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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

versão impressa ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.44 no.121 Ciudad de México Out. 2022  Epub 31-Jul-2023

https://doi.org/10.22201/iie.18703062e.2022.121.2792 

Artículos

El pesebre quiteño, una iconografía polisémica. Cristianización, imagen y construcción del cuerpo social en el contexto del Nuevo Reino de Granada. Siglos XVII y XVIII

The Quito Nativity, a Polysemic Iconography: Christianization, Image and Construction of the Social Body in the Context of the Realm of New Granada. Seventeenth and Eigteenth Century

Juan Pablo Cruz Medinaa 
http://orcid.org/0000-0003-3189-6594

aUniversidad Externado de Colombia, cruzmedjp@gmail.com


Resumen

El presente artículo busca evidenciar la manera en que el “pesebre quiteño” de los siglos XVII y XVIII recompuso el discurso iconográfico de los belenes napolitanos, y dio vida a una retórica visual tendiente a transmitir modelos ideales vinculados a formas de comportamiento tanto individuales como sociales. A partir del análisis iconográfico de una serie de figuras de pesebre, sumadas a los registros documentales que describen uno de los pesebres utilizados en el marco de la evangelización desarrollada en el Nuevo Reino de Granada, se demostrará que la iconografía del pesebre colonial se presentó como un mecanismo de configuración social. En medio de esto, lo ideal se presenta como núcleo del discurso visual, que se estructura a partir de la presencia de rasgos y formas propias de la retórica iconográfica del barroco.

Palabras clave: Pesebre; Natividad; imaginería colonial; cuerpo social; castas; iconografía colonial; Nuevo Reino de Granada; escultura quiteña

Abstract

This paper seeks to show the way in which the “Quito Nativity” of the seventeenth and eighteenth centuries recomposed the iconographic discourse of Neapolitan nativity scenes, giving life to a visual rhetoric aimed at transmitting ideal models linked to both individual and social forms of behavior. From the iconographic analysis of a series of nativity figures, added to the documentary records that describe one of the manger scenes used in the framework of the evangelization carried out in the New Kingdom of Granada, it will be shown that the iconography of the colonial nativity was presented as a mechanism of social configuration. In the midst of this, the ideal is presented as the nucleus of visual discourse, structuring itself from the presence of features and forms typical of the iconographic rhetoric of the Baroque.

Keywords: Manger; Nativity; colonial imagery; social body; castes; colonial iconography; New Kingdom of Granada; Quito sculpture

Uno de los problemas relacionados con el hecho de leer los procesos desarrollados en América entre los siglos XVI y XVIII desde el prisma de lo “colonial”, reside en que tal denominación tiende a omitir las dinámicas de circulación y agencia cultural efectuadas dentro del marco de la monarquía hispánica. Al margen de la postura tradicional que interpela la historia de los siglos xvi al XVIII a partir de una relación “colonial” fundada en una mecánica de corte puramente extraccionista, es fundamental interpretar los procesos culturales de dicho periodo a la luz de estructuras más complejas, vinculadas a la dinámica de una monarquía imperial expandida desde el siglo XVI por el globo. La proyección transatlántica europea, en este sentido, más allá de dar vía libre a un “colonialismo comercial”, permitió la emergencia de nuevas redes de circulación e intercambio cultural, que dio forma a una cultura de lo múltiple, gestada en el crisol del contacto alcanzado -desde el siglo XVI- entre las cuatro partes del mundo.1

De la mano de los vínculos comerciales establecidos entre la Península Ibérica, América y el continente asiático -esto sin contar las relaciones directas entre la corona portuguesa (anexa a la corona española en el periodo que va de 1580 a 1640) y la costa del poniente africano- los dos océanos se convirtieron no sólo en autopistas comerciales, sino también en puentes culturales que hicieron posible el tránsito de ideas y culturas. Tal fenómeno permite explicar la presencia, en el siglo XVIII, de objetos confeccionados en el mundo asiático, dispuestos en las viviendas de los más privilegiados habitantes del Nuevo Reino de Granada, a la par de piezas americanas, sevillanas y napolitanas.2 Lo llamativo aquí es que de la mano de la adquisición de elementos asociados a un comercio cada vez más global, la cultura material se transformó, dotó de vida a objetos que ya no eran claramente identificables como europeos o americanos, sino que, contrario a esto, surgieron como producto de la mezcla de ideas procedentes de ambas orillas atlánticas. Éste es el caso de las figuras que constituyeron los tradicionales pesebres o belenes que arribaron en el siglo XVIII al territorio neogranadino.

Producto de los imagineros quiteños, estas figuras propias de los siglos XVII y XVIII llegaron a las viviendas del Nuevo Reino de Granada gracias a la dinámica comercial gestada con la vecina audiencia de Quito. Allí, como resultado del florecimiento técnico de los trabajos escultóricos desde mediados del siglo XVI,3 la talla se convirtió en un objeto de exportación, que llegó a buena parte, no sólo del Nuevo Mundo, sino también del Viejo Continente.4 En medio del auge comercial del siglo XVIII, los quiteños reciclaron ideas iconográficas tomadas de los grabados provenientes de los talleres de Flandes o España,5 y a su vez adaptaron y reconfiguraron formas y fórmulas iconográficas dentro de las que el nacimiento de Jesús ganó protagonismo. El “Belén” o “pesebre”, cuyo germen como discurso visual se encuentra vinculado al trabajo de los talladores napolitanos y a la cultura propia de la Campania italiana, adquirió así en América, no sólo una nueva fisonomía iconográfica, sino también una nueva funcionalidad que, amarrada a las necesidades de la evangelización, se alejó de la tradición europea para redefinirse a partir de la mezcla de lo hispánico con lo americano. El pesebre napolitano, estructurado iconográficamente a partir de una serie de personajes cotidianos representativos de la cultura del suroeste de Italia, adquirió entonces nuevos significados a partir de su paso por España y su posterior traslado a América, y dio lugar a un nuevo “Belén”. En éste, aunque pervivirá el sustrato cotidiano como eje de la representación visual, las formas iconográficas se reconducirán, y se adaptarán a la cultura y las necesidades propias del mundo americano. El pesebre quiteño emergerá como una estructura visual y narrativa que, al utilizar una base preexistente afirmada en el uso de personajes cotidianos como mecanismo de exhibición de discursos morales, hará frente a las necesidades propias del contexto social indiano. Es aquí donde cabe preguntarse, ¿cómo un conjunto de figuras construidas como proyección de la cultura cotidiana del sur de Italia terminó reconfigurándose como una pieza más de la religiosidad americana? Y de la mano de esto, ¿cuál fue el discurso iconográfico producido a partir de dicha reconfiguración?

Ambas cuestiones entroncan directamente con la retórica social inserta en el pesebre napolitano, desplazada a América y redefinida aquí a la luz de las necesidades propias del Nuevo Mundo. El proceso de evangelización indiano, atravesado por la idea de modelar una sociedad a partir de los principios cristianos, terminará influyendo sobre la iconografía del pesebre, delineada ahora como proyección del modelo social que se intentaba instituir en los reinos ultramarinos. Esta premisa entronca con dos problemáticas: por un lado, con la presencia de una “geografía de la imagen” que incidirá de forma puntual sobre las narrativas iconográficas, al vincularlas a contextos particulares, y, por otro, con el valor discursivo de la imagen colonial, fenómeno relacionado con la proyección, no sólo de devociones, sino también de discursos modélicos orientados a proponer idearios ejemplarizantes sobre la sociedad. En el caso del primer problema, estudios como los de Thomas DaCosta Kauffman, han enunciado la relación directa entre los núcleos urbanos y las iconografías que allí se producen, que hacen de éstas un reflejo, en términos discursivos, de lo que se quiere controlar o modelar de una sociedad particular.6 Más recientemente, análisis como los desarrollados por Jaime Humberto Borja Gómez han reforzado esta perspectiva, al señalar que la “geografía de lo visual” permite “entender las condiciones sobre las cuales se articulan las distintas formas de percibir las culturas visuales en un territorio”.7 Esta posición hace posible explicar por qué la iconografía del pesebre napolitano se resignificó, en términos visuales, en relación con las condiciones propias de la cotidianidad indiana. Es en este marco donde surge la idea de una “geografía humana” colonial, representada en el pesebre como síntesis genérica de las sociedades indianas.

De la mano de esto, nos encontramos con la segunda problemática antes enunciada, ésta es la del valor discursivo de la imagen. Al margen de la tradición historiográfica que ha visto en la iconografía de los siglos XVI, XVII y XVIII un “arte colonial americano”, observamos ahí la imagen como un producto discursivo, vinculado a los resortes propios de la teología y la moral cristiana, y orientado hacia la transmisión de “historias” y modelos de vida. Cobra valor aquí la tradición retórica propia del mundo grecolatino, recuperada en los siglos XV y XVI de la mano del Humanismo europeo. En ésta, el poder de todo discurso-ya fuera visual o narrativo- descansaba sobre su capacidad para transmitir ideas y ejemplos moralizantes, principio que entroncaba con las tres funciones de la retórica clásica: enseñar, deleitar y conmover. Las figuras que componían el pesebre, como cualquier imagen, se hallaban ligadas a esta función, y adquirían unos valores semánticos aunados a la proyección simbólica de enseñanzas morales tendientes a conmover, es decir, a convencer a los fieles de adoptar unas actitudes determinadas. En este orden de ideas, la propuesta que aquí se desarrolla no sólo aleja al pesebre de la condición de Arte -construida erró- neamente en el siglo XIX-,8 sino que a su vez plantea una separación tajante entre el discurso proyectado por medio de las piezas que constituyen el Belén y las realidades propias de una sociedad, en este caso, la quiteña o la neogranadina. Se asume, en este sentido, que el discurso del pesebre constituye en sí mismo una experiencia historiable que, disociado de sus posibilidades de aplicación sobre la realidad, contribuye al conocimiento de las formas de pensamiento que pretendieron construir una sociedad colonial modélica.

El discurso iconográfico inserto en el pesebre no será leído entonces como una manifestación “de aquella vida de la época [colonial] que la pintura se guardó de mostrar”,9 sino más bien como expresión de una de las funciones más importantes de la imagen colonial: transmitir enseñanzas, modelos y valores a los fieles. Se asume, en este sentido, que las figuras del belén quiteño -contrario a lo que han señalado algunos autores- no se apartan del “dramatismo barroco”,10 sino que, por el contrario, se lo apropian de múltiples maneras con el único fin de transmitir a los fieles un ideal social e individual.

Para dar cuenta de esto, es necesario sortear una dificultad inicial relacionada con la escasez de fuentes que permitan establecer una observación directa del conjunto iconográfico del pesebre. Aunque en Quito y Lima sobreviven hoy valiosas representaciones del nacimiento de Jesús no es éste el caso de la Nueva Granada, donde subsisten muy pocos vestigios de la tradición pesebrista colonial. Como ha señalado María del Pilar López, la mayoría de los pesebres de los siglos XVII y XVIII han desaparecido dada “su naturaleza cambiante y móvil”, característica a la que se añade la fragilidad de los materiales con los que se construían.11 Como producto de esto, de los pesebres que llegaron a la Nueva Granada colonial sólo perduran hoy algunas descripciones contenidas en los inventarios del siglo XVIII, a las que se suman contadas figuras custodia- das actualmente por los museos del país. Al tener esto como antecedente, para responder a las preguntas antes formuladas y reconstruir el horizonte discursivo del pesebre colonial en el Nuevo Reino de Granada, tomaremos como fuente el grupo de piezas preservadas por el Museo Colonial de Bogotá, y añadiremos a éste, una de las más completas descripciones que poseemos hoy de un pesebre colonial: la del inventario del templo doctrinero de Monguí realizada en 1755.12

A partir del análisis de ambas fuentes, en las siguientes páginas intentaremos evidenciar la forma en que una iconografía napolitana, mediada por la confesionalidad hispánica, terminó convertida en lo que denominaremos como “pesebre americano”. Tal calificativo, aunque pudiese ser leído como una generalización, se relaciona con el hecho que representa, tanto la dispersión de la escultura quiteña -y del “pesebre”- por toda la geografía de la América española, como la proyección del modelo discursivo vinculado al nacimiento de Jesús sobre los diferentes territorios indianos. Gracias a esto, desde la Nueva España hasta el Virreinato del Perú, la América española compartirá, no sólo una tradición imaginera asociada al relato bíblico del nacimiento de Jesús en el Pesebre, sino también un discurso que, aunado a la Natividad, se orienta hacia la representación de modelos sociales.13 Dichos modelos harán del “pesebre americano”, una estructura visual ensamblada sobre ideales de corte jerárquico, que tenderán a introducir un modelo social fundado en clasificaciones de orden racial, tanto individuales como colectivas. Este discurso, cambiante con relación a cada una de las regiones del continente, se analizará aquí dentro del ámbito específico del Nuevo Reino de Granada.14

La historia del pesebre se presenta entonces como el devenir de una icono- grafía que recorrió el globo, se reconfiguró y adaptó en medio de una “agencia cultural” que emerge como mecanismo para configurar en el Nuevo Reino de Granada un “cuerpo social” ideal, aquel que debía proyectar los valores cristianos que estructuraban el primer imperio global de la historia.

