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Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas

Print version ISSN 0185-1276

An. Inst. Investig. Estét vol.23 n.78 Ciudad de México Mar./May. 2001

 

Libros/reseñas

 

Álbum del tiempo perdido. Pintura jalisciense del siglo XIX de Arturo Camacho

 

por Fausto Ramírez

 

Guadalajara, El Colegio de Jalisco/Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997, 192 pp., con ilustraciones1

 

A la memoria de Xavier Moyssén

 

A lo largo del symposium "Balance y perspectivas de la historiografía noroccidental", que coordinado por Jaime Olveda tuvo lugar en el Museo Regional de Guadalajara en octubre de 1990, se fue constatando la aparición y el desenvolvimiento de una etapa nueva en el quehacer historiográfico de la zona noroeste del país, a partir de los años setenta y, con mayor claridad, en los ochenta. Esta actividad historiográfica renovadora estuvo asociada con el surgimiento de una oleada de jóvenes historiadores formados profesionalmente y, por ende, bien pertrechados de los marcos teóricos y metodológicos pertinentes y avezados en el uso crítico de fuentes documentales de primera mano, archivísticas y hemerográficas fundamentalmente, más las colecciones de folletería habitualmente agrupadas bajo el rubro de "misceláneas" en nuestras bibliotecas públicas. Todos estos elementos les habían suministrado las herramientas básicas para superar la etapa "positivista" de la historiografía regional, prolongada indebidamente por obra y gracia de los incansables y reiterativos glosadores de la información aportada por los venerables historiadores fácticos de principios de siglo (un Luis Pérez Verdía o un Alberto Santoscoy, si no es que un Mota Padillla y un Tello, para el caso jalisciense). Una sostenida producción historiográfica, apoyada por una naciente red institucional y por una importante labor editorial (en parte ocupada también en la reedición de "nuestros clásicos"), permitió la irrupción de un nutrido y creciente caudal bibliográfico que, de nuevo para el caso jalisciense (reseñado en aquella ocasión por el propio Jaime Olveda), culminó en la publicación de dos monumentales trabajos panorámicos: los cuatro volúmenes de la Historia de Jalisco (1980-1982), coordinada por José María Muriá, y los quince tomos de Jalisco desde la Revolución (1988), coordinados por Mario Aldana.2

En uno y otro conjuntos de libros, las artes plásticas ocupaban un lugar más o menos importante (dos volúmenes completos, en el caso de Jalhco desde la Revolución), historiadas al lado de la literatura y la prensa, de la educación, de las transformaciones de la vida cotidiana, etc., y con arreglo a una concepción de la historia como algo mucho más vasto y complejo que la mera relación de los acaeceres políticos, militares e institucionales. Según Olveda, la Historia de Jalisco puede inscribirse en "la corriente del historicismo, porque se adoptó la idea de que la vida humana en su totalidad y multiplicidad es el objeto de la Historia".3

Con todo, se echaba de menos la existencia de un estudio monográfico relativo a la plástica en el siglo XIX jalisciense, compuesto bajo los mismos presupuestos innovadores de la reciente etapa científica del quehacer historiográfico estatal; es decir, un intento de síntesis crítica apoyado en fuentes documentales originales y que no se redujera a repetir las consabidas biografías de artistas regionales compiladas hace muchos lustros por Ventura Reyes Zavala (en 1880) y por Ixca Farías (en 1940).

Tan largo preámbulo tiene por objeto encuadrar y valorar la aportación del libro aquí reseñado: el sugestivo Álbum del tiempo perdido. Pintura jalisciense del siglo XIX, del investigador de El Colegio de Jalisco, Arturo Camacho Becerra, y que constituye el título inicial de una serie o colección nueva: De Artes y de Letras.

En la introducción de este trabajo, el propio autor hace una profesión de fe y nos declara sus propósitos y su modus operandi:

La pintura [afirma], además de mostrar deficiencias o maestría técnica, es un referente histórico y social en tanto que es obra del ingenio humano y nos refleja época, sensibilidad y preocupaciones estéticas. Un conjunto de obras y artistas puede revelarnos sentimientos y actitudes personales de una comunidad en un tiempo determinado; por ello, no es exagerado pensar en la historia del arte como una metáfora de la historia del mundo.4

Con semejante convicción, Camacho emprendió

[...] una búsqueda en archivos y bibliotecas para dar a conocer de manera científica, crítica y sencilla una secuencia histórica de la pintura producida en Jalisco durante el siglo XIX. He pretendido hacer un ensayo histórico con acentos sociales y estéticos; el resultado final es una versión perfectible.5

Voy a hacer primero una presentación de los capítulos o secciones que estructuran este libro, entreverada con algunas reflexiones propias, y luego intentaré un balance crítico.

