La democracia, admitámoslo, ha superado el desafío del comunismo histórico,
pero ¿de qué medios e ideales dispone para enfrentar estos mismos problemas
de los cuales surgiera el desafío comunista?
Norberto Bobbio (1994: 29)
Salir del infierno no garantiza el paraíso;
en todo caso, las sociedades mejoran sus defectos.
Esto se advierte con el tiempo.
Pero hace 30 años no hubo lugar para matices.
La noche del 9, la convulsa historia alemana
produjo el mayor de sus asombros:
la libertad ganada en paz.
Se cumplen 30 años de la caída del Muro de Berlín. Más que una anécdota, es una fuerte metáfora de un antes y un después en la historia de la humanidad. El Muro expresaba, con fría brutalidad, la separación pretendida de dos mundos distantes, de dos esquemas de pensamiento, de dos maneras de concebir el presente y el futuro de los países. De dos bloques. Capitalismo y comunismo era la división tajante a la cual se le adjuntarían otras formas de visibilizar las fronteras de la diferencia, como la que distinguía la democracia liberal de los regímenes totalitarios -aun cuando estos se asumieran como alguna modalidad de democracia- “realmente existentes” -y con esta precisión, se intentaba salvar la teorización socialista de lo que ocurría en la triste realidad de los países que convivían en ese sistema. Puesto que he sido convocado para recordar este evento -incluso, podría decirse, para conmemorarlo- me parece que existen distintas maneras de hacerlo. La propuesta ha sido a través de tres grandes temas, todos pertinentes: el significado y alcance del Muro en el siglo XX, el mundo después de la caída del Muro, y su impacto en la cultura y las Ciencias Sociales. Los ejes establecidos no pueden ser más que sugerentes: esperanzas y desencantos. El supuesto implícito, me parece, es que en 1989 se abrió una gran expectativa positiva, de transformaciones que terminarían con injustas líneas divisorias y nos colocarían en un camino de mayor entendimiento y razón; pero, a la vuelta de seis lustros, puede decirse que la incertidumbre dominó el terreno y condujo a los regímenes postotalitarios por senderos diferentes o ajenos a esa romántica visión.
Ello ya lo apreciaban, con la intuición que aporta la literatura, dos figuras emblemáticas de México: Octavio Paz (2018) y Carlos Fuentes (1992).1 El primero formulaba así sus expectativas en un texto que data de 1990:
[…] somos testigos del fin de un sistema y de una ideología nacidos en 1917. Pero no sabemos cuáles serán las instituciones políticas y económicas que van a sustituir a las actuales. Es presumible que, de no ser ahogadas por movimientos conservadores o nacionalistas, las reformas se orientarán hacia la creación de democracias representativas a la occidental y de economías mixtas de distintos matices. En todas ellas el mercado libre y la empresa privada tendrán un lugar importante. (Paz, 2018: 25)
Fuentes, menos optimista, reflexionaba de esta manera, anunciando su preocupación por el rumbo que tomaban las cosas. Preocupación que, como se verá, no hacía eco de la formulación del “fin de la historia” de Fukuyama:2
Preocupación de un ciudadano ante una historia que, lejos de acabarse, se multiplica y desborda, proteica, corriendo velozmente entre las orillas de la esperanza y la desesperanza, y cruzando apenas bajo el puente de la certidumbre, despeñándose en la catarata de la perplejidad. Al menos, igual que la literatura, hoy vemos que la historia nunca dice su última palabra: novela abierta, historia inconclusa […] Veintisiete meses después de la caída del muro de Berlín, la cara de la euforia no puede ocultar la mueca de la incertidumbre. (Fuentes, 1992: 9, 12)
Siguiendo con estas ideas, el propósito de este texto es reflexionar sobre el impacto que tuvo este evento significativo en las Ciencias Sociales. Dado que éste es un propósito muy ambicioso y difícilmente manejable en pocas páginas, me concentraré en los efectos que tuvo en el estudio de la democracia, un campo del conocimiento estrechamente vinculado con este cambio mundial.3 Lo haré siguiendo una estrategia simple: mediante la observación de las expectativas que generaba la democracia a unos años de ese suceso entre algunos de los estudiosos más importantes del siglo XX: Giovanni Sartori (politólogo), Alain Touraine (sociólogo) y Eric Hobsbawm (historiador), expectativas de una transformación económica, política y social. Como contraparte, pretendo ilustrar cómo se evalúan las democracias hoy día (2019) y qué podemos decir de ellas, de las que se esperaba tanto. Lo haré con la mirada puesta en autores que han escrito libros sobre su situación reciente y que son una muestra plena -breve pero sustanciosa- de los problemas actuales que padecen: Yascha Mounk, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, y Daniel Innerarity.
