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Nueva antropología

Print version ISSN 0185-0636

Nueva antropol vol.21 n.68 México Jan./Jun. 2008

 

Artículos

 

De áreas naturales protegidas y participación: convergencias y divergencias en la construcción del interés público

 

On Natural Protected Areas and Particiaption: Agreements and Disagreements in the Construction of the Public Interest

 

María Fernanda Paz Salinas

 

Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias, UNAM. Av. Universidad s/n Circuito 2, Col. Chamilpa, Cuernavaca, Morelos, CP. 62431, México. pazs@servidor.unam.mx.

 

Resumen

El objetivo de este trabajo es discutir el tema de la participación en materia de manejo y conservación de las áreas naturales protegidas (ANP's) enfocándolo como un asunto conflictivo en el que convergen y divergen, de manera simultánea, el interés público, los intereses privados y los intereses colectivos. A partir de un estudio de caso en una subregión del centro de México que se encuentra bajo conservación, mostramos algunos elementos de orden político y cultural que alientan o desalientan la acción colectiva, es decir, el manejo participativo de las ANP's, así como la construcción de acuerdos cooperativos entre el Estado y las comunidades poseedoras de los recursos y territorios de esta zona. En la primera parte del trabajo se problematiza el concepto de participación y se establece una distinción analítico-conceptual entre la participación social y la participación ciudadana; se hace también una breve revisión de la propuesta oficial de participación cotejándola con las demandas de los movimientos sociales. En esta sección planteamos asimismo la necesidad de distinguir la heterogeneidad social, política y cultural al interior de las ANP's. En pocas palabras, la primera parte está destinada a hablar sobre los mitos de la participación y los mitos de las ANP's. En la segunda parte del trabajo se presenta el estudio de caso mostrando los puntos de confluencia y divergencia entre los diferentes tipos de intereses presentes (público, privado y colectivo), en la construcción de acuerdos cooperativos para la acción colectiva.

Palabras clave: áreas naturales protegidas, participación social, participación ciudadana, intereses.

 

Abstract

This paper analyses participation in the management and preservation of natural protected areas, viewing it as a conflictive arena where public, private and collective interests converge and diverge. Focusing on a particular protected region of central Mexico, we try to show how some political and cultural elements encourage or discourage collective action, as well as the construction (or not) of cooperative agreements between the government and local communities who own lands and natural resources in these areas. The first section discusses the concept of participation, making a conceptual and analytical distinction between social participation and civic participation. A brief review is also made of the official proposals for participation, in contrasts with the demands stemming from social movements. This section also points to the social, political and cultural diversity within the natural protected areas. In short, the first section is aimed at a discussion of both the myths regarding participation and the myths regarding natural protected areas. The second section presents a case study that shows the points of confluence and divergenceamong the different types of interests involved (public, private and collective) in the construction of cooperative agreements for collective action.

Keywords: natural protected areas, social participation, collective action, interests.

 

INTRODUCCIÓN

Con el surgimiento de la figura de reserva de la biosfera, a finales de los años setenta, propuesta por el programa de la UNESCO El Hombre y la Biosfera (MAB, por sus siglas en ingles), aconteció un cambio significativo en la concepción de la conservación, que pasaba del esquema conservacionista-biologicista que primaba en la propuesta de los parques nacionales-, a un esquema que introducía la dimensión humana. Entonces se comenzó a hablar de la relación entre conservación y participación como una estrategia para el manejo de las áreas naturales protegidas (ANP's), que aseguraría los servicios ambientales de éstas aportando, al mismo tiempo, beneficios a sus pobladores (Halffter, 1984a, 1984b, 1984c).

En la década de los ochenta, los países latinoamericanos iniciaron un proceso de descentralización de las funciones del Estado que, se supone, daría cabida a las decisiones de orden público de otros actores: el mercado y la ciudadanía. Se comenzó a hablar entonces de la participación ciudadana como una nueva forma de hacer política, donde la voz de la sociedad no estaría sólo presente a través del voto, sino en la propia toma de decisiones (Merino, 1995).

Desde el inicio de ambos procesos han pasado casi veinte años. La experiencia mexicana nos muestra que, si bien ha habido importantes avances en materia de conservación en el país,1 las áreas naturales protegidas no se han convertido en los polos de desarrollo regional como se pensaba. Vemos también que, salvo muy escasas excepciones, las ANP's están expuestas a un fuerte deterioro al igual que otras zonas que no están sujetas a esquemas de conservación; que quienes habitan en ellas y son poseedores o propietarios de sus territorios y recursos, no se han involucrado de manera directa y contundente en su manejo, además de que el acceso y aprovechamiento se enmarca en procesos altamente conflictivos; y, finalmente, así como el mercado rige cada vez más las decisiones políticas y económicas del país, la fuerte presencia de movimientos sociales en el campo y la ciudad nos habla de una falta o debilidad de espacios de participación y toma de decisiones públicas, donde estén representados los intereses sociales.

El objetivo de este trabajo es discutir el tema de la participación en materia de manejo y conservación de ANP's, considerado como un asunto conflictivo en el que convergen y divergen, de manera simultánea, el interés público, los intereses privados y los intereses colectivos.

A partir de un estudio de caso en una subregión del centro de México que se encuentra bajo el régimen de conservación, mostramos algunos elementos de orden político y cultural que alientan o desalientan la acción colectiva, es decir el manejo participativo de las ANP's, así como la construcción de acuerdos cooperativos entre el Estado y las comunidades poseedoras de los recursos y territorios de esta zona.

En la primera parte del trabajo problematizamos el concepto de participación, rastreamos sus orígenes y propuestas en la experiencia mexicana y, siguiendo a Nuria Cunill (1991), establecemos una distinción analítico-conceptual entre la participación social y la participación ciudadana. En esta sección planteamos asimismo la necesidad de reconocer la heterogeneidad social, política y cultural en el interior de las ANP's. Dicho de otro modo, la primera sección está destinada a hablar sobre los mitos de la participación y los mitos de las áreas naturales protegidas.

En la segunda parte de este escrito presentamos el estudio de caso, mostrando los puntos de confluencia y divergencia entre los diferentes tipos de intereses presentes (público, privado y colectivo), en la construcción de acuerdos cooperativos para la acción colectiva. Concluimos nuestro trabajo con un apartado de reflexiones finales.

 

ÁREAS NATURALES PROTEGIDAS Y PARTICIPACIÓN: VERDADES A MEDIAS O COSAS NO DICHAS

En México, las áreas naturales protegidas son uno de los instrumentos más importantes de la política de conservación. Se refieren a aquellos espacios marítimos o terrestres donde los ecosistemas que representan no han sido alterados de manera significativa por actividades humanas, por lo que se les sujeta a regímenes de protección, restauración y desarrollo a través de un decreto, según diferentes figuras de manejo previstas por la ley ambiental2, a fin de garantizar tanto la conservación de la biodiversidad en ellos presente, como los servicios ambientales que proporcionan. Pero si bien se refieren a ambientes físicos poco alterados, esto no significa que sean territorios no habitados.

Como en muchos otros países, aunque a diferencia de lo que sucede en Estados Unidos, Canadá o en los países europeos, en México muchas de las áreas naturales protegidas han sido decretadas en espacios pobladas, bien sea por colonización relativamente reciente, como ocurre en el sureste del país, o bien en territorios históricamente habitados. Normalmente estas zonas se encuentran bajo regímenes de tenencia social de la tierra, ya sea ejidal o comunal, y quienes en ellas habitan son por tanto poseedores, por derecho, tanto de territorios como de recursos. El primer problema al que se enfrentan entonces las ANP's es el de conciliar un objetivo de interés público como es la preservación de ecosistemas y sus servicios ambientales, con las necesidades e intereses de aquellas poblaciones que, por derechos de tenencia, habían venido haciendo uso de los recursos de sus territorios.

