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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

Print version ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 n.238 Ciudad de México Jan./Apr. 2020  Epub Feb 05, 2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.71983 

Dossier

1989: el inicio de un tiempo desdibujado. Reflexiones sobre las ciencias sociales y la cultura

1989: The Beginning of Blurred Times. Reflections on Social Sciences and Culture

Carlos Ballesteros Pérez 

Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <ballesterc@yahoo.com.mx>.


RESUMEN

Este artículo desarrolla una reflexión sobre los procesos históricos que confluyen en la caída del Muro de Berlín, centrándose particularmente en el doble movimiento de los totalitarismos nacionalsocialista y soviético, cuya violencia determinó el curso del siglo XX. La propuesta es profundizar en la historia y advertir la singularidad de lo ocurrido en 1989 desde la perspectiva contemporánea. Al mismo tiempo, se destaca el significado del cambio de época para las ciencias sociales, al propiciar la reconstrucción de sus concepciones teóricas. Se plantea que el giro de la historia permitió el despliegue de múltiples debates que han ido delineando nuestra perspectiva de los complejos problemas del mundo actual. Es a partir de 1989 que se hace posible comprender cuestiones fundamentales, entre ellas la importancia estratégica del pensamiento democrático en sus múltiples dimensiones. Este reconocimiento corresponde a las capacidades reflexivas de las ciencias sociales y es consonante con las de la cultura.

Palabras clave: 1989; ideologías totalitarias; ciencias sociales; teoría; cultura

ABSTRACT

This article is a reflection on the historical processes that converged during the fall of the Berlin Wall, particularly on the two paths taken by the totalitarian movement and their violence, which defined the course of the 20th century. It aims to examine the historical background leading to the events of 1989 and their singularity from a contemporary perspective. It also emphasizes the meaning of a change of epoch in the realm of social sciences owing to the subsequent reconstruction of its theoretical conceptions. Multiple discussions unfolded and greatly influenced our understanding of nowadays complex problems. 1989 was a critical moment that laid the foundation for understanding fundamental issues, such as the strategic importance of democratic thinking in its various dimensions.

Keywords: 1989; totalitarian ideologies; social sciences; theory; culture

Querer aprehender el tiempo, así sea el tiempo vivido, es una tarea imposible. El tiempo fluye eternamente y quizá sólo el lenguaje poético logra recuperar lo fugaz. La poesía fija lo temporal en palabras cuando alcanza a detener el instante y recrear un mundo. Está también la mirada de la literatura hacia el pasado, el tiempo perdido y el tiempo recobrado y, por supuesto, la mirada de la filosofía y la historia. Todas son formas imaginarias de acercamiento a aquello que transcurre y determina nuestra existencia.

La dificultad de hacernos una idea clara del tiempo que nos corresponde, de nuestra época, es todavía mayor cuando se pierden las certezas. En el imaginario del presente no encontramos un concepto secular o una noción orientadora en los que podamos sustentar expectativas y esperanzas -quizá eso explica el llamado retorno de las religiones.

En la conciencia actual de la incertidumbre, 1989 es un punto de inflexión. Lo que parecía sólido se desvaneció en el aire y dejó un vacío que no ha podido ser llenado. A treinta años de la caída del Muro de Berlín no alcanzamos a ver una luz en el horizonte, un faro hacia un puerto seguro. Pasado el entusiasmo democrático, las regresiones y amenazas de todo tipo agitan en nuestra conciencia el temor a las tormentas.

La situación no es insólita, ha habido tiempos mucho más difíciles, pero el recuerdo de la terrible violencia del siglo XX y sus extremos, nos hace sensibles a la intolerancia, el sufrimiento y los gestos grandilocuentes, así sean ridículos, de los tiranos. Precisamente, 1989 simboliza el cierre de un ciclo histórico terrible, marcado por el miedo, el abuso de poder, la opresión ideológica y la razón de Estado. El fin del bloque soviético y posteriormente de la propia URSS cambió muchas cosas, aunque prosiguieron las inercias que aún explican la desconfianza entre las potencias y el resentimiento de muchos pueblos.