En un primer capítulo ("Retratos y volcanes"), el autor traza una breve síntesis de los dos grandes "apartados" o vertientes en que la investigación suele agrupar la producción artística del siglo XIX: la académica y la regional. Camacho pasa revista a los cánones establecidos por el paradigma historiográfico tradicional, y en unas cuantas páginas nos despliega el desarrollo de la producción académica capitalina, desde el neoclasicismo inicial, todavía mechado con reminiscencias rococó, pasando por la etapa romántica hasta desembocar en el realismo o naturalismo de finales de siglo, con una enumeración de los distintos géneros allí cultivados: la pintura de historia, bíblica o secular, el retrato y el paisaje; también incluye algunas notas sobre la producción de los artistas viajeros, metidas un tanto con calzador en el apartado del academicismo.6

Lo que de este rápido recuento salta a la vista es que no se practicó un solo estilo dentro de la Academia a lo largo del siglo XIX, y que el neoclasicismo strictu sensu pronto quedó atrás, relevado por otros estilos sucesivos, aunque el academicismo no haya renunciado al prestigio ideal de los modelos antiguos, ni tampoco al trabajo directo frente al modelo vivo, lo que le confirió una impronta ecléctica casi ineludible. Subrayo esta característica porque he encontrado, en casi todos los historiadores del arte jalisciense, la tendencia a identificar academicismo con neoclasicismo. De allí que se haya convertido en un lugar común reputar a Carlos Villaseñor (1849-1920) como el último pintor neoclásico de Jalisco, lugar común al que Camacho no se adhiere en el análisis que hace de la obra del pintor aunque sí en la denominación que asigna a un apartado del capítulo final, "Últimos neoclásicos", para referirse a José Guadalupe Montenegro y a Villaseñor. Con esto quiero llamar la atención sobre lo difícil que es para el investigador vencer la inercia del tópico, romper con el paradigma convencional.

Y esto lo advertimos en el resumen que Camacho nos hace de lo que él a veces llama pintura "regional" y otras "regionalista". Yo le sugeriría atenerse sólo al término "regional", para sortear las connotaciones voluntaristas que el "regionalismo" implica, como elemento específico del modernismo nacionalista, históricamente ubicado en las primeras décadas del siglo XX. Tengo para mí que el autor no acaba de cortar amarras con el esquema tradicional y sigue confundiendo, de alguna manera, pintura regional y pintura "independiente" (independiente de la Academia, se entiende, con todo lo que ésta presuntamente connota de trabajo reiterativo sobre modelos ajenos), con la carga valorativa que la estética posrevolucionaria le asignó a tal pintura "independiente" como supuesto enlace entre las manifestaciones prehispánicas y el arte contemporáneo.7

Por otra parte, la tenaz obediencia al paradigma historiográfico convencional parece sustanciarse con la afirmación del autor de que el canon de artistas representativos de esta vertiente, y que comprende a José María Estrada, Agustín Arrieta, José Justo Montiel y Hermenegildo Bustos, culmina en Mariano Silva Vandeira (ca. 1860-1928). Curioso destino el de este pintor duranguense, que parece haber vivido y trabajado en la capital del país y cuya obra fue coleccionada por Roberto Montenegro en los años treinta y glosada por Xavier Villaurrutia, quien le dedicó un fascinante ensayo en Letras de México (1937), recopilado en sus Textos y pretextos de 1940.8 Con todo, sus pinturas han desaparecido de los circuitos museísticos desde hace más de medio siglo y nadie las ha podido volver a ver. Ojalá me equivoque, pero me temo que el entusiasmo de Camacho por Silva Vandeira sea puramente literario y derivativo, alimentado por los prestigios de Villaurrutia sancionados por Octavio Paz, y no fruto de una experiencia visual directa.

Pero éstos son pelillos en la mar, y ya desde este breve capítulo liminar el autor evidencia sus virtudes analíticas y su sagacidad inquisitiva, y comienza a darnos pistas para aclarar el "enigma de Estrada", sobre el que más adelante habrá de explayarse.

Antes de seguir adentrándome en el libro, quisiera plantear una manera de abordar, quizá con mayores frutos, la supuesta dicotomía pintura académica/pintura regional. En primer lugar, no se trata propiamente de una dicotomía: no pocos pintores regionales tuvieron formación académica, ya por haber estudiado algún tiempo en San Carlos, ya indirectamente a través de un egresado de aquella institución o por otros conductos; y esto se comprueba repetidas veces en el texto de Camacho. Acaso sería mejor hablar de centro y periferia, y de una modernidad prestigiada que, con grados variables de integridad, fue afectando en forma centrífuga a las artes y la cultura regionales. Lo que habría que precisar, en cada caso, serían no sólo los desfasamientos en la imposición/adopción del modelo, sino también las resistencias y los procesos de adaptación. Las leyendas que aparecen en los retratos pintados por Estrada, pongamos por caso, proveen de un buen punto de reflexión: sin duda derivan de la vieja exigencia colonial de detallar nombre, títulos y merecimientos como parte integrante de la imagen social de un personaje. Esta costumbre chocará con las pretensiones ilusionísticas y el afán de verosimilitud fisonómica y anímica del retrato moderno, que procede a eliminarlas; pero no siempre, ni en forma inmediata. En Estrada, por ejemplo, a menudo la información verbal se ve desplazada al calce del lienzo formando una pequeña banda de color neutro, no incorporada al espacio pictórico habitado por el personaje. Aquí hay un indudable fenómeno de desfasamiento, resistencia y adaptación del arte de la "periferia" con respecto al modelo "central".