Del presepe napolitano al pesebre quiteño, el desplazamiento de un discurso dirigido a formar un cuerpo social

Según la leyenda fue el mismo san Francisco quien dio vida a la primera representación del pesebre. En la navidad de 1223 el santo de Asís conmemoró el nacimiento de Jesús con una teatralización de lo sucedido en la gruta de Belén. Los moradores de Greccio, un pequeño pueblo de la región de Lazio en Italia, fueron convocados por il poverello para que se vistieran de pastores, y acompañaran así la imagen del Niño recién nacido.15

Gracias a la vocación franciscana que vinculaba la representación visual con la celebración de la natividad de Jesús,16 la idea de representar el nacimiento de Cristo fue tomando mayor fuerza, hasta dar forma a una costumbre que, siglos después, sería acogida por la evangelización neogranadina como fórmula de catequesis. Pero para que el pesebre llegara hasta las doctrinas del Nuevo Mundo, antes tendría que recorrer un largo camino como idea y como producto visual. Aunque a lo largo de la baja Edad Media surgieron múltiples representaciones de la Natividad,17 fue en los siglos XV y XVI, con el ascenso de la escultura napolitana, que el nacimiento de Jesús adquirió protagonismo. Las representaciones de Jesús niño acompañado por la Virgen y san José, así como de diferentes figuras representativas de la historia bíblica, comenzaron a hacerse cada vez más recurrentes en la Península Itálica, y se convirtieron en el germen de los pesebres de los siglos XVII y XVIII.

Los imagineros napolitanos, entremezclando las tradiciones populares locales con la historia del nacimiento de Cristo, construyeron un discurso iconográfico pintoresco que se presentaba como proyección de las realidades sociales propias de la Campania italiana. El trasfondo cotidiano integrado por los imagineros napolitanos a la iconografía de la Natividad, surgió como respuesta a los vacíos propios de la narración bíblica, agujeros que permitían reinterpretaciones o inserciones de todo tipo.18 En consecuencia, aunque los pesebres napolitanos del siglo XVI se centraban inicialmente en la recreación de la gruta y el nacimiento, con el paso del tiempo fueron añadiendo otras escenas extraídas del relato bíblico, tales como la Anunciación, el Bautizo de Jesús en el río Jordán, o la Adoración de los Magos, las cuales permitían que el pesebre fuera utilizado tanto en el tiempo de adviento, como en el de navidad y epifanía.19 Adicionalmente, tomando como base la historia de los pastores que visitan a Jesús para adorarlo y dar noticia de su nacimiento,20 los talladores napolitanos introdujeron todo un abanico de personajes, ajenos a la narración bíblica, pero cercanos a la cotidianidad de la ciudad costera italiana. A partir de esto se generó un relato iconográfico en el que se fundía la tradición popular con la idea cristiana de enseñar el dogma por medio de una serie de personajes que, con el tiempo, se convirtieron en parte esencial del presepe. Dentro de éstos se cuentan figuras del todo ajenas al Belén americano como es el caso Benino, re- presentación física del sueño de José, que predice en lo onírico el nacimiento de Jesús; Cicci Bacco, el viticultor que anuncia la muerte de Jesús y representa el sacramento eucarístico; Il Pescatore, ubicado simbólicamente como el “pescador de las Almas”; o Vincienzo y Pascale, los dos amigos, muestra de la oposición entre carnaval y recogimiento. A estas figuras, erigidas como representaciones metafóricas de pasajes bíblicos relativos a la vida de Jesús, se sumarán otras en las que se manifestará la enseñanza de modelos de vida a partir de la oposición entre vicios y virtudes. En este caso figuras como la Zingara (Gitana), la prostituta, o Stefania, servirán como proyección de la antítesis entre la fe y la virginidad (representados por Stefania y la Zingara), y el pecado (en- carnado en la prostituta).21

Como complemento a estos personajes de corte simbólico, el presepe napolitano integrará otro grupo de figuras representativas de la cotidianidad comer- cial propia de las costas del Tirreno, como lo son los commercianti. Este grupo de imágenes aparecerá desde el siglo XVI como vínculo entre el relato de la Natividad y la cotidianidad propia de la ciudad. El “carnicero”, el “vendedor de ricotta”, o los comerciantes de aves, huevos y frutas, se presentan, de esta forma, dando vida a un pintoresco escenario que tenderá con el paso del tiempo a crecer, al integrar nuevos personajes dispuestos en torno al nacimiento de Jesús.22 La singularidad de las piezas constitutivas del pesebre napolitano, así como su crecimiento, será consecuencia no sólo de la búsqueda por parte de los imagineros de establecer vínculos afectivos entre los fieles católicos y lo re- presentado iconográficamente, sino también de la apuesta teatral desarrollada por los napolitanos en torno al pesebre. En este sentido, se sabe que ya desde el siglo XVI los montajes del presepe napolitano eran considerados verdaderos espectáculos, merecedores, ya en el siglo XVIII -como ha señalado Francisco Manuel Valiñas-, de reseñas en gacetas urbanas, guías de viajeros y representaciones pictóricas.23

En los albores del siglo XVIII, como producto de una tradición cosechada durante siglos, el pesebre napolitano se presentaba, no sólo como un referente de la talla escultórica religiosa, sino también como un atractivo para reyes y nobles de otras latitudes. En 1707, por ejemplo, el virrey austriaco en Nápoles -a la sazón, Luis Tomás de Harrach- visitó el nacimiento concebido por Juan Bautista Nauclerio, destacado por un montaje en el que diversos efectos de luz y sombra simulaban el paso del día.24 Finalmente, en la segunda mitad del siglo XVIII, el atractivo que despertaban las tallas napolitanas del nacimiento tocó las puertas de la monarquía española, esto por medio de la inquietud que tales representaciones le suscitaban al entonces príncipe Carlos. Aunque se sabe que al menos desde la primera mitad del siglo XVII circulaban en España algunas piezas napolitanas representativas del nacimiento de Jesús,25 fue tras la muerte del rey Fernando VI en 1759 que el pesebre entró definitivamente a ser parte del repertorio iconográfico de la monarquía hispana. El ascenso al trono de España de Carlos III, le permitió al ahora rey llevar a la renovada corte madrileña el llamado “Belén del Príncipe”, un amplio conjunto de figuras napolitanas que pronto se elevaría como una muestra más de la majestuosidad vinculada a la nobleza española.26 Son de destacar, en este sentido, las grandes apuestas teatrales desarrolladas en torno al pesebre principesco, las cuales llegaban a ocupar varias habitaciones del palacio, lo cual acarreaba de paso un gran dispendio para la Corona.27

Cabe mencionar que el paso de la tradición pesebrista de Italia a España se dio gracias a la situación política del reino de Nápoles, sujeto a la corona española desde 1504 como territorio dependiente de Aragón. La unión, lograda tras un largo proceso de conquista, trajo consigo un tránsito de ideas y objetos que enriqueció notablemente el panorama cultural no sólo de Aragón, sino también de toda Castilla.28 Pintura, escultura, literatura y teatro circularon por ese nuevo imperio que no sólo incluía a las llamadas “dos Sicilias” (Sicilia y Nápoles), sino también a todas aquellas nuevas tierras ubicadas en la otra orilla Atlántica. La relación entre Nápoles y la Corte madrileña, fortalecida en el reinado de quien sería coronado en 1731 como Carlos VII de Nápoles, permitiría entonces, no sólo el rápido ingreso de la tradición pesebrista napolitana a la Península Ibérica, sino también su progresiva difusión por los diferentes territorios integrantes de la monarquía hispánica.

En el caso de América se puede decir que la escultura napolitana se convirtió rápidamente en una oportunidad de negocio para aquellos que enviaban mercancías a través del Atlántico. Muebles, objetos suntuarios e imágenes de todo tipo procedentes de Nápoles comenzaron, vía Sevilla, a arribar al Nuevo Mundo. Dentro de éstas, las imágenes de pesebre -ya conocidas en la Península Ibérica- hicieron su aparición, y se destacaba de ellas su funcionalidad “para la edificación espiritual de los súbditos”.29

Con el correr del tiempo, dada la rapidez de la empresa evangelizadora americana, los artesanos radicados en el Nuevo Mundo se vieron forzados a reproducir muchos de los objetos que habían observado en Europa, o que arribaban en los galeones que tocaban las costas del Nuevo Mundo. El pesebre fue uno de estos objetos. Las necesidades materiales derivadas de la empresa evangelizadora no daban espera, más aún cuando las largas travesías transatlánticas, seguidas del acarreo de mercancías hasta los diversos pueblos enclavados en la cordillera, se comenzaban a ver como obstáculos a la evangelización.

En medio de esta dinámica, desde finales del siglo XVII, los talleres escultóricos establecidos en Quito -principalmente- comenzaron a dotar templos y capillas de imágenes, en medio de una producción incipiente que ya en la primera mitad del siglo XVIII se situaría como la primera fuente de abastecimiento de esculturas en el Nuevo Mundo.30 La escultura quiteña se convirtió así en el puente que vinculó lo napolitano, lo español y lo indígena, al transferir a América tradiciones como la del pesebre, leída ahora a partir de las necesidades propias del contexto evangelizador. Para que el pesebre pudiera vincularse a las realidades americanas, y dar respuesta de paso a las necesidades catequéticas del Nuevo Mundo, tuvo que adaptar su discurso iconográfico, manteniendo como base de éste la doble intención de generar un vínculo sensible con la feligresía, a la vez que proyectaba modelos de vida que permitieran ensamblar una cotidianidad dominada por la “policía cristiana”.31

Al tener esto en cuenta, los imagineros quiteños -siguiendo la lógica visual napolitana-sumaron a la representación del nacimiento tallas relativas a los diferentes episodios de la vida de Jesús. Adicionalmente, haciéndose eco del uso que los talladores de Nápoles le dieron a la narración de los pastores, el Belén quiteño configuró todo un abanico de personajes que representaban a la sociedad colonial. Las novedosas figuras, conocidas hoy con el apelativo genérico de “pastores”, adaptaron sus características iconográficas a las realidades de la cotidianidad americana, reemplazando lo “cotidiano napolitano” por un discurso similar, pero centrado en la realidad indiana. Las tallas quiteñas, en este sentido, adaptaron sus rasgos visuales a un discurso que, propagado desde la metrópoli como modelo para las sociedades indianas, se desplazaba a cada uno de los territorios americanos. Gracias a esto, las figuras del pesebre pudie- ron cumplir su cometido discursivo en diferentes entornos geográficos, ya fuera en Quito, Lima o Santafé. Al margen de la particularidad iconográfica idea- da en los talleres quiteños, el discurso que las piezas transmitían terminaba sien- do universal, no sólo en términos de las historias vinculadas a la Natividad de Cristo, sino también en lo tocante al modelo social. En este último caso, la heterogeneidad propia de las sociedades que habitaban los diferentes territorios indianos, posibilitaba la introducción de un modelo fundado en una organización jerárquica de la sociedad vinculada a la distinción racial.

Como producto de todo lo anterior, el nuevo discurso visual ensamblado por los quiteños sobre la base iconográfica del nacimiento de Jesús, se introdujo a la Nueva Granada desde los últimos años del siglo XVII, esto gracias a la acción de religiosos franciscanos procedentes de Quito. Las noticas más tempranas de belenes en territorio neogranadino proceden, en este sentido, de Po- payán, donde desde el ocaso del xvii se registran pesebres en algunos templos.32 Tales conjuntos escultóricos ya se encontraban del todo distanciados del modelo napolitano, al proyectar un discurso visual que, sin alejarse del carácter popular y pintoresco acuñado por los talladores italianos, operaba directamente sobre un variopinto escenario social del que españoles, indios, mestizos y negros eran partícipes. Como producto de esto, la iconografía pesebrista que llegó al Nuevo Reino de Granada -así como a buena parte de la América española- ya presentaba, junto al nacimiento de Jesús, representaciones de indios, mes- tizos y negros desempeñando diversos oficios. En detrimento de las ya típicas representaciones napolitanas de Benino o Stefania, músicos, labradores y pastores pertenecientes a todas las razas, hicieron así su aparición en el Belén quiteño.

Pero, ¿cuál fue la razón de esta transformación iconográfica? Al enfrentar la iconografía del pesebre quiteño con las realidades sociales propias del Nuevo Reino de Granada de los siglos XVII y XVIII, se hace evidente que la transformación tuvo como objetivo proyectar un discurso que, más allá de evidenciar las realidades sociales americanas o neogranadinas, reflejara el modelo ideal de sociedad. Los talladores quiteños, al redefinir el discurso visual del presepe napolitano, dieron entonces forma a una nueva visualidad, típicamente americana, y acorde a lo que la Iglesia y la monarquía pretendían generar, a nivel social, en el Nuevo Mundo: esto es, una sociedad estamentaria, definida por el respeto al monarca y a la normativa eclesiástica. El pesebre representó así la heterogeneidad social americana, mediada por el esquema de segregación ambicionado por la Iglesia y la monarquía como eje del ordenamiento en los nuevos territorios. El análisis del discurso iconográfico vinculado a las diversas imágenes que conformaban el pesebre quiteño reviste aquí interés, en tanto que permite desentrañar los resortes de dicha ambición. Éstos se hallaban íntimamente ligados a las dos grandes directrices del cristianismo contrarreformado del siglo XVII: la formación de un “cuerpo individual” y un “cuerpo social” estructurados a partir de la norma cristiana.

