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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 n.238 Ciudad de México Jan./Apr. 2020  Epub Feb 05, 2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.71987 

Dossier

Un mundo que se fue. El mundo de ayer

A Bygone World. The World of Yesteryear

Ricardo A. Yocelevzky R.* 

*Departamento de Política y Cultura, UAM-Xochimilco, México. Correo electrónico: <ricardoyoce@gmail.com>.


RESUMEN

La evocación de libros de memorias que destacan la nostalgia de un mundo estable y en orden, para cuestionar a continuación si esto es sólo una ilusión, sirve para presentar la idea que, para muchos, a pesar de todo lo celebrable de la caída del Muro de Berlín, éste representaba la estabilidad del mundo bipolar y que su desaparición ha dado lugar a un periodo de incertidumbre e inestabilidad.

Palabras clave: estabilidad; cambio; Muro de Berlín

ABSTRACT

The evocation of memoirs that highlight nostalgia for a world that was both stable and ordered, only to then question whether this is just an illusion, is a way to present the idea that, for many, despite the fall of the Berlin Wall being undoubtedly worthy of celebration, it had represented the stability of a bipolar world and its collapse has paved the way for a new period of uncertainty and instability.

Keywords: stability; change; Berlin Wall

Introducción

El título, en su totalidad, de este artículo no es original. Literalmente, la primera parte, pertenece a un libro que ni siquiera es muy conocido hoy en su país -Chile-, escenario de las memorias de Manuel Balmaceda Valdés (1969). La segunda parte del título no es literal, pero corresponde a la misma idea: El mundo de ayer, memorias de Stephan Zweig (2015). Esta segunda parte es universalmente conocida -en Occidente-, aunque cada día menos. Si se propone hoy este título, se impone la pregunta por el mundo de referencia, ¿qué mundo es el que se fue? La referencia a los dos libros de títulos semejantes contiene un intento de respuesta: el mundo en el que un individuo vivió, visto desde la perspectiva, más amplia o más limitada, según lo considere el lector, pero que de cualquier manera explica tanto al autor como a su mundo. En estos dos términos, el individuo y su mundo, hay una relación de construcción mutua. Los recuerdos de quien escribe sus memorias son una construcción verosímil, pero en distinto grado. Cuando tomamos esos libros sabemos normalmente algo acerca del autor y de su época. No es, usualmente, una primera aproximación sino una búsqueda guiada por una o más preguntas.

Así, el hito que nos convoca el día de hoy es el aniversario de la caída del Muro de Berlín y, con él, la caída del socialismo realmente existente. Sin embargo, este par no agota el inventario de los caídos en esa fecha. De muy distintas maneras, eran parte de un mundo en el que estuvimos y que ya no es. Hay consenso en torno al carácter bipolar del mundo anterior a estos hechos y también respecto de la ambigüedad y la multiplicidad de propuestas de la definición del carácter del mundo que le sucedió. Implícita en nuestro planteamiento se encuentra la esperanza de que revisar el pasado es indagar por la génesis del presente. Empero, lo anterior no puede ser más que objeto de alguna insinuación en las conclusiones de este artículo.

Un mundo de posguerra

Es claro que un suceso puntual, un acontecimiento, no puede constituir por sí mismo la explicación de la significación histórica que lo hace notable. Por inesperados que fueran, hasta poco antes de que ocurrieran, ambos hechos antes mencionados deben ser enmarcados en un proceso del cual constituyen un desenlace o, al menos, una inflexión significativa.

Para Immanuel Wallerstein,

Claramente, los ochenta terminaron con una explosión y no con un gemido. 1989 vio el colapso dramático del marxismo-leninismo en dos sentidos: como forma de gobierno y como sistema ideológico -y polo de atracción política. Para una gran mayoría, lo súbito del colapso (o el solo hecho de que éste ocurriera) fue una gran sorpresa. Para muchos fue una grata noticia que señaló el triunfo de la libertad sobre el despotismo. Para otros fue una lección descorazonadora, pues marcó el fin de las ilusiones y el enfriamiento (cuando no la desaparición) del optimismo revolucionario. (Wallerstein, 1992: 1)

Con otra perspectiva, Tony Judt comienza su capítulo sobre “El fin del viejo orden” diciendo: “En general, el relato de la caída definitiva del comunismo se inicia en Polonia. El 16 de octubre de 1978, Karol Wojtyla, cardenal de Cracovia, fue elegido Papa con el nombre de Juan Pablo II” (Judt, 2006: 843).