Los dos capítulos siguientes del libro, "Los primeros pintores jaliscienses" y "La Academia Jalisciense", forman parte de una misma unidad histórica, a caballo entre los últimos decenios de la época colonial y los tres primeros de la vida independiente. La Ilustración, al comenzar a modificar aspectos fundamentales de la vida novohispana, llevaría a una serie de contradicciones socioeconómicas que habrían de traducirse en la crisis de la insurgencia y requerirían de los primeros esfuerzos de los ciudadanos mexicanos para intentar resolver los grandes problemas de la nueva nación. Con buen acuerdo, Camacho dividió en dos partes el tratamiento de este periodo, asignando al estudio de la figura problemática de José María Estrada casi toda la primera parte y al de la fundación, desarrollo, clausuras y avatares de la Academia jalisciense toda la segunda parte. Aquí encontramos, por lo demás, las aportaciones más significativas y novedosas de Arturo Camacho a la historiografía del arte mexicano.

El capítulo "Los primeros pintores jaliscienses" está estructurado con arreglo a un esquema que el autor observará en los capítulos subsiguientes, con las variantes que cada tramo cronológico naturalmente le imponga: luego de una breve referencia a las grandes directrices políticas del periodo de referencia y de trazarnos con rasgos breves el aspecto de la ciudad y de los más señalados monumentos edilicios, nos informará acerca de la situación demográfica y "la multiplicación de los jaliscienses" a lo largo del siglo, nos enumerará sus formas de diversión específicas, prestando especial atención a sus actividades culturales, la prensa y las revistas literarias existentes, las agrupaciones musicales, etc., para desembocar en las asociaciones de artistas e ilustrarnos acerca de los institutos educativos en que se formaban, las principales tareas pictóricas y los géneros iconográficos que acometieron, las exposiciones que llevaron a cabo, y demorarse al fin en el análisis del o de los artistas reputados por paradigmáticos de las corrientes dominantes en cada periodo. Por cierto, las ilustraciones están repartidas a lo largo del libro con arreglo a este protagonismo concedido a un artista en un capítulo determinado, lo que en general resulta adecuado pero da pie a alguna incongruencia cronológica, como ocurre con el delicioso álbum de dibujos de Felipe Castro, que data de los años cincuenta, pero aparece ilustrando el tramo de 1867 a 1880.

Pero volviendo al capítulo de "Los primeros pintores jaliscienses", como ya queda dicho, la figura que acapara nuestra atención es José María Estrada (cuyas fechas de nacimiento y muerte las fija el autor en 1764 y 1860, respectivamente). La documentación localizada por Camacho le ha permitido comenzar a reconstruir la larga vida de Estrada con mayor grado de certeza, y ubicarlo en las postrimerías del siglo XVIII como platero, profesión a la que debió de dedicarse durante varios lustros hasta que, habiendo fungido de ayudante de José María Uriarte en las obras de redecoración de la catedral tapatía iniciadas en 1817, cambiará de giro consagrándose desde entonces a pintar las efigies de sus coterráneos. Acaso el cambio tuvo que ver con "el decaimiento de la producción de la plata en la región".9 Asistió a las clases de dibujo que se impartieron a partir de 1790, así como al curso de 1827 en la Academia de Artes, donde "se le otorgó el primer lugar en la ejecución de figuras".10 Estuvo particularmente activo como pintor entre 1828 y 1858. Camacho estudia la evolución de su estilo, su progresivo refinamiento, así como su tenaz adhesión a una suerte de receta o instructivo, que el autor resume con gracia: "Para conseguir volumen en la cara, disponga el ojo derecho arriba del izquierdo y para equilibrar las manos coloque objetos alusivos a la ocupación o edad del retratado."11

El problema empieza cuando se constata la presencia de dos firmas distintas —José María Estrada y José María Zepeda de Estrada— en lienzos ejecutados en un estilo a primera vista muy semejante. Ya José Guadalupe Zuno aventuraba la existencia de dos Estradas, acaso padre e hijo; y esta hipótesis ha recorrido la historiografía pertinente, sin hallar una confirmación concreta. Camacho aporta documentación convincente, que corroboraría el parentesco pero en una relación distinta, la de tío y sobrino, y esboza una diferenciación estilística entre ambos pintores, que sólo hubiésemos querido más puntual y concretada en abundantes ejemplos específicos. Para cerrar este capítulo, el autor analiza un cuadro célebre y descalifica una atribución consagrada: por razones estilísticas, no juzga atribuible a Estrada La agonía de la niña Madrueño (1852, Museo Nacional de Arte).