El pesebre quiteño en la Nueva Granada y su relación con la formación del sujeto cristiano

Uno de los elementos centrales del cristianismo contrarreformado, heredado por la Iglesia americana como fundamento de la evangelización, fue la intención de modelar a los sujetos a partir de la norma cristiana, para engendrar en éstos el respeto y la devoción hacia la Iglesia y el monarca. Como señala el profesor Jaime Borja “La cultura católica posterior al Concilio de Trento (1563) se caracterizó por la fuerza inusitada que proporcionó a la piedad, es decir, a aquella virtud que debía inspirar amor a Dios y devoción a las cosas santas”.33 Este principio redundó en la configuración de una nueva “política eclesiástica de la imagen”, vigente desde el siglo XVI, y a partir de la cual se buscó “formar los comportamientos y las actitudes de los creyentes”. De esta forma, la imagen se convirtió en un transmisor de los valores del cristianismo contrarreformado, sintetizados en la idea de impulsar en la feligresía la obtención de la santidad.34

El pesebre, entendido como un conjunto iconográfico portador de múltiples sentidos amalgamados en la narración de la Natividad de Jesús, se convirtió entonces en un mecanismo visual útil en relación con la configuración de un sujeto modelado desde el paradigma cristiano. Esto queda evidenciado no sólo en la presencia del principal modelo de vida promulgado por el catoliismo -la vida de Cristo-, sino también en la conjunción de esta narración con lo que podríamos denominar una “geografía humana” colonial, manifiesta en la tipología de personajes que acompañan al nacimiento. El vínculo entre ambas líneas iconográficas dentro del pesebre planteará un discurso en el que los fieles -identificados con aquellos que se encuentran representados- asumirán la posición de protagonistas y partícipes del nacimiento, lugar que estará aunado a la posible apropiación de una serie de valores y virtudes ideales.

La vida de Cristo en el pesebre

Veamos en primera instancia el carácter que cobró la “vida de Cristo” al proyectarse como parte del discurso del pesebre. En el caso de la Nueva Granada no sobreviven hoy vestigios materiales de las diferentes escenas de la vida de Cristo que acompañaban al nacimiento dentro de los montajes del pesebre. Sabemos, gracias a los pesebres conservados en museos de Quito y Lima, que una de las características representativas del pesebre colonial americano, siguiendo la lógica napolitana, fue la de ubicar, en torno al núcleo central del nacimiento, toda una serie de representaciones de los principales momentos de la vida de Jesús, esto con el fin de forjar una narración visual que, exceptuando la pasión y muerte,35 permitiera a los fieles reconocer la vida y obra del Mesías católico. Esta lógica visual, aunque no puede ser comprobada materialmente en el caso de la Nueva Granada, encuentra correspondencia en la descripción del pesebre del pueblo de indios de Monguí, realizada por orden del visitador Andrés Verdugo y Oquendo en 1755. Según el documento, el pesebre, además de presentar “una Imagen de María Santísima, señor san José y el Niño Dios”, que por sus atributos eran las piezas más grandes y vistosas,36 contenía también

los misterios siguientes, La huida a Egipto, El bautismo de Christo, el Paraíso de nuestros padres Adán y Eva, el del Niño Dios disputado entre los Doctores, El de la Degollación de los Niños Ynocentes; El de la Visitacion; El de la Encarnación, el de la Adoración de los Reyes.37

Más allá del evidente fin pedagógico que estas representaciones poseían en el marco de un contexto evangelizador, lo destacable aquí es su función como proyección de un modelo de vida ideal, aspecto que derivaba de la exaltación de la “Imitatio Christi” como fórmula de salvación por parte del cristianismo contrarreformado. Jesús había sido erigido por el cristianismo medieval, no sólo como el mesías prometido en los textos antiguos -hecho que distancia- ría dogmáticamente al catolicismo del judaísmo-, sino también como una figura que concentraba múltiples significados. Él se presentaba como el verbo de dios, pero a su vez como el León de Judá que venció a la muerte, el esposo de la Iglesia, y finalmente, el guía de los “peregrinos por el mundo”, es decir, los humanos.38 La pluralidad semántica asignada por la Iglesia medieval a la figura prototípica de Jesús se cristalizaría desde el siglo XV por medio de su proyección como principal modelo de vida. Ahí obras como la famosa Imitatio Christi de Thomas de Kempis (publicada originalmente en 1418), impulsará la idea de que todo buen cristiano debía imitar al Redentor, buscando así la salvación eterna.39 Tales nociones serán recogidas y acentuadas en el siglo XVI medio del tenso ambiente producido por la reforma protestante y su respuesta materializada en el Concilio de Trento (1545-1563). La teología del siglo XVI, en este sentido, convirtió el hecho de “hacerse el cuerpo total de Cristo” en el más importante de los llamados “Actos salvíficos”.40 Esta idea fue impulsada pletóricamente por la Compañía de Jesús que, como brazo de la Contrarreforma, estimuló el uso de la vida de Cristo como ideal máximo a seguir por todo católico. Ignacio de Loyola -fundador de la Compañía de Jesús- instaba, en este sentido, a que los cristianos experimentaran la vida y la pasión de Cristo en sus propias cotidianidades, e involucraran en ello “emociones y pasiones” con el fin de que el ejemplo fuera interiorizado.41

La difusión del ideario contrarreformista como eje de la cristianización neo- granadina permite explicar no sólo la presencia, sino también la función de las imágenes vinculadas a la vida de Cristo insertas en el pesebre del pueblo doctrinero de Monguí. La huida a Egipto, el Bautismo en el río Jordán o la Disputa con los Doctores del templo, citados en la descripción del pesebre monguiseño, se constituían como recordatorios de la vida de Cristo y su carácter ejemplar. Sentimientos como la abnegación (presente en La huida a Egipto); el respeto a la Iglesia (evidente en el sacramento del bautizo) o el dolor (manifiesto en la muerte de los niños inocentes) eran transmitidos a partir de la imagen del pesebre, con el fin de que los fieles vincularan el gozo del nacimiento de Jesús con afecciones y modelos de comportamiento. Es en medio de este marco donde cobra sentido, por ejemplo, la presencia dentro del Pesebre de Monguí del “paraíso de nuestros padres Adán y Eva”, rememoración del pecado original leído en relación con la “salvación” materializada en el nacimiento de Jesús. El discurso iconográfico del pesebre permitía, en este sentido, enseñar a los fieles la historia de la “salvación universal”, e introducía la figura arquetípica de Cristo como núcleo y camino de dicha salvación.

El discurso visual inserto en el pesebre se hallaba dotado entonces de toda una serie de complejidades narrativas, difíciles de descifrar, en su mayoría, por parte de los fieles. Por ello, para que los devotos acogieran e interiorizaran las enseñanzas proyectadas por el discurso visual, la relación entre la grey y el Belén -ya fuera en el pueblo de Monguí, o en otros templos- debía estar mediada por el cura, quien con su palabra guiaba a su feligresía por los vericuetos de la retórica visual. El sacerdote se erigía como el encargado de direccionar el discurso del pesebre a conveniencia, destacando uno u otro aspecto dentro de éste. Es ahí donde cobran valor las múltiples capas discursivas yuxtapuestas en la visualidad del pesebre. Éstas, organizadas como piezas de una herramienta didáctica, se presentaban a la vista de curas y doctrineros como un abanico de posibilidades retóricas dispuestas para enseñar a los fieles verdades dogmáticas y modelos de vida.

Las imágenes relacionadas con el nacimiento y la vida de Cristo podían servir, en esta medida, ora para enseñar el dogma contenido en los Evangelios, ora para llevar enseñanzas morales, aspecto a los que se sumaban las múltiples posibilidades semióticas contenidas en los diversos elementos del Belén. Baste recordar que algunas de las tallas que integraban el pesebre -como ocurría con buena parte de los discursos visuales propios del barroco- presentaban semánticas múltiples y “temas ocultos”,42 elementos que enriquecían la funcionalidad de estas imágenes en términos pedagógicos. Un caso ilustrativo de esto lo encontramos en la infaltable representación de los Reyes Magos, tipología presente en el pesebre neogranadino de la cual hoy quedan como testigo las tallas conservadas en el Museo Colonial de Bogotá (Fig. 1). Estas representaciones, ricamente decoradas a partir del uso de dorados y diversas policromías, atestiguan la presencia de un discurso iconográfico múltiple que vincula la historia-apócrifa y bíblica- de los tres Magos que llegan provenientes de oriente para ofrendarle incienso, mirra y oro a Jesús,43 con un entramado simbólico oculto que da cuenta de la vida y muerte de Cristo. Tal significado descansa sobre los tres elementos ofrecidos por los Magos: el oro, que representa la realeza y la humanidad encarnada en Jesús; el incienso, que se presenta como significante de la naturaleza divina de Cristo; y la mirra, que prefigura su muerte, en tanto que era una de las resinas más utilizadas para embalsamar cadáveres. La imagen de un rey mago como Gaspar se convierte así en una verdadera fuente de información tanto para el sacerdote, como para los creyentes. Enseñar y moralizar se suman ahí con la proyección visual del nacimiento y la vida de Cristo, pre- sentados como el ideal a reproducir por los individuos en pos de su salvación.

1. Anónimo quiteño, Rey mago Gaspar, siglo XVIII. Imagen tomada del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 133. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

Los “pastores”

Según el tratadista del siglo XVII, Vicente Carducho, la función de las imágenes radicaba en transmitir “ejemplos saludables a los fieles” para que “compongan la vida y costumbres suyas”.44 A instancias de este derrotero, el Belén colonial quiteño, a la par de las imágenes de la vida de Cristo, presentaba lo que hemos denominado algunas líneas más arriba como “geografía humana” colonial.

Al imitar la línea cotidiana manejada por los imagineros napolitanos, escultores quiteños introdujeron toda una serie de figuras, acompañantes del nacimiento y las representaciones de la vida de Cristo, pero ajenas al discurso eclesiástico. Estas figuras, simplificadas en los documentos con el apelativo de “pastores”,45 integran unas complejidades que sólo pueden apreciarse en su materialidad, circunstancia que nos obliga a tomar como punto de partida para el análisis iconográfico al conjunto de piezas de pesebre resguardadas hoy por el Museo Colonial de Bogotá.

El análisis de estas pequeñas tallas del siglo XVIII, ha tendido a simplificarse con la idea de que el pesebre se disponía como una representación de las realidades sociales coloniales. Al plantear una iconografía popular, según la restauradora Ximena Bernal Castillo, el pesebre se presentó como ruptura frente al modo de representación europeo, al distanciarse de lo discursivo para acoger una representación directa de lo cotidiano.46 Al seguir esta línea, la historiadora Slenka Leandra Botello Gil ha planteado la presencia, en el pesebre colonial quiteño, de representaciones cotidianas que se ofrecen como posible muestra de la “temática popular” ausente en otras fuentes.47

A contracorriente de esta perspectiva nos interesa poner en evidencia la relación de los “pastores” del Belén quiteño, no con una cotidianidad manifiesta en lo visual, sino más bien con la proyección de modelos corporales y de vida tendientes a encauzar las actitudes de los sujetos. Nos distanciamos entonces de la idea que asume las tallas del pesebre -en especial las representaciones de los pastores- como imágenes sui generis que rompen con la estructura iconográfica europea, para demostrar que éstas, a pesar de que comportan características que entroncan con lo cotidiano y lo popular, mantienen un vínculo con la retórica visual del barroco y su función como difusora de modelos ideales corporales y de interacción social.

Tal perspectiva no pretende negar el hecho de que la aparición de blancos, indios, mestizos, negros, comerciantes y músicos, como parte del pesebre, se presenta como proyección de las complejidades de la sociedad neogranadina

-y americana en general-, sino que enriquece tal visión y enuncia su carácter netamente discursivo, dirigido a operar como “ideal” sobre las realidades colectivas. En este sentido, la falencia inserta en la idea de una representación de la cotidianidad manifiesta en el pesebre radica en la equivalencia directa entre discurso y realidad, relación que omite las intenciones que se hallan detrás de la representación visual de las figuras que integran el nacimiento. No hay que olvidar que el Belén quiteño, aun incluyendo representaciones de corte popular, se estructura a partir de un discurso religioso que es el encargado de otorgarle sentido. En consecuencia, sus piezas no pueden ser tenidas por representacioes objetivas de la realidad, sino más bien como producto de una “experiencia discursiva” orientada hacia la formulación de modelos de vida.

El discurso iconográfico presente en los “pastores” del Belén representa en- tonces una “realidad” retórica, a partir de la cual se buscó modelar el “cuerpo individual”, no sólo de los blancos, sino también de los indígenas, los negros y los mestizos. Tal pretensión se hace manifiesta en el uso de códigos visuales insertos en las piezas, tendientes a encauzar gestos, comportamientos y actitudes corporales.

Vale la pena recordar que el cuerpo, desde los tiempos del cristianismo temprano, fue objeto de estudio y control por parte de la Iglesia. Ya en el siglo v la cristianización de los autores clásicos grecolatinos por parte de los padres de la Iglesia, dio forma a una visión negativa de lo corporal, en la que el cuerpo-siguiendo de cerca lo anotado por Platón en sus Diálogos- se erigía como el primer obstáculo para la “purificación del alma”.48 El platonismo cristiano derivó entonces en una lógica “anticorporal” que sería, siglos después, recuperada y fortalecida como respuesta eclesiástica a la Reforma protestante. El conjunto de discursos visuales imperantes en los siglos XVI y XVII se presentó, en esta medida, como “vehículos ideológicos” a partir de los cuales, siguiendo lo anotado por Jaime Borja, se transmitía un discurso del cuerpo enfocado en el control y la reglamentación de los gestos y las actitudes de los sujetos.49 Disciplinar el cuerpo se convirtió así en uno de los objetivos de la imagen barroca, y se presentó como uno de los condicionantes iconográficos vinculados a las representaciones de los “pastores” en los nacimientos quiteños que arribaron al Nuevo Reino de Granada. Esta característica puede rastrearse en elementos estéticos de las pequeñas tallas, como lo son la disposición gestual del rostro y las manos, o el uso del vestido. Vale la pena recordar que, en el contexto simbólico propio de la imagen barroca, ningún elemento iconográfico se constituye como aleatorio, sino que, por el contrario, cada gesto, cada signo o cada color, guarda un significado vinculado al discurso que se quiere proyectar.50 Las figuras de los pastores pertenecientes al Belén, no son en este sentido simples piezas de relleno, sino que poseen una semántica específica, materializada en su propios atributos iconográficos, y dispuesta con relación a la retórica discursiva contenida en la totalidad del pesebre.