La democracia ante el fin de la “mayor utopía política de la historia”4
El camino de las democracias de la “tercera ola” (de acuerdo con la formulación de Samuel Huntington, 1994)5 -ese movimiento democratizador que comenzó en los años setenta-, tuvo una reorientación a finales de los años ochenta. La inesperada caída del Muro de Berlín produjo nuevas preguntas sobre la viabilidad de la democracia como régimen político y nuevas incertidumbres sobre cómo podrían evolucionar los países del este de Europa. Przeworski (1995) fue quien mejor capturó los retos analíticos al plantearse que dichos países se enfrentarían a una “doble transición”: del autoritarismo a la democracia, y de un sistema económico de gestión estatal, monopolista y protegido, a otro basado en los mecanismos del mercado. Dos procesos simultáneos -a diferencia de lo ocurrido en las transiciones de América Latina- que planteaban un escenario de mayor complejidad y de resultados inciertos. No obstante, este autor advertía: “‘El ‘otoño del pueblo’ representó un deprimente fracaso de la ciencia política. Además de dar cuenta de los sucesos históricos, cualquier explicación retrospectiva de la caída del comunismo debe identificar también los supuestos teóricos que nos impidieron anticipar esos acontecimientos” (Przeworski, 1995: 1).
En ese panorama, el politólogo italiano Giovanni Sartori (1994) publicó un libro que él considera como un apéndice de los dos volúmenes publicados apenas unos años atrás sobre la Teoría de la Democracia (de fuerte influencia en la ciencia política a principios de los noventa). Si debiera resumir la posición que asume el autor, podría hacerlo en esta frase: el triunfo de un principio de legitimidad indiscutido que no implica un cierre en la historia.
Aquí la referencia directa es a Fukuyama, de quien opina está equivocado. No es el “fin de la historia” ante lo que estábamos, sino el atestiguamiento de un futuro “denso de incógnitas y seguramente muy distinto del presente” conocido (Sartori, 1994: 13).
Hay que decir que tanto Sartori como los autores a los que brevemente me referiré en este apartado, coinciden en dos puntos: no hacen eco de la formulación de Fukuyama y, adicionalmente, juegan con la idea del triunfo, aunque aportan visiones diferenciadas sobre quién venció y, en ningún caso, se dan por satisfechos con la victoria. Son cautos o bien, francamente escépticos sobre lo que representa en un mundo que apenas abandonaba la lógica del bipolarismo.
Sartori parte de una premisa: “la teoría de la democracia no tiene por qué ser reinventada, pero ciertamente ha de reorientarse” (1994: 13). Esto quiere decir que hay problemas que se cierran, pero hay otros que se abren con el fin del comunismo. Dicho de otra manera: hay que captar y centrar los nuevos problemas de la historia que vuelve a comenzar. Más adelante, afirma:
El viento de la historia ha cambiado de dirección y sopla en un único sentido: hacia la democracia […] la democracia ya no tiene enemigo: ya no está amenazada por legitimidades alternativas. Pero ganar la guerra no es ganar la paz […] el libro del futuro está más abierto que nunca. (Sartori, 1994: 25-26)
En esa línea, la caída del Muro es el símbolo del fin del Estado revolucionario, de la disolución del comunismo, y esto nos deja frente a un vencedor absoluto: la democracia liberal. La democracia que ha vencido es la única “real”, con lo que se desactiva la falacia de que había dos democracias en el mundo bipolar: la “formal” (la del mundo capitalista) y la “real” (la del mundo comunista). Siendo así, continúa el autor, la ausencia del enemigo externo abre la caja de Pandora a los problemas internos de la democracia. Si bien en ese momento se hacía más difícil refutar la democracia, queda claro que podría hacerse más difícil administrarla.
