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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 n.238 Ciudad de México Jan./Apr. 2020  Epub Feb 05, 2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.71988 

Dossier

Significado y alcance del Muro en el siglo XX. La resurgencia de una triple centralidad europea

Scope and Meaning of the Wall in the 20th Century. The Resurgence of a Triple European Centrality

Stéphan Sberro 

Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y Catedrático Jean Monnet de la Unión Europea. Correo electrónico: <ssberro@itam.mx>.


RESUMEN

En esta contribución, analizaré las consecuencias de la caída del Muro de Berlín desde la perspectiva de las relaciones internacionales y en particular desde la geopolítica. Explicaremos cómo, después de la caída del Muro, Europa -que era un continente dividido entre dos potencias y que no era dueña de su destino- regresó a una triple centralidad. Entre 1989 y 1992, Alemania volvió a ocupar el centro geográfico y político de Europa mientras la Unión Europea se perfila de nuevo como un polo de poder no solamente económico sino también diplomático y financiero (con el euro). Insistiremos en particular sobre el desarrollo seguido, pasado por alto por los internacionalistas, respecto al renacimiento de la noción de Europa central como idea tanto histórica como cultural, con un real sentido político e influencia dentro del nuevo proyecto europeo y en particular de sus relaciones con el Este (Rusia) y el Sur (el Medio Oriente). A su vez, este renacimiento de Europa central es una de las manifestaciones de la reemergencia de varios imperios (ruso, chino, otomano) que juntos con el declive de Estados Unidos contribuyen al advenimiento de un mundo multipolar.

Palabras clave: Europa; Unión Europea; Alemania; Hungría; Guerra Fría

ABSTRACT

The article examines the consequences of the Berlin Wall Fall from a geopolitical and pan European point of view. We will explain how Europe -a continent divided between two powers and without a hold on its destiny- has returned to a “triple centrality” after the fall of the Berlin Wall. Between 1989 and 1992, Germany recovered its place as a geographical and political centre for Europe. Meanwhile, the European Union stands as a new economic, diplomatic, and financial centre since the establishment of the euro and the Maastricht treaty of 1991. We will give a particular attention to a fact usually overviewed by internationalists, the rebirth of a ‘Central Europe’ understood not only in accordance to historical and cultural roots, but also as an idea with recognizable political sense and influence inside the construction of a new European project, particularly towards its relations with the East (Russia) and the South (the Middle East). This rebirth is to be put in the broader context of the re-birth of former empires (Russian, Chinese, Ottoman). This fact, added to the decline of the United States as a superpower, contributes to the advent of a multipolar world.

Keywords: Europe; European Union; Germany; Hungary; Cold War

Introducción

Era ingenuo pensar que este evento europeo iba a apaciguar para siempre al mundo y a fomentar la solución de todos los conflictos dentro y fuera de Europa. Al contrario, asistimos al regreso de violentos conflictos nacionales. La violencia nunca cesó. El imperialismo y el nacionalismo siguen siendo la clave de lectura del mundo. Sin embargo, los eventos de 1989 fueron trascendentales y cambiaron profundamente las relaciones internacionales. Pasamos brevemente de dos imperios a uno, para encontrarnos hoy en un mundo multipolar donde se debilita el poder relativo de Estados Unidos, incluido su poder blando (el de sus ideas), al tiempo que contiende con otros.

La tesis principal de este artículo es recalcar el resurgimiento de una nueva -y triple- centralidad europea donde antes existía una clara división entre dos lados de un muro dominados por superpotencias extraeuropeas. Emergieron, a partir de 1989 y de forma concomitante, la Unión Europea como nuevo centro de poder (en particular diplomático y monetario) en el mundo; Alemania, como nuevo poder dentro de la Unión, y -más desapercibido- resurgió el concepto de Europa central borrado después de la Segunda Guerra Mundial.

La caída del Muro y del Imperio soviético no estuvo exenta de violencia. Sobre todo, desencadenó una inestabilidad en sus confines que derivó en un ciclo violento que contrastó con la relativa estabilidad de la Guerra Fría y que aún no acaba en Europa, el Cáucaso, Asia Central o el Medio Oriente.