Cuando surgió la figura de reserva de la biosfera, a finales de los años setenta, ésta introdujo a mi juicio dos elementos de suma importancia: por un lado, reconceptualizó espacialmente a las ANP's, proponiendo la existencia en su interior de zonas núcleo y zonas de amortiguamiento, con lo que se delimitaban las áreas de uso de las de no uso; y por otro lado, planteó la vinculación entre conservación y desarrollo. En lo que se denominó la "modalidad mexicana" de reserva de la biosfera, propuesta por Gonzalo Halffter (Halffter, 1984a, 1984b, 1984c; Jardel, 1992), se contemplaba asimismo como requisito indispensable para el funcionamiento de las reservas como polos de desarrollo regional, el que la población local se involucrara de manera directa en su manejo3. El binomio conservación y participación quedó así establecido y, a partir de entonces, tanto los decretos de áreas naturales protegidas, en sus diferentes categorías, como la propia política de conservación en los cuales se sustentan, refieren a él como parte de su estrategia de manejo y aplicación.

Parecería entonces que al oficializarse la propuesta de conservación para el desarrollo según un esquema participativo, se estarían salvando los problemas que representa el decretar un ANP en una zona poblada, pues la conservación deja de ser concebida como restricción en el uso de los recursos, para dar cabida a las nociones de aprovechamiento y manejo en beneficio de quienes en ellas habitan y/o quienes están en su zona de influencia. No obstante la congruencia discursiva y las bases legales e institucionales que se han construido a lo largo de los últimos veinte años para respaldarla, esta propuesta ha enfrentado fuertes problemas para su aplicación, entre los cuales encontramos: 1) qué las áreas naturales protegidas pueden ser unidades biogeográficas claramente definidas, pero ser al mismo tiempo diversas en términos sociales, culturales y políticos; y 2) que el concepto de participación no es unívoco; es decir, puede ser interpretado, y de hecho lo es, de diferente manera y, por tanto, con diferentes implicaciones.

 

a) Las áreas naturales protegidas: de la unidad ecológica a la diversidad política, social y cultural

Las áreas naturales protegidas se decretan normalmente en porciones del territorio que comprenden un ecosistema o, a lo sumo dos, como es el caso que nos ocupa. Si bien para su decreto se realizan algunos estudios socioeconómicos, lo cierto es que son fundamentalmente criterios ecológicos los que las definen, pues su principal objetivo es el de preservar los hábitats de especies de flora y fauna, proteger suelos y cuencas hidrológicas, y garantizar el funcionamiento ecosistémico. Puesto en esos términos, las condiciones biológicas y ecológicas son las que determinan en última instancia las pautas de manejo y aprovechamiento de los recursos, mientras que los aspectos socioeconómicos constituyen únicamente su contexto.

Si analizamos a las áreas naturales protegidas a partir del concepto de región, podemos sin duda definirlas como regiones naturales en donde la continuidad ecosistémica no toma en consideración las divisiones político-administrativas que se encuentran en su interior, ni tampoco las especificidades sociales, culturales y políticas de las poblaciones humanas que en ellas habitan; pero justamente por ser zonas pobladas estas dimensiones no pueden obviarse, por lo que el concepto de región natural debe dar lugar a otro más amplio como el de región social, históricamente construida (De la Peña, 1980; 1991).

Por otro lado, si bien el concepto de región en sí mismo, ya sea social o natural, alude a una idea de unidad, lo cierto es que ésta, más que por homogeneidad, está dada por la articulación de lo heterogéneo y lo complementario. Planteado en esos términos, el análisis regional desde la perspectiva social, deberá llevarnos entonces a buscar justamente los puntos de encuentro y desencuentro entre lo común y lo diverso; a mirar a la región no como un espacio único, sino como la conjugación de espacios y territorios diferenciados unos de otros a partir de las prácticas de quienes los habitan.

Desde esta perspectiva, las áreas naturales protegidas son entonces regiones naturales pero también, y al mismo tiempo, regiones sociales y culturales, que comprenden en su interior diversos territorios históricamente construidos a través de distintos procesos, así como también de las prácticas y las relaciones sociales de sus habitantes; ello implica por tanto considerar que su funcionamiento como un todo, depende de las propuestas que se hagan al respecto desde los ámbitos locales, ya que éstos constituyen las unidades territoriales básicas de control de los recursos naturales.

Si bien los criterios ecológicos pueden, y de hecho deben, marcar ciertas pautas de manejo y aprovechamiento de los recursos, lo cierto es que éstas no pueden imponerse sobre la región en su conjunto como si fuera homogénea en términos sociales, pues normalmente no lo es; y en el interior de los espacios locales existen normas y prácticas que deben ser consideradas.

Este último argumento puede ser fácilmente rebatido a través de innumerables ejemplos que muestran que las prácticas de las comunidades ubicadas en el interior de un ANP, no están necesariamente enfocadas a la preservación de los ecosistemas, e incluso provocan su deterioro. No es mi intención defender a priori a las poblaciones humanas que habitan las ANP's, ni tampoco sostengo la premisa, romántica pero falsa, de una supuesta armonía entre las comunidades rurales (indígenas o no) y su entorno natural. Considero más bien al uso y aprovechamiento de los recursos naturales como parte de procesos de apropiación que se han ido construyendo a lo largo del tiempo, de manera diferenciada localmente, y que dependen tanto de factores internos como externos. Veamos esto con más detenimiento.

Las divisiones político-administrativas y los límites de los núcleos agrarios son, sin duda, las fronteras internas más visibles en un área natural protegida; sin embargo, éstas no aluden sólo a la delimitación territorial sino que implican, asimismo, formas diferenciadas de organización, administración y de control de acceso y uso de los recursos y territorios. Sobre estas últimas habría que poner atención en las propuestas de manejo de las ANP's, pero no sólo en ellas; las otras divisiones o diferencias internas que habría que atender son aquéllas que están dadas por las prácticas locales hacia los recursos, mismas que pueden estar normadas (o no), respaldadas por instituciones locales (o no), y desprenderse (o no) de determinadas formas de organización societaria, así como de sentidos identitarios. A esto es a lo que se le llama la dimensión social, política y cultural de las prácticas.

Si analizamos una región en su conjunto, podemos seguramente encontrar que así como hoy es objeto toda ella de una política pública de conservación, en otro momento lo fue de otras que incidieron sobre la forma de aprovechamiento de sus recursos (i.e. concesiones, privatizaciones, programas de fomento agrícola, ganadero o forestal, etc.); sin embargo, esto no significa que en todos los territorios que la conforman, las intervenciones externas hayan tenido los mismos efectos o hayan generado idénticos procesos ecológicos, sociales y políticos. El análisis detallado de los ámbitos locales, desde una perspectiva histórica, nos permite ver la forma como cada comunidad ha enfrentado las intervenciones externas: en algunas con resistencia, en otras con resignación, en otras más, con el beneplácito de unos cuantos a quienes beneficiaron, aun en detrimento de los propios recursos. No obstante, todas estas formas distintas no son producto del azar, sino que de alguna manera responden a las condiciones internas de cada comunidad: a sus formas de organización social y política, al papel que en ellas juega la existencia de los recursos naturales (en sentido material o simbólico), a la fortaleza o debilidad de las instituciones locales que norman su acceso y aprovechamiento, a la distribución de poder en su interior y los conflictos que de ello se derivan, así como también a sus relaciones de poder hacia el exterior.

El tomar en cuenta estas consideraciones nos ayuda a avanzar en la comprensión de por qué en el interior de un ANP podemos encontrar zonas de alto deterioro, como también zonas muy bien conservadas. Nos lleva a preguntarnos, en ambos casos, sobre las prácticas que lo han propiciado, pero de manera especial, sobre lo que las respalda y orienta, pues justamente esto es lo que varía de comunidad a comunidad. La pregunta no es ociosa, ni se trata tampoco de defender un relativismo a ultranza; la intención de esta propuesta apunta más bien a tratar de romper el mito de las áreas naturales protegidas concebidas como unidades homogéneas pues, desde de mi punto de vista, esto entorpece su manejo y funcionamiento ya que lo que opera en un caso puede generar efectos contrarios en otro.

