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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.21 no.61 México sep./dic. 2014

 

Debate contemporáneo: las cuentas pendientes de la laicidad

 

Las cuentas pendientes de la laicidad y sus fronteras conceptuales

 

José Luis González Martínez

 

Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH.

 

Introducción

El presente ensayo no tiene nada de tesis; tan sólo algunas hipótesis acompañadas de ciertas sospechas. En síntesis: una contribución a la reflexión y al diálogo.

La intención es ofrecer, para el análisis, la discusión y el esclarecimiento, algunas pistas sobre lo que, quizás con demasiado atrevimiento, el autor denomina cuentas pendientes de la laicidad tanto en su dimensión teórica como en su praxis. La principal sospecha que nos anima es que la laicidad, desde que se esbozó como nuevo paradigma político, creció (se expandió) mucho desde el punto vista cuantitativo, pero poco o nada desde el cualitativo.

De ninguna manera se pretende poner sobre el tapete el tema de "laicidad sí o laicidad no". Esa fase afortunadamente está superada. La laicidad llegó para quedarse como paradigma de inclusión y convivencia social de la ciudadanía. ¿Significa eso que su desarrollo político y social ya está logrado y concluido?

El modelo de Estado laico en la actualidad, por lo general, se entiende como la plataforma básica, indispensable y mínima para una convivencia social incluyente de todos los ciudadanos en cuanto tales.

Entre los especialistas comúnmente se acepta que los tres niveles de significación y aplicación de la laicidad en los tiempos modernos son: a) Autonomía recíproca de los Estados y los poderes eclesiásticos al definirse la separación entre los campos civil y religioso; b) La autonomía de la persona respecto al poder público del Estado, delimitando el ámbito privado y el público; c) El reconocimiento y salvaguarda de la libertad de conciencia de todos los ciudadanos [Bobio, 1991].

Para lograr lo anterior fue necesario supeditar los credos y los poderes eclesiásticos absolutistas a los intereses generales de la sociedad, subordinándolos a las razones de Estado. Sin embargo, en este trabajo sostenemos que reducir la dimensión sociocultural de la laicidad, como ha sido administrada frecuentemente por los Estados laicos, a un rol de centinela y guardián de la frontera que delimita las pretensiones de poder e influencia de los aparatos eclesiásticos, no sólo es insuficiente, sino que pudiera deformar su esencia. La cultura laica implica mucho más que eso. Ni el concepto ni la práctica de la laicidad surgen como servidores del poder absoluto del Estado, sino como contribución a una vida social incluyente y libre, gobernada, es cierto, por el Estado, al margen y por encima de los poderes de las iglesias y sus credos. Sin embargo, el sujeto creador y depositario de la laicidad y de toda la cultura es la sociedad en sí misma. No obstante, no pocos Estados laicos, en el intrincado nudo de las relaciones entre poder y sociedad, han mostrado su propensión a comportarse como dueños del poder y de la sociedad; es el caso de los Estados modernos absolutistas que, en su implementación de la cultura laica, quedaron anclados en su dimensión política y, dentro de ese mismo campo, en su obsesión por controlar a las iglesias en sus pretensiones de injerencia en la vida pública. De tal manera que, fue la condición ciudadana universalmente reconocida la que se pretendía otorgase la inclusión social igualitaria y única. Sin embargo, la historia y las aspiraciones sociales demostraron que la inclusión ciudadana era insuficiente si no conllevaba también la inclusión social y económica. Pero de esto se habló poco; quizás por el parentesco histórico de laicidad y Estado burgués. A partir de éstas premisas ofrecemos una reflexión sobre las que podrían ser las cuentas pendientes del Estado laico, y sus insuficiencias para una coyuntura histórica en que el protagonismo y las exigencias de la sociedad civil, en sus múltiples manifestaciones, están en ascenso y, por otro lado, la consolidación jurídica y política de la cultura laica, en sus rasgos esenciales, es un hecho.

 

Un largo camino

Después de las constantes injerencias en los asuntos eclesiásticos por parte de los primeros emperadores romanos convertidos al cristianismo, Carlomagno (742-814) justificaba su responsabilidad y poder diciendo al respecto:

Lo nuestro es: según el auxilio de la divina piedad, defender por la fuerza, con las armas y en todas partes, la Santa Iglesia de Cristo de los ataques de los paganos y de la devastación de los infieles, y fortificarla dentro con el conocimiento de la fe católica. Lo vuestro es, santísimo padre: elevar los brazos a Dios como Moisés, ayudar a nuestro ejército hasta que, gracias a vuestra intercesión, el pueblo cristiano alcance la victoria sobre los enemigos del santo nombre de Dios, y el nombre de nuestro Señor Jesucristo sea glorificado en todo el mundo [Artola, 1968, carta VII: 49-50].

 

Eran tiempos lejanos

Partimos de la hipótesis de que la laicidad no sólo se tejió desde la instauración explosiva de los Estados modernos no confesionales, sino desde que las diversas prácticas de convivencia social, a lo largo de la historia, pudieron poner de manifiesto la posibilidad de la inclusión de lo humano y lo ciudadano, independientemente y por encima de las diferencias religiosas. Si se acepta lo anterior, es evidente, por ejemplo, que en la ruta hacia la laicidad occidental los sabios y los mercaderes (y en cierto modo la sociedad con su sentido creativo pragmático) se adelantaron unos cuantos siglos a los políticos modernos: eran los tiempos de la laicidad pragmática. Somos conscientes de que esta perspectiva, cercana a la historia social, resta importancia a los protagonistas de siempre (papas, reyes y caudillos) y revaloriza los colectivos y sus procesos sociales; ese pequeño giro puede resultar saludable en la manera de ver las cosas [Fontana, 2002: 11].

Por paradójico que parezca, la convivencia de los tres grandes monoteísmos (judaísmo, cristianismo e islamismo) y sus respectivas culturas en la Europa medieval (y muy especialmente en España) dejó indicios de una incipiente convivencia laica, y espacios en que las relaciones y los intercambios sociales de adeptos de las tres religiones se situaban por encima de su confesionalidad específica. Obviamente no nos referimos ni a sociedades ni a gobiernos laicos, sino a segmentos de la población que, a pesar de su diferenciación religiosa y étnica, supieron construir relaciones sobre principios independientes de sus respectivos credos, de entre ellos destacan el de los mercaderes, el de banqueros y el de sabios. ¿Cuál fue la fuerza motriz de tal proceso? ¡La inclusión pragmática en la práctica social de valores e intereses comunes!

Pocas conquistas han significado un impulso civilizatorio tan importante como el que provocó la invasión islámica de Hispania. Y fue en ese contexto de conquista y colonización donde tuvo lugar lo que podría llamarse la primera experiencia de laicidad pragmática practicada entre cosmovisiones diversas y profundamente sacralizadas. El fenómeno tuvo una especial expresión durante el Califato de Córdoba (929-1031), heredero

Teniendo en cuenta el trato discriminatorio que el reino cristiano visigodo dispensó a los judíos, nada tiene de extraño que éstos se aliasen con los invasores islámicos, colaborando activamente con ellos, tanto en tareas de gobierno y policía como militares [Knowles, 2003: 380].

Con el beneplácito de gobernantes ocasionales y, a pesar de sus frecuentes resquebrajamientos a lo largo del tiempo, quienes impulsaron ese nuevo pacto de convivencia social fueron los sabios y comerciantes. El califa Abderrahmán III tuvo en la figura del judío Hasday Ibn Shaprut a su mejor ministro y médico; otros judíos se convirtieron en los visires más poderosos de Granada.

Los ejemplos de la convivencia entre judíos y musulmanes en Al-Andalus/Sefarad abruman por su número y hablan a las claras de que judíos y musulmanes eran parte activa e integrada de una sociedad pluralista, mestiza y próspera. A su vez, ambos grupos proporcionaban a la sociedad cristiana médicos y sabios de los cuales se servía la España de la reconquista.

En aquella época, sabios, eruditos, poetas y literatos judíos escribieron en árabe la mayoría de sus obras. También adaptaron al hebreo los modelos literarios árabes, muy especialmente en Al-Andalus, dando origen a una espléndida cultura judeomusulmana.

En el año 863 el emir cordobés Muhammad I convocó a un congreso para la unión y fraternidad de judíos, cristianos y musulmanes.

Entre aquellas sociedades confrontadas en lo religioso imperaba, también, un sentido de comunidad necesaria, cuyo cimiento y motivación no eran las creencias, sino la vida compartida: los bienes materiales circulantes, el saber, las tecnologías, las artes, el territorio, etc. En síntesis: mientras que la política, las formas de gobierno y la religión les separaban, las necesidades vitales los asociaban. Las matanzas y persecuciones aparecían cuando imperaban las primeras; los intercambios, los préstamos, la conservación del saber compartido, la comunidad y la convivencia imperaban cuando dominaban las segundas. Por encima de ambos frentes flotaba, no sin tensiones, la memoria nostálgica compartida del origen común de las tres culturas, enraizadas en el patriarca Abraham.

La época transcurrida durante los siglos VII al XI fue, sin duda, la de mayor auge social, económico y cultural de las comunidades judías en Sepharad (España) y también la de más fecunda integración entre las más destacadas inteligencias del Islam y el judaísmo, por encima de sus respectivas confesiones religiosas. Aunque también es verdad que los momentos de prosperidad y tranquilidad de las juderías no estaban exentos de serias y frecuentes tensiones internas entre judíos, las cuales tenían que ser dirimidas y sancionadas por los tribunales civiles.

