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Crítica (México, D.F.)

Print version ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.47 n.139 Ciudad de México Apr. 2015  Epub Feb 20, 2020

 

Estudios críticos

Prácticas, contextos y racionalidad epistémica: un estudio crítico sobre historia, prácticas y estilos en la filosofía de la ciencia. Hacia una epistemología plural, de S. Martínez, X. Huang y G. Guillaumin (comps.)

María de la Concepción Caamaño Alegre1 

1Departamento de Filosofía, Universidad de Valladolid mariac@fyl.uva.es

Martínez, Sergio; Huang, Xiang; Guillaumin, Godfrey. (comps.), Historia, prácticas y estilos en la filosofía de la ciencia. Hacia una epistemología plural. Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa/División de Ciencias Sociales y Humanidades/Porrúa, México: 2011. 356p.


La obra compilatoria que Sergio Martínez, Xiang Huang y Godfrey Guillaumin nos presentan bajo el título Historia, prácticas y estilos en la filosofía de la ciencia. Hacia una epistemología plural incluye doce contribuciones que constituyen los correspondientes capítulos. En dos casos se trata de aportaciones ya publicadas previamente, que aparecen aquí traducidas al castellano, mientras que en el resto se ofrecen trabajos inéditos. Ambas traducciones, incluidas tras el capítulo introductorio, sirven como fuentes de referencia en muchos de los demás capítulos, al proporcionar una muestra representativa de los enfoques desarrollados por dos de los filósofos más influyentes en el de estudio de las prácticas científicas: Stephen Turner y Joseph Rouse.

Como suele ser habitual en los textos compilatorios, difícilmente puede reconocerse una estructura que sistematice los contenidos, a pesar de que en la introducción se distingan dos partes (cfr. p. 54), una con mayor grado de generalidad y amplitud en el enfoque, la otra con trabajos más específicos centrados en la estructura de aquellas prácticas de especial relevancia para la filosofía de la ciencia. Quizá por la excesiva vaguedad de la anterior distinción, ésta no se ha plasmado siquiera en el índice de la obra. En cualquier caso, según se indica en la introducción, en la primera parte, además de los estudios de Turner y Rouse, encontramos los de Godfrey Guillaumin, Xiang Huang y Ricardo Vázquez, mientras que las seis contribuciones restantes conforman la segunda parte. Dado que la propia introducción proporciona un extenso tratamiento del floreciente campo de estudio de las prácticas científicas dentro de la disciplina, se analizará y revisará críticamente en primer lugar el capítulo introductorio, para pasar a comentar después los trabajos compilados.

Como el título de la introducción sugiere, Sergio F. Martínez y Xiang Huang, pretenden en ella reflexionar sobre lo que supondría una filosofía de la ciencia centrada en las prácticas. A modo de consideración general, señalan que tal filosofía debería atender no sólo a la racionalidad teórica involucrada en la evaluación de teorías científicas, sino también a la racionalidad práctica operante en la evaluación de acciones integradas en patrones de conducta. Añaden que el proyecto filosófico en torno a las prácticas tendría que reconocer la importancia de la pluralidad teórica y práctica en ciencia, frente al énfasis tradicional desde el cual se destaca el valor de la unidad en ambas dimensiones. Las dos principales tesis que tratan de defender se encuentran estrechamente interrelacionas (cfr. p. 9). De acuerdo con la primera, la elucidación filosófica del conocimiento científico requiere atender no sólo a la dimensión teórica de la ciencia, sino también a las prácticas científicas en cuanto dimensión interna al propio conocimiento. La segunda tesis, en clara discrepancia con lo asumido desde ciertas corrientes constructivistas, afirma el carácter epistémico de la práctica científica, que obligaría por tanto a un estudio epistemológico de ésta. Ambas tesis se oponen a lo que ellos denominan “el argumento de la irrelevancia de las prácticas en la filosofía de la ciencia” (p. 11), que reconstruyen a partir de tres premisas: 1. la filosofía de la ciencia se centra en la estructura normativa epistémica explicativa del conocimiento científico como guiado por criterios racionales; 2. dicha estructura normativa puede reducirse a normas para evaluar la relación entre teoría y evidencia, entendiéndose tal relación como formalizable y evaluable con independencia del contexto; 3. las prácticas involucran normas no formalizables ni concernientes a la relación entre teoría y evidencia. En conclusión, las prácticas resultarían irrelevantes en la explicación del conocimiento científico, pues su papel se reduciría a la generación de evidencias y aplicaciones para las teorías.

Martínez y Huang consideran correctas y ampliamente aceptadas las premisas 1 y 3, por lo que se centran en 2 como punto principal de desacuerdo entre los defensores y detractores de una filosofía de la ciencia centrada en las prácticas. Los segundos rechazarían la idea de que el contexto de descubrimiento posea relevancia alguna para explicar la normatividad epistémica en ciencia. En el resto del primer apartado introductorio se destacan ciertos intentos pioneros de reivindicar la función normativa de las prácticas. Se hace referencia, en primer lugar, a la polémica entre Rudolf Carnap y Otto Neurath, quien sostenía la intraducibilidad de las distintas jergas científicas especializadas a un lenguaje formal libre de toda ambigüedad y vaguedad. Se subraya, también, la importancia de Ludwik Fleck, crítico del intento de reducir la metodología médica a reglas formales e impulsor del análisis en términos de estilos de pensamiento, así como la de Michael Polanyi, cuyo énfasis en el conocimiento tácito implica el reconocimiento de aspectos cognitivos inextricablemente unidos a las prácticas e irreductiblemente pragmáticos.

Tras la reivindicación inicial de la importancia de las prácticas para la filosofía de la ciencia, Martínez y Huang dilucidan cómo debería abordarse la cuestión de la objetividad del saber desde una filosofía de la ciencia no basada en teorías. Previamente repasan algunas propuestas filosóficas que, a su juicio, habrían contribuido a desviar la atención de las teorías científicas, dirigiéndola, en cambio, a las prácticas científicas. Se trataría de propuestas que, desde muy diversas coordenadas filosóficas, plantearían ciertos retos a la noción tradicional de objetividad manejada por los empiristas lógicos. El origen empírico de la objetividad de las normas formales defendido por Quine, la imposibilidad de realizar observaciones teóricamente neutrales sostenida por los filósofos historicistas, la importancia del conocimiento práctico en ciencia patente en la noción kuhniana de ejemplar, el cuestionamiento de la distinción entre lo natural y lo social desde la sociología de la ciencia, todo ello habría terminado por conducir a una profunda revisión del concepto de objetividad científica. En la introducción se propone una posición moderada, desde la cual se reconozca el carácter contextual de una normatividad epistémica basada en las prácticas (cfr. p. 29). Con posterioridad a los años setenta, los sociólogos de la ciencia habrían superado la distinción interno (epistemológico)/externo (sociológico) y, con ello, la tendencia a reducir la fuerza normativa a las relaciones lógicomatemáticas entre teoría y evidencia. Si desde una filosofía de la ciencia centrada en teorías se asume que aquélla puede desarrollarse haciendo abstracción de la constitución material de la ciencia, desde la filosofía de la ciencia basada en las prácticas se entiende que la consideración de dichos constituyentes resulta esencial en la explicación de la objetividad científica.