Centrémonos, por ejemplo, en la gestualidad del rostro de algunos de los “pastores” que conforman el nacimiento conservado en el Museo de Arte Colonial de Bogotá (Fig. 2). Los diferentes rostros no se presentan aquí como una manifestación de las realidades corporales de aquella época, sino más bien como una construcción retórica tendiente a demostrar a los fieles las actitudes y comportamientos propios del buen cristiano. Al observar con detenimiento los rostros de las pequeñas imágenes, es evidente que todas presentan una gestualidad mesurada, en la que la expresión facial integra significados morales. Tal característica entronca con la idea cristiana de que el cuerpo pone en evidencia los rasgos sensitivos del alma. El bien y el mal son exteriorizados en cuerpo y su gestualidad. En este orden de ideas, mientras el sujeto de pensamientos impuros poseerá una gesticulación excesiva y desmesurada, el bueno manifestará su virtud -según el moralista neogranadino Pedro Mercado- “mostrando la serenidad del alma en la serenidad del rostro”.51 Las facciones de las figuras del pesebre representan, en esta medida, la serenidad del buen cristiano, elemento al que se suman gestos que manifiestan aspectos como la devoción, la sumisión o la caridad.

2. Anónimo quiteño, Pastores, detalles de rostros, siglo XVIII. Imágenes tomadas del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 140-145 Colección Museo Colonial (Bogotá). 

Las características gestuales dispuestas en las figuras del pesebre se presentan entonces como producto de dos elementos. Por un lado, la necesidad de transmitir a los fieles una forma de ser y comportarse acorde a unas reglas cristianas mediadas por la “moderación”, concepto que resumía la actitud que debía plantear todo fiel cristiano ante la corporeidad y sus placeres.52 Por otro, la idea de replicar, en las figuras de los pastores, el modelo gestual de la representación escultórica de los santos y vírgenes, trabajada con maestría por los imagineros quiteños. De hecho, uno de los elementos característicos de la escultura quiteña colonial era la expresividad de los rostros, lograda a partir del uso de mascarillas de metal y madera. Esto, además de permitir una producción escultórica “en masa”, dio forma a una tipología gestual que podía ser fácilmente desplazada de un santo o una virgen, a cualquier otro tipo de figuras talladas.53 Lo anterior puede evidenciarse al comparar los rostros de algunas representaciones de vírgenes o santos producidas por imagineros quiteños, con los rostros de las figuras del pesebre. Al observar unos y otros en línea comparativa se hacen visibles las similitudes -por ejemplo- entre la “Pastora con cofre” o el “Pastor con gallo” y las representaciones de la Virgen Dolorosa o el san Jerónimo (Figs. 3a-d). En ambos casos los rostros presentan expresiones sensibles, tendientes a forjar una “gestualidad cristiana” transmisora de las virtudes del alma.54

3.  Anónimo quiteño, a) pastor con gallo; b) San Jerónimo; c) pastor con cofre; d) Virgen Dolorosa, siglo XVIII. Imágenes tomadas del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 93, 120, 136 y 138. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

En este mismo sentido cobran valor otro tipo de figuras como el “pastor con frutas y tronco” en el que, a la significación propia del rostro, se sumará la gestualidad de su mano derecha (Figs. 4 a y b). Aunque gestos de este tipo pueden pasar hoy desapercibidos al observarse como elecciones arbitrarias ejecutadas por el tallador, lo cierto es que, leídos desde la retórica visual reinante en el periodo colonial, integran profundos significados. Las imágenes, fueran pintadas o talladas, daban cuenta de una gestualidad que transmitía mensajes, y permitían que lo visual “hablara”. Para lograr esto, pintores y talladores introducían códigos gestuales hoy perdidos, que deben ser recuperados para restituir completamente el valor discursivo de las imágenes coloniales. Aquí son de ayuda los manuales y tratados de pintura, y dentro de ellos los tratados de quirología. Estas obras, concebidas como manuales del gesto, permitían a los imagineros transmitir mensajes concretos a partir del uso de gestos simbólicos con las manos.55 Al tener esto en cuenta, ¿Qué nos dice con su mano el “pastor con frutas y tronco”? y ¿qué incidencia tiene esto en la formación corporal de los sujetos a partir del pesebre?

4 a Anónimo quiteño, Pastor con frutas y tronco, siglo XVIII. Imagen tomada del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 134. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial; y b. imagen tomada de John Bulwer, Chironomia or the Art of Manual Rhetorique (Londres: Harper and Twyford, 1644), 95. 

Al partir del manual de Chironomia de John Bulwer (1644) -uno de los más difundidos en Europa- podemos interpretar el gesto del “pastor con frutas y tronco” como un “llamado de atención” (attentionem poscit)56 a partir del cual se busca que el espectador centre su atención en una materia determina- da del discurso (Fig. 4a). Lamentablemente es imposible restituir hoy el sentido completo del mensaje puesto que la pieza referida se encuentra del todo ajena a su horizonte iconográfico original. Podemos presumir que el llamado de atención tenía relación quizá con el nacimiento de Jesús, en la medida en que los pastores -según el relato bíblico- fueron los primeros a los que se les anunció el acontecimiento con el encargo de divulgar la noticia. Al margen de esta suposición, la indicación gestual revela el papel que adquirió el gesto como elemento simbólico dentro del pesebre, característica que ratifica la labor de la representación visual del nacimiento como un verdadero abanico iconográfico destinado, dentro del ámbito retórico, a enseñar, deleitar y conmover a los fieles.57 Así, la recuperación de la retórica clásica por parte de la Iglesia contrarreformada de los siglos XVI y XVII, permitió fortalecer el carácter simbólico de las imágenes, aspecto apreciable en la multiplicidad semiótica de piezas como el pesebre. En este orden de ideas vale la pena mencionar una arista adicional del discurso corporal individual, presente como rasgo en las imágenes de los “pastores” vinculadas al Belén colonial: éste es el de las deformidades físicas. Si por un lado las figuras pastoriles del pesebre proyectan rasgos apacibles y austeros vinculados a la piedad o la obediencia, por otro, dan cuenta de la deformidad física, elemento del cual son muestra los “jorobados” (Fig. 5). Aunque por lo común estas piezas han sido leídas como una manifestación del carácter festivo y jocoso asociado a la fiesta de navidad, tal interpretación ha dejado de lado el significado moral que para una sociedad sacralizada y retórica como la colonial neogranadina poseía la deformidad. La presencia de malformaciones corporales evidentes en algunas de las figuras del pesebre entronca de forma directa con el ya mencionado carácter moralizante de la imagen, ensamblado sobre la idea de transmitir tanto virtudes como vicios. La imagen de los siglos XVI, XVII y XVIII era leída como partícipe del género demostrativo de la retórica que, como su nombre lo indica, buscaba demostrar ejemplos a partir de la oposición del vicio y la virtud. Esta característica se hallaba relacionada con la idea aristotélica de que, para alcanzar la virtud, es necesario conocer el vicio, ya que de su reconocimiento derivaría su voluntario rechazo.58

5.  Anónimo quiteño, Jorobado bailando, siglo XVIII. Imagen tomada del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 152. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

Trasladado al campo de la retórica visual este principio demandaba que las imágenes presentaran tanto vicios como virtudes, y estructuraba un ejercicio demostrativo tendiente a mover la voluntad de los fieles. Hemos señalado ya cómo el pesebre napolitano contaba con figuras como la “prostituta” que, opuesta a representaciones como la de Stefania, ponía en juego la demostración del vicio y la virtud. Similar condición es asumida en los pesebres quiteños por sujetos deformes como los jorobados, personajes que, si bien parecen jocosos, transmiten la idea de la malformación como símbolo del vicio. Desde la Edad Media las malformaciones físicas, así como las enfermedades que generaban un deterioro corporal eran vistas como un castigo de Dios consecuente con el pecado. Por tanto, el individuo ruin o entregado a la carnalidad terminaba padeciendo deformaciones, entregadas por dios como don para enseñar a su grey el castigo que merecían las malas conductas. De la mano de esto, lo de- forme, retóricamente, integraba en sí mismo un signo de maldad. De esto da cuenta Miguel de Salinas, uno de los grandes retóricos castellanos del siglo XVI, quien en su Manual de retórica señala las relaciones existentes entre la “disposición” corporal o la edad de los sujetos y la representación de vicios y virtudes. Así, por ejemplo, mientras un mancebo podrá vincularse con mayor facilidad a un vicio de la carne que un hombre viejo, un hombre feo o flaco puede relacionarse con vicios o con la falta de fortaleza heroica.59

Los jorobados presentes en el pesebre quiteño representan, en este sentido, el vicio, pero a su vez la lucha del cristiano en contra del pecado. En su Diccionario de los símbolos, Jean Chevalier sostiene que la deformidad se plantea en la iconografía como un símbolo ambivalente en la medida en que

Toda deformidad es símbolo de misterio, sea éste maléfico o benéfico. Como toda anomalía comporta una primera impresión repugnante; pero es un lugar o un sig- no predilecto para esconder cosas muy preciosas, que exigen un esfuerzo para ser ganadas.60

Lo “precioso” a ser ganado, leído en términos del pesebre, puede entenderse como la salvación, en la medida en que uno de los elementos protagónicos del discurso contrarreformista era la idea de que todo cristiano debía buscar su salvación acercándose a las cosas santas en detrimento de la carnalidad mundana. La imagen del jorobado resume así, tanto el vicio que es castigado, como la lucha que debía asumir todo individuo por redimirse del pecado y alcanzar la salvación eterna.

La suma de todos estos elementos simbólicos nos lleva a concluir que el pesebre quiteño de los siglos XVII y XVIII integró en su iconografía un discurso orientado a modelar los cuerpos de los sujetos neogranadinos, y transmitir una visión idealizada de lo corporal mediado por la normativa cristiana. Tal premisa permite controvertir hipótesis como las planteadas por Slenka Botello, para quien los sujetos “deformes” que aparecen en el pesebre quiteño se constituyen como “la representación intencionada de sujetos con anomalías físicas que hacían parte de la sociedad en la que fueron producidas las tallas en madera”.61 Contrario a esto, lo que se hace evidente es una lectura moral de la realidad, en la que lo deforme aparece como signo discursivo de anormalidad y de pecado, es decir, de todo aquello que queda al margen de la norma y que, por ende, debe ser corregido. Claramente, esto no niega la posibilidad de que “barrigones” o “jorobados” hicieran parte de las sociedades coloniales, ya fuera en Quito, Lima o Santafé. Lo que se cuestiona aquí es el desplazamiento di- recto de estas “realidades” al plano de lo visual, esto último teniendo en cuenta que es el discurso el que condiciona las prácticas a partir de la aplicación de un sentido moral a la realidad. El pesebre se presentó entonces, a partir de las re- presentaciones de la vida de Cristo y los pastores, como síntesis visual de las normas corporales individuales, proyectadas a su vez como mecanismo de ordenamiento del conjunto social.

El pesebre en la Nueva Granada y su papel en la formación de un “cuerpo social”

La idea de exhibir un modelo corporal cristiano por medio de la iconografía del pesebre se hallaba vinculada a la necesidad de establecer un modelo social fundado en un orden de corte monárquico-eclesial. La estructura social de los territorios ultramarinos sujetos a la monarquía debía fundarse entonces sobre dos premisas: el respeto por el monarca y sus designios, y la ya mencionada práctica de la piedad, traducible en la devoción y el sometimiento frente a los dictados de la Iglesia. Si bien es cierto que tal intención nunca se cumplió cabalmente, lo cual queda en evidencia al revisar la documentación colonial, el análisis del discurso inserto en iconografías como la de los nacimientos quiteños permite desentrañar la lógica que estructuraba tal propósito. Vemos entonces que, de la mano de la formación de una corporeidad individual regida por el encauzamiento de los gestos, las actitudes y los sentimientos, el pesebre permitió, a partir del discurso visual, proclamar el modelo de “cuerpo social”, pretendido por la monarquía hispánica como fundamento del orden social en sus territorios ultramarinos.

Cuando los españoles arribaron a América una de sus premisas fue la de convertir a las comunidades nativas al cristianismo, y mantenerlas unidas por medio de la introducción de los modelos sociopolíticos europeos. Tal necesidad redundó en el impulso a la idea del corpus social, como mecanismo para establecer un nuevo orden encaminado hacia la salvación eterna de quienes lo componían. La idea de un “cuerpo social” articulado como metáfora del cuerpo humano, propició entonces, no sólo la adopción de la norma cristiana como regla, sino también la verticalidad social que la política monárquica exigía de sus súbditos. La premisa de una sociedad entendida como “cuerpo” debía ensamblarse entonces a partir de un armazón organicista en el que la cabeza (el rey y la Iglesia), dominaba al resto del cuerpo: unos brazos (la milicia), y unas piernas (los trabajadores), con el fin de que éstos siguieran sus designios.62 El modelo, en cuya introducción sería vital el uso de la imagen, exigía el compromiso de todos en el cumplimiento de las reglas y designios de la Iglesia y el monarca, todo esto articulado sobre un sentido sacrificial según el cual, como señala Marialba Pastor, “dentro del cuerpo social cristiano ideal todos tenían culpa del pecado y para aplicar la ira divina, todos debían sacrificarse con su abstinencia, su ascesis y su penitencia”.63 La concepción organicista cristiana reproducía así un modelo fundado en el control y la uniformidad de los individuos o una misma regla -la católica-, en la que el daño de un elemento de la corporación significaba su derrumbe completo.64 Pero,

¿qué características tuvo el “cuerpo social” introducido como fórmula de orden en el Nuevo Reino de Granada?