Pero, a pesar de las paradojas y las contradicciones, cuando la paz incluyente se imponía por encima del pluralismo religioso, el dinero de los banqueros judíos revitalizaba los burgos, las rutas comerciales y el bienestar general. En esos mismos tiempos de paz que sucedían a las persecuciones y hostilidades, las alianzas, cooperaciones y aseguramientos entre comerciantes y banqueros judíos con sus congéneres islámicos y cristianos de Lombardía, Provenza, las grandes rutas fluviales de Europa central, Florencia y Génova se establecían sobre principios económicos y muy por encima de las divergencias de credos (laicidad pragmática). Si algo no puede ponerse en duda es que, de mil maneras y por muchos conceptos, las juderías eran los contribuyentes colectivos más importantes de los monarcas cristianos, razón por la cual en la mayoría de los casos eran propiedad directa del rey, quien, salvo en las peores crisis, los tenía bajo su directa protección e inmediato interés. López e Izquierdo, en su obra en referencia, recogen una rica casuística de la vida cotidiana de las juderías españolas, de su dinamismo económico, de su peculiar integración, así como de tensiones sociales [López e Izquierdo, 2003: 150].

En España, Alfonso X el Sabio constituye el eje de una coyuntura de especial convivencia de fecundidad laica entre los tres monoteísmos, teniendo en cuenta que la laicidad debe entenderse como el ejercicio de un gobierno y el establecimiento de un pacto social independiente y por encima de la diversidad confesional, pero respetuoso de ésta. En este caso los protagonistas de esta incipiente plataforma de laicidad pragmática fueron los sabios de los tres credos.

Cristianos, judíos y musulmanes convivieron en Toledo en los siglos XIII y XIV, llegando a configurar un espacio cultural sin parangón. La Toledo medieval era una ciudad pujante y muy poblada —de unos 30 000 habitantes—, donde convivían tres formas de organización social, religiosa y económica muy dispares: la hebrea, la musulmana y la cristiana. Alfonso VII, en primer lugar, y Fernando III, después, intuyeron la capital importancia de una convivencia pacífica y, salvo algunas ocasiones; como aquélla en 1226 en que musulmanes y cristianos se enfrentaron a causa de la construcción de la gran catedral gótica sobre la antigua mezquita; las tres culturas fueron desarrollándose paralelamente en un régimen de armonía e igualdad de privilegios no exento de altibajos. En este sentido resulta muy significativo el hecho de que Fernando III ordenara escribir su epitafio en lengua árabe, hebrea y castellana. Alfonso X siguió, a la muerte de su padre, la misma política, impulsando la Escuela de Traductores de Toledo que, si bien existía desde 1124, conoció sus años de máximo esplendor precisamente durante su reinado.

Por la escuela de Traductores de Toledo llegarían a pasar los más ilustres intelectuales árabes, judíos y cristianos del momento. Nombres como Gundisalvo, Juan de Sevilla, Álvaro de Oviedo, Marcos de Toledo o Pedro Gallego trabajaron con el italiano Gerardo de Cremona, el escocés Scott o el inglés Alejandro de Bath. Allí sería traducido el corpus aristotélico entero, así como tratados de Euclides, Tolomeo, Arquímedes, Hipócrates o Galeno, además de obras de autores como Isaac Israelí, Alfarabí, Algacel, Averroes y Avicena. Así mismo, se contribuiría a establecer las normas del habla castellana como lengua literaria [Elía, 2002: 4].

Diversos factores, desde extravíos y accidentes hasta la destrucción sistemática de los inquisidores, hicieron desaparecer para siempre numerosas joyas de la ciencia, la literatura y la filosofía de la España árabe. Pero, y gracias a que fueron traducidas al hebreo y al latín, algunas obras de científicos y pensadores musulmanes andalusíes, como Abulcasis (936-1013), Azarquiel (1029-1087) y Averroes (1126-1198), pudieron llegar hasta nosotros.

Por consiguiente, queda asentado algo en lo que no siempre se ha profundizado. Mucho antes que la política, fueron los mercaderes y los sabios quienes pusieron las bases de la práctica de una convivencia laica de las diferentes creencias y filosofías. Los banqueros y los mercaderes medievales comprendieron pronto que no era negocio detenerse ante las barreras religiosas. Al parecer, para la mayoría de ellos, los principios prácticos en los que se basaba la operación y funcionamiento de la sociedad eran más importantes que los principios explicativos e ideológicos en los que descansaba el ser de la sociedad. Ninguna sociedad constituye un ejemplo tan claro y generalizado de esta práctica económica de la laicidad suprarreligiosa ejercida entre creyentes de los tres grandes monoteísmos como la española de los siglos VIII y XV.

Los sabios por un lado, y los mercaderes y banqueros por otro; así como los agiotistas de los tres credos, vivían una interacción similar en la vida cotidiana. En ambos campos las relaciones económicas y culturales, ejes articuladores de la sociedad de entonces, en tiempos de paz y cuando no eran necesarios los chivos expiatorios, podían fluir sin interferencias mayores de los credos en un status quo de laicidad pragmática. A pesar de las grandes discusiones teológicas y morales que sobre la usura y el crédito se sostenían en las universidades de la cristiandad, el dinero proveniente de préstamos con interés de judíos y musulmanes era bueno para que los cristianos salieran de apuros, desde los palacios y catedrales hasta las villas. Los judíos, cultural e históricamente, obtuvieron una gran ventaja competitiva (independientemente de cualquier consideración moral) sobre los cristianos en materia de su relación ética con el dinero y los bienes materiales, tal como lo expresan sus propios historiadores y Rabinos: "Nuestros bienes nos pertenecen en la medida en que nosotros reconocemos que pertenecemos a Dios" [Safran, 1980: 171]. Con ese sencillo principio cualquier escrúpulo sobre el préstamo usurero que esgrimía el rigor católico estaba superado.

Los judíos supieron arreglárselas para, junto con los cristianos de Florencia, Génova y Lombardía, ser los principales contribuyentes y los más fuertes acreedores, sin que ninguno de los tres únicos dioses levantase la voz. Mientras los universitarios cristianos discutían sobre la licitud moral del préstamo con interés, resistiéndose a aceptar que el dinero por sí mismo generase dinero lícito, los comerciantes cristianos depositaban productivamente su dinero en las casas de los judíos y los musulmanes para que, en el peor de los casos, fuesen ellos los que se manchasen las manos con la usura [Falcones, 2006].1

Simplemente, como uno de tantos ejemplos de esta dinámica en la vida cotidiana, constatamos que en el siglo XV tanto el rey (siempre endeudado a causa de las guerras) como la reina, las infantas y los sirvientes de la corte debían dinero a los prestamistas judíos del reino de Navarra (España). Por cierto, incluso los principales clérigos del reino, independientemente de su posición teológica sobre la usura y los intereses, tenían deudas con prominentes judíos de Tafalla y Tudela, como ejemplo se puede citar la deuda que el canónigo y vicario mayor de la iglesia de Santa María de Tudela tenía con una judía llamada Oro, y deudas que musulmanes del mismo pueblo también contrajeron con judíos.2

Ésta era la cotidianidad de la convivencia laica que —con ocasionales altibajos y sobresaltos— fieles de los tres credos practicaron desde la conquista islámica hasta la víspera del reinado de los Reyes Católicos que, como muchos de los pudientes, fueron atendidos por médicos islámicos y judíos. Es difícil lograr un balance medianamente preciso de todo el aporte de aquella fértil interacción (en la que poco interferían las divergencias religiosas) con lo que fue la Europa posterior. Para lo que se nos hace difícil expresar en el lenguaje plano de la historia o las ciencias sociales, es útil atreverse a saltar a la metáfora y la poética. Jacques Pirenne, comparando cómo el románico y el gótico expresaron el ethos coyuntural, constata que, a diferencia del gótico, el primero refleja más bien una cultura conformista convencida de haber logrado ya su forma definitiva.

El arte gótico, por el contrario, se lanza a la conquista de un porvenir cuyos horizontes se abren a posibilidades infinitas. La ojiva, tomada del Islam, permite los altos vuelos hacia el ideal, y las grandes vidrieras decoradas, deslumbrantes en la gloria de la plena luz, son como una visión paradisíaca en un mundo que se siente caminar hacia el progreso material y moral [Pirenne, 1982: 170].

Ese carácter emblemático que Pirenne reconoce en la contribución arquitectónica de la ojiva islámica, incorporada a la majestuosidad de todas las catedrales, podría tomarse también como marca de esos espacios de laicidad pragmática supraconfesional que los protagonistas supieron encontrar en los intersticios de sus credos. Eran momentos cruciales de la gestación de la cultura europea. La laicidad pragmática, surgida de las relaciones sociales cotidianas, precedió a la laicidad jurídica y política, hoy la más visible y patente en cuanto administrada por el Estado.

En otro tono muy distinto, el conflicto más patente y rudo en torno a la laicidad política en la Edad Media fue el sostenido entre el papa Bonifacio VIII (1294-1303) y el rey Felipe El Hermoso de Francia (1268-1314). Este monarca fue un anticipo fidedigno (y quizás inspirador) de El Príncipe de Maquiavelo (1469-1527). Si bien pretendía ser paradigma de la separación de política y moral (según su modelo César Borgia), dentro de esa misma lógica, su política bien puede ser considerada como el primer diseño de Estado laico articulado por políticos profesionales que, por principio, sólo se regían por razones de Estado como criterio absoluto [Théry, 2004: 14]. La fría racionalidad política de Felipe el Hermoso, estrechamente ligada a su codicia, sin constitución y sin poderes que le pudieran hacer contrapeso, fue parte primordial de todos los conflictos que tuvo con la Iglesia en su afán de someterla a los intereses del Estado. En ese campo se enfrentó con el papa Bonifacio VIII, celoso defensor de la teocracia pontificia desde los tradicionales derechos y cuantiosos bienes de la Iglesia. Como no podía ser de otro modo, el rey y su equipo de juristas ganaron todos los litigios planteados en torno a los conflictos entre los señores eclesiásticos y funcionarios reales sobre el dominio de bienes y personas. En el fragor de la contienda el papa quiso hacer valer la tradicional plena potestad del pontífice sobre los reyes, bajo la cual muchos monarcas habían aceptado gobernar en los siglos anteriores. Pasó a la acción con su bula o decreto Clericis Laicos [24-II-1296], en la que prohibió a los soberanos cualquier imposición fiscal sobre el clero sin autorización pontificia, bajo pena de excomunión. Con esta medida fue demasiado lejos, además, sus angustias económicas lo obligaron a ceder en sus pretensiones frente al monarca laico. Después de perder la primera batalla en el campo tributario tuvo que enfrentar otra de carácter político. El obispo Bernard Saisset fue acusado de traición por los oficiales reales, un hecho que atentaba contra los privilegios eclesiásticos vigentes, según los cuales únicamente el papa podía juzgar a un obispo. El fondo de la cuestión no sólo era el pulso entre la autoridad del obispo y la del señor del lugar, el conde de Foix, sino la determinación de Felipe el Hermoso de dejar en claro que la jurisdicción real y la aplicación de la ley alcanzaba a todos los súbditos en cuanto tales, independientemente de su condición de clérigos. En el estilo más puro de la Inquisición, Guillermo de Nogaret, el célebre legista real, se encargó de que, lo que en principio era una acusación de traición al Estado se convirtiera también, por decisión real, en una de herejía contra la doctrina eclesiástica.