El otro objetivo de este acercamiento es el de descubrir en el interior de un ANP cuáles son los obstáculos internos para un manejo participativo o cuáles aspectos pueden potenciarse en cada territorio; pero, para abordarlo, no basta con describir, analizar y diferenciar las prácticas, instituciones, normas, sentidos y formas de organización social y política, sin antes problematizar el propio concepto de participación sobre el cual se ciernen, asimismo, múltiples confusiones.

 

b) La participación: del control a la autonomía

Hablar de participación hoy día es, por demás, un lugar común. Desde izquierdas, derechas y centro, en el ámbito gubernamental o desde las organizaciones civiles, se le invoca de manera constante como fórmula mágica para solucionar casi cualquier problema de orden público. Es un derecho ciudadano el ejercerla y una obligación del Estado el fomentarla. Nadie, seguramente, se atrevería hoy día a cuestionarla y, sin embargo, no existe consenso sobre ella: ¿qué significa?, ¿cuáles son sus alcances?, ¿cuáles sus limitaciones?, ¿qué implicaciones políticas tiene el impulsarla?

Visto desde un calidoscopio, el concepto de participación será entendido según el ángulo de observación: puede significar obediencia, o bien, subversión; acción dirigida o movimiento independiente. Puede entenderse como argumento crítico ante la ineficiencia gubernamental; o bien, por el contrario, como un proyecto del Estado neoliberal en su adelgazamiento y delegación de funciones a la ciudadanía (Cunill, 1991; Merino, 1995; Guerra, 1997; Rivera Sánchez, 1998; Montoya et al, s/f). El concepto de participación es pues, como se observa, oscuro y ambiguo y, por lo tanto, difícil de asir y de evaluar en la práctica.

Encontramos a la participación como tema recurrente en la literatura del desarrollo de los años setenta, ochenta y noventa; sus orígenes en el contexto latinoamericano, se remontan sin embargo, una década más atrás en los planteamientos que hicieran Paulo Freire (1973, 1974), Orlando Fais Borda (1980) y otros teóricos de la educación y el conocimiento popular (Hall, 1983). La perspectiva freiriana de la participación se inscribe en el marco de la lucha de clases: concientizarse, participar, emanciparse, se planteaban como elementos encadenados en un proceso de liberación de las clases populares. Tal vez la mayor crítica que hoy se hace de dicha propuesta es lo sobreideologización que la caracterizó y la llevó a concebir a la sociedad como una entidad dicotómica de ricos y pobres, explotadores y explotados, sin dar cabida a una reflexión crítica sobre los matices o las diferencias internas de poder entre los grupos. Entre sus aciertos están el haber llamado la atención sobre la capacidad de agencia de los sujetos, es decir, de crear, de actuar, de transformar, y no ser considerados como meros entes pasivos o reactivos (Rodrígues Brandao, 1985).

La propuesta de la también llamada participación popular, si bien planteada en sus inicios como parte de un proyecto político de las clases subalternas de América Latina, pronto fue retomada en sus aspectos prácticos por organismos regionales como la CEPAL, así como por agencias internacionales de desarrollo como el Banco Mundial y el Banco lnteramericano de Desarrollo, sin que ello la hiciera desaparecer como proyecto político. De hecho, la participación popular siguió desarrollándose en la región latinoamericana a través de incontables proyectos de educación, organización para la producción, atención a la salud, etc., sólo que éstos corrieron de forma paralela a aquéllos que quedaron ubicados en lo que nosotros llamaremos la forma institucional u oficial de la participación, que es a la que a continuación queremos referirnos.

Durante los años setenta y ochenta proliferara! en los llamados países del Tercer Mundo los "proyectos de desarrollo con participación", impulsados tanto por los organismos internacionales como por los gobiernos nacionales. El Banco Mundial fue sin lugar a dudas el principal promotor de la modalidad participativa en los programas de desarrollo y combate a la pobreza, pero bien a bien: ¿qué significaba esto de la participación y cómo debía instrumentarse? La duda no resuelta a tiempo redundó en grandes fracasos.

En un trabajo que revisa tres experiencias de megaproyectos de desarrollo con participación social4, financiados por el Banco Mundial durante los setenta y principios de los ochenta, Uphoff (1985) indica que parte del fracaso se debió a la forma como se concebía a la participación: sí se consideraba importante que la gente se involucrara en los proyectos de desarrollo de los que eran destinatarios, pero no se fomentaba que lo hiciera desde la planeación; a nivel del discurso se proponía el acceso a la toma de decisiones por parte de todos los actores, pero en los hechos se recurría a las instancias de decisión locales sólo para ratificar acuerdos tomados fuera de ellas; en otras ocasiones estas instancias locales no eran en realidad representativas de los intereses de toda la población, sino que eran instituciones político-administrativas creadas por iniciativas externas; la relación entre el equipo técnico y las comunidades se construía sobre cimientos paternalistas, lo que propiciaba relaciones clientelares más que procesos democráticos y autogestivos, etc.

El fracaso de dichos proyectos consistió en que no hubo una base social que los sustentara, los hiciera suyos y les diera seguimiento, en una palabra, que los legitimara; y esto fue así porque no se les reconocía a los beneficiarios su capacidad de agencia, es decir, no se les consideraba como actores sociales capaces de tomar decisiones a partir de sus conocimientos y experiencia y, por tanto de actuar en consecuencia. La participación de la sociedad se concebía entonces como una acción inducida desde arriba (ya fuera por parte de los gobiernos locales o los organismos financiadores), en donde la población -vista como un todo homogéneo- o los beneficiarios, debían involucrarse (con mano de obra, tiempo u otros recursos) para alcanzar determinadas metas.

Cabe recordar aquí que durante los años sesenta y setenta lo que se vivía en América Latina era una situación de planificación centralizada en donde el Estado jugaba el papel protagónico. En los años ochenta, sin embargo, esto comenzó a cambiar a través de la llamada Reforma del Estado que introduce las nociones de desregulación, descentralización y privatización, abriendo así la planificación económica y del desarrollo a las fuerzas sociales y del mercado (Rivera Sánchez, 1998). Las agencias internacionales de financiamiento comenzaron entonces a presionar a los gobiernos nacionales para iniciar un proceso de descentralización de funciones y de apertura de espacios de participación.

En México, este viraje se ve plasmado sin duda en el Plan Nacional de Desarrollo 1983-1988 de la administración de Miguel de la Madrid, en donde la descentralización se plantea como un instrumento fundamental de la política regional y para ello se crean las bases institucionales que permitirían incrementar las competencias de los gobiernos estatales y municipales en la planeación. Los Convenios Únicos de Desarrollo (CUD)5 y los Comités de Planeación del Desarrollo (COPLADE), tanto estatales como municipales, se convirtieron así en las instancias de participación por excelencia, y su instrumento: la consulta popular6.

Si en el "desarrollo participativo" la participación era entendida como el involucramiento de la población en los aspectos operativos de los proyectos, en la "planeación democrática" se consideró que era a través de las consultas como la ciudadanía podría manifestarse y, por tanto, participar en los asuntos de interés público. Hoy no se sabe con claridad si los COPLADEs tanto estatales como municipales se han conformado como verdaderas instancias de representación, si las "consultas ciudadanas" se realizan efectivamente en todo el país y si sus resultados se incorporan a los planes de desarrollo de los tres niveles de gobierno. Lo que sí sabemos, por lo menos en lo que a nuestra zona de estudio se refiere, es que si bien se sentaron las bases jurídicas7 e institucionales para la participación dirigida por el Estado -con la creación de los COPLADE-, no se impulsó conjuntamente una cultura democrática abriendo espacios de poder a la ciudadanía. La participación quedó entendida aquí como la incorporación de los otros dos niveles de gobierno, el estatal y el municipal, en la planeación del desarrollo nacional.