La respuesta a esta cuestión la podemos encontrar en el discurso proyectado por el pesebre, cuya estructura visual ambicionaba la configuración de un cuerpo individual, entendido como célula de un “cuerpo social” regulado por la norma cristiana. El primer grupo iconográfico que llama la atención en este sentido es el de los ya mencionados “pastores”, al presentarse como una manifestación de la heterogeneidad racial de las sociedades colonia- les. Esta característica, más allá de dar cuenta de la “realidad cotidiana colonial”, tiende a reproducir una visión idealizada de la sociedad en términos de su ordenamiento; es decir, establece el modelo racial, gestual, corporal a partir del cual se debía estructurar, idealmente, el orden social.

Esto se hace evidente en la tipología racial manifiesta en el Belén que conserva hoy el Museo Colonial de Bogotá, en el cual se escenifica una clara diferenciación, en el aspecto tanto racial como cultural, entre los diversos grupos sociales. En consecuencia, al negro representado en el Hombre con gallina (Fig. 6), se le asigna no sólo el color de piel, sino también un vestuario y una actitud corporal que lo signan como parte de un lugar social determina- do. Cabe recordar que los negros -dentro de la idea del cuerpo social- se ubicaban junto a los indios en los “pies”, con el agravante de que su función era la de ser el “cuerpo sufriente”, es decir la parte del “cuerpo social” que debía sufrir para la salvación del resto.65 Tal calidad es la que se reproduce en la figura del Hombre con gallina, un trabajador sumiso o “prudente”, como se observa en la expresión de su rostro. En este sentido, la gestualidad de la figura concuerda con los rasgos faciales atribuidos a la representación de la “prudencia” por uno de los tratadistas de la pintura más importantes del siglo XVII, Vicente Carducho. Al seguir sus diálogos de la pintura, al prudente se le debe representar con

pequeño cuerpo, la cabeza antes grande que pequeña, el celebro y la frente prolongados. […] la frente cuadrada, algo grande, el rostro mediano, la lengua sutil, el labio superior preeminente. El cuello inclinado á la parte derecha, el pecho ancho, el vientre mediano, […] los ojos grandes, sublimes, fulgentes, bruñidos, ó lucidos, con manchas que participan de lo blanco, pálido, y negro, ó sanguíneos, fuera de la circunferencia alegre.66

6.  Anónimo quiteño, Hombre con gallina, siglo XVIII. Imagen tomada del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 143. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

Estos rasgos, evidentes en parte dentro de la representación del negro, contrastan con la gestualidad que -según Carducho- debe caracterizar al atrevido o insumiso. Siguiendo al tratadista, el “bulto de un atrevido” debe evidenciar:

La frente arrugada, áspera y seca, las cejas largas, y no extendidas, la nariz que baja á la boca, la boca grande, el labio superior sobrepuesto al inferior, los dientes gran- des, ralos, y fuertes, el pecho ancho, y peloso, los ojos resplandecientes, y sanguíneos, […] los pelos duros, el cuerpo derecho, y articulado, los huesos grandes y fuertes, el vientre ancho, y carnoso, las asentaderas duras.67

A estas características propias de un “cuerpo ideal” articulado a partir de rasgos como la prudencia o la sumisión, se sumará, en el caso del negro, un atuendo propio que lo caracterizará como parte de un grupo social. En el caso de

Hombre con gallina dicho atuendo consta de un camisón, un pantalón corto y la ausencia de calzado.

Cabe llamar la atención en el hecho de que el hombre negro sea representa- do descalzo, característica que entronca no sólo con su función sufriente, sino también con su calidad social. Los zapatos en el periodo colonial eran un objeto de “lujo”, correspondiente a un sector de elevadas condiciones. Muchas veces llevaban tacones, adornos y hebillas en plata u oro, elementos que -contrario al hecho de caminar descalzo- evidenciaban la prestancia de los sujetos.68 La representación de un negro sin zapatos en el pesebre da cuenta, no de una realidad, sino más bien del lugar que de manera ideal debían ocupar los negros en la sociedad colonial. Este hecho queda confirmado en la disposición visual de otras figuras como el Hombre con plátanos (fig. 7). En este caso, la presencia de un vestuario que, en contraste con la ausencia de calzado, posee brocados en oro y cortes en la falda al estilo de un jubón, remite, ya no a la “prestancia del sujeto”, sino más bien al nivel social de sus amos. Al presentarse descalzo y portando en su cabeza una bandeja, la figura indica que la posición de este sujeto era la de “servir a otros”. De igual forma el traje anuncia la categoría de esos “otros”, y plantea directamente la relación vertical entre quienes están para servir y quienes deben ser servidos.69

7.  Anónimo quiteño, Hombre con plátanos, siglo XVIII. Imagen tomada del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 142. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

Por su parte, el caso del hombre blanco, representado en tallas del pesebre como Hombre con casaca u Hombre con capa (Fig. 8 a y b), expone, en oposición a los negros, los atributos tocantes a su condición: casacas, capas, brocados o zapatos, elementos a los que se suma la ausencia de elementos comerciales o mercantiles, hecho indicativo de que estos sujetos no trabajaban con las manos. La disposición iconográfica del hombre blanco contrasta a su vez con lo que se cree son representaciones de indios o mestizos, y subraya su lugar dentro del entramado social. En el caso de los indios y los mestizos la posición del sujeto se vincula, de nuevo, a signos de distinción tales como el vestuario, o la presencia de elementos relativos a la práctica de un oficio manual. La representación de la india (fig. 9), por ejemplo, evidencia el lugar social a partir de la ausencia de calzado y la presencia de elementos como la “lliclla” (una manta rectangular utilizada por las indígenas de la región andina) o la llamada “pampacona”, un tocado de tela fina portado sobre la cabeza por las mujeres incas.70

8.  Anónimo quiteño, a) Hombre con capa, siglo XVIII; b) Hombre con casaca. Imágenes tomadas del Catálogo Museo Colonial; vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 139. Colección Museo Colonial (Bogotá). Fotos: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

9.  Anónimo quiteño, India, siglo XVIII. Imagen tomada del Catálogo Museo Colonial, vol. II, Escultura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2017), 135. Colección Museo Colonial (Bogotá). Foto: Óscar Monsalve Pino-Museo Colonial. 

La apropiación de rasgos distintivos de los indígenas de la zona incaica indígena por parte de los talladores quiteños, se vinculaba a la idea de uniformar a los sujetos en concordancia con su posición social. El indígena debía, en este sentido, vestir sus atuendos, diferenciándose así del resto de la sociedad. Esta política segregacionista, evidente en las múltiples disposiciones emitidas por la monarquía con relación a los usos y formas de vestir, se trasladó al discurso visual, y operó como el ideal al que aspiraba el orden colonial. Sin embargo, la realidad discursiva proyectada por los pastores del Belén contrasta de nuevo con la realidad vivida en la Nueva Granada, en la que era corriente que indios o mestizos vistieran como blancos o viceversa, entendiéndose en esto un mecanismo de ocultamiento o transgresión de la norma social.71

De esta forma, al contrastar la iconografía de las figuras del pesebre con la realidad colonial, emerge su carácter netamente discursivo. Para probar esto es necesario anotar, en primera instancia, que, si bien es cierto que el origen de las relaciones sociales en lugares como el Nuevo Reino de Granada se dio a partir de “situaciones de poder y privilegio” que determinaron el reparto de la tierra y la preeminencia de unos sobre otros,72 también es cierto que la estructura social no fue estática e inamovible como lo pretendió la monarquía. Tal condición queda más que probada en el contexto de la “clasificación racial” de la sociedad, y el problema que ésta representó en la Nueva Granada colonial. Como lo ha señalado la profesora Joanne Rappaport, la distinción racial en el Nuevo Reino de Granada se presentó más como un speech act, que como una clara realidad normativa. En esta medida, siguiendo lo señalado por Rappaport, la clasificación de indios, negros y mestizos respondió a necesidades particulares y momentáneas, y no a una legislación clara que seccionaba a la sociedad en escaños plenamente definidos.73

La iconografía del pesebre, en oposición a tan compleja realidad, buscó proyectar una imagen ideal del “cuerpo social”, en la que cada sujeto ocupara el lugar que se le había dispuesto dentro del andamiaje social. Esta estructura discursiva, individualizada por medio de las diferentes figuras que integraban el pesebre, cobraba un sentido armónico a partir de la disposición de las pie- zas en conjunto. Se sabe, siguiendo los inventarios del siglo XVIII, que el pesebre se disponía en “cajones” que servían como escenario teatral para las piezas. En el templo doctrinero de Monguí, por ejemplo, el inventario de piezas levantado en 1755 da cuenta, no sólo de las piezas que integraban el Belén, sino también de los diferentes elementos que decoraban el cajón que lo contenía. Según el inventario:

adornan así mismo dicho cajón trese espejos los ocho embutidos quatro de a dos lunas cada uno con moldura dorada y otro con moldura de ébano, [y] siete platos de loza de la china embutidos con molduras doradas.74

Los objetos enumerados se presentaban como atributos significantes de la composición, tendientes a reforzar el mensaje de ésta. La aparición de espejos, porcelana china y objetos de cristal acentuaba, en este sentido, el carácter mayestático de la escena, y la dotaba de exuberancia mediante la inclusión de elementos considerados valiosos por la sociedad del siglo XVIII.75 De la mano de esto, el cajón permitía disponer las piezas de tal forma que éstas adquirieran un significado especial con relación al discurso, ya fuera presentándolas a partir de una distribución racial que evidenciara el modelo social jerárquico, o distribuyéndolas dentro del cajón planteando relaciones con el nacimiento y las re- presentaciones de la vida de Jesús. Por desgracia la documentación colonial no brinda información acerca de la “disposición teatral” de las piezas, lo que impide aseverar la existencia de un discurso determinado; pero, lo que sí permite entrever es la presencia de “cajones” que servían como mecanismo de escenificación de las piezas del nacimiento. En el caso de la Nueva Granada, los inventarios levantados en pueblos de doctrina como el de Samacá dan cuenta de ello, al señalar la presencia de “cajones de pesebre”, sin que se llegue a especificar su contenido.76Aun así, la presencia de estos muebles permite inferir una relación locus-imagen mediada por un discurso tendiente a una organización ideal de la sociedad ensamblada sobre la diferenciación racial.

Las imágenes de los pastores producidas por los imagineros quiteños se ha- llaban, en este sentido, mucho más cerca de la retórica visual de las “pinturas de castas” novohispanas, que de la realidad. De hecho, el significado que la histo- riografía ha otorgado a la palabra “casta”, como mecanismo de clasificación de las sociedades coloniales americanas, es inadecuado para la Nueva Granada. Ahí, el vocablo sólo aparece en la documentación del ocaso del siglo XVIII,77 hecho que responde a unas dinámicas sociales que evidencian el carácter difuso y

constantemente móvil de las fronteras raciales. La iconografía del pesebre emerge entonces como un discurso retórico que proyecta un ideal de cuerpo social ensamblado sobre preceptos raciales y de diferenciación social que, si bien debían asegurar el orden y la prelación del blanco peninsular sobre el resto del conjunto social, no poseían una relación directa con las realidades cotidianas. Esta característica propia de la representación visual, en la que lo discursivo se disocia de lo real, deriva de la particular situación de reinos ultramarinos como la Nueva Granada, en relación a una Corona distante que debía promover la unidad de sus territorios en torno a un orden político representado por el rey y la Iglesia. Tal como lo ha señalado John H. Elliott, la unidad de una monarquía que además de incluir los reinos americanos abarcaba desde finales del siglo XVI a territorios como Milán, Nápoles, Sicilia, los Países Bajos, Portugal y parte de la India, dependía en un alto porcentaje del uso activo de un discurso unificador.78 El ejercicio del poder pasaba entonces por la promulgación de un discurso funcional políticamente con relación a la unificación de territorios y sociedades totalmente dispares. La homogenización, en este sentido, no descansaba sobre la búsqueda de una uniformidad total -lo cual era imposible- sino más bien en la introducción de unos temas discursivos que permitieran congregar a la monarquía y, por ende, garantizaran el ejercicio práctico del poder. Dentro de éstos destaca, por sobre todas las cosas, la confesionalidad católica de la monarquía, eje vertebral sobre el cual debían unirse los diferentes territorios sometidos bajo la tutela del monarca hispano. Es este elemento el que se proyecta por medio del discurso sacrificial manifiesto en el pesebre, contenido a partir del cual se exponía a la sociedad neogranadina, no sólo los resortes de esa religión ubicada como argamasa imperial, sino también la necesidad -vinculada al credo- de someter las voluntades a los designios de Dios, la Iglesia y el monarca.

A modo de conclusión

El pesebre y la cultura visual colonial

Hoy día, cuando pensamos en el pesebre, evocamos casi de inmediato la fiesta de navidad, e imaginamos el conjunto de figuras que se disponen cada mes de diciembre como reminiscencia del nacimiento de Jesús. La praxis actual bien podría ser leída como ejemplo de lo que el sociólogo Pierre Bourdieu denomina habitus, es decir, un acto que termina haciéndose, casi de manera inconsciente, a fuerza de repetición.79 El pesebre, en este sentido, se ha instalado como una tradición, una herencia del catolicismo hispánico que se revalida cada año como parte de una celebración especial, la navidad, efemérides que en la actualidad casi ha perdido por completo su vocación religiosa al ver- se cooptada por la tradicional entrega de regalos a familiares y amigos. Sin embargo, la función que hoy cumple el pesebre como pieza relacionada con una fecha tradicional, dista mucho de la complejidad discursiva que portaba este conjunto visual en los siglos XVII y XVIII. Los imagineros quiteños, maestros del arte escultórico colonial, adaptaron el pesebre napolitano a las realidades americanas para proveer así un discurso visual complejo que amalgamaba la necesidad de configurar una sociedad normada por el cristianismo, con el desarrollo de un discurso que vinculara a los fieles con la historia de Cristo y -por ende- del cristianismo.