Para Eric Hobsbawm, un historiador marxista, el derrumbe de la Unión Soviética marca el fin del siglo XX corto, iniciado en 1914 en Sarajevo con el asesinato del Archiduque Francisco Fernando, heredero del Imperio Austrohúngaro y terminado en 1991 con la disolución de la Unión Soviética. Para él, “[…] es indudable que en los años finales de la década de 1980 y en los primeros de la de 1990 terminó una época de la historia del mundo para comenzar otra nueva” (Hobsbawm, 1998: 15). Es interesante que, para Hobsbawm, el Muro de Berlín fue un elemento de estabilidad, puesto que al ser construido en 1961 “cerró la última frontera indefinida existente entre el Este y el Oeste en Europa” (Hobsbawm, 1998: 247).

Las implicaciones empíricas y teóricas detrás de estos juicios suponen definiciones de los procesos observados y, consecuentemente, periodizaciones distintas. Obviamente, Wallerstein está destacando el acontecimiento, pero, como discípulo de Braudel, centrará su búsqueda de significación en otros niveles de estructura y de inserción teórica. Lo que se destaca es la coincidencia de los tres autores en que lo que se acaba es parte de un “viejo orden”, del cual formaba parte el marxismo-leninismo.

El cambio de este orden suscita, como sostiene Wallerstein, alegría y desencanto. Sin embargo, el mundo bipolar era mucho más complejo y hoy, buscando distintos niveles estructurales y de teorización, podemos atribuir significados diferentes a estos hechos a partir de señalar otras características del mundo que colapsó en 1989.

En las periodizaciones de Judt y Wallerstein hay otras coincidencias que llevan a una dimensión más amplia. Para ambos, hay un punto de partida en la reestructuración de su objeto de estudio: Europa para Judt, el sistema-mundo para Wallerstein, a partir de 1945.

Otro autor que define un periodo de estabilidad relativa a partir de ese mismo hito histórico es Henry Kissinger (2014: 1-2). No parece haber duda en lo generalizado de la evaluación de la caída del Muro como el fin de una época de estabilidad. Sin embargo, en lo que no hay coincidencia con los otros autores es en la valoración del significado de esa estabilidad. Para Kissinger (2014), es el triunfo de la ideología de los gobiernos de los Estados Unidos, una comunidad de naciones que “reflejan un consenso [norte]americano”; la expansión inexorable de un orden cooperativo de estados que “observan normas y reglas comunes, adoptan sistemas económicos liberales, renuncian a la conquista territorial, respetan la soberanía nacional y adoptan sistemas de gobierno democráticos y participativos” (Kissinger, 2014: 1).

Para Wallerstein (1992), el mismo periodo de posguerra, al cual llama “Pax Americana”, caracterizado por la “hegemonía de los Estados Unidos en el sistema-mundo”, finaliza en 1989. Esta hegemonía norteamericana no se parece a la descripción que Kissinger hace de la expansión de un “consenso [norte]americano”. En Europa, el equilibrio de fuerzas vigente entre 1945 y 1989 -y que caracterizó la Guerra Fría-, ocultó un acuerdo político-económico subyacente. La Unión Soviética obtuvo un “coto de caza” en Europa Oriental, dentro del cual, ella podía fijar las reglas económicas, políticas y culturales, a condición de mantenerse dentro y respetar dichos límites (Wallerstein, 1992: 6-7).

La partición de Alemania, en 1949, fue el punto de mayor irritación de la época de la Guerra Fría. La antigua ciudad capital, Berlín, quedó como un enclave en la parte oriental, la República Democrática Alemana; en tanto la parte occidental, la República Federal de Alemania, fijó su capital en Bonn. Berlín fue dividida en cuatro zonas: americana, inglesa, francesa y soviética. Las tres primeras se unificaron como Berlín Occidental. Como ya se mencionó, de acuerdo con Eric Hobsbawm, la definición de esta última frontera entre el Este y el Oeste en Europa estabilizó para Europa la división en Estados-nación resultante de la Segunda Guerra Mundial.