Con el derrumbe del socialismo terminó también una extraña guerra que se extendió por más de cuarenta años y que tuvo un carácter global. El mundo dejó atrás la vivencia cotidiana del terror nuclear y el movimiento estratégico que llevó destrucción y pesadumbre a muchas sociedades. Timothy Garton Ash (2009) ha planteado que 1989 fue el año más grande en la historia desde 1945. No sólo Europa recobró su unidad, sino que también la globalización tuvo un impulso decisivo y se abrió el espacio para el ascenso de Asia. Además, en términos históricos más amplios, a doscientos años de la Revolución Francesa, emblema del cambio violento, en el Este europeo apareció un modelo de revolución pacífica fincado en la movilización de la sociedad civil y en las negociaciones.

Aun cuando más tarde, otros años volvieron a cimbrar el mundo: 2001, 2008 o 2016, el efecto del fin del bloque soviético es incomparable porque la racionalidad de la Guerra Fría integró en un sistema a todos los países y alteró los patrones políticos y socioculturales en una forma totalmente desconocida en épocas anteriores. Consecuentemente, las ondas expansivas del cambio fueron muy amplias, pero también con distintas intensidades y efectos. Una fue la historia del Este de Europa y, otra, la de China, Sudáfrica, América Latina o Afganistán. Las Revoluciones de Terciopelo, la represión de la Plaza de Tiananmen, la supresión del Apartheid y el desarrollo de las transiciones democráticas en Centroamérica y Latinoamérica corresponden a trayectorias específicas, pero cabe tomar en cuenta el marco general, alterado por la debacle del mundo socialista. Afganistán es un punto notable porque el retiro de las tropas soviéticas dio comienzo al inmenso desajuste en las relaciones entre Oriente y Occidente cuyos efectos llegan hasta nuestros días.

Si 1989 fue el año más grande en la historia reciente resulta importante entender cómo se define epocalmente y advertir el trasfondo que le da relevancia para las ciencias sociales y la cultura. En El pasado de una ilusión (Furet, 1995), un largo ensayo publicado en 1995, François Furet nos acerca al núcleo de la cuestión que está planteada en torno a la caída del Muro de Berlín, como referencia simbólica. El tema que se desarrolla es la fuerza de las mitologías políticas que determinaron el curso del siglo XX y la seducción que ejercieron sobre las masas y los intelectuales, al representar grandes esperanzas. No sólo se trata del comunismo, sino de la compleja interacción entre fascismo y comunismo, con lo que nos sitúa en un proceso más amplio y que envuelve, incluso, al presente. Dos fuerzas que surgieron como alternativa a la democracia burguesa chocaron durante la Segunda Guerra Mundial, y aun cuando dejaron marcas todavía visibles en los movimientos políticos y formas de pensar que se remiten a ellas, hoy han sido borradas.

Comprender las pasiones ideológicas obliga a profundizar en la historia para advertir su carácter imprevisible, así como su singularidad. Furet (1995) plantea que antes del siglo XX no hubo ningún gobierno o régimen ideológico. El gran Terror durante la Revolución Francesa fue sólo un esbozo, por lo que es necesario explicar las causas detrás de la formación de sistemas ideológicos donde la clave es la acción política de los hombres para moldear la historia a voluntad. En algún momento se establece la idea de que, así como es posible el dominio de la naturaleza, pueden también controlarse las fuerzas históricas, apoyándose en el control político del Estado. Tal razonamiento generó entusiasmo y movimientos masivos encabezados por líderes carismáticos. Asumir el poder y transformar la sociedad de acuerdo con los dictados de la pasión ideológica fue un programa que obtuvo el respaldo popular y el de grandes pensadores, obnubilados por dejar atrás un mundo cruel, decadente y corrupto.

Los efectos de las ideologías no dejan de impresionarnos, ya que tras la muerte de los sistemas políticos que las encarnaron siguen provocando discursos de odio y grandes confusiones. Furet señala que las pasiones ideológicas del siglo XX son hijas de la democracia moderna, empeñadas en destruirla. Fascismo y comunismo tienen como objeto común de desprecio a la civilización burguesa y a la política liberal.

