En vísperas de asumir la presidencia, Enrique Peña Nieto escribió en The Economist que el 1 de julio de 2012 los mexicanos habían votado “a favor del cambio” y subrayaba que como presidente se comprometería a hacer viable una democracia “que sea capaz de ofrecer a los mexicanos el progreso que necesitan y merecen”. Con ese fin, añadía, “desde mi toma de posesión el 1 de diciembre de 2012 y durante todo el 2013, trabajaremos para construir un Estado efectivo”.1 En este artículo analizo el legado de inseguridad y violencia del periodo de Enrique Peña Nieto en el contexto más amplio de una crisis múltiple, en la que el cambio democrático y las continuas guerras contra las drogas han tenido un papel central. Comienzo con una reflexión sobre la relación entre democratización y seguridad para luego contextualizar, grosso modo, la trama de una transición política degradada. A continuación, intento desgajar y estudiar, con especial cuidado, el conjunto de las víctimas de la violencia criminal. Además de identificar las posibles lógicas detrás de estas violencias y, con ayuda de la literatura crítica sobre narcotráfico y crimen organizado, explicar algunos de sus motores, el objetivo de este apartado es ofrecer un esbozo de sus connotaciones políticas y de sus consecuencias para el Estado y la democracia. En la tercera y última sección analizo las dimensiones interna y externa de la tragedia humanitaria en un afán de empezar a identificar y deslindar esferas de responsabilidad. En las consideraciones finales retomo, brevemente, la reflexión sobre lo que estas crisis suponen para el futuro del Estado y de la democracia en México.
La seguridad perdida en la transición
Al iniciar el siglo XXI México parecía idealmente posicionado para adentrarse en una transición a la democracia sin grandes aspavientos. En las décadas previas, el país había logrado sortear las aguas, a veces turbulentas, de un largo y accidentado proceso de liberalización política. En más de un momento, muchos temieron que los episodios de violencia que habían acompañado el proceso de apertura pudieran descarrilarlo y desembocar en una crisis de mayor envergadura. En efecto, la violencia política no sólo no estuvo ausente en la travesía hacia la democracia electoral, sino que en ciertos momentos los riesgos de inestabilidad y represión parecieron inminentes. No hace falta sino recordar cómo entre 1988, año en que tuvo lugar la primera elección competida, y 1994, más de noventa militantes del Partido de la Revolución Democrática (PRD) habían sido asesinados en condiciones que llevaron a esa organización política a hablar de una campaña violenta de intimidación política. Ese mismo año, el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y la cadena de asesinatos políticos, incluido el del candidato a la presidencia del Partido Revolucionario Institucional (PRI), Luis Donaldo Colosio, y del secretario general de ese mismo partido y exgobernador de Guerrero, José Francisco Ruiz Massieu, dominaron la escena política y sacudieron bruscamente el proceso de liberalización política. Pero había algo más, las circunstancias que rodearon los asesinatos de estas figuras públicas llevarían a algunos a advertir los peligros de una posible incursión del narcotráfico.2 Visto con alguna distancia, no es descabellado suponer que la concatenación de todos estos sucesos pudiese haber roto el delicado equilibrio que, hasta entonces, había hecho posible una lenta y sinuosa apertura política.
No obstante los malos augurios, el país logró sortear estos desafíos y encaminarse hacia una transición democrática sin mayores tropiezos. Para ese momento, se habían acogido las reformas de mercado, instituido nuevas reglas del juego y se allanaba el camino a la integración económica regional por la vía del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Para el cambio de siglo, no sólo el proceso de liberalización política parecía ceder curso a una transición democrática, sino que los años de austeridad y de severo ajuste fiscal también parecían alentar expectativas modestas de prosperidad. En otras palabras, el panorama político y económico que se perfilaba en el horizonte parecía anunciar una transición democrática relativamente tersa. Todo ello fue debida y oportunamente reportado por una voluminosa literatura sobre instituciones políticas, partidos y elecciones, y transición a la democracia.
Sin embargo, llama la atención que en este afán de explicar y empujar tal transición, los signos ominosos de la inseguridad y del narcotráfico pasaran inadvertidos. Hoy sabemos que tras el aparente encauzamiento del proceso político y de la competencia electoral, la influencia del narcotráfico y del crimen organizado permanecía agazapada. El hecho de no tener parámetros exactos que permitan medir con exactitud el peso y la importancia de los actores criminales no impide señalar cómo, desde la década de los noventa, los indicios del poder avasallador del narcotráfico y de sus peligrosas relaciones con las estructuras de gobierno y del PRI entorpecerían y comprometerían el curso de la transición a la democracia.
Por diferentes razones, la inseguridad no ha sido ajena a las transiciones a la democracia. En efecto, ya sea que pensemos en las que tuvieron lugar en Europa, América Latina o África, nos encontraremos con un denominador común: con frecuencia los procesos de democratización han estado acompañados de un aumento considerable en la delincuencia y la inseguridad. En España, Argentina o Sudáfrica, cierta inestabilidad y un incremento en la inseguridad fueron la consecuencia inevitable del reacomodo de actores y fuerzas políticas y del cambio de mandos y de reformas de policía.3 Parece, pues, existir una relación entre las fases tempranas de la democratización y una mayor tensión en las entretelas del aparato estatal y, por consiguiente, una mayor inseguridad.
Sin embargo, con excepción de las aportaciones de la literatura sobre relaciones cívico-militares y de las fuerzas armadas en el marco de las transiciones de regímenes autoritarios y militares, lo cierto es que la reflexión teórica sobre la democracia y la democratización eludió los temas de la seguridad y del Estado.4 En la teoría democrática, la seguridad ciudadana con frecuencia quedó subsumida en la definición misma de democracia o se le consideró como algo ya dado. Más allá de las condiciones mínimas que se requerían para garantizar la viabilidad de la democratización y de la democracia -la presencia de una constitución democrática que definiera con claridad la protección individual y colectiva, el derecho de amparo o habeas corpus y el derecho al debido proceso-, el tema de la seguridad no ocupó a muchos. Dicho de otro modo, los estudios sobre democratización tendieron a asumir que la presencia de estas condiciones mínimas no sólo resolvían los temas de la ciudadanía y la democracia, sino también el de la seguridad.5
De ahí que, en términos generales, la noción de la seguridad ciudadana, en tanto construcción social, fuese la gran ausente en la discusión y en los estudios de democracia y democratización; en esta reflexión, la idea misma de seguridad tendió a desdibujarse. Como sabemos, a medida que las diversas experiencias de democratización se toparon con dificultades, no sólo sus trayectorias se alejaron de las condiciones mínimas arriba señaladas, sino que se vieron obligadas a encarar las diferentes aristas de sus problemáticas de seguridad. En efecto, problemas como la presencia de remanentes autoritarios, la ausencia de autoridades sólidas, la escasa o débil presencia del Estado en partes del territorio, la seguridad a veces en manos de transnacionales y mineras o, en ocasiones, de grupos armados y criminales pusieron al descubierto la enorme brecha que separaba la situación de estas “democracias reales” del ideal de la seguridad ciudadana. No obstante la promulgación de leyes y reglamentos inspirados en ideas democráticas y de seguridad ciudadana, las condiciones adversas en esta materia con frecuencia no sólo ponían en entredicho esta idea de seguridad, sino la misma racionalidad democrática. Como ha subrayado Whitehead, sólo entonces la seguridad ciudadana se convirtió en un asunto central en las discusiones en torno a la democracia y democratización.6
En efecto, poco a poco, estas realidades obligaron a los estudiosos de la democratización a considerar el problema de la construcción de la seguridad ciudadana como una cuestión central de los procesos de transición a la democracia. Además de las aportaciones de los estudios sobre el control democrático de los militares, la literatura incipiente comenzó a poner atención en las implicaciones de los reacomodos y las tensiones en el Estado, a subrayar las implicaciones de las inercias y el legado autoritario, así como las consecuencias de la debilidad y ausencia estatal para la seguridad. Poco a poco, y en función de las experiencias, ya fuese de países desarrollados o de la periferia, la conclusión a la que se llegaba parecía ser la misma: la democratización, pensada desde el ámbito de la seguridad ciudadana, era por definición un proceso complejo, impredecible y sin un horizonte o destino predeterminado o fijo. 7
En México, como ocurrió en muchos otros procesos de democratización -desde luego en aquellos que tuvieron lugar en España o en Argentina-, al momento de la alternancia, el país arrastraba un número importante de asignaturas pendientes. Como en numerosos casos, la expectativa generalizada era que, una vez que las dinámicas propias del impulso de la democratización cobraran aliento y la presencia de un liderazgo político competente se hiciera patente, aquéllas serían solventadas.8
En lo que se refiere a la seguridad, baste mencionar la urgente necesidad de reformar y adecuar, conforme a los estándares de control democrático de las fuerzas armadas, el conjunto de reglas y mecanismos que durante décadas habían sujetado a los militares a un entramado de “control civil subjetivo”. Igualmente imperiosa era una reforma del sector seguridad que atendiera simultáneamente y en los tres órdenes de gobierno los enormes rezagos en materia de policía, así como la sobrecarga y el abandono en que había caído el poder judicial.