Entre los determinantes materiales de la ciencia estarían los agentes y sus mutuas interacciones, los modos de intervención experimental de los que dependen los sistemas de representación, los medios instrumentales y tecnológicos o la distribución de la cognición en distintas unidades de aplicación. Según la interpretación de Kuhn sugerida por Joseph Rouse y compartida por los compiladores, la intervención y la manipulación se tendrían en cuenta como recursos explicativos de la investigación científica, inspirando con ello a filósofos posteriores como Ian Hacking o Nancy Cartwright. El tipo de estudio filosófico resultante sería de índole naturalista, al requerir la caracterización de las prácticas una aproximación empírica.

Los dos últimos apartados de la introducción se dedican a argumentar en favor de la plausibilidad de una filosofía de las prácticas científicas y a presentar los trabajos incluidos en la antología. Apoyándose en la obra de Martínez (2003), se defenderá la necesidad de atender a la estructura normativa que se hallaría implícita en las prácticas científicas. A este fin, y con la intención también de responder a las críticas de Stephen Turner, seguirán dos líneas de argumentación (cfr. p. 40): desde la primera, se argumenta que el concepto de práctica es indispensable en epistemología de la ciencia debido a su valor explicativo en relación con la normatividad epistémica; desde la segunda, se enfatiza que sólo recurriendo al concepto de práctica es posible modelizar adecuadamente la racionalidad científica. Ciertas normas implícitas estarían socialmente articuladas en prácticas, por lo que, asimismo, sólo aplicando el concepto de práctica podría explicarse el carácter social de la cognición.

Martínez y Huang se proponen desarrollar una epistemología naturalizada social dentro de la cual el concepto de práctica permitiría explicar el papel epistemológico de elementos cognitivos socialmente estructurados, así como el carácter situado de la cognición constatado desde las ciencias cognitivas. La conducta cognitiva de los seres humanos no se regiría únicamente por reglas formales, sino que a menudo intervendrían reglas heurísticas sensibles al contexto. Al contrario de lo que se mantiene desde la epistemología mínima social de Philip Kitcher, los saberes cómo (capacidades de intervención, experimentación, etc.) no resultarían explicables apelando primordialmente a los individuos como sujetos de conocimiento. Los aspectos colectivos de las prácticas científicas no se identificarían con una mera agregación de prácticas individuales, ni, según los estudios provenientes de las ciencias cognitivas, el saber cómo podría ser reducido al saber qué.

Un posible intento de superar la disyuntiva entre la concepción algorítmica de la racionalidad y el relativismo extremo consistiría, según señalan los compiladores, en adoptar un punto de vista instrumentalista. Conforme a éste, la elección racional entre teorías se realizaría aplicando normas acerca de la adecuación de cierta teoría como medio para alcanzar determinados fines epistémicos. La aparente plausibilidad de esta posición intermedia escondería, no obstante, dos graves deficiencias: reduciría el alcance de la racionalidad científica al ámbito de la elección entre teorías y obviaría el carácter contextual, vinculado a la práctica, de las normas de adecuación de medios a fines. Más concretamente, se estaría pasando por alto que los sistemas representados por las teorías se integrarían en sistemas tecnológicos en los que conviven modelos, instrumentos, condiciones materiales para evaluar predicciones, etcétera.

En las últimas décadas, la dependencia de la objetividad con respecto a factores irreductiblemente prácticos se habría puesto de manifiesto desde distintos frentes. Prueba de ello son la racionalidad acotada que defiende Herbert Simon, la historiografía de las prácticas científicas propuesta por Peter Galison, la intervención del contexto de descubrimiento en el de justificación subrayada por Thomas Nickles o la necesidad de recurrir a prácticas específicas para el desarrollo de habilidades implícitas detectada por Edwin Hutchins. Como conclusión, se apunta que a los factores pragmáticos aludidos debe reconocérsele carácter epistémico.

El último escollo al que se alude en la introducción, como dificultad a abordar desde una filosofía de las prácticas científicas, es el rechazo del concepto de práctica por parte de S. Turner, quien se refiere a toda una serie de problemas, desde la infradeterminación y opacidad de las explicaciones causales de las prácticas, hasta el problema de la uniformidad, transmisión y modificación de éstas. Fuera de la consideración de las prácticas como hábitos individuales, no existe, a juicio de Turner, una explicación de aquéllas que satisfaga los requisitos naturalistas de accesibilidad científica a los elementos del explanans. En respuesta a las críticas de Turner, Martínez y Huang cuestionan su concepción centrada en el vínculo causal entre estados mentales y acciones manifiestas, señalando que las prácticas pueden entenderse como la articulación de estructuras heurísticas establecidas en contextos específicos y planificados de acciones. Evitando el sesgo causal reduccionista de la aproximación de Turner se evitarían igualmente las principales dificultades que éste plantea. Frente a dicho reduccionismo, los compiladores subrayan el carácter ecológico de los mecanismos cognitivos, ya ampliamente estudiado desde la psicología evolucionista. A su entender, las prácticas, más que transmitirse, se construirían a partir de un marco objetivo de capacidades biológico-cognitivas desplegadas socialmente por medio de artefactos e instituciones.

Martínez coincide con Joseph Rouse en destacar la importancia de lo normativo como explanans de las regularidades conductuales tanto lingüísticas como extralingüísticas. Las dificultades del enfoque regularista serían comunes a la concepción de Turner (hábitos individuales) y a la de los teóricos de la práctica (hábitos ocultos colectivos). En ambos casos se apelaría a ciertas realidades psicológicas cuya uniformidad no llegaría a explicarse satisfactoriamente. La pragmática discursiva y epistémica permitirían evitar la circularidad viciosa que supone explicar una regularidad a partir de otra, dando cuenta de las regularidades, en cambio, en términos de prácticas entendidas como procesos normativos.

A pesar del valioso esfuerzo en la sistematización del tratamiento filosófico de las prácticas científicas, el enfoque de Martínez y Huang adolece de ciertas deficiencias, tanto argumentativas, como relativas a la fundamentación histórico-filosófica de su planteamiento. El tipo de dificultades que se señalarán parecen, no obstante, una constante en el cuerpo de literatura filosófica que se ha ido consolidando en torno a la vertiente práxica de la ciencia, como se aprecia en muchas de las contribuciones recogidas en la compilación. Empezando por los problemas de fundamentación o “anclaje” filosófico de las principales nociones empleadas, cabe destacar la casi completa falta de contextualización histórico-filosófica de algunas de las más centrales, como las de práctica, estilo, racionalidad práctica, normatividad o conocimiento práctico entre otras. Si bien en el caso de las dos primeras es posible encontrar aproximaciones esclarecedoras respectivamente en los capítulos noveno y décimo, el resto de ellas se mantienen en una constante indefinición a lo largo de toda la obra compilatoria. No llega a aclararse, por ejemplo, la distinción entre razón teórica y razón práctica, ni a tomarse en consideración cómo tal distinción se tematiza en el pensamiento aristotélico y kantiano. En este sentido, llama la atención que, a excepción de la contribución a cargo de Javier Echeverría y J. Francisco Álvarez, en ninguna parte del texto se hace referencia a Nicholas Rescher, a pesar de que este autor representa una referencia obligada en el campo, al haber dedicado gran parte de su prolija producción filosófica al estudio de las prácticas científicas. La perspectiva desarrollada por Rescher, no sólo se halla enraizada en la argumentación kantiana en favor de la primacía de la razón práctica frente a la razón teórica, sino también comprometida con una revisión de la herencia kantiana desde una perspectiva pragmatista (Rescher 1992, pp. xiii-xiv, 1993, pp. 246-249, 2004, pp. 43-44). Según este autor, la preeminencia de la razón práctica, debida al papel de la acción como base de la justificación de creencias y fines, no impediría que se diese una suerte de complementariedad entre ambas esferas, la teórica y la práctica. Gran parte de los problemas abordados por Martínez y Huang en la introducción, desde la práctica como fuente de normatividad y garantía de objetividad a la caracterización de una filosofía de la ciencia centrada en las prácticas, son abordados en detalle dentro de la propuesta de Rescher, cuya vertiente metafilosófica se explicita en su obra A System of Pragmatic Idealism (1994).

