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Gaceta médica de México

On-line version ISSN 2696-1288Print version ISSN 0016-3813

Gac. Méd. Méx vol.140 n.1 Ciudad de México Jan./Feb. 2004

 

Revisión de libros

 

Una ruta hacia la ciencia, la preparación de un científico*

 

A Route Toward Science, The Preparation of a Scientist

 

Hugo Aréchiga–Urtuzuástegui**

 

Premio de la Academia Nacional de Medicina a la mejor obra científica 2003.

* División de Estudios de Posgrado e Investigación, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México.

 

Acaecido el día 15 de septiembre del 2003 en Estambul, Turquía.

 

Debo empezar por reconocer las muchas coincidencias que tengo con el autor de este libro. Hemos colaborado en labores editoriales, en proyectos docentes y en la autoría de libros, y hemos discutido ampliamente sobre temas científicos, sosteniendo por lo común opiniones similares. De manera especial, reconozco su inquietud por impulsar el interés por la ciencia entre nuestros jóvenes, mantenido en una larga trayectoria científica y docente. Por ello cuando me anunció su propósito de escribir este libro, no tuve ninguna duda de la oportunidad de su proyecto ni de su capacidad para realizarlo. Empezaré por destacar la oportunidad y a lo largo de estos comentarios quedará clara la capacidad del autor.

El propio Benítez se pregunta ¡para qué un nuevo libro sobre este tema?. Ya en la magnífica bibliografía que presenta, está claro que el asunto ha sido abordado con gran propiedad por líderes conspicuos de la comunidad científica internacional, a lo largo de más de un siglo. ¡Por qué ahora y en un país como México?. En primer lugar, el joven mexicano del siglo XXI, es diferente al de la España decimonónica de Santiago Ramón y Cajal, o al de la Inglaterra de Peter Medawar, hace un cuarto de siglo, y muy distintos son también los retos que debe enfrentar. Cajal ofrece sus consejos a un joven idealista, al que alienta a realizar una vocación de investigador solitario, responsable sólo ante su conciencia y orienta su elocuente argumentación a fortalecer la voluntad de trabajo y de superación en un ambiente altamente disipativo. Medawar por su parte, se dirige a futuros líderes en el campo de la ciencia, en una sociedad industrializada, en la que no se cuestiona el papel del conocimiento como motor de la sociedad.

Pero si bien son grandes las diferencias del México de este siglo, con los países desarrollados en el siglo pasado o la España del antepasado, hay también aspectos comunes. Desde luego, las cualidades propias del científico y los rasgos definitorios de la ciencia son hoy y aquí los mismos que entonces en Europa, y Benítez trata con gran claridad este tema. El motor de la ciencia sigue siendo la fascinación por lo desconocido, pero la praxis científica es actualmente menos romántica que antaño, y mucho más profesional. Además, la investigación resulta cada vez más costosa, y por ello el científico debe desarrollar habilidades especiales para allegarse los recursos necesarios. El discurso adquiere matices diferentes en cada sociedad. En México, se trata fundamentalmente del apoyo gubernamental, siempre insuficiente pero todavía predominante, ya que la sociedad mexicana aún no acaba de comprender a la ciencia, que es el recién llegado a nuestra cultura. Se aquilata la importancia de la tecnología, y aún la de la ciencia que la subyace, pero en algunos sectores aún resuena con tonos aprobatorios la vieja frase de Unamuno, "que inventen ellos", aludiendo a los países ya industrializados. Aún estamos lejos de generar una visión del mundo basada en la ciencia, y hay poco interés en asumir el costo de producirla. Nos encontramos en un lento tránsito de la visión mágica del mundo, heredada de antiguas culturas, a la actual visión racional, fundada en el conocimiento científico. La propia imagen que la sociedad tiene del científico, aún oscila entre la visión prometéica del titán generoso, que arranca sus secretos a la naturaleza para entregarlos a la humanidad necesitada y la del doctor Frankenstein, incapaz de controlar los impulsos destructivos de su criatura. Recién empieza a aceptarse al científico profesional, creativo pero disciplinado, experto en su área de trabajo, pero no necesariamente más culto o más sabio que otros miembros de la sociedad; centrado en su trabajo, pero no por ello enajenado ni excéntrico; objetivo y preciso, pero no por ello frío o inhumano; inteligente pero no necesariamente genial; crítico pero constructivo. Si bien la ciencia, como cualquier otra actividad creativa, requiere de una gran dosis de dedicación y de especialización, tampoco es incompatible con una vida activa en el entorno familiar, institucional o social. Muchos científicos son además excelentes maestros y valiosos miembros de las comunidades en que se desenvuelven.