La sociedad burguesa es el otro nombre de la sociedad moderna, aquella liberada de la tradición, centrada en la autonomía del individuo, en la igualdad de derechos, sustentada en ideas universales, como la libertad de cada uno, el acceso a la propiedad y la riqueza, además de estar orientada a un porvenir que no está predefinido. De esta forma, la sociedad moderna no cuenta con una idea de bien común, gira en torno al individuo burgués y a sus intereses particulares. El movimiento de esta sociedad es contradictorio, su constante progreso la legitima, pero produce explotación y desigualdad. De tal modo, sus propios principios igualitarios ponen el programa de su supresión. La literatura y el marxismo revelan que tras los derechos del hombre se encuentra el individualismo y la economía capitalista. En esta realidad moderna, en la que se pierde la unidad del hombre y el sentido de comunidad, reaccionarios y revolucionarios coinciden en el odio a la burguesía, a la clase que se ha transformado en una nueva aristocracia y a la forma política que ha instituido.

La revolución democrática de la burguesía genera pasiones contradictorias. Deseos de retorno al pasado estamental, pero también demandas de fidelidad a los principios de igualdad y libertad. Pasiones antiburguesas que surgen en el propio seno de la burguesía. Todo el siglo XIX será el escenario de un proceso en el que la clase que toma la dirección de la sociedad se hace del control de la economía, pero es incapaz de afirmar su legitimidad política. La democracia no alcanza a afirmarse en esa etapa, pero, aun así, es la referencia general de movimientos nacionales y de masas que toman sus principios, al tiempo que los cuestionan. Sobre esa base inestable se desarrollan los nacionalismos, la socialdemocracia y el antisemitismo, así como las políticas de masa. Toda esta agitación que cuestiona la legitimidad del mundo burgués confluye en 1914 cuando comienza la segunda guerra de treinta años que desgarró a Europa.

La Gran Guerra propició el ascenso de los nacionalismos y reactivó el impulso revolucionario. Aparecen como temas la nación traicionada como motivo de una revolución de derechas y la revolución proletaria con un proyecto internacional que, al final, se repliega en el socialismo en un solo país. El bolchevismo aportó un sentido histórico claro tras la debacle de 1918. La lucha proletaria se libró contra el imperialismo, el capitalismo y la burguesía internacional. Quizá ningún otro programa político ha tenido más capacidad de movilización y pervivencia, lo que lo asemeja a un fenómeno religioso. Su promesa fue universalista y su acción sustentada en la clase proletaria chocó con la demagogia nacionalista que aspiraba a desplazar a los Estados liberales.

Por otra parte, el fascismo surgió de la oposición al comunismo, primero en la Italia de la posguerra, en lucha contra las organizaciones revolucionarias. Inspirado en Mussolini, Hitler asimiló la línea antiburguesa y el combate al bolchevismo en el proyecto nacionalsocialista. Conjuntó el odio a la civilización burguesa y la política liberal de la República de Weimar, la confrontación con el comunismo y, además, el antisemitismo, lo que produjo una ideología totalitaria enfocada a la afirmación del pueblo alemán sobre todos los demás. Como lo plantea Furet, fascismo y comunismo generaron una dependencia mutua. El fascismo nació como reacción anticomunista y el comunismo prolongó su atractivo gracias al antifascismo (Furet, 1995: 36).

Las dos grandes ramas del antiliberalismo comparten la idea de una dictadura de partido único en nombre del pueblo, pero son dos procesos distintos. Una revolución conservadora, el modernismo reaccionario del fascismo, y una revolución progresista que pretende ser más democrática que las democracias parlamentarias. Sin embargo, las dos son expresiones no sólo autoritarias, sino totalitarias. Esas revoluciones pretendieron establecer violentamente un principio de unidad comunitaria, como reacción al proceso de fragmentación que ha seguido el mundo moderno. Ambas revoluciones condujeron a la catástrofe.

1989 es un corte en la historia que entrelaza los extremos ideológicos del siglo XX. Puede también entenderse como una contingencia debida a fallas mayores en el sistema de poder soviético, el oponente del fascismo que sobrevivió sustentado en la Guerra Fría. Lo cierto es que planteó un punto y aparte en la etapa más sombría de la modernidad política, la que fue dominada por el genocidio y el aniquilamiento de la disidencia. El final del comunismo permitió dejar en claro la distancia que separa a los regímenes totalitarios de la libertad. Por eso es tan importante recuperar ese momento y explicar su significado para las ciencias sociales y la cultura.