Durante el sexenio de Salinas de Gortari (1988-1994), las dos vertientes de la participación impulsadas desde el Estado, a saber, desarrollo participativo y planeación democrática, se conjugarán en un programa de gobierno: el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL). A decir de Rivera Sánchez (1998: 38): "la participación adquirió un nuevo cariz, a partir de este momento, implicó también, además de la colaboración de los beneficiarios, el manejo de los recursos públicos, la ejecución de acciones, el control y la fiscalización de la obra pública...". Se formaron comités de solidaridad en barrios, colonias y pueblos penetrando de esta manera en las formas organizativas locales que no habían sido, hasta entonces, objeto de política pública.

Esta forma de concebir y propiciar la participación en México responde, a nuestro parecer, a tres factores fundamentales: en primer lugar, da continuidad al proyecto de descentralización del Estado iniciado el sexenio anterior; por otro lado, se consideran las recomendaciones del Banco Mundial quien, tras evaluar sus propios proyectos, había concluido que la falta de involucramiento de los interesados en todas las fases de los proyectos, es decir desde el diagnóstico hasta la evaluación, así como la falta de control de este proceso, era una de sus principales limitantes.8 Finalmente, no olvidemos que Salinas de Gortari había asumido el poder en circunstancias por demás dudosas; impulsar un programa de este tipo podría acrecentar su capital político y legitimar su gestión ante las voces disidentes, además de que le daba la posibilidad de ejercer cierto control sobre formas organizativas creadas en torno a las demandas de bienestar social.9

Un aspecto importante a resaltar en esta concepción de la participación inducida es el concepto de corresponsabilidad, formulado en esta etapa y que será retomado como uno de los puntos centrales del Plan Nacional de Desarrollo 1995-2000 de Ernesto Zedillo, en lo que a la participación se refiere, y que incluye ya no sólo el desarrollo económico y social, sino también el político, ya que plantea la necesidad de que la sociedad se involucre en "la formulación, ejecución y evaluación de las políticas públicas" (Poder Ejecutivo Federal, 1995:68).

Para propiciar este proceso que implica, de suyo, la democratización del Estado, por tener como objetivos centrales el acceso a la toma de decisiones y el control sobre la administración pública, se propone la creación de consejos consultivos a nivel municipal, estatal y nacional que, para el caso de la política ambiental, serán los consejos consultivos de Desarrollo Sustentable, nacional y regionales, los consejos nacionales temáticos: Técnico Forestal, Técnico de Suelos y el de Áreas Naturales Protegidas y los consejos de Cuenca (SEMARNAP, 1998: 83-85). Sin embargo, a nuestro parecer, estas instancias, más que decisorias, son instancias de representación sectorial que le permiten al Estado abrir espacios de diálogo y concertación sin perder con ello la dirección del proceso, lo que nos hace recordar los planteamientos que hiciera la CEPAL en su estrategia de desarrollo para la región en los años noventa: "El liderazgo político democrático podrá ajustar sus papeles para que correspondan en forma algo más estrecha a los intereses sociales mediante el diálogo con sus representantes" (CEPAL, 1990: 154-157).

Como se puede apreciar en esta breve revisión, la participación no ha sido un tema ausente en la formulación de las políticas de desarrollo en México, sino todo lo contrario; el problema es que en todo este proceso no han quedado claros los objetivos y se confunde si los ciudadanos pueden participar en la toma de decisiones como parte de sus derechos, o bien, deben participar en las decisiones tomadas de antemano por el gobierno, como parte de sus obligaciones; si lo que se busca es el fortalecimiento de la sociedad civil, o bien que el Estado se descargue de responsabilidades remitiéndole la factura a aquélla. No queda claro tampoco si el Estado, en respuesta a las demandas políticas planteadas desde la sociedad civil, abre las puertas a la participación o, más bien, para no soltar del todo el control, decide convertirse en "administrador" de ésta. Asimismo, existe confusión en si la participación es una estrategia de la gobernabilidad, o bien es una táctica del Estado reformado y descentralizado; es decir, si se busca la participación según criterios de democracia o de eficiencia. Finalmente, si bien se han creado las instancias de participación como los COPLADE (estatal y municipal) y los Consejos Consultivos (en todas sus manifestaciones), la duda que sobre ellos se cierne apunta sobre su representatividad, estructura y funcionamiento.

En todo ello estriban, a nuestro parecer, las grandes confusiones que encierra la participación inducida desde el Estado; su gran mito es pretender que bastan las reformas jurídico-administrativas para propiciarla, sin alentar, de manera paralela, un proceso de apertura y democratización de la toma de decisiones, lo que implicaría reconocer varias cosas, entre ellas, que existen a nivel local, formas propias, y en ocasiones autónomas, de organización y participación; que la diferencia de intereses no es sólo sectorial (como se pretende en los consejos y comités), sino que es económica, social, política y cultural; que la participación implica acceso al poder y no sólo generación de consensos en torno a una propuesta oficial y, por lo mismo, se mueve en un ámbito altamente conflictivo; y finalmente, que el Estado no juega en este proceso únicamente un papel de árbitro o administrador, sino que es un agente más que debe negociar, ceder y construir de manera co-responsable, con todos los demás, un compromiso en aras del interés público al que él representa; esto es, que debe transformar sus relaciones con la ciudadanía y, para ello, deberá recuperar la legitimidad perdida.

¿Por qué hablamos de legitimidad perdida? Sin duda porque han sido los movimientos sociales10 la otra cara de la participación, los que han venido a cuestionarla con su mera existencia y reclamos. Poniendo en tela de juicio a la democracia representativa y las organizaciones corporativas, en tanto se manifiestan como acciones políticas no institucionales, los movimientos sociales sacan a la luz demandas ciudadanas no consideradas ni satisfechas hasta entonces. Llaman la atención sobre las minorías: homosexuales, mujeres, jóvenes, niños, grupos étnicos; invocan el reconocimiento no sólo de necesidades materiales, sino asimismo de valores, prácticas culturales, territorios y organización política; finalmente, a las antiguas demandas del movimiento obrera, campesino y popular, vienen a sumarse aquéllas que aluden al amplio mundo de los derechos ciudadanos: apertura democrática, equidad entre géneros, calidad de vida, derechos humanos, seguridad, información, medio ambiente sano, etc. En pocas palabras, denuncian ausencias y exclusiones, así como una serie de conflictos sociales hasta ahora encubiertos.

Es por ello que estas expresiones sociales cuestionan la legitimidad del Estado, si por ella entendemos el cumplimiento de las expectativas de la ciudadanía (Swartz et al., 1966), pues ésta esperaría que aquél fuera garante de sus intereses y en México no lo ha sido. Recuperar la legitimidad perdida implicará, pues, una nueva mirada de lo social, un reconocimiento de los conflictos y, como arriba señalamos, una nueva relación del Estado con los ciudadanos.

Cabe mencionar aquí, sin embargo, que estas movilizaciones no son tampoco una manifestación pura de la democracia y espacios libres de conflictos. No es intención de este trabajo hacer un análisis crítico de los movimientos sociales, nos interesa destacarlos como una forma manifiesta de la participación, que lleva a la sociedad civil a tener presencia en el ámbito de lo público sin que esta acción se ubique dentro de los cauces planteados institucionalmente ni, necesariamente, en contra de éstos. No obstante, tampoco podemos dejar de indicar aquí, que alrededor de esta llamada manifestación independiente de la participación se tejen asimismo una serie de mitos, entre otros el de calificar todo actuar ciudadano organizado como acción democrática o para la democracia, lo que no siempre es así; o también, el de colocar a la sociedad civil, por oposición al Estado, como un todo homogéneo, claro en sus expectativas, informado, libre de conflictos de interés y de relaciones de poder asimétricas, en una palabra, el gran mito de "el pueblo"; nada más ambiguo y confuso para la democracia misma.11

¿A qué alude entonces el concepto de participación? ¿Desde dónde se debe impulsar para que sea legítima? ¿Es prerrogativa de la sociedad civil o el Estado puede jugar un papel en ello?