Sin embargo, en México, antes de lo esperado, la evolución del narcotráfico, estimulada por la apertura del caudaloso mercado de cocaína y el desdoblamiento del mercado ilegal de drogas en crimen organizado, tendría consecuencias decisivas para la trayectoria futura de la transición mexicana.
Aunque el narcotráfico y el crimen organizado no figuraron de manera prominente en la extensa literatura sobre la transición democrática, lo cierto es que los síntomas de una creciente inseguridad terminaron por atemperar el optimismo y la euforia que acompañaron la alternancia en el cambio de siglo. Sin duda, más preocupante fue la mutación de estos síntomas en una verdadera crisis de seguridad que, paradójicamente, terminó por postergar de manera indefinida las asignaturas pendientes de la transición en esta materia. En efecto, las administraciones de la alternancia pronto enfrentaron un cúmulo de presiones de orden interno y externo que rebasaron por mucho su diagnóstico inicial de la situación y su capacidad de reacción.
Desde el punto de vista interno, el desmantelamiento del sistema de partido hegemónico erosionó a su paso el engranaje de reglas formales e informales que había apuntalado durante décadas la estabilidad del régimen, mientras que el debilitamiento progresivo de la autoridad de la presidencia fue generando un vacío que sería poco a poco ocupado por actores legales e ilegales, incluidas las organizaciones criminales. Desde luego que la erosión gradual de la autoridad central e institucional no era algo nuevo, pero su agudización, en el cambio de siglo, coincidió con una transformación importante del contexto más amplio de la seguridad en México.
Desde la perspectiva externa, una serie de transformaciones que escaparon al control de los sucesivos gobiernos habían dejado al país en una posición claramente vulnerable. Por un lado, en el mercado ilegal de drogas habían ocurrido cambios importantes consecuencia de las variaciones en los ciclos de consumo en el mercado de Estados Unidos. La apertura y auge de la economía de la cocaína, junto con la apertura del mercado de metanfetaminas y el posterior resurgimiento del mercado de opio habían generado ya condiciones propicias para el ascenso y consolidación de organizaciones criminales cada vez más poderosas y violentas en México. A ello habría que añadir las repercusiones de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en las relaciones de seguridad entre México y su vecino del norte. Si las presiones en materia de seguridad externa iban a crecer de manera considerable, al ritmo de las reverberaciones de los ataques del 11S, mientras las presiones antinarcóticos mantenían su ritmo, una serie de cambios en la legislación de armas de Estados Unidos terminaría por agravar la vulnerabilidad de México, poco después de iniciarse el siglo XXI.
A casi veinte años de la alternancia, el panorama no podría ser más desolador y no es fácil explicar la trayectoria de la transición mexicana y la incapacidad de tres sucesivas administraciones, incluida la de Enrique Peña Nieto, sin considerar los factores que llevaron al colapso del país en una violencia criminal aterradora. En enero de 2012, al inicio del sexenio de Enrique Peña Nieto, y apenas unos meses antes de morir, Carlos Fuentes afirmaba en Cartagena que México se había “colombianizado”, que el narcotráfico estaba invadiendo las estructuras políticas de México, apropiándose de gobiernos locales y comenzando a “tener presencia nacional”.9 Para ese momento, el país había sido ya sacudido por el estruendo de una serie de guerras entre organizaciones criminales y la conmoción provocada por la declaración de guerra de Felipe Calderón contra el narcotráfico.10
Es posible que la violencia asociada al narcotráfico y al crimen organizado no haya tocado aún en México los umbrales de terror que en 1989 marcaron un punto de quiebre en la historia reciente de Colombia. Allí, ese año fatídico sería inaugurado, en enero, con el asesinato de doce funcionarios judiciales en la región del Madgalena Medio y, dos meses después, con el homicidio del líder de Unión Patriótica. A estos atentados seguirían, en el verano, el asesinato con un carro-bomba del gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancour, y del magistrado Valencia García a manos de cuatro sicarios en Bogotá.11 Y en un solo día, el 18 de agosto, serían vilmente asesinados el candidato puntero a la presidencia, Luis Carlos Galán, y el director de la policía en Antioquia, Valdemar Franklin Quintero. Para la segunda mitad del año, tres ataques terroristas, uno detrás de otro, llevarían esta violencia a extremos inimaginables. En octubre, el periódico Vanguardia Liberal, de Bucaramanga, fue volado con 50 kg de dinamita y, un mes después, un avión de Avianca con 107 pasajeros estallaría en el aire. El año cerraría, en diciembre, con un acto terrorista en Bogotá: la destrucción de las oficinas de la agencia de inteligencia del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) por la explosión de un camión cargado con 500 kg de dinamita. Sólo el saldo de este último ataque sería de un centenar de muertos y seiscientos heridos.12
Desde luego que la diferencia más notable con respecto a esos años aciagos colombianos es que en las expresiones de la violencia criminal en México resulta aún difícil encontrar los entramados y las lógicas políticas de las tres guerras que, simultáneamente, entrecruzaron Colombia, en esos tiempos.13 Aunque la violencia criminal en México tiene ya repercusiones políticas, a diferencia de Colombia, no parece aún obedecer a pautas políticas, ni tener un perfil político definido. Además, todavía se distingue por su relativa dispersión y movilidad. Aun así, no sólo en términos de sus niveles cada vez más insospechados, sino de su configuración y manifestaciones -centenares de periodistas y activistas asesinados, desplazados internos, miles de desaparecidos, masacres, expresiones cruentas e inhumanas, proliferación de autodefensas, pero también amenazas y ataques directos contra autoridades e infiltración y sometimiento institucional-, quizá no sea exagerado encontrar en estas escenas claros ecos de las violencias colombianas.