Tengo para mí que la especificación de las características propias de cada uno de los Estradas propuesta por Arturo Camacho, por ser demasiado sucinta, no permite todavía conclusiones definitivas y amerita una profundización mayor para proceder luego al deslinde de las atribuciones. Donde ya no queda pie para la duda es en la encomiable puntualización que el autor ha llevado a cabo en lo tocante a la fundación y desarrollo de la Academia tapatía.12 Resumo en breves líneas la información aportada: en 1790, quedó abierta una escuela de dibujo, sostenida por industriales y comerciantes, así como por la mitra de Guadalajara; estuvo albergada en salas del extinto Colegio de Santo Tomás, para pasar en 1796 al edificio del Real Consulado. En 1805, por decreto real, se transformó de escuela en academia de dibujo; el arribo a Guadalajara, en ese mismo año, del académico capitalino José Gutiérrez y su incorporación al claustro profesoral contribuyeron a elevar el nivel de los estudios, ampliados ahora con clases de aritmética, geometría y arquitectura. Esta escuela o academia de dibujo tuvo una primera etapa, que se cierra en 1810 debido a los disturbios causados por la revolución de Independencia. Sostenida por el Real Consulado tapatío, volvió a funcionar en diciembre de 1816, para ser clausurada definitivamente en mayo de 1818. Fue, pues, una fundación típica de la voluntad progresista de la Ilustración, que promovió la enseñanza del dibujo como parte de un programa educativo para fomentar el desarrollo de las artes e industrias regionales y, de esta manera, coadyuvar al engrandecimiento de la provincia y, en última instancia, del reino. En Puebla se abriría una escuela similar más de cuatro lustros después, en 1813, que también daría origen a la academia de artes local, ya en los tiempos republicanos y constitucionales.

Por cierto, me llama la atención la semejanza de Guadalajara con Puebla en lo referente a la transmisión inicial del estilo neoclásico, asociada en ambos casos a empresas constructivas patrocinadas por los obispos ilustrados: en el caso tapatío, la llegada desde la ciudad de México del arquitecto académico José Gutiérrez para dirigir las obras de la Casa de la Misericordia (sobre un proyecto del escultor valenciano y pilar de la academia capitalina, Manuel Tolsá) y luego la construcción del Sagrario y, a la postre, la venida de José María Uriarte para hacerse cargo de la remodelación neoclasicista de la Catedral, en 1817. En el caso poblano, la erección del nuevo baldaquino en el crucero catedralicio, se encomendó igualmente a Tolsá y se ejecutó con interrupciones entre 1798 y 1818, aunque tocó concluir la obra a José Manzo, convertido posteriormente en el más encarnizado apóstol de la renovación neoclásica de la propia Catedral y del resto de las iglesias poblanas.

Paralelamente a estas empresas monumentales de patrocinio eclesiástico, en ambas ciudades tuvo lugar la fundación de escuelas de dibujo que, como ya queda dicho, serían el germen de las futuras academias locales.

La academia tapatía fue instituida en 1827 por el ilustrado gobernador Prisciliano Sánchez como una sección (la undécima) del máximo organismo educativo a nivel superior, el Instituto del Estado, encargado de difundir el conocimiento científico moderno, basado en la observación y experimentación. En una primera etapa, que llega hasta 1834, las figuras mayores asociadas con la enseñanza artística en la academia fueron José Gutiérrez y José María Uriarte. A partir de 1834, luego de la muerte de Uriarte, fue contratado el pintor académico capitalino José Antonio Castro, quien dirigiría la institución hasta 1851, cuando fue suprimida definitivamente. En la última década de funcionamiento (1840-1851), la academia quedó instalada en el ex colegio jesuítico de San Juan (un edificio colonial ya desaparecido, que ocupaba la manzana donde todavía se alza el ya clausurado Cine Variedades, sobre la Avenida Juárez, en actual proceso de "remodelación" para funcionar como Teatro de la Ciudad). Tuvo entonces la protección de una de las figuras culturales señeras en la Guadalajara de los años conservadores: fray Manuel de San Juan Crisóstomo Nájera, el sapientísimo polígrafo y prior del convento del Carmen, promotor entusiasta de las artes. No debe asombrar, pues, la abundante producción religiosa que, junto con la factura de retratos, constituyó la tarea principal de los artistas tapatíos durante varios decenios.