Sartori plantea que hay dos tipos de victorias: por un lado, la de un principio de legitimidad que se ha vuelto una “difundida convicción”. Pero, arguye, es una victoria “a medias”, aún no completa, porque Europa del Este se hallaba apenas en fase de consolidación, la cual requería tiempo y podría derivar en democracias inestables. La victoria completa abate al enemigo, pero la de “a medias” implica que el vencedor adopta el régimen del perdedor (una sustitución del gobernante autoritario sin mayores cambios en las instituciones prevalecientes). El segundo tipo de victoria es la “espacial” que está lejos de ser global porque se circunscribe a la mitad del planeta, a diferencia del principio de legitimidad que está más extendido y es más importante quizás. No obstante, “la geografía de la democracia se irá extendiendo en sintonía con la geografía de la modernización” (1994: 18).
Similar al paralelismo que plantea Adam Przeworski, Sartori se pregunta si la victoria de la democracia implica el triunfo del mercado. Responde comparando: si bien dicha victoria es “a medias”, la del mercado sobre la planificación es abrumadora y sin retorno: “la derrota económica del comunismo es todavía más grave que su derrota política” (1994: 24). Y en esto insistirán con más énfasis Touraine y Hobsbawm. Finalmente, ¿quiénes podrían ser vistos como los enemigos de la democracia, una vez caído ese proyecto de sociedad con pretensiones generalizadoras llamado comunismo? Sartori habla de los nacionalismos con cautela, pues augura que, habiendo nacido, requerirán de “aval democrático” por lo que no podrían plantear “una legitimidad sustitutiva de la legitimidad democrática” (1994: 22).
En otra línea de reflexión, el sociólogo francés Alain Touraine (1995) sitúa su perspectiva, mucho menos idealista que la anterior, en lo que podría denominarse “la ilusión democrática del triunfo del mercado”. Con filo crítico y distancia de los sucesos ocurridos a raíz de la caída del muro, en un libro que lleva una pregunta por título (¿Qué es la democracia?), plantea que el fin de siglo se encuentra dominado por un movimiento inverso al que prevaleció en el corazón del siglo XX: el partido de Estado y la movilización autoritaria que impuso a la sociedad. Se presencia, dice, “el derrumbe o la descomposición de los regímenes voluntaristas, de los Estados movilizadores” (1995: 257).
Arguye que el derrumbe de la Unión Soviética no partió de movimientos populares o de ideas nuevas sobre la reconstrucción de la vida social, sino de la gestión económica, es decir, suprimir el control del estado y de su partido requería de la liberación completa de la economía. Esto representó una ilusión:
Contra el dirigismo político e ideológico, la única respuesta era la economía de mercado […] esta libertad económica pareció a muchos la entrada inmediata en la democracia e incluso en la prosperidad […] La prioridad absoluta corresponde a los cambios económicos. Se reemplaza al partido de Estado por el mercado como amo absoluto de la sociedad. (Touraine, 1995: 258-259)
La democracia aparece aquí como sinónimo de economía de mercado o de civilización occidental, lo cual la deja vacía de sentido. La supresión del control estatal de la economía es una condición primordial de la democratización, pero “no constituye por sí misma la democracia” (1995: 259). La democracia es una condición esencial del desarrollo, pero la economía de mercado no asegura, per se, ni el desarrollo económico ni la democracia política. Los países poscomunistas necesitan tanto de liberalismo económico como de liberalismo político. En ese sentido, Touraine señala que, para que haya una sociedad desarrollada y democrática, se precisan tres condiciones positivas: a) un Estado capaz de decidir, b) dirigentes económicos con capacidad empresarial y deseos de invertir (se entiende que empresarios), y c) agentes políticos encargados de la redistribución de ingresos y disminución de desigualdades. Nada más lejano a una apología del libre mercado.