Este texto es de una gran importancia histórica. Es, en efecto, el primero donde se manifiesta la transformación religiosa del poder real [...] Nogaret declaraba en nombre de Felipe el Hermoso, y dirigiéndose a Bonifacio VIII, un principio inédito y lleno de consecuencias: Lo que es cometido contra Dios, contra la fe o contra la iglesia romana, el rey lo considera cometido contra él [...] El reino se convierte en un cuerpo místico cuya cabeza, es decir, el rey, está investida de todos los poderes para preservar la unidad de la fe [Knowles, 2003: 343].

Es aquí que, en el avance hacia una primera laicidad política, el gobierno de Felipe el Hermoso, en un golpe de absolutismo radical, se convierte en sacralización del poder político y el rey en pontífice.

El conflicto entre cesaropapismo y teocracia se agudiza. Y Bonifacio VIII emite la bula Unam Sanctam (18 de noviembre de 1302), en la que no sólo se excomulga al rey francés, sino que contiene la máxima expresión de las pretensiones de poder y dominio pontificio absoluto sobre el poder político, proclamando, ni más ni menos, que el gobierno supremo del mundo debía ser confiado a un sólo poder, y afirmaba las pretensiones del papado de ser el único principio de la autoridad que dimanaba de Dios: el rey tenía que consultarla y obedecerla y sólo tenía un poder ejecutivo. La bula acababa con una rigurosa definición, según la cual ¡la sumisión al soberano pontífice era necesaria para la salvación de todas las criaturas! Textualmente, el papa proclamaba:

[...] existen dos gobiernos, el espiritual y el temporal, y ambos pertenecen a la Iglesia. El uno está en la mano del Papa y el otro en la mano de los reyes; pero los reyes no pueden hacer uso de él más que por la Iglesia, según la orden y con el permiso del Papa. Si el poder temporal se tuerce, debe ser enderezado por el poder espiritual [...] Así pues, declaramos, decimos, decidimos y pronunciamos que es de absoluta necesidad para salvarse, que toda criatura humana esté sometida al pontífice romano.

En el límite de lo que podría llamarse demencia política, Felipe IV, en 1302, acusa de herejía al papa ante la reunión de los representantes del clero y la nobleza, lo que constituye el nacimiento de los Estados Generales de Francia y, además, convoca a un concilio general para juzgarlo.

El papa murió, vencido y humillado por el rey, al poco tiempo de perpetrado lo que se conoce como atentado de Anagni (1302). Pero la humillación laica del poder eclesiástico no quedó ahí. En 1309 el rey francés trasladó al papa Clemente V (elegido en un cónclave totalmente manipulado por la corona francesa), junto con toda la curia, a la pequeña ciudad de Avignon (sureste de Francia), lo que dio inicio a un periodo (1305-1378) de total dominio francés sobre la Iglesia católica, el cual algunos historiadores han comparado con el famoso cautiverio de los israelitas en Babilonia.3 Allí residieron siete pontífices que, aunque figuraron como autoridad eclesiástica, no tenían verdadero poder, ya que quien realmente lo ejercía era la corona francesa.

Muerto Bonifacio VIII, el dominio de Felipe el Hermoso sobre la Iglesia fue total. Tal como se ha señalado, no se puede decir que esto fuera laicidad, ya que más bien era teocracia a la inversa, en este caso ejercida por el monarca, que se autoatribuía autoridad divina.

Después de este periodo trágico para la institución eclesiástica, durante el cual el rey fue más pontífice que el mismo papa, hay que retomar la secuencia de la ruta y la frontera conceptual de la laicidad con otro gran monarca francés: Luis XIV, el Rey Sol.

Como consecuencia de la fragmentación religiosa de Europa que siguió a la Reforma Protestante, iniciada por Martín Lutero (1483-1546), la cohesión sociocultural y política basada en la unidad religiosa, que había venido funcionando por siglos, se hizo imposible. Las guerras religiosas que en Francia enfrentaron a católicos y protestantes mostraron que era indispensable otra plataforma de integración. En aquella coyuntura:

[...] se rompe la alianza institucional entre el lenguaje cristiano que expresa la tradición de una verdad revelada y las prácticas propias de cierto orden del mundo. La vida social y la investigación científica se alejan poco a poco de los feudos religiosos. Las afiliaciones a distintas iglesias, al oponerse, se relativizan y se convierten en determinaciones contingentes, locales, parciales. Se vuelve necesario y posible encontrar una legalidad de otro tipo. Una nueva axiomática del pensamiento y de la acción se instala en un principio como una tercera posición entre las dos iglesias contrarias (católica y protestante). Progresivamente, esta nueva posición va definiendo el terreno que se descubre debajo de la fragmentación de las creencias [De Certeau, 1993: 151].

En esa Francia fragmentada de Luis XIV, si querían gobernar incluyentemente a todos los ciudadanos, desde los principios políticos y la razón de Estado, el rey y su gobierno tenían que situarse por encima de los diversos credos. El Rey Sol (que hizo célebre la frase "el Estado soy yo") quizás pueda ser tomado como el primer monarca de un Estado laico que, en su coyuntura, era algo muy distinto a un Estado democrático. En su ocaso, alcanzó hasta el siglo XVIII, el siglo de la Enciclopedia, la Revolución francesa y el esplendor de la burguesía. Fue él quien gobernó, desde lejos, el tránsito de España y sus colonias a la dinastía borbónica mediante la Guerra de Sucesión (1701-1713), y quien instaló el nuevo modelo de Estado centralizado que implantaron las Reformas Borbónicas iniciadas por su nieto Felipe V, coronado con apenas 17 años. La revolución cultural que se derivó de tales acontecimientos marcó el tránsito a los Estados modernos y a los nuevos pactos sociales. Nada volvería a ser igual después de que Emmanuel Kant (1724-1804), otro gran contemporáneo, impulsó al hombre moderno a tener la audacia de saber y pensar por sí mismo (sapere aude). Ese nuevo horizonte cultural, y con él la laicidad, llegaron para quedarse.

Éstas fueron, a nuestro juicio, algunas de las principales marcas por las que la práctica y la cultura laicas llegaron a Occidente. Mucho después llegaron nuestros Estados laicos.

 

La frontera mercantil de la laicidad

La relación entre mercado y religión tiene una larga historia. Los templos y sus alrededores fueron en muchos casos las primeras plazas comerciales, éste es el caso del templo de Jerusalén, de antes de nuestra era, con sus mercaderes que invadían sus patios, y también el del hoy conocido como Templo Mayor y su refinado tianguis vecino, en la gran Tenochtitlan.

Un autor que profundizó en esta última perspectiva fue Bourdieu, en su texto sobre la Génesis y estructura del campo religioso.4 Como es sabido, en este ensayo, que pertenece a los clásicos modernos, siguiendo de cerca a Weber, ubica la génesis del campo religioso, en cuanto tal, en la constitución de un cuerpo monopólico de especialistas en la producción y gestión de los bienes simbólicos religiosos, el cual logra despojar a los laicos de las competencias que tradicionalmente ejercían en la fase anterior del desarrollo social.

Hoy es evidente que el campo religioso está siendo afectado por el nuevo imaginario cultural de la posmodernidad. Al presente, en el entorno de la globalización, comparten escenario tanto la explosión de las oportunidades como la generalización del riesgo. Si la primera propicia la urgencia de la codicia, la segunda genera un estado de ánimo de inseguridad frente a la gran decepción que tanto la tecnología como las promesas incumplidas de la primera modernidad han sedimentado. Este escenario crea fronteras peculiares para el mercado religioso, tanto desde el punto de vista de la oferta como de la demanda.

Las instituciones que administraban los grandes relatos y proporcionaban cierta seguridad se están desmoronando, su capital de autoridad se está fragmentando y su influencia disminuyendo. Tal parece la suerte de muchas iglesias, en especial la católica [González Martínez, 2012].

La modernidad y la tecnología han socavado lo esencial (ecología, salud de las relaciones sociales y las bases de la convivencia humana) y nos lo han cambiado por lo secundario y efímero (el inmediatismo del consumo, de la comodidad y la opulencia de los poderosos).

Algunos de los factores anteriores han incidido en hacer patente y exacerbar un conflicto real de civilizaciones que, al poner en tela de juicio el paradigma tradicional de las relaciones internacionales globalizantes, invitan a un repliegue hacia las culturas locales. En este regreso, las religiones populares hallan un coyuntural fortalecimiento de sus funciones tradicionales (autonomía del poder institucional más debilitado y refuerzo de sus relaciones con la identidad de las comunidades locales). Todo esto ocurre en un escenario irreversiblemente diferente, caracterizado por la transición de la sociedad de producción a la de consumo, marcada, entre otras cosas, por el poder omnímodo y omnipotente del mercado, tal como señala Manuel Castells:

Como todo proceso de transformación histórica, la era de la información no determina un curso único de la historia humana. Sus consecuencias, sus características, dependen del poder de quienes se benefician en cada una de las múltiples opciones que se presentan a la voluntad humana. La revolución de la información tecnocrática y la ley del mercado se refuerzan la una a la otra. En ambos casos desaparece la sociedad como proceso autónomo de decisión en función de los intereses y valores de sus miembros, sometidos a las fuerzas externas del mercado y la tecnología [Castells, 2002: 74].