Como sistema de poder el comunismo soviético comenzó a quebrarse desde el momento en que tuvo que impugnar la herencia de Stalin. En 1956, en el XX Congreso del PCUS, Jruschov tomó distancia del régimen de terror que impuso el dictador más implacable de la era comunista y con ello hirió de muerte a un proyecto autoritario. El mito revolucionario fue puesto en cuestión, lo que se vería confirmado por las intervenciones del Pacto de Varsovia para reprimir las insurrecciones populares en Hungría en noviembre de 1956 y Checoslovaquia, en 1968. Aun así, el mito revolucionario se extendió en un arco muy amplio en el llamado Tercer Mundo. Jruschov criticó a Stalin, no para modificar el monopolio del poder por parte del partido único, sino para reafirmarlo y tomar el control. A tal efecto, propició un cierto deshielo cultural. Floreció el samizdat, la literatura clandestina editada por los propios autores, así como la poesía contestataria y la lucha por los derechos cívicos. Ya no son las condiciones del estado totalitario estalinista, sino las del estado policiaco a cargo de la KGB. Contra todo, aparece la obra de Vassili Grossman, Varlam Shalamov, Evguenia Ginzburg y Alexander Solzhenitsyn, entre otros. Destaca la publicación de Un día en la vida de Iván Denísovich (Solzhenitsyn, 1962), en la revista Novy Mir, un hecho insólito porque la novela narra las penurias de los campos de concentración en donde Solzhenitsyn, Premio Nobel de literatura, pasó ocho años.

Publicar con el riesgo de ir a la cárcel o al hospital psiquiátrico, esa era la situación de los disidentes, pese al deshielo. Por eso es tan apreciable que no sólo en la URSS, sino en todo el bloque soviético tantos escritores e intelectuales se atrevieran a enfrentar la persecución. Václav Havel publicó como samizdat “El poder de los sin poder” (Havel, 2013), diez años antes de convertirse en presidente de la República de Checoslovaquia. A partir de su resistencia, los disidentes comenzaron a ser escuchados en el Este y en Oeste. En 1975 André Glucksmann publicó “La cocinera y el devorador de hombres” (Glucksmann, 1976) donde expuso la barbarie del comunismo y el fascismo. Comenzó así un alejamiento del marxismo por parte de los intelectuales críticos, pese a la reivindicación de esa corriente filosófica impulsada por el movimiento estudiantil de 1968.

Tras la Primavera de Praga y, más tarde, al aparecer Solidarnosc, como movimiento obrero democrático en un Estado socialista, fue cada vez más difícil seguir viendo a la URSS como la encarnación de la idea revolucionaria. La era Brezhnev se identifica con una prolongada decadencia, marcada por la doble moral y el cinismo. Se profundiza también la ruptura con China que mantiene una línea estalinista de gobierno y cambia el juego geopolítico al acercarse a Estados Unidos. En Occidente y en el llamado Tercer Mundo en el marco de las izquierdas radicales se reproduce la división entre prosoviéticos y maoístas, así como otras líneas revolucionarias. La pasión ideológica se fragmenta y deja de corresponder a un contexto en el que el proletariado, como sujeto de la revolución, no sigue a los líderes comunistas.

El siguiente momento de esta historia es el fracaso de los intentos de reforma del socialismo y el fin del mito revolucionario. La gerontocracia del PCUS se extinguió y dejó el paso a la generación de Mijail Gorbachov, incapaz, por su parte, de reactivar un proyecto de sociedad que se agotó en el esfuerzo por mantener una posición de potencia mundial. En realidad, al nuevo liderazgo le correspondió gestionar un repliegue y enfrentar la creciente entropía del sistema. Ni la URSS, ni los países satélites pudieron asimilar los tenues esbozos de liberalización, pero hicieron imposible el retorno a las prácticas autoritarias. A la vez, los compromisos de desarme con Estados Unidos plantearon un límite al vincularse con la cuestión de los derechos humanos y la ayuda financiera prometida por Occidente. No hay que olvidar en esta suma el factor Chernobyl, que mostró la vulnerabilidad de la tecnología nuclear soviética, en un contexto que ya no permitía la ausencia de críticas. Todos estos factores allanaron el camino para la liquidación de los regímenes comunistas en Europa del Este.