Sin duda, una de las manifestaciones más dramáticas de la inseguridad y la violencia en México tiene que ver con los miles y miles de muertos y desaparecidos. Para el otoño de 2017, con 117 000 homicidios y un incremento, sólo en ese año, de 27% en los homicidios totales y cerca de 85 000 asesinatos aparentemente relacionados con el crimen organizado, el gobierno de Peña Nieto había ya rebasado los umbrales históricos de la violencia heredada por la administración de Calderón (2006-2012).14 El saldo sombrío de la administración de Peña Nieto no ofrece lugar a dudas.15 Con 156 437 homicidios, 34 824 más que los 121 613 registrados por el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI) en el sexenio de Calderón, las cuentas luctuosas de Peña Nieto rebasaron por mucho la barrera que ingenuamente, seis años atrás, se consideró insuperable por muchos.16 Las dinámicas violentas que acompañaron a las dos últimas administraciones han sido ya en parte responsables de un ligero descenso en la esperanza de vida de los mexicanos. Si en 2005 la esperanza de vida para las mujeres y hombres de México era de 77.8 y 72.6 años, respectivamente, las estimaciones para 2015 se habían reducido a 77.6 y 71.9 años.17
Ante la contundencia de estas cifras, los resultados de la última Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública (ENVIPE) no sorprenden. Con base en las percepciones del periodo marzo-abril de 2018, dicha encuesta identifica 2017 como el año en el que los ciudadanos mexicanos se sintieron más inseguros desde que el INEGI inició estos sondeos y su publicación. Mientras al comenzar el gobierno de Peña Nieto, 72.3% de los encuestados decían sentirse inseguros, al final de su administración esta cifra había aumentado a 79.8%. En comparación con 2012, cuando la tasa de prevalencia del delito fue estimada en 27 337 por cada 100 000 habitantes, cinco años después, más de 25 millones de personas de 18 años y mayores reportaron haber sido víctimas de por lo menos un delito. El resultado fue un incremento en la tasa de víctimas de delito a 29 746 por cada 100 000 habitantes. La estimación de la cifra negra para 2017 -el número de delitos no denunciados o que no derivaron en averiguación previa y carpeta de investigación- fue de 93.2% a nivel nacional. Tan significativo como estos datos ha sido el costo económico de la inseguridad para los hogares que, en términos de las pérdidas estimadas y los costos de ajustes y medidas preventivas, fue calculado en 299 600 millones de pesos o 1.65% del producto interno bruto (PIB).18
Anatomía de la violencia criminal
En las condiciones que hoy imperan en México, como en otras de violencia generalizada o guerra civil, no es en absoluto fácil distinguir entre combatientes y civiles o entre quienes se hallan inmersos en las economías ilícitas y sus violencias y quienes no lo están.19
Desde luego que civiles inocentes han sido víctimas de cruces de fuego y de otras formas de “daño colateral”, pero además, en ocasiones verdaderamente trágicas -como ocurrió durante las celebraciones de la Independencia en Morelia en 2008, cuando al menos ocho personas murieron y un centenar resultaron heridas, o en el ataque de agosto de 2011 al casino Royal en Monterrey, ordenado por los Zetas, que culminó en la masacre de 52 personas en medio de un incendio-, han sido blanco directo y deliberado de la violencia.20 La población civil también ha sufrido de manera directa o indirecta los efectos de esta violencia al ser utilizada, a veces, como escudo humano, o al ser expulsada y desplazada de manera violenta de sus comunidades. Y, en ocasiones cada vez más frecuentes, comunidades enteras han padecido también el reclutamiento forzado de menores. Es cierto que en la base de la noción de población civil está la convicción de que la persona no pertenece a ningún grupo armado y que, por consiguiente, está fuera del ámbito del conflicto o de la guerra. Sin embargo, en la práctica, esta distinción no se ha sustentado con facilidad. Desde siempre, las guerras -pero sobre todo las guerras civiles o asimétricas que predominan en la actualidad- han estallado y han tenido lugar en medio de la población. Es decir, las confrontaciones hoy ocurren en sitios habitados, con implicación profunda de la población “ya sea como público, como simpatizante, participante o víctima”.21
Como bien nos recuerda Adam Roberts, el que los civiles no sean parte de ejércitos profesionales no quiere decir que no estén involucrados o que no desempeñen múltiples y complejas funciones en escenarios bélicos. En efecto, los civiles pueden ser a la vez agentes y víctimas, estar tutelados por el derecho de guerra y ser, al mismo tiempo, estandartes de propaganda y actores en el teatro de las operaciones militares o participantes activos en las economías de guerra. Si la distinción entre civiles y combatientes es difícil de establecer en el contexto real de las guerras civiles y asimétricas, en la realidad de las economías ilegales, la distinción entre población civil y actores fuera de la legalidad resulta igualmente complicada. Como han señalado de forma atinada Ian Taylor y Vincenzo Ruggiero, las economías ilícitas son en realidad “eco nomías bazar”, en las que lo legal y lo ilegal, lo formal y lo informal, se encuentran constantemente e interactúan de manera continua. De ahí que en estos espacios extralegales predomine una intensa fluidez y movilidad, y la distinción entre prácticas legalmente aceptadas y conductas criminales, o entre civiles y actores en situación de ilegalidad, tienda a desdibujarse.22
En el caso de México, una mirada más cercana a las dinámicas violentas permite advertir cómo, después de todo, éstas no ha sido tan indiscriminadas. Por una parte, la controversia desarrollada por el gabinete de seguridad nacional (GSN) durante el sexenio de Felipe Calderón, suscitada por la serie de homicidios relacionados con la delincuencia organizada, no obsta para que puedan distinguirse diversos comportamientos violentos y apreciar las características propias de ciertas dinámicas violentas. De hecho, una vez que en función de determinadas particularidades se desgajan y aíslan las violencias, el análisis resulta mucho más complejo. En efecto, podemos distinguir, por un lado, las dinámicas asociadas a enfrentamientos entre grupos de traficantes y pandillas en disputa por rutas y cruces fronterizos y por el control de mercados locales de narcomenudeo. Y a éstas habría que añadir la violencia vinculada a la interacción entre autoridades y grupos criminales. Como hemos visto en los últimos años, no sólo la presión ejercida por autoridades, sino la infiltración y cooptación de estructuras locales y estatales de seguridad han actuado como catalizadores de dinámicas violentas. Uno de sus efectos más visibles ha sido un aumento significativo en los atentados contra policías y militares. Y no sólo eso, en ambientes y espacios marcados por el recelo y la desconfianza, las víctimas también han sumado a funcionarios públicos federales en el cumplimiento de sus tareas y responsabilidades. Estas tres tendencias coinciden claramente con algunas de las tesis que están en el centro de la literatura crítica sobre el crimen organizado.
Sin duda, distintos factores, algunos legítimos, se conjugaron para cuestionar y eventualmente descartar la base de datos 2007-2011, recopilada por el GSN, de homicidios que parecían estar vinculados con el crimen organizado. Sin embargo, esos cuestionamientos no invalidaron del todo el panorama que se intentó aportar con esa base. Aunque estuvo apoyada en una metodología básica, esta sistematización de los homicidios dolosos trató de ofrecer una radiografía de aquellos asesinatos que pudieran estar relacionados con la delincuencia organizada. De este modo, con información recabada en el lugar de los hechos por las dependencias federales -Policía Federal (PF), Procuraduría General de la República (PGR), ejército, marina y Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN)- y analizada por expertos con base en criterios preestablecidos, este ejercicio buscó distinguir entre dos grandes categorías de asesinatos. Por un lado, aquellos que al presentar ciertas características -uso de arma de fuego de alto calibre, signos de violencia extrema, tiro de gracia, presencia de “narcomensajes”, entre otras- llevaban a suponer que habían sido perpetrados por la delincuencia organizada. Y, en el otro extremo, las defunciones ocurridas en enfrentamientos entre fuerzas públicas y grupos criminales.23
Los datos estuvieron disponibles durante un tiempo en el portal en línea del Sistema Nacional de Seguridad Pública pero, ante las crecientes críticas y la presión ejercida por organizaciones de derechos humanos, serían retirados en 2012.24 A los ojos de activistas de derechos humanos, la ausencia de investigaciones judiciales que determinaran -más allá de toda duda razonable- el móvil de cada homicidio, no sólo cuestionaba la validez de la clasificación, sino que llevaba a la criminalización y revictimización de las víctimas. Sin embargo, ante la gravedad y mutación de la violencia en una verdadera epidemia, el retiro de esta base de datos no obstó para que expertos, consultoras y algunos de los principales diarios del país buscaran distinguir y mantener el registro de los homicidios relacionados con el narcotráfico y el crimen organizado. Es cierto que los conteos varían significativamente, pero, como lo han subrayado Santiago Roel, director de Semáforo Delictivo, y David Ortiz, especialista en prevención del delito, el registro y localización de este tipo de homicidios no sólo ha contribuido a identificar aquellos territorios y rutas que las organizaciones criminales se disputan en un momento dado, sino también los sitios de trasiego y narcomenudeo. Difícilmente puede sobreestimarse la importancia de este tipo de información para el diseño y despliegue de estrategias de seguridad efectivas.25
Al aislar los factores que en las últimas décadas han impulsado y reubicado la violencia en distintas latitudes de México, las conclusiones no sólo apuntan a lógicas afines, sino que parecen confirmar muchas de las tesis de los estudios sobre violencia criminal y crimen organizado.26 Con base en estas lógicas y en función de los rasgos distintivos de un conjunto importante de homicidios violentos, en particular los que se perfilaban como ejecuciones, Guillermo Valdés, titular del Cisen durante el gobierno de Calderón, vio en los conflictos intestinos o en aquellos que enfrentaban a dos o más organizaciones la causa inmediata de estos homicidios.
En el periodo comprendido entre 2007 y 2011, de un total de 83 058 homicidios dolosos registrados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad, 62%, es decir, 51 501 homicidios violentos, habían sido ya relacionados con el crimen organizado. Y en las estimaciones más recientes de Lantia y Reforma encontramos que este porcentaje aumentó de manera considerable en los últimos años del gobierno de Peña Nieto. En efecto, al concluir su administración, el acumulado sexenal del “ejecutómetro” del diario Reforma calculaba un total de 37 078 “narcoejecuciones”, cifra que la consultora Lantia había rebasado desde 2016, al estimar que en los primeros cuatro años del gobierno de Peña Nieto habían ya tenido lugar 39 619 asesinatos vinculados al crimen organizado. Asimismo, en un análisis más detallado de los 21 283 homicidios registrados en los primeros nueve meses de 2018, Lantia concluyó que 79.37% (es decir, 16 983 asesinatos violentos) habían estado vinculados con el crimen organizado.27 En el contexto de una oleada de homicidios dolosos en la Ciudad de México en el verano de 2019, las autoridades capitalinas estimaron que de los 205 reportados entre el 1 de julio y el 21 de agosto, 72% habrían sido ejecuciones directas y 41% habrían resultado de confrontaciones (24), narcomenudeo (45) y extorsión (14).28
La decisión de identificar y aislar estos asesinatos del conjunto global de homicidios dolosos no es para nada trivial. En efecto, en 2011, como ahora, las estimaciones sobre el porcentaje de asesinatos potencialmente imputables al crimen organizado han oscilado entre 62% y 80% del total de homicidios dolosos. Si estas estimaciones son correctas, tendríamos que preguntarnos sobre el impacto acumulado de la prohibición, de las políticas antinarcóticos y de las sucesivas guerras contra las drogas, así como por su efecto en la disponibilidad de armas de fuego en la tasa global de homicidios violentos en México.