A pesar del entusiasmo que la caída del Muro despertó para el mundo occidental (que además atravesaba un lustro de crecimiento económico) no significó el fin de la historia, como argumentaría Fukuyama (1992). Tampoco significó el advenimiento de un mundo unipolar, más sencillo, con un hegemón benevolente, un imperio blando (Ignatieff, 2003), Estados Unidos. Por sus propias políticas, y por la imposibilidad que saltó rápidamente a la vista de convertirse en el policía del mundo, perdió a gran velocidad sus ilusiones y su rango de única potencia, incluyendo su poder blando después de los fracasos de la política exterior de Bush y, sobre todo, el caos y la hostilidad que genera la presidencia Trump.1 Desde 1989, la rivalidad entre diversos polos de poder “imperial” ha sido el orden del día.

Fin de la bipolaridad; entre hegemonismo y multipolaridad

La caída del Muro, y luego de la URSS, hicieron más complejas las relaciones internacionales.

El hegemonismo estadounidense y el mundo unipolar duraron apenas una década (Zakaria, 2019: 10). Sin embargo, tampoco se volvió obsoleto el concepto de imperialismo, al contrario, se renovó. Surgen imperios por todas partes (Chacón, 2019: 2). En vez de pararse, la historia se acelera. Rusia renace de sus cenizas. Turquía, expulsada de Europa, recupera el sueño imperial otomano en el Medio Oriente. China, sobre todo, ya es la segunda potencia mundial, mientras la India, o incluso Irán, nutren ambiciones comparables en recobrar glorias y poderes pasados.

En Europa, en el ojo del huracán, también resurgen las ambiciones y la violencia congeladas durante cincuenta años. Si bien el Muro parece haberse derrumbado pacíficamente y en una atmósfera de fiesta, los alemanes del Este pagaron con su vida haber sido los precursores de la huida al Este (luego morirían rumanos, baltos y ucranianos por las últimas balas del poder soviético). Además, la reunificación se acompañó de una crisis grave, económica y de identidad, en la parte oriental de Alemania. A su vez, esta crisis arrastró a toda la Unión Europea en el momento preciso en el cual estaba construyendo su Unión Económica y Monetaria, y también la unión política que daría un sentido a la integración de Europa central y oriental. El deshielo del Este dejó aflorar la historia que se había congelado durante 50 años. Este proceso sigue siendo penoso y problemático. Su manifestación más vistosa, inmediata y dolorosa fue la de las terribles guerras civiles en Yugoslavia.

La significación de un muro es evidente. Divide y cancela la idea no solamente de paso sino también de valores-intermedios. Niega el mestizaje, no en términos raciales o étnicos, sino el mestizaje geográfico y cultural de Europa entre Este y Oeste, entre Norte y Sur. El Muro de Berlín simboliza la división maniquea (y eurocentrista) del mundo en dos: Este y Oeste. El “Sur” reivindicó otras prioridades internacionales, con el movimiento de los “no alineados”. Paradójicamente, después de un breve momento de optimismo (Badie, 2016), el fin de la división Este/Oeste volvió irrelevante este movimiento en los grandes debates mundiales y la única potencia que puede reivindicar es la de la debilidad (Badie, 2018).

Para no ver la historia desde el punto de vista de los vencedores, cabe recordar que la caída del Muro de Berlín no fue iniciada en la propia Berlín sino a algunos centenares de kilómetros de distancia de esta ciudad, en dos pequeños países centroeuropeos: Austria y, sobre todo, Hungría, cabezas de un gran imperio centroeuropeo, dos actores que se pensaba habían desparecido de la historia. La historia contada por los vencedores, que en este caso fueron los alemanes. Los alemanes del Este conocieron una mejor suerte que sus vecinos. Sin estos vecinos -al Oeste con la Unión Europea que apoyó política y económicamente al país, pero también al Este- Alemania no se hubiera reunificado.

El Muro no sólo separaba una parte de Alemania de su entorno histórico, geográfico y cultural. En realidad, Alemania fue quizás el país menos afectado en toda Europa central. Tres cuartos de los alemanes, los que viven en el Oeste, pudieron regresar a la continuidad de su vida material y política, que muy rápidamente volvió a ser muy confortable con el nuevo “milagro económico alemán”.