Ante estas interrogantes Nuria Cunill (1991) nos ofrece una interesante distinción analítico-conceptual de la participación que ayuda a despejar dudas, al tiempo que nos permite analizarla con mayor profundidad. En su trabajo Participación ciudadana, (1991), esta autora establece una diferencia entre la participación como forma de socialización de la política, y la participación como medio de fortalecimiento de la sociedad civil. A la primera la define como participación ciudadana, indicando que lo que la caracteriza es la "rearticulación de la relación del Estado con los sujetos sociales"; en la segunda engloba tanto lo que ella llama participación social que "se refiere a los fenómenos de agrupación de los individuos en organizaciones a nivel de la sociedad civil para la defensa de sus intereses sociales", y a la participación comunitaria que designa a todas aquellas "acciones que son ejecutadas por los ciudadanos mismos (en el ámbito local) y que, en general, están vinculadas a su vida más inmediata". Ambas formas de participación (la social y la comunitaria), nos dice Cunill, no plantean, de suyo, una relación con el Estado en términos de redistribución del poder en la definición de objetivos públicos (Cunill, 1991: 39-46).

La distinción entre participación social y participación ciudadana nos permite entonces distinguir aquellas formas a través de las cuales la sociedad civil se organiza de manera autónoma frente al Estado, fortaleciéndose y empoderándose. y la participación ciudadana que alude a una interacción del Estado con la suciedad para la definición y el alcance de metas públicas. Desde mi punto de vista, las dos formas de participación no son excluyentes una de otra, sino que son más bien complementarias, siendo la primera (la participación social, la base social que permitirá o facilitará la segunda (la participación ciudadana) en tanto acción política encaminada a la construcción democrática.

Lo anterior es importante y tiene repercusiones políticas, pues implica que la ciudadanía participa junto con el Estado desde una posición de poder adquirida de manera autónoma y reconocida por éste y que los objetivos públicos se construyen, entonces, a partir de los intereses sociales. Al definir a la participación desde esta dimensión política, podemos entonces quitarle la carga ideológico-valorativa (por no decir retórica) que la envuelve, y romper también el mito jurídico-administrativo que ha hecho de ella una "obligación" de los ciudadanos en su "colaboración" con el Estado, a través de las "instancias apropiadas".

Por otro lado, esta aproximación nos permite definir a la participación (tanto social como ciudadana), en aras de su análisis, como toda acción colectiva enfocada a objetivos comunes (socialmente construidos y sancionados), y no como acciones dispersas y desarticuladas de los individuos que persiguen intereses particulares.

Planteado en esos términos podemos entonces analizar el manejo participativo de las áreas naturales protegidas desde dos vertientes: una que nos lleva a analizar la acción colectiva a nivel local; es decir, la participación social en el manejo, aprovechamiento y conservación de los recursos naturales de un territorio a partir de los intereses y proyectos sociopolíticos de la colectividad; y otra que nos lleva a buscar la forma como éstos se articulan (o no) con la propuesta del Estado; o dicho en otras palabras, cómo la conservación se convierte en un asunto de interés público, construido a partir de la participación ciudadana.

 

LOS BOSQUES TEMPLADOS DEL CORREDOR BIOLÓGICO CHICHINAUTZIN, MORELOS, MÉXICO: ENTRE EL INTERÉS PÚBLICO, LOS INTERESES PRIVADOS Y LOS INTERESES COLECTIVOS

El Corredor Biológico Chichinautzin es un área natural protegida localizada al norte del estado de Morelos, en el centro de México, y que fuera decretada por el gobierno federal a finales de la década de los años ochenta.12 Se le denomina Corredor pues el decreto de 1988 integró, a través de un área de protección de flora y fauna,13 a los parques nacionales Lagunas de Zempola y El Tepozteco que habían sido decretados en 1936 y 1937, respectivamente. El polígono total del Corredor abarca una superficie de 66 092.4 hectáreas14 que comprenden tanto bosque templado como selva baja caducifolia. En este trabajo nos referiremos únicamente a la subregión de bosques templados que se ubica en los territorios de tres municipios (Huitzilac, Tepoztlán y Tlalnepantla) y cuatro comunidades agrarias (Huitzilac, Coajomulco, Tepoztlán y Tlalnepantla).

Las razones que motivaron la creación de esta zona de conservación a finales de los años ochenta no son banales ni económica ni ecológicamente: en la superficie que cubre el polígono se encuentra el hábitat de 350 especies de plantas (en seis tipos de asociaciones vegetales), y 257 especies de animales; por otro lado, aquí se ubican las cabeceras de las cuencas de los ríos Yautepec y Apatlaco y, finalmente, por sus características geomorfológicas, que le confieren altitudes de más de 3 500 msnm, y edafológicas (con tipos de suelo que presentan un elevado coeficiente de infiltración), la zona posee una enorme importancia para la recarga de acuíferos que abastecen cerca del 80% de la demanda de agua en el estado de uso productivo y doméstico (DOF, 1988; Aguilar, 1995).

Declarar esta región como un área natural protegida remitía entonces a dos propósitos fundamentales: por un lado, a preservar el hábitat, de especies de flora y fauna y con ello conservar la biodiversidad de la región y, por otro, a garantizar los servicios ambientales (captación de agua y recarga) que la misma proporciona al resto de la entidad. Pero había también un tercer objetivo, menos explícito pero no por ello menos importante, y que está dado por su ubicación geográfica: estando en colindancia con el límite sur de la ciudad de México, al declararse zona en conservación se restringe el avance del crecimiento urbano y, con ello, se intenta evitar el fenómeno de la conurbación entre el Distrito Federal y el estado de Morelos.

Según estos criterios y con estos objetivos fue creado el Corredor; sin embargo, como muchas otras áreas protegidas del país, ésta también tuvo a lo largo de su primera década una existencia sólo virtual. Existía en las bases de datos oficiales y se reportaba en las estadísticas de superficie nacional en conservación, pero en los hechos no fue objeto de ninguna intervención gubernamental sistemática sino hasta 1998 cuando adquirió visibilidad social a la luz de los incendios ocurridos en ese año, y que afectaron una superficie importante de sus bosques templados. Para estas fechas se puso en evidencia no sólo que no se habían cumplido los objetivos de la declaratoria, sino además, que la zona presentaba un fuerte estado de degradación por la tala inmoderada de bosques y selvas, por el saqueo desregulado de sus recursos y por el avance de la frontera agrícola y urbana sobre terrenos de vocación forestal.

Pero si bien en términos generales la zona presenta altos índices de deterioro, una mirada con mayor detenimiento nos muestra, por lo menos en lo que a la subregión de bosques templados se refiere, que éste no está generalizado, y que así como encontramos zonas muy devastadas, existen otras donde los bosques se conservan en buen estado. Esta constatación nos llevó entonces a preguntarnos sobre las causas, algunas de las cuales las encontramos en los ámbitos locales: en la forma como se da en éstos la interacción con los recursos naturales; en las prácticas, las normas internas que las regulan, las instituciones que las respaldan y los sentidos culturales que las orientan.