En un análisis más fino de las violencias y de los homicidios que tienen lugar en México, tendríamos que distinguir los asesinatos de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado y de funcionarios públicos y políticos, pero también las muertes y homicidios de ciertos actores que, como ocurrió en Colombia, han sido particularmente vulnerables a la violencia criminal y político criminal en virtud de sus profesiones. Esto se refiere, desde luego, a periodistas y activistas, pero también a médicos y sacerdotes.
Los parámetros establecidos en la literatura sobre narcotráfico y crimen organizado, de hecho, apuntan a este tipo de escenarios. Además de llamar la atención sobre la competencia, con frecuencia violenta, entre actores y organizaciones criminales, subrayan también las consecuencias funestas que acompañan la interacción entre el mundo criminal y de la ilegalidad, y con el entramado estatal de la justicia y de las fuerzas de seguridad. La erosión de la moral de las policías, ante la imposibilidad práctica de imponer la prohibición de ciertas transacciones, no es en absoluto extraña a estas lógicas, como tampoco lo es el riesgo de infiltración y cooptación de instituciones. Y otra consecuencia fatal de estas lógicas se refiere a los homicidios de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado y de funcionarios públicos. En décadas recientes no sólo hemos sido testigos de un aumento considerable en el número de policías y elementos de las fuerzas armadas asesinados, sino de la desaparición y asesinato de funcionarios públicos. Según datos reportados por diversas fuentes, incluida la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), en el periodo comprendido entre 2006 y finales de septiembre de 2018, un total de 583 policías federales, 4035 policías estatales y municipales, así como 542 soldados y 73 oficiales de la armada habían sido ultimados. Sólo en 2017, la cifra de policías asesinados alcanzó 561 y rebasó el registro anual de este tipo de muertes de las últimas tres décadas.29 En los veinte meses comprendidos entre enero de 2018 y agosto de 2019, un total de 675 policías fueron asesinados.30 Desde luego que la presión de las fuerzas del Estado sobre las organizaciones criminales no agota las posibles explicaciones acerca de estas muertes, ya que la infiltración criminal también ha sido un factor crítico, pero lo que es claro es que de una u otra forma, la violencia delincuencial ha tenido un papel importante en la matanza de policías, soldados y agentes del Estado. Según el Consejo de Seguridad Nacional, la gran mayoría de policías muertos habrían perecido en ataques directos de delincuentes y organizaciones criminales y cuatro de cada diez habrían sido ejecutados.31
Algo semejante ocurrió entre las fuerzas armadas. El informe “Estado global del personal del ejército y la fuerza aérea mexicana que por diferentes motivos causó baja en los años de 1985 al 31 de octubre de 2019” documenta un aumento de más de 300% en las bajas por desaparición durante el sexenio de Peña Nieto. A diferencia de los 45 casos reportados durante el periodo de Calderón, en el de su sucesor, se dieron de baja por desaparición 197 elementos del ejército y la fuerza aérea. Durante el sexenio de Peña Nieto, más de 50% de las desapariciones y asesinatos de elementos de las fuerzas armadas se concentraron en cuatro estados: Tamaulipas, Sinaloa, Michoacán y Guerrero. Y no está de más decir que muchos de estos homicidios y ejecuciones llevan impresas las huellas del narcotráfico y del crimen organizado.32 Como ocurrió en Medellín en 1990, cuando mediante jugosas recompensas Pablo Escobar desató una cacería de policías que dejaría un saldo de más de 500 agentes muertos, también en los códigos de los Zetas ha estado presente la consigna de asesinar militares y policías federales y la promesa de cuantiosas recompensas. En efecto, no sólo los Zetas generalizaron los ataques violentos contra miembros de las fuerzas armadas y de las policías, sino en sus mismas estrategias de reclutamiento se ufanaban de ofrecer mejores salarios y condiciones de empleo.33
Además de miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, también empleados de agencias federales han sido desaparecidos y asesinados, muchos de ellos en cumplimiento de sus responsabilidades. Hoy sabemos que empleados y encuestadores de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), de la entonces Secretaría de Desarrollo Social (Sedesol), del Servicio de Administración Tributaria (SAT), del INEGI y del Instituto Nacional de Migración (INM) han sido secuestrados, desaparecidos y asesinados en Guerrero, Estado de México, Sonora, Chihuahua y Quintana Roo. Como ha ocurrido con muchas otras víctimas, la paranoia y el terror que hoy envuelven muchos rincones del país quizás propició que grupos criminales los confundieran con miembros de organizaciones rivales.34
Desde 2011, en una carta dirigida al Wall Street Journal, el reconocido comandante y estudioso de la policía Joseph D. McNamara había llamado la atención sobre cómo la violencia en México había arrebatado ya la vida de altos funcionarios, generales y soldados, además de jueces, así como de oficiales de policía y civiles inocentes. Y no sólo eso, con una aguda intuición vaticinó que llegaría el momento en que incluso quienes estuviesen en serios apuros económicos no dudarían en rechazar estas responsabilidades públicas. Advirtió entonces que jurisdicciones enteras quedarían sin policías y que sólo quienes estuviesen en la nómina de los carteles estarían dispuestos a trabajar en el gobierno.35 Esto sería justamente lo que ocurriría en algunos lugares de México; desde luego en municipios fronterizos de Chihuahua, como Guadalupe, en donde a raíz de la desaparición de la comandante Irma Erika en diciembre de 2010 -en medio de una cruenta disputa entre los carteles de Juárez y Sinaloa por los escasos kilómetros de frontera que permanecían sin muro y con poca profundidad del río Bravo- el municipio se quedaría sin policía. Tres años después, los esfuerzos de una nueva administración para establecer la Dirección de Seguridad Pública Municipal correrían con igual suerte. Luego de que más de diez vecinos rechazaran la oferta, Máximo Carrillo Limones asumiría finalmente el cargo, sólo para ser secuestrado por un comando armado y asesinado, en junio de 2015. Tras dos semanas en el cargo, su sucesor, Joaquín Hernández Aldaba “el único policía que quedaba vivo en esa localidad” sería también “acribillado junto a su hijo” el 7 de julio de ese mismo año.36
Sin duda, el aumento de los homicidios aparentemente relacionados con el crimen organizado y de los atentados contra funcionarios, policías y militares, ya sea como respuesta defensiva a la acción del gobierno federal o como consecuencia de vendettas asociadas a la infiltración y cooptación institucional, ofrecían ya claros indicios del tamaño del desafío de seguridad heredado por la administración de Peña Nieto. Pero la ola, sin precedente, de asesinatos de políticos y candidatos que acompañó la elección presidencial de 2018 obliga a reflexionar no sólo sobre la magnitud, sino sobre las implicaciones del asedio, por no decir cerco, que en diferentes rincones del país el narcotráfico y el crimen organizado han impuesto a las instituciones del Estado. Como ocurrió en Colombia durante las últimas décadas del siglo pasado, echando a veces mano de una violencia brutal y, en otras, de la corrupción, las organizaciones criminales han dejado ver su capacidad para comprometer, cooptar o doblegar la institucionalidad.