No fue así para los otros habitantes de la región que vieron su historia brutalmente interrumpida. Ése es el otro significado profundo de la edificación de un Muro de Berlín para los europeos. Fue un muro a la memoria histórica. El Muro negó los matices, las zonas fronterizas, las marchas, como se expresa etimológicamente en las lenguas eslavas, kraj, como la región croata de Krajina o Ucrania.

Así, con el fin del Muro, se reconstruyó la idea de centro geopolítico en el pleno sentido del término. Es decir, de un nuevo polo de poder entre Este (donde Rusia se ve desplazada por China), tanto desde el punto de vista geográfico como desde el punto de vista político.

En Europa, la resurgencia de la centralidad se hace en tres círculos concéntricos.

El primero es Alemania, que reunificada constituye el nuevo centro europeo y no una frontera. Su población, su poder económico, pero también la ampliación de la Unión en el Báltico, al este y al centro, hacen de Berlín la capital más central de Europa desde todos los puntos de vista.

El segundo es la Unión Europea. En los años que siguieron a la caída del Muro, la resurgencia de la UE se concretó, con el arranque en 1992 de su moneda única y, por primera vez, de su proyecto de política exterior común.

Finalmente, entre los dos centros anteriores, se observa la reaparición de una Europa central que se pensaba desaparecida para siempre desde la Primera Guerra Mundial. Esta reaparición se hizo paso a paso y el movimiento de fondo que significó para Europa permanece más desapercibido que los dos primeros.

Hay dos manifestaciones decisivas que evidencian este último punto. Por un lado, el papel central que desempeñó Hungría en la caída del Muro de Berlín, luego las Guerras Balcánicas en la antigua Yugoslavia (consecuencia directa del fin de la Guerra Fría). Por otro, la constitución de un nuevo bloque de poder dentro de la Unión Europea después de las olas de adhesión, el Grupo Visegrado. Este bloque estaba constituido por Hungría, Polonia, la República Checa y Eslovaquia, a los cuales hay que agregar a Austria (que comparte las mismas ideas y coqueteaba con la idea de adjuntarse al grupo) y, de forma más distante, la Italia de Mateo Salvini, hasta que pierde el poder en el verano de 2019. Estas tres centralidades no constituyen círculos concéntricos, sino que se traslapan, se interpenetran, se refuerzan mutuamente y coexisten entre sí. La realidad imperial ha cambiado de naturaleza pues se ha vuelto más flexible o líquida, en el sentido de Zygmunt Bauman. Los imperios abandonaron el sueño de la geopolítica decimonónica de ser únicos e indisputados. Por su parte, tanto Estados Unidos como Rusia se resignaron a la idea de compartir, y también apoyarse, en imperios rivales.

Las tres nuevas centralidades de Europa

El derrumbe del Muro de Berlín en 1989 fue violento. Sin embargo, esta violencia que sacudió al continente y de la cual nos hemos olvidado, y que hizo temer entonces el fin del proyecto europeo, se pudo superar, no sin haber dejado estragos que se traducen hoy en inestabilidad en Europa central, dominación de Alemania, alejamiento del Reino Unido, crisis económica, dificultad de definir una identidad europea frente al resto del mundo (y por ende de afirmarse como actor), etcétera.

La Unión Europea como nuevo imperio

Si bien la UE se perfilaba como heredera directa de los grandes imperios que le precedieron en el continente (en particular el Imperio romano, y luego el Imperio de Carlomagno) (Marks, 2012), no fue sino hasta mediados de los años ochenta que este intento adoptó un carácter más decidido y concreto. El Acta Única de 1986 ya consagraba el voluntarismo europeo, pero permanecía confinado principalmente al ámbito económico

Entre 1989 y 1991, cuando desapareció la URSS, Europa había lanzado un movimiento para recobrar su lugar -o más bien conquistarse un nuevo lugar- entre las dos grandes potencias que reclamaban de su estatus de potencia. Así, antes de China, era Europa la que se consolidaba como un nuevo polo de poder económico y político, con una ubicación geopolítica y un proyecto ubicado en medio de las dos superpotencias de ese entonces.

Esa emergencia es el resultado de décadas de preparación, a lo largo de los años de la Guerra Fría. La idea de crear una moneda única había nacido en los años setenta frente a la bancarrota del sistema anterior y el fin de la convertibilidad del dólar (Levasseur, 2019). La caída del Muro2 le brindó una nueva relevancia que garantizó su éxito. Sin estas nuevas circunstancias, es difícil saber si esta empresa tan compleja hubiera llegado a un fin exitoso.