Otra de las nociones insuficientemente contextualizadas es la de conocimiento práctico, como contrapuesto al teórico. Aquí, de nuevo, se echan en falta referencias a autores clave en la elucidación de la noción en cuestión. Aunque en la introducción se menciona la diferencia entre saber cómo y saber qué (cfr. p. 47), la mención se realiza sin aludir a Gilbert Ryle, ni al modo en que él la establece (cfr. 1949, capítulo II). Nuevamente se prescinde de la claridad arrojada al tema por autores de referencia obligada. Se ignora, por tanto, el énfasis de Ryle en la preeminencia epistémico-ontológica de las prácticas frente a la teoría, al igual que su tesis de que no toda acción inteligente requiere la ejecución adicional de operaciones intelectuales de carácter proposicional, como se habría transmitido a través de la leyenda intelectualista basada en el “fantasma de la máquina”. Pasar por alto las aportaciones de Ryle no sólo supone obviar una aproximación históricamente importante a la distinción entre saber teórico y práctico, sino también dejar al margen algunas ideas que conservan gran vigencia, como la diferenciación entre hábito y saber cómo, establecida a partir de la intencionalidad, la voluntariedad y necesidad de entrenamiento de éste, o la tesis de que lo esencial en la acción inteligente es su posibilidad de ser modificada atendiendo a acciones previas.

En el plano argumentativo, la introducción también presenta ciertas dificultades, algunas igualmente relacionadas con la falta de atención a desarrollos filosóficos realizados hace ya décadas. También de nuevo, algunas de las limitaciones detectadas en el capítulo introductorio se presentan en muchos de los otros. Se insiste, por ejemplo, en que la distinción entre el contexto de justificación y el de descubrimiento derivó en una restricción de la filosofía de la ciencia al estudio del primero. Sin embargo, en ninguna parte de la compilación se caracterizan con precisión ambos contextos, y, lejos de problematizarse la distinción, es asumida para a continuación reivindicar que se potencie el estudio filosófico del contexto de descubrimiento. A este respecto cabe formular dos objeciones, una relativa a la falta de claridad conceptual en la remisión a dicha distinción y otra referente a la falta de adecuación empírica de la asunción implícita de que la filosofía de la ciencia continúa relegando la consideración del contexto de descubrimiento a un plano marginal. Para la clarificación conceptual de la distinción entre ambos contextos, hubiese sido útil recurrir al análisis que Paul Hoyningen-Huene realiza en su artículo “Context of Discovery and Context of Justification” (1987), donde se diferencian hasta seis modos distintos en los que se ha entendido la anterior dicotomía. Paralelamente, tal diferenciación permite entender a qué se oponen los autores críticos con la distinción, como T.S. Kuhn, W.V.O. Quine, N.R. Hanson o P. Thagard. Como Hoyningen-Huene explica lúcidamente, al rechazo de la distinción entre contextos subyace la oposición a que la distinción válida entre lo normativo y lo factual se entremezcle con otras distinciones, en particular, aquellas entre tipos de procesos cognitivos, entre lo lógico y lo empírico, y por último, entre la filosofía y las disciplinas empíricas (cfr.HoyningenHuene 1987, p. 512).

En la actualidad, con todo, pocos filósofos se resistirían a aceptar que el contexto de elaboración de hipótesis (o de descubrimiento) resulte inaccesible al análisis normativo. Dado que los propios autores de la introducción pretenden destacar la vertiente normativa de las prácticas, tampoco parece que ellos mismos estén asumiendo la distinción tal y como la plantearon H. Reichenbach, R. Carnap, M. Schlick y K. Popper. Sin embargo, como se ha señalado, Martínez y Huang aplican la distinción haciendo referencia a los empiristas lógicos, lo que convierte al blanco de sus críticas en un hombre de paja. Por una parte, si la distinción se entiende al modo neopositivista, por supuesto, es criticable, ya que reduce lo normativo a lo lógico (contexto de justificación), pero la crítica sería superflua, pues sencillamente esa restricción se ha superado en la filosofía de la ciencia desde hace ya décadas. Por otra parte, si la distinción se entiende de otra manera, como contraposición entre el contexto de la práctica y el de la teoría, habría que explicitarlo claramente. Entendida de esta manera, no obstante, la contraposición tampoco se establece entre un contexto, el teórico, que monopolice la atención filosófica, y otro, el de la práctica, descuidado por los filósofos contemporáneos. Esto enlaza con la segunda objeción apuntada anteriormente, puesto que los autores de la introducción parecen pasar por alto que, desde comienzos de los años ochenta se ha venido desarrollando con fuerza el campo de la filosofía de la experimentación, así como el de las lógicas del descubrimiento (cfr.Aliseda 2004). La casi absoluta ausencia de referencias a filósofos de la experimentación como I. Hacking, F. Steinle o A. Franklin resulta especialmente chocante en una obra dedicada al estudio de las prácticas científicas. De igual modo suscita perplejidad que la premisa c) del argumento de la irrelevancia de las prácticas científicas se considere, por parte de los autores, como un hecho no controvertido y unánimemente aceptado. La premisa en cuestión establece que “las prácticas involucran una serie de factores y normas que no son modelables como relaciones entre evidencia y teoría, ni son (en los aspectos pertinentes) modelables formalmente” (p. 11). El estudio de las inferencias no deductivas (analógicas, abductivas, etc.) evidenciaría que la modelación formal sí es factible hasta cierto punto.

En el capítulo segundo de la compilación encontramos la traducción, a cargo de Ricardo Vázquez Gutiérrez y Arlen Hernández Díaz, de la introducción a Brains/Practices/Relativism (2002), obra del ya citado Stephen Turner. En dicha introducción, Turner explora la plausibilidad de la noción de práctica asumida desde la teoría social a la luz de los avances realizados desde las ciencias cognitivas y, en particular, desde el conexionismo. Si, como se entiende desde este último enfoque, cada mente es el producto de una trayectoria individual de aprendizaje y tanto los hábitos como los elementos implícitos de una cultura se adquieren dentro de esa trayectoria, entonces debería rechazarse la idea característica de la teoría social de que existen “premisas compartidas” y maneras colectivas o sociales de pensar (cfr. p. 68). Los conceptos de práctica y cultura empleados desde la teoría social dependen del concepto de hábito, por lo que cualquier reinterpretación de éste obligará a reconsiderar aquéllos. En general, los conceptos teóricos de las ciencias sociales, como ocurrió con el de “actitud”, tendrían que volver a examinarse para comprobar su mayor o menor coherencia con los enfoques empíricamente mejor sustentados de las ciencias cognitivas. Turner advierte, por otro lado, que los conceptos de las ciencias sociales poseen la peculiaridad de remitir a objetos cuya constitución previa se lleva a cabo en el lenguaje ordinario. De ahí que, a pesar del carácter prescindible de tales conceptos en el plano teórico, en el discurso ordinario su presencia se mantendría (cfr. p. 75).