Como consecuencia de esto, ya no son las iglesias las únicas productoras y proveedoras de los supuestos bienes de salvación. A la tipología clásica que Weber identifica en el campo religioso (sacerdote, profeta y brujo), en la sociedad de consumo habría que añadir, quizás, la de mercader-informador, como funcionario, administrador y comercializador de lo sagrado. La posmodernidad no sólo fragmenta los grandes relatos en que se sustentaron las iglesias, sino también su pretendida exclusividad de producción y gestión de los bienes simbólicos de salvación y de las ofertas de trascendencia.

Muchas de las nuevas formas de religión popular de ésta, ya avanzada la transición al siglo XXI, vuelven a mostrar con fuerza algunas profundas marcas del imaginario cultural generado en torno al paradigma del mercado. Daniele Hervieu-Leger [1999] señalaba la individuación y la subjetivación de las creencias religiosas como formas de experiencia, expresión y socialización religiosas. Es claro que estas marcas se presentan en parte como coincidentes con la frontera de autonomía de las religiones populares de siempre respecto a las propuestas oficiales de las instituciones. Más dudas tenemos —al menos en lo que se refiere a las principales formas latinoamericanas de religión popular— sobre el acento en los rasgos de individuación. Hoy por hoy, peregrinaciones, fiestas patronales, celebraciones mortuorias, y otras, siguen siendo eminentemente colectivas y comunitarias, aunque el concepto de comunidad enraizado en los diferentes niveles de agrupaciones locales no coincida con las delimitaciones fronterizas de los teólogos ni con la observación de muchos sociólogos y antropólogos. Lo dicho contrasta con la poca atención que, en el manejo oficial de la laicidad por parte del Estado laico, suele prestarse a la evolución societaria. Se diría que, a algunos Estados laicos latinoamericanos les preocupa mucho más el control de las iglesias, y de sus solapadas pretensiones, que las reales condiciones de vida de los ciudadanos más marginados. El dar por conquistada e irreversible la identidad laica del Estado no es garantía de que la gestión política de la misma tenga en cuenta, adecuadamente, el nuevo perfil de convivencia comunitaria e interacción que muestran los grupos sociales. Pudiera parecer que nos salimos del tema; pero todo depende de si partimos de una comprensión de la laicidad como control de las pretensiones eclesiásticas de influencia política o de si la vemos como pieza clave de la inclusión total de la ciudadanía en las opciones de vida, por encima de religiones e iglesias. Por momentos pareciera que las escaramuzas que algunos Estados laicos sostienen con las iglesias los exoneran de acciones más profundas y más vitales con la sociedad misma.

Maffesoli, en El tiempo de las tribus, analiza así algunos de los nuevos indicios del regreso a lo comunitario y de la saturación o hartazgo del individualismo propio de los modelos societarios:5

Encontrar nuevas formas de colaboración y generosidad, poner en juego y participar de nuevos eventos caritativos y solidarios, he aquí las nuevas ocasiones de vibrar juntos, de expresar ardientemente el placer de estar reunidos o, tomando una expresión frecuente entre los actuales jóvenes, de reventar. Expresión juiciosa que acentúa el fin de la fuerte identidad individual. Se revienta en la efervescencia musical, en la histeria deportiva, en el calor religioso, pero también en un evento caritativo y solidario, o en una explosión política circunstancial [Maffesoli, 2000: 19].

Más allá de la crítica de que han sido objeto algunas de las tesis del autor, es claro que en los últimos años la dinámica social de grupos nuevos ha dado muestras fehacientes de impulsar a ese nuevo perfil de convivencia e interacción al que aludíamos: primaveras árabes, los inconformes de España y de otros lugares de Europa, la creciente efervescencia sociopolítica en China, los grupos palestino-israelíes que fomentan nuevas formas de convivencia pacífica desde la diversidad sociocultural y religiosa, etcétera.

Sin duda, en este mercado cultural no sólo compiten la dinámica de la religión popular (en busca de fuerza, sentido y seguridad), sino también diversas iglesias, ong y empresas comerciales e industrias culturales de diverso tipo, todas regidas por la forma más salvaje de oferta, demanda y competitividad, pero con la suficiente sensibilidad comercial como para detectar nuevos nichos de demanda clientelar y, por lo tanto, de nuevas necesidades a satisfacer.

Después de todo, quizás sea cierto lo que expresa Maffesoli al referirse al bullicioso regreso al tiempo de las tribus como una de esas coyunturas en las que lo que queda del verdadero saber está en lo que bulle, en el aspecto tembloroso y estremecedor de lo que vive. Es ahí donde se cobija lo poco de verdad, es decir, de la verdad aproximativa a la cual es posible aspirar. Como consecuencia, las fronteras conceptuales y axiológicas se diluyen; de ahí la dificultad de las instituciones políticas y religiosas de mantener en pie los límites de los paradigmas de antaño.

Como ya se ha señalado, en el escenario cultural del neoliberalismo, la laicidad y la posmodernidad, la pérdida progresiva del capital de autoridad de los aparatos eclesiásticos (no necesariamente de las religiones) es un dato suficientemente comprobado. Si a esto se añade el reforzamiento de la autonomía de la religión popular respecto a los cuadros jerárquicos, la escasez de liderazgos proféticos visibles en el sentido de Weber [1979: 356 y ss.] y, dentro del propio catolicismo, la falta de propuestas para los nuevos retos de la actual coyuntura sociocultural, económica y ecológica del occidente cristiano por parte de la mayoría de las iglesias [véase González Martínez, 2012],6 entonces debemos reconocer que se están abriendo espacios nuevos para diferentes ofertas religiosas provenientes de oferentes inéditos que sintonizan mejor con el polo sensorial de los posibles adeptos [Turner, 1973: 25-26].7

 

Entre la comunidad y la sociedad

Llegados a este punto, puede ser pertinente e inspirador analizar las actuales relaciones entre Estado laico y Sociedad, cruzar los conceptos con las categorías analíticas de comunidad y sociedad en el sentido e intención con que las manejó el gran sociólogo F. Tönnies (1855-1936) en su clásica obra de 1887 [1947]. Su formulación marcó un cambio de época en los debates sociológicos y su propuesta teórica quedó inseparablemente ligada a la evolución de realidades tales como sociedad y cultura.

Con estas reflexiones sobre el pensamiento de Tönnies, provocadas por la intención de aportar elementos que quizás nos permitan esclarecer algunas de las cuentas pendientes del Estado laico (a nuestro juicio sociedad en la nomenclatura del autor) con las comunidades que viven en su ámbito, no pretendemos una exploración arqueológica de conceptos del pasado, sino buscar algunas claves que nos ayuden a interpretar y esclarecer ciertos desafíos del presente.

Un largo y profundo debate sobre el sentido analítico de esos términos nos llega desde el siglo XIX; el cual todavía no se da por concluido. Sin embargo, una cosa es cierta: la época de ese debate fue contemporánea con las primeras configuraciones políticas de la laicidad. El Estado que se instauró por la Revolución francesa (el 14 de julio de 1789) se considera el primer Estado laico de la historia, ligado y comprometido con el emblema de libertad, igualdad y fraternidad como garantía incluyente de libertades individuales e impulsor del tránsito de la monarquía a la era republicana moderna y a la separación e independencia de las iglesias y el Estado.

El descubrimiento de la comunidad es sin disputa el desarrollo más característico del pensamiento social del siglo XIX, desarrollo que se hace extensivo mucho más allá de la teoría sociológica, a campos tales como la filosofía, la historia y la teología, hasta ser, en realidad, uno de los temas principales de la literatura de imaginación del siglo [Nisbet, 2003: 71].

Comunidad y sociedad son los dos conceptos fundamentales de la teoría de Tönnies. Desde un punto de vista evolutivo, esta es la secuencia del devenir que, según él, se observa en la ruta de los pueblos históricos.

La sustancia del pueblo forma como fuerza originaria y dominante las casas, aldeas y ciudades del país. Luego produce también los individuos dotados de mayor poder y voluntad, en muy distintas manifestaciones: en las figuras de príncipes, señores feudales, caballeros, pero también clérigos, artistas y sabios [Nisbet, 2003: 304].

De esta manera, se establece la dialéctica entre comunidad y sociedad. Las instancias comunitarias primigenias (casas-familia, aldea-pueblo y ciudad-región) son supeditadas y dominadas en lo social por los poderes económicos, de tal modo que la única forma de alcanzar cierta preponderancia está condiciona al mismo factor, puesto que

su dominio verdadero y esencial es el dominio económico, que antes de ellos y con ellos —y en parte también por encima de ellos— obtuvieron los magnates del mercado, sometiendo a su poderío las fuerzas de trabajo de la nación en múltiples formas, las más importantes de ellas es la producción capitalista sistemática o gran industria [Nisbet, 2003: 305].

Teniendo en cuenta la dialéctica y dinámica diversas de la vida en sociedad, así describía F. Tönnies la naturaleza de los dos conceptos centrales de su teoría:

Comunidad es lo antiguo (primigenio) y sociedad es lo nuevo (posterior, moderno), como cosa y nombre... comunidad es la vida en común duradera y auténtica; sociedad es sólo una vida en común pasajera y aparente. Con ello coincide el que la comunidad deba ser entendida a modo de organismo vivo, y la sociedad como agregado y artefacto mecánico [Tönnies, 1947: 32-33; cursivas nuestras].

Para ubicar el sentido del pensamiento de Tönnies es necesario tener en cuenta que es un crítico de la sociedad capitalista y del capitalismo como sistema. Es desde ese paradigma como expresa su "necesidad de comunidad", como contraparte regeneradora que unas veces añora la comunidad perdida y otras anhela una comunidad futura [Álvaro, 2010-2011]. En dicho escenario las categorías de Tönnies no pueden ser tomadas a la ligera, y mucho menos como sinónimas. En la distinta nomenclatura están nada menos que dos modos diferentes y dialécticamente opuestos de convivencia humana. La comunidad no sólo aparece antes que la sociedad, sino que ella, siendo primera y más antigua que la sociedad, es también anterior a toda distinción entre formas de vida común. Podemos decir: "al principio de los tiempos del devenir humano fue la comunidad y sólo ella". En todo caso, según Tönnies, los dos componentes esenciales del tejido de las formas de vida en común entre humanos son la unión y la relación. En sus palabras:

La relación misma y también la unión se conciben, bien como vida real y orgánica (y entonces es la esencia de la comunidad), o bien, como formación ideal y mecánica (y entonces es el concepto de sociedad [Tönnies, 1947: 19].

