo y positivo, es decir, una nueva diferencia. El límite de lo social debe darse en el interior mismo de lo social como algo que lo subvierte, es decir, como algo que destruye su aspiración a constituir una presencia plena” (Laclau y Mouffe, 2000: 165).

19“Partamos de una constatación simple, pero reveladora: […] «Nosotros somos lo que somos», o «somos nosotros mismos», y los «otros» no son «nosotros». […] Es muy difícil ir contra este tipo de evidencias” (Balibar, 2004: 94).

20Según este sociólogo y filósofo polaco, todas las formaciones políticas existentes a lo largo de la historia de la humanidad operarían a partir de la oposición: “esta división de los humanos entre «nosotros» y «ellos» —su yuxtaposición y antagonismo— ha sido un rasgo inseparable del modo humano de estar-en-el-mundo durante toda la historia de la especie”. Sin embargo, considera que este mecanismo, aun cuando funcionó adecuadamente “durante las primeras fases de la expansión progresiva de los cuerpos políticamente integrados”, se revela problemático por la “situación cosmopolita” que, a su entender, caracterizaría la agenda política contemporánea (Bauman, 2017: 62-63).

21En un guiño al concepto foucaultiano de «poder pastoral» (Foucault, 1998), Balibar afirma que “la salud pública y la seguridad social han remplazado al confesor”. A su criterio, la familia moderna ya no es “una esfera autónoma en cuyo límite se detienen las estructuras estatales” (Balibar, 2018b: 185).

22Para Joaquín Miras Albarrán (2016: 177), en un Estado republicano “será la ley estatal la que deba estar subordinada al ethos”. Pero es inversa, según se empeña en constatar Balibar, la verdadera condición para la existencia de una nación: el ethos de la nación, en tanto que etnicidad ficticia, es una creación del Estado.

Recibido: 16 de Noviembre de 2020; Aprobado: 27 de Julio de 2021

Sobre el autor. Genís Plana Joya. es licenciado en Geografía y máster en Ciudadanía y Derechos Humanos: Ética y Política por la Universitat de Barcelona. Actualmente es doctorando en el área de Filosofía Política en la Universitat Autònoma de Barcelona. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Innerarity, D. (2018). Comprender la democracia. Barcelona: Gedisa” (2021) Revista Colombiana de Sociología, 44(1); “Bernabé, D. (2018): La trampa de la diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, Madrid, Akal, 249 pp.” (2019) Política y Sociedad, 53(3).

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