Touraine está consciente de los riesgos inminentes que acechaban las experiencias libertarias de Europa del Este: los populismos, los integrismos, los nacionalismos extremos y los comunitarismos. ¿Cómo afrontarlos?, se pregunta. Responde que mediante la reconstrucción de un sistema político democrático (hay que notar que su apuesta no es sólo por el régimen). La democracia es el elemento central del éxito de países como Polonia y Hungría, a diferencia de las experiencias de Rusia (en evolución autoritaria porque “no puede olvidar que fue la Unión Soviética” (1995: 261), Yugoslavia y Rumania. En línea con lo anterior, propone moderar el entusiasmo de quienes ven en la caída de los regímenes comunistas, de las dictaduras militares y de ciertos regímenes nacionalistas autoritarios, el triunfo de la democracia. Lo dice de este modo:
La ausencia de regímenes autoritarios no es la democracia […] No es la democracia la que triunfa hoy, sino la economía de mercado, que en parte es su contrario, puesto que procura disminuir la intervención de las instituciones políticas, mientras que la política democrática apunta a incrementarla, para proteger a los débiles contra la dominación de los fuertes. (Touraine, 1994: 271, 279)
Claro que la concepción de democracia del sociólogo francés es diferente a la que se acostumbra en los estudios sobre el tema. Para él, la democracia se resume en estos tres puntos: a) régimen que reconoce a los individuos y las colectividades como sujetos, b) la subordinación de cualquier organización social y poder político a un objetivo moral: la liberación de cada uno, la libertad creadora del sujeto, y c) el reconocimiento del otro, el lugar del diálogo y la comunicación. En el lenguaje politológico, estos tres aspectos se traducirían -me permito la licencia- en: régimen de derechos, respeto a las libertades individuales, y pluralismo, tolerancia y deliberación.
Eric Hobsbawm (1994) se encuentra en un plano más distante de los autores anteriores, más escéptico. Su postura pone por delante el triunfo del capitalismo ya que sólo a partir de comprenderlo se puede entender el rol de la democracia occidental. Comienza planteando cuál es el significado histórico de 1989: la caída del comunismo es una conclusión más que un principio, el final de una era en la que la historia del mundo se movió alrededor de la Revolución de Octubre de 1917. Una era marcada por una política internacional pensada como una cruzada, una guerra fría, con el temor real de los gobiernos occidentales al poderío militar de la urss y sus repercusiones mundiales. 1989 es un momento en el que los eventos se concentran en un tiempo breve y que son claramente históricos.
Resistiendo la idea del fin de una ideología, argumenta que lo que se presenciaba era no la crisis sino el final de un tipo de movimiento, régimen y economía. La Revolución de Octubre, dice, no era la puerta del futuro de la historia mundial. El comunismo funcionó durante muchos años con logros importantes y asombrosos, pero no resultó ser el futuro y se derrumbó como “casa de naipes”. Y sostiene lo que denomina “la gran paradoja” en relación con la intervención del Ejército Rojo en la derrota a las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial: “Es posible que la historia, en su ironía, decidirá que el logro que perdure más de la Revolución de Octubre haya sido salvaguardar al ‘mundo industrializado’ una vez más para la democracia de la burguesía. Pero eso es, por supuesto, asumir que seguirá estando a salvo” (1994: 103).