La reunificación alemana, y el cambio de los equilibrios en el seno de la entonces Comunidad Europea, exigía sobre todo un cambio de estrategia. Si bien el Reino Unido thatcheriano pensaba en un regreso a la tradicional política de equilibrio de poderes, Alemania y Francia empezaron a promover, por fin, la mayor integración política anhelada desde el Congreso de La Haya en 1948 y la declaración Schuman de 1950 que pregonaba una federación europea. Después de la caída del Muro las iniciativas se sucedieron con un ritmo sostenido. En diciembre de 1989 se convocó una primera conferencia intergubernamental sobre la Unión Económica y Monetaria, y se iniciaron los debates para la firma de una Carta Social. En abril de 1990, los dirigentes alemán y francés, H. Kohl y F. Mitterand, convocaron a una cumbre europea para retomar la idea de unión política (Van Oudenaren, 2011: 290). El resto es historia. Se firmaron una serie de tratados que reforzaron la Unión como imperio de un nuevo tipo, normativo, pacífico, voluntario y social.

A treinta años de esto, durante la celebración y la misa evangélica ecuménica que compartieron Viktor Orbán (primer ministro húngaro) y Angela Merkel (canciller alemana), se recalcó la importancia que tuvo la apertura de fronteras entre Austria y Hungría en la región de Sopron en 1989 -y que antecedió a la caída del Muro- como un primer pequeño paso para el renacimiento de los valores europeos. En esta ocasión, los dos líderes recordaron los valores fundamentales3 que se presidieron en la creación de la UE de 1951 con el auge de la Guerra Fría y de la división hasta 2019 (Wieder, 2019). Los valores comunes reafirmados por la canciller alemana son la libertad y la paz -sin olvidar que también se afirma el libre mercado-, pero se añade un fundamento de solidaridad que se basa en la formación de un modelo social redistributivo que pretende mostrar una “cara humana”, situación que, sin dudas, distingue a la Alemania de Merkel de otros imperios.

Alemania en el centro de Europa

La reunificación reinstauró a Alemania en su lugar de primera potencia económica y demográfica de Europa, haciendo de ella su nuevo centro de gravedad. Pero Europa tuvo que atravesar muchos años de turbulencias para reencontrar un equilibrio. Pasó de un liderazgo de cuatro países de peso económico y demográfico comparables, a una situación de primus inter pares capaz de imponer sus prioridades y más fundamentalmente sus concepciones económicas a sus socios.

En 1991, la Comunidad Económica Europea trabajaba bajo el Mecanismo de Tipo de Cambio (Exchange Rate Mechanism, ERM) que buscaba reducir la variabilidad entre las distintas monedas europeas tras el colapso del sistema de Bretton Woods en 1971. La reunificación alemana trajo consigo fuertes presiones para el ERM. El país conoció presiones inflacionistas considerables después del boom creado por la reunificación. El diferencial de la competitividad salarial y los precios entre Alemania y sus socios aumentaron dada la creciente inflación (de entre 3.7 % y 6.6 %); tras la caída del Muro de Berlín, el Bundesbank impuso tasas de interés bastante altas para contrarrestar el excesivo gasto del gobierno en la reunificación. Este aumento generó un desbalance para las demás economías europeas, incapaces de emparejar su moneda con el marco alemán. En consecuencia, el Reino Unido e Italia se vieron obligados a abandonar el ERM. A su vez, Irlanda, España y Portugal tuvieron que devaluar sus monedas en múltiples ocasiones. Para resolver la crisis, fue necesario un reajuste estructural del ERM, en el cual se dio mucha mayor flexibilidad a los rangos de flotación de tipo de cambio (Sevilla, 1995).

Así, la reunificación alemana fue uno de los factores decisivos para la mayor crisis del sistema monetario europeo desde su creación. También fomentó una crisis de confianza en el futuro de la Unión, en particular en dos países donde habría de dejar huellas profundas: Italia y el Reino Unido. Éstos fueron expulsados de facto de un sistema al cual se acababan de adherir a pesar de los obstáculos económicos y políticos que eso representaba, y a pesar de la sostenibilidad de sus finanzas públicas. Sorprendentemente, esta crisis no frenó la progresión hacia la unión económica y monetaria que se había iniciado en 1988.