El final del socialismo en lo que era Europa del Este y que hoy son los países de Europa Central y del Este -según la Unión Europea- es una historia en sí misma y se concentra en 1989. Tony Judt (2005: 902) sintetiza la cuestión al señalar que aquello que se proclamaba como necesidad y producto del progreso histórico en realidad era falso. Aun así, el comunismo pudo haber durado más tiempo. El cambio se precipitó como efecto de la teoría del dominó aplicada ahora al bloque soviético. Lo sorprendente fue la velocidad del proceso y su contundencia. Antes del giro abrupto todavía algunos dirigentes socialistas y el propio Adam Michnik se planteaban la posibilidad de una Perestroika para el Este y la instauración de un régimen híbrido. Sin embargo, tras las elecciones polacas de junio de 1989 que le dieron el triunfo a Solidarnosc, desplazando políticamente al Partido Obrero Unificado Polaco, ya no hubo forma de detener la avalancha. Le siguió Hungría, donde se instauró un régimen multipartidista y el éxodo de miles de ciudadanos de la República Democrática Alemana a través de las fronteras húngaras rumbo a Austria. En la RDA siguieron manifestaciones masivas que llevaron a que fuera relevado Erick Honecker, incapaz de entender y de introducir cambios, para finalmente obligar a que se permitiera el paso a Berlín occidental a través del muro construido en 1961. El muro no sólo se abrió, sino que fue destruido el 9 de noviembre en uno de los actos catárticos más memorables. Muy pocos días después la Revolución de Terciopelo en Checoslovaquia llevó a Foro Cívico al gobierno, con el dramaturgo Václav Havel como presidente de la República. La consigna de los jóvenes manifestantes “¡Havel al castillo!” no dejó dudas sobre el sentido de la voluntad popular.

Sólo en Rumania se puso fin con violencia al régimen autoritario de Nicolas Ceucescu, en el marco de un golpe palaciego, similar al ocurrido en Bulgaria. Pero, en general, las revoluciones de 1989 fueron pacíficas. Tony Judt acierta al señalar que lo fueron en buena medida como efecto de la represión de Tiananmen. La de los países del Este europeo fue una movilización pacífica consciente del riesgo que representaba retar a regímenes acorralados. En lugar de la confrontación se optó por la negociación y la movilización popular, articulada como una sociedad civil, en donde había prevalecido el sometimiento al partido único. En esa nueva organización ciudadana irían definiéndose diferencias entre demócratas liberales como Mazowiecki y nacionalistas conservadores, como Lech Walesa. Viktor Orbán contribuyó a formar el partido Fidesz, que pasaría de posiciones libertarias a ser una de las referencias del neonacionalismo populista en la actualidad.

Lo acontecido en 1989 es un objeto de estudio privilegiado para las ciencias sociales y las humanidades. Fenómeno histórico, contingencia sistémica, problema teórico, desafío político y cambio cultural, todo a la vez en un crisol que aporta conocimiento a través de la observación. Aun a la distancia de treinta años es un tema imperdible para quienes se interesan en entender a la sociedad y el pensamiento. Con la caída del Muro de Berlín, se desatan nuevas preocupaciones científicas y políticas, toda vez que la historia vuelve a ser un túnel en el que el hombre se lanza a ciegas, punto en el que coinciden Furet y Eric Hobsbawm (Hobsbawm, 2000: 26). Una primera preocupación estriba en las limitaciones de la ciencia para predecir finales tan abruptos y sorpresivos como el del socialismo soviético. Otra más es que ante la imprevisible intervención del individuo en la historia -en este caso Gorbachov, a quien Tony Judt reconoce como el principal factor que explica el éxito de las revoluciones de terciopelo-, queda en claro que no bastan las interpretaciones estructurales o sistémicas. En todo caso, los hechos de 1989 y sus repercusiones plantean incógnitas que implican reconstruir una y otra vez el proceso para ampliar las explicaciones.