La estabilidad política internacional

Si tomamos 1945 y el fin de la guerra como puntos de partida aceptable como origen del mundo en que hemos transitado varias generaciones aún vivas, podemos preguntarnos por algunas características que definían a ese mundo y por las muy pertinentes diferencias ideológicas destacadas por los cuatro autores citados. Los enfrentamientos ideológicos tenían los escenarios geopolíticos y geoculturales que señala Wallerstein y el gran teatro de Europa que examina Judt. Sin embargo, el enfrentamiento global había sido provisto de un escenario institucionalizado que tenía el propósito explícito de mantener las diferencias en un marco de paz global, a pesar de lo relativo de ésta. La Organización de las Naciones Unidas. Desde esta plataforma se buscó diseñar y administrar un mundo heterogéneo reduciendo las formas posibles de ordenamiento de la dominación social y económica a un modelo político único, comparable y aceptable para todos: el Estado-nación.

Ya sea que se considere que el siglo XX vio dos guerras mundiales o una sola guerra de treinta años con un intervalo, como consideran algunos historiadores, es notable que ambos conflictos generaron intentos de organización mundial con el fin de mantener la paz.

El fin de la Primera Guerra Mundial generó la Sociedad de las Naciones, al mismo tiempo que el surgimiento de la Unión Soviética, a partir de la Revolución Rusa. Sin embargo, no podría haber sido Rusia una potencia en esos momentos. Lo que sí ocurrió fue la reorganización de Europa Central con la creación de Estados nacionales que resultaron del desmembramiento de los Imperios Centrales, actores protagónicos de la confrontación mundial. Alemania, Turquía y Austria-Hungría perdieron territorios europeos y colonias, especialmente Turquía que perdió la península arábiga (el petróleo) e inauguró las peores brutalidades del siglo con el genocidio de los armenios.

La heterogeneidad de la Sociedad de las Naciones se reflejó en su composición y distribución geográfica. De los miembros fundadores, dieciséis eran repúblicas latinoamericanas, un solo país africano, Liberia, cinco dominios británicos, catorce países europeos, de los cuales al menos dos debían su existencia a la guerra recién terminada, Checoslovaquia y el Reino de Yugoslavia. Del mismo modo, al fundarse las Naciones Unidas en 1945, veinte de cincuenta y un miembros fundadores eran latinoamericanos.

Las olas de aumento de los estados miembros de las Naciones Unidas siguieron el ritmo de la descolonización; África en los sesentas, el Caribe en los ochentas y los desmembramientos de la Unión Soviética y Yugoslavia en los noventas, hasta alcanzar a más de ciento noventa Estados miembro, formalmente independientes.

La descolonización que siguió a la Segunda Guerra Mundial obedecía al principio de autodeterminación de los pueblos, proclamado durante la Primera Guerra Mundial por Woodrow Wilson como punto número cinco de los catorce que constituían el programa de reestructuración del mundo una vez que se hubiera restablecido la paz. Este programa buscaba la hegemonía norteamericana y proponía considerar los intereses de los pueblos colonizados junto a los de las potencias coloniales.1

La descolonización se postergó hasta después de la Segunda Guerra Mundial y fueron las Naciones Unidas y no la Sociedad de las Naciones quien la promovió. En las condiciones de la década de los sesentas, en el mundo bipolar de la Guerra Fría la independencia de las excolonias se produjo en un contexto ideológico en el que las dos superpotencias desconfiaban de los movimientos independentistas del que sería llamado “Tercer Mundo”. La ideología de los movimientos de independencia política en las colonias era el nacionalismo, el cual agregó a la aspiración de libertad la esperanza de desarrollo económico. Esta combinación de propósitos incorporó a las izquierdas de países independientes, como los latinoamericanos, partidos y movimientos cuya acción, salvo excepciones, no condujeron al socialismo, como temía Estados Unidos, sino a algo raro que, a falta de un mejor nombre se llamó “populismo” (Ionescu y Gellner, 1970).