En contra de los vaticinios más pesimistas, Europa pudo reponerse económica y políticamente de esta grave crisis. El proyecto del euro no fue abandonado y, al contrario, despertó siempre más entusiasmo. Al final todos los países mediterráneos, Italia, España, también Portugal y Grecia se amarraron al proyecto. Cuando surgió la segunda gran crisis financiera europea -la crisis de la deuda soberana a partir del 2009-, estos países, en particular Grecia, entraron en enormes dificultades de las cuales no se han levantado del todo diez años después. Esta vez, Alemania impuso su visión de la solución que se debía adoptar, y lo hizo de una forma que dejó en claro la emergencia de un nuevo imperialismo dentro del imperio europeo (Goodliffe, 2019).

En contraste con lo observado en el ámbito económico, el legado histórico de la nueva República Federal Alemana le impidió ser igual de asertiva para sus decisiones de política exterior. En 1994 decidió desplegar su ejército en el exterior, en Bosnia; por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945. En 1998, apenas nueve años después de la caída del Muro, la aviación alemana participaba en bombardeos en Serbia y Kosovo (Kimball, 2010). Alemania tuvo dudas sinceras y hubiera preferido permanecer pacifista. Los gobiernos de Kohl, en 1994, y de su sucesor Schroeder, en 1998, dudaron y hubo debates de fondo. Finalmente, las presiones de los aliados de la OTAN y el miedo al aislamiento fueron decisivos. Sin embargo, su papel fue trascendental no solamente para acabar con la guerra, lo fue también para el arranque del conflicto. El gobierno de Kohl, sin consultar a sus aliados, decidió en el invierno de 1991 reconocer la independencia de Eslovenia y Croacia. El gobierno serbio no dudó en manifestar que Alemania, liberada de las obligaciones y restricciones de la Guerra Fría, y después de la reunificación, maniobraba para dominar Europa. La radio oficial comentaba que “Alemania, por tercera vez en el siglo XX, asumía el derecho de cambiar el mapa de Europa” (Silber, 1991). El hecho de que la decisión se tomara en gran parte por motivos de política interna (Crawford, 1996) no atenuó las reminiscencias de la Segunda Guerra Mundial y la idea de que Alemania intentaba recuperar su hegemonía -esta vez política, diplomática y militar-. Si bien era inevitable, los entonces doce miembros de la Unión Europea habían acordado esperar hasta mediados de enero y a los esfuerzos de mediación de la ONU y de la UE.4 Desde entonces, Alemania adoptó un perfil más bajo en los grandes conflictos internacionales, pero su negación en 2003 a apoyar la invasión estadounidense del Irak de Saddam Hussein, o los bombardeos a Libia en 2011 también pueden interpretarse como una toma de posición asertiva que dista de ser neutral o meramente pacifista. La señal más marcada de esta nueva asertividad alemana en el escenario internacional fue la apertura de las fronteras alemanas a centenares de miles de refugiados, provenientes del Medio Oriente, en particular de Siria. Si bien esta decisión fue aplaudida por amplios sectores de las sociedades europeas como una respuesta a la vez generosa e inevitable frente a la tragedia que representaba este flujo de refugiados sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, los socios de Alemania en el seno de la UE se mostraron mucho más prudentes si no es que francamente hostiles. El gobierno de Merkel había actuado de forma unilateral sin consulta ni coordinación, causando problemas insolubles a los países vecinos (en particular Austria y Hungría) que vieron un flujo incontrolable de refugiados en sus fronteras con el propósito de alcanzar Alemania. Berlín dejó de apegarse a las normas europeas tan difícilmente negociadas e implementadas como los convenios de Dublín sobre los refugiados mientras exigía el estricto respeto de estas normas en el ámbito económico y monetario (Heisbourg, 2015). La decisión de abrir las fronteras provocó finalmente la implosión de los tan alabados acuerdos de Shengen que permitían la libre circulación de personas y bienes en la Unión con la edificación de nuevos muros, esta vez no dentro sino alrededor de Alemania: en los Balcanes, Europa central, Dinamarca. Finalmente, ante los ingentes problemas externos e internos, el gobierno de Merkel renunció a su política generosa, no sin haber intentado imponer a sus vecinos, a través de la Comisión Europea, una redistribución de los refugiados por medio de cuotas obligatorias, intento que fracasó y propició la ruptura con los cuatro países del Grupo de Visegrado (Hungría, República Checa, Eslovaquia y Polonia), con Austria y con Italia.

