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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.16 no.45 México ene./abr. 2009

 

Dossier

 

La constitución de un sentido práctico del malestar cotidiano y el lugar del psicoanálisis en la Argentina1

 

Sergio Visacovsky2

 

2 Investigador Independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), Centro de Antropología Social, Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), Buenos Aires, Argentina seredvisac@fibertel.com.ar

 

Para Zulema Forster,
quien me ayuda a lidiar con
el malestar cotidiano

Resumen

Desde una perspectiva procesual y constructivista que concibe al psicoanálisis como un fenómeno plural, contextual e histórico, postulo algunas hipótesis para entender por qué el psicoanálisis habría adoptado un valor y una identidad central para muchos argentinos. El psicoanálisis no sólo existe bajo sus formas institucionalizadas, teóricas o como prácticas terapéuticas o sistemas de enseñanza, sino también como modos de actuar y pensar que nutren las identidades sociales y los estilos de vida. Dicho de otro modo, los aspectos institucionales, profesionales, terapéuticos o formativos están en relación con otras dimensiones sociales, específicamente con la vida cotidiana. Por ello, propongo aquí una línea de investigación del lugar central del psicoanálisis en la Argentina estudiando el modo en que llegó a convertirse en un conocimiento práctico, es decir, sentido común. Mi hipótesis es que el psicoanálisis opera como una teodicea secular y que la investigación empírica debe mostrar cómo dicha teodicea llegó a convertirse en aceptable y razonable para muchos argentinos.

Palabras clave: psicoanálisis, teodicea, sentido común, nervios, estereotipos nacionales.

 

Abstract

In this article I want to answer three questions: why psychoanalysis is extremely popular in Argentina, why it is the main psychological therapy, and why psychoanalytical ideas are taken for granted. As with most expert knowledge, psychoanalysis is thought of by followers as a theory and clinical practice with universal reach, immune to the effects that the specific characteristics of national, regional or urban environments can cause. Against these wishes, the types of knowledge defined as "expert" —like psychoanalysis— are, above all, social practices rooted in cultural traditions and networks of meanings, placed, interpreted and appropriated in singular contexts. For that reason, psychoanalysis is a plural, historical and contextual phenomenon; it does not exist only as institutions, theories, therapeutic practices or learning systems, but as a way of acting and thinking, which affect to social identities and lifestyles. In other words: institutions, theories, therapies or professional training are related to everyday life. I suggest researching how psychoanalysis in Argentina has become a practical knowledge, that is to say, common sense. If psychoanalysis works as a secular theodicy, we need to show how that theodicy has become acceptable and reasonable for a lot of argentinean people.

Key words: psychoanalysis, theodicy, common sense, nervous, national stereotypes.

 

Psicoanálisis, identidad y los estereotipos sobre la Argentina

Hace unos años fui entrevistado por una periodista alemana, en razón de su interés en realizar un video documental en el que trataría de arrojar alguna luz sobre el lugar central del psicoanálisis en la Argentina. No tuve mejor idea que citarla junto a su camarógrafo en el café "Sigi", hoy rebautizado como "Veronese".3 Ya acomodados en el lugar, mientras ella destrozaba con sus dedos un sobrecito de azúcar con el perfil barbudo del fundador del psicoanálisis, empecé a explicarle en inglés que esa zona tenía la denominación oficial de Palermo, pero que era conocida como "Villa Freud".4 Enseguida me preguntó si me había psicoanalizado y escuchó sorprendida cómo no sólo yo me estaba psicoanalizando en ese momento, sino que lo hacía desde mi adolescencia y que mi familia y mis amigos se psicoanalizaban o se habían psicoanalizado alguna vez. Después, me pidió, en mi calidad de experto, que tratara de explicarle el fenómeno de la aceptación del psicoanálisis en la Argentina, que yo estaba confirmando con mis respuestas; ella entendía que esto revelaba un aspecto medular de los argentinos. Con un lenguaje menos coloquial le dije que, a mi juicio, no era correcto pensar que la presencia y desarrollo del psicoanálisis en la Argentina estuviese expresando una condición o propiedad esencial de los argentinos. Intenté ofrecerle varias razones. Ante todo, le señalé que no existía una cosa tal como "la Argentina" o "los argentinos", sino que debíamos considerar sectores, segmentos, fragmentos, situaciones, momentos, contextos de y en la Argentina. Luego, agregué, en nombre de la sensatez, que no debería presuponerse que las prácticas y discursos sobre el psicoanálisis hoy sean equivalentes a las de los años ochenta, setenta, sesenta o cincuenta. Lo que mejor podíamos hacer, concluí, era aislar un determinado momento y contexto y estudiarlo en profundidad, sin pretender que aquello que explicaba un momento y contexto explicará necesariamente todo.

La cara de la periodista transmitió rápidamente su disgusto. No era eso lo que ella esperaba escuchar. Me dijo que en cualquier lugar la gente tiene características propias, que no era muy complicado darse cuenta de ello, que ella podía hacerlo, ¿cómo no podía hacerlo yo? Quizá ella estaba esperando que yo estableciese alguna conexión con el tango (esa danza europea plena de erotismo que desde hace unas décadas se baila en Buenos Aires),5 con la nostalgia, con Jorge Luis Borges, con la pasión por conversar en los cafés. Probablemente pensó: "¿Cómo este porteño, tan empapado de Freud, no podía darse cuenta de cuán diferente era él a una alemana que nunca se había psicoanalizado (pese a ser el psicoanálisis un invento europeo), que conocía pocos psicoanalizados, y que asociaba el psicoanálisis sólo con el tratamiento de patologías mentales"?

Más allá de que estoy casi convencido que el documental nunca fue concluido (en realidad no me enteré de su concreción, pero quizá, prudentemente, sólo eliminó mi intervención), a mi juicio esta anécdota dice mucho respecto del psicoanálisis como identidad en la Argentina. Lo que pone de manifiesto es la existencia de imágenes de la Argentina en las que el psicoanálisis es uno de sus demarcadores identitarios, hay páginas web de turismo que promocionan la visita al país, en las que se incluyen tours a "Villa Freud" y donde no faltan caricaturas de Freud vestido con atuendo gauchesco, y estos estereotipos también tienen eficacia porque muchos, como lo hice yo, los activamos desde Buenos Aires, facilitando su reproducción. ¿No es esta una prueba muy sencilla de cómo el psicoanálisis, o su invocación, constituye un signo de identidad? En mi caso, que he dedicado una parte de mi vida académica a indagar en algunos aspectos de la existencia del psicoanálisis en la Argentina a través de una perspectiva que, entiendo, es la antítesis de una aproximación esencialista, asumir las consecuencias de este relato no es algo fácil de digerir, sencillamente porque presenta a un crítico del esencialismo nutriendo las visiones esencialistas. Para quien analiza las identidades sociales, los estereotipos no constituyen ninguna esencia [Herzfeld, 1992], sino que las mismas son fruto de un activo proceso de gestación, difusión, apropiación y reelaboración permanente. Como la mayor parte de los saberes expertos, el psicoanálisis es pensado por sus adeptos como una teoría y una práctica clínica de alcances universales, inmune a los efectos que sobre él pueden ocasionar las especificidades de cada ámbito nacional, regional o urbano, y cuyas diferencias pueden provenir, o bien de las distintas interpretaciones de la teoría freudiana producidas por la comunidad psicoanalítica, o bien de las características personales de analistas y pacientes que pueden generar estilos distintivos de tratamiento o transmisión. Contra estos anhelos, los estudios acerca de la difusión transnacional de bienes de consumo, estilos de vida, productos culturales, conocimientos, imágenes y creencias han mostrado la crucial importancia que juegan las condiciones locales de recepción. En otros términos, los objetos difundidos y recibidos no permanecen inalterados, sino que necesariamente son acogidos y dotados de sentido de acuerdo a los modos locales predominantes de interpretación cultural [Inda y Rosaldo, 2002]. Las formas de conocimiento definidas como "expertas" —tales como el psicoanálisis— no escapan a la misma regla; aunque sus legítimas pretensiones cognoscitivas sean universales, son, ante todo, prácticas sociales enraizadas en tradiciones culturales y redes de significación [Franklin, 1995] constituidas, interpretadas y apropiadas en contextos singulares. Muchas de las investigaciones centradas en analizar los procesos de difusión del psicoanálisis a lo largo del mundo han destacado, precisamente, la importancia que poseen las condiciones sociales y culturales de recepción. Por ejemplo, la aceptación favorable que el psicoanálisis encontró en los Estados Unidos y su transformación en una "psicología del yo" podía explicarse a través del modo en que fue reinterpretado desde tradiciones filosóficas como el pragmatismo, profundamente arraigadas en la sociedad norteamericana que alentaban valores como el optimismo y el individualismo transmitidos por los principales agentes receptores y difusores, los médicos; en tanto, en Francia, el psicoanálisis fue objeto de interés inicial por parte de artistas y escritores, encontrando resistencia en la comunidad médica, en instituciones como la Iglesia católica y en corrientes filosófico–políticas como el marxismo. En suma, las ideas psicoanalíticas no son recibidas, apropiadas y aplicadas en un vacío histórico, social y cultural, sino que se encuentran, necesariamente, con condiciones particulares preexistentes. Como lo muestra nuestro ejemplo, las peculiaridades contextuales pueden permitir explicar aceptaciones y resistencias teóricas y terapéuticas. Estas particularidades engloban el desarrollo y predominio social de ciertos campos sociales institucionalizados como el médico–psiquiátrico, el psicológico, el filosófico o el literario; las instituciones e ideas políticas hegemónicas; las tradiciones intelectuales y las creencias religiosas; y, finalmente, las concepciones dominantes en torno al género, la sexualidad, la persona, el cuerpo, la familia, la mente, la patología o a la locura [Hale, 1971 y 1995; Roudinesco, 1990; Turkle, 1983].