El desplazamiento de este discurso hacia el carácter casi accesorio que hoy posee el pesebre es indicativo de varios problemas. La transformación, en primer lugar, surgiere un cambio en la relación existente entre los sujetos y los discursos visuales, vínculo que en el periodo colonial se hallaba sujeto a las necesidades propias de la evangelización, así como a los mecanismos de uso y circulación de la imagen. Cabe señalar que uno de los fenómenos que trajo consigo el proceso evangelizador fue la introducción de una imaginería instrumentalizada en términos de la proyección de la fe. Gracias a esto cobró vida, de la mano de los franciscanos, un conjunto visual como el del pesebre, instituido en América como complemento, tanto al discurso católico ensamblado en torno a la Natividad, como a las celebraciones asociadas a esta festividad. Sin embargo, la relación entre evangelización e imagen, trazada por buena par- te de la historiografía, merece ser glosada por lo menos en dos de sus aspectos más relevantes.

En primer lugar, es necesario introducir matices con relación a la idea de que la imagen fue un instrumento de evangelización tendiente a remediar la brecha lingüística que separaba a los indígenas de los europeos, para posibilitar así la enseñanza de los rudimentos de la fe a los nativos. Si bien esto puede ser válido para la evangelización más temprana, al manifestarse en catecismos de iniciación como los utilizados por fray Pedro de Gante en la Nueva España,80 lo cierto es que no todas las imágenes estuvieron orientadas hacia la enseñanza de los principios de la fe. Por encima de esto, la imagen, al menos en lo que se ha podido evidenciar para el caso de la Nueva Granada, funcionó, bien como mecanismo devocional, o bien como instrumento dirigido a proyectar modelos de vida a los fieles. El pesebre, en este sentido, más allá de presentar la simple historia de Jesús, configura, a partir de ella, un complejo discurso orientado hacia la promoción de un modelo social que debía instaurarse -retornando a Bourdieu- como habitus cotidiano en la sociedad.

Aunada a esto, se encuentra la idea de una evangelización que fungió como único motor de distribución de imágenes en el Nuevo Mundo. Al respecto, estudios como los realizados por Jaime Borja o María Cristina Pérez han demostrado -para el caso de la Nueva Granada- que, al margen de la estructura evangelizadora, existieron en los siglos XVI, XVII y XVIII, múltiples mecanismos de circulación de imágenes.

El pesebre, en este sentido, se ubica como una de estas imágenes que no sólo se introdujo en el ámbito de la doctrina indígena, sino que también hizo par- te de los ambientes cotidianos. María del Pilar López ha señalado al respecto la presencia en algunas viviendas, durante el siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII, de recintos dedicados específicamente a la exposición del pesebre,81 fenómeno que es corroborado por la presencia de figuras relacionadas con el Belén en ambientes seculares.

Este vínculo del pesebre con lo cotidiano acentúa su vocación polisémica, al relacionar su mensaje con entornos tanto religiosos, como seculares. Esta característica, sin embargo, no transforma el discurso planteado como eje de la representación, puesto que éste entronca de forma directa con las estructuras mentales propias del catolicismo de los siglos XVII y XVIII. En consecuencia, una imagen, independientemente del uso que se le otorgara, se hallaba ligada a un discurso del cual no se podía independizar. Esta dinámica nos acerca a un segundo gran problema que es el de la recepción de las imágenes o, en otras palabras, el de la transformación de la “cultura visual”82 en relación con un contexto determinado.

Podemos señalar entonces, partiendo de lo planteado, que la forma en la que veía un sujeto colonial que habitaba la Nueva Granada o Quito en el siglo XVII o XVIII, dista mucho de la forma en que vemos actualmente. Aunque se presume que el ser humano ha visto el mundo siempre igual, puesto que la vista es un sentido que depende de un órgano (el ojo), investigaciones recientes como las de Nicolás Mirzoeff apuntan a que “el ver” es un acto cultural, dependiente de unas condiciones socioculturales definidas. En palabras de Mirzoeff,

La idea es que en realidad no “vemos” con los ojos sino con el cerebro. Y hemos aprendido esto a su vez al llegar a ser capaces de ver cómo funciona el cerebro. Lo que vemos con los ojos resulta menos parecido a una fotografía que a un rápido bosquejo. La visión del mundo no depende tanto de cómo vemos cuanto de qué hacemos con lo que vemos. Forjamos una comprensión del mundo con sentido a partir de lo que ya sabemos o creemos saber.83

En este orden de ideas podemos señalar que el modelo de visión propio del in- dividuo colonial se hallaba adecuado a unas competencias de decodificación simbólica que, instruidas o guiadas por los sacerdotes, hacían del pesebre un verdadero compendio retórico, capacidades que el ser humano y la cultura actual han perdido.

Al tener en cuenta estos elementos, a lo largo de las páginas precedentes hemos buscado reconfigurar el discurso del pesebre quiteño que arribó entre los siglos XVII y XVIII al Nuevo Reino de Granada en términos de la cultura visual que lo produjo. Para ello, buscando llenar los vacíos abiertos por la brecha que nos separa del pasado colonial, hemos echado mano tanto de la materialidad existente, como de la información documental, para dar cuenta de un discurso visual que -en el caso del pesebre- era múltiple y portaba dos aristas discursivas vinculadas a su iconografía: la de la exhibición de la vida de Cristo y la de la proyección de modelos sociales articulados desde la diferenciación a partir de las razas y calidades de los sujetos.

El discernimiento de estos dos estadios y su comprensión por parte de los fieles en los siglos XVII y XVIII, entronca directamente con las transformaciones, tanto de las relaciones entre las personas y la imagen, como del modelo de visión propio del sujeto colonial al que algunas líneas más arriba hemos aludido. En este sentido, el neogranadino de los siglos XVII y XVIII veía en el pesebre algo más que un adorno festivo; observaba, en definitiva, un palimpsesto discursivo que, vinculado a la espectacularidad de la celebración religiosa barroca, lo llevaba a aventurarse en los intrincados caminos de la teología cristiana.

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1Las dinámicas de intercambio gestadas en el marco de la “mundialización” iniciada tras la expansión ibérica de los siglos XV y XVI han sido analizadas en años recientes por el historiador francés Serge Gruzinski, a la luz de los procesos de comunicación entre América, Asia, África y Europa. Véase Serge Gruzinski, Las cuatro partes del mundo. Historia de una mundialización (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2010) y del mismo autor: El águila y el dragón. Desmesura europea y mundialización en el siglo XVI (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2018)

2Sobre la creciente presencia de objetos de procedencia asiática en las viviendas de la élite neogranadina a lo largo del siglo XVIII véase María del Pilar López, “Tres momentos del desarrollo del mueble en la Nueva Granada”, Catálogo Museo Colonial, vol. III, Mobiliario (Bogotá: Ministerio de Cultura, 2018), 45.

3La talla en madera floreció en Quito desde la segunda mitad del siglo XVI como proyección de la influencia de obradores sevillanos como Juan Martínez Montañez o el toledano Diego de Robles. Al seguir los pasos de la talla peninsular, la escultura quiteña terminó por adquirir, ya en el siglo XVII, una identidad propia, evidente no sólo en el uso de policromías y una depuración de los detalles, sino también en la materialización de la expresividad barroca. Es ahí donde cobraron importancia, ya en el siglo XVIII, escultores como Bernardo Legarda o Manuel Chili “Caspicara”. Véase Ximena Escudero Albornoz, Escultura colonial quiteña. Arte y oficio (Quito: Municipio del Distrito Metropolitano de Quito, 2007), 55-70.

4Como ha evidenciado María Cristina Pérez, los talleres escultóricos desarrollados en la audiencia de Quito establecieron estrategias de comercialización y producción seriada de imágenes, “lo que les permitió ampliar la exportación a lo largo de la costa del Pacífico y del Caribe: Nueva España, La Habana, Panamá, la capitanía de Venezuela, el Nuevo Reino, los reinos del Perú y Chile, además de pedidos, al parecer esporádicos, de ciudades en España e Italia”. Una de estas estrategias fue el embalaje de las esculturas despiezadas. De esta forma la talla quiteña pudo evadir las inclemencias del clima y la dificultad de los caminos americanos, lo que permitió que las piezas llegaran a múltiples destinos sufriendo el menor riesgo. Véase María Cristina Pérez Pérez, Circulación y apropiación de imágenes religiosas en el Nuevo Reino de Granada, siglos xvi-XVIII (Bogotá: Uniandes, 2016), 117-121.

5Ángel Justo Estebaranz, “La escultura barroca quiteña y sus modelos grabados”, Laboratorio de Arte, núm. 25 (2013): 456-458 y, del mismo autor, “Circulación de estampas españolas en la pintura y escultura quiteñas del siglo XVIII”, en María de los Ángeles Fernández Valle, Carmen López Calderón e Inmaculada Rodríguez Moya, eds., Discursos e imágenes del barroco iberoamericano (Sevilla: Universidad Pablo de Olavide, 2019), 198.

6Al respecto véase Thomas DaCosta Kaufmann, Toward a Geography of Art (Chicago: Uni- versity of Chicago Press, 2004).

7Jaime Humberto Borja Gómez, Los ingenios del pincel. Geografía de la pintura y la cultura visual en la América colonial (Bogotá: Universidad de los Andes, 2021), 39.

8Como ha señalado Jaime Borja la idea de un “arte colonial” es una “construcción cultural” efectuada en el siglo XIX en la mayoría de los países latinoamericanos. En esta centuria, siguiendo a Borja, de la mano de la emergencia de un coleccionismo que redundó en la recolección e investigación de pinturas, se creó una idea de la “pintura colonial” asociada a unas características propias no sólo del concepto europeo de arte, sino también de las necesidades vinculadas a la formación de los Estados nacionales. La mezcla de este conjunto de ingredientes derivó en la aplicación de la noción de “arte”, propia del academicismo del xix, sobre unos objetos culturales que, en los siglos XVI o XVII, tenían que ver más —como sostiene Constanza Villalobos— con un proceso mecánico de “fabricación”, que con la práctica de un arte. Véase Borja, Los ingenios del pincel, 21-22 y María Constanza Villalobos Acosta, “El ejercicio del arte de la pintura en Santafé durante el siglo XVII”, en Catálogo Museo Colonial, vol. I, Pintura (Bogotá: Ministerio de Cultura-Museo Colonial, 2016), 45-49

9Siguiendo a Pilar Jaramillo, la presencia de “toreros, borrachos, mendigos, indios, músicos y truhanes”, en los belenes quiteños es indicativa de la complejidad propia de la sociedad colonial, vedada a los historiadores en las fuentes documentales del periodo. Contrario a esto, pretendemos demostrar que la sociedad presente en el Belén no es más que un modelo retórico ideal, lejano a las complejas realidades del periodo colonial. Véase Pilar Jaramillo de Zuleta, “El pesebre del Museo Colonial”, Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. 24, núm. 11 (1987): 22-

10Al respecto María Constanza Toquica ha señalado que: “La gestualidad, movimientos, vestuario y prácticas sociales populares que escenifican [las piezas del pesebre], contrastan festivamente tanto con el dramatismo barroco de las obras devocionales como con la solemnidad y la moda borbónica y por ende afrancesada, presente en el vestuario de los retratos de virreyes”, a lo que añade —siguiendo a la profesora Mabel Moraña— “Estos personajes representan una otredad que es ‘connatural a la estructura de colonialidad que habita afantasmada en los imaginarios nacionales’”. En contravía de esta posición, sostengo que las piezas del pesebre no dan cuenta de la “colonialidad afantasmada”, sino más bien del discurso que sobre ella se pretendió imponer. Véase María Constanza Toquica, “El pesebre quiteño: entre la curiosidad estética y la legitimación de las exclusiones sociales”, Cuadernos de Taller, núm. 4, El pesebre del Museo de Arte Colonial de Bogotá, David Cohen y Ximena Bernal, eds. (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2009), 8

11María del Pilar López, “El cuarto de pesebre en los espacios domésticos. Un caso en la ciudad de Santa Fé de Bogotá a mediados del siglo XVIII”, en Barroco vivo, barroco continuo, Fernando Quiles García y María del Pilar López, eds. (Bogotá: Universidad Nacional de Colombia/Universidad Pablo de Olavide, 2019), 30.

12Del templo de Monguí existen dos inventarios en los que aparece la descripción del “Caxon de pesebre” con algunas variaciones mínimas. El primero de ellos corresponde a la relación levantada por orden del visitador Andrés Verdugo y Oquendo en 1755 y firmado por fray Antonio de Amaya como cura de la doctrina. El segundo es una copia de este mismo inventario sin fecha, y con algunas variaciones mínimas, lo cual indica que pudo haber sido realizado en fecha posterior a 1755. Archivo General de la Nación-Bogotá (en adelante agn-b), Sección Colonia-Fondo Visitas Boyacá, t. 13, fol. 958-966v y agn-b, Sección Colonia, Fábrica de Iglesias, t. 10, fol. 656-663.