Basten unos cuantos números para dar cuenta de esta encrucijada. En el contexto de la elección presidencial (septiembre 2017 al 1 de julio de 2018), 152 políticos fueron ultimados, 48 de éstos eran candidatos a puestos de elección popular y para finales de agosto, fecha en que oficialmente se dio por terminado el proceso electoral, 168 políticos habían sido asesinados.37 La contundente victoria electoral del partido Morena y su candidato a la presidencia no logró detener esta oleada de violencia. Según el indicador de violencia política de la consultora Etellekt, en el periodo de la transición, es decir, entre la elección del 1 de julio y el inicio de la administración de Andrés Manuel López Obrador, el 1 de diciembre de 2018, no sólo cuarenta políticos fueron asesinados -incluidos dos alcaldes de Puebla y Michoacán, pertenecientes al Partido Verde Ecologista de México y a Morena), y dos regidores en Jalisco y uno más en Colima, uno del Partido de la Revolución Democrática, PRD, y dos de Morena)-, sino 13 más fueron secuestrados.38 Y en los cuarenta primeros días de la nueva administración, diez políticos más fueron asesinados (siete de Morena, uno del Partido Acción Nacional y dos del PRI) en Oaxaca, Coahuila y Chiapas. La lista de políticos asesinados incluye seis alcaldes, 20 exalcaldes, 20 candidatos, 15 dirigentes partidistas, seis excandidatos, 38 militantes, 26 otros (regidores, regidores electos, síndicos, exfuncionarios y alcaldes electos). Guerrero y Oaxaca encabezan la lista con 26 y 24 políticos asesinados, respectivamente, seguidos por Puebla y Michoacán, con 15 cada uno, Estado de México con 12 y Veracruz con diez.39 Es cierto que, con 3400 candidatos compitiendo por cargos de elección popular, los políticos asesinados representan apenas el 6% de dicho universo. Aun así, días antes de la votación, la violencia político-electoral obligó al presidente del Instituto Nacional Electoral (INE), Lorenzo Córdova, a subrayar que los procesos comiciales se habían insertado en un “contexto de violencia que ya estaba ahí, el año pasado, con independencia de las elecciones”, pero también a reconocer que estos sucesos habían marcado 2017 como uno de los años “más violentos de la historia del país”.40
En mayo de 2018, en una breve visita a México, apenas tres meses antes de su muerte, el ex secretario general de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Kofi Annan, llamó la atención sobre las implicaciones de la violencia criminal para la democracia. Además de hacer patente su preocupación por una competencia electoral que tenía ya lugar con “altos niveles de violencia y crimen organizado” y mencionar los numerosos políticos, candidatos y familiares de actores políticos que habían sido blanco de agresiones, amenazas y asesinatos, el también miembro activo de la Comisión Global sobre Política de Drogas advirtió de la amenaza que la violencia criminal representa para las instituciones democráticas y para la democracia misma.41 Las consecuencias adversas de la prohibición y de este tipo de políticas para la democracia habían también sido señaladas en la citada misiva que McNamara había enviado pocos años atrás al Wall Street Journal. Además de aludir a los “vastos réditos de la prohibición” -cuyo margen de utilidad calculaba en 17 000%- o a la corrupción de oficiales y funcionarios públicos por la vía de la transferencia de estas rentas ilegales, el exjefe de policía alertó sobre cómo la violencia entre organizaciones criminales había puesto en vilo a comunidades enteras. McNamara defendió la regulación mucho antes que otros altos funcionarios y exjefes de Estado, incluidos expresidentes mexicanos, se sumaran a la causa de la regulación, e incluso legalización, de los estupefacientes que hoy encabeza la Comisión Global de Drogas.42
Al término de la administración de Peña Nieto, a las miles y miles de víctimas de la violencia criminal, a los cientos de funcionarios, policías, militares y políticos asesinados en la ola que tiñó de rojo la elección de 2018, había que agregar el secuestro, desaparición o asesinato despiadado de periodistas, ministros de culto, médicos y activistas. Aunque difícilmente puede pensarse que todos estos homicidios y sucesos trágicos se deben a una misma causa, todo indica que estos actores han padecido de manera especial los efectos de la violencia criminal. En efecto, en virtud de las actividades propias de su profesión, periodistas, médicos, activistas y sacerdotes han sido especialmente vulnerables a la violencia criminal y político-criminal. Si bien la vulnerabilidad de médicos y sacerdotes apenas ha sido advertida, no ha ocurrido así con comunicadores y activistas. En efecto, en el ocaso del sexenio de Peña Nieto, el asesinato continuo de periodistas prendió por igual las alarmas de organizaciones internacionales y de asociaciones de comunicadores.
Entre el año 2000 y el cierre del gobierno de Peña Nieto, al menos 140 periodistas habían sido asesinados en México. Al terminar el sexenio la cifra había alcanzado los 47 comunicadores muertos y 25 desaparecidos.43 Estos hechos habían llevado ya a la ONU a identificar a México, junto con Af ga nistán, como uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo. En ese mismo periodo, más de 700 periodistas y activistas habían buscado ya la protección del mecanismo especial que la Secretaría de Gobernación (Segob) había establecido justo con ese propósito.44
A la advertencia de la ONU sobre los riesgos del periodismo en México, se sumó la denuncia de organizaciones internacionales como el Comité para la Protección de Periodistas, Reporteros Sin Fronteras y ARTICLE 19, entre otras, acerca de la extrema vulnerabilidad de los comunicadores ante el poder, ya sea del crimen organizado o de políticos o empresarios.45 Sin embargo, las advertencias sobre el peligro que representa la delincuencia organizada para esta profesión -al amenazar y convencer a periodistas de desistirse de investigar o, más grave aún, al cooptar y tomar el control de la difusión de noticias en muchos rincones del país- no sólo no lograron detener el avance de una censura a punta de balas, sino tampoco el torrente de muertes de comunicadores en un país en el que, como subraya la columnista Paula Mónaco, “los periodistas asesinados… ya no son noticia, ni a nivel local ni para la prensa internacional”.46 En efecto, en las primeras semanas de 2019, el asesinato de los periodistas Rafael Murúa, en Baja California, y Jesús Ramos Rodríguez, en Tabasco, dos estados sacudidos por la presencia de organizaciones criminales, algunas con nexos con el entramado político, no sólo permitió advertir la sombra del crimen organizado, sino el total desamparo de los comunicadores.47 Para el verano de ese mismo año, los homicidios de otros cuatro periodistas, Rogelio Barragán, director del portal Guerrero al Instante, en Morelos; Jorge Celestino Ruiz, en Xalapa, Veracruz; Edgar Nava, en Zihuatanejo, y Neyith Condes Jaramillo -quien al dirigir el portal El Observatorio del Sur, del Estado de México. Había denunciado extorsiones a manos de la Familia Michoacana-, elevaron a 11 la cifra de comunicadores asesinados en 2019. La imparable oleada de atentados contra periodistas y medios de comunicación, que a finales de julio de 2019 también incluyó un ataque con bombas molotov a la redacción del diario El Monitor de Parral, en Hidalgo del Parral, Chihuahua, obligó Jan Jarab, representante de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) en México, a entregar al nuevo gobierno de López Obrador un informe con 104 recomendaciones.48
Junto con los activistas -más de cuarenta asesinados desde 2006, cinco de ellos apenas en 2019- los ministros de culto no han corrido con mejor suerte.49 Desde 2013, en los albores de la crisis de las autodefensas en Michoacán, cuando la Conferencia del Episcopado Mexicano denunció la indefensión, ilegalidad y terror en que vivían comunidades como Apatzingán -localidad en donde la diócesis había documentado 920 asesinatos a manos del crimen organizado- hasta las polémicas iniciativas del obispo Salvador Rangel Mendoza, de la diócesis de Chilpancingo-Chilapa, encaminadas a reducir la violencia y a proteger comunidades de la sierra de Guerrero, la Iglesia católica ha sido también un actor protagónico en la crisis de inseguridad y violencia en México.50
Aunque puede no haber un nexo lógico necesario entre el papel que han desempeñado figuras eclesiásticas y el número de sacerdotes asesinados, lo cierto es que su presencia en las comunidades más recónditas los ha dejado expuestos o en medio de los circuitos criminales y las dinámicas violentas.51 De ahí que no resulte extraño que, en octubre de 2017, Franco Coppola, nuncio apostólico en México, llamara la atención sobre la situación anómala de México, que sin estar en una guerra declarada, padecía una de las mayores cifras de homicidios en el mundo, situación que, desde luego, había afectado ya a la Iglesia católica. Más aún, de acuerdo con los datos de la Agenzia Fides y del Centro Católico Multimedial (CCM), la violencia contra el clero había aumentado en los últimos años y ello se había reflejado en varias víctimas de plagio (delito que suele no ser denunciado por temor a poner en peligro la vida de los secuestrados) y cuarenta religiosos católicos asesinados en el periodo 2005-2017. El estudio elaborado por la Unidad de Investigaciones del CCM para el periodo 2012-2018 da cuenta de 26 sacerdotes y “agentes de evangelización asesinados”, incluidos dos sacerdotes de las diócesis de Zamora, en Michoacán, y de Ciudad Victoria, en Tamaulipas. Luego de desaparecer, respectivamente, en diciembre de 2012 y noviembre de 2013, el paradero de ambos permanece incierto. Buena parte de estos hechos se han concentrado en entidades claramente azotadas por la violencia criminal, entre los que destacan Guerrero, Michoacán, Estado de México, Veracruz, Chihuahua y Tamaulipas.52
Desde luego que este análisis está lejos de ser exhaustivo y que sin investigaciones cuidadosas de cada asesinato es imposible llegar a conclusiones definitivas. Sin embargo, a la luz de lo hasta aquí expuesto, podemos aventurar dos. La primera apunta a que en determinados casos la violencia criminal pareciera comportarse con ciertas lógicas. Y si ello es cierto, la segunda conclusión nos llevaría a sostener que ciertos grupos, ciertos actores, parecen ser más vulnerables que otros.
