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Investigación económica

Print version ISSN 0185-1667

Inv. Econ vol.77 n.305 Ciudad de México Jul./Sep. 2018

https://doi.org/10.22201/fe.01851667p.2018.305.67540 

Reseña Bibliográfica

México 2018: en busca del tiempo perdido, Francisco Suárez Dávila

Rolando Cordera Campos

Suárez Dávila, Francisco. México 2018: en busca del tiempo perdido. México: Miguel Ángel Porrúa, 2018. 136p.


Esta recensión se basa en el texto En busca del desarrollo extraviado y para inventar tiempo que leí en ocasión de la presentación del libro de Francisco Suárez Dávila, obra que es “un testimonio, reflejo de (sus) experiencias e ideas”. En su opinión, dado el cuadro desolado de nuestra situación nacional, ni qué decir de los exabruptos y agresiones de Trump y los suyos, nuestro proceso electoral podría presentarse como “gran oportunidad para una reflexión nacional honesta que construya un nuevo consenso nacional para el siglo XXI, no de visiones contrapuestas, que no se escuchan entre sí”.

Para ello recurre a la gran imagen que Proust nos ha legado en el título de uno de los libros de su gran novela: tratar de recuperar aquello que, como arena, se desliza entre los dedos. En el caso del gran literato es el tiempo; en el nuestro, el extravío del desarrollo y la confusión acumulativa de la política, que obligan a hacer un honesto corte de caja; una crítica robusta y aguda de nuestros abusos y desvaríos, sin soslayar los logros.

El libro está compuesto por cuatro bien armados y muy sugerentes capítulos: “¿De dónde venimos”; “En dónde estamos? 2018: México ante un parteaguas histórico”; “Un modelo alternativo al neoliberal. El neodesarrollismo de los países emergentes exitosos”; “¿Hacia dónde vamos? Una nueva estrategia de política económica, con un Estado desarrollador y una sociedad incluyente”.

Buena pedagogía del buen economista comprometido: Francisco Suárez Dávila hurga en el pasado y nos ofrece una estimulante periodización histórica del desarrollo mexicano. Su reflexión la inicia en el Porfiriato para tratar de buscar la punta, o alguna punta, de la madeja de la difícil evolución de México. Un crecimiento económico que no ha sido sostenido. Fuera del Porfiriato, que arranca en 1880 y se cierra violentamente con el inicio de la revolución en 1910, y de la larga expansión económica que se inició en 1934 y se cerraría traumáticamente con la explosión de la deuda externa en 1982, el país ha enfrentado largos periodos de estancamiento que han contribuido a agudizar problemas ancestrales (la pobreza y la desigualdad), y provocado retrocesos en el orden social y del Estado. Arcos temporales que nuestro autor traza con claridad.

Así llegamos al “crecimiento desestabilizador” -así llamado por el autor- y las crisis financieras que lo marcaron. Con todo, anota: “hay que recordar que el desarrollismo, en sus encarnaciones anteriores, fue la estrategia que permitió a los países ‘rezagados’ alcanzar los niveles de poderío económico y bienestar social (…). Nuestro objetivo es volver a conformar una nueva estrategia de desarrollo. Ello se logra aprovechando lo que funcionó de nuestra política desarrollista exitosa de 1935 a 1970 y lo que es aplicable ahora, y adaptado a lo que hacen los países más exitosos” (pp. 128 y 129). Habría, a este respecto, que sacarle más jugo a evaluaciones de este periodo como la de Clark Reynolds que se cita en el libro. El desarrollo estabilizador se volvió desestabilizador, dijo Reynolds y tenía razón. Pero fue debido a sus contradicciones internas y no sólo a los “excesos” en que incurrieran quienes dirigieron el Estado entonces.

Francisco Suárez Dávila enfatiza, con conocimiento de causa, que el rescate de la política desarrollista ciertamente requiere de un buen funcionamiento de las instituciones, pero también, agrego yo, de una reestructuración básica de valores y actitudes. Escribe: “hemos tenido un modelo económico, obsesionados por la estabilidad, el equilibrio de las finanzas públicas, la desregulación de la banca, el campeonato de tratados de libre comercio.”