Hobsbawm sostiene lo anterior bajo el siguiente argumento: el capitalismo vivió cuarenta años transitando de catástrofe en catástrofe, en un clima de vulnerabilidad y constante inestabilidad, con un futuro incierto, y confrontado a un sistema que exigía un futuro alternativo: el socialismo. Pero después de la Segunda Guerra Mundial, hubo un increíble crecimiento económico global, lo que convirtió al tercer cuarto del siglo anterior en la época dorada de todos los tiempos del desarrollo capitalista. La etapa de catástrofe fue superada. Visto a la vuelta de los años, esta resistencia a las “catástrofes” y la consecuente “época dorada” que le siguió es lo que permite asegurar que el ganador no fue el capitalismo como tal, sino el anterior “mundo industrializado”. Ganó el capitalismo que aprendió de las lecciones de sus décadas de crisis y catástrofes, no la utopía del mercado libre thatcheriano (lo que hoy llamaríamos “neoliberalismo”). Un capitalismo reformado y restructurado que ha comprobado que sigue siendo “la fuerza más dinámica en el desarrollo del mundo” (1994: 107). Fue la forma keynesiana de salvar al capitalismo, con bienestar, seguridad social y “empleo total”, su propensión contra la desigualdad extrema, la que fue útil para el desarrollo capitalista.
Por lo tanto, este historiador británico se pregunta cuál fue el principal efecto de los sucesos de 1989. Responde así: el capitalismo y los ricos han dejado de estar atemorizados, lo cual ha hecho que la democracia occidental valga la pena para la gente: “no hay parte del mundo que represente con credibilidad un sistema alternativo al capitalismo, aun cuando debe quedar claro que el capitalismo occidental no representa solución alguna a los problemas de la gran mayoría del anterior segundo mundo” (1994: 108). En esta visión resignada del triunfo del “capitalismo reformado y restructurado” se abría, como perspectiva a largo plazo, la inestabilidad de los sistemas políticos bajo el formato de la democracia liberal; sus posibilidades a futuro que veía eran pocas o inciertas, en el mejor de los casos.
La democracia y sus enemigos internos
El dominio indiscutible de la democracia no ha sido puesto en duda desde 1989. No obstante, tiene varios años que enfrenta problemas que tienden a vulnerar su legitimidad. Ello ha llevado a formulaciones de diverso tipo. Aquí algunas pistas: Philippe Schmitter (2015) plantea la idea de la “crisis de la democracia”, es decir, que este régimen se encuentra en proceso de transición de un tipo a otro (lo que llama “situación postliberal”). La evidencia del declive democrático del que se habla tiene que ver con el desempeño de los gobiernos, no de la democracia. En la versión 2017 del Latinobarómetro se habla de las “democracias diabéticas” (Corporación Latinobarómetro, 2017).6 Por su parte, para Larry Diamond (2015), el mundo se encuentra en una “recesión democrática prolongada” (“declive” o “deterioro democrático”). Ubica cuatro síntomas: incremento de las rupturas democráticas, declive en la calidad de la democracia de los países emergentes, profundización del autoritarismo y desempeño pobre de las democracias establecidas. En el informe 2017 de Varieties of Democracy se usa la expresión “crepúsculo de la democracia” (V-Dem Institute, 2017)7. Finalmente, para Peter Mair (2007, 2015) las nociones de “vaciamiento democrático o democracia sin pueblo” implican que los ciudadanos se están volviendo “no soberanos”, es decir, asistimos al crecimiento de una idea de democracia con ausencia de su componente popular: la “democracia sin pueblo”.
Las preocupaciones de estos tiempos no se dirigen sólo al ámbito de los ciudadanos - por la extendida desafección política-8 sino al modo en que las frustraciones públicas de aquellos conducen a gobiernos que, electos democráticamente, minan las propias bases que dieron pie a su elección. Para ilustrar esos problemas, presento aquí una breve reseña de tres trabajos académicos recientes que dan pistas de cómo se ubica la democracia hoy y cuáles son sus retos y riesgos.