La centralidad que desde la teoría social se le reconoce al concepto de práctica respondería tanto a la primacía causal que se le atribuye como a su supuesta autonomía con respecto a lo individual. La atribución de ambas características constituye, a juicio de Turner, un error, ya que el carácter necesariamente individual de toda acción remite a una agencia psicológica también individual. Las prácticas sólo podrían operar a través de vehículos individuales como cerebros y acciones, quedando asimismo, en consecuencia, ontológicamente ligadas a la dimensión individual. El argumento trascendental que se aplicaría erróneamente para explicar la posibilidad de comunicación lingüística, y por el que se concluye que los agentes capaces de comunicarse entre sí han de compartir un mismo marco conceptual, se aplicaría de forma igualmente incorrecta en el caso de las prácticas. En ambos casos careceríamos de una explicación empíricamente adecuada para dar cuenta de cómo las prácticas o presuposiciones compartidas, en cuanto realidades colectivas, se transmiten de una mente a otra. El entrenamiento que se requeriría para desarrollar ciertos conocimientos implícitos conduciría, mediante un proceso de habituación, al desarrollo de capacidades de ejecución, pero no existiría ninguna evidencia de que dicho entrenamiento pudiera derivar en la transmisión de contenidos mentales compartidos. La concepción propuesta por Turner eliminaría, además, la idea de un propósito colectivo inherente a las prácticas, dado que el mecanismo de retroalimentación activado por los propósitos sólo resulta explicable, de nuevo, en el plano individual (cfr. p. 81).

Al margen de la anterior disyuntiva entre la concepción de la práctica como algo individual o como algo colectivo, se encontrarían propuestas como la de Andrew Pickering que implicaría la apelación a un conjunto heterogéneo de elementos como actividades, objetos materiales y hábitos, o la de Martin Heidegger que remitiría a la mundanidad del Dasein. En ambos casos habría puntos de coincidencia con la aproximación de Turner, ya que la idea de las prácticas como objeto colectivo no tendría cabida desde ninguno de estos enfoques. Dicha idea se vería cuestionada, finalmente, por la dificultad de explicar la evolución de las prácticas siendo éstas algo independiente de los individuos y por lo tanto causalmente desconectadas de éstos.

En el capítulo tercero se presenta la traducción que Ricardo Vázquez Gutiérrez realiza de un ensayo a cargo de Joseph Rouse, basado en el capítulo segundo de su obra Knowledge and Power: Toward a Political Philosophy of Science (1987). Rouse sostiene que la filosofía de la ciencia kuhniana ha sido habitualmente malinterpretada, al haber sido considerada como una filosofía centrada en las teorías y la justificación del conocimiento científicos en lugar de entenderla como una filosofía dedicada al estudio de las prácticas científicas en cuanto actividades de investigación (cfr. p. 94). Tras exponer brevemente lo que Rouse considera la interpretación canónica del pensamiento de Kuhn, en la cual mantendrían su tradicional protagonismo las cuestiones epistemológicas en torno a la elección de teorías, él despliega su propia interpretación de lo que denomina la auténtica “revolución kuhniana” en filosofía de la ciencia. Conforme a esta interpretación, Kuhn introduciría la noción central de paradigma en su intento por describir la ciencia como una actividad, en lugar de como el producto derivado de tal actividad. Los paradigmas no constituirían conjuntos de creencias sino conjuntos de actividades conducentes a la adquisición de habilidades necesarias para la investigación. Una de las acepciones de “paradigma”, la de ejemplar o logro paradigmático compartido, transmite claramente la preponderancia, en ciencia, de los aspectos relativos al entrenamiento práctico, donde el reconocimiento de similitudes típico del razonamiento analógico garantiza, tanto la posibilidad de extensión aplicativa de una teoría, como la comprensión empírica de los postulados teóricos (cfr. p. 102). En consecuencia, los paradigmas fijarían más un plan de trabajo que un sistema de compromisos teóricos compartidos.

Las anomalías tampoco deberían entenderse en primer término como conflictos conceptuales o predicciones fallidas, sino como resultados inesperados que conducen a cuestionar el modo en el que se procede experimentalmente. Es decir, las anomalías habrían de ser entendidas como dificultades prácticas, en lugar de serlo como conflictos teóricos. De igual manera, las crisis constituyen episodios de confusión práctica y no tanto de incertidumbre teórica, que, aunque se exacerbaría durante las crisis, se daría asimismo durante los periodos de ciencia normal. Los cambios revolucionarios también tendrían una vertiente práctica habitualmente pasada por alto; en algunos casos la revolución se iniciaría a raíz de avances tecnológicos o experimentales, en otros, éstos acompañarían a los cambios en el plano teórico. Los usuarios de paradigmas rivales verían su comunicación obstaculizada, no tanto por la disparidad conceptual entre sus marcos teóricos, como a causa de las diferencias en el plan de investigación asumido. Las posibilidades de realizar una investigación precisa y planificada serían, igualmente, las que impedirían tomar en consideración al creacionismo como un paradigma en competencia con la biología evolucionista (cfr. p. 114). Finalmente, Rouse pone de relieve el cambio filosófico que comportaría el cambio en la concepción de la ciencia impulsada por Kuhn. Los filósofos de la ciencia se verían obligados a replantearse el tipo de estudio necesario para entender la ciencia en cuanto práctica, lo que les conduciría al círculo virtuoso consistente en incorporar la propia ciencia como parte de sus recursos metodológicos.

El texto de Rouse, representativo de su concepción de las prácticas científicas e inspirador para otros autores que participan en la compilación, se asienta en una serie de contraposiciones cuestionables entre epistemología, creencias y teorías, por una parte, y prácticas, por la otra. Teniendo en cuenta la centralidad de las nociones contrapuestas, cualquier confusión de base acerca de cómo se relacionan lastraría el conjunto de la aproximación propuesta. Aquí resurgen de nuevo los viejos fantasmas neopositivistas, como queda patente en la asunción de que la normatividad práctica no puede ser epistémica, por entenderse la normatividad epistémica como implicando exclusivamente aspectos abstractos y lógicos del producto de las prácticas, es decir, de las teorías. Si se entiende, por el contrario, que la normatividad epistémica es aquella atingente al conocimiento, y éste se concibe como incluyendo logros cognitivos no sólo teóricos, sino también prácticos, entonces la normatividad práctica debería considerarse también epistémica. En este punto, el análisis de Martínez y Huang resulta más acertado, al reivindicarse desde el inicio la dimensión normativa epistémica de las prácticas. La contraposición teoría/práctica, sin embargo, parece asumirse sin reservas, a pesar de que las teorías no constituyen más que el resultado de una práctica, la de teorizar, cuyo papel continúa siendo esencial en el ámbito científico. Algo parecido ocurre con la contraposición entre creencias y prácticas, siendo aquéllas el resultado de prácticas inferenciales. En la misma línea podrían contraponerse prácticas y experimento, ya que éste constituye en última instancia un producto del proceso de experimentación. Como Godfrey Guillaumin apunta certeramente en el siguiente capítulo, la distinción entre procesos y productos es la que subyace a todas las anteriores distinciones, y no el hecho de constituir realidades alejadas o independientes. Como Guillaumin sugiere, la distinción relevante no es aquella entre teoría y práctica, sino la que puede establecerse entre prácticas teóricas y prácticas experimentales (cfr. p. 133). Dicho de otra forma, la cuestión a elucidar es cómo surgen y se relacionan los dos principales ámbitos de la práctica científica, el teórico y el experimental. Ciertamente las prácticas teóricas suelen entenderse como susceptibles de una aproximación internista (“de la piel hacia dentro”, por usar la terminología de John Greco), mientras que las experimentales parecen requerir un enfoque externista (“de la piel hacia fuera”). Pero esto simplemente obedece al carácter necesariamente interaccionista de la experimentación en oposición a la teorización, y no a la ausencia de una vertiente práxica en la última.