De manera general, este papel reencontrado y esta fuerza alemana (apoyada por los países nórdicos y del Benelux) aunada a la debilidad francesa -al menos políticamente- ya no hace imprescindibles los compromisos que otrora se debían alcanzar con Francia e Italia. El peso económico que tiene Alemania en Europa central y oriental renaciente es otro elemento que la transforma en el eje único en Europa, un imperio dentro del nuevo tipo de imperio que constituye la Unión después de la Guerra Fría.

La reaparición de Europa central

Durante la Guerra Fría existían dos Europas, la occidental y la oriental. Con su fin reemergió la noción de una Europa central. La caída del Muro se celebró en Hungría antes que en Alemania, en agosto de 1989. La reunificación del continente fue primero una victoria del nacionalismo húngaro frente al imperialismo ruso. El fin de la división entre las dos Europas aceleró no solamente la integración continental y la resurgencia de viejos imperios, sino también el fin del Imperio soviético.

El primer intento húngaro por desafiar a los soviéticos se dio en 1956. Fue aplastado, pero dejó huellas. Se instauró en el país un comunismo menos opresor en particular en lo económico con el modelo del comunismo gulasz que permitió una relativa prosperidad económica. Cuando este modelo se agotó, el país se endeudó, peligrando el sistema comunista dentro y fuera de sus fronteras. Por este ambiente especial, los turistas este-alemanes, que no podían cruzar la Cortina de Hierro, vacacionaban en Hungría.

Pero Hungría también era más liberal en lo político. Tomó medidas que podían parecer tímidas, sin gran importancia y sin relación con la caída del Muro. No obstante, estas decisiones resultaron trascendentales para socavar el sistema comunista, de forma aún más clara que las medidas económicas ya mencionadas.

La primera decisión política fue la autorización, para los húngaros, de viajar al extranjero. Eso marcó un contraste con los regímenes más férreos del bloque, en particular Alemania oriental y Rumania. Más allá de esta presión indirecta y fragilización de la separación de Europa, esa decisión tuvo dos consecuencias concretas que fueron dos pasos más para el derrumbe de la Cortina de Hierro. Primero, el hecho de que los húngaros pudieran salir libremente de su país hizo obsoleto el control férreo a las fronteras que caracterizaba la existencia de la Cortina de Hierro cuya manifestación más visible era el Muro de Berlín. Hungría se volvió un lugar por donde era más fácil atravesar la Cortina de Hierro. En segundo lugar, en junio de 1989 los húngaros decidieron firmar la convención de los refugiados de la ONU. Fue entonces que empezó la cuenta atrás para la caída del Muro. En realidad, esta medida estaba destinada a aliviar la suerte de las decenas de miles de refugiados que llegaban desde Rumania, después de la decisión del dictador Ceausescu de acabar con miles de aldeas rumanas para reducir su número de 13 000 a cinco o seis mil. Sesenta mil refugiados rumanos llegaron a Hungría en 1988 (Bauer y Hettyey, 2014: 10).

Pero esta decisión iba tener consecuencias para los ciudadanos de Alemania del Este, pues Hungría ya no podía respetar los acuerdos tomados entre países del bloque comunista para devolver a los ciudadanos que cruzaban ilegalmente las fronteras o rechazaban regresar a su propio país. Estos ciudadanos ya no eran desertores o traidores a su patria comunista sino migrantes o refugiados.

Estas dos medidas hicieron a su vez inútil mantener y renovar el obsoleto sistema de alarma fronterizo instalado entre 1965 y 1971 y que se extendía a lo largo de 246 kilómetros. El sistema había perdido su relevancia técnica, política y moral (Bauer y Hettyey, 2014: 12). El mantenimiento del sistema de protección de la frontera fue borrado del presupuesto húngaro en 1989 y el mismo año empezó a ser desmantelada.