“Es decir, lo que he llamado el ‘estancamiento estabilizador’, una copia imperfecta del modelo neoliberal. Lo que tenemos es una obsesión también por las reformas estructurales; muchas ni son reformas, ni son estructurales, algunas aún desestructurales” (p. 65).

Ciertamente, el cambio estructural realizado a fines del siglo XX no ha dado lugar a resultados satisfactorios en el desempeño económico ni en la equidad y el bienestar social. De hecho, puede decirse que hubo un cambio institucional de grandes proporciones, pero lejos, muy lejos, quedó de jalar dinámicamente a la estructura económica; tampoco atendió, ni entendió, la estructura y necesidades del cambio demográfico que arrancó a finales de la década del setenta del siglo pasado y que nos volvió el país de jóvenes y adultos jóvenes que hoy somos.

“Entre las muchas causas para explicar nuestra incapacidad para crecer”, afirma, puede al menos cuestionarse si la “política financiera, seguida en el nuevo milenio, bajo un dogmatismo que privilegia excesivamente la estabilidad, se convirtió en una de las causas de nuestro rezago ¡Quizá ‘sobrevivió su vida útil’ ¡Ojalá sea un síntoma de que podemos volver, en esta tortuosa dialéctica, a lograr una nueva síntesis -quizá un neodesarrollismo- que vuelva a dar al crecimiento sustentable y equitativo, la prioridad que nos permita avanzar” (p. 67).

Habría que decir, con nuestro autor, que cada día parece haber mayor consenso entre la opinión pública, y la publicada, de que es necesario revisar la estrategia seguida. Imprescindible punto de arranque en este punto lo es el cuestionamiento de la política económica adoptada. En sus palabras: “una exigencia impostergable es cambiar la estrategia económica, sus motivaciones, sus objetivos, sus metas, y luego los instrumentos. Debe darse una cruzada nacional para acelerar el crecimiento con participación de todos los actores (…)”.

“La nueva estrategia de cambio verdadero debe considerar los retos y restricciones que nos imponen las políticas del gobierno de Trump: posible reducción de márgenes en algunos aspectos e indispensables necesidades y oportunidades en otros” (pp. 72 y 74).

En su opinión se necesita una gran motivación nacional. Diría yo: hacer una recuperación crítica de visiones y enfoques históricos. Ser capaces de convocar a un gran acuerdo en lo fundamental como aquel pensado por Mariano Otero. Este proceso electoral debería reabrir la posibilidad de plantear(nos) que, frente a la dictadura del ajuste financiero y el equilibrio fiscal, entendido unívocamente como “déficit cero”, se pueden imaginar otras vías para un nuevo curso de desarrollo.

“Una de las tesis de este ensayo”, asegura nuestro autor, “es que una de las manifestaciones de este cambio de paradigma es que en los países avanzados está ‘en crisis el neoliberalismo’ dando lugar a un ‘estancamiento secular con agudas desigualdades’”. Para retomar un nuevo curso de desarrollo, (re)encontrar el tiempo perdido, o mejor descubrir oportunidades enterradas. Francisco Suárez Dávila apunta con claridad las aduanas mínimas por las que debe pasar un nuevo curso.1 Se trata de varios trazos puntuales de políticas, visiones y acciones que nos ayudarían a ser capaces, como comunidad nacional, de articular un sentido de futuro, poniendo el desarrollo por delante y a la equidad para la igualdad en el centro.

Ningún misterio oculto, digo yo, simplemente se trata de reconocer que, como ha dicho José Antonio Ocampo: “(...) los resultados frustrantes de las reformas y el descontento social deberían convencer a muchos sobre la necesidad de repensar la agenda de desarrollo”.2