Al faltar una visión social del papel de la ciencia entre nosotros, carecemos de los grandes programas de filantropía operantes en otros países, y las empresas mexicanas aún no generan espacios atractivos para la investigación científica, y aún en círculos gubernamentales, es necesario insistir de continuo para que no se reduzca la inversión económica necesaria para mantener el aparato productor de conocimiento, ya de suyo modesto. Todos estos son retos formidables para el investigador en un país como México, que se añaden al de hacer ciencia.

Dada la escasez de científicos en México, y a pesar de programas de acercamiento con ellos, como el" Verano de la Investigación Científica' que desde hace más de un decenio viene ofreciendo la Academia Mexicana de Ciencias, es poco probable que el joven lector de este libro haya tenido la oportunidad de conocer a un científico durante sus cursos escolares. Por ello no está de sobra destacar los muchos rasgos comunes que tiene el científico con otros profesionales del conocimiento. La diferenciación vocacional y la formación del etos propio de la ciencia vendrán como consecuencia del trabajo sostenido e intenso. Ya Cajal sostenía que el genio no es otra cosa que la atención intensiva y prolongada a la solución de problemas, y es bien conocida la expresión de Edison sobre que la creación científica es 5% de inspiración y 95% de perspiración.

¡Es posible sostenerse con los ingresos económicos de un científico?. Esta ha sido una duda legítima y poderosa, que ha arredrado a más de un candidato a científico. La antigua noción del sabio que según Calderón de la Barca, sólo se sustentaba de las hierbas que cogía, hace tiempo que fue erradicada por la profesionalización misma de la ciencia, pero aún subsiste en la imaginación popular y no es raro que brote la angustia en el seno familiar ante la perspectiva de que el hijo con un futuro profesional promisorio, exprese su intención de dedicarse a la ciencia. Pero ya no hay razón para tal alarma, como afirma Benítez, "la investigación científica es ya una profesión reconocida", y efectivamente, el papel del científico en la escala laboral es ya el equivalente al de un profesionista altamente calificado.

Pero como mencioné párrafos atrás, ello no significa que se aquilate cabalmente la importancia del científico. La sociedad mexicana entiende la necesidad de profesionistas y quizá la de artistas, pero no la de científicos. En este libro, Benítez explica el papel del científico en términos generales, válidos para cualquier país, pero aún sigue patente la pregunta, ¡hacen falta en México ciencia y científicos?. En países como el nuestro, en los que no existe la fuerte demanda industrial o social de un sistema de generación de conocimiento, en los que la fuente de riqueza, más que el ingenio ha sido el trabajo mal remunerado, el científico tiene como principales destinatarios de su trabajo a los miembros de su propia comunidad académica o institucional, es decir a sus colegas o alumnos, y ello no le procura jugosos ingresos. Quizá por eso, la incidencia defraudes en nuestra comunidad científica es menor que en los países más desarrollados, donde está alcanzando proporciones tan alarmantes que impulsó a Benítez a dedicar todo un capítulo al tema.