El capítulo titulado "Luces de occidente" cubre el periodo comprendido entre 1852 y 1867. La primera fecha corresponde al fallecimiento de José Antonio Castro, un año después de haber sido cerrada la academia; la segunda, al trágico final del imperio de Maximiliano y la restauración de la República. Como es bien sabido, fue una época de constantes enfrentamientos entre conservadores y liberales, no sólo en el plano ideológico sino en el de las armas: la guerra civil, primero, y luego la lucha contra la intervención extranjera consumió los recursos y ensangrentó al país. Y, con todo, fue una época rica en actividades culturales y en creatividad. Aquí destaca la fundación de la Sociedad Jalisciense de Bellas Artes, organización que agrupaba a literatos, músicos y artistas plásticos y que, pese a las difíciles condiciones reinantes y como una manifestación civilizadora de "progreso moral intelectual" frente a la belicosidad y la barbarie circundantes, se dio traza para organizar cinco exposiciones bienales, entre 1857 y 1865.13 Camacho da cuenta de los principales artistas participantes y de las obras que allí figuraron, así como de la actividad discursiva y las respuestas críticas que las exposiciones suscitaron. Llaman la atención los cuadros de asunto histórico nacional, inspirados tanto por episodios de la conquista (Cuauhtémoc delante de Hernán Cortés y La muerte de Quilena, ambos de Gerardo Suárez) como por las gestas insurgentes, tratadas al modo alegórico (La tumba de Hidalgo y La aurora de 1810, de Felipe Castro); o bien, por las alegorías sociales al modo de Papeti (en un complejo cuadro titulado La redención social, de Jacobo Gálvez, en el que convivían las figuras de Cristo, Sócrates, Fourier, San Vicente de Paul, Newton, Galileo, Moisés, Platón, Homero y Diógenes), así como por los sabrosos cuadros de costumbres rancheras pintados por Francisco Gálvez, hijo de don Jacobo.14 En el tratamiento de semejantes temas, explícitamente inspirados en las experiencias nacionales y regionales, los artistas tapatíos se adelantaron por algunos años a sus congéneres de la academia capitalina (aunque, ya en tiempos del Segundo Imperio, Maximiliano empezó a auspiciar la representación de asuntos nacionales, como quedaría en evidencia en la XIII Exposición de la Academia celebrada en 1865, poco después de haberse llevado a cabo la quinta y última de la Sociedad Jalisciense de Bellas Artes).15

Las figuras artísticas que ocupan un papel protagónico en este capítulo son, por una parte, Jacobo Gálvez, quien contra viento y marea llevaría a buen término la obra edilicia más ambiciosa de mediados del siglo: la construcción y decoración del Teatro Degollado. Precisamente, Camacho considera la pintura de la bóveda de la sala de espectáculos del Degollado, con su enaltecida visión de los héroes y sabios virtuosos de la antigüedad "pagana", inspirada en el Canto IV del Infierno de La divina comedia, de Dante, y ejecutada por Gálvez con el auxilio de Suárez, la obra suprema del academicismo en Guadalajara.

Pero aún hay más: en este mismo periodo se pintó también el conjunto de murales domésticos más rico, variado y monumental, en el género de la pintura costumbrista vinculada con la experiencia cotidiana (y con una previa codificación gráfica en las litografías del álbum México y sus alrededores, obra colectiva de Casimiro Castro y otros): la decoración parietal de los corredores de la finca La Moreña, en La Barca, propiedad del general imperialista Francisco de Paula Velarde, "El burro de oro". Camacho no vacila en calificar a estos murales como "la culminación romántica" del arte jalisciense. Sí, como es también una culminación romántica más que neoclásica la monumental visión dantesca del gran plafond del Degollado, si bien en una tónica muy diferente a los murales de La Moreña: allí, suspendidos a treinta metros por encima del espectador, gesticulan y actúan los flotantes personajes de la antigüedad movidos por sus pasiones y conflictos, igual que en las tragedias y las óperas contemporáneas, aunque inmovilizados para siempre en una tenue capa pictórica.

"Arte y progreso" es el nombre dado por el autor al siguiente capítulo, cuyos límites cronológicos corresponden a los años 1867 y 1880, este último fecha de la segunda y última exposición de la agrupación denominada "Las Clases Productoras" (la primera había tenido verificativo en 1878). En aquella agrupación se codeaban los productores materiales con los espirituales, los artesanos, los industriales y los artistas, como signo del pragmatismo de los tiempos y de la voluntad común de protegerse contra la resentida invasión de los productos extranjeros. Dice Camacho: "A diferencia del periodo anterior, la idea del arte y la cultura se asimiló como parte del progreso material, más que como referencia de civilización y del carácter nacional."16

Fueron años de reorganización después de la guerra civil y de dar el espaldarazo institucional a los grandes cambios producidos por las leyes de Reforma. Así, por ejemplo, entre las efemérides que Camacho consigna, sobresalen la inauguración en 1872 de la Biblioteca del Estado, a donde recalaron los fondos expropiados a los conventos nacionalizados, y la constitución de una galería pictórica, en el Liceo de Varones, formada por los cuadros provenientes del mismo origen y base del acervo del futuro Museo Regional. Esta galería, además, serviría de experiencia modélica para la formación de los pintores, grabadores y, más adelante, escultores que, a partir de entonces y hasta 1894, hallarían allí cabida, ya sin el correspondiente título oficial de Academia (constituía la "sección de Bellas Artes" del Liceo de Varones, aunque la voz popular la designaba como la Academia del Liceo).