Sin embargo, quienes invocan determinados estereotipos como expresiones de una identidad, los viven como esenciales, es decir, como eternos, asociados a características profundas e inmutables de los pueblos, como su sangre o su moralidad. ¿Cómo insistir en un enfoque que cuestione los estereotipos como esenciales y evadir simultáneamente el peligro de condenar los usos sociales de los estereotipos como irracionales o sin sentido? En este trabajo quiero sostener una postura procesual y constructivista de la identidad social, lo cual implica asumir que el psicoanálisis, como identidad, es, paralelamente, un fenómeno plural, contextual e histórico,6 pero a la vez procuro postular algunas posibles vías que nos permitan entender por qué el psicoanálisis habría adoptado entre nosotros el aspecto de un valor y una perspectiva universal y definitoria de los argentinos.

 

Psicoanálisis como conocimiento práctico

La relación entre la Argentina y el psicoanálisis7 se apoya en bases ciertas. Recordemos, mi interlocutora alemana no sólo estaba asombrada por la imagen de un "país psicoanalítico" en el remoto sur de Latinoamérica, sino que yo reafirmaba su extrañeza, como psicoanalizado por más de treinta años, así como muchos de mis familiares, amigos, colegas y estudiantes, también psicoanalizados en algún momento de sus vidas. Esto expresaba, sin duda, la importancia del psicoanálisis en la Argentina, una realidad muy distinta a la alemana. Mucho se ha hablado y escrito de el predominio del psicoanálisis en la Argentina, comparado con otros países de América Latina y Europa. Dominador de un vasto campo ocupado por un heterogéneo conjunto de prácticas vinculadas al tratamiento de las dolencias mentales, el psicoanálisis conserva su preeminencia por el gran número de adeptos entre psicoanalistas y pacientes, por la gran cantidad y el peso de sus instituciones, y por su extensa difusión en la sociedad, especialmente en Buenos Aires, la ciudad argentina donde ha adquirido un mayor desarrollo.

La difusión de las teorías freudianas empezó durante la primera mitad del siglo XX, a través de su apropiación por el campo médico. Pero fue en 1942 cuando se fundó la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), dependiente de la International Psychoanalytical Association (ipa). Durante la segunda mitad de la década de 1950 y ya más propiamente durante los años sesenta, el psicoanálisis se diseminó ampliamente. Como práctica terapéutica, fue aplicada de diferentes modos en los tratamientos ambulatorios en los servicios de salud mental en hospitales generales. Al mismo tiempo se convirtió en el principal modelo para la formación profesional de quienes aspiraban a convertirse en terapeutas en las nacientes carreras universitarias de psicología. Finalmente, en dichos años, y merced a la recepción de la obra de autores como Jean–Paul Sartre, LouisAlthusser, Herbert Marcuse o Erich Fromm, el psicoanálisis se constituyó en una de las perspectivas centrales de los debates académicos e intelectuales junto al marxismo, el existencialismo y el estructuralismo, y a menudo se produjeron condensaciones entre ellos. Precisamente, desde 1974, con la creación de la Escuela Freudiana de Buenos Aires, ingresaron a la escena numerosas formas de organización o asociación que suscriben a las lecturas de la obra de Freud que ha propuesto el francés Jacques Lacan, y que han tenido un enorme impacto en la Argentina. Desde entonces, el psicoanálisis se ha convertido en el dominador común de un vasto universo designado localmente como "psi", ocupado por un heterogéneo conjunto de prácticas y discursos, así como por todo un vasto espectro de teorías e instituciones que se legitiman, o bien reconociendo su origen en el pensamiento o psicoanalítico o posicionándose frente a él como una alternativa. En el presente, el psicoanálisis continúa conservando su preeminencia dentro del universo de la prácticas psicoterapéuticas pese al avance que desde los años noventa han tenido terapias más breves y económicas de diferente inspiración [Plotkin, 2003; Visacovsky, 2002].

Seguramente, esta información se ampliaría si incluyésemos en ella las asociaciones que responden a otras líneas psicoanalíticas, incluso heterodoxas, en las que no sólo conviven diferentes exponentes, sino también prácticas terapéuticas distintas. Estas organizaciones cuentan con una gran cantidad de miembros, poseen órganos de difusión pública de sus ideas, realizan un sinnúmero de actividades académicas y conmemorativas, brindan atención y asesoramiento. Si se trata de considerar la cuestión desde un punto de vista cuantitativo habría que incluir también a una enorme masa de psiquiatras y psicólogos que se asumen como "psicoanalistas" pero que no se encuentran ligados a ninguna asociación o escuela, aunque, por supuesto, pueden estar insertos en redes profesionales formales (por ejemplo, pueden aparecer en una cartilla de prestadores de servicios de salud) o informales, mediante las cuales pueden tanto obtener pacientes, como derivarlos. Calcular esta cantidad es casi imposible porque se trata de una actividad profesional en la que, en muchas ocasiones, los acuerdos o contratos entre profesionales y pacientes se desenvuelven fuera de toda regulación estatal.8 Es esta supremacía la que ha sido subsumida en la categoría de "éxito", por ejemplo, en la obra de Jorge Balán [ 1991:17–47]9. Aquí, no obstante, voy a referirme al éxito del psicoanálisis en la Argentina para referirme a todos aquellos aspectos vinculados a las ideas y prácticas asumidas o imputadas como psicoanalíticas que pueden ser invocadas eficazmente como respuestas a las diferentes adversidades que las personas enfrentan en la vida cotidiana.

Lo que pretendo sostener es que el psicoanálisis no sólo existe bajo sus formas institucionalizadas o como prácticas terapéuticas o sistemas de enseñanza, sino también como modos de actuar y pensar de muchos argentinos que nutren las identidades sociales y los estilos de vida, dicho de otro modo, que aquellos aspectos institucionales, profesionales, terapéuticos o formativos están en relación con otras dimensiones sociales, específicamente con la vida cotidiana, y que una investigación que pretenda decir algo diferente a lo ya dicho debería proponerse estudiar esta existencia del psicoanálisis como un conocimiento práctico, como sentido común [Schutz, 1962, 1972, 2003; Geertz, 1994]. Por sentido común me refiero a ese conocimiento al cual apelamos cotidianamente porque se presenta como algo necesario, imposible de desestimar y que nos conduce a actuar de un modo que, inmediatamente, juzgamos razonable, sensato. Ciertamente, ayuda a constituir la realidad ontológica cotidiana pero también provee de soluciones para enfrentar posibles contratiempos que no impliquen una disrupción de la realidad tal que la ponga en entredicho. Es cierto que estudiar cómo se constituyó este conocimiento práctico desde un punto de vista histórico puede resultar sumamente difícil, pero, por el contrario, entiendo que se trata de un orden que se muestra más propicio para un estudio etnográfico, el cual podría revelar la eficacia de este dominio cognoscitivo en situaciones específicas, esto es, el modo en que opera en escenarios concretos. En definitiva, entender el éxito del psicoanálisis supondría poder aprehender su capacidad para operar como sentido común.