El manejo y la conservación de los recursos no es una invención del Estado, ni tampoco surge con la creación de las áreas naturales protegidas, este es otro de los tantos mitos. En México, como en muchos otros países, las comunidades campesinas que habitan en zonas forestales se han organizado desde siempre para utilizar sus recursos, para acceder a ellos y para cuidarlos; esto es, han participado en su manejo. La acción colectiva comunitaria en torno al manejo de los recursos está fuertemente vinculada a varios factores (Ostrom, 1999, 2000; Melucci, 1999; Paz Salinas, 2002): 1) la tenencia de la tierra15; 2) las instituciones y formas organizativas que de ella se desprenden; 3) el estado de fortaleza o debilidad de las mismas; 4) la vigencia de normas internas colectivamente sancionadas; 5) la distribución del poder en el interior de las comunidades; y finalmente, 6) la valoración material y simbólica que el colectivo le otorga a los recursos; esto es, el papel que éstos juegan en la conformación de identidades colectivas.

En las cuatro comunidades agrarias estudiadas16 (Huitzilac, Coajomulco, Tepoztlán y Tlalnepantla), encontramos que si bien todas ellas habían sido objeto de similares intervenciones externas y se habían incorporado en diferentes momentos al proyecto nacional, las formas como esto había sucedido y los procesos internos que se desarrollaron varían profundamente de una comunidad a otra, incidiendo de manera distinta en sus recursos.

Así, encontramos que los bosques de la comunidad agraria de Huitzilac están altamente deteriorados, como también lo están sus instituciones locales. Si bien no ha desaparecido del todo la acción colectiva en torno a los recursos, pues la organización agraria es todavía capaz de convocar a los comuneros para acudir a tareas de manejo forestal (como prevención y ataque de incendios, reforestación y limpieza), lo cierto es también que esta misma organización agraria no ha sido capaz de frenar el abuso y la ilegalidad en la tala de árboles y extracción de tierra. El problema no está en la institucíón agraria en sí o en el tipo de tenencia comunal, como podría argumentarse a través de la teoría de la "tragedia de los comunes" propuesta por Hardin (1968), sino en el grado de descomposición y corrupción en que se encuentra, lo cual es producto de innumerables intervenciones externas y de procesos históricos que generaron la formación de grupos de poder local que impusieron sus intereses particulares por encima de los de la colectividad. La construcción de acuerdos cooperativos en el interior de esta localidad es por tanto difícil ya que las bases comunitarias de confianza, respeto y compromiso se encuentran erosionadas.

El caso de la comunidad agraria de Coajomulco, vecina de la de Huitzilac y compartiendo con ella el mismo territorio municipal, corrobora nuestra hipótesis. En ésta, si bien al igual que en la anterior la explotación comercial del bosque constituye también su principal actividad económica, encontramos que los bosques se encuentran mejor conservados; que la tala ilegal, aunque existe, no está generalizada y está controlada internamente; que el espacio forestal no compite con el urbano pues no se ha dado la venta ilegal de terrenos comunales;17 y que los comuneros cumplen con sus obligaciones do manejo y conservación. En pocas palabras, podríamos decir que aquí la vigencia de las normas compartidas y la fortaleza institucional, se traducen en una mayor cooperación entre agentes para la acción colectiva en torno a sus recursos.

Los ejemplos de estas dos comunidades nos resultan interesantes pues, en ambas, el bosque ha dejado de ser con el tiempo un lugar en el que sus pobladores han vivido, para convertirse en un lugar del que viven, ya que su explotación constituye la principal fuente de ingresos para la mayoría de los comuneros.18 Sin embargo, las fuertes diferencias que existen entre una y otra nos sugieren que no es el uso que se le da a los recursos lo que provoca su deterioro, sino la forma como este aprovechamiento está organizado y normado internamente. Esta distinción, desde mi punto de vista, resulta crucial cuando se trata de ''promover el manejo participativo" del Corredor en tanto área natural protegida.

Pero no en todos los bosques templados del Corredor se hace un uso comercial de sus recursos. En Tepoztlán, desde mediados de los años treinta, tras el decreto del Parque Nacional del Tepozteco que prohíbe cualquier tipo de aprovechamiento industrial o comercial, lo& bosques no se han talado más que con finos domésticos. Antes de esa fecha, los bosques de encino de esta comunidad agraria fueron objeto de explotación por parte de una cooperativa carbonera local (Lomnitz, 1982; Varela, 1984), trayendo como consecuencia no sólo un fuerte deterioro sobre el recurso, sino asimismo una confrontación política que llegó a hechos de sangre entre dos grupos de poder: uno que pugnaba por la explotación de los recursos con el objetivo de abrir al municipio a la economía regional y nacional; y otro que, aludiendo a un pasado mítico, proponía la conservación de los misinos, el fortalecimiento interno y el regreso a formas tradicionales de organización y gobierno (Lomnitz, 1982; Varela, 1984). Con el decreto del Parque Nacional el Estado interviene como una tercera fuerza y la explotación o no explotación de los bosques deja de ser fuente de conflicto, pues existe ahora una norma externa que lo determina.

Los conflictos en torno a los bosques de Tepoztlán no han cesado,19 pero hoy todos los habitantes originarios de este municipio (ya sean pro explotación o contra explotación) se sienten con derechos de vigilarlos y cuidar que nadie rompa el acuerdo; el panóptico comunitario se ha institucionalizado. Por otro lado, en esta localidad, al no ser el valor comercial del bosque lo que aglutina intereses, la representación simbólica y el sentido de pertenencia que la sola existencia de los bosques comunales confiere a los tepoztecos, ha jugado un papel importante en la conformación de grupos de acción colectiva como son los grupos cívicos forestales, que refieren a organizaciones de individuos que, de manera voluntaria, trabajan a favor de los bosques en tareas de prevención, control de incendios, limpieza y reforestación. Estos grupos, si bien son objeto de críticas e intrigas en el interior de la comunidad agraria, también es cierto que tienen una importante capacidad de convocatoria e intervienen cada vez más en las decisiones públicas que conciernen a los recursos naturales.

Por último, tenemos el caso de la comunidad agraria de Tlalnepantla. Aquí no existe tampoco explotación comercial de los bosques pero, a diferencia de las otras tres comunidades analizadas, no encontramos en ella ningún tipo de acción colectiva en tomo a sus recursos; no existe ninguna institución normativa que regule su uso y manejo, así como tampoco hay alguna organización vinculada con el aprovechamiento de las seis mil hectáreas de zona forestal de esta comunidad. La razón de todo ello la encontramos en su historial agrario.

A principios de los años cuarenta, al igual que Coajomulco, Tlalnepantla tramitó ante la Secretaría de la Reforma Agraria la confirmación de su posesión comunal, pues no contaban más que con los títulos virreinales para acreditarlo y la Ley Agraria posrevolucionaria estipulaba que todos los núcleos agrarios debían tener una resolución presidencial. En el año de 1948 se emite la citada resolución presidencial que confirma a Tlalnepantla una superficie de G 533 hectáreas de tierras comunales pero, debido a los problemas de límites territoriales que esta comunidad tenía con localidades vecinas del propio estado de Morelos y del Distrito Federal, la resolución nunca fue ejecutada ni publicada en el Diario Oficial de la Federación. Tlalnepantla quedó así convertida en una comunidad de hecho más no de derecho, lo que marcará de manera definitiva su devenir, ya que al no contar con su expediente agrario no será reconocida como sujeto jurídico y, por tanto, quedará excluida en todos los trámites para obtención de créditos agrícolas y/o permisos de aprovechamiento de maderas muertas de sus bosques.

Al igual que sucedió en las otras tres comunidades agrarias, en Tlalnepantla los bosques fueron durante muchos años concesionados por el gobierno federal a contratistas privados, pero a diferencia de lo ocurrido en lugares como Huitzilac y Coajomulco, a la salida de los contratistas la comunidad no pudo nunca obtener un permiso de explotación forestal pues los bosques no les pertenecían.