13La difusión del “pesebre” como conjunto de piezas y discurso visual por toda la América española puede rastrearse en los trabajos que a lo largo de la geografía americana han dedicado a la tradición pesebrista y la celebración navideña asociada a ésta. En el caso de México, sobresale el número dedicado al pesebre por la revista Artes de México, núm. 81 (2006) en el que diversos autores hacen un recorrido por la historia y los significados del pesebre en México. En el caso de la Audiencia de Quito los estudios son amplios, permiten entrever no sólo el aporte de los imagineros quiteños en relación con la concepción del Belén, sino también su difusión por diversos territorios. El trabajo de Francisco Valiñas López, titulado La estrella del camino: apuntes para el estudio del Belén barroco quiteño (Quito: Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural-Instituto Metropolitano de Patrimonio, 2011), presenta un amplio análisis del pesebre quiteño, leído no sólo desde su dimensión histórica, sino también desde el ámbito visual y antropológico. Para el caso argentino, el texto de Rafael Jijena Sánchez, La navidad y los pesebres en la tradición argentina (Buenos Aires: Tipografía de la Hermandad, 1963), presenta un balance alrededor de la introducción de la tradición pesebrista en la Argentina y su sostenimiento desde el siglo XVIII hasta el siglo xx. Aun así, al margen de estos estudios, sigue existiendo un vacío en relación con el pesebre y su circulación en contexto como el de los actuales territorios de Perú y Bolivia, donde se mantiene como un tema por explorar.

14Cabe señalar que, aunque las piezas del pesebre que circularon por el territorio neogranadino fueron elaboradas en el ambiente propio del Quito colonial, se toma como punto de referencia el contexto de la Nueva Granada, entendiendo que es allí donde se exponen y “activan” las piezas en términos discursivos. La relación que se busca trazar aquí, vincula entonces a la sociedad neogranadina con un modelo figurativo concebido en Quito, pero extrapolado a otras latitudes como narrativa moral universalizable.

15Elena Poniatowska, “El pesebre: Ombligo del Mundo”, Artes de México: “El arte tradicio- nal del nacimiento”, núm. 81 (2006): 20.

16Cabe recordar aquí que la celebración de la Natividad de Jesús el 25 de diciembre sólo fue estipulada hasta el siglo iv, cuando el papa Liberio hizo coincidir la celebración con el calendario de las antiguas fiestas paganas de la Saturnalia, vinculadas al solsticio de invierno. Antes del siglo iv la celebración de la Natividad se vinculaba a la epifanía conmemorada el 6 de enero. Entre el siglo iv y el siglo xii el ritual relacionado con la celebración de la Natividad se fue fortaleciendo, a partir de elementos discursivos e iconográficos que subrayaban el carácter doctrinal de la fiesta. Véase Juan Ricardo Rey, “Propuesta para un repertorio iconográfico de ti- pos populares del siglo XVIII: El pesebre quiteño del Museo Nacional”, Cuadernos de Curaduría del Museo Nacional de Colombia, núm. 5 (2007): 2

17Se tiene noticia de algunas representaciones escultóricas del “nacimiento” como la de la “Capilla de la Natividad” de Amalfi (Provincia de Salerno, Italia) citada en un documento de 1324 o la que regaló la reina Sancha de Mallorca a la comunidad de las clarisas en 1340. Estos conjuntos se centraban en el nacimiento y, aunque distan mucho de las representaciones de los siglos XVII y XVIII, sí se constituyen como un antecedente de éstas. Gennaro Borrelli, Scenografie e scene del presepe napoletano (Nápoles: Tullio Pironti Editore, 1992), 5-11.

18Vale la pena recordar que la narración de la natividad de Cristo procede fundamentalmente de la conjunción de los relatos contenidos en los evangelios de Mateo (cap. 2, vers. 1-12) y Lucas (cap. 2, vers. 1-21). A partir de éstos, la tradición ensambló dos ideas con el signo de la Natividad: la del peregrinaje por Belén y el nacimiento en el pesebre —extraída de Lucas— y la idea de la “adoración de los pastores” —procedente de Mateo—, contextos a los que se sumó el relato de los Magos llegados de Oriente, contenido también en el evangelio de Mateo. A todo esto, se añadirían elementos simbólicos extraídos, o bien de los evangelios apócrifos, o bien de textos veterotestamentarios como el de Isaías, de donde derivará la presencia del buey y la mula dentro del pesebre. Véase Aurelio de Santos Otero, Evangelios apócrifos (Madrid: Biblioteca de Autores cristianos, 1956), 131-294; Northrop Frye, El gran código. Una lectura mitológica y literaria de la Biblia (Barcelona: Gedisa, 2001), 206; y Jaime Humberto Borja, Pintura y cultura barroca en la Nueva Granada. Los discursos sobre el cuerpo (Bogotá: Fundación Gilberto Alzate Avendaño-Alcaldía Mayor, 2012), 228-229

19Francisco Manuel Valiñas López, “El Belén ante la historia del arte. Apuntes para el estudio de sus elementos y contenidos escenográficos”, Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, núm. 40 (2009): 424.

20La historia procede del Evangelio de Lucas, cap. 2, vers. 8-16.

21El catálogo completo y la descripción de las piezas que componen el presepe napolitano puede hallarse en Vincenzo Nicolella, Magia del presepe napoletano. Manuale pratico di arte presepiale (Nápoles: Di Mauro Franco, 2008) y Genaro Borrelli, Il presepe napoletano (Nápoles: De Luca-D’Agostino, 1970), 39-75.

22Alessandra Griffo, Il presepe napoletano: personaggi e ambienti (Novara: De Agostini, 1996), 19-25.

23Francisco Manuel Valiñas López, “El Belén ante la historia del arte. Apuntes para el estudio de sus elementos y contenidos escenográficos”, Cuadernos de Arte de la Universidad de Granada, núm. 40 (2009): 419-420.

24Valiñas López, El Belén ante la historia, 420-421.

25En el inventario de bienes de Águeda Francisca del Prado y Castilla, realizado en Madrid en 1627 se cita como “objetos de talla” —entre otros— “una adorazion de los reyes con figuras muy pequeñas”, así como “dos tallas del niño Jesús”. Estas imágenes, aunque no se enumeran como de pesebre o “Belén”, indican la existencia de una imaginería centrada en el nacimiento del niño y la Adoración de los Magos, dos temas ligados a la tradición del pesebre. Véase Kelley Helmstutler y Rosario Copel, Sculpture Collections in Early Modern Spain (Londres: Routledge, 2013), 267-269.

26Valiñas López, El Belén ante la historia, 421-422.

27Enmarcado dentro de la lógica teatral propia del Barroco —superviviente aún en el siglo XIX— el “Pesebre del Príncipe” se presentó como núcleo de una gran apuesta teatral desde tiempos de Carlos III. Para el montaje del Belén se contrataban pintores y arquitectos, con el fin de que dispusieran todo tipo de artilugios teatrales. Sabemos —siguiendo los datos recogidos por el profesor Francisco Valiñas— que en 1834 el montaje del “Belén del Príncipe” estuvo a cargo del ingeniero militar León Gil Palacio, quien inició el montaje del pesebre en abril de ese año con un costo que se acercaba a los noventa mil reales. Posteriormente, en 1845, para el montaje fueron comisionados el pintor Vicente López y el escultor José Piquer, quien introdujo en el montaje algunas tallas en yeso de tamaño natural. Valiñas López, El Belén ante la historia, 422-423

28María Paz Aguiló Alonso, “Relaciones e influencias Nápoles-España en las artes decorativas entre el manierismo y el barroco”, en El Mediterráneo y el arte español: Actas del XI Congreso del CEH, coords., Joaquín Bérchez, Mercedes Gómez-Ferrer Lozano y Amadeo Serra Desfilis (Valencia: Comité Español de Historia del Arte, 1996), 190-193.

29Graciela Romandía de Cantú, “Nacimientos, belenes y presepios”, Artes de México: El arte tradicional del nacimiento, núm. 81 (2006): 51.

30Carmen Fernández y Salvador y Alfredo Costales Samaniego, Arte colonial quiteño. Re- novado enfoque y nuevos actores (Quito: Fondo de Salvamento del Patrimonio Cultural, 2007), 155-158.

31La idea de “vivir en policía”, es decir, respetando un orden instituido desde el poder, emerge de las doctrinas aristotélicas incluidas en la Política y se resignificó, desde la lógica propia del catolicismo, y dio vida a lo que ya en el siglo XVI se denominó como “policía cristiana”. El concepto representó la construcción de un orden que, en el marco de una monarquía confesio- nalmente católica como la española, se ensambló sobre preceptos cristianos. Ahí, obras como el Tratado de República y Policía Christiana para reyes y príncipes, del fraile franciscano Juan de Santamaría, permitirían perfilar la idea de un orden que, en oposición a las ideas políticas del maquiavelismo, debía estructurarse a partir de los modelos propios de la moral católica. Juan de Santamaría, Tratado de República y Policía Christiana para reyes y príncipes y para los que en el govierno tienen sus vezes (Valencia: Pedro Patricio Mey, 1619)

32Las iglesias payanesas de la Ermita, San Francisco y Santo Domingo registran temprana- mente figuras de pesebre en sus inventarios, es esto un indicador de que ya en la primera mitad del XVIII la devoción en torno a este tipo de imágenes tenía cierto arraigo en la Nueva Granada. Edgar Penagos Casas, Popayán: recuerdos y costumbres, 452 años de su fundación (Popayán: Caja Agraria, 1989), 42.

33Borja, Pintura y cultura barroca, 21.

34Borja, Pintura y cultura barroca, 28 y 30-31.

35Por regla general los pesebres quiteños no acogieron representaciones iconográficas de la pasión y la muerte de Cristo, a pesar de que el discurso visual contenido pudiera plantear referencias indirectas a estos hechos. La razón de esto la podemos hallar en el hecho de que ambos momentos conservaban un espacio privilegiado dentro del calendario cristiano, ubicado en la llamada Semana Santa, precedida del tiempo de Cuaresma y seguida del tiempo de Pascua. Iconográficamente el pesebre respondía a los tiempos de adviento (espera de la llegada del Mesías), navidad y epifanía, para recordar a partir de lo visual los capítulos más importantes relativos a estas celebraciones

36El inventario efectuado en la citada visita señala que “tiene la Santísima Virgen una arracada de oro con una esmeralda, tres hilos de perlas finas el uno está en la corona y los otros dos por gargantilla y unas pulseras de lo mismo”. Además, menciona que las imágenes de la Virgen y san José “están vestidas curiosamente, las quales tendrán de alto media vara”. Véase agn-b, Sección Colonia-Fondo Visitas (Boyacá), t. 13, fol. 958r.

37agn-b, Sección Colonia, Fondo Visitas Boyacá, t. 13, fol. 958r.

38Delno West y Sandra Zimdars, Joaquín de Fiore. Una visión espiritual de la Historia (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1986), 92.

39La idea de “imitar a Cristo” como fórmula para la salvación se constituiría como uno de los ideales perseguidos dentro de la corriente monástica conocida como la “devotio moderna”. Surgida en el ocaso del siglo xiv, esta corriente planteó una nueva reforma al monacato fundada en la búsqueda de una espiritualidad individual, que omitiera la mediación de lo mundano en el camino hacia la salvación. Como eje de todo esto, la nueva corriente haría de la imitación cotidiana de Cristo su ideal, al generar una renovación de la espiritualidad que impactaría directamente no sólo sobre el pensamiento de la Reforma, sino también sobre la respuesta con- trarreformista. Véase Jacques Lafaye, Por amor al griego. La nación europea, señorío humanista (siglos XIV-XVII) (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2005), 75; Heinrich Lutz, Reforma y contrarreforma (Madrid: Alianza, 1992), 91.

40Antonio Pérez García, “Observaciones sobre la conceptualización del tiempo «específico» de la historia de la salvación”, Estudios Eclesiásticos, núm. 72 (1997): 9-10

41En su carta a los “Padres y Hermanos de Portugal” fechada en Roma el 26 de marzo de 1553, Loyola hizo hincapié en el carácter modélico que conservaba la vida de Cristo, así como la obediencia y reverencia que se le debía a Cristo, quien endereza y gobierna el servicio de todos los hombres. Estas ideas proyectadas por san Ignacio en su Epístola se hallan notoriamente influidas por la Imitatio Christi de Kempis, texto que tuvo una gran repercusión en el camino espiritual del santo de Loyola. Véase Ignacio Iparraguirre, ed., Obras completas de San Ignacio de Loyola (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1963), 806-816 y Enrique García Hernán, Ignacio de Loyola (Madrid: Taurus, 2013), 120 y 121 y 126 y 127.

42Una de las grandes innovaciones del barroco fue la inclusión de “temas ocultos” en las imágenes a partir de construcciones simbólicas o jeroglíficas que dependían —para su descifra- miento— de una clave reconocida por el observador. Esto, como ha señalado Omar Calabrese, determinó “una especie de doble función de la obra, con una lectura para la mayoría y una lectura para la minoría que posee la clave adecuada”. La presencia de temas ocultos en la imagen barroca entroncaba —como ha señalado Jaime Borja— con la idea del desengaño difundida por la cultura contrarreformista, según la cual la realidad nunca es lo que parece ser. Omar Calabrese, Cómo se lee una obra de arte (Madrid: Cátedra, 1999), 36; y Borja, Pintura y cultura barroca, 229.

43La historia de los magos de oriente que llegan a Jerusalén siguiendo la estrella del Oriente es mencionada tangencialmente en el Evangelio según san Mateo (cap. 2, vers. 1-6). El exiguo relato fue complementado con las narraciones de los textos apócrifos, en especial el evangelio Armenio de la Infancia, donde se da cuenta de la procedencia y el nombre de los magos (Melkon, Gaspar y Baltazar), así como de los regalos ofrecidos a Jesús. La riqueza simbólica de estos textos llevó a que fueran la base para la representación simbólica tanto de la Natividad como de la epifanía de Jesús. Véase “Evangelio Armenio de la Infancia”, Santos, en Evangelios Apócrifos, 382-384.