Yascha Mounk (2018) comienza con un diagnóstico muy duro (el título de su obra lo es de entrada: El pueblo contra la democracia. Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla). Para él, los ciudadanos están desilusionados de la política, y se sienten impacientes, enfadados, desdeñosos. Ahora hay mayor desilusión que nunca y muchos sienten un desafecto creciente por la democracia. Los sistemas de partido estaban estancados desde hacía tiempo y los populismos autoritarios están en auge en todo el mundo. Son “legión los electores que están hartos de la democracia liberal misma” (2018). Y se pregunta con azoro si el momento populista que vivimos no devendrá en una era populista.
El autor remite al pasado para explicar el vuelco del presente. El triunfo de la democracia liberal se explicaba por la inexistencia de una alternativa mínimamente coherente. Parecía ser que el futuro era de la democracia liberal. Pero lo ocurrido en los años recientes pone en cuestión la confianza en las propias fuerzas de la democracia: varios candidatos han conquistado gran poder e influencia infringiendo normas elementales de la democracia liberal (el ejemplo, los Estados Unidos, en el cual van a enfatizar Steven Levitsky y Daniel Ziblatt).
Mounk resume su planteamiento en la observación de dos tipos de fenómenos en el contexto de la descomposición de la democracia liberal: la democracia jerárquica, iliberal o democracia sin derechos, aquella que “permite que unos líderes elegidos popularmente pongan en práctica la voluntad del pueblo según ellos mismos la interpretan, sin tener que realizar concesiones en cuanto a derechos o los intereses de ninguna obstinada mayoría”; y el liberalismo no democrático (derechos sin democracia), una forma de gobierno en la que se “siguen escrupulosamente los detalles procedimentales… y, más que menos, se respetan los derechos individuales. Pero los votantes han llegado hace tiempo a la conclusión de que su influencia sobre las decisiones y las políticas públicas es bastante escasa” (2018).
En un tono similar, se encuentran Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (2018). El título del libro es representativo del foco problemático del momento: Cómo mueren las democracias. Su punto de partida es su preocupación por el rumbo que ha tomado Estados Unidos en los últimos años. ¿Ahí se presencia el declive y desmoronamiento de una de las democracias más antiguas y consagradas del mundo? Los autores llaman la atención hacia el punto clave: los guardarraíles o vallas de protección de esa democracia -las normas democráticas no escritas- se están debilitando; se refieren a las normas de tolerancia mutua y contención, esto es, la aceptación de la legitimidad mutua de los dos grandes partidos y su resistencia a usar el control temporal de las instituciones en beneficio propio.
Se solía pensar, siguiendo con el razonamiento de los autores antes mencionados, que las democracias morían a manos de hombres armados, pero existe otra manera de hacer quebrar la democracia, “[…] de modo menos dramático, pero igual de destructivo. Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o de primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder” (Levitsky y Ziblatt, 2018). Hacen uso de las propias instituciones democráticas de manera gradual, sutil y legal para liquidarla. Y ponen como ejemplo exhaustivo de este camino destructor la Venezuela de Hugo Chávez.
El retroceso democrático empieza en las urnas y la erosión viene después:
Los autócratas electos mantienen una apariencia de democracia, a la que van destripando hasta despojarla de contenido […] La población no cae inmediatamente en la cuenta de lo que está sucediendo. Muchas personas continúan creyendo que viven en una democracia […] Para muchas personas, la erosión de la democracia es casi imperceptible. (Levitsky y Ziblatt, 2018)9
En una línea de reflexión paralela, que ayuda a entender las razones de la desilusión política, Daniel Innerarity (2018) propone un ejercicio para comprender la democracia. Este régimen es posible gracias al aumento de la complejidad social, pero ella parece amenazar la democracia, siendo la democratización la que aumenta el nivel de complejidad social. Esta última implica una sobrecarga del observador, cuya capacidad de percepción y comprensión está desbordada. “La diferenciación funcional de las sociedades modernas no es algo que solucione problemas sino más bien ‘un generador de problemas’” (Innerarity, 2018). Uno de esos problemas, la pérdida de la inteligibilidad de la sociedad (visibilidad social) es lo que dificulta la apropiación subjetiva de los temas (de la realidad, se diría desde otra perspectiva).