Hasta ahora se podía creer en una confluencia de decisiones que liberalizaban el régimen húngaro, pero no apuntaba claramente al desmantelamiento de toda la Cortina de Hierro, empezando por el Muro de Berlín. En realidad, a la distancia, es difícil creer que los dirigentes comunistas húngaros no supieran lo que hacían. Primero, porque el vecino rumano tuvo que edificar un sistema de protección de las fronteras para evitar la fuga masiva de sus ciudadanos, muchos de ellos hablantes del idioma magyar, hacía Hungría. Pero levanta cualquier duda la ceremonia simbólica celebrada en Sopron en junio de 1989 -en donde participaron los ministros de relaciones exteriores Alois Mock y Guyla Horn, de Austria y Hungría respectivamente-, marcando el fin de la frontera entre los dos países. Las dos cabecillas del Imperio austro-húngaro celebraban el fin de la separación Este-Oeste en esta ceremonia (en la ciudad que se habían peleado entre 1918 y 1921). A la semana siguiente caería el Muro de Berlín.

Era inevitable que la nueva situación pasara desapercibida para los turistas este-alemanes, quienes afluyeron en tales cantidades que la embajada de Alemania Federal tuvo que cerrar sus puertas en agosto no pudiendo acoger más refugiados. Para rematar, con el flujo de refugiados, se organizó un picnic paneuropeo en Sopron. El lugar era, a la vez, simbólico5 y una invitación transparente a pasar al Oeste. La presencia de Otto von Habsburg6 era una alusión clara al pasado común de Austria y Hungría, un reino que hablaba de igual a igual con los imperios alemán, francés, otomano y ruso. Varios centenares de alemanes pasaron la frontera sin que la policía fronteriza húngara reaccionara. Fue el mayor éxodo desde la construcción del Muro, cuya suerte ya estaba determinada. En los días que siguieron, la voluntad de éxodo de los ciudadanos este-alemanes se hizo más fuerte y hubo eventos trágicos de víctimas a manos de guarda-fronteras alemanes y un caso húngaro. La situación era insostenible. En una cumbre entre Alemania y Hungría, el gobierno del comunista Nemeth7 anunció que Hungría iba a abrir sus fronteras a los ciudadanos de Alemania del Este. Con esta negociación directa con Alemania Federal, las autoridades comunistas húngaras demostraban que la República Democrática Alemana, su antigua aliada, había cesado de existir.

Ésa es la verdadera epopeya del fin del Muro, pero no quedó un registro claro de ello en la historia, a pesar de que sus consecuencias fueron tan o más importantes, para la evolución de Europa, que la reunificación alemana a la cual hemos hecho alusión. Austria abandonó la política de neutralidad que le había sido impuesta después de la guerra y se adhirió a la UE en 1995. Nueve años después, en 2004, Hungría hizo lo propio después de haberse adherido a la OTAN en 1999.8 La Unión tenía un nuevo centro. Hungría ya había tomado la iniciativa de consolidarlo, aún antes de la misma adhesión en 1991. Como sus antecesores del siglo XIV, los dirigentes de Hungría, Checoslovaquia y Polonia se reunieron en la ciudadela húngara para crear un núcleo fuerte, protector y promotor de los intereses de estos países con sus vecinos. Hoy, con el apoyo de Austria e Italia, Hungría constituye un nuevo polo de debate y poder político en el seno del continente europeo (Sberro, 2019).

Conclusión

Del mundo bipolar a la multiplicación de imperios rivales

A partir de 1989, Europa reconquistó su estatus imperial, en el mismo territorio y con el mismo centro (Alemania, Francia, Italia y los países del Benelux) que los imperios de los cuales es heredera. Asistimos a un triple renacimiento de la centralidad: UE, Europa central y Alemania. Con este evento, renace el añejo debate sobre la construcción de imperios. A los pocos años de la caída del Muro, también iban a resurgir Rusia y, de forma más tímida, Turquía como heredera directa del Imperio otomano.

Después de la ola de liberación individual y nacional que provocó la caída del Muro y el fin del comunismo, la consolidación o el resurgimiento de viejos imperios puede aparecer como una mala noticia. Hay, sin embargo, que matizar este aspecto negativo.