Soy conciente que afirmar que el psicoanálisis existe también como sentido común puede ser entendido como una degradación o subestimación de sus capacidades cognoscitivas. Esto es consecuencia, en buena medida, de las conocidas oposiciones entre ideología y ciencia (en ciertas elaboraciones marxistas como la de Althusser) o entre sentido común y ciencia (como en algunos clásicos del pensamiento sociológico francés tales como Emile Durkheim, Gaston Bachelard, Georges Canguilhem o Pierre Bourdieu). Pero también es corolario de algunos principios sobre los que se funda la misma tradición psicoanalítica, como la conocida afirmación de Freud según la cual el psicoanálisis no es una Weltanschauung debido a que no se propondría responder a todas las cuestiones y dar inteligibilidad a cuanto existe mediante una hipótesis única y general, por el contrario, el psicoanálisis formaría parte de la Weltanschauung científica que diferiría de la religiosa o la metafísica por constituir imágenes incompletas del mundo [Freud, 1986]. Es difícil pensar en la posibilidad del pensamiento científico sin una perspectiva crítica y abierta respecto a lo asumido como obvio, evidente o dado por descontado [Berger, 1965]. Pero como lo han mostrado durante las últimas décadas las investigaciones en historia, sociología y etnografía de la ciencia, el conocimiento denominado científico nunca puede dejar de ser social, es decir, existe y se desarrolla bajo ciertas condiciones, se funda en presupuestos acerca del mundo, y es apropiado y dotado de sentido por los diferentes conjuntos sociales de modo diferencial » [Knorr–Cetina, 1981 y 1983; Latour y Woolgar, 1986].

Esta dimensión social y cultural del psicoanálisis a la que me estoy refiriendo no constituye, por cierto, una novedad. El psicoanalista brasileño Sérvulo Figueira [1985], por ejemplo, designó como "cultura psicoanalítica" a la difusión de perspectivas psicológicas dominantes en países como Estados Unidos, Brasil y la Argentina que se caracterizarían por su tendencia a comprender las motivaciones de la gente desde el punto de vista de sus emociones, afectos o mundo interno.10 Figueira [1991] relacionó esta "cultura" con la modernización de las clases medias urbanas en los años cincuenta en Brasil; en su perspectiva, las transformaciones sociales produjeron conflictos de identidad y de valores frente a los cuales el discurso psicoanalítico se ofreció como un "mapa orientador" frente a la desorientación. Esto explicaría la expansión de la demanda de terapias psicoanalíticas en los años setenta en la sociedad urbana brasileña. Estas ideas son similares a las formuladas por otros autores que sostienen que el psicoanálisis se ofreció como una contención frente a la crisis moral producida por la modernización, las rupturas con las tradiciones, la individualización y la pérdida de sentimientos de pertenencia comunitarios así como la secularización [Berger, 1965; Gellner, 2003; Turkle, 1983]. Aunque no sea del todo explícito, el argumento de Figueira presupone la interpretación weberiana de la emergencia de la modernidad como un proceso simultáneo de secularización, racionalización e individuación.11 En Figueira, pues, el psicoanálisis aparecería como un tipo de religión secular (si acaso esta expresión tiene algún sentido) o como un sustituto de la religión que permitiría a las clases medias, precisamente, hacer frente a los conflictos emergentes de la modernización.

El argumento de Figueira me resulta particularmente atractivo. Figueira confiere un papel social al psicoanálisis análogo al de una cosmovisión, ésta no debiera entenderse en términos puramente cognitivos o intelectuales, sino también prácticos porque su cometido es dar respuestas a dificultades existentes en la vida cotidiana, y estas respuestas son las que conducen a las terapias, lo cual permitiría entender su eficacia social. Al mismo tiempo, Figueira asocia el desarrollo de esta "cultura psicoanalítica" con la expansión de las clases medias urbanas, lo cual es importante en la medida que no cae en generalizaciones apresuradas que establecerían una relación indiscriminada del psicoanálisis con la sociedad brasileña en su conjunto. Sin embargo, su debilidad reside en adherir a un relato teleológico de la secularización y racionalización de la vida. En efecto, si esta fuese la premisa, debiera aceptarse que los límites entre aquello que es religioso y lo que no lo es son siempre fáciles de distinguir, no sólo para los analistas de la vida colectiva, sino también para cualquier actor social; simultáneamente, esto obligaría a los estudiosos a dirimir normativamente estas cuestiones limítrofes, prescindiendo de las perspectivas de los actores sociales. En lugar de ello, es posible apelar a conceptos de lo religioso provenientes de la sociología y la antropología social forjados para aprehender no lo sagrado como una esencialidad, sino como una lógica de representación y control del mundo y la sociedad.

 

Psicoanálisis y teodicea

Hace algunos años, cuando iniciaba el trabajo de campo de mi actual investigación sobre las identidades de clase media, uno de mis interlocutores (al que llamaré Carlos) me contó el difícil momento personal que estaba viviendo. En gravísima crisis con su esposa, con pocas horas de diferencia había perdido su reloj (un regalo de cumpleaños precisamente de su mujer) y le habían robado el automóvil que acababa de comprar, luego de solicitarle un préstamo a la familia de su esposa. Mientras me narraba con honda tristeza estos acontecimientos, Carlos señalaba que estas pérdidas constituían "fallidos" que revelaban un "auténtico y profundo deseo de separación". Cuando le señalé que, por un lado, la pérdida del reloj podía deberse a otras razones, y que, por otro, él no era el único argentino al que le habían robado el automóvil en las últimas semanas, me respondió terminante:

De ningún modo, esto no es casual: la perdida del reloj y el robo del auto me han sucedido a mi, no a otro, y en forma casi simultánea. Se trata de un regalo de cumpleaños de mi mujer. Y el automóvil es lo que me lleva y me aleja de mi casa cada día que salgo a trabajar; y representaba una responsabilidad, porque nos habíamos comprometido a devolverle el préstamo a su familia. No, son síntomas de algo más profundo.

En realidad, mientras intentaba tranquilizarlo, yo consideraba completamente razonable su lectura y su preocupación, no un disparate. Es verdad que las razones de la pérdida del reloj y el robo del auto podían buscarse en otro lado. Pero yo no podía dejar de juzgar su interpretación como plausible. Además de emplear ciertos términos como "fallido", "deseo", "síntoma", cuya filiación podía detectar fácilmente, yo podía entender de qué me estaba hablando, sin ningún esfuerzo. Lo que Carlos estaba diciendo era que las pérdidas constituían síntomas o indicios a través de los cuales se expresaba el inconciente (ese "algo más profundo"); esto no constituía un ejercicio intelectual banal, sino una reflexión propugnada por su angustia, a la vez que su anhelo de encontrar alivio. Este alivio podía alcanzarlo en la medida que pudiese "trabajar" la angustia en su "análisis", es decir, en una situación específicamente diseñada al respecto.

Lo que resulta singularmente asombroso es que 1) Carlos enunciase su interpretación con la convicción que procede sólo de la certeza, donde toda exégesis alternativa, incluso de índole psicológica, no fuese siquiera vislumbrada, y 2) que yo la considerara razonable y plausible.12 Pero es otra la cuestión que quiero traer aquí. Quiero comparar este acontecimiento con la caracterización proporcionada por el antropólogo británico Edward Evans Pritchard sobre las creencias en la brujería entre los Azande, un pueblo de agricultores del centro–norte de África con el que llevó a cabo un trabajo de campo en 1927. El relato de Evans Pritchard es bastante conocido entre los antropólogos, así como entre los filósofos dedicados a estudiar la racionalidad [Wilson, 1973; Habermas, 1989]. Un hombre, buscando refugio del sol en un granero se quedó dormido. Al rato, el granero se derrumbó provocándole la muerte. Para los Azande, que relataron esta historia, no existían dudas respecto a la causa de la muerte: el hombre había sido objeto de brujería. No obstante, Evans Pritchard compartía con sus informantes una comprensión natural y racional del acontecimiento: la estructura del granero, hecha de madera, había sido socavada por la acción de las termitas, por ende, era altamente probable que se viniese abajo. Pero lo que resultaba inaceptable para la perspectiva Azande era que el granero se hubiese derrumbado sobre dicha persona en ese momento y no en otro. Evans Pritchard sostenía que la explicación en términos de brujería constituía un intento de negación y superación de la indeterminación, postulando en su reemplazo un mundo completamente determinado. Dado que las creencias sostenían que la muerte se había producido por daño, es decir, mediante la manipulación de fuerzas malignas de una persona sobre otra, lo que se imponía era la búsqueda del responsable. Quienes buscaban identificar al responsable consultaban un oráculo, es decir, un ritual administrado por un experto. En suma, las creencias en torno a quienes eran responsabilizados de las desgracias conformaban una teoría coherente en sus propios términos. Ofrecía una explicación que hacía inteligible un fenómeno infausto y azaroso más allá de las causas naturales reconocidas, pero al mismo tiempo constituía un sistema moral, pues inscribía el fenómeno como una expresión del ejercicio del mal. Dotándolo de esta manera de significación social, el sistema brindaba también los medios de reparación del daño identificando al responsable a través de un acto desplegado en un contexto altamente formalizado [Evans Pritchard, 1976].