El trabajo de las ciencias sociales es generar conocimiento al tiempo que se desarrolla una autorreflexión sobre la producción del conocimiento. La caída del Muro de Berlín planteó la necesidad de reconsiderar muchos temas, incluido el papel de las ciencias sociales y su comprensión de un mundo transformado, pues no sólo se constató el amplio interés por las cuestiones relativas a las transiciones democráticas, que ya era patente en la atención brindada a los procesos latinoamericanos (véase Schmitter y O’Donnell, 1986; Schmitter y Terry, 1995; Barros Horcasitas y Hurtado, 1991). Más allá de esto, el debate se orientó hacia una forma de entender la sociedad en una línea postmetafísica, alejada de la filosofía de la historia y claramente postpositivista. El pensamiento social de fin de siglo se apartó de los planteamientos estructuralistas y cientificistas del marxismo y las teorías críticas que dominaron el escenario teórico en los sesentas y setentas, para profundizar en la búsqueda de una salida a la sociología del conflicto. En el fondo se trató de compaginar la perspectiva de las ciencias sociales con el horizonte democrático que abría el final del socialismo y el avance de la globalización como factor de cambio.

En 1995, Jeffrey Alexander publicó un libro importante por su visión sintética de la teoría social, en el contexto del cambio histórico posterior a 1989. Fin de Siècle Social Theory. Relativism, Reduction, and the Problem of Reason (Alexander, 1995) pone el acento en el camino tortuoso de la teoría social en el siglo XX y en los dilemas epistemológicos que enfrenta la producción de conocimiento en una etapa en la que la historia y la propia autorreflexión científica han despejado los obstáculos que impedían su avance. De acuerdo con Alexander, la teoría social se desarrolla entre el progreso y el apocalipsis. En un balance general, la teoría del siglo XX estuvo determinada por la ruptura con la ingenuidad progresista y positivista, lo que explica el interés por la hermenéutica. De la confianza en la verdad se pasó a la duda sobre la posibilidad de conocer. Algo similar ocurrió en la esfera estética donde se destruye la noción de realidad transparente. Complejidad e irracionalidad son dos cuestiones difíciles de despejar, sobre todo cuando la filosofía postpositivista plantea que las palabras no se refieren a la realidad, sino a sí mismas.

Entre el sueño y la pesadilla de la razón, la teoría, como capacidad de observación científica, ha sido obstruida por el pensamiento del abismo, aquel que registró la catástrofe provocada por los extremos ideológicos del siglo XX. El último movimiento de esa etapa sería el del final del socialismo, por lo que tendría que abrirse el campo para una reconstrucción de la teoría. Dicha reconstrucción se apoya en el consenso de que ya no es posible la reducción unidimensional o cognitivista del pensamiento teórico, sino que existen múltiples búsquedas de saber reflexivo. Pero un nuevo proyecto de teoría que avance hacia el futuro también debe salir del dilema epistemológico que opone relativismo y positivismo.

La propuesta postpositivista de Alexander, que dialoga con múltiples corrientes teóricas, se orienta a trascender el conflicto entre lo universal y lo concreto que ha marcado la historia cultural, en términos más filosóficos: lograr el esclarecimiento de la compleja relación entre Ilustración y Romanticismo. El argumento está ante todo dirigido a enfrentar la reacción neorromántica que asciende en los años ochenta y que tiene como héroes intelectuales a Heidegger, Wittgenstein, Gadamer y Ricoeur, entre otros. En este movimiento que pone por encima la razón interpretativa y cuestiona la razón científica se encuentran figuras importantes como Derrida o Foucault, quienes realizan un trabajo muy amplio de deconstrucción conceptual que refuerza el dilema epistemológico de la teoría. Para los postestructuralistas, detrás del universalismo de la Ilustración se encuentra el particularismo del poder. Siguiendo esta línea, Richard Rorty sugiere abandonar la filosofía por la historia cultural e intelectual, porque todo es relato, incluido el que él mismo ofrece. Se pierde la diferencia entre contar historias y contar la verdad, así como entre lo objetivo y lo subjetivo, ganancias históricas del pensamiento.