Las dimensiones interna y externa de la crisis humanitaria
Las explicaciones sobre las causas y la naturaleza de la crisis son numerosas, pero pueden resumirse en dos grandes vertientes: las que tienen que ver con la dimensión interna y las que aluden al entorno externo de la inseguridad. En efecto, entre los factores que contribuyeron a profundizar la crisis humanitaria en México, habría que destacar, por un lado, la incapacidad del gobierno de Enrique Peña Nieto para enfrentar con éxito los retos de la inseguridad y contener la espiral de violencia y, por el otro, la extrema vulnerabilidad de México frente a Estados Unidos, tanto en términos de la ilimitada disponibilidad de armas provenientes del vecino país, de la insaciable demanda de drogas ilícitas del mercado estadounidense o de las constantes presiones para asegurar el acatamiento de las prioridades antinarcóticos de Washington. A continuación se tratará de mostrar cómo, al paso del tiempo, estas vulnerabilidades fueron reduciendo de manera significativa el margen de maniobra del gobierno mexicano para hacer frente a la crisis.
La dimensión interna
Al inicio de su gobierno, Enrique Peña Nieto anticipó un cambio importante en las políticas de seguridad que, en el periodo inmediato, habían desencadenado una “guerra contra el narcotráfico”. De entrada, la nueva administración dejó ver un cambio importante en el discurso, apartándose de la lógica belicista y enfatizando, en cambio, la dimensión social de la inseguridad y un compromiso con la prevención del delito. Se anunciaron entonces una serie de iniciativas cuyo propósito era dotar al nuevo gobierno con los elementos e instrumentos necesarios para hacer frente a la inseguridad. Tres grandes iniciativas estuvieron en el centro de la propuesta de seguridad de Enrique Peña Nieto: a) la recentralización de las decisiones en materia de seguridad en la Segob y la consecuente desaparición de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), b) la decisión de crear una nueva fuerza pública, la gendarmería y c) la reorganización de las policías estatales y municipales bajo la figura de un mando único.
A la vuelta de seis años el resultado fue poco menos que catastrófico. En efecto, al evaluar el programa de seguridad del gobierno de Peña Nieto, en función de estos objetivos, el fracaso de las políticas de seguridad se hace más que evidente. De las tres iniciativas, sólo la recentralización de las decisiones y responsabilidades en la Segob se cumpliría como estaba previsto. La propuesta de la gendarmería terminó reducida a una división de la PF. La iniciativa del mando único naufragó en medio de una verdadera anarquía policial, mientras que la fuga del Chapo Guzmán del penal del Altiplano cuestionaría de tajo la lógica de la centralización de las decisiones y responsabilidades en la Segob.
Al terminar el periodo de Peña Nieto, no sólo el proyecto de la gendarmería no se concretaría, sino que la creación de la División de Gendarmería en la PF no se traduciría en un aumento importante de los efectivos totales de esta corporación.53 En todo el sexenio de Peña Nieto, apenas se sumaron 400 elementos a la PF para formar una fuerza de 37 331 policías.54 Con menos de 40 000 elementos, permaneció muy lejos del horizonte de los 200 000 elementos que diversos expertos han estimado como mínimo indispensable para un territorio de dos millones de kilómetros cuadrados.55
En lo que se refiere a la propuesta del mando único, la imposibilidad de asegurar la mayoría calificada en el Senado para conseguir la aprobación de cambios a la Constitución -en especial al artículo 115, relativo al muncipio libre como base de la división territorial y de la organización política y administrativa de los estados- empujó al gobierno de Peña Nieto a recurrir a diversos métodos, incluida la amenaza de retención de participaciones federales, para empujar de facto el modelo del mando único. Éste se adoptó en algunos estados, incluidos Guerrero, Morelos y Veracruz, a veces bajo el impacto de estas presiones y, en ocasiones, también de conformidad con las decisiones de sus gobernadores. De este modo, en Guerrero, para finales de 2017, de un total de 81 municipios, incluido Acapulco, 53 se habían sumado al mando único, mientras que en Morelos, con excepción de la capital, el gobierno estatal logró firmar un convenio con 33 ayuntamientos. En Michoacán, seguramente la intervención federal abrió el camino a la adopción del mando único, en mayo de 2014, por la gran mayoría de los municipios de la entidad: 108 de 111. Ese mismo año, el gobernador de Veracruz, Javier Duarte, anunciaba también una nueva policía estatal, la Fuerza Civil Veracruz. Gracias en parte a los cambios introducidos en estos estados, en diciembre de 2017, hacia el final del sexenio, el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública presumía que en más del 70% de los municipios del país, es decir en 1773 de 2469, se había establecido ya el mando único.
Importa también anotar que, como sucedió en sexenios anteriores, al frente de muchos de estos mandos estuvieron figuras militares. Sin embargo, al igual que en experiencias previas, ello no parece haber afectado gran cosa el estado lamentable, por no decir catastrófico, en el que se mantuvieron las corporaciones policiales locales y estatales. Según el diagnóstico que entregó en 2018, al cierre de la administración, Álvaro Vizcaíno Zamora, todavía secretario ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, más de la mitad de los municipios del país aparecían sin policía o con agencias de policía de menos de diez elementos y sólo 413 contaban con corporaciones de más de 50 efectivos.56 En términos prácticos, la situación de las corporaciones estatales no era mejor. En sus esfuerzos por definir los parámetros básicos de un índice de desarrollo policial, la organización Causa en Común se topó con un escenario de verdadero subdesarrollo policial. El estudio dejó ver cómo en 26 de las 32 entidades federativas sencillamente no existían academias de policía, que veinte corporaciones estatales no contaban con criterios públicamente establecidos para definir el perfil de cargos y mandos, y que por lo menos 13 estados carecían de leyes que definiesen con precisión las prestaciones mínimas de los policías. A todo esto, se sumaba una situación generalizada de claro incumplimiento de los lineamientos de certificación. En efecto, en 31 de 32 entidades federativas, mandos y elementos que no contaban con controles de confianza vigentes permanecían en las filas de sus corporaciones.57
La debilidad institucional de las policías municipales y estatales en México había sido ya identificada como uno de los problemas fundamentales de la seguridad en el país, sin embargo, la fuga de Joaquín Guzmán Loera del penal del Altiplano en julio de 2015 cuestionaría de raíz la estrategia de Peña Nieto y, sobre todo, la lógica que llevó a la centralización de las decisiones y responsabilidades de seguridad en la Segob. No tiene sentido detenerse en los detalles de dicha recentralización, pero vale la pena reparar en un último dato, que ofrece una imagen tangible de las vulnerabilidades heredadas de la administración de Peña Nieto: el volumen de armas confiscadas. La reducción drástica en el número de armas decomisadas no sólo se suma a la lista de fracasos del gobierno peñista, sino que es un factor que repercute de manera directa en la incidencia y los umbrales de violencia. Si se observan las cifras en las últimas administraciones, encontramos que en la de Fox (2000-2006) el total de armas de fuego confiscadas fue de 37 385, mientras que en el siguiente sexenio aumentó 437%. En efecto, durante el gobierno de Calderón, fueron decomisadas 163 420 armas de fuego. En contraste, información de la Sedena y del V Informe de Gobierno de Peña Nieto deja ver un desplome en este indicador, al caer a 46 494 armas confiscadas en el penúltimo año de su administración.58 Como se apuntó, el decomiso total de armas no sólo tiene importancia porque incide en la capacidad de fuego de las organizaciones criminales, sino porque influye de manera importante en las dinámicas violentas. Es sumamente revelador observar, por ejemplo, que mientras en los sesenta apenas 15% de los homicidios se perpetraban con armas de fuego, dicha proporción aumentó a 20%, en 1997, y a 39%, en 2007, y casi se duplicó diez años después, para alcanzar más del 67% del total de homicidios registrados en México, en 2017. Según datos del INEGI, en 2018 la proporción de homicidios relacionados con armas de fuego había concentrado ya 70% del total nacional.59 La cifra correspondiente para la Ciudad de México durante una ola de asesinatos en julio y agosto de 2019 fue de 56.58% del total de homicidios dolosos registrados en esos meses.60
La dimensión externa
Mientras en el ámbito interno la disponibilidad de armas y la incontenible demanda de drogas -exacerbada, a su vez, por la epidemia de consumo de opiáceos en Estados Unidos- propició una reconfiguración de poder en favor de las organizaciones criminales, las presiones de Estados Unidos, en particular los constantes pedidos de extradicción de delincuentes y narcotraficantes, no hicieron sino fragmentar y enardecer la competencia criminal, y limitar enormemente la posibilidad de impulsar esquemas de estabilización y contención de la violencia.61 Como en Colombia, la demanda de entregar a líderes del narcotráfico para ser juzgados en cortes estadounidenses no sólo ha marcado las relaciones entre México y Estados Unidos en materia de narcotráfico, sino que ha sido un detonador de la fragmentación y competencia violenta entre las organizaciones del tráfico de drogas. En 2012, la entonces directora de la Drug Enforcement Administration (DEA), celebró la cooperación que Estados Unidos y México habían mantenido en materia de narcotráfico y se refirió a los más de 500 delincuentes extraditados a su país durante las administraciones panistas de Vicente Fox y de Felipe Calderón. Aunque las extradiciones de nacionales mexicanos continuaron y alcanzaron un total de 440 para el periodo 2010-2015, la llegada de Peña Nieto parecía amenazar con interrumpir esta tendencia. En efecto, mientras su administración demandaba reciprocidad y señalaba con preocupación que Estados Unidos, en ese mismo periodo, sólo hubiese entregado a 81 delincuentes reclamados por México, Washington lamentaba que las extradiciones de México bajo el gobierno priista hubiesen caído en más de 50%.62
La huida de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera, líder del cartel de Sinaloa del penal del Altiplano en julio de 2015 daría un giro a las relaciones entre México y Estados Unidos y volvería a poner en el centro el tema de la extradición. En efecto, en menos de un año, en mayo de 2016, la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) autorizaría la extradición del Chapo y en enero de 2018, ya en vísperas de la toma de posesión del presidente Donald Trump, con el fin de contener la crisis y recuperar el control sobre la relación bilateral, la PGR y la SRE anunciaron que, agotadas las instancias legales nacionales, se habían cumplido los requisitos establecidos por el tratado bilateral de extradición.