Al apelar a este ejemplo etnográfico sobre la brujería, no es mi intención poner en entredicho la potencialidad del psicoanálisis como teoría interpretativa de la realidad psíquica ni parangonar el dogmatismo de algunas de sus versiones con el pensamiento religioso. Existe una tipificación del psicoanálisis en tanto "creencia" o "religión" que procura denunciarlo como no científico o, simplemente, sin auténticos créditos cognoscitivos. Esta postura está basada en la oposición entre ciencia y religión (mito, creencia o ideología), en la medida en que lo que se pretende es establecer un límite entre formas de conocimiento válidas y no válidas [Borch–Jacobsen, 1995 y 2002; Bouveres–se, 1996; Meyer, 2005; Popper, 1994; Van Rillaer, 1980; Wittgenstein, 1966]. La distinción entre ciencia y creencia puede ser útil en ciertos análisis epistemológicos, pero puede ser inservible cuando lo que necesitamos es comprender cómo cualquier sistema de ideas es aceptado y practicado por la gente. Lo que la clásica distinción epistemológica entre ciencia y creencia ha oscurecido siempre es la naturaleza propiamente social de cualquier producción intelectual, y este carácter social no neutraliza necesariamente su fuerza cognoscitiva. Tampoco estoy tratando de mostrar la existencia de una tendencia innata de la humanidad que la lleve, en cualquier tiempo y lugar, a rechazar la contingencia y a buscar la determinación a ultranzas.13 Es verdad que tanto en el relato de Carlos como en el Zande, la casualidad era expulsada a favor de un determinismo expresado en la perdida de un reloj, el robo de un auto o la caída de un granero. Lo que trato de poner de manifiesto es que ambos relatos coincidían en exponer la dificultad de cómo enfrentar los infortunios o desgracias, cómo poder entenderlos en un marco que los tornase comprensibles y, a partir de ello, aceptarlos o tolerarlos. El resultado es que la lectura psicoanalítica de Carlos y la brujería obraron en las situaciones apuntadas como teodiceas, esto es, soluciones a las que arribaron las religiones para explicar la existencia del mal en el mundo bajo cualquiera de sus formas (sufrimientos, malestares o injusticias).14 Como lo señalan diversos autores, Freud no habría objetado ver al psicoanálisis como un método que volviese tolerable o aceptable las neurosis y sus consecuencias [Plotkin, 2003:18–19] a través de la puesta en práctica de un contexto formalizado en el que se libraría la lucha contra lo maligno (el malestar);15 con lo cual, en cierto modo y desde su operatoria, se aproximaría a las teodiceas religiosas.16 La objeción de muchos psicoanalistas es que el psicoanálisis no debe dar respuestas o consejos y que no debe sucumbir a la tentación de atender a la demanda inmediata, a los pedidos de alivio sintomatológico por su carácter encubridor. Sin duda, este es un punto controversial para los propios psicoanalistas. No obstante, lo que realmente importa es que el psicoanálisis, en cualquier variante, inscribe el sufrimiento en un marco de inteligibilidad y esto bien puede significar que la supresión del síntoma no constituye una cura porque los síntomas serían el efecto de algo que el sujeto no conoce, aunque el paciente agradecerá verse aliviado de los síntomas que lo aquejan.

Al mismo tiempo, como lo expuso Max Weber, las teodiceas religiosas no sólo constituyeron construcciones intelectuales dispuestas a dar inteligibilidad a la realidad, sino que también han tenido consecuencias prácticas en el mundo [Das, 2002]. Así, podemos establecer una relación entre las teorías elaboradas por los expertos, su difusión, apropiación y uso por los legos, las situaciones específicas que exigen su invocación y las prácticas en las que son aplicadas, sea en contextos más o menos formalizados en escenarios ordinarios o extraordinarios.17 Como otras elaboraciones intelectuales sobre la vida humana en su faz individual o colectiva, el psicoanálisis siempre se ha mostrado como un sistema conceptual flexible para ser traducido y rediseñado en múltiples versiones, todas ellas aptas para dar sentido a cuestiones de la vida cotidiana, a través de las apropiaciones que no sólo se realizan en los mundos expertos, sino también en los legos [Turkle, 1983]. Esta condición, que me atrevo a definir como constitutiva del psicoanálisis, es la que posibilitaría su transformación en sentido común o conocimiento práctico, es decir, que en su carácter de teodicea, el psicoanálisis interviene sobre el sufrimiento cotidiano otorgándole un marco de inteligibilidad a través de prácticas terapéuticas; en el caso argentino ese marco de inteligibilidad, por avatares de los específicos procesos históricos y sociales, se ha convertido en razonable y parte de las vidas cotidianas particulares. Si es posible, pues, ver al psicoanálisis como teodicea con efectos prácticos sobre y parte de la vida cotidiana, entonces es posible reconectar los debates sobre las ideas psicoanalíticas con las coyunturas sociales en las que son demandadas como legítimas, y las prácticas efectivas de aplicación, es decir, las acciones terapéuticas.

Un ámbito interesante para observar estos aspectos es un servicio de atención pública en salud mental que cuente con atención ambulatoria,18 sobre todo cuando, como suele ocurrir en nuestro país, la asistencia es brindada por profesionales que se definen como "psicoanalistas" que piensan y actúan, según ellos mismos, "psicoanalíticamente". El psicoanálisis en el hospital no es sólo un tema frecuente en revistas y reuniones de la especialidad, sino uno de los episodios estimados como capitales de la historia del psicoanálisis en la Argentina. Aunque no exclusivamente, este capítulo suele sintetizarse en ese célebre momento, entre 1956 y 1976, conocido como "el Lanús", en donde a una serie de transformaciones institucionales y asistenciales en procura de cambiar la situación de la atención de las patologías mentales, se superpone un ciclo narrativo mediante el cual es posible consagrar determinados abordajes psiquiátricos y psicoanalíticos, legitimándolos por su relación con las genealogías de la política nacional [Visacovsky, 2002].19 Pero hay otras razones que justifican la elección de un servicio hospitalario como un ámbito para observar la eficacia o el éxito del psicoanálisis como sentido común. En primer lugar, habitualmente el hospital es presentado como un ámbito extraño a los psicoanalistas o al psicoanálisis, con normas, ritmos y demandas ostensiblemente diferentes a las de los consultorios privados, lo cual promueve la reflexión de los profesionales quienes a menudo se ven necesitados de explicar su presencia y aclarar su identidad. En segundo lugar, gran parte de la población de pacientes que concurren a estos servicios presenta notorias diferencias sociológicas respecto a una fracción importante respecto a aquella que consume los servicios psicoanalíticos en el mercado privado. En tercer lugar, precisamente, constituye una instancia ventajosa para acceder a los problemas y conflictos cotidianos de la población de pacientes, y los modos en que estos los tornan perceptibles, en principio, a través de medios no necesariamente convergentes con aquellos a los que apelan los profesionales. En cuarto lugar, al emplear otros modos de dar sentido a sus padecimientos no demandan, por lo general, atención psicoanalítica en forma espontánea (lo cual no quiere decir que no demanden atención). En suma, el espacio hospitalario constituye una buena ocasión para estudiar al psicoanálisis, es decir, aquello que dicen que hacen quienes afirman ser psicoanalistas, como teodiceas en su estado práctico, en contacto con otras teodiceas sobre el padecimiento, que lo que hacen es poner al descubierto el carácter no universal del psicoanálisis como práctica social y las situaciones sociales que pueden conducir a la adopción de diversos modos de dar inteligibilidad a los sinsabores.