Aun cuando no tuviera un correlato organizativo, un movimiento o un partido político (que sí los tuvo en muchos lugares) el nacionalismo fue la ideología que salió triunfante de la Primera Guerra Mundial. En la izquierda, el gran derrotado fue el Internacionalismo proletario. Para que estallara la guerra, o para que algunos países lograran movilizar a su población para entrar a la guerra, los líderes socialistas fueron eliminados de varias maneras. Asesinatos, prisión, entre otras estrategias, redujeron a los internacionalistas opuestos a la guerra a un puñado de refugiados en Suiza o emigrantes a América. Es difícil imaginar la discusión que a fines del siglo XIX y comienzos del XX oponía la identidad de clase al patriotismo. Una muestra de ello es la participación de un clásico de la sociología como Emile Durkheim en un debate, en 1906, acerca de este punto, con Hubert Lagardelle, un sindicalista revolucionario en ese tiempo (Durkheim, 2011: 141-151).

El periodo de entreguerras vio el ascenso del fascismo, el nazismo y también la subordinación de los comunistas a los intereses nacionales de la Unión Soviética gobernada por Stalin. En todo el mundo, unos antes y otros después, los Estados nacionales otorgaban identidad a través de los pasaportes. El mundo llegó a ser un mundo de nacionalidades. La circunstancia que pudiera generar la carencia de nacionalidad certificada oficialmente pasó a ser humillante y el calificativo de “apátrida” un insulto. La segunda posguerra transformó a los comunistas de la mayoría de los países occidentales en traidores a la patria, bajo sospecha de ser espías o agentes soviéticos. Los socialistas debieron probar su anticomunismo para ser aceptados como participantes en los sistemas políticos democráticos.

Así la bipolaridad del mundo se instaló en la política nacional y en la cabeza de los individuos, constituyendo la “normalidad” que determinaba la atribución de sentido a la acción política, propia o ajena. La autodefinición que expresaba todo individuo que se presentaba por primera vez a otro u otros desconocidos suele ser, hasta nuestros días, su nacionalidad. Sin embargo, en el mundo bipolar de la posguerra, el nacionalismo se relativizaba ideológicamente por la adhesión o simpatía por la causa de alguna de las dos superpotencias.

Esta situación paradójica se explica porque, en gran parte los conflictos a los que daba lugar la Guerra Fría, se resolvían en caliente en la periferia. Lo frío de la guerra entre las superpotencias significaba paz entre los poseedores de las armas más destructivas mientras que no hubo un solo día desde el fin de la Segunda Guerra Mundial en que no se luchara encarnizadamente en algún lugar del llamado Tercer Mundo, incluso con participación de las superpotencias, pero evitando el enfrentamiento directo entre ellas. Dos ejemplos importantes por el fracaso en la intervención de éstas fueron la guerra de Vietnam y la invasión soviética de Afganistán.

Puede parecer una paradoja, pero ese mundo es recordado como estable. Esto ocurre debido a la importancia de la imagen de sí mismo y de su mundo que tenían la mayoría de los individuos.

Especialmente en el campo de las ciencias sociales, la naturalización de un mundo de estados nacionales tiene efectos hasta hoy. Se supone que cada país, un Estado-nación, es una unidad válida de conocimiento económico, social y político. Si algún territorio recientemente descolonizado plantea dificultades para la implantación de este “orden político”, se explica por cuestiones culturales que llevan implícita una definición de “atraso”, por relativo que se quiera considerar (Fukuyama, 2011).

Al mismo tiempo, en la vanguardia de la modernidad política, los Estados nacionales que entraron en la llamada “Tercera Ola de Democratización”, que incluyó tanto a los países exsocialistas como a los países que salieron de otras formas de autoritarismo, como los latinoamericanos, los sistemas políticos han evolucionado de maneras no previstas en la primera ola de optimismo.

Para organizar desde una estructura argumentativa diversa esta exposición, es necesario explicitar el marco conceptual de la periodización que la guía: si ponemos el Estado nación como eje histórico de los procesos políticos del siglo XX es porque, en este siglo corto -como lo define Hobsbawm-, es cuando realmente llegó a ser la forma política predominante. Los precursores y modelos habían surgido en el siglo XVIII en los Estados Unidos de Norteamérica y en la Francia revolucionaria. Eran los gobiernos constitucionales. La monarquía británica era un modelo transicional que aportó elementos, particularmente el parlamentarismo, a la institucionalización de los nuevos gobiernos, pero no hay que olvidar que el parlamento es una institución creada por los señores feudales.