La mayor aplicación de la ciencia entre nosotros está en la contribución a formar una sociedad abierta a la importancia del conocimiento; es decir, el espacio de acción está en las instituciones educativas, pero su mira ya tiene también otros rumbos y los frutos de la ciencia sirven a la sociedad entera. Tanto los gobiernos, como los empresarios y los diversos sectores de la sociedad, deben ser los destinatarios del mensaje del científico, que habrá de persuadirlos de que la mejor esperanza de alcanzar un desarrollo satisfactorio está en apoyarse en el conocimiento. Aún hay mucho trabajo que realizar en este camino, y hay quienes no consideran que los beneficios de producir conocimiento compensen los costos que ello acarrea. Quizá la respuesta más elocuente a la pregunta de ¡cómo se justifica el costo de la ciencia en un país pobre?, está en otra pregunta ¡cuál es el costo de no tener ciencia?. No hay duda de que ningún país rico tiene una ciencia pobre, y ningún país pobre tiene una ciencia desarrollada. En una época se consideró que ello sólo indicaba que los países prósperos son los únicos que pueden aplicar excedentes de su riqueza a actividades como la investigación científica. Pero al paso del tiempo también se ha demostrado que el conocimiento genera riqueza; no es fortuito que en los países más industrializados, las empresas privadas inviertan más en investigación y desarrollo que los propios gobiernos. Desde luego, no lo hacen por afán filantrópico, sino por la convicción de que la competencia en el mundo empresarial gratifica a quien logra incorporar el mayor valor agregado a sus productos, y es el conocimiento la fuente más importante de ese valor. Así, las naciones o las empresas que no producen conocimiento están condenadas a la pobreza y a la dependencia en el mundo global e interdependiente de hoy.

Hacen falta muchos científicos comprometidos en la tarea de transformar a la sociedad mexicana, de consumidora pasiva de conocimientos generados en otras latitudes en activa productora y asimiladora de conocimiento. En la aspiración, hoy ya universal de transitar hacia una sociedad del conocimiento, México necesita multiplicar sus cuadros científicos, aprovechar lo mejor del conocimiento para enriquecer la calidad de las decisiones en las diversas áreas de su desarrollo, y la de sus productos en todos los órdenes del quehacer social.

Pero esta legítima y necesaria aspiración enfrenta formidables obstáculos. Uno de ellos está en la propia actitud de los futuros científicos. Si la sociedad aún tiene una imagen distorsionada del científico, esa es la misma que suele tener el propio joven aspirante a convertirse en científico. Sus dudas existenciales son así más profundas que las de sus homólogos en países más desarrollados. Por otra parte, tampoco hay consenso en lo que significa ser un científico y el propio Benítez cita la opinión de Arturo Rosenblueth a propósito de que más que científicos, con una imagen integral de la ciencia, hay individuos interesados y hasta apasionados y capaces de ejercer en un campo especializado este "arte de lo soluble", como calificara Medawara la ciencia, así, un buen matemático, puede tener poco en común intelectualmente, con un buen biólogo o economista, de la misma manera en que un poeta o un pintor pueden tenero no una concepción del arte en términos generales, y en ambos casos, el interés por los aspectos generales de la ciencia o del arte pueden no ser del interés de científicos o artistas. Se atribuye nada menos que a Richard Feynman, uno de los grandes de la física de todos los tiempos, el afirmar que la filosofía de la ciencia es tan útil al científico, como la ornitología al canto del pájaro, y se acepta que el método para hacer ciencia es el que más apropiado resulte para resolver un problema en particular. De hecho, ésta es la postura de Benítez, cuando, en solidaridad con Popper, niega la existencia del método científico y afirma que quienes han escrito sobre este tema, simplemente han recapitulado sobre los pasos que siguieron para resolver un problema, sin que necesariamente hubieran planeado seguirlos. Sin embargo, reconoce que la creación científica culmina en la confrontación del nuevo conocimiento, con la realidad externa que describe. Ello distingue al conocimiento científico de otros productos del intelecto y lleva implícita la existencia de un método propio para generar y validar el conocimiento científico. Así, Benítez lo incluye en la excelente caracterización que ofrece de la ciencia, a propósito de la definición misma de ésta, reconociéndola como dotada de "procedimientos comprobables objetivos", que constituyen lo que suele aceptarse como "el método científico".

Comparto con el autor su preocupación por las confusiones tan comunes de los productos de la ciencia con los de elaboraciones pseudocientíficas, que se infiltran en el edificio de la racionalidad, introduciendo elementos mágicos y supersticiones que confunden a la sociedad y a los que el joven científico debe evitar. Ser científico es mucho más que dominar un procedimiento para obtener conocimiento comprobable. Implica también poseer una visión del mundo fundada en la ciencia y en la razón. El asunto no es trivial, el debate que se está dando estos días en EEUU sobre la compatibilidad de ser científico mientras se es también creacionista, ilustra las dificultades de establecer apropiadamente los límites de la ciencia.