Primero, los imperios ya no son lo que eran. Mencionamos la diferencia que quiere marcar Europa. Por otra parte, Rusia como exsuperpotencia, sólo puede aspirar hoy a un papel más modesto (Kotkin, 2015). Sobre las ruinas de la URSS, intenta reconstruir un imperio, pero tiene que enfrentar dos tipos de obstáculos, uno práctico y uno más filosófico. El práctico es la capacidad de proyectar poder, más allá de la mera fuerza militar. Algún observador decía que Rusia era como Brasil pero con una bomba atómica, un país exportador de materias primas y con un gran potencial pero que queda muy lejos de los otros polos de poder económico y político. BRICS es el reconocimiento de este estatus, aunque ahí esté con China, para luchar contra la unipolaridad. Se crearon los BRICS precisamente porque China y Rusia aspiran a ser nuevamente polos de poder. Este país euroasiático heredó todos los problemas de la URSS, sobre todo el de su caída. Pero más fundamentalmente, el país tiene que inventar un proyecto, como lo tenía la URSS, y que le permitía proyectar un poder blando. Hasta ahora, más allá de su poderío militar, no tiene argumentos políticos o económicos para participar en los grandes debates internacionales. Por su parte, Estados Unidos sigue su lento declive de poder, ya sea militar clásico, económico o como modelo y referente, en particular con respecto a China (Navarrete, 2011).

Hoy en día se abre otro tipo de debate entre la resiliencia de los nacionalismos y la inevitabilidad de ser parte de un imperio. Al igual que la tensión entre potencias imperiales, la tensión permanente entre los imperios y sus componentes a niveles inferiores (Hazony, 2018) es la que constituirá los debates del mañana, quizás de la misma forma en que Hungría y Austria desafiaron el poder imperial soviético en el momento de la caída del Muro (Kotkin, 2019), y hoy desafían el poder de la Unión Europea (Colomer, 2016).

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1 Para este debate véase Foreign Affairs, vol. 98, núm. 4 (2019) dedicado al tema “What Happened to the American Century”.

2Los gobiernos europeos aceptaron arrancar el proceso de moneda única en una Cumbre en junio de 1989. La primera etapa debía empezar en julio de 1990, con una cooperación.

3Poniendo al lado las divergencias fundamentales que se exacerbaron a partir de 2015 entre la CDU alemana que abrió las fronteras a los refugiados y propugnó una mayor integración tanto económica como política y el FIDESZ de Orbán cuyo programa pregona exactamente lo contrario.

4La decisión desencadenó inmediatamente la secesión de los enclaves serbios en Croacia y un repunte de la tensión en Bosnia, todavía parte de Yugoslavia que solicitó la protección de la ONU.

5No solamente se trataba de una ciudad fronteriza, y donde algunas semanas antes los gobiernos de Austria y Hungría habían celebrado el fin de la frontera que les separaba, sino que en Sopron también hay una fosa común para las víctimas de la sublevación de 1956.

6Al último heredero de la corona austro-húngara, ciudadano a la vez de Austria y Hungría, así como de Alemania y Croacia, le fue ofrecido el trono de España y en el momento del picnic de Sopron era miembro del Parlamento Europeo, diputado PPE-CSU para Alemania.

7También estaban presentes sus ministros de relaciones exteriores, Hans Dietrich Gensher y Gyula Horn así como el canciller Helmut Kohl.

8En un audaz Big Bang cuando la UE de entonces integró de golpe a ocho países de Europa central y Oriental y del Báltico y dos islas mediterráneas, Chipre y Malta. Dos años más tarde en 2007, también Bulgaria y Rumania se volverían miembros de la UE en la mayor ampliación de su historia.

Recibido: 08 de Octubre de 2019; Aprobado: 25 de Octubre de 2019

Stéphan Sberro es doctor en Ciencias Políticas por el Instituto de Altos Estudios de América Latina (IHEAL) de la Universidad de París 3 Sorbona Nueva; se desempeña como Jefe del departamento de Relaciones Internacionales en el ITAM; sus líneas de investigación son: integración y relaciones exteriores de la Unión Europea, lengua y poder en Relaciones Internacionales; entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “El regreso de los imperios perdidos del siglo XIX” (2019) Foreign Affairs Latinoamérica, 19(4); (con Yael Siman) “La cuestión irresuelta de Chipre. Legados históricos, complejidad legal y geopolítica” (2019) Foreign Affairs Latinoamérica, 19(3); “Las paradojas del euroescepticismo, parte ineludible del proyecto europeo” (2018) Revista Mexicana de Política Exterior (112).

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