44Las palabras se recogen de los Diálogos de la pintura (1633) de Vicente Carducho, citado en Borja, Pintura y cultura barroca, 48-49.

45En el inventario del templo doctrinero de Monguí levantado en 1755 se cita como parte del pesebre la presencia de “ocho pastorcitos vestidos […] [y] quatro pastoras francesas”, sin que haya ninguna descripción adicional. En otro inventario del templo carente de fecha sólo aparece la referencia “pastoras”, sin hacer alusión a los “pastorcitos vestidos” citados en el otro inventario. Véase agn-b, Sección Colonia-Fondo Visitas (Boyacá), t. 13, fol. 958r y agn-b, Sección Colonia, Fábrica de Iglesias, t. 10, fol. 660v.

46Ximena Bernal Castillo, “Entre el orden europeo y la reinterpretación local colonial. Aproximación a los aspectos iconográficos y estéticos del Pesebre”, en Cuadernos de Taller, núm. 4, El pesebre del Museo de Arte Colonial de Bogotá, eds., David Cohen y Ximena Bernal (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2009), 23

47Slenka Leandra Botello Gil, “Los cuerpos deformes del siglo XVIII en el pesebre quiteño del Museo Colonial de Bogotá”, Revista Sans Soleil. Estudios de la Imagen, núm. 7 (2015): 50-51.

48Una de las ideas que desarrolla Platón en sus diálogos —principalmente en el Fedón— es la de la oposición entre el cuerpo y el alma. Por boca de Sócrates, Platón sostendrá que “no es posible por medio del cuerpo conocer nada limpiamente” y que es sólo con la muerte que el alma se libera y se recoge en sí misma, desprendiéndose del lastre corporal. Véase Platón, Diálogos, vol. III: Fedón, Banquete, Fedro (Madrid: Gredos, 1988), 42-46.

49Borja, Pintura y cultura barroca, 67.

50Borja, Pintura y cultura barroca, 13 y 180-181 y Alberto Carrere y José Saborit, Retórica de la pintura (Madrid: Cátedra, 2000), 165-474.

51Pedro Mercado, El cristiano virtuoso, citado en Borja, Pintura y cultura barroca, 237.

52Al seguir lo anotado por Jaime Borja, el concepto que articulaba el ideal con relación a los gestos era el de “modestia” definido como “moderación y justa medida”. El cristianismo—como señala Borja— “identificó esta virtud con la temperancia, en el sentido de ejecutar acciones o enunciar palabras con medida, razón por la cual se relacionaba con los gestos como una expresión de la armonía interior”. Véase Borja, Pintura y cultura barroca, 237

53Yolanda Pachón Acero, Caracterización técnica de la escultura policromada en la Nueva Granada (Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2017), 61.

54Al seguir los principios hipocráticos y galénicos imperantes en la medicina de los siglos XVI y XVII, el cuerpo y su composición humoral tendían a evidenciar las características del alma. Al partir de esta idea la tradición galénica desarrolló toda una serie de convenciones dirigidas a clasificar los cuerpos y los rostros en relación con características humorales o anímicas. Estas categorías, sintetizadas en los llamados “manuales de Fisiognomía”, permitieron no sólo a médicos, sino también a astrónomos y adivinos establecer las diferencias entre el bien y el mal, materializa- do en la corporeidad. Un mal gesto, una nariz torcida, o un cuerpo encorvado, daban cuenta en esta medida de un alma envenenada por el mal y el pecado, mientras que rostros apacibles y bien formados eran indicativos de la bondad espiritual de los sujetos. Al respecto véase Borja, Pintura y cultura barroca, 246-247 y Joanne Rappaport, El mestizo evanescente: configuración de la diferencia en el Nuevo Reino de Granada (Bogotá: Universidad del Rosario, 2018), 226-228

55Los llamados manuales de quirología, dentro de los que destaca el del lógico español Juan Caramuel (1606-1682) y el del médico inglés John Bulwer (1606-1656), tendían a sistematizar los gestos al relacionarlos con su función retórica. Cada gesto, en esta medida, comporta un significado consonante con disposiciones corporales o aptitudinales como orar, prestar atención, escuchar, etc. Aunque como ha señalado Jaime Borja, no se tiene noticia de la presencia de es- tos manuales en la Nueva Granada colonial, su existencia en el ámbito europeo hispánico da cuenta de la importancia que tenía el gesto como símbolo dentro del entramado retórico visual. Los pintores e imagineros tendían a reconocer y copiar estos gestos en sus pinturas gracias a las estampas grabadas que llegaban a América. Del mismo modo, los sacerdotes no sólo reconocían estos gestos, sino que los empleaban como parte del sermón, en medio de una teatralización retórica que vinculaba gesto, palabra e imagen. En esta medida, no era necesario que los manuales de quirología circularan entre los talleres escultóricos, puesto que éstos recuperaban usos propios de la cultura cotidiana conocidos y comprendidos por todos. En consecuencia, la gestualidad propia del sistema cultural podía ser desplazada a la representación discursiva ya fuera visual, oral o escrita. Véase Borja, Pintura y cultura barroca, 254-256.

56John Bulwer, Chironomia or the Art of Manuall Rhetorique (Londres: Thomas Harper and Henry Twyford, 1644), 95.

57Según lo anotado por Cicerón, “el mejor orador es el que enseña, deleita y conmueve a los oyentes”. En esta medida, la estructura retórica tenía como objeto enseñar por medio de sentencias o enunciaciones agudas, deleitar por medio del ingenio y conmover a partir del empleo de giros graves. Tales elementos serán llevados al campo de lo visual, convirtiéndose en constitutivos del objetivo discursivo de lo iconográfico en los siglos XVI, XVII y XVIII. Marco Tulio Cicerón, “Del mejor género de oradores”, en Obras Completas, ed., Marcelino Menéndez Pelayo t. 1 (Madrid: Imprenta Central, 1879), 277-278.

58Aristóteles, Ética nicomáquea-Ética eudemia (Madrid: Gredos, 1985), 189-193.

59Miguel de Salinas, Rethorica en Lengua Castellana en la qual se pone muy en breve lo necessario para saber bien hablar y escrebir (Alcalá de Henares: Casa de Joan de Brocar, 1512), fol. XVIr y v.

60Jean Chevalier, coord., Diccionario de los símbolos (Barcelona: Herder, 2007), 404

61Botello, “Los cuerpos deformes del siglo XVIII”, 54, 59-60 y 65

62Con relación a las metáforas organicistas aplicadas a la monarquía española véase José Antonio Maravall, “La idea de Cuerpo Místico en España antes de Erasmo”, Boletín Informa- tuvo del Seminario de Derecho Político de la Universidad de Salamanca, núm. 2 (1956): 29-44. Pastor, Cuerpos sociales, 39.

63Pastor, Cuerpos sociales, 39

64Esta idea derivaba de lo enunciado por Pablo en la “Primera Carta a los Corintios” (cap. 12, vers. 12) según la cual “Nuestros cuerpos tienen muchas partes, pero esas muchas par- tes sólo un cuerpo componen cuando se las une”. Tal planteamiento redundaba en un esquema, según el cual, el buen funcionamiento del cuerpo social depende del sacrificio y el trabajo de todos sus miembros. Pastor, Cuerpos sociales, 38-39.

65Cabe recordar que, según la lógica teologal que reinaba entre los siglos XVI y XVII, la raza negra era considerada maldita, esto como producto de la condena ejercida por el patriarca Noé sobre su hijo Cam (Génesis 9, vers. 20-26). A partir de esto la raza negra, no sólo fue considera da inferior, “siervos de siervos”, sino que a su vez se le asignó el papel de “cuerpo sufriente”, esto como expiación de las propias culpas, así como mecanismo de purificación del “cuerpo social”. De esta forma, los negros no sólo sirvieron como esclavos, sino que a su vez engrosaron las cofradías de penitentes, erigiéndose como sujetos destinados a padecer en beneficio del resto del cuerpo social. Al respecto véase la mención que de este tema se hace en David Brading, Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867 (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1991), 193.

66Vicente Carducho, Diálogos de la pintura. Su defensa, origen, esencia, definición, modos y diferencias (Madrid: Turner, 1979 [1633]), 399.

67Carducho, Diálogos de la pintura, 400

68Carlos Duarte, Historia del traje durante la época colonial venezolana (Caracas: Armitano, 1984), 96

69Como ha demostrado John Elliott, la estructura del Antiguo Régimen se estableció en torno a dos núcleos: los Señores, es decir, la nobleza, y los vasallos. Mientras los últimos debían servir y ser dirigidos, los primeros debían dirigir y ser servidos. Frente a esta realidad, discursos como el del pesebre buscaron establecer una “estructura social ideal”, fundada en el reconoci- miento y el respeto del lugar que dentro de la sociedad le correspondía a cada sujeto. John H. Elliott, “La conquista española y las colonias de América”, en América latina en la época colo- nial, vol. 1, España y América de 1492 a 1808, coord., Leslie Bethell (Barcelona: Crítica, 2002), 139-140.

70Bernal, Entre el orden europeo y la reinterpretación, 21

71Rappaport, El mestizo evanescente, 64-65

72Germán Colmenares, “La economía y la sociedad coloniales. 1550-1800”, en Nueva His- toria de Colombia, vol. 1, Colombia indígena, Conquista y Colonia, coord., Álvaro Tirado Mejía (Bogotá: Planeta, 1989), 132.

73Rappaport, El mestizo evanescente, 6-7

74agn-b, Sección Colonia, Fondo Visitas Boyacá, t. 13, doc. 10, 1755, fol. 958r

75La aparición de porcelana chinesca como adorno de camarines e iglesias fue común en el siglo XVIII neogranadino. Dada la fragilidad y la rareza de estos objetos, transportados por el galeón de Manila hasta México y luego distribuidos por el continente, su significado se despla- zó del campo utilitario al campo de la ostentación. De esta forma platos, tibores o fragmentos cerámicos de origen asiático terminaron engrosando los gabinetes de los más acaudalados o sirviendo de fondo decorativo a la imaginería religiosa. En el pueblo doctrinero de Monguí, no sólo el “cajón de pesebre” fue decorado con este tipo de elementos cerámicos, sino que a su vez éstos se dispusieron como parte del adorno de la cúpula central del templo.

76Inventario de los bienes de iglesia de las doctrinas de Tinjacá, Ráquira, Sugaita y Samacá. 1756. agn-b, Sección Colonia, Fondo Visitas Boyacá, t. 13, fol. 1013v.

77Rappaport, El mestizo evanescente, 260-262

78En relación con el papel unificador del “discurso” en el marco de la monarquía hispánica, John H. Elliott ha señalado que para el mantenimiento de “una monarquía fragmentaria y dis- par” en todos los dominios de la monarquía hispánica se proyectó el discurso de que “el rey y su pueblo constituían conjuntamente un cuerpo político, donde cada parte era esencial para su correcto funcionamiento, pero cuya cabeza era el rey”. Tal concepto tenía como “componente esencial” la lealtad al monarca, carácter que era transmitido y enseñado a partir de imágenes, textos y todo tipo de mecanismos retóricos. John H. Elliott, “Rey y patria en el mundo hispá- nico”, en El Imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e hispanoamérica, ed., Víctor Mínguez (Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2004), 22-25.

79Pierre Bourdieu, Cosas dichas (Barcelona: Gedisa, 2000), 134-135.

80Estos catecismos, dirigidos a enseñar los rudimentos básicos del cristianismo, se es- tructuraban a partir de una serie de imágenes muy simples, orientadas a expresar conceptos complejos como la existencia de un papa y una Iglesia, o, la redención de la humanidad a partir de la muerte de Cristo en la Cruz. Véase Pedro de Gante, “catecismo de la doctrina cristiana”, ms. siglo XVI, en Biblioteca Digital Hispánica-Biblioteca Nacional de España, http://bdh-rd.bne.es/ viewer.vm?id=0000057904&page=1

81López, El cuarto de pesebre en los espacios domésticos, 24-25 y 28-29

82Siguiendo a Nicholas Mirzoeff la “cultura visual”, “incluye las cosas que vemos, el mode- lo mental de visión que todos tenemos y lo que podemos hacer en consecuencia. Por eso la denominamos cultura visual, porque se trata de una cultura de lo visual”. En este sentido la idea de “cultura visual”, trasladada al mundo colonial, no sólo descansa sobre lo que veía el individuo de los siglos XVI, XVII y XVIII, sino también sobre las estructuras de pensamiento que definen cómo lo veía. Nicholas Mirzoeff, Cómo ver el mundo. Una nueva introducción a la cultura visual (Ciudad de México: Paidós, 2016), 19

83Mirzoeff, Cómo ver el mundo, 71

84N.B. Este artículo surge a partir de la investigación realizada en el marco de la restauración del Pesebre de Monguí (Boyacá-Colombia), intervención realizada por Gilberto Buitrago San- doval y financiada por el Ministerio de Cultura de Colombia.

Recibido: 29 de Septiembre de 2021; Revisado: 16 de Febrero de 2022; Aprobado: 11 de Mayo de 2022

Líneas de investigación

Historia de la imagen colonial; historia colonial del Nuevo Reino de Granada; historia de la Conquista de América; historia y análisis de la Crónica indiana.

Lines of research

History of the colonial image; colonial history of the New Kingdom of Granada; history of the conquest of America; History and analysis of the Chronicle of Indias.

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