Coincido con el poco aprecio que muestra Benítez por el valor de los cursos sobre metodología de la investigación científica, cuando se les ofrece como sustitutos del adiestramiento formal en proyectos de investigación, considerándose que basta tomar un taller de investigación para obtener la preparación como científico. Sin embargo, también hay que reconocer que el adiestramiento tutelar del científico descuida a menudo aspectos formales sobre el quehacer investigativo y esa carencia crea la demanda para estos cursos y talleres.

¡Cómo debe organizarse la preparación de un científico?. Desde luego, hay consenso universal en aceptar que el científico se forma en la realización de un proyecto definido de investigación, al lado de un tutor con la experiencia necesaria. Pero hasta ahí llega el consenso. El instrumento escolar que garantiza la formación del científico suele ser el programa de doctorado en ciencias y la estructura de los programas doctorales varía ampliamente. Instituciones hay que exigen gran número de cursos formales, otras sólo la preparación de una tesis, y algunas han sustituido a la propia tesis por la publicación de artículos de investigación en revistas acreditadas. Los argumentos para defender las diversas estructuras de los programas doctorales son muy variados; quienes se oponen a los cursos formales destacan la distracción que producen en detrimento de la concentración del estudiante en su trabajo de investigación. Quienes los defienden, subrayan la necesidad de darle al científico una base más sólida y un panorama más amplio que el que pueda proporcionarle el mero trabajo práctico al lado del tutor. Desde luego, en un país como el nuestro, con diferenciación social apenas incipiente, como ya revisamos, el científico, además de experto en un campo del conocimiento, debe ser activo difusor de la ciencia y efectivo expositor de su importancia social, lo cual destaca claramente Benítez. Debe contribuirá generar la imagen que la sociedad debe tener de la ciencia y de sus potencialidades. Si aún en países con mayor tradición científica subsiste la marginación de la ciencia en los espacios reservados a la vida cultural, no sorprende que entre nosotros ese foso que describió C.P. Snow hace casi medio siglo entre los científicos y los humanistas, sea mucho más profundo. Desde luego, cada institución educativa debe encontrar el equilibrio adecuado en sus programas para preparar el tipo de científico que resulte más necesario para impulsar la ciencia en la institución y en la sociedad.

También comparto con Benítez su preocupación por la fascinación que ejercen las técnicas novedosas sobre los jóvenes, con el riesgo de que mas que en el cultivo del espíritu científico, ocupen el tiempo en el adiestramiento en el manejo de un equipo costoso o de una técnica novedosa, que al poco tiempo serán obsoletos; ello además, en cierta forma, es reflejo de una corriente común que tiende a equiparar la calidad de la investigación con la complejidad del equipo empleado para hacerla. Desde luego, la altura de un científico está dada por la de los problemas que lo ocupan, y bien se dan casos de contribuciones fundamentales realizadas con medios modestos, pero tampoco olvidemos que la precisión para resolver estos problemas depende de los métodos empleados para ese propósito. El investigador interesado en grandes problemas, sin métodos apropiados para abordarlos, será tan estéril, como intrascendente es el que sólo se ocupe de los pequeños problemas accesibles a métodos imprecisos. El triunfo está reservado para quienes logran armonizar la máxima altura científica del problema que habrán de resolver, con los medios más precisos accesibles para lograrlo, y que no siempre son los más costosos. Aún cuando antiguo, conserva vigencia el ejemplo de Cajal. Ningún histólogo de su tiempo se planteó una tarea tan ambiciosa como la de caracterizar las funciones del sistema nervioso en términos de la estructura de las unidades que lo constituyen, pero ninguno dispuso de técnicas tan finas, precisas y rápidas como las que creó Cajal, a muy bajo costo económico. Desde luego, para el investigador que realiza su trabajo con escasos medios, un aprendizaje fundamental es el de resolver problemas con el mínimo de infraestructura y en un ambiente poco propicio. En los países poco desarrollados, todo investigador es un sobreviviente, capaz de realizar una obra entre limitaciones de toda índole. Sin embargo, tampoco debe exagerarse la magnitud de las limitaciones. En México, como bien se asienta en el libro, ya hay instituciones bien organizadas y dotadas de lo necesario para estar a la vanguardia, tanto en lo intelectual como en lo metodológico.