Según la teoría de la sociedad de Tönnies, ésta, a diferencia de la comunidad, se constituye de un conjunto de "hombres que conviven pacíficamente pero no están esencialmente unidos sino esencialmente separados, y mientras en la comunidad permanecen unidos a pesar de todas las separaciones, en la sociedad permanecen separados a pesar de todas las uniones" [1947: 65]. De esta manera, uno de los contenidos centrales de esta categoría analítica de la forma moderna de convivencia humana consiste en que "cada cual está para sí sólo y en estado de tensión contra los demás". Por consiguiente, si en la comunidad se ordena la vida común basándose en la coincidencia de voluntades y teniendo como fundamento esencial la concordia, lo que se deriva del hecho de compartir las costumbres (consuetudes, en términos de Tönnies) y la religión ancestral, la sociedad, fundándose en "voluntades arbitrarias confluyentes, unidas en la convención, obtiene, mediante la legislación política su garantía y mediante la opinión pública su aclaración y justificación ideal y consciente" [1947: 300]. Y también en la sociedad la religión perdura bendiciendo y glorificando el derecho común positivo y obligatorio como voluntad divina y, por lo tanto, de los hombres sabios que obtienen sus derechos de la propiedad del suelo [1947: 301].

Por esta razón, la secuencia tripartita de las primeras fases del desarrollo humano (familia, aldea y ciudad), Tönnies la lleva a su culmen con la categoría Gran Ciudad como símbolo de la máxima expresión de lo societario.

El sociólogo resalta una importante diferencia entre una primer fase de la vida urbana común, a modo de la ciudad incipiente y la gran ciudad, tal como él la denomina. La primera se mantiene dentro del modelo comunitario y está estructurada sobre realidades determinantes, tales como la comunidad de la vida familiar, la tierra, la agricultura y, especialmente, el artesanado. Pero, señala Tönnies, "al elevarse a condición de gran ciudad se aparta marcadamente de eso para reconocer y utilizar aquella su base únicamente ya como medio e instrumento para sus fines. La gran ciudad es típica, pura y simplemente la sociedad" [1947: 308], que, dicho de otro modo, significa que el motor interno en torno al cual se estructura es el modelo societario en su máxima expresión.

¿Cuáles son esos fines específicos que la gran ciudad sirve y persigue?

Tönnies es claro y contundente:

Es, por lo tanto, ciudad mercantil y cuanto el comercio domina en ella al trabajo productivo, ciudad fabril. Su riqueza lo es de capital, que, en forma de capital de comercio, usura o industria, es dinero que aumenta gracias a su aplicación; medio de apropiación de productos del trabajo o de explotación de fuerzas de trabajo. Es, por último, ciudad de la ciencia y de la cultura, como tal dándose la mano de todos modos con el comercio y la industria. Las artes andan en ella en busca de pan, y son utilizadas también con criterio capitalista. El pensar y opinar se operan y modifican con gran celeridad. Discursos y escritos sirven de resortes de formidables excitaciones gracias a su difusión en masa. Pero de la gran ciudad propiamente dicha hay que distinguir la capital, que, sobre todo como residencia de una corte principesca y como punto central del gobierno del Estado, presenta en muchos aspectos los rasgos de la gran ciudad aunque no haya llegado a serlo por su número de habitantes y demás condiciones [1947: 309].

Por encima de la gran ciudad, todavía se atreve a mencionar, Tönnies, a la ciudad cosmopolita que, de alguna manera, vendría a ser la gran ciudad en perspectiva de globalización y mercado-mundo; con ella se completa el concepto de convivencia societaria sometida a un poder absoluto:

Y, por último, se desarrolla, con la mayor probabilidad como síntesis de estos dos tipos (ciudad y gran ciudad), la forma más alta de esta clase: la ciudad cosmopolita, que no sólo contiene la quintaesencia de una sociedad nacional, sino de todo un círculo de pueblos, del "mundo". En ella, dinero y capital son infinitos y todopoderosos, y ella es capaz de fabricar mercancías y ciencia para todo el globo, y leyes y opiniones públicas válidas para todo el mundo. Representa el mercado y el tráfico mundiales; industrias mundiales se concentran en ella, sus periódicos son universales, y en ella se congregan hombres de todos los lugares del planeta en busca de lucro y placeres, pero también con curiosidad y con afán de saber [1947: 309].

Dentro de esta dinámica los soportes articuladores de la sociedad son los intereses del comercio y del Estado con la fuerza de la imposición del derecho positivo obligatorio como sistema de normas coercitivas:

[...] tiene sus postulados naturales en el orden convencional del comercio y demás tráfico análogo, aunque sólo adquiere validez y fuerza regular por la voluntad arbitraria soberana y por el poder del Estado, como instrumento, el más importante, de su política, gracias al cual en parte conserva y en parte obstaculiza y fomenta los movimientos societarios, y el cual, por medio de doctrinas y opiniones, es públicamente defendido, atacado y, por lo tanto, también modificado, agudizado o atenuado [1947: 302].

Al respecto, en la conclusión de su obra Tönnies tiene un párrafo nada fácil de digerir si lo aplicamos a los Estados modernos, incluidos los Estados laicos. En su modelo la civilización societaria no parece vivir y sustentarse en función de la unión y relación de sus miembros (inclusión): en ella la paz y los intercambios económicos se conservan por la convención y por el temor mutuo expresado en ella, bajo el amparo del Estado y desarrollado por la legislación y la política. La ciencia y la opinión pública tratan de convencerse de que ese Estado es necesario y eterno, y "hasta llegan a sublimarlo como paso adelante hacia la perfección".

Lo que nos importa —dice Tönnies remarcando la perspectiva de su análisis— es una convivencia y un Estado social en que los individuos permanecen entre sí en el mismo aislamiento y hostilidad encubierta, de suerte que sólo por temor o prudencia se abstienen de atacarse mutuamente, pudiendo concebirse, por lo tanto, las verdaderas relaciones pacífico-amistosas como apoyadas también en los cimientos del estado de guerra. Este es, como se determina en conceptos, el estado de la civilización societaria, en el cual la paz y el tráfico8 se conservan por la convención y por el temor mutuo expresado en ella, bajo el amparo del Estado y desarrollado por la legislación y la política [1947: 3].

El contraste con la convivencia comunitaria es evidente. Tönnies encuentra que es "en las clases y órdenes de vida comunales donde se conserva lo nacional y su cultura, y a ello se opone, en consecuencia, lo estatal (concepto en que podría compendiarse el Estado de sociedad)". Siguiendo una terminología frecuente en la antropología, Tönnies contrapone Estado sociedad (más próximo a nuestro sentido de "nación étnica" y, por lo tanto, a su concepto central de comunidad) y Estado nación con un sentido vecino del despotismo estatal fáctico de nuestros días. En consecuencia, piensa Tönnies, la relación actual de ambos paradigmas (comunidad y sociedad), como no pocas actuales democracias de postín, esconde a menudo mucho de fingido y, más frecuentemente, de despectivo y de odio disimulado en la medida en que lo societario (Estado, economía y comercio) se aparte y se divorcie de lo primero (comunitario). Por lo tanto, concluye Tönnies, "también en la vida social e histórica de la humanidad, la voluntad esencial y voluntad arbitraria presentan, en parte, las más profundas conexiones y, en parte, se hallan yuxtapuestas y enfrentadas" [1947: 304].

De alguna manera, según esto, nuestras sociedades modernas estarían descansando sobre las tensiones permanentes entre lo comunitario y lo societario, realidades que, si bien, en una perspectiva evolutiva pertenecen a diferentes tiempos, coexisten hasta hoy como confrontación dialéctica y, frecuentemente, antagónica.

Por lo tanto, si bien Tönnies señala una secuencia temporal en el devenir y vigencia de las distintas fases del desarrollo sociocultural de la humanidad, eso no significa una sucesión de eliminaciones y apariciones, sino diferentes fases de convivencia de lo diverso.

Para finalizar este apartado señalemos, a modo de ejemplo, que otros análisis más cercanos en el espacio y en el tiempo han mostrado entre nosotros, en términos similares, la persistencia de la confrontación entre comunidad y sociedad en el ámbito de las relaciones entre lo religioso y el Estado laico, en su esencia económica y política propia de la cultura societaria:

El paradigma de consumo (tan conveniente comercialmente hablando) genera nuevas necesidades, exclusiones e incertidumbres que muchas de las veces encuentran refugio en las religiones instituidas. Pero también puede confirmarse que es la misma modernidad la que provoca nuevas respuestas a estas necesidades: trascendencias seculares, ritualizaciones emocionales, creencias basadas y practicadas en el consumo de mercancías y ofertas de superación personal y espiritual [De la Torre y Gutiérrez, 2005: 25].

En conclusión, podemos decir que mientras el Estado laico procuró, levantando fronteras, excluir de sus principios operativos toda referencia a lo religioso y al mercado libre (cultural y económico), desde luego con una lógica más pragmática y menos política o supuestamente altruista, ha sabido incorporar lo religioso al inventario de sus mercancías abriendo un nuevo escenario de interacción entre la laicidad y la religión: es decir, borrando fronteras. Pero estos dos campos sociales coinciden en un punto: en ninguno de los dos sus aparatos eclesiásticos conservan la capacidad de imponer sus criterios y, por lo tanto, ambos constituyen a su modo dos espacios diversos de laicidad posmoderna y bulliciosa que resulta imposible administrar con el despotismo de los inicios del Estado laico. Ni el judaísmo ni el islamismo pueden impedir que se venda carne de cerdo y vino en los mercados, ni el occidente cristiano puede oponerse a que sus colegios de arquitectos construyan sinagogas o mezquitas. Una vez más el mercado, aliado de la laicidad pragmática más antigua, se impone por encima de la diversidad y las confrontaciones religiosas.