Para salir del dilema epistemológico reactivado a fines del siglo pasado, cabe considerar las ideas de Richard Bernstein (1983) quien plantea una tercera vía entre contextualismo y universalismo. La idea a tomar en cuenta es que no puede establecerse un esquema ahistórico de racionalidad, ya que la razón está siempre vinculada a prácticas sociales. La razón presente que defiende Alexander es una construcción del agente, pero la objetividad es necesaria para afirmar la propia racionalidad. En este sentido, la hermenéutica no se opone a la ciencia social, ni a la búsqueda de universales. Es así posible pensar en una versión hermenéuticamente construida de los criterios universales. El propósito es avanzar hacia una consideración de la teoría y de las ciencias sociales que no esté vulnerada por abstracciones vacías, sino que permita integrar el reconocimiento de una práctica histórica común, asentada en los mundos de la vida, lo que conlleva un esfuerzo interpretativo permanente. Desde allí se pueden desarrollar razonamientos que cumplan con criterios de validez y que pueden convertirse en teorías abstractas y generales, pero con capacidad de comprensión objetiva.

En el último decenio del siglo XX, las ciencias sociales se desplegaron en múltiples debates en los que se registran no sólo el ocaso de la idea de razón en la historia, sino la necesidad de afirmar los criterios universales que permiten el desarrollo del conocimiento científico. Al mismo tiempo, se llevó a cabo un amplio esfuerzo teórico para fortalecer los fundamentos democráticos de la sociedad moderna, como lo hizo Habermas al extender la teoría de la acción comunicativa a las teorías de la política deliberativa y la democracia procedimental. Dentro de esa perspectiva democrática, alentada por el cambio histórico de 1989, el tema de la sociedad civil ha sido también un punto principal de atención, como lo muestra el libro The Civil Sphere de Jeffrey Alexander (2006), en donde describe a la sociedad civil como un subsistema independiente.

Las ciencias sociales de los últimos tiempos se han orientado hacia diferentes proyectos y accesos teóricos, desde las posiciones más centradas en el desarrollo de metodologías hasta las de carácter altamente reflexivo. También ha habido espacio para las propuestas de disolución de la teoría sociológica, como reto a la racionalidad desde el relativismo y el discurso de la diferencia, rasgos que han sido recuperados por los enfoques poscoloniales y decoloniales. Es además preciso observar el transcurso del pensamiento radical y postmarxista que ha procurado rearticular una perspectiva crítica anticapitalista que no renuncia a la profunda huella marcada por el autor del Manifiesto del Partido Comunista.

La producción intelectual contemporánea es muy rica, con grandes comunidades epistemológicas que se han globalizado; pero hay en general una escasa comprensión y observación de los distintos proyectos teóricos y de investigación. La esfera especializada en la producción de conocimiento social se fragmenta cada vez más. De allí que hoy sean tan importantes las teorías reflexivas y la capacidad para entender el entorno histórico, ante todo el que nos corresponde, y que está marcado por la caída del Muro de Berlín.

Entre las reflexiones importantes se encuentran las que han ido delineando una perspectiva de las condiciones en las que evoluciona el mundo contemporáneo. La de Ulrich Beck (1998), quien después de la catástrofe de Chernobyl planteó una concepción de la sociedad del riesgo que es central en la comprensión de los problemas asociados al cambio climático; la de Luhmann (2007), que permite plantear cuestiones fundamentales en términos de complejidad, comunicación y contingencia; la arquitectura dual sistema-mundo de la vida, planteada por Habermas (2014); el avance de la teoría crítica, sobre el tema del reconocimiento argumentada por Axel Honneth (2011); las teorías feministas como las de Judit Butler (2008) o Seyla Benhabib (1992); o las ideas sobre un mesianismo sin mesías y la democracia por venir de Jacques Derrida (2012); y así, una serie de enfoques que podemos situar de manera estratégica por haber logrado abstraer las distinciones que nos permiten avanzar en la comprensión del mundo actual.

Las ciencias sociales cuentan con una enorme riqueza conceptual, un embarras de richesses, que las sitúa no atrás sino adelante en la producción de conocimiento. Las ciencias sociales son las ciencias que más desarrollo tendrán en el siglo XXI, por la simple necesidad de entender la complejidad de la sociedad global y su constitución sociotécnica, sociopolítica y sociocultural. En este desarrollo o cambio masivo de las ciencias sociales, como lo definen Wieviorka y Calhoun (2013), tiene un lugar indispensable la comprensión del significado de 1989 y de lo que apunta a partir de ese año. Cabe recordar que no sólo fue el año de la caída del Muro de Berlín, sino del inicio de la World Wide Web.