En este periodo aparecieron también algunos textos de índole histórica y estética, ya sea artículos de crítica publicados por la prensa (en especial por el periódico Juan Panadero), ya los Breves apuntes sobre la antigua escuela de pintura en México y algo sobre la escultura, que Agustín Fernández Villa redactó en 1879 y publicó en León en 1884 y cuyas deudas con el célebre Diálogo sobre la historia de la pintura en México, del jurisconsulto e historiador conservador José Bernardo Couto, son innegables. No hay duda de que, pese al triunfo del liberalismo en los campos de batalla y la consecuente vuelta al poder de los republicanos, el peso de la cultura religiosa y el ideario conservador seguía siendo poderoso, no sólo al nivel de las convicciones y comportamientos individuales sino incluso en el campo del patrocinio artístico. No por azar, en 1879 Pablo Valdez pinta el intradós de otra cúpula importante, esta vez la del Templo del Carmen, luego de la adaptación y remodelación de una antigua capilla tras haberse demolido la iglesia principal y arrasado la mayor parte del convento. El tema escogido fue Los evangelistas y los santos carmelitas. No debe de sorprendernos, pues, que durante este periodo, en opinión de Camacho,

Los pintores más representativos fueron Felipe Castro y Pablo Valdez, quienes cumplieron encargos cívicos y religiosos, además de que se desempeñaron como profesores. La producción pictórica consolidó el estilo clásico y romántico y sólo los nuevos pintores se interesaron por el realismo y la copia de elementos naturales. 17

Es cierto que estos artistas llevaron a cabo algunos proyectos cívicos, como el conjunto de 32 retratos de héroes nacionales que Castro pintó en 1872 por encomienda del gobierno del Estado, o la decoración de la bocaescena del Teatro Degollado, con las figuras monocromáticas de Las famas y El tiempo y las horas, del mismo pintor. Pero, en las biografías de Castro y de Valdez que Camacho incorpora al libro, acaban por prevalecer los encargos de carácter religioso ejecutados a lo largo de sus vidas. También se mencionan y analizan algunos de sus retratos, y se destaca la actividad paralela de Valdez como escultor.

Por lo demás, Castro y Valdez representan a los artistas que, luego de pasar un buen número de años estudiando en la Academia de San Carlos y practicando en la capital, regresaron al terruño en lo sesenta y setenta para allí divulgar los principios aprendidos: éste fue un fenómeno no circunscrito al caso de Jalisco sino muy difundido en otros estados de la República (pensemos en Luis Coto retornando a Toluca o en Luis Monroy haciendo lo propio en Guanajuato).18

En el último capítulo del libro, cuyo título ("Artistas de la Florencia mexicana") obviamente parafrasea la halagüeña calificación del viajero Eduardo A. Gibbon, el autor cubre los años de 1881 a 1899. Ya se sabe que toda periodización tiene sus visos de arbitraria, pero en este caso me parece más que insatisfactoria. El criterio parece haber sido el de acabar justo al término del siglo XIX; mas ¿acaso los procesos culturales y artísticos se ajustan y obedecen al ritmo de las cesuras de tiempo abstractas y convencionales?

La pregunta no es ociosa, y tiene que ver no tanto con el protagonista que Camacho ha escogido para compendiar lo más caracterizado de este periodo, y que no es otro que Carlos Villaseñor y está muy bien, sino con algunos que le hacen séquito y cuya representatividad, en mi opinión, resulta discutible. Éste es justo el momento inicial del tránsito, del realismo académico finisecular (bien sintetizado en la figura de Villaseñor) al primer modernismo ya tocado en grados variables por las nociones innovadoras del impresionismo y del postimpresionismo. Sin duda, Félix Bernardelli, José Vizcarra y Javier Tízoc Martínez acusan en distinta medida el impacto de dichos fenómenos estéticos. Pero, con la excepción de Bernardelli (muerto en 1908 y cuyo tratamiento protagónico también me parece muy adecuado), la producción de los otros dos rebasa ampliamente el periodo cubierto por el capítulo, y sobre todo la de Tízoc Martínez evolucionó por otros rumbos estéticos. En tal caso, ¿por qué incluir un breve repaso analítico de sus obras, y no la de otros artistas mucho más aportativos e interesantes, como Gerardo Murillo, Rafael Ponce de León, Jorge Enciso o Roberto Montenegro en su etapa primeriza? Ya al principio del libro Camacho advertía ser consciente de que, en su selección, "probablemente falten nombres, sucesos y muchos cuadros por analizar". Pero esto no me quita la perplejidad, y me pregunto si el autor se ha dejado llevar aquí por la inercia historiográfica: aquéllos son, cuál más, cuál menos, los nombres escogidos en recuentos previos, así como también lo son los omitidos.19