Otro aspecto criticable de la aportación de Rouse, así como de otras inspiradas en la suya, tiene que ver con su interpretación del enfoque kuhniano. Al contrario de lo señalado por el autor, Kuhn no pretende en ninguna parte de su obra separar la concepción epistemológica de la ciencia de su concepción práctica (cfr. Rouse, p. 95). Más bien la tesis de Kuhn, argumentada en The Structure of Scientific Revolutions (1962) y refinada en su “Postscript-1969”, es que los ejemplares constituyen una fuente imprescindible de conocimiento irreductiblemente práctico en ciencia, no sólo porque indiquen cómo han de utilizarse los instrumentos o han de aplicarse las teorías, sino también debido a su papel dotando de contenido empírico a éstas. Resulta sorprendente, en cualquier caso, que en una misma obra se interprete la propuesta kuhniana de formas opuestas; Rouse la entiende como pionera en el giro de la filosofía hacia las prácticas científicas y Rasmus Grønfeldt Winther como inscrita en la tradición de la filosofía centrada en las teorías. A fin de evitar esta disparidad de interpretaciones, tal vez sería conveniente diferenciar dos periodos distintos en la filosofía kuhniana, uno donde las nociones de paradigma y ejemplar tienen especial protagonismo y donde se examinan aspectos clave de la vertiente práxica de la ciencia, y otro, al que pertenecerían artículos como “Commensurability, Comparability, Communicability” (1983) o “Afterwords” (1993) en el que los análisis semánticos pasan a ocupar el lugar principal.

La noción de práctica científica vuelve a ser reconsiderada en el capítulo cuarto, titulado “Prácticas científicas y normatividad epistémica: un dúo problemático en la filosofía de la ciencia historicista”. En él Godfrey Guillaumin, tras una aproximación crítica a las concepciones de Pickering y Rouse, trata de emitir un diagnóstico en relación con la dificultad detectada en la filosofía de la ciencia reciente para determinar la normatividad epistémica de las prácticas científicas. Dicha normatividad la entiende el autor como “los criterios de evaluación y de aceptación de creencias en contextos científicos; tales creencias pueden ser sobre la naturaleza del mundo o sobre aspectos metodológicos” (p. 121). Además de asumir la anterior noción de normatividad epistémica, Guillaumin adopta asimismo el punto de vista tradicional en lo referente a la distinción entre historia de la ciencia (estudio empírico-descriptivo) y filosofía de la ciencia (disciplina epistémico-normativa), si bien ésta se encontraría empíricamente restringida por lo establecido desde aquélla. La evolución de la filosofía de la ciencia durante las últimas décadas, sin embargo, habría primado el aspecto cultural de la ciencia, conduciendo a lo que él denomina “el desvanecimiento del análisis epistemológico” en las concepciones contemporáneas de las prácticas científicas. A su juicio, los enfoques de Pickering y Rouse adolecen de tal clase de desvanecimiento debido a que ambos pasan por alto la distinción fundamental entre ciencia como producto y ciencia como proceso, entendiendo que en el estudio filosófico de la ciencia la noción de teoría ha de ser sustituida por aquella más fundamental de práctica (cfr. p. 130). Al identificar la ciencia con las prácticas experimentales, y al atribuir a ésta una normatividad no preeminentemente epistémica, ambos autores incurrirían en dos graves errores: por una parte, obviarían el hecho de que gran parte de la ciencia es teóricore-presentacional, por otra, se excluye uno de los fines epistémicos más importantes como es la correspondencia entre teoría y hechos empíricos. Incluso en el propio ámbito experimental de la ciencia, advierte Guillaumin, la teoría resultaría imprescindible tanto en el diseño y la ejecución de los experimentos, como en la obtención de resultados a partir de ellos. En su cuestionamiento del papel de la teoría, Pickering y Rouse no sólo habrían olvidado que la experimentación requiere un sustento teórico, sino también el hecho de que la propia teoría no es otra cosa que el resultado de una práctica, la de teorizar. Las prácticas teóricas, a diferencia de las experimentales, se hallarían regidas por una normatividad preeminentemente epistémica, entendiendo ésta como aquella que se aplica en la evaluación comparativa de hipótesis atendiendo a su mejor o peor apoyo en la evidencia disponible (cfr. p. 135).

Las anteriores limitaciones de las propuestas de Pickering y Rouse les habrían llevado a destacar la importancia de la normatividad social, principalmente coordinadora de acciones, como fundamento de la normatividad epistémica, ignorando el papel crucial desempeñado exclusivamente por ésta en el caso de contextos no sociales, en los que un solo individuo compara epistémicamente sus propias creencias. La normatividad epistémica, por tanto, poseería ciertos rasgos distintivos, no reducibles a aquellos de la normatividad práctica, ni abordables desde una epistemología social. Extender la explicación de la ciencia como proceso (contexto de descubrimiento) para dar cuenta de aspectos de la ciencia como producto (contexto de justificación) supondría privilegiar erróneamente una epistemología social para tratar asuntos al margen de ella, como el grado de confirmación de las teorías, la referencialidad de los términos teóricos, o los criterios para desarrollar explicaciones causales.

Precisamente el carácter que debiera tener una epistemología social constituye el eje central del siguiente capítulo, titulado “La epistemología híbrida y sus problemas: el caso de la epistemología mínima social de Philip Kitcher” y en el que Xiang Huang explora la relación entre los aspectos cognitivos o internos a los procesos de justificación y los no cognitivos o externos a dichos procesos. En particular, examina la epistemología mínima social de P. Kitcher como una muestra representativa de las propuestas realizadas desde la epistemología híbrida, es decir, desde una epistemología de corte externista complementada con el requisito de sensibilidad de agente cognitivo a su posición epistémica con respecto al mundo externo. A juicio de Huang, tanto la propuesta de Kitcher en particular, como la epistemología híbrida en general, parten de dos supuestos erróneos, a saber: 1) que es posible establecer una distinción tajante entre lo interno o individual y lo externo o colectivo, y 2) que las razones para considerar que cierta creencia constituye conocimiento han de ser internas (cfr. p. 151). El primer supuesto resultaría cuestionable asumiendo una concepción externista de la mente desde la cual se reconozca que las propiedades del entorno, y no sólo las internas a la mente, determinan los estados mentales. Este punto de vista habría ido ganando en robustez, al haber sido convincentemente defendido desde distintos flancos, a partir de los experimentos mentales de Hilary Putnam y Tyler Burge, con el argumento de L. Wittgenstein sobre la imposibilidad de un lenguaje privado, o a partir de evidencias procedentes de la lingüística, como en el caso de George Lakoff y Mark Johnson.