 

Interrogantes que perduran

Recientemente, trabajando el tema de "La religión en la reconstrucción cultural de los afroperuanos durante la colonia" [véase González Martínez, 2014], llegamos al tema de la función sociopolítica de lo religioso en dicho proceso.

El tema nos permitió, entre otras cosas, apreciar un escenario ejemplar en el que la religión, en su dimensión popular, no pudo dejar de estar presente en todo: en lo vital y en lo represivo, en lo organizacional y en lo político, en lo ceremonial y en lo ético, etc. Esa multidimensionalidad de lo religioso y de todos los universales culturales, en la terminología de Herskovits [1984: 255 y ss.], vista en relación con la complejidad de los procesos socioculturales totales, contrasta con la unidimensionalidad estrecha en que parece haber pretendido encerrarla la secularización laica.

Comentando en una publicación reciente ciertos excesos de la predominancia interpretativa del secularismo laico, Elizabeth Shakman Hurd estima que tal tendencia mantuvo a la religión fuera del radar de la observación de las realidades sociales al considerarla como parte de lo provinciano y lo privado, "y no se reconoció la forma en que una clasificación (particular e históricamente contingente) de lo religioso y lo secular contribuyó a que así fuera":

En buena medida el objetivo de definir la religión era el de distinguirla y contenerla separándola de las esferas del poder, la política, la economía y el conocimiento científico. La secularización del Estado, la economía y la sociedad fue un proceso activo que ocurrió, como ha propuesto Talal Asad, con la "construcción de la religión como un objeto histórico: anclado en la experiencia personal, expresable como afirmación de fe, dependiente de instituciones privadas y practicada en el tiempo libre". Esta construcción de la religión aseguró que se la viera como algo innecesario en la política, la economía, la ciencia y la moralidad cotidiana. 9

Volviendo a nuestro ejemplo: La reconstrucción cultural y social de las comunidades de los esclavos peruanos, y el rol que en ella tuvo lo religioso,10 ¿nos permite pensar en la posibilidad (si no es que en el deber político) de un rol activo de lo religioso en la transformación social y política sin que el Estado secular y laico se vea invadido ni sobrepasado? Se puede suponer que sólo con la formulación de la pregunta se incomode a más de un político. La propensión analítica de nuestra cultura occidental tiene dificultades para entender y aceptar que la vida funciona como totalidad, desbordando constantemente las fragmentaciones que establecen nuestras definiciones. Si examinamos detenidamente el caso límite de la reconstrucción cultural afroperuana (una de tantas), salta a la vista de inmediato que en la dinámica de la cultura todo es parte interactuante del conjunto. Resulta que los espacios de esparcimiento no sólo son políticos sino también religiosos; y por otro lado contienen el lugar y el tiempo convenientes en que pueden expresarse sus raíces tribales, desde las cuales se organizan los palenques como otros tantos espacios de identidad, autonomía y resistencias. ¡Me atrevo a decir que los esclavos peruanos hacían política, religión y economía, así como cierto camino hacia su libertad, durante toda la jornada de trabajo en las haciendas!

Continuando en esta línea de revisión de lo que el título de la obra citada llama "el sueño secular", Shakman constata que, en tiempos recientes:

Los politólogos aprenden a evitar cualquier cosa llamada religión, que se percibe como el dominio de lo sobrenatural, lo supersticioso, lo ultra terreno, lo metafísico, etc. La religión se ve como una dimensión particular y emotiva (oposición a racional y universal) de la política, junto con otras construcciones sociales como el género, la casta y la nación. La suposición, por default, es que no ser secular (en el sentido que su autodefinición atribuye) es ser irracional, impredecible, estar regido por la superstición y no por la lógica y la ciencia; en general significa rezagarse en el camino del progreso [2013: 26]. [Cursivas nuestras.]

En consecuencia, siguiendo esa pista que comenta la autora, la mayor parte de la historia de la humanidad (por lo menos desde los inicios del hombre cromagnon, hace unos 50 000 años) parece fácil de entender: se reduce a lo irracional, lo impredecible, lo regido por la superstición y no por la lógica y la ciencia. En ese juicio despectivo parece que cabe todo, no importa si es el calendario maya, el descubrimiento de concepto y uso del número cero o el coliseo romano.

En el ejemplo analizado, lo que resalta es la dinámica cultural en su totalidad. Imposible decir que la cultura afroperuana fue resultado separado de la política colonial, la economía esclavista, la Iglesia (a mitad de camino entre los amos y los esclavos) o la presencia clandestina de lo africano profundo. Más bien, fue resultado de todo eso y algo más: la multidimensionalidad de lo religioso, de lo político, lo económico y el propio dinamismo de las culturas que se encontraron en una coyuntura dada, junto con el protagonismo de sus respectivos pueblos. Uno de ellos fue el africano.

En tal sentido, el fenómeno religioso (del mismo modo que la economía, la política, el sentido común y la ciencia, entre otras dimensiones de la cultura total), en su multidimensionalidad, puede ejercer su función sin menoscabo de su universalidad y su capacidad de fijación en el terruño. En cuanto dimensiones totales de la cultura, ni la política puede ser enclaustrada en el parlamento, ni la economía reducida a las empresas, ni la religión enclaustrada en sus templos y sacristías, ni el sentido común privado del poder de los medios de comunicación masiva. Son derechos culturales y, por lo tanto, radicalmente humanos.

Si lo anterior tiene algo de fundamento, quizás deberíamos repensar las cuentas pendientes que el secularismo y la laicidad han ido dejando en su relativamente corto camino. Se trataría entonces, como lo señala Shakman Hurd, de estudiar las políticas del secularismo "desde abajo", es decir, desde el ámbito comunitario de Tönnies, enfocándonos con particular atención en " examinar formas de vida, costumbres, sensibilidades arraigadas, historias y políticas nacionalistas y supuestos establecidos sobre lo que significa ser democrático, ser moderno y ser humano" [2013: 29]. Quizás estamos llegando al momento en que debamos pedir a los administradores e intérpretes oficiales de la secularización y la laicidad que desciendan al llano para que no ocurra que el absolutismo, que antaño guardaban codiciosamente las iglesias, ahora se instale en las oficinas de los políticos.

Como síntesis final de la intención de este trabajo, nos quedamos con algunas preguntas. Si la destinataria de la intención incluyente de la laicidad es la sociedad desde la dimensión de ciudadanía, ¿por qué el monopolio de su administración lo retiene el poder político sin ninguna participación reconocida de la sociedad civil? Si el núcleo del sentido original de la laicidad fue la inclusión de toda la sociedad en el Estado societario en cuanto ciudadanía, ¿cómo se justifica, en la administración de la laicidad, la autorreducción del rol del gobierno a su función de gendarme de las iglesias en sus ambiciones de poder e influencia, lo que no es otra cosa que la dimensión societaria de las mismas? ¿Por qué los Estados laicos se conformaron con la inclusión societaria ciudadana sin diferencia de credos y no llegaron también a la inclusión comunitaria sin diferencia de condiciones en lo social y económico? Finalmente: ¿cuánto de las cuentas pendientes de la laicidad proviene de las raíces burguesas societarias de la filosofía, sociología y política solapadas en tales categorías? No es ésta una pregunta menor.

Hoy las iglesias han salido de sus recintos y, en muchos casos, han entrado de lleno en el ámbito de lo secular y lo laico, han desbordado a los propios Estados, creándoles un desafío nuevo que está mucho más allá que el simple control político que se pretendía. Una buena parte de las iglesias (tanto la católica como otras iglesias cristianas y ciertos sectores del islam y el judaísmo) han conquistado espacios laicos de los cuales el tradicional Estado laico tendrá serias dificultades para desalojarlas sin contradicciones. La laicidad y los espacios laicos, etimológica y socialmente, pertenecen en primera instancia a la sociedad civil, a los ciudadanos; es decir, al pueblo.11 Al Estado le compete velar para que puedan ser ejercidos. Las iglesias llevan siglos ejerciendo nuevas formas de participación pública multiforme y, por consiguiente, pisando inevitablemente lo que hoy se consideran delicados terrenos políticos. Basta con recordar la abundante cantidad de ong fundadas y sostenidas por las iglesias.12 ¿Cómo ignorar que tales acciones tienen una dimensión pública y política? Y es que distribuir víveres entre quienes no los tienen en Europa, tal como se ha venido haciendo desde la Edad Media en las puertas de los conventos y similares, o rescatar agua y tierras en África para el cultivo de cereales, son acciones profundamente políticas e inevitablemente cuestionadoras para las instancias de gobiernos que deberían realizarlas pero que no siempre las hacen. El recientemente fallecido Nelson Mandela es, quizás, el ejemplo más escandaloso del siglo XX de lo subversiva, política y religiosa que puede ser la resistencia al hambre y la injusticia, la cual el héroe sudafricano pagó pasando gran parte de su vida en la cárcel. Asumir estas dimensiones por parte de instancias de la sociedad civil (educativas, profesionales o eclesiásticas) siempre será intervenir o colaborar en política y entrar en terrenos que, en primera instancia, hoy son responsabilidad del Estado, y más del Estado laico por la marca de intención incluyente que arrastra desde sus orígenes. Pocas cosas son más seculares y laicas que la satisfacción de necesidades materiales y culturales, como la alimentación, la salud, los recursos educativos, el derecho al trabajo, sin olvidar el largo listado de reclamos de los inconformes, hoy severamente controlados en amplias zonas de Europa, y desde siempre en Asia y África. En las últimas décadas, varios Estados laicos, sin demérito de lo que contienen de conquistas irrenunciables, han quedado atrapados en su confrontación política con las cúpulas eclesiásticas, convencidos de que en esa batalla se contenía la quinta esencia de la laicidad y de su vocación de inclusión ciudadana.