Pero vayamos por partes. El periodo cubierto abarca el mediodía del porfiriato, con sus esplendores, contradicciones y miserias, con la transformación de la vida cotidiana por efecto de inventos típicamente finiseculares, como el teléfono, la electricidad y el cinematógrafo, que llegaron a Guadalajara en pos del ferrocarril, arribado a finales de los años ochenta. Época pletórica de actividad cultural en todos los ramos, con nuevas asociaciones y personalidades rectoras, con una vida literaria y musical intensas. Se registra una baja sensible, pero representativa: la clausura definitiva de la Academia del Liceo en 1894. Pero tres años después surge la academia particular del pintor ítalo-brasileño Félix Bernardelli, quien impulsaría la renovación modernista del arte en Guadalajara desde un taller individual, un fenómeno muy típico de la difusión de las vanguardias en el fin del siglo. 20

Camacho nos ofrece un análisis fino de la producción de Villaseñor en los diferentes géneros pictóricos a los que se dedicó: la pintura religiosa y alegórica, el retrato, el bodegón y la "pintura de interiores". Su pintura representa lo mejor del academicismo practicado con un oficio riguroso y una gran sensibilidad por el color, el claroscuro y las texturas; el artista, plenamente identificado con las calidades visuales del entorno, logró al fin y a la postre consolidar un bien definido estilo personal.

Una inquietud semejante por alcanzar en sus cuadros la impresión de la vida, transfigurada por una poética personal y expresada mediante una técnica de pincelada muy libre, en donde la luz desempeña el papel protagónico, caracterizó la obra de Bernardelli, con quien puede decirse que arranca el modernismo tapatío. Y no sólo por su obra personal, sino sobre todo por los renovados modos pictóricos que supo transmitir a sus alumnos, entre los que se cuentan aquellos a quienes Camacho designa como "los precursores del arte contemporáneo de México: Roberto Montenegro, Jorge Enciso y Rafael Ponce de León".21 Yo añadiría, por supuesto, a Gerardo Murillo, cuyo posterior influjo sobre los jóvenes estudiantes de la academia capitalina a partir de 1904, luego de regresar de un viaje de estudios a Europa, habría de ser decisivo, como el más famoso de ellos, José Clemente Orozco, habría de reconocer gustoso.

Arturo Camacho nos ha entregado, con este texto, una aportación significativa a la historiografía artística, a nivel tanto regional como nacional. Su trabajo no sólo explora la dimensión social de la pintura en tanto "reflejo" de un grupo humano en un espacio y en un tiempo específicos, sino que de hecho demuestra la capacidad del arte para "construir" la imagen que ese grupo pretende erigir y coadyuva a establecer su identidad, frente a sí y frente a los demás grupos sociales. Y esto lo logra mediante el entretejimiento de los hechos artísticos con los acontecimientos históricos y sociales y con las actividades educativas y culturales que constituyen su entorno y sus "circunstancias". Con ello, el autor rebasa ampliamente el sistema de historiar mediante la acumulación de biografías hasta ahora prevaleciente en la bibliografía jalisciense. El nivel interpretativo que alcanza mediante este procedimiento es significativamente superior, y marca así un hito para todo trabajo futuro en este campo de estudios.

Por otra parte, el haber acudido a fuentes documentales primarias no exploradas con anterioridad le suministró una información inédita que obliga a rectificar afirmaciones hasta ahora tenidas por verdaderas. Resultan ejemplares, en tal sentido, su reconstitución de las biografías de los Estradas y todo lo referente a la enseñanza artística en Guadalajara, en especial la cuestión de las "Academias". Sus aportaciones documentales e interpretativas rebasan así el marco regional, y tendrán que ser incorporadas a la historiografía artística nacional.

Pero quiero también subrayar la finura y atingencia de algunas de sus observaciones. Pondré un solo ejemplo. El libro concluye con una hermosa reflexión:

La pintura producida en Jalisco durante el siglo XIX fue el trabajo silencioso de artistas modestos preocupados por cumplir con decoro sus encargos, en cuya autenticidad encontramos su principal cualidad estética. La poética visual resultó de un convencimiento íntimo y profundo de que el saber pintar es un don al servicio de las mejores causas del hombre. Los personajes de este Álbum del tiempo perdido consideraron a la belleza como un antídoto contra la discordia y a la práctica naturalista del arte como la mejor manera de humanizar la vida diaria.22

Este señalamiento de la capacidad humanizadora del arte y de su poder para enriquecer la vida con una significación más profunda, aun en medio de las más conflictivas tensiones sociales, resulta particularmente aleccionador en este nuestro propio fin de siglo neoliberal, y me parece que le otorga una especial vigencia a un profundo y evocador trabajo, como es el que aquí se ha comentado.

 

Notas

1. Una versión de este texto fue leída en la presentación del libro aquí reseñado, que tuvo lugar en El Colegio de Jalisco, Zapopan, el 30 de julio de 1998.

2. Véase Jaime Olveda (coord.), Balance y perspectivas de la historiografía noroccidental, Guadalajara, Programa de Estudios Jaliscienses, Instituto Nacional de Antropología e Historia/Gobierno del Estado de Jalisco/Universidad de Guadalajara, 1991.         [ Links ] La ponencia de Olveda referente a "Jalisco", junto con el comentario de Mario Aldana, ocupa las pp. 121-134.