Tlalnepantla se ha convertido ahora en una próspera comunidad agrícola. La siembra del nopal ha mejorado de manera importante los ingresos de esta comunidad y en torno a ella se han reorganizado los pobladores y han reformulado sus relaciones sociales. En el imaginario colectivo el bosque forma parte del pasado, pertenece a la época oscura de esta comunidad, a la pobreza y al aislamiento. ¿Por qué habrían los habitantes de participar en la conservación y el manejo sustentable de los bosques, cuando nunca les han pertenecido ni se benefician ahora de manera directa de su existencia?

Como se desprende de esta breve presentación de las comunidades agrarias de los bosques templados del Corredor Biológico Chichinautzin. En ellas, salvo en el caso de Tlalnepantla, existen ciertas formas de acción colectiva, de participación, en el manejo y conservación de sus recursos. Como se aprecia, también, éstas están vinculadas a su organización comunitaria en torno a la tenencia de la tierra, a las normas creadas y sancionadas colectivamente, a sus sentidos de identidad y pertenencia territorial y a la distribución del poder en su interior. La acción colectiva surge entonces de la fortaleza comunitaria al tiempo que la alimenta. Por eso en el caso de Huitzilac es tan débil; por eso esta comunidad es tan vulnerable tanto en sus recursos como en su organización interna.

La participación en torno al manejo de los recursos se da no por una imposición, sino porque ellos son objeto de interés colectivo. Los bosques constituyen el bien común de estas comunidades (salvo en Tlalnepantla), incluso en el caso de aquéllas como Huitzilac donde están tan deteriorados y el abuso sobre ellos ha prevalecido en los últimos años. Son un bien común, bajo distintas versiones, porque se han definido como tal de manera colectiva, se han cargado de sentidos y representaciones y están estrechamente vinculados con las identidades de quienes los poseen por derecho; es decir, son constitutivos y constituyentes de esas identidades. Cuando los bosques son un bien común, las comunidades construyen proyectos colectivos en torno a ellos.

Pero hablar de proyectos e identidades colectivas no significa, necesariamente, que sean compartidos por Lodos los poseedores de los recursos en una comunidad. En cada uno de estos territorios, los bosques son objeto tanto de interés colectivo como de intereses privados. Los primeros implican ciertas formas de organización social y de gobierno en donde los interesados participan en el establecimiento de las normas a fin de que puedan éstas ser compartidas y respetadas por todos. La legitimidad de las instituciones es sin duda un punto clave en ello, pero la confianza entre actores es también un elemento esencial para evitar trampas, desviaciones o rompimiento de las reglas.20

El asunto cambia en el caso de los intereses privados, especialmente si consideramos las complicaciones que éstos conllevan tratándose de recursos en propiedad común. Aquí, la búsqueda de beneficios particulares rompe con el esquema de la colectividad; no se somete a normas comunes que buscan beneficios colectivos, y el gobierno deseable en estos casos no es el gobierno de los comunes sino el de los particulares. Así, pues, el conflicto entre los intereses privados y los colectivos no radica únicamente en los beneficios esperados por cada uno de éstos, sino que ambos plantean proyectos sociopolíticos diferentes. Esta es una situación presente en la región objeto de análisis.

A los intereses privados y colectivos en tomo a los bosques del norte de Morelos vino a sumarse, en 1988, un decreto presidencial que hacía de estos territorios y sus recursos, objeto de interés público, y los incluía dentro del área de protección de flora y fauna Corredor Biológico Chichinautzin. No era la primera vez que el Estado intervenía en ellos directamente en aras del "interés público": los decretos de los parques nacionales Lagunas de Zempoala y El Tepozteco, emitidos durante los años treinta, aluden a él, de igual forma que el decreto de creación de la Unidad Industrial Forestal a favor de las fábricas de papel Loreto y Peña Pobre en 1947 (que afectó a los bosques de Huitzilac, Coajomulco y Tlalnepantla), así como los permisos otorgados a los contratistas madereros en los años sesenta y setenta (en toda la región). La diferencia del decreto de 1988 respecto de las anteriores intervenciones, es que en éste, se plantea por primera vez la necesidad de que los habitantes de esta zona se involucren y "participen" en la obtención de los objetivos propuestos. Paradójicamente, las poblaciones no fueron nunca consultadas para la emisión de este decreto.

La conservación de los bosques del norte de Morelos es objeto de interés público por tres razones fundamentales, que ya fueron mencionadas pero vale la pena recordarlas; lj porque constituyen una división natural entre el Distrito Federal y el estado de Morelos; al convertirlos en área natural protegida se restringe su acceso y se desestimula el avance urbana y con ello la conurbación entre las dos entidades federativas; 2) constituyen el hábitat natural de un importante número de especies de flora y fauna; pero la principal, sin duda es 3) porque son el área más importante de captación de lluvias y recarga de mantos acuíferos de la entidad morelense, lo que garantiza su desarrollo productivo pues alimenta a la agricultura de riego de los valles centrales, a la industria y el turismo. La conservación es, pues, un asunto estratégico.

Los objetivos del interés público entran en disputa con los otros dos intereses presentes en la zona no porque sean necesariamente antagónicos entre sí, especialmente en el caso de los intereses colectivos, sino porque los primeros no incluyen a los otros. Pareciera que la conservación de esta zona fuera más importante por los beneficios que otorga regionalmente que, por los beneficios que también tendrían sus propios habitantes y poseedores. Por otro lado, el proyecto del Estado hacia las áreas naturales protegidas en general y, para el Chichinautzin en particular, no considera entre sus objetivos el fortalecimiento de las instituciones de gobierno locales, esto os, el empoderamiento de las comunidades, sino que se presenta como una propuesta normativa externa que debe ser asumida por, y no negociada ni acordada con los usuarios y poseedores de los recursos. Hablando en sentido estricto, el proyecto del Estado así planteado bloquea de antemano un proceso de participación ciudadana ya que no permite que la sociedad civil interactúe con él desde sus propios intereses.

 

CONSIDERACIONES FINALES

¿Qué impide o qué alienta a la participación ciudadana en el manejo de los recursos naturales de un área natural protegida? ¿Cuáles son los obstáculos y cuáles las oportunidades que encontramos para este proceso en el Corredor Biológico Chichinautzin? ¿A qué desafíos se enfrenta la propuesta de la conservación dentro de un esquema de participación ciudadana?

Sin lugar a dudas la participación ciudadana requiere contar en primera instancia con el sustento de la participación social; es decir, con comunidades fuertes y organizadas en torno a sus recursos; con normas internas claras y colectivamente establecidas y con instituciones legitimadas. En la zona de estudio estas condiciones varían de comunidad a comunidad, pero, salvo el caso de Tlalnepantla, en ninguna de las otras tres son ajenas.

Por otro lado, la participación ciudadana implica la apertura de espacios de negociación y construcción de acuerdos entre los diferentes actores sociales, tanto en el interior de las comunidades como en la relación que éstas establecen con el gobierno central. En las comunidades estudiadas, y de nueva cuenta Tlalnepantla es la excepción, las asambleas comunales pueden sin duda servir para dicho propósito y, de hecho así funcionan en Coajomulco; en Huitzilac, por su parte, el debilitamiento de la instancia comunal y su corrupción han hecho de las asambleas espacios controlados por grupos de poder, sin embargo, no han desaparecido y los comuneros tienen la oportunidad de restablecerlos si cuentan con el apoyo externo para fortalecer y reestructurar sus instituciones de gobierno comunal. El caso de Tepoztlán, a mi juicio, resulta todavía más interesante pues aquí, después del movimiento contra el club de golf librado en 1995, se han rehabilitado antiguas formas comunitarias de toma de decisiones colectivas, al tiempo que la sociedad civil se ha apropiado de instancias de participación propuestas por el Estado, como es el COPLADEMUN, que hasta hace poco tiempo estaba controlado por el Ayuntamiento.