La paz de Westfalia, reconocida como origen de los Estados europeos, puso fin a las guerras de religión, o a la mayoría de ellas, expresión ideológica de la descomposición del mundo medieval. Los Estados modernos no fueron diseñados por nadie, sino que surgieron de enfrentamientos en los que las nuevas fuerzas sociales que emergieron del desarrollo económico exigieron el control de los destinos colectivos. Esto es el ascenso de la burguesía como clase social que hace valer su poder económico frente a una nobleza decadente pero poderosa política e ideológicamente. La religión del rey o el príncipe será reconocida como un derecho “nacional”.

La burguesía construye o compra legitimación y estabilización de su poder económico, en tanto que la élite aristocrática es diluida en una nueva clase que incorpora a las clases medias que emergen de las mismas necesidades de la administración de un nuevo orden. Cortesanos y militares profesionales constituyen el personal del Estado emergente. Fijación de fronteras, control de los mercados internos y búsqueda de mercados externos constituyen las funciones de los Estados modernos, cuyos recursos provienen de impuestos que deben ser pagados para sostener la protección de la propiedad y la estabilización y legitimación de un orden social cada vez más complejo, en el que emergen actores que demandan participación.

En este proceso, las guerras del siglo XX y, especialmente la segunda posguerra, aparecen como el más exitoso intento de estabilizar y legitimar un orden económico en Occidente a través del reconocimiento de la soberanía formal de los Estados nacionales miembros de la Organización de las Naciones Unidas.

En esta organización se institucionaliza también la bipolaridad del mundo geopolítico. Por ejemplo, en la definición de dos sistemas de cuentas nacionales -denominados eufemísticamente como sistemas de cuentas de “Economías Centralmente Planificadas” y “Economías de mercado”-, pero también la estratificación del poder de los estados formalmente soberanos, reconocidos en la Asamblea General como iguales, en tanto las decisiones importantes, más allá de las resoluciones y declaraciones de la Asamblea General, las cuales no tuvieron fuerza ejecutiva, se reservaron a un Consejo de Seguridad compuesto de miembros permanentes, con derecho a voz, voto y veto, y un conjunto de miembros no permanentes, representativos de regiones del mundo, con derecho a voz y voto, pero no a veto.

Se reconoce la existencia de dos formas de organizar la economía nacional, al definir dos sistemas de contabilidad nacional, capitalista y socialista, denominados eufemísticamente sistema de cuentas de “Economías de mercado” y “Economías centralmente planificadas”.

También el carácter ficticio del reconocimiento de la igualdad jurídica de los estados formalmente soberanos, en tanto miembros de la Asamblea General, se deja claro al centrar la fuerza ejecutiva en el Consejo de Seguridad.

Los miembros permanentes de este consejo eran las dos superpotencias: Estados Unidos y la Unión Soviética, más los vencedores aliados en la Segunda Guerra Mundial: Francia, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte y China, quien exigió el reconocimiento a su importancia como condición para ingresar a las Naciones Unidas. Estos cinco tienen derecho a voz, voto y veto en todas las votaciones.

Los demás países miembros de la Asamblea General están representados por miembros no permanentes, distribuidos por regiones del mundo, los cuales tienen derecho a voz y voto, pero no veto.

Esta estructura de poder internacional funcionó eficientemente, en general, para impulsar la descolonización, generar desarrollos apoyados por sus organismos especializados, como la unesco, fao, oms, etcétera.

Las nuevas incertidumbres

La estabilidad y legitimidad del sistema mundial parecían firmes hasta la caída del Muro de Berlín. La lista de mecanismos que han ido dejando de funcionar es larga y nos llevaría tiempo el conectar la desestructuración del sistema, caracterización que me parece apropiada para describir la situación predominante en el presente. Sin embargo, creo que retomar las memorias citadas al comienzo permite establecer la conexión con nuestro problema de conocimiento.