Sin embargo, mientras los Estados laicos se han concentrado en el control de las pretensiones políticas de las cúpulas eclesiásticas, el componente civil de las iglesias ha venido abriendo espacios seculares y laicos que los Estados nunca podrán controlar ni impedir, so pena de confrontarse con las más profundas necesidades y demandas de la sociedad civil, de la cual forman parte, entre otros colectivos, los inconformes, las ong, las organizaciones populares y eclesiásticas, etcétera.

[...] la Iglesia católica, finalmente, ha aceptado la legitimidad de la tendencia estructural moderna a la secularización, esto es, ha aceptado la separación voluntaria del Estado y ha ocurrido un acercamiento mutuo entre las religiones y el humanismo secular [...] Conforme las iglesias transfieren la defensa de sus privilegios particularistas (libertas eclesiae) a la persona humana y aceptan el principio de libertad religiosa como un derecho humano universal (libertas personae), por primera vez están en posición de entrar nuevamente en la esfera pública, esta vez para defender la institucionalización de los derechos universales modernos, la creación de la esfera pública moderna y el establecimiento de regímenes democráticos. Esto es lo que llamo la transformación de la Iglesia de una institución orientada al Estado a una orientada a la sociedad [Casanova, 2000: 220].

Pero, si se acepta el apunte de Casanova, tendríamos que asumir que, en lo más profundo de la estructura y dinámica de las culturas, sencillamente no es posible reducir a lo privado universales culturales, tales como territorio, organización social, política, religión, relaciones de parentesco, etc. Históricamente, la laicidad y su instrumento, el Estado laico, desde una mirada antropológica, no surgen de la necesidad de privatizar la religión, sino de la necesidad moderna de separar competencias en sociedades complejas (lo político y lo religioso en cuanto poderes y funciones sociales). En esta misma dirección, entre las adaptaciones y reacomodos que la Iglesia católica tuvo que realizar, entre otros, fue aceptar que en su salida de lo privado a lo público, en el ámbito de la sociedad civil y laica en que se fue situando, las religiones públicas siguieran siendo consistentes con los principios universalistas en los que encajaban sus nuevos compromisos sociales y laicos.

Sólo una comprensión miope y fragmentaria de la cultura y de la convivencia social puede pretender separar realidades históricas, como religión y política en la Polonia comunista; realidades tan laicas como el hambre y la enfermedad, y los programas sociales de las iglesias; los numerosos programas de iglesias comprometidas en la realidad africana de salud, rescate de la agricultura, provisión de agua, combate contra el sida, etc. Todo esto no surgió cuando pensaron las iglesias en protegerse y camuflarse ante cierta insolencia de algunos gobiernos laicos. Por el contrario, estos programas, orientados a la inclusión social y económica de las áreas de pobreza más rigurosa de la humanidad, vinieron a llenar el vacío que muchos de los Estados laicos burgueses no habían descubierto como parte esencial de la identidad primigenia del Estado laico: la inclusión política, social y económica de la ciudadanía en cuanto tal.

Por consiguiente, en última instancia y en el asunto que nos ocupa, la laicidad no apunta, en esencia, hacia la derrota y sometimiento de los poderes eclesiásticos por parte del Estado laico, sino a la supeditación de ambos y de otras instituciones al servicio de la sociedad en cuanto comunidad ciudadana, en el sentido de Tönnies. La pretensión, por lo tanto, no debería implicar sólo la redefinición de la función de las iglesias ante la sociedad, sino también la redefinición del Estado laico en función de la construcción de una convivencia ciudadana, social y económicamente incluyente.

 

Entre sospechas y conclusiones

Concluimos el recorrido de los grandes trazos del camino histórico y cultural hacia la laicidad con algunas reflexiones que apuntan hacia ciertos nuevos planteamientos que el estado actual de la convivencia humana, en lo que tiene de comunitario y societario, pudiera estar demandando.

I. El Estado burgués, primero soporte del antiguo régimen y después absolutista, ilustrado y déspota, saliendo de la Edad Media se enfrenta a la realidad de una Europa religiosamente fragmentada y enfrentada. En tal situación, y por razones de Estado, hace de la laicidad una plataforma de control de la otra institución absolutista: la religión y especialmente la Iglesia católica. De esta manera se crea la necesidad de una política que garantice la inclusión de todos los ciudadanos en cuanto tales, al margen de sus divergencias religiosas.

II. Dicho control fronterizo de las pretensiones de una Iglesia que aspiraba a seguir siendo Iglesia de Estado, si bien permitió establecer la Razón de Estado como criterio independiente de gobierno, no supo (y tampoco convenía a los intereses inmediatos del Estado burgués) apelar a la Razón de comunidad como principio supremo. La historia demostró que la primera sin la segunda no bastaba para alcanzar la inclusión ciudadana por encima de los credos, pero, sobre todo, por encima de las condiciones económicas. El nuevo amanecer político (Estados modernos) y el nuevo pacto social de la Ilustración (pretensión de libertad, igualdad y fraternidad) habría necesitado las dos para poner las bases de una cultura ciudadana realmente incluyente: ésta es, a nuestro juicio, la primera cuenta pendiente de la laicidad. De esa manera, la inicial pretensión incluyente del Estado laico se desentiende pronto de la inclusión social y económica (de poco interés para la burguesía) y se reduce a la inclusión política (ciudadanía formal): todos formalmente iguales ante la ley. Claro, eso era mucho más barato.

III. El control de la posible injerencia de las iglesias hegemónicas en la vida pública le permite al Estado laico sostenerse como poder sistémico con un costo mínimo frente a las demandas de inclusión social y económica de las clases bajas, excluidas en sus necesidades cotidianas, no tanto por otros credos, cuanto por otros intereses económicos antagónicos. Ésa era la época (no lejana) en que cualquier toma de posición de las iglesias frente a problemas sociales era meterse en política y, según el Estado, quebrar la laicidad. En este sentido, pocos Estados laicos del tercer mundo han demostrado poder y saber administrar la laicidad respetando el derecho ciudadano de las iglesias, instituciones universitarias y sus ramificaciones en ong a reclamar para las mayorías la inclusión social y económica, reclamo que, cuando ha ocurrido, inevitablemente ha entrado con estruendo por las ventanas de las dependencias gubernamentales.13

IV. Así como, en el contexto de la Reforma protestante de Europa y para los campesinos alemanes comandados por Tomás Müntzer, resultó ser mucho más opresivo el despotismo cotidiano de los nobles alemanes que el del lejano papa de Roma (que no era poco), cabe preguntarse si las sociedades que viven en los Estados laicos actuales (especialmente en el tercer mundo) no sienten más la opresión del Estado laico burgués socioeconómicamente excluyente de las mayorías, que los ocasionales connatos de injerencia de las iglesias en la cosa pública. Lo primero no legitima lo segundo, pero da perspectiva.

V. Tal parece que los Estados laicos, especialmente los latinoamericanos, empobrecieron la dimensión incluyente de la laicidad al reducir su talante laico casi exclusivamente al control político de las iglesias. De esta manera generaron una tremenda cuenta pendiente de inclusión económica y social de las mayorías que suelen tener muchos más problemas con sus políticas económicas que con los poderes eclesiásticos, ante los cuales, en las últimas décadas, han sabido construir un buen muro fronterizo de autonomías cotidianas y de relativa independencia ideológica.

VI. Reducir el talante y perfil del Estado laico al control del poder y anhelos de injerencia de las iglesias, aunque indispensable, resulta ya totalmente desfasado. Esa batalla ya se dio y, en términos generales, se ganó (al margen de algunas escaramuzas ocasionales ante las cuales siempre hay que estar en guardia). Ahora el Estado laico tiene una gran deuda vencida, no en relación con el control del poder de las iglesias, sino en lo que se refiere a exigirles su inclusión en las responsabilidades sociales que, como instituciones ciudadanas y parte de la sociedad civil, tienen el derecho y el deber de asumir. Claro que esto podría despertar algunos fantasmas de la historia mexicana que habrá que exorcizar convenientemente, más con justicia social que con agua bendita.

VII. Con todo, el Estado laico tiene que responder a una pregunta crucial: Controladas, en buena hora, las viejas pretensiones de injerencia de las iglesias en las competencias del Estado, ¿estará éste preparado para incluir la colaboración crítica de aquéllas (a la par de tantas ong y diversas instituciones) como una parte de la sociedad civil particularmente cercana y sensible a los segmentos sociales más excluidos, a los cuales la laicidad todavía no les ha dado de comer?

VIII. En última instancia cabe preguntarse si no ha llegado la hora de exigir que la cultura laica, patrimonio de la sociedad civil como garantía de sus libertades, deba tomar cierta distancia crítica, exigente y constructiva del aparato del Estado laico como el único administrador de la laicidad, para rescatar su inspiración primigenia de aquella inspiración integralmente incluyente de los inicios.

IX. Quizás haya llegado el momento de desenmascarar lo que la laicidad políticamente aplicada tiene de ideología burguesa más que de propuesta de profunda convivencia social y económica incluyente. En todo caso, debe quedar claro que revisar las posibles cuentas pendientes de la laicidad no es dudar de la pertinencia del camino recorrido y de la tradición laica que llega al presente de la sociedad mexicana; más bien, se trata de auscultar sus síntomas y causas de insuficiencia para las nuevas circunstancias y, si fuere el caso, poner en evidencia sus trampas ideológicas que provengan de otras fuentes. Porque las condiciones de viabilidad de la democracia posmodernista de la laicidad incluyente que la sociedad civil reclama, no pasan por la superación de las diferencias (en el consabido estilo de aparente generosidad liberal del que frecuentemente ha hecho gala el Estado laico) sino por su integración en una convivencia política que respete e incluya realmente la existencia de esas diferencias y les haga justicia. Y es en esta inflexión de insuficiencia de la laicidad política donde se requiere una sociedad civil que apele a un nuevo análisis y discurso de contramemoria en el sentido que le atribuye Foucault cuando expresa que ella "se opone a nuestras formas actuales de verdad y justicia, ayudándonos a comprender y cambiar el presente al ubicarlo en una nueva relación con el pasado" [Bouchard, 1977: 64-55], no como narración esencialista y cerrada, sino como parte del proyecto utópico que reconoce "el carácter compuesto, heterogéneo, abierto y, finalmente, indeterminado de la tradición democrática" [Mouffe,1993: 1]. Quizás el problema profundo por el que atraviesa la posibilidad de esta confluencia incluyente de la diversidad sea el hecho de que las identidades de "los otros excluidos" han sido construidas, conceptual e históricamente, al mismo tiempo que establecían y administraban las fronteras del Estado laico.