 

Psicoanálisis en un servicio hospitalario

En 1988 yo iniciaba mi trabajo de campo en el hospital general y público "Evita", en el distrito de Lanas,20 en un servicio definido como "Psicopatología y Neurología" (aunque informalmente lo designaran como de "Salud Mental" haciendo caso omiso de la designación oficial), pero identificado como "psicoanalítico" y "lacaniano" por los psicólogos y psiquiatras que se desempeñaban en él. Allí concurrían semanalmente casi doscientos profesionales, mayoritariamente psicólogos egresados de la Universidad de Buenos Aires, una buena parte muy jóvenes, entre los 25 y 35 años, una gran mayoría seducidos por la perspectiva psicoanalítica de Lacan, y también una significativa cantidad trabajando gratuitamente en calidad de "visitantes" o "concurrentes". El servicio estaba organizado en dos unidades, una Sala de Internación y un sector de Consultorios Externos para los pacientes ambulatorios. La mayor parte de los profesionales se concentraba en este último sector, según me explicaron algunos, porque los tratamientos ambulatorios guardaban más similitud con aquellos que se realizaban en el consultorio privado. También era posible desarrollar, en este ámbito, prácticas terapéuticas identificadas como psicoanalíticas, aunque la alta demanda no permitiese programar la frecuencia y la duración de las sesiones de acuerdo a los principios que suelen regir al psicoanálisis en la esfera privada. En ese espacio, los profesionales se interrogaban continuamente por el sentido de su práctica: "¿Es posible hacer psicoanálisis en el hospital? ¿Qué ocurre con los tratamientos cuando no hay circulación de dinero? ¿Puede la formación recibida ser considerada una forma de pago a los psicoanalistas? ¿Cómo afrontar las deserciones imprevistas de los pacientes? ¿Puede desenvolverse un tratamiento cuando los pacientes establecen su transferencia con la institución, y no con los profesionales?"21 Estas incertidumbres eran planteadas mayormente por quienes se asumían como "psicoanalistas" en el servicio, en cuanta oportunidad existiese, desde reuniones cotidianas e informales hasta eventos más formales. Mientras tanto, cada vez que tenía ocasión de dialogar con ellos recibía concluyentes declaraciones, tales como "el psicoanálisis nada tiene que ver con la salud pública, pues esta supone que alguien (el estado) sabe qué es lo bueno para la población, mientras que el psicoanálisis prescinde de presumir qué es lo bueno para otro"; o "es imposible prevenir la enfermedad psíquica, por definición, el inconciente es imprevisible y cada situación es singular"; o bien, "la situación socio–económica de los pacientes no es de nuestra competencia, nosotros nos interesamos por su dimensión subjetiva"; o, finalmente, "nada podemos hacer frente a la deserción de los pacientes, quedarse o irse es su decisión, deben entender que esto es un tratamiento psicoanalítico". Algunos psicoanalistas me han dicho, muchos años después, que estas expresiones reflejaban posiciones perimidas respecto a la práctica psicoanalítica hospitalaria; también, que sus autores debían ser jóvenes que conocían pobremente las teorías psicoanalíticas, con poca experiencia clínica general y con un desconocimiento mayúsculo de la práctica hospitalaria; otros, por el contrario, me han expresado que se trataba de cuestiones completamente vigentes. Como sea, mi propósito no consiste en evaluar su comportamiento, sino tratar de entender cómo podían destacar los límites e imposibilidades de la práctica psicoanalítica en el hospital y, simultáneamente, llevar a cabo diferentes tareas terapéuticas, administrativas y de formación que afirmaban su identidad psicoanalítica.

A su vez, mi contacto principal con los pacientes se producía en la sala de espera de los Consultorios Externos donde me sentaba y, casi espontáneamente, donde se generaban conversaciones. Desde muy temprano los consultorios estaban atestados de gente cuyos rostros y vestimentas ponían en evidencia su origen social mayoritario: pobres, obreros, trabajadores no calificados, trabajadores informales, desempleados, la mayor parte habitantes de la zona sur del conurbano bonaerense, muchos residentes de las villas de emergencia, y tan sólo una minoría proveniente de la ciudad de Buenos Aires, e incluso de otras ciudades del país. Me tocó hacer este trabajo de campo en una época de crisis económica e hiperinflación (una más), entre 1988 y 1990, y los efectos del empobrecimiento se advertían con crudeza en la gente. Quienes pretendían atenderse debían esperar mucho tiempo, algo que a veces concluía con enojos, con los pacientes marchándose sin ser atendidos. La gente no siempre podía asistir los días que tenía fijados, en razón de sus obligaciones laborales, por eso la administración del servicio terminaba citándolos a una sesión semanal. Quienes trabajaban debían obtener permisos especiales en sus empleos o faltar perdiendo el día laboral. Esto se agravaba porque por las tardes eran muy pocos los profesionales que podían prestar servicios en virtud de que debían atender sus propios asuntos u obligaciones. Mucha gente asistía sólo a comienzos del mes, cuando contaba con dinero para pagar su pasaje en el transporte público.

Rara vez me encontré con alguien que hubiese arribado a su consulta al servicio espontáneamente. La gente llegaba, principalmente, demandando alivio a algún padecimiento físico que les imposibilitase trabajar o les alterase sensiblemente la posibilidad de responder a sus rutinas. El dolor no era necesariamente el motivo principal y el mismo podía ser tolerado hasta ciertos umbrales, incluso, viéndolo como algo con lo cual se podía y se debía convivir.22 Buena parte llegaba por derivación de otros servicios médicos del hospital cuando el clínico o el especialista entendían que alguna "cuestión nerviosa" podía estar incidiendo en una dermatitis o una diarrea crónica, por ejemplo. Es imprescindible aclarar que los médicos derivaban a sus pacientes al servicio de salud mental para que fuesen atendidos por su estado "nervioso", pero no a "hacer psicoanálisis". Otros pacientes arribaban derivados por instituciones del estado como la policía, la justicia o la escuela.

En las conversaciones en la sala de espera podía acceder a los modos en que la gente conceptualizaba su malestar y postulaba la etiología del mismo. Comúnmente, las personas percibían sus malestares como "estados nerviosos", en general, o lo referían a "ansiedad", "angustia" o "nervios". Muchos podían calificar estos problemas como "psicológicos", pero si bien percibían una diferencia respecto a las "enfermedades físicas", les resultaba indispensable localizarlos en alguna parte de la geografía corporal, como si el mal estuviese alojado en el cuerpo, particularmente en la cabeza. Muchos estaban convencidos de que su estado obedecía al tipo de vida que llevaban, por ejemplo, algunos ilustraban con una imagen cómo la realidad externa los afectaba, se comparaban con "una bolsa en la que se metían los problemas" hasta que ésta estallaba al llenarse por completo. Muchos se sentían "tristes" porque no conseguían trabajo y se daban cuenta que eso los llevaba a tomar o a fumar desaforadamente. La desocupación, el trabajo inestable, el miedo a perder el trabajo o la pobreza eran continuamente invocadas como causales de "tristeza", alcoholismo, adicción, así como de diferentes trastornos físicos. También entendían que había otras situaciones desencadenantes tales como desavenencias matrimoniales, conflictos entre padres e hijos, amores no correspondidos, relaciones extramatrimoniales, inconvenientes en la vida escolar, por enumerar sólo algunos.23

Convertidos ya en pacientes, gran parte de los asistentes al servicio que seguían tratamientos ambulatorios establecían fuertes lazos con los profesionales en los tratamientos; inicialmente no sabían por qué llegaban ni qué tenían que hacer, pero luego, muchos entendían que no se les administraría una medicación, a menos que fuese necesario, y que de lo que se trataba era de hablar. Al tiempo, más acostumbrados, anhelaban semana tras semana la llegada del horario de atención. Arribaban al encuentro con su "psicólogo", "psicóloga", "doctor" o "doctora" completamente "cargados" con sus problemas, y aprovechaban su tiempo, justamente, para "descargarse". Pero también entendían e que las posibilidades de cambiar sustancialmente sus vidas eran reducidas "porque cuando terminaba el encuentro con el doctor (o el psicólogo), había que volver a casa". Es decir, que su concepción de la etiología de los estados nerviosos como producto de sus condiciones de vida hacía que viesen la asistencia al hospital como un tiempo diferenciado, una discontinuidad respecto a sus rutinas durante la cual existía la posibilidad, cierta, no de eliminar la causa de sus problemas, pero sí de "vaciarse" a través de la "descarga" para volver "vacíos" al hogar y, por lo tanto, más dispuestos a soportar nuevamente la dura vida de todos los días moviéndose así en un eterno ciclo pendular de "nerviosismo" y "alivio". Esta concepción temporal se oponía a otra, la que expresaban los profesionales, de carácter lineal y progresivo, en el que cada asistencia al tratamiento podía ser vista como una cadena que conduciría a la mejora definitiva en el futuro. Como se advierte, estas concepciones diferenciales del tiempo de los tratamientos respondían a la diferente localización de la causalidad del padecimiento: la realidad "externa" en el caso del tiempo cíclico en los pacientes, la realidad "interna" en el caso del tiempo lineal y progresivo de los profesionales.