Es particularmente grato el capítulo dedicado a la comunicación de la ciencia, que bien refleja la maestría del autor en ese tema, tan importante para el científico actual, que además de un efectivo productor de conocimiento, debe ser un activo expositor de los resultados de su labor. Debe saber competir exitosamente en el complejo espacio de las publicaciones científicas. Ya quedó atrás el reconocimiento al científico inédito, que con excesiva autocrítica se rehusaba a publicar sus resultados en tanto no lograra formular una contribución fundamental. Hoy aceptamos que el gran edificio de la ciencia se construye con los pequeños bloques de numerosas contribuciones individuales.

Un mérito adicional de este libro es su tono generalmente optimista hacia la ciencia. Es común que el científico en un país de escaso desarrollo, maneje un doble discurso, con un entusiasmo desbordante cuando describe su quehacer personal y los temas de su interés en el mundo del conocimiento, es entonces un catequista formidable, capaz de contagiar su vocación a los jóvenes que lo escuchen. Pero cuando trata del entorno social de la ciencia, su discurso se hace pesimista, la magnitud de los obstáculos que se le oponen crece desmesuradamente y su visión del futuro llega a cobrar tonos apocalípticos, capaces de desalentar a cualquier joven interesado en dedicarse a la ciencia. La imagen de la ciencia que proyecta Benítez, es serena y justa, como una empresa abierta a todos, y sin obstáculos infranqueables; en la que cada quien podrá encontrar su lugar. Tampoco toma partido entre la ciencia pura y la aplicada y termina considerándolas como espacios complementarios, que comparten estructuras conceptuales pero difieren en la orientación de proyectos y de resultados. Una está comprometida solamente con la generación de conocimiento, la otra con la de bienestar. La tesis central es que la ciencia es una sola y que es común que quien se inició en ella motivado por resolver algún problema de orden práctico, termine haciendo contribuciones conceptuales, y quien se inició en aspectos teóricos llegue a realizar desarrollos tecnológicos de utilidad social o comercial. De hecho, en los países más industrializados, la distancia entre la generación de un conocimiento y su aplicación comercial es cada vez más corta y el mismo investigador da a conocer sus resultados en revistas de corte académico, y solicita patentes para explotar comercialmente sus productos. Por ello, no llama la atención la ausencia de mención en el libro, de los conflictos entre científicos y tecnólogos en los espacios universitarios, o los de científicos con los sociólogos de las ciencias, generadores de las guerras de las ciencias, que tanta notoriedad han alcanzado en tiempos recientes, sobre todo en comunidades anglosajonas. Las coincidencias entre estos grupos están ya superando a sus diferencias.

Espero que este libro, breve y elocuente, logre estimular vocaciones latentes y encauzar mejor las ya definidas. La dedicación a la ciencia es presentada como una opción viable, accesible y recomendable. De hecho, ello refleja la opinión generalizada entre los miembros de la comunidad científica, que aún en sociedades poco propicias para el quehacer científico, ante la pregunta de si volverían a escoger el camino de la ciencia, de tener nuevamente la opción, en resonante mayoría suelen responder en términos afirmativos. Y que bien que sea así. México necesita de científicos. No estamos preparando tantos como los que requerimos para nuestro desarrollo, ni nos es dable importarlos, como hacen países con mayores recursos. Entre nosotros se pierden por millares las vocaciones de jóvenes que pudieron devenir en científicos creativos, pero que por desconocimiento, en la etapa apropiada de su formación, sobre lo que es la ciencia y lo que significa dedicarse a ella, tomaron otros rumbos, en profesiones en las que quizá no lograrán las satisfacciones que pudieron haber recibido del quehacer científico. Por ello es tan plausible el propósito del autor de este libro, que aspira a darle al joven los "asideros sólidos para evitar las claudicaciones propias de la inexperiencia". Esperemos que logre ese noble fin.

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