En los últimos treinta años se han sumado cambios que generan más desconciertos que esperanzas -un mundo desbocado, diría Giddens (2003)-, pero es indispensable recuperar el momento liberador y luminoso que nos situó afuera de una etapa terrible. También es necesario recobrar el lado positivo de la comunicación instantánea, global e interactiva. A las ciencias sociales les corresponde la difícil tarea de explicar que es objetivamente posible enfrentar los riesgos y las patologías de la sociedad moderna: su proyecto las lleva a mantener un, a veces, incomprensible optimismo, porque su vertiente crítica no deja de advertir el curso destructivo de muchos de los procesos que analiza. Ese optimismo autoconsciente se apoya no sólo en la perspectiva del conocimiento, sino en la constatación de que se presentan giros históricos que condensan impulsos de emancipación y progreso.

Por supuesto, no hay lugar para expectativas ingenuas o infundadas. En el momento en que se reconocen avances, se perciben también nociones como desintegración, sufrimiento, cosificación o desprecio. La modernidad es ambigua en sus evoluciones y consecuencias. No sólo es biopolítica, sino también necropolítica. A nadie escapa la realidad de la violencia, las expulsiones y la crueldad que se ejerce sobre millones de personas. Tampoco la conexión entre intereses económicos y políticos con esa violencia y la destrucción de la biosfera. Sin embargo, con todo y la ola regresiva que nubla el panorama al final de la segunda década del siglo XXI, sabemos que es necesario enfrentar puntualmente lo que niega el dominio reflexivo sobre los problemas comunes. En pocas palabras, es posible imbuir de acción comunicativa democrática a los sistemas sociales y que el problema no es la democracia, sino la falta de ella.

Las ciencias sociales son el espejo en el espejo. Me refiero, al final, a un tema del entorno cultural que, por supuesto, tendría que desarrollarse in extenso. Spiegel im Spiegel, el espejo en el espejo, es una obra muy conocida de Arvo Pärt, el compositor estonio que antes de dejar su patria y la opresión del realismo socialista, inicia una nueva vida musical a través de un lenguaje de inmenso rigor estético. En Spiegel im Spiegel a cada línea melódica ascendente, le sigue una frase melódica descendente y el piano acompaña cada paso como un “ángel guardián” (Arvo Pärt, 1978). La obra es una reflexión, a la vez que una alternativa en el campo musical.

Este es sólo un apunte que viene de la esfera del arte, pero nos sirve para señalar el interés por desarrollar un proceso similar en el campo científico. En tiempos de confusión y temor, las ciencias sociales están obligadas a asumir su sentido reflexivo al pensar y generar conocimiento. Ascender conceptualmente y plantear explicaciones al nivel de la práctica histórica común. Siguiendo a Walter Benjamin, nuestro ángel es aquel que es empujado por la tormenta hacia el futuro, aunque le gustaría detenerse y recomponer lo que ha sido roto.

No podemos aprehender ni detener el tiempo, pero sí entender nuestro presente, despejar con paciencia las pesadillas del pasado y defender la verdad científica. No cumplir con este programa minimalista sería muy grave, tan grave como la nota más grave de un Steinway.

Referencias bibliográficas

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Recibido: 08 de Octubre de 2019; Aprobado: 12 de Octubre de 2019

Carlos Ballesteros Pérez es doctor en Sociología por la UNAM, profesor titular adscrito al Centro de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, también forma parte del padrón de tutores del Programa de Posgrado en Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Sus líneas de investigación: las teorías sociológicas contemporáneas, complejidad social y procesos políticos en la Europa contemporánea, así como integración regional y procesos de gobierno en estructuras posnacionales. Sus tres publicaciones más recientes son: “El nuevo pathos europeo” (2018) en Carlos Ballesteros, Regiones Internacionales. Una Perspectiva Transversal. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México; “Sobre la crisis de la sociedad global y las nuevas responsabilidades de las ciencias sociales” (2017) en Fernando Castañeda Sabido, El futuro de las ciencias sociales en un entorno social globalizado. Ciudad de México: Universidad Nacional Autónoma de México; “La crisis económica 2008-2014 y los movimientos sociales en Europa” (2015) en Francisco Javier Aguilar García y Margarita Camarena Luhrs, La Crisis, el Poder y los Movimientos Sociales en el Mundo Global. Ciudad de México: Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.

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