El ámbito hospitalario me brindaba la posibilidad de conocer diferentes detalles del curso de los tratamientos; podía conversar con un profesional sobre tal o cual paciente y luego conversar con un paciente sobre tal o cual profesional. En el caso de los pacientes pude saber que muchos de ellos se enojaban porque no los medicaban24 o porque el "doctor" permanecía mucho tiempo callado, sin dar respuestas, soluciones o consejos. También estaban los que se ofendían por una palabra del profesional o directamente quienes explotaban de furia cuando su terapeuta faltaba sin aviso. Más aún, en todos los casos, la gente, en calidad de paciente, evaluaba a "su doctor", destacando o criticando su carácter, su tono de voz, su forma de vestir, su puntualidad o su aspecto. Por su parte, los profesionales solían contarme los problemas que tenían con determinados pacientes, sus dificultades para que entendiesen de qué se trataba lo que estaban haciendo; a veces, se lamentaban de la miseria en que vivían, y unos pocos, muy pocos, se preguntaban si les servían para algo los tratamientos. Pero, asimismo, otros hablaban encantados del vínculo afectuoso que habían logrado establecer con sus pacientes, sobre todo en el caso de la atención de niños y adolescentes, y de la alegría que les provocaba verlos obtener un logro en sus vidas, como conseguir trabajo o aprobar un examen. Finalmente, algunos destacaban la importancia que tenía la atención de esta población hospitalaria para sus carreras profesionales, confiriéndole a su práctica un valor pedagógico.25

Como podemos observar, son las diferencias entre los profesionales y la población de pacientes lo primero que se destaca. A los diferentes orígenes sociales se le sumaba una concepción distinta del malestar y su etiología, así como diferentes expectativas respecto a la manera considerada apropiada de dar alivio. Podría decirse que, en un punto, los profesionales se encontraban en un mundo visto, en principio, como extraño; el hospital, al que trataban de entender y adecuar a sus perspectivas; y la gente, al convertirse en paciente, abandonaba un mundo más familiar (el de la atención médica hospitalaria) para encontrarse con un mundo extraño, el de los tratamientos fundados en un lenguaje psicoanalítico. Mirada así, la situación parecía estar gobernada por la ausencia de un espacio de reconocimiento. Este panorama resulta útil a la hora de afirmar la hegemonía del psicoanálisis en la Argentina, con el fin de desarrollar programas de investigación y modelos de análisis cuidadosos que permitan entender, en todo caso, cómo trabaja esa hegemonía contextualmente.

Pero profesionales y pacientes no estaban tan alejados. Ellos compartían una misma concepción de persona psicológica, dividida, por un lado, en un cuerpo y una mente, y esta última, a su vez, escindida en una capacidad cognitiva para razonar, y otra afectiva para sentir. También, profesionales y pacientes coincidían en la existencia de un "espacio interno", desconocido y poderoso que provoca las perturbaciones del carácter y de la vida mental, precisamente porque, entendían, las ideas y pasiones se acumulaban dentro y se agitaban peligrosamente, recordemos la concepción del tratamiento como un vaciamiento de la carga que alteraba los nervios en muchos pacientes [Dias Duarte, 1986:34]. Es verdad que, al menos inicialmente, quienes demandaban atención no suponían la existencia de un especialista o experto dedicado a los nervios dado que asociaban la alteración del mundo interno sólo con la locura, y el tratamiento de los nervios con la intervención médica sobre los síntomas, y la modificación de la realidad externa que conmovía el orden interno (por ejemplo, obtener trabajo). Pero una vez iniciados los tratamientos con profesionales que pretendían llevar a cabo alguna forma de terapia psicoanalítica en el hospital, los ahora pacientes debían responder en forma práctica a las nuevas normas: acostarse, hablar, esperar intervenciones acotadas, interrumpir sus relatos pese a la necesidad de seguir hablando para adecuarse a un encuadre y retomarlos (si fuese posible) la próxima vez, por enumerar algunos aspectos. Ellos ingresaban, así, a un dispositivo con su propia dinámica.

De lado de los profesionales, una consecuencia de lo expuesto es que lograban, no sin tropiezos, constituir una autoridad profesional en el mismo acto de transformar en pacientes a la población derivada por otros servicios médicos o por organismos del estado. Se trataba de un proceso de conversión que se ponía a prueba en cada encuentro, en cada tratamiento, y que lograba, a veces y con dificultad, instaurar un espacio en el que la figura del terapeuta y su práctica eran reconocidas como necesarias, deseables. El hecho de asistir a cada sesión de acuerdo a los turnos convenidos implicaba internalizar una rutina y naturalizarla como parte de la organización de la vida cotidiana, algo que, por supuesto, no todos lograban, a juzgar por el nivel importante de deserción. Ahora bien, hay razones para suponer que esta autoridad no era otra cosa que la autoridad médica, y que el reconocimiento del paciente a dicha autoridad puede ser visto como un aspecto de lo que usualmente ha sido llamado medicalización.26 Claro que este efecto ha sido percibido y denunciado frecuentemente como un obstáculo por quienes han pretendido llevar a cabo una tarea terapéutica orientada psicoanalíticamente en el ámbito hospitalario. ¿Puede la autoridad reconocida por la población de pacientes, consecuencia de la medicalización, ser considerada como una precondición para la existencia del psicoanálisis en el hospital y no su mero obstáculo?

Tenemos aquí planteado el problema que formulé al comienzo de este trabajo cuando afirmaba que debemos entender cómo es posible que las identidades fuesen percibidas como esenciales, siendo siempre históricas y contextuales. Es preciso entender que el carácter esencial de las identidades es una consecuencia del mismo modo en que se constituyen y operan como delimitaciones o separaciones que producen discontinuidad en el mundo.27 Las imposibilidades que señalaban los profesionales para asumir una identidad psicoanalítica en el hospital respondían al establecimiento de una frontera, cuya constitución debería ser examinada a la luz de la historia del psicoanálisis, pero como las identidades deben ser siempre actualizadas en relación con los contextos en los que se despliegan, a mi entender, lo que está procesándose en estas situaciones son modos posibles de resolver la encarnación del psicoanálisis en la vida hospitalaria, en cualesquiera de sus versiones, como sentido común profesional.28

 

Final: para una comprensión del éxito del psicoanálisis en la Argentina

Probablemente la palabra éxito induzca a alguna confusión. En el sentido que estoy usándolo aquí, "éxito" no es un sinónimo de "triunfo" porque esto lo aproximaría, o bien a una perspectiva teleológica, o bien a una evaluación moralmente positiva. Por el contrario, pretendo aludir con ello a la capacidad que ha desarrollado el psicoanálisis como teodicea (en cualesquiera de sus variantes) para proporcionar, de un modo naturalizado, esquemas de percepción, organización y significación del malestar cotidiano en gran parte de las esferas de la vida en Buenos Aires y otras ciudades del país. En otros términos, en este trabajo he sostenido la necesidad de considerar el mencionado éxito desde el punto de vista de la capacidad del psicoanálisis para operar como un conocimiento práctico (sentido común en su acepción sociológica), por parte de quienes se asumen como sus cultores, especialistas, profesionales, expertos, y quienes llegan a convertirse en pacientes. Sé que este tipo de afirmaciones escandalizan a muchos psicoanalistas porque juzgan que esto compromete la naturaleza esencialmente crítica del psicoanálisis. Más allá de lo que se entienda por dicho carácter crítico, lo que, por mi experiencia, les resulta más difícil de aceptar a los psicoanalistas es que las prácticas psicoanalíticas sean sociales, y que la constitución de la relación analítica no se produzca en un vacío, sino que esté preconstituida culturalmente por categorizaciones del tiempo, del espacio, de la persona, de la causalidad, de concepciones de género, clase social, étnicas, acerca del dinero, el intercambio o la justicia, por nombrar sólo algunas; todas, asumidas en gran medida de un modo incontrovertible, y que forman el sustrato que hace posible la comunicación.

Está claro que la identificación de esta modalidad de existencia social del psicoanálisis no explica por qué, precisamente, el psicoanálisis y no otras formas de elucidación del desasosiego cotidiano habrían tomado ese lugar entre nosotros. La solución no es simple, y de seguro son varios los elementos concurrentes que debiéramos considerar. Quisiera proponer una respuesta tentativa que en parte se apoya en investigaciones existentes y en parte exigiría indagaciones aún no emprendidas. Para empezar, en aras de la comprensión del llamado éxito del psicoanálisis en la Argentina de un modo no esencialista ni teleológico, uno de los caminos más fructíferos ha sido promovido por la investigación histórica de su difusión y recepción en la Argentina [Plotkin, 2003]. En modo muy especial, la investigación de Mariano Plotkin nos ofrece una excelente muestra de cómo el psicoanálisis fue recepcionado en determinados contextos locales, tales como el campo médico–psiquiátrico y el mundo literario, académico e intelectual, y cómo llegó a institucionalizarse legitimando determinadas versiones. También nos proporciona respuestas sobre algunos aspectos de lo que fue su difusión a través de la prensa, de revistas "de actualidad" o "para la mujer" y de la flamante televisión de los años sesenta para entender una diseminación más amplia29. El mismo trabajo de Plotkin o el mío sobre el servicio del "Lanús" nos permiten ver la recepción y difusión del psicoanálisis en el espacio hospitalario público; y como también lo exponen estas obras o el reciente libro de Alejandro Dagfal [2009], la llegada y expansión del psicoanálisis en las carreras universitarias de psicología. En este proceso de propagación, las diferentes formas asumidas por el psicoanálisis, más o menos institucionalizadas, desarrollaron dispositivos de reproducción ampliada, como el entrenamiento profesional, las ceremonias de consagración institucional y de conmemoración de los orígenes y de los ancestros, a lo que habría que añadir la docencia universitaria que permitió difundir e inculcar el psicoanálisis en audiencias más amplias (a propósito, carecemos en la Argentina de etnografías centradas en el funcionamiento de las grandes asociaciones psicoanalíticas locales). Todos estos procesos, a su vez, suscitaron la constitución de un mercado editorial de obras psicoanalíticas. En suma, la legitimidad alcanzada por el psicoanálisis en diferentes momentos de la historia (más allá de algunos núcleos de cuestionamiento, como sucede en la actualidad con las neurociencias o las llamadas "terapias alternativas" de desarrollo incipiente en la Argentina), es consecuencia de los mencionados procesos de difusión social.