Existe el problema de la confianza y la legitimidad entre autoridades y ciudadanos, lo que indudablemente es uno de los principales obstáculos a los que se enfrenta la cooperación entre actores. Revisando la historia de esta región y de cada una de las comunidades a lo largo de los últimos ochenta años, encontramos que hay razones suficientes que lo justifican, No obstante, tanto la confianza como la legitimidad son susceptibles de construirse, y si la participación es considerada como la principal estrategia propuesta por el Estado para alcanzar el interés público, será necesario que éste actúe con voluntad política para generar las condiciones propicias.

Tanto en los proyectos comunitarios como en el proyecto del Estado hacia los recursos encontramos trabas, incoherencias y debilidades; de ambos lados habrán de reconocerse en primer lugar los obstáculos para enfrentarlos, pero también potenciarse las oportunidades que presentan. No creo que haya soluciones únicas y permanentes; la participación es un proceso que implica abrir, ganar espacios, mantenerlos y reformarlos con el tiempo. El manejo de los recursos, debido a la diversidad de intereses que conlleva, requiere ser continuamente negociado a partir de las propuestas de los diferentes actores, de sus conocimientos, sus objetivos perseguidos, sus valores y sus experiencias, de ahí entonces que el gran desafío de la propuesta de participación no sea el manejo sustentable de los recursos en abstracto, sino la construcción de plataformas de negociación social y política que permitan acceder a él.

 

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Notas

1 Se incrementó la superficie nacional bajo protección; se mejoraron de manera considerable los sustentos legales y normativos, especialmente a través de la promulgación de la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, y se creó el Sistema Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Carabias y Provencio, 1994:406).

2 Nos referimos a la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, promulgada en el año de 1987.

3 Otra de las características propuestas por Halffter en la "modalidad mexicana" de las reservas de la biosfera era que éstas fueran administradas por instancias académicas.

4 Los proyectos de desarrollo rural que analiza fueron implementados en Nepal, Ghana y México (Proyecto PIDER).

5 Los Convenios Únicos de Desarrollo tienen sus antecedentes en los Convenios Únicos de Coordinación creados en 1976 y que eran acuerdos gubernamentales firmados entre el ejecutivo federal y los ejecutivos estatales. Los objetivos de los CUC eran los de coordinar acciones entre los dos niveles de gobierno y lograr un equilibrio entre la federación y los estados (Rivera Sánchez, 1998:34).

6 En el Plan Nacional de Desarrollo 19831988 se lee al respecto: "Los Comités Estatales de Planeación para el Desarrollo serán el principal mecanismo para la planeación estatal y la coordinación entre órdenes de gobierno. La creciente complejidad y densidad social le dan relevancia a la participación de la sociedad en cada estado en las tareas de la planeación. El papel de los Comités será fundamental para alentar la participación a nivel estatal. Nadie conoce mejor los problemas que quien los vive cotidianamente y su opinión expresada en forma responsable debe influir en el diseño de las políticas que le afectan, en el marco de la estrategia nacional y la disponibilidad de recursos. Los Comités Estatales y sus subcomités municipales o subregionales, permitirán integrar la participación de los grupos sociales locales. Los Comités Estatales y los Comités de Planeación para el Desarrollo Municipal convocarán a la participación de los representantes de los diferentes grupos sociales en cada estado, lo que permitirá evaluar los resultados de los planes y programas, fortaleciendo así las actividades que ya se iniciaron con los Foros de Consulta Popular en los órdenes federal y estatal y llevando la consulta hasta el orden municipal" (Poder Ejecutivo Federal, 1983:425).

7 Que se expresaron en las modificaciones hechas en 1985 al Artículo 115 Constitucional, ampliando el poder de administración y gestión del municipio, y en la reforma al Artículo 26 que eleva a rango constitucional el Sistema de Planeación Democrática.

8 Con estas consideraciones, el Banco Mundial elabora una nueva definición de la participación, misma que promoverá en los diversos países: "Participation is a process through which stakeholders influence and share control over development initiatives and the decisions and resources which affect them" (World Bank, 1994).

9 Su fracaso, sin embargo, se vio sin duda plasmado con el levantamiento zapatista de 1994, que cuestionaba la política social del régimen, la propia legitimidad del mandatario y la falta de democracia y de espacios de participación política.

10 Existe una fuerte discusión teórica en torno al concepto de movimiento social (véase Melucci, 1999; Touraine, 1987; Offe, 1988); en este trabajo nos estamos refiriendo a ellos, simplemente, como una manifestación de y una movilización desde la sociedad civil que defiende nuevos contenidos y nuevos valores.

11 Al respecto G. Sartori (2000:14) indica que hay por lo menos "...seis posibles desarrollos interpretativos del concepto (pueblo): 1. Pueblo como literalmente todos; 2. Pueblo como pluralidad aproximada: un mayor número, los más; 3. Pueblo como populacho, clases inferiores, proletariado; 4. Pueblo como totalidad orgánica e indivisible; 5. Pueblo como principio de mayoría absoluta; 6. Pueblo como principio de mayoría moderada".

12 El Decreto del área de protección de flora y fauna, Corredor Biológico Chichinautzin fue expedido el 30 de noviembre de 1968.

13 Las áreas de protección de flora y fauna son una de las figuras de manejo previstas por la Ley General del Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente, otras son las reservas de la biosfera, los monumentos naturales, los parques nacionales y las áreas de protección de recursos naturales.

14 El área de protección de flora y fauna Corredor Biológico Chichinautzin tiene una extensión, según lo marca el decreto, de 37 302.40 hectáreas, mientras que los dos parques nacionales suman un total de 28 790 hectáreas.

15 En México, las comunidades agrarias, al igual que los ejidos, constituyen las dos formas legales de tenencia social de la tierra. Las primeras tienen su origen en la Colonia y remiten al reconocimiento y distinción que las autoridades virreinales hacían entre "tierras de indios" y las tierras de los españoles. El ejido, tal y como se conoce hoy día, fue la forma de tenencia social de la tierra que surgió después de la Revolución mexicana de 1910 y a través de la cual fueron dotados los solicitantes de tierra durante casi todo el siglo XX. Ambas formas de tenencia han estado fuertemente controladas por la Secretaría de la Reforma Agraria; sin embargo, a pesar de este control de jure, en los hechos se han manejado internamente, también, con cierto grado de autonomía, especialmente en el caso de las comunidades agrarias.

16 Tomamos a las comunidades agrarias como unidades de análisis por considerar que ellas, a diferencia de los municipios, son unidades territoriales básicas de control de los recursos: las resoluciones presidenciales de dotación de tierra delimitan los territorios sobre los cuales los núcleos agrarios pueden ejercer derechos de tenencia y marcan asimismo las formas en que deberán organizarse para administrarse y gobernarse.

17 La propiedad comunal se otorga en usufructo a los campesinos y es por tanto inalienable e inembargable; su venta, por tanto, está prohibida.

18 Exceptuando a los productores de avena del poblado de Tres Marías, perteneciente a la comunidad agraria de Huitzilac.

19 Una de las principales causas de ello es que la comunidad agraria de Tepoztlán abarca a la cabecera municipal y seis pueblos. El conflicto por los bosques radica, fundamentalmente, en que los pueblos enclavados en ellos (Santo Domingo Ocotitlán y San Juan Tlacotenco), los reclaman como suyos de igual modo que lo hace la cabecera municipal.

20 Como indica Ostrom (2000: 74): "En una situación en la que pocos individuos comparten normas sobre lo impropio de romper promesas, negarse a hacer lo que corresponde, haraganear o llevar a cabo otras acciones oportunistas, hace que cada apropiador deba esperar que los demás actúen de manera oportunista siempre que puedan. En una situación así es difícil establecer compromisos estables y duraderos; podrían requerirse costosos mecanismos de supervisión y penalización".

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