La soberanía nacional era enseñada en las escuelas como un valor. La semejanza de las instituciones que encarnaban la relación estable entre poder económico y poder político era un testimonio de la hegemonía de la ideología norteamericana. Basta recordar el papel de las misiones del profesor Kemmerer en la creación de los bancos centrales y la organización de los sistemas fiscales y monetarios de los países de América Latina. Es interesante que, hoy, la independencia de los bancos centrales respecto de sus gobiernos nacionales sea considerada un indicador de democratización. El origen de este proceso de independencia es atribuido a la separación del dólar del oro durante el gobierno de Nixon en 1971, y al tratado de Maastricht en 1992, que exige la independencia del Banco Central como condición para participar en la moneda única europea, pero que se extendió como modelo para “mostrar solvencia” a los inversores internacionales (Liphart, 2000: 219). Estas observaciones nos llevan a una periodización que ubica el comienzo de la desestructuración del sistema en la coyuntura 1968-1973, ya propuesta por el mismo Wallerstein: “La economía del período 1945-88 en trazos gruesos es fácil de exponer. Hubo una expansión económica mayor de la economía-mundo capitalista a continuación del fin de la Segunda Guerra Mundial. Terminó quizás en 1967, quizás en 1973” (1992: 123).2

Este planteamiento, escrito antes de la caída del Muro de Berlín, nos estaría indicando que nuestra perspectiva para considerar los procesos dentro de los cuales buscamos atribuir sentido a esta coyuntura permite alternativas de construcción tanto histórica como conceptual. Desde el punto de vista de la economía-mundo capitalista, los ciclos de crecimiento y depresión sugieren una periodización distinta de las que hemos considerado desde el punto de vista del sistema político internacional. La inestabilidad económica fue atribuida antes a los sucesos que en 1973 determinaron el alza de los precios del petróleo y de ahí surgieron explicaciones muy difundidas, pero ninguna que hubiera permitido prever la caída del muro ni la de la Unión Soviética. Sin embargo, habría que considerar que la Unión Soviética y el socialismo realmente existente no eran un mundo aparte del capitalismo. Más parece que cayeron como consecuencia no explicada del cambio del sistema-mundo capitalista.

Desde el punto de vista de los sistemas políticos nacionales, la democratización, en sus múltiples expresiones regionales: fin de las dictaduras en América Latina, reestructuración de Europa, dejó una frustración en las ilusiones de la Primavera Árabe. Los sistemas políticos han evolucionado en sentidos aparentemente contradictorios. Por una parte, las democracias electorales parecen funcionar, pero las demandas sociales insatisfechas crecen y se acumulan. La separación entre los movimientos sociales y los partidos políticos, alguna vez celebrados como una sana ruptura del monopolio de la representación política de la sociedad, hoy marcan un vacío entre demandas de distinto tipo de generalidad y la incoherencia de los particularismos. Los liderazgos personalistas asociados al populismo, alguna vez criticados desde las posturas marxistas como “desviaciones” bonapartistas y nacionalistas, hoy son criticados desde el establishment y la sociedad civil, un modelo que multiplicó las demandas sobre el estado, al mismo tiempo que éste cedía espacios al “mercado”, modelo de relación social que difundió el liberalismo economicista.

No sólo las instituciones han dejado de funcionar de manera previsible -lo cual es un fundamento de legitimidad y estabilidad-, sino que también nuestros instrumentos de conocimiento parecen haberse atrofiado al punto de no superar los juicios de sentido común y las descripciones periodísticas, lo cual se expresa en el continuum que va del análisis político a las columnas de opinión que buscan situar a una capa de intelectuales que aparentemente tratan de establecer una relación orgánica con instituciones que los eluden.

Sí hay conjeturas posibles. El mundo de hoy ha puesto en cuestión al ordenamiento político más exitoso de la época moderna, el Estado-nación. Este arreglo institucional -durante varios siglos y a través de formas variables- pudo, sin embargo, producir equilibrios legítimos entre un poder económico más dinámico y formas políticas con pretensiones de permanencia. Hoy, el aspecto general de todo lo que deja de funcionar en la política, nacional e internacional, muestra la huella de un asalto, o una invasión, o un desplazamiento de lo político por el poder económico desnudo. Ya mencionamos la independencia -es decir, la puesta a disposición del poder económico internacional-, de la política monetaria nacional (los bancos centrales). La política fiscal ya tiene excepciones de mercados tecnologizados que no pagan impuestos en ningún país. Es más, ya existen signos monetarios virtuales que no tienen respaldo de ningún Banco Central.

Los modelos de organización política que parecen ofrecerse como alternativa son grandes estados, como China, la Unión Europea, Rusia y la potencia hegemónica que parece estar dejando de serlo.