Quizás el quid del libro se halle en la frase: “No hay democracia cuando no se comprende”. Una opinión política que no entiende la política y que no sea capaz de juzgarla, puede ser instrumentalizada o enviar señales equivocadas al sistema político. Esto ayuda a explicar algunos comportamientos regresivos: “la simplificación populista, la inclinación hacia el decisionismo autoritario o el consumo pasivo de una política mediáticamente escenificada. La política se convierte en un ‘diletantismo organizado’” (Innerarity, 2018).
La idea de la aludida comprensión se complementa con la afirmación de que estamos frente a la “democracia de los incompetentes”, de ciudadanos y políticos. La ciudadanía carece de la capacidad para monitorear al poder, por falta de conocimiento político, por estar sobrecargada, mal informada o ser incapaz de procesar tanta información, por la contingencia de las decisiones o simplemente por desinterés. “El origen de nuestros problemas políticos reside en el hecho de que la democracia necesita unos actores que ella misma es incapaz de producir” (Innerarity, 2018). El demos está sobrecargado, pero también las élites y los expertos, lo que resulta en que la incompetencia de los representantes es reflejo de la incompetencia de los ciudadanos.
A manera de cierre
En este texto he intentado mostrar de forma sintética el impacto de la caída del Muro de Berlín en el estudio de la democracia. Al hacer el contraste entre perspectivas analíticas de ayer, hace 30 años, y de hoy, resulta inevitable evaluar la condición actual de la democracia a la luz de las esperanzas y expectativas que trajo consigo la caída del Muro. No he querido entrar en la disputa intelectual por poner al día las razones del fracaso del comunismo o del “socialismo real”, pues sobre eso se han escrito ríos -sino es que mares- de tinta10 y no podría aportar algo más; he intentado apuntar hacia el escenario actual de los regímenes democráticos a partir de lo que se esperaba de ellos hace tres décadas.
Lo primero que parece claro en el horizonte de estudio es que la democracia como principio, como acto legitimador, como idea que sustenta la organización política mundial, quedó como única opción posible y viable. Es la lección aprendida más importante. En las primeras aproximaciones al impacto de la caída del Muro se advierte que ese “triunfo” teórico no representaba, per se, un triunfo seguro en los países que pasaron por los procesos de democratización de esa región; estaba por verse si la democracia como régimen tenía éxito en instaurarse y consolidarse en las distintas realidades de Europa del Este. En los días que corren, la legitimidad democrática sigue siendo dominante, no cabe duda. Pero esto no implica que no haya riesgos -o realidades ya- de regresión o claros ejercicios de simulación; implica que cada vez resulta más difícil revertir los alcances civilizatorios que ese régimen plantea.11
Como derivación de lo anterior, los problemas de la democracia de ayer no son los que afronta en la realidad actual. Esta es la segunda reflexión que me interesa hacer. Si en el plazo inmediato a la caída del Muro importaba reducir la incertidumbre acerca de si los procesos de democratización tendrían resultados exitosos y conducirían a democracias incipientes y, adicionalmente, si la democracia tuviera que enfrentar nuevos enemigos “externos”, en este tiempo las preocupaciones están en otra pista, no menos riesgosa. Dos graves problemas están enraizados en el corazón de este régimen, por no abundar en otros: la desafección política y la subversión interna a las reglas y las prácticas del juego democrático. Estos no podían ser materia de preocupación durante las transiciones porque las expectativas de cambio de los ciudadanos eran altas en los países que experimentaron esos procesos, por lo cual, se tenían grandes esperanzas del futuro; y los líderes políticos, los políticos y los partidos en general habían apostado por crear y mantener reglas de convivencia que equilibraran la contienda por el poder (a todos convenía). Hoy, el compromiso democrático, esa noble idea de aceptación y sujeción mutua a las instituciones, flaquea en muchos países. Y esto debe preocuparnos a todos.