El segundo supuesto, a saber, el carácter interno de las razones para determinar que cierta creencia constituye conocimiento, es igualmente rechazado por Huang, arguyendo que no en todos los casos las razones han de entenderse como premisas de un argumento desarrollado en la mente de un sujeto. Las razones por defecto (“default reasons”), a las que se refiere John McDowell en su obra Meaning, Knowledge, and Reality (1998) para explicar la justificación de ciertas creencias procedentes de la percepción, la memoria o el testimonio, mostrarían que no toda razón opera como una premisa. Huang considera que la ausencia de razones para dudar, a la que se refiere McDowell, constituye ella misma una razón en un sentido externista, ya que depende de un hecho externo como es la permanencia de los objetos físicos de nuestro mundo ordinario, a la que somos sensibles pero que se encuentra determinada por algo ajeno a nuestros estados mentales. La importancia de las restricciones externas en la cognición se pondría asimismo de relieve en los estudios sobre el carácter situado de ésta, cuyas normas habrían de relativizarse a distintos contextos de aplicación. La epistemología que Huang propone, inspirándose en la obra de Martínez (2003) y en la teoría axiológica acotada impulsada por Francisco Álvarez y Javier Echeverría, superaría la disyuntiva entre el individualismo y el colectivismo metodológicos para armonizar la consideración de factores internos y externos en la caracterización del conocimiento (cfr. p. 158).

En el capítulo sexto, titulado “Prácticas inductivas y contextos inferenciales: un enfoque contextualista de la inducción”, Ricardo Vázquez centra de nuevo la atención sobre las prácticas, en este caso para analizar el tipo de normatividad implícita que exhiben las inferencias inductivas. Su contribución consiste en el esbozo de una concepción contextualista de la inducción, pretendidamente inmune, tanto a las limitaciones del enfoque formal universalista (R. Carnap, H. Reichenbach, W. Salmon), como a la amenaza relativista latente en la aproximación material, pragmático-pluralista (W. Sellars, N. Goodman, I. Levi, E. Norton). Desde la propuesta contextualista de Vázquez, la justificación inductiva se caracteriza como dependiente del tipo de intuiciones, intereses y criterios propios de cada tipo de contexto (cfr. p. 164). Otro atractivo de la propuesta consistiría en evitar la polarización entre un enfoque donde la justificación se entiende que opera “verticalmente” (de normas a prácticas) y otro donde concibe como actuando “horizontalmente” (entre prácticas implícitamente normativas). Siguiendo las observaciones de R. Brandom, el autor argumenta que la dimensión material de la justificación inductiva, tal y como la explica E. Norton, necesita una estructura normativa de índole psicológica, pragmática e histórica para adquirir carácter normativo. Los hechos brutos a los que Norton les atribuye carácter normativo, no sólo serían cuestionables por su dependencia teórica encubierta, sino que además difícilmente constituirían, por sí mismos, una instancia normativa local. La justificación local de la inducción requiere considerar, a la vez, los factores contextuales que intervendrían en la conformación de los “hechos” (cfr. p. 169). En su explicación del carácter normativo de la inferencia material, Vázquez combina la apelación a los contenidos conceptuales o a las normas implícitas semántico-pragmáticas propuesta por W. Sellars y R. Brandom respectivamente, con las condiciones de proyectabilidad y atrincheramiento a las que N. Goodman recurre en su tratamiento de la inducción. Además de por las anteriores normas y condiciones, la estructura normativa justificatoria de las prácticas inductivas incluiría lo que Daniel Steel denomina los “desiderata” de dichas prácticas, es decir, los criterios e intereses evaluativos de la inducción, que variarían según el asunto sobre el que se realicen las inferencias.

Como ya habrían observado los pragmatistas clásicos, en cuanto práctica inferencial, la normatividad de la inducción tendría un carácter pragmático e histórico. Del mismo modo, como señala el segundo Wittgenstein, aprender a realizar inferencias inductivas sería similar a aprender una lengua, se trataría en ambos casos de aprehender una estructura normativa de naturaleza pragmático-holista (cfr. p. 176). A fin de esclarecer las características de dicha estructura, Vázquez asumirá que se da un equilibrio reflexivo entre las prácticas inductivas y los contextos inferenciales. Aunque no llega a explicitarlo plenamente, su inspiración en la aplicación del principio del equilibrio reflexivo por parte de Goodman es sólo parcial, ya que éste defendía que tal equilibrio se daría entre reglas inferenciales y prácticas inferenciales aceptadas. El autor advierte que, a pesar de la analogía entre los juegos del lenguaje y los juegos del razonamiento, el compromiso del razonamiento con la verdad obligaría a dar cuenta de este aspecto de la inducción de manera independiente a como se explica el surgimiento del significado por el uso. La discusión de este asunto, no obstante, se pospone para futuras contribuciones.

Vázquez caracteriza la inducción como un saber práctico, principalmente dependiente de la competencia inferencial desarrollada en la experiencia, la cual posibilitaría el conocimiento de las reglas inferenciales implícitas en las prácticas adquiridas. Desde su punto de vista, la inferencia inductiva no puede depender sólo de las regularidades observadas, puesto que éstas podrían ser fortuitas. Las justificaciones de las inferencias inductivas, por ello, serían de índole casuístico y dependerían más bien del entrenamiento socialmente recibido en contextos específicos donde cierta práctica inductiva se ha mostrado exitosa. La explicitación de las normas implícitas tendría su utilidad en situaciones de fracaso inferencial o en los casos en que se pretenda refinar una práctica, pero la justificación de la inducción no se establecería a partir de una demostración de su corrección o de la verdad de las conclusiones que permite obtener, sino determinando su pertinencia en determinado contexto (cfr. pp. 189-190).

La segunda parte de la compilación se inicia en el capítulo séptimo, ya centrado en prácticas de especial relevancia para la filosofía de la ciencia, como son las realizadas en el laboratorio mediante el empleo de tecnología avanzada que permite la extensión cognitiva de la mente de los propios científicos. En la contribución de David Casacuberta y Anna Estany, titulada “Tecnología y unidad de cognición: de cómo affordances y andamiajes convierten el laboratorio en parte de nuestra mente extendida”, se pretende analizar las consecuencias que comporta para la filosofía de la ciencia el reconocimiento de una nueva unidad de cognición, de carácter humano-tecnológico y socialmente distribuida. En su estudio, además de explicar cómo se produce el reconocimiento de una nueva unidad de cognición en las ciencias cognitivas, principalmente con los trabajos de E. Hutchins y A. Clark, se examina la revolución tecnológica resultante de dicho reconocimiento, una de cuyas señas de identidad es la consideración de affordances y andamiajes en el diseño de artefactos tecnológicos. Finalmente, Casacuberta y Estany tratan de identificar los cambios que estos avances han de suponer para la representación del conocimiento científico, apoyándose para ello en el caso del espacio del laboratorio como mente extendida. De acuerdo con Clark, el entorno sensorial, lingüístico y tecnológico proporcionaría los andamiajes de los que el cerebro humano dependería para su desarrollo. En cuanto a las affordances, caracterizadas por James J. Gibson como aquellas propiedades del mundo con las que un agente puede interactuar, cabe destacar su especial relevancia para el diseño de artefactos. Tanto los andamiajes como las affordances contribuirían a ampliar las capacidades cognitivas, constituyendo ambos posibles extensiones de nuestra mente. Los autores de la contribución consideran un error que desde la filosofía de la experimentación se hayan ignorado los resultados provenientes de las ciencias cognitivas. Más concretamente, piensan que sería una equivocación obviar el hecho de que la unidad de cognición más relevante en un contexto instrumental, experimental no es el cerebro individual, sino el sujeto (o equipo de investigación) interactuando con artefactos tecnológicos (cfr. p. 207).