Ahora bien, por lo general los estudios sobre la historia del psicoanálisis no han estimado la importancia de la conformación de un mercado de atención psicoanalítica. Por supuesto que una investigación que pretendiese abordar la génesis y consolidación de este mercado se encontraría con enormes dificultades, pero ello no nos impide formular algunas consideraciones hipotéticas. El núcleo originario podría hallarse en el mismo sistema de entrenamiento que supone el análisis personal o al menos lo ha supuesto, generalmente, pero está claro que la aparición de un mercado más vasto demandó otros elementos. Es verdad que, como bien lo prueban los estudios disponibles, la atención psicoanalítica fue superponiéndose a una trama preexistente de psicoterapias varias y otras modalidades terapéuticas. Pero poco sabemos aún acerca de cómo el psicoanálisis se integró a los estilos de vida y las maneras de consumo en la Argentina. Dicho de otra manera, para los psicoanalistas, el psicoanálisis es un medio de vida, pero, a su vez, como contrapartida, para muchos el psicoanálisis devino un consumo necesario, indispensable.30

A lo largo de este trabajo he querido separarme de los enfoques que presentan al psicoanálisis como un sistema de ideas expresadas discursivamente para poner más atención en el modo en que las mismas existen como prácticas en los contextos de acción cotidiana. En líneas generales sabemos poco respecto a qué hacen efectivamente con el psicoanálisis quienes lo practican en calidad de expertos o de pacientes. También, los estudios provenientes tanto del interior como del exterior del psicoanálisis han preferido poner su atención en los aspectos públicos, formales y consagrados: desarrollos institucionales, escritos teóricos o análisis de casos clínicos, por ejemplo. Rara vez, al menos en la Argentina, hemos puesto atención en la cotidianeidad, más allá de la imposibilidad de acceder a muchos de los espacios donde se desenvuelven las prácticas psicoanalíticas. Mi apuesta consiste en tratar de entender el modo en que aquello que es llamado psicoanálisis se afirma y extiende socialmente abordando las actividades y expresiones más informales que son consideradas, en muchos casos, intrascendentes o marginales. Este es un camino complejo, pero a la vez puede ofrecernos una imagen distinta de un saber cuando lo vemos lidiando con exigencias que ponen a prueba sus límites. Del mismo modo, como en el caso de la gente que es convertida en paciente en el servicio hospitalario, podemos ver diferentes modos en que el psicoanálisis existe y es apropiado, aceptado o rechazado.

En suma, seguramente seguiremos hablando de la fuerte difusión del psicoanálisis en nuestro país, su presencia impregnando la vida por doquier, suscitando la atención de extranjeros tratando de entendernos, y aceptando (o no) los estereotipos que nos adjudican. Pero también es hora de interrogar al psicoanálisis como un auténtico producto cultural, desde una perspectiva no sociocéntrica, buscando aprehender su dimensión práctica en la vida cotidiana; por esta vía, los estudios sobre el psicoanálisis constituirán un amplio espacio formado por sus especialistas, instituciones y productos, pero también por aquellos que, a sabiendas o no, buscan en el psicoanálisis un consuelo a sus padecimientos.

 

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Notas

1 La siguiente es una versión modificada de la ponencia "¿Qué entender por lo exitoso cuando se habla del éxito del psicoanálisis en la Argentina?", presentada en la Jornada "Cien años de psicoanálisis en la Argentina", organizada por la Secretaría de Cultura de la Nación y la Fundación Descartes en la Biblioteca Nacional el 17 de abril de 2009 en Buenos Aires, Argentina.

3 Sigi era el diminutivo con el cual era llamado Sigmund Freud.

4Palermo es un barrio de la zona norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la de mayor concentración de riqueza. Se trata de una zona en la que se asocian viviendas elegantes, negocios y restaurantes y cafés lujosos, y muchos espacios verdes. "Villa Freud" es una denominación consuetudinaria que ha recibido una porción del barrio, en alusión a la alta concentración de consultorios privados de psicoanalistas.

5¿Es necesario aclarar que estoy ironizando respecto al modo en que diferentes actores e instituciones devuelven desde la Argentina este estereotipo sobre los argentinos?

6 Esta perspectiva se opone a todo esencialismo, pero también a toda teleología. Mariano Plotkin prolonga el esfuerzo pionero de Hugo Vezzetti por romper con las visiones teleológicas que generalmente adoptan determinadas historias del psicoanálisis, alentando en su lugar una lectura procesual que permita aprehender su dimensión histórica, social y cultural [Plotkin, 2003:19–21].

7 "Psicoanálisis" es entendido aquí como un término con significado variable y contextual. En el caso de las diferentes expresiones institucionalizadas que reclaman la prioridad de representar el "verdadero psicoanálisis", son sus disputas en torno a la posesión del "verdadero psicoanálisis" en tanto luchas por el monopolio de la definición legítima de un saber psicoanalítico las que permiten entender la conformación del campo psicoanalítico específico. Una historia que toma partido por el verdadero psicoanálisis, obedece y reproduce la lógica del campo. Muchos de quienes se asumen como psicoanalistas no acordarían en considerar como "psicoanalíticas" ciertas ideas, ciertas prácticas terapéuticas, ciertos estilos de tratamiento, e incluso la invocación a ciertos autores. Desde su punto de vista, el auténtico problema consistiría en delimitar el auténtico psicoanálisis de sus formas espurias. Lo significativo es que esta disputa por el "verdadero psicoanálisis" se desarrolla en el corazón del mundo profesional psicoanalítico mismo. No sólo las asociaciones desplegaron una lucha contra las formas "profanas", sino que estas luchas se situaron en el interior del espacio psicoanalítico, entre diferentes tendencias u orientaciones. Sin embargo, del mismo modo que Claude Lévi–StraussLévi–Strauss sostenía que todas las variantes constituían el mito, todas las formas que se asumen como "psicoanalíticas" son constitutivas del campo psicoanalítico. No se trata de terciar en esta disputa, sino de considerar todas las formas como constitutivas del campo psicoanalítico [Plotkin, 2003:13, 18; Vezzetti, 1996].

8 Según datos proporcionados por la Universidad de Buenos Aires, y sólo a modo ilustrativo, se observa que los psicólogos (no necesariamente psicoanalistas, pero sí mayoritariamente tales) sumaban 46,777 en 2006. Esta cifra plantea una relación de un psicólogo por cada 649 habitantes para el total del país, y de uno por cada 121 habitantes para la ciudad de Buenos Aires, donde se encuentra la mayor concentración [San Martín, 2006].

9Balán sostenía que el éxito del psicoanálisis en la Argentina dependió, en gran medida, de la feminización del tratamiento. Esto significó el paso de las mujeres de su lugar como pacientes a analistas de niños, obteniendo así, acceso a una profesión universitaria que podía otorgarles prestigio, dada su exclusión del campo médico.

10 Mariano Plotkin [2003:13–14] sigue de cerca este enfoque en su análisis de la difusión del psicoanálisis en la Argentina; Plotkin señala que a diferencia de la distinción que realiza Sherry Turkle [1983]entre el "movimiento psicoanalítico" (los analistas, pacientes, teorías, asociaciones profesionales) y la "cultura psicoanalítica" (las metáforas y los modos de pensar derivados del psicoanálisis que han ingresado a la vida cotidiana), en su perspectiva la "cultura psicoanalítica" incluye ambas dimensiones.