Las demandas y expectativas de extradición de Washington se han reflejado en la estrategia de seguridad seguida por sucesivos gobiernos mexicanos. Las listas de objetivos prioritarios que claramente obedecen a la misma lógica se han convertido en una pieza clave de dicha estrategia. En efecto, una vez capturados, estos objetivos de “alto valor” o blancos prioritarios estarán seguramente en la lista de delincuentes solicitados por Estados Unidos para su extradición.
En septiembre de 2018, en su sexto y último informe de gobierno, el presidente Peña Nieto anunció una victoria aún parcial, pero no por ello menos significativa: la captura y neutralización de 110 de los 122 objetivos prioritarios identificados como los delincuentes de mayor peligro para México. Aunque no sabemos cuántas de estas capturas se originaron en las listas de extradición provenientes de Washington, lo que si sabemos es que la detención de la inmensa mayoría de los blancos prioritarios no se tradujo en una reducción tangible de la violencia y la inseguridad que hoy afectan a buena parte del territorio mexicano.63
En efecto, la recaptura del Chapo Guzmán permitiría al gobierno de Peña Nieto anunciar con bombo y platillo los 110 objetivos prioritarios neutralizados, pero en modo alguno clamar victoria sobre las dinámicas violentas que amenazaban ya con superar las marcas de homicidios establecidas anteriormente por la administración de Calderón. Las secuelas del traslado del Chapo a Ciudad Juárez y de su entrega a las autoridades estadounidenses, en enero de 2017, dejaron al descubierto los signos ominosos de estos logros. En efecto, como había sido el caso con otras capturas y extradiciones, la entrega del Chapo desataría una guerra sin cuartel por la sucesión del liderazgo en el cartel de Sinaloa, con reverberaciones en diferentes regiones y estados del país. Para el verano de 2018, las dinámicas violentas y sus manifestaciones cruentas obligarían al general David Petraeus, de visita en México, a advertir que sin esfuerzos significativos para establecer y consolidar capacidades de inteligencia y de justicia incorruptibles, la estrategia de “decapitación” de objetivos prioritarios estaría destinada al fracaso.64
Lo que el general Petraeus no tuvo a bien recordar fue la conclusión a la que desde los veinte llegaron expertos y criminólogos estadounidenses sobre la imposibilidad de construir instituciones de policía y justicia blindadas e incorruptibles en un contexto dominado por la prohibición y por la presencia de pujantes economías ilícitas. Para entonces, Renato Sales Heredia, comisionado nacional de Seguridad, reconocía que el cartel de Sinaloa se habría “fragmentado”…, pero permanecía “poderosísimo”, y a su sombra había surgido ya otra formidable organización: el cartel Jalisco Nueva Generación. De este modo, Sales Heredia llamó la atención sobre la dimensión externa de la crisis de seguridad y de violencia en México. En su opinión, no era un tema que podía reducirse a “policías y ladrones” e insistió en la necesidad de entender que “hay factores internos y externos que provocaron el aumento de la violencia”. Además de la fragmentación del cartel de Sinaloa, se refirió al flujo de armas, a la crisis de opiáceos en Estados Unidos y a las más de 64 000 muertes registradas en el vecino país por sobredosis de heroína y fentanilo.65 Y como muchos otros expertos, vio en la “prohibición de la venta de opiáceos sin receta en Estados Unidos” uno de los principales catalizadores que había contribuido a “desatar una guerra por la producción y tráfico de heroína y opioides sintéticos desde México”. De ahí que, en su opinión, ésta fuese una problemática vinculada a contextos sociológicos, económicos, políticos y geopolíticos.66
En efecto, la imposición repentina de mayores restricciones a la prescripción de opiáceos legales en Estados Unidos, como la oxycodona, y la ausencia de programas de tratamiento para una población que ya está en condiciones de adicción abrirían una enorme ventana de oportunidad a abastecedores de heroína ilegal, incluidas las organizaciones criminales mexicanas, que de inmediato buscaron cubrir la demanda de cerca de dos millones de adictos.67 Pero si los márgenes de ganancia de la heroína eran de por sí formidables -ya que de un estimado de 6000 dólares por kilogramo en México o en Colombia, exportado a Estados Unidos, el precio podía elevarse a 80 000 dólares-, los márgenes de utilidad del fentanilo -una droga sintética que, a diferencia de la amapola, se produce en laboratorios- rebasaron todas las expectativas. Según algunas estimaciones, un kilogramo de fentanilo comprado en China por aproximadamente 5000 dólares, al mezclarlo con otros insumos, como talco o cafeína, puede llegar a rendir hasta 24 kg y cada uno puede venderse en el equivalente de un kilogramo de heroína, lo que da un margen de ganancia total de hasta dos millones de dólares.68
Desde 2015, las autoridades estadounidenses han advertido sobre una epidemia de abuso de fentanilo y han observado una relación entre decomisos (creciente disponibilidad de esta droga) y sobredosis y muertes. Entre finales de 2013 y finales de 2014 más de 70 000 estadounidenses murieron debido a sobredosis de esta sustancia y su consumo ha sido interpretado como evidencia de una epidemia de adicción generada por analgésicos legalmente prescritos. En 2015, esta dependencia de opiáceos cobró la vida de 33 000 personas en Estados Unidos (aproximadamente 90-91 al día) y se calculaban cerca de dos millones de adictos de estas sustancias en Estados Unidos.69
Aunque la epidemia de abuso de opiáceos ha sido la fase más trágica y visible del consumo de drogas en Estados Unidos, integra un mercado que incluye a 30.2 millones de usuarios crónicos (es decir, que hayan consumido un estupefaciente cuatro o más veces en el último mes) en por lo menos cuatro grandes segmentos: mariguana, cocaína, metanfetaminas y heroína. Como ocurrió en décadas anteriores, en los últimos años se han observado cambios en las preferencias de los consumidores y epidemias que explican los cambios y volúmenes de consumo. Entre 2006 y 2016, el consumo de cocaína, la droga que estuvo en la cúspide de la moda en las últimas décadas del siglo pasado, se redujo considerablemente de 40% a 16% del volumen total. Sin duda, la cocaína ha sido sustituida por la mariguana como la droga preferida de los estadounidenses. Y si bien hoy se produce legalmente en varios estados de la Unión Americana, esto no ocurre con la heroína o la metanfetamina, cuyos volúmenes de consumo se incrementaron en 45% y 43% respectivamente. En ambos mercados, cuyo valor ha sido estimado en 70 000 millones de dólares, desde luego figuran las organizaciones criminales mexicanas y parecen seguir teniendo una participación importante en el abastecimiento ilegal de mariguana en aquellos estados en donde el producto no ha sido aún legalizado. Para dar una idea del poder de atracción que ejerce el mercado ilegal de drogas para las organizaciones criminales mexicanas y, desde luego, de otros países, baste mencionar que sólo en 2016 los consumidores estadounidenses erogaron cerca de 146 000 millones de dólares en estas cuatro sustancias ilícitas.70
No se puede terminar de analizar las dimensiones externas de la seguridad sin abordar el tema de las armas. La vecindad con el mayor productor y el más grande exportador e importador de armamento sería suficiente para explicar la vulnerabilidad de México en este sentido. En efecto, no sólo los cambios en las regulaciones y leyes de armas de fuego estadounidenses, sino también las operaciones encubiertas desplegadas por Washington, concretamente el operativo Rápido y Furioso, vigente entre 2006 y 2011, han tenido un claro impacto en los niveles de violencia registrados en el sur de la frontera entre México y Estados Unidos.71
En las últimas décadas, dos cambios en la legislación de armas y en la política regulatoria correspondiente en el vecino del norte aumentarían de manera significativa la oferta y disponibilidad (producción más importaciones) de armas en Estados Unidos y la consecuente vulnerabilidad de México al tráfico ilegal de éstas desde ese país. El primer cambio se refiere a la expiración en 2004 de la prohibición que desde 1994 había impedido la venta de armas de asalto. El segundo fue resultado de la entrada en vigor al año siguiente, en octubre de 2005, de la legislación para la protección del comercio legal de armas, la Protection of Lawful Commerce in Arms Act (PLCAA), que redujo el espectro de posibles demandas legales en contra de la industria de armamento en Estados Unidos.72 Estos cambios en la legislación difícilmente podrían explicarse sin tomar en cuenta el poder e intenso cabildeo desplegado por la National Rifle Association (NRA), el lobby de armas en Estados Unidos.