De manera telegráfica consigno los puntos que propone nuestro autor para poner a tiempo el desarrollo mexicano: 1) un Estado desarrollador que tenga “un compromiso de bienestar social”, lo que supone “corregir la desigualdad y abatir la pobreza”; 2) una nueva estrategia de desarrollo nacional implica, apunta, trazar un verdadero Plan Nacional de Desarrollo que, para serlo, debe estar socialmente consensuado; 3) punto fundamental en su visión es la generación de empleos suficientes en cantidad y en calidad: “Acelerar el crecimiento económico ‘hacia’ rangos de 5 a 6 por ciento, con generación de empleo de 1 millón (la generación de empleo) debe ser el gran objetivo. La ‘obsesión’ compartida por todos los actores económicos”; 4) duplicar la inversión pública en infraestructura nacional y urbana, significa retomar la planeación regional y urbana; 5) impulsar el crecimiento del sector energético apoyado en un trípode integral; a saber: una ‘agenda verde’, las telecomunicaciones y el turismo; 6) integrar plenamente la tecnología y la educación a la política industrial para así transitar hacia la cuarta revolución industrial y de servicio -la economía del conocimiento-; 7) que el sistema financiero responda a necesidades del desarrollo nacional: mejorar los mecanismos del financiamiento, así como las vías por las que transita el gasto público para que deje de ser insuficiente y deficiente. Además de atender la actual falta de créditos, reorientar los pasos de la banca de desarrollo de suerte de poder retomar tanto el impulso al aparato productivo como la de ser sustento de políticas sectoriales.

En su opinión, la reforma fiscal es “la madre de todas las reformas”, olvidada por todos los partidos y aspirantes. México necesita recaudar más y gastar mejor para redistribuir. Dada la complejidad de la tarea, anota: “se requiere que haya un Acuerdo Nacional con partidos políticos y grupos sociales, que maneje un ‘menú tributario’ amplio y balanceado, en que se comparten costos y beneficios equitativamente. Para lograr este consenso serviría crear el Consejo Económico y Social, con participación de los principales actores económicos y un Consejo Asesor Fiscal”.

Se contempla también una reforma integral a la seguridad social y, desde ahí, construir un nuevo pacto fiscal federal. Para ello, pienso que deberían sumarse las voluntades con base en su necesidad, pero, también, en un compromiso expreso con la transparencia y la rendición de cuentas puntual.

Hay que insistir en que el mal desempeño económico de largo plazo no es efecto sólo, ni principalmente, de un desajuste de los mercados internacionales. Debe entenderse como un resultado de decisiones políticas y económicas que han hecho caso omiso de otras “fundamentales”.

Así como el gran literato “universalmente parisino”, del que toma Francisco Suárez Dávila el título para su libro, vive obsesionado por la huida irreparable del tiempo, por su implacable efecto destructor sobre las personas y las cosas, la falta de crecimiento y de oportunidades destruye la cohesión de las sociedades. Por eso, ante una sociedad deshilvanada, agredida, vulnerable y enojada apela al uso de la razón y de la historia para salir del atolladero en el que está metido México hace ya treinta años. El tiempo no se repite, pero lo que no se hizo o ha dejado de hacerse, junto con lo que se requiere para cambiar la vida, bien puede forjar una agenda de futuro.

Hay que tomar en serio, muy en serio, las reflexiones que nos hace nuestro autor. Con él, afirmo que “la brújula dejó de funcionar (que) urge ir ‘a la búsqueda de ese rumbo perdido’, reencontrarlo, evitar los peligros de un ‘despeñadero’ y retomar la senda del progreso serio”. Asumir que la ruta para una economía y un desarrollo diferentes supone entender y atender la construcción de regímenes de bienestar y protección social, bajo un enfoque de derechos humanos, como un tema central e impostergable.

Si hubiera que hacer un sumario de las reflexiones y aportes de este actual y excelente ensayo podría proponer(se) la siguiente fórmula: no hay éxito exportador que dure sin un mercado interno robusto; no hay mercado interno robusto sin una diversificación productiva sostenida y no hay tal diversificación productiva sin política industrial dura y madura.

Más en concreto, el banco central heterodoxo que nos propone se desplegaría en un doble mandato de estabilidad y crecimiento con empleo. Su “Estado desarrollador”, en inversión pública para la infraestructura y una estrategia regional inscrita en el centro del plan nacional de desarrollo. Todo esto supone la reconstrucción de una coalición desarrollista basada en una economía mixta abierta que pone en el centro el empleo y el salario.

La economía debe concebirse arraigada, inscrita en y subordinada a las relaciones sociales, el bienestar colectivo y la igualdad. En suma, debe entenderse como economía social. Para serlo tiene que ser a la vez economía política que reconoce y asume, explícitamente, al poder y al Estado como vectores de la evolución y el cambio.

1Cfr. pp. 92 y ss.

2José Antonio Ocampo, “Retomar la agenda del desarrollo”, Configuraciones, números 5-6, octubre-diciembre de 2001, p. 130.

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