Apoyándose en el trabajo de D. Norton sobre la necesidad de constreñimientos que garanticen la percepción de affordances, Casacuberta y Estany introducen la noción de “constreñimiento científico” para referirse a la acción conjunta de affordances y andamiajes en la utilización de aquellas técnicas vertebradoras de la investigación en el laboratorio. A diferencia de lo que ocurriría en contextos de la vida ordinaria, la organización del espacio cognitivo en el contexto experimental se realiza mediante constreñimientos no asociados exclusivamente a necesidades, tendencias humanas básicas y convenciones. Como mostraría el caso de la electroforesis, los andamiajes científicos que posibilitan el procesamiento de affordances físicas no directamente accesibles incluyen algo más que convenciones culturales, implicando todo un entrenamiento práctico así como la adquisición de complejos conocimientos teóricos.

En el capítulo siguiente, titulado “La cognición corporizada en prácticas: implicaciones para la filosofía de la ciencia”, Sergio F. Martínez pone de relieve el carácter corporizado de la cognición a la vez que su vinculación con las prácticas. El autor defiende la tesis de que aquellas representaciones implicadas en la cognición constituida en la práctica se encuentran ellas mismas enraizadas en ciertos modos de interacción con el mundo (cfr. pp. 218-219). Las representaciones internas de agentes individuales, a las que apelarían desde el modelo cartesiano de las prácticas científicas defendido por Neurath, Fleck, Kitcher o Polanyi, serían reemplazadas, en el modelo interaccionista de Rouse y Martínez, por representaciones externas de agentes socialmente organizados. La fuerza normativa epistémica de tales representaciones se desprendería del éxito en la interacción con el mundo, al contrario de lo que ocurriría con las representaciones internas, cuya normatividad se asentaría en las relaciones lógicas entre evidencia y teoría. La normatividad epistémica fundamental debería, por tanto, concebirse como implícita en las prácticas, las cuales contendrían siempre acciones situadas en contextos socialmente constituidos. Desde la propuesta interaccionista se reconoce el carácter modal y material del razonamiento humano, cuya diversidad de sustratos origina distintos tipos de razonamiento. El autor concluye, a partir de lo anterior, que no hay un único medio universal de representación ni de razonamiento, hallándose la cognición distribuida en distintos tipos de prácticas.

La propuesta interaccionista a la que se adhiere Martínez enfatiza el carácter situado y corporizado de la cognición. Esto, junto con el reconocimiento de la heterogeneidad en las formas de representación y razonamiento, conducirían a cuestionar otra de las presuposiciones del modelo cartesiano, a saber, la necesidad de una coordinación centralizada de los procesos cognitivos. La tesis del paralelismo ramificado permite interpretar ciertos procesos cognitivos en paralelo como casos en los que el sistema de distribución de tareas cognitivas resulta de la evolución y no de lo establecido desde un sistema central (cfr. p. 224). La escalabilidad o evolución en paralelo de los distintos modos de un sistema cognitivo no se ajustaría a un modelo centralizado. Entre las aportaciones que Rodney Brooks ha realizado en el ámbito de la robótica, Martínez destaca su extensión de la tesis del paralelismo ramificado a la metodología científica (cfr. p. 227). La evolución tecnológica impondría ciertas restricciones a la cognición incardinada en las prácticas científicas, siendo éstas tipos de actividades pertinentes para plantear un problema y resolverlo. Al contrario de lo que sugiere el modelo cartesiano, asumido por autores como Daniel Dennett, la cognición no se daría como un sistema representacional interno, central y semánticamente articulado, cuya función sería mediar entre la percepción y la acción. En lugar de ello, la cognición habría de concebirse como un sistema representacional externo, interactivo, y descentralizado, no necesariamente formulable semánticamente, y emergiendo en el área de solapamiento entre la percepción y la acción. Las discrepancias cognitivas irresolubles en el nivel semántico, se resolverían heurísticamente atendiendo a las situaciones en las que se pretende aplicar cada propuesta y apelando a criterios pragmáticos (cfr. pp. 232-233).

La contribución que Javier Echeverría y J. Francisco Álvarez presentan en el capítulo noveno, titulada “Hacia una filosofía de las prácticas científicas: de las teorías a las agencias científicas”, plantea una de las propuestas más explícitas y sistemáticas de todas la recogidas en la compilación. Se trata, en efecto, de una propuesta dirigida a establecer la base conceptual y programática para el desarrollo de una filosofía de las prácticas científicas. La aportación más novedosa de su enfoque es el análisis de la noción de acción científica, junto con la explicación de su papel en la formación de las agendas científicas. Alejándose de las teorías intencionales de la acción humana por su carácter restrictivo y excesiva vaguedad, los autores asumen una teoría axiológica de la acción científica, según la cual dicha acción se encuentra guiada por valores, siendo éstos primordialmente epistémicos (cfr. p. 237). La acción tecnocientífica también sería susceptible de análisis conforme a la teoría axiológica asumida, que distingue al menos doce componentes en toda acción: agente, hacer, acción, objeto, instrumentos, reglas, objetivos, situación, condiciones iniciales y de contorno, resultados, consecuencias y riesgos. Los resultados, foco del análisis en la filosofía de la ciencia tradicional, supondrían sólo un componente más a estudiar desde la filosofía de la práctica científica. Esta filosofía praxiológica sería más fundamental que la teorética, ya que los hechos y resultados científicos sólo surgirían como consecuencia de las acciones científicas previas. Nótese que las intenciones no se incluyen aquí como componentes necesarios de las acciones científicas, puesto que, como ya habría advertido Bruno Latour, los instrumentos científicos poseerían capacidad de acción, y se encontrarían regulados por objetivos, a pesar de no tener intenciones.

Como características principales de las acciones científicas Echeverría y Álvarez destacan tres: su vinculación mediante secuencias (relación de consecución), su posibilidad de evaluación a partir de valores y objetivos, y su replicabilidad (cfr. pp. 241-243). A modo de hipótesis, postulan la evaluación como factor causal responsable de la secuencia de acciones científicas, al tiempo que reconocen la función tradicional de la replicabilidad como garantía de la objetividad en el proceder científico. Además de a las tres características ya mencionadas, los autores se refieren a la noción de agencia científica, introducida por Pickering, para dar cuenta del carácter colectivo, coordinado e institucionalizado de los agentes científicos. Las agencias, a diferencia de las comunidades científicas, compartirían principalmente cierto conjunto de prácticas más que cierto dominio de conocimientos. Las prácticas se compartirían incluso si los intereses de los agentes individuales son encontrados, ya que en ciencia no son los individuos sino las agencias las que determinan la realización de las prácticas.