3. Olveda, op. cit. , 1991, p. 128.

4. Arturo Camacho, Álbum del tiempo perdido. Pintura jalisciense del siglo XIX, Guadalajara, El Colegio de Jalisco/Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, 1997, p. 11.         [ Links ]

5. Camacho, op. cit., 1997, p. 12.

6. Al autor se le fue un gazapo al atribuir a Santiago Rebull Los hebreos cautivos en Babilonia y a Joaquín Ramírez El sacrificio de Isaac, y no justamente al revés, como sería lo correcto; véase Camacho, op. cit., 1997, p. 21.

7. Por ejemplo, Camacho dice acerca de Estrada: "Su obra desprende una conexión entre los niños representados en la cerámica del clásico nayarita y las niñas pintadas por María Izquierdo o Guerrero Galván" (p. 30). No dudo que pudiera sustanciarse la conexión con estos dos pintores, pero sí descreo absolutamente del nexo con los barros prehispánicos.

8. "Un descubrimiento: Mariano Silva Vandeira", recogido en Xavier Villaurrutia, Obras. Poesía/Teatro/Prosas varias/Crítica, México, Fondo de Cultura Económica, 1974, pp. 750-752.         [ Links ]

9. Camacho, op. cit., 1997, p. 46.

10. Ibidem, 1997, p. 45.

11. Ibidem, 1997, p. 46.

12. Posteriormente a la publicación del libro aquí comentado, Camacho publicaría una interesante antología documental sobre esta institución, precedida por un estudio preliminar: "Documentos de la Academia de Bellas Artes de Guadalajara", por Arturo Camacho Becerra, en la sección Fuentes y documentos, de la revista Memoria, Museo Nacional de Arte, núm. 8, México, D.F., 2000, pp. 25-39.         [ Links ]

13. El autor del Álbum del tiempo perdido ha publicado, después de este libro, el Catálogo de las exposiciones de la Sociedad Jalisciense de Bellas Artes, Arturo Camacho Becerra (comp.), Zapopan, El Colegio de Jalisco (Colección De artes y de Letras), 1998, 107 pp.         [ Links ] Se trata, sin duda, de una valiosa aportación historiográfica. Actualmente se ha dado a la tarea de compilar la crítica de arte publicada en Guadalajara a lo largo del siglo XIX, un trabajo que habrá de llevarle todavía un par de años más. Por lo pronto, recién ha aparecido una primera entrega: Tres lecciones de historia del arte, de Agustín Rivera y San Román. Arturo Camacho Becerra (ed.), Zapopan, El Colegio de Jalisco (Colección De Artes y de Letras), 2001, 140 pp.         [ Links ]

14. Por desgracia, se ignora el paradero actual de la mayoría de estas pinturas, con la excepción de los cuadros de asuntos rancheros de Francisco Gálvez y de La tumba de Hidalgo, de Felipe Castro. Para un estudio interpretativo de esta última, véase mi ensayo "La historia disputada de los orígenes de la nación y sus recreaciones pictóricas a mediados del siglo XIX", en el catálogo de la exposición Los pinceles de la historia: de la patria criolla a la nación mexicana, 1750-1860, Museo Nacional de Arte/Instituto Nacional de Bellas Artes-Instituto de Investigaciones Estéticas/Universidad Nacional Autónoma de México, 2000, en especial las pp. 240-248.         [ Links ] El cuadro pertenece a una colección particular y fue localizado hace un par de años en una galería de la ciudad de México (Galería Art Dicré).

15. Véase la investigación de Esther Acevedo en el catálogo de la exposición Testimonios artísticos de un episodio fugaz (1864-1867), Museo Nacional de Arte, 1995-1996.         [ Links ]

16. Camacho, op. cit., 1997, p. 122.

17. Ibidem.

18. Véase Jaime Cuadriello, Arte regional en el siglo XIX, Madrid, La Muralla, 1982.         [ Links ]

19. Véase, por ejemplo, el tomo IV de la ya mencionada Historia de Jalisco. Desde la consolidación del porfiriato hasta mediados del siglo XX, dirigida por José María Muriá, Guadalajara, Unidad Editorial Gobierno de Jalisco, 1982, pp. 34-37.         [ Links ] Los artistas allí biografiados son Francisco Sánchez Guerrero y Javier Gómez Peña, Rafael Ponce de León, Javier Tízoc Martínez, José Vizcarra, José Rivera Rosas, José Othón de Aguinaga y Jorge Villaseñor.

20. Véase el catálogo de la exposición Félix Bernardelli y su taller, Guadalajara, Instituto Cultural Cabañas-Museo Nacional de San Carlos, 1996. Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco-Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Instituto Nacional de Bellas Artes.         [ Links ]

21. Camacho, op. cit., 1997, p. 179.

22. Ibidem, p. 180.

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