Es cierto que el peso de la segunda enmienda y la enunciación del derecho del “pueblo” a poseer y portar armas ha sido un factor fundamental en una cultura permisiva al respecto. Pero también lo es que la NRA ha desempeñado un papel fundamental en la interpretación y ampliación del significado de este derecho. Además de erigirse en el baluarte de la segunda enmienda, en las últimas cuatro décadas ha sido un poderoso propulsor de leyes y medidas que han ampliado considerablemente el margen de acción de los proveedores de armamento. Desde los límites impuestos en 1996 a la investigación en el Center for Diseases Control and Prevention en temas de salud relacionados con la violencia armada, o la enmienda introducida en 2003 por el congresista republicano Todd Tiahrt, que prohibió a la Bureau of Alcohol, Tobacco, Firearms and Explosives (ATF) revelar información sobre rastreos de armas, hasta la expiración en 2004 de la legislación sobre armas de asalto y la promulgación, un año después, de la PLCAA, el peso de las campañas de este lobby ha sido evidente.73
El impacto combinado de estas medidas se reflejaría casi de inmediato en la producción y disponibilidad de armas en Estados Unidos. En efecto, en sólo una década, entre 1993 y 2013, el volumen prevaleciente de armas en Estados Unidos (producción y disponibilidad) aumentó de ocho millones de unidades a cerca de 14 millones. 74
Este volumen permite explicar que Estados Unidos hoy concentre el 42% del total mundial de armas en posesión de civiles y que, de acuerdo con estimaciones del Pew Research Center, 31% de los adultos de ese país posean un arma. Aunque las encuestas más recientes apuntan a un creciente apoyo a medidas de control de armas, no debe sorprender que el aumento descomunal en la oferta -conjuntamente con legislaciones que en 45 estados de la Unión Americana permiten alguna forma de portación de armas y que en 27 autorizan su uso cuando una persona considera que su vida está en peligro-, tuviese consecuencias significativas en México.75 Si bien la tendencia no ha seguido una trayectoria uniforme, como apuntamos antes, desde finales de la década de los noventa el aumento en los homicidios relacionados con armas de fuego en México resulta innegable.
El impacto de estas políticas al otro lado de la frontera de Estados Unidos con México no es difícil de imaginar. Aunque la mayor disponibilidad de armas no explica, por sí misma, la aparición y auge de organizaciones criminales violentas, no puede entenderse la intensificación de la cruenta competencia criminal sin tomar en cuenta los cambios que han tenido lugar en el mercado de armas de Estados Unidos. De hecho, los estudios que han analizado y comparado los umbrales de violencia observados en la frontera entre México y aquel país dejan ver contrastes importantes del lado de México. Por ejemplo, para el periodo 2004-2006, los municipios mexicanos al sur de California, en donde la prohibición de armas de asalto se mantuvo gracias a la promulgación de leyes locales restrictivas, arrojaron tasas de homicidio 40% más bajas que los municipios al otro lado de la frontera con Arizona y Texas, en donde la prohibición fue desmantelada.76
Ello permite explicar que, en 2007, los gobiernos de México y Estados Unidos reconocieran conjuntamente que las armas de fuego, muchas de origen estadounidense, habían azuzado la violencia del narcotráfico en México.77 La ilimitada disponibilidad de armas en el mercado del país vecino, al igual que los cambios en los ciclos de demanda de drogas ilícitas en Estados Unidos, han estado detrás de los enormes desafíos que México ha enfrentado en las últimas décadas. En efecto, la naturaleza de la problemática de su seguridad se ha visto definida, en buena medida, por la geografía. Más allá de sus propias dinámicas y desafíos, lo cierto es que la vulnerabilidad de México a los cambios en las decisiones y políticas de Washington en materia de control de drogas y seguridad ha sido extrema. Éste ha sido claramente el caso, ya sea que se considere el impacto en la organización y valor del mercado ilícito de drogas en México de decisiones como la creación de la South Florida Task Force, a principios de los ochenta, y el consecuente desvío del flujo de cocaína a territorio mexicano o bien, tres décadas más tarde, la suspensión impuesta por el presidente Obama a la oferta de opioides legales. La influencia de los cambios en la regulación de la venta de armas en Estados Unidos sobre la capacidad de fuego de las organizaciones criminales tampoco es, en modo alguno, descartable.
Reflexiones finales
Todo lo expuesto quiere decir que la arquitectura institucional que México necesita no responde precisamente a sus propias necesidades y dinámicas de seguridad, sino a la suma de sus desafíos internos y de las amenazas externas y transnacionales que emanan de su vecindad con el mayor consumidor de drogas ilícitas y el mercado más laxo de armas de fuego.
Si en la ecuación de seguridad de México el factor estadounidense ha tenido un peso decisivo, su problemática sin duda se ha agravado ante la falta de comprensión de sus orígenes y sus causas entre quienes han tenido en sus manos las decisiones. Tan nociva como la incapacidad de sucesivos gobiernos para analizar y discernir las causas de la violencia y la inseguridad ha sido la tendencia de la clase política a politizar su discusión. Aunque en materia de seguridad los dilemas han sido la nota característica de las últimas décadas y han obligado a sucesivos gobiernos a elegir entre opciones igualmente costosas, sería imposible negar que la impericia y la politización han contribuido a profundizar la crisis.
Pero el vuelco violento de México es una historia que no se entiende sin tomar en cuenta la poca o nula atención que la discusión sobre la transición a la democracia prestó al tema de la seguridad y del Estado. Durante largos años, ya décadas, no sólo esta discusión y la literatura que la acompañó ignoraron estas problemáticas, sino que, apostando a la lógica del sistema pluralista autorregulado, eludió la relación entre régimen democrático y Estado. En la práctica esto llevó a asimilar al Estado a la idea del régimen y hacer de la política y la democracia una y la misma cosa. Y como bien apunta Foweraker,78 una vez que estos análisis tendieron a amalgamar Estado y régimen, y política y democracia, perdieron de vista las relaciones de poder que continuaron tejiéndose y reproduciéndose en las entretelas del régimen, y desde luego también su impacto en el alcance y la eficacia de la democracia.
Esto no quiere decir que la reflexión sobre cómo construir paso a paso una democracia, o la discusión sobre cómo transformar al país poco a poco, y la inquietud ante el riesgo de retrocesos no fuesen importantes. Desde luego que la preocupación por apuntalar y profundizar el sistema democrático que la sociedad mexicana había logrado conquistar era oportuna y legítima. Pero la ausencia de una reflexión más profunda sobre la trama de las dinámicas y relaciones de poder que se gestaban detrás de estos procesos tiene particular relevancia porque coincidió con un momento crítico en la historia del país. Es claro que no es fácil discernir todos los factores y dimensiones de la crisis de seguridad y de violencia que hoy cimbran a México, pero poco hace falta para reconocer que la falta de atención a la relación entre Estado y democracia, y a las sinuosas relaciones de poder detrás de estas dinámicas, se tradujo en una incapacidad total para percatarnos de la embestida del narcotráfico.