Tras haber analizado la noción de acción científica, Echeverría y Álvarez pasan a caracterizar la noción de práctica científica, que entienden como un complejo sistema de actividades (acciones, interacciones, hábitos, etc.) procedentes de la tradición cultural científica y orientada a la obtención de conocimientos (cfr. p. 246). Las prácticas científicas se llevarían a cabo en cuatro grandes tipos de contexto, los de educación, investigación, aplicación y evaluación, a los que corresponderían los respectivos tipos de agencia. La dinámica de tales prácticas se encontraría determinada por tres grandes fases: las preacciones, las post-acciones y las acciones propiamente dichas. Por ejemplo, diseño, experimento y consecuencias de experimento representarían las tres fases en un contexto genérico de experimentación. La consecución o vinculación secuencial entre fases no responde a la necesidad lógica sino a una estrategia meliorista, es decir, basada en criterios axiológicos evaluativos orientados principalmente al logro de objetivos epistémicos. Secuencias de acciones diversas, aunque con objetivos compartidos, conformarían cursos de acción, cuya evaluación tendría un carácter global y cuyos resultados se presentarían públicamente (cfr. p. 251). Una noción todavía más amplia es la de actividad, que los autores caracterizan como incluyendo varios cursos de acción, objetivos y criterios de evaluación, así como difiriendo según el tipo de contexto o la disciplina en la cual se integren. Una agenda científica, con independencia de su grado de complejidad, incluiría siempre como mínimo el conjunto formado por las tres fases de la práctica científica (pre-acción, acción, post-acción). Las agendas fijarían, pues, el plan y la normativa de acción para una determinada agencia científica, asemejándose a lo que L. Laudan denominaba “tradiciones de investigación”, I. Lakatos “programas de investigación” y T.S. Kuhn “paradigmas”. Entendiendo la práctica científica como el conjunto de agendas científicas propias de una época determinada, Echeverría y Álvarez consideran que una filosofía práctica de la ciencia debería estudiar la estructura y dinámica de las agendas científicas. Los cambios teóricos se deberían frecuentemente a cambios en la agenda científica, como los que supusieron el proyecto Genoma, el evolucionismo darwinista o la nanotecnología. Finalmente los autores mencionan algunos de los fenómenos a los que los filósofos de las prácticas científicas deberían prestar especial atención. Uno de ellos, derivado de la revolución tecnológica, sería la supeditación cada vez más frecuente de los valores epistémicos a valores externos a la ciencia, el otro asunto a investigar sería la orientación de las agendas científicas impuesta por sus fuentes de financiación.

En el capítulo décimo, traducido por Ricardo Vázquez, Rasmus Grønfeldt Winther presenta su contribución “Una revisión crítica de los estilos de investigación científicos: teoría, práctica y estilos”, centrada en la noción de estilo de investigación científica. En ella trata de mostrar cómo las investigaciones filosóficas sobre la ciencia se verían complementadas al incluir, además de los estudios tradicionales sobre teorías científicas y aquellos más recientes sobre prácticas científicas, otros sobre los estilos de investigación científica. Éstos engloban, precisamente, tanto aspectos teóricos como aspectos práxicos, por lo que contribuyen a armonizar esferas de la ciencia que normalmente se abordan de forma independiente por considerarlas en gran medida desconectadas. La primera parte del capítulo se dedica a la consideración de algunas de las nociones más relevantes dentro de lo que Winther denomina el “teori-centrismo filosófico”, en particular, las de cálculos lógicos, paradigmas y modelos. Las tres nociones cobrarían sentido principalmente en un marco de análisis de las teorías científicas, aunque con ciertas salvedades en el caso de las dos últimas, dado el carácter heterogéneo de los paradigmas y la posible concepción de los modelos como mediadores. En la segunda mitad del capítulo se hace un breve recorrido por las concepciones más relevantes de los estilos de investigación en ciencia, desde A. Crombie e I. Hacking, quien complementa la conocida tipología de estilos del primero, hasta A. Davidson y W.L. Wisan, cuyo trabajo resulta en el establecimiento de criterios para la identificación de estilos mediante ostensión o mediante comparación dialéctica. En la caracterización de estilo que propone Winther, los aspectos cruciales no son de carácter sintáctico ni semántico, sino pragmático, esto es, relativas al “conjunto de normas pragmáticas que legislan y justifican las conductas observacionales, experimentales y teóricas apropiadas para la comunidad científica” (cfr. pp. 279-280). La contribución de Winther termina con una serie de interrogantes abiertos sobre la naturaleza última de los estilos, a modo de acicate para futuras investigaciones.

Los dos últimos capítulos de la compilación recogen contribuciones concernientes a un ámbito distinto a aquel al que se dirigían los capítulos precedentes, como es el ámbito matemático. En el estudio titulado “Las prácticas matemáticas en contexto”, Víctor Rodríguez profundiza en el tratamiento filosófico de las prácticas matemáticas atendiendo a su contexto de descubrimiento, es decir, a la vertiente de generación de hipótesis, conceptos y métodos matemáticos. El autor no pretende elaborar una teoría sobre las prácticas matemáticas, sino que opta por partir de la actividad de los matemáticos contemporáneos. Dicha actividad se vería fuertemente condicionada por los intentos de aplicar recursos matemáticos cada vez en un número mayor de disciplinas y para un conjunto más variado de problemas (cfr. p. 292). En una dirección distinta, pero con una influencia igualmente notable, habría que tomar en consideración el nuevo impulso dado a las matemáticas desde las ciencias computacionales. La contribución de Rodríguez se elabora desde la perspectiva del planteamiento y resolución de problemas, combinando observaciones más generales acerca de la evolución en la concepción de la disciplina matemática, o sobre la interacción entre ciencias empíricas y matemáticas, con otras consideraciones relativas a ejemplos donde tal interacción queda patente.

Entre los autores que, a juicio de Rodríguez, más habrían ayudado a destacar la dimensión práxica de las matemáticas, se encontrarían H. Poincaré, H. Weyl, S. Wolfram, I. Lakatos y P. Kitcher. Todos ellos, de una forma u otra, habrían evidenciado el papel de las heurísticas en la actividad matemática. Lakatos, en particular, entendió las demostraciones como niveles de conjeturas, cambiando la concepción habitual de aquéllas y vinculándolas más claramente a la vertiente práctica de la disciplina. Poincaré, por otra parte, había visto el futuro de ésta en la descripción de fenómenos relativistas y cuánticos. Los problemas por resolver, junto con el procedimiento por tanteo, derivan en un cambio de representación, de lenguaje y en el surgimiento de una nueva práctica (cfr. p. 303). Al igual que en las ciencias empíricas, en las matemáticas el reconocimiento de analogías, ya internas a teorías pertenecientes a la disciplina (por ejemplo, entre el álgebra y la geometría), ya externas a ella (provenientes del dominio empírico aplicativo), supondría una fuente incesante de conjeturas. Rodríguez ilustra prolijamente el impulso que el campo matemático recibe a partir del tratamiento matemático de problemas físicos, como por ejemplo el de los sistemas dinámicos o el cambio. La teoría matemática de los grupos habría mostrado su utilidad, por ejemplo, en la búsqueda de simetrías físicas, así como en la conexión de éstas con las leyes de conservación. En el caso del cálculo diferencial e integral, su aplicación a distintos problemas físicos evidenciaría la posibilidad de cambiar de nivel lingüístico o de abstracción dependiendo de lo que su aplicación requiera. Lo anterior se habría puesto de manifiesto en el tratamiento actual de los postulados de la relatividad general, expresados mediante conceptos con un mayor nivel de abstracción, recurriendo a la geometría diferencial y la topología (cfr. pp. 314- 318). Los fenómenos de realimentación entre