11Una perspectiva que también apela a la teoría weberiana de la modernización para interpretar la emergencia y afianzamiento del psicoanálisis puede encontrarse en Homans [1989], quien asocia la teoría psicoanalítica del duelo con la teoría weberiana del desencantamiento y secularización de las imágenes tradicionales del mundo siendo el psicoanálisis la invención de médicos judíos marginales dentro del campo médico austríaco, Homans postuló que el psicoanálisis constituyó, precisamente, una teoría secular que sustituyó a las creencias vigentes que ya no podían dar respuesta a los nuevos conflictos suscitados por la desaparición de las comunidades tradicionales europeas a fines del siglo XIX.

12 "No me interesa preguntarme ningún por qué referido al psicoanálisis, lo único que sé es que me ayuda a vivir", sostenía una colega cuando le señalaba el todavía extrañamente limitado corpus de investigación social sobre el psicoanálisis en la Argentina, pese a su lugar predominante.

13Una reflexión clásica en torno a los tipos de pensamiento y los diferentes énfasis deterministas pueden verse en Claude Lévi–Strauss [1970].

14 El desarrollo histórico de una idea de la divinidad cada vez más omnisciente planteó, indefectiblemente, el problema de su conciliación con la imperfección del mundo, la existencia del dolor y el sufrimiento [Weber, 1997:191–198; Geertz, 1987:152–155].

15Seguramente muchos psicoanalistas objetarán este punto aduciendo que no es indispensable vivir una situación de padecimiento para iniciar un tratamiento psicoanalítico. No tengo por qué dudar de esto, pero me gustaría saber si esta es una afirmación normativa o expresa lo que efectivamente sucede en la mayor parte de los casos clínicos. Por otra parte, apelando a mi propia experiencia y a la de muchas de mis relaciones, sabemos que los pacientes siempre terminan trayendo a los tratamientos sus experiencias más angustiosas, pasadas, presentes o futuras.

16Son muchas las obras de diferente enfoque que plantean el carácter del psicoanálisis como teodicea; algunos, señalando su continuidad con la religión, como Kirschner [1996:5–6].

17Por formalización designo una serie de prácticas comunicativas que se distinguen de aquellas que existen en la vida cotidiana o por basarse en restricciones de los modos de hablar y comportarse que suponen códigos restringidos. La legitimidad de estas prácticas proviene de una autoridad tradicional [Bloch, 1989]. Rituales religiosos, ceremonias, clases y exámenes escolares, congresos y conferencias académicas, representaciones teatrales, conciertos y diversas formas de tratamientos terapéuticos constituyen diferentes variantes de prácticas formalizadas con códigos restringidos.

18 En la Argentina, el proceso que llevó a la apertura de servicios psiquiátricos (más tarde denominados "salud mental") en hospitales generales se inició con la crítica del sistema asilar durante las primeras décadas del siglo XX. Influidas por el movimiento norteamericano de la Higiene Mental, las propuestas impulsaban la mejora de las condiciones de vida de los internados, con un mayor contacto con sus redes familiares y la realización de actividades que los vinculen socialmente con el exterior. También sostenían la necesidad imperiosa de evitar internaciones prolongadas que sólo acentuaban el carácter crónico de las patologías, de ahí la importancia de los tratamientos ambulatorios a través de psicoterapias. Durante la segunda mitad del siglo XX, la psiquiatría tuvo una integración mayor a la medicina, merced a los desarrollos de la neurocirugía, las terapias biológicas y los psicofármacos, lo cual tornaba razonable incluir servicios psiquiátricos en hospitales generales. Estas perspectivas fueron apropiadas por la mayor parte de los psiquiatras con formación psicoanalítica (como Goldenberg) que propiciaron las transformaciones en la atención que emergieron entre la segunda mitad de los años cincuenta y en el curso de los años sesenta.

19 Fundado por el psiquiatra Mauricio Goldenberg (1916–2006), en 1956 y liderado por él hasta 1972, constituye un caso singular en América Latina debido a un prestigio basado en logros como la implementación de psicoterapias inspiradas en el psicoanálisis, el desarrollo de las terapias grupales y breves, la aplicación de los últimos descubrimientos psicofarmacológicos, la realización de fuertes programas de actualización profesional, la formación de postgrado en psiquiatría e investigación en diferentes áreas, y el desarrollo pionero en América Latina de modelos alternativos como el Hospital de Día y la psiquiatría comunitaria [Visacovsky, 2002].

20El mismo servicio denominado por las generaciones de profesionales que trabajaron en él desde 1956 hasta 1976 como "el Lanús" [Visacovsky, 2002].

21 Estas preocupaciones no son novedosas, por ejemplo, en unas jornadas sobre psicoaterapia realizadas en la ciudad de Córdoba en 1962, Mauricio Goldenberg participó en una mesa redonda llamada "La psicoterapia en la práctica médica". Sostuvo allí que el tipo de psicoterapia que se realizaba en el servicio del "Lanús", que él dirigía, era "de corte psicoanalítico", entendiendo por la misma aquella "basada en el análisis de la relación transferencial con el terapeuta", cuya pretensión era buscar "modificaciones estructurales de la personalidad" de los pacientes. Su intervención es muy interesante porque exponía a su auditorio algunos de los problemas suscitados de la aplicación de esta psicoterapia al contexto hospitalario, tales como la falta de pago al profesional, la transferencia de los pacientes con la institución y no con el psicoterapeuta o la dificultad de resolver el problema de la alta demanda de atención dentro de los límites del encuadre psicoterapéutico–psicoanalítico [Goldenberg, 1964].

22 Sobre la percepción del dolor en las clases trabajadoras ver Boltanski [1975].

23 Para una discusión sobre los "nervios" ver Días Duarte [1986]; Finkler [1989]; Low [1994].

24 En este caso, desvalorizaban el tratamiento y al profesional que los atendía, pues estimaban que al no medicar evidenciaban no ser "muy buenos doctores" o "no tener clara" la cura de la enfermedad.

25 El hospital ha sido el lugar de aprendizaje por excelencia del médico, allí donde podía aprehender la enfermedad vía la observación de sus signos/ síntomas manifiestos en el cuerpo de un paciente —generalmente de las clases más humildes de la sociedad— con el cual se mantenía contacto cotidiano. [Foucault, 1986:104–105].

26 En su versión tradicional, "medicalización" alude a la "búsqueda de soluciones médicas para problemas de comportamiento y de anormalidad social" [Conrad, 1982:129]. No desarrollo aquí todas las implicancias de este concepto, en especial las referidas a la intervención médica como forma de control social [Zola, 1972; Illich, 1976; Fox, 1977; Conrad y Schneider, 1980].

27 De acuerdo con Michele Lamont, estas distinciones pueden ser expresadas a través de prohibiciones normativas como los tabúes, prácticas y actitudes culturales, y más usualmente a través de las demostraciones de simpatía y aversión [Lamont, 1992; Lamont y Molnar, 2002].

28Las perplejidades e incertidumbres que planteaban los profesionales en torno a su identidad psicoanalítica en el hospital nos informaban acerca de cómo procesaban dicha identidad en un contexto de acción no necesariamente definido como "psicoanalítico". De ese modo, el espacio hospitalario, aunque en principio extraño para el psicoanálisis, era inscripto en un lenguaje psicoanalíticamente aceptable [Visacovsky, 2008]. Así, el malestar y las demandas de quienes acudían al servicio eran normalizados mediante su inscripción en un marco psicoanalítico, cuyo resultado era la construcción del paciente.

29 Es de suponer que esto tuvo efectos en la audiencia, aunque sostener que llevó a una internalización masiva de modos psicoanalíticos de ver el mundo, es más una conjetura que una certeza.

30 Dado que diversos estudios han mostrado la conexión de las prácticas de consumo con la constitución de prácticas e identidades de clase media [Friedman 1994; Frykman y Lofgren 1987; Liechty 2009; McCracken 1990; O'Dougherty 2009], entiendo que la cornea prensión del proceso de difusión del psicoanálisis en la Argentina debiera ser conectado los estudios sobre la conformación de la clase media, justamente en un país que ha s ido estereotipado como "de clase media". En otros términos, sugiero que resulta crucial estudiar cómo el psicoanálisis contribuyó a la constitución de las prácticas e identidades « de clase media urbana. No estoy afirmando que el psicoanálisis haya sido o sea sólo "una práctica de clase media" porque esto conduce a creer que existe algo objetivo o establecido llamado "clase media". Tampoco que los sentidos asociados con la condición de "clase media" en la Argentina estén siempre y necesariamente ligados al psicoanálisis.Lo que estoy diciendo es que la clase media es una construcción histórica, heterogénea, contextual, variable, y que la práctica del psicoanálisis, ya sea en calidad de analista paciente, fue un demarcador o elemento de distinción social integrado a una idea de la clase media en la Argentina.

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