X. Algunas sospechas que perduran:

1. A la luz de los conceptos anteriores, inspirados en las líneas esenciales de la teoría sociológica de Tönnies sobre el tema, cabe preguntarse si la tensión entre Estado e Iglesia, que enfrenta la laicidad por la conveniencia política de controlar la tentación absolutista de las iglesias y garantizar la autonomía del Estado, no deja pendiente la propensión absolutista del propio Estado laico que la administra. No parece que lo que los Estados laicos han estado cimentando sea la libertad de iniciativa política y de convivencia de la sociedad desde su dimensión comunitaria, sino su administración desde los principios societarios y desde la lógica comercial y política que los inspira. Si así fuera, podríamos estar acercándonos a la clave sociológica de las limitaciones de los Estados laicos para arremeter con una voluntad de inclusión integral en la cual no queden fuera sus dimensiones social y económica, ya que son propias de una voluntad comunitaria generalmente ausente de la política y economía del Estado burgués.

2. Postulamos que hoy en día, en el punto histórico, político y social en que nos encontramos, se puede decir que tanto el aparato del Estado (sea o no laico) como el Eclesiástico, en la terminología de Tönnies, en cuanto instancias de poder, pertenecen al ámbito societario, y en ambos prevalecen las fuerzas e intereses del dominio y el comercio.14 En ambos casos sus respectivas sociedades quedan al margen de la iniciativa y la conducción de los procesos colectivos. Ese simple hecho evoca la sospecha de un cierto tinte ficticio e hipócrita en cuanto a sus respectivos intereses en relación con su supuesto servicio a las comunidades. Su lógica y su dinámica es, en ambos casos, societaria. En cuanto a sus poderes, los de ambas instituciones, ya sea en nombre de Dios o de la sabiduría política del momento, se entienden como poderes de control. Pero con una no pequeña diferencia: las feligresías, de facto, tienen más margen de independencia del poder eclesiástico que las unidades sociales; hoy los poderes políticos y económicos son mucho más coercitivos que los eclesiásticos. En estos tiempos no hay duda de que los Estados generan muchas más pesadillas a sus respectivas sociedades que las iglesias. Cualquier duda al respecto puede consultarse, por ejemplo, con la Europa del Euro.

3. En algunas de las ideas anteriores pueden radicar las claves de ciertas cuentas pendientes de la laicidad respecto al derecho de inclusión de tantas comunidades en ámbitos de lo político, económico y social. ¿No se habrá convertido el Estado laico, en algunos casos, en máscara de una exclusión más profunda y vital de sus comunidades y de un fortalecimiento despiadado de sus sociedades sustentadas por un poder político sin límites y un predominio voraz de lo económico? Hoy, cuando se aprecian indicadores y, sobre todo, muchas más necesidades lacerantes que reclaman un salto a otra "era política" de las comunidades por encima de los partidos, se siente que el logro del Estado laico al respecto es simplemente insuficiente. En esencia, aunque el pacto de laicidad es, según lo dicho, la plataforma mínima indispensable para una sociedad democrática e inclusiva, no basta una constitución laica administrada desde el poder para que todos los grupos y personas sean social, económica y jurídicamente incluidos en la comunidad de la ciudadanía. Por último, nos atreveríamos a decir que la complejidad de algunos de los conceptos expresados y de las posibles resistencias que pudieran provocar, se deriva de la doble identidad sociológica del Estado laico: ante lo religioso se define con acierto como Estado laico autónomo; pero ante lo social y societario (según Tönnies) no es otra cosa que el Estado burgués reforzado por las nuevas tecnologías:

Su acuerdo nacional, el único modo de que llegue a ser prepotente como unidad, está supeditado igualmente a condiciones económicas. Y su dominio verdadero y esencial es el dominio económico, que antes de ellos y con ellos —y en parte también por encima de ellos— obtuvieron los magnates del mercado, sometiendo a su poderío las fuerzas de trabajo de la nación en múltiples formas, las más importante de ellas, la producción capitalista sistemática o gran industria [Tönnies, 1947: 304].

 

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Notas

1 La excelente novela, La catedral del mar, de Falcones [2006], ha reflejado en forma brillante esta práctica en la sociedad catalana del siglo XIV. En ella se puede apreciar cómo el comerciante y el banquero, verdaderos magos de la pragmática, se hacen ricos mientras los teólogos y filósofos se hacen viejos en discusiones teóricas lejanas a las urgencias cotidianas.

2 Los testimonios son abundantes: "Sepan todos que yo, Johan de Forniellos, canónigo y vicario... otorgo que deuo a vos, Oro, judía, viuda muger de Ezquerra... la suma de cient dizasiete libras febles...".

Del pueblo de Cascante, en el mismo reino, proviene esta anotación: Maoma Calo, moro de Aragón debe dinero a Huda Haleui, "judío zapatero de Cascant". También Zai Beza, "moro del logar de Montagut", debe dinero a Ezmel Dorta, judío de Cascante [López e Izquierdo, 2003: 360].

3 En alusión al periodo de 607 a 537 a. C., durante el cual el pueblo judío fue deportado a Babilonia, como cautivo, siendo el emperador Nabucodonosor II, hasta que Ciro, el persa, les otorgó la libertad para regresar a su patria.

4 Aunque nuestras citas son traducción del original en francés referido en la bibliografía, existe una reciente versión castellana de este trabajo en la revista Relaciones, núm. 108, 2006, de El Colegio de Michoacán.

5 Se toman los términos comunitario y societario en el sentido que les da F. Tönnies en la tipología de su obra clásica Comunidad y sociedad [1947].

6 El artículo en referencia presenta un caso más de la hostilidad con que la Iglesia católica ha amordazado a sus profetas desde el inicio del pontificado de Juan Pablo II y en lo que va del presente, censurando a sus teólogos más brillantes y abiertos a la cultura moderna, privándoles de cátedras, prohibiéndoles enseñar y publicar, apartándolos cuidadosamente de cualquier cargo de cierta influencia, etcétera.

7 Véase Turner; en sus análisis del simbolismo, diferenciaba lo que él llamaba polo orético-sensorial y racional-ideológico para referirse a los diversos lenguajes rituales que desencadenan de manera preponderante emociones o ideas, respectivamente.

8 En su obra, Tönnies utiliza con frecuencia el término tráfico y derivados para referirse al comercio y al mundo de los negocios en general.

9 Elizabeth Shakman Hurd es autora de The Politics of Secularism in International Relations (Princeton, 2008), que ganó el premio apsa Morken al mejor libro en la religión y la política (2008-2010) y a la mejor publicación en religión y política de la Asociación Latinoamericana de Ciencia Política en 2007. En el presente texto, nos referimos a su colaboración en El fin de un sueño secular. Religión y relaciones internacionales en el cambio del siglo [véase Arriagada y Tawil, 2013: 62]

10 Nótese que el caso peruano al que aludimos no tiene nada de excepcional. Con las naturales variables según los tiempos y los universos culturales de que se trate, las religiones fueron siempre (no más que otros componentes de las culturas) factores de la configuración sociopolítica de sociedades como Mesopotamia, Israel, Grecia, Roma, la Europa medieval, los países islámicos, los pueblos latinoamericanos colonizados, etc. Las tensiones entre Estados laicos y poderes eclesiásticos no se deben a que la religión tenga más injerencia política que la economía o el respectivo modelo de organización social de los pueblos, sino al hecho de que sus respectivas instancias de poder e influencia sobre la sociedad son más visibles, directas y competitivas.

11 En la Grecia antigua el término laos abarcaba el conjunto de los ciudadanos libres; de ahí se deriva el vocablo laicidad y su esencial referencia incluyente a la categoría ciudadanía.

12 Según la obra citada de Arriagada Cuadriello y Tawiol Kuri, citando el estudio publicado en el Yearbook of International Organizations 2001-2002, el número de ong orientadas mayoritariamente a obras sociales en el mundo era de 33, 526, de las cuales 39% provenían de iglesias protestantes, 38.7% de católicas y aproximadamente 10% de islámicas y judías.

13 Terminando este ensayo, ha tenido lugar un hecho de notable transcendencia que quitará el sueño a muchos gobernantes de los estados laicos. El papa Francisco acaba de publicar (24-XI-2013) el documento pontificio que, a nuestro juicio, es el más sanamente subversivo y cristiano de toda la historia de la Iglesia católica: la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, que ya debe estar en las manos de buena parte del clero católico, ortodoxo y anglicano, de muchos pastores del protestantismo cristiano, y de no pocos líderes religiosos mundiales. Todavía es pronto para evaluar la reacción de los gobernantes de los estados laicos. ¿Sancionarán y tratarán de reducir al silencio el derecho ciudadano de un clérigo que, a no dudarlo, incursionó en política y que es una de las personas más influyentes (por no decir clarividentes) del mundo, según Times? ¿O será un impulso para iniciar la revisión de alguna de las cuentas pendientes de la laicidad política?

14 Habrá que observar atentamente si, lo que el talante del nuevo papa católico Francisco hasta ahora ha reflejado, se consolida como un giro hacia lo comunitario o si las fuerzas políticas y económicas del Vaticano, predominantes hasta antes de su elección, siguen dominando societariamente el rumbo de la Iglesia romana. A no dudarlo, para la mayoría de los estados laicos burgueses, aunque parezca paradójico, sería más cómodo entenderse con el Vaticano tradicional (a pesar de las tensiones históricas) que con la Iglesia católica que parecen impulsar las reformas de Francisco hacia comunidades cercanas e intérpretes de las condiciones de vida de los más necesitados y marginados. Pero, al día de hoy, aproximándonos al 2014, las fuerzas societarias del Vaticano siguen intactas.

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