América Latina, por su parte, nunca logró estructurar un mercado común; modesto origen de un Estado múltiple como la Unión Europea. Si ésta puede llegar a ser un actor de esa gran liga con los otros tres, es no sólo a costa de la soberanía de sus miembros sino también a costa del carácter democrático de ellos. La etapa próxima del capitalismo, o de la economía-mundo capitalista en los términos propuestos por Wallerstein, no parece ofrecer un futuro para los sistemas democráticos.

A la luz de lo que fue la historia de América Latina después de la Revolución Cubana, las guerrillas en todos los países -excepto Costa Rica-, las dictaduras de las décadas de los setenta y ochenta, no parece ser un periodo de estabilidad digno de ser añorado. Las memorias del mundo de ayer que invocamos al comienzo tienen explícitamente una valoración de la estabilidad del mundo desaparecido. Sin embargo, esa estabilidad que añoran los autores citados es la seguridad de su propia posición en el mundo, en tanto que para nosotros, como gremio de científicos sociales, tiene más que ver con las certezas de nuestras afiliaciones teóricas, epistemológicas, políticas. La inseguridad de las orientaciones de conocimiento y de acción se reflejan de muchas maneras en la producción intelectual, científica, artística, etcétera. Todos los campos de enfrentamiento ideológico parecen estar en estado fluido, visto el éxito de la metáfora de Bauman. Lo cual justifica mirar a ese mundo que se fue y constatar que ya ni la nostalgia es lo que solía ser.

Referencias bibliográficas

Balmaceda Valdés, Manuel (1969) Un mundo que se fue… Santiago de Chile: Editorial Andrés Bello. [ Links ]

Durkheim, Emile (2011) Escritos políticos. Barcelona: Editorial Gedisa. [ Links ]

Fukuyama, Francis (2011) The Origins of Political Order. From Prehuman Times to the French Revolution. Nueva York: Farrar, Straus & Giroux. [ Links ]

Hobsbawm, Eric (1998) Historia del siglo XX. 1914-1991. Ciudad de México: Editorial Paidós (Crítica). [ Links ]

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Judt, Tony (2006) Postguerra. Una historia de Europa desde 1945. Barcelona: Editorial Taurus. [ Links ]

Kissinger, Henry (2014) World Order. Nueva York: Penguin Press. [ Links ]

Liphart, Arend (2000) Modelos de democracia. Formas de gobierno y resultados en treinta y seis países. Barcelona: Editorial Ariel. [ Links ]

Wallerstein, Immanuel (1992) “Las lecciones de los años ochenta” Revista Argumentos (15): 81-92. [ Links ]

Zweig, Stefan (2015) El mundo de ayer. Ciudad de México: Editorial Porrúa. [ Links ]

1El discurso de Wilson fue pronunciado ante el Congreso de los Estados Unidos el 8 de enero de 1918.

2En una nota al pie, Wallerstein aclara que 1988 no tiene otro significado más que el hecho de que es el año en que este trabajo fue escrito.

Recibido: 26 de Septiembre de 2019; Aprobado: 08 de Octubre de 2019

Ricardo Yocelevzky es doctor en Historia por la Universidad de Warwick, Reino Unido, estudió además Sociología y Ciencia Política. Es profesor investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana desde 1980, actualmente adscrito al Departamento de Política y Cultura de la Unidad Xochimilco. Sus líneas de investigación son los partidos y sistemas de partidos; sistemas políticos y cambio histórico en ellos; así como la construcción política de la ciudadanía. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: (con Alejandro Carrillo Luvianos) “La reconsideración de los partidos políticos” (2019) en Liliana López Levi, Ricardo Yocelevzky Retamal, Gerardo Zamora Fernández de Lara, Ciudadanías, desigualdad, exclusión e integración. Ciudad de México: UAM -Xochimilco; “El populismo una vez más” (2018) Les C@hiers de Psychologie politique (32); (Con Alejandro Carrillo Luvianos y Analí Rodríguez Miranda) “La democracia directa en la Constitución Política de la Ciudad de México” (2017) en Alejandra Toscana Aparicio y Alejandro Carrillo Luvianos, Estudios de la Ciudad de México y su Constitución. Ciudad de México: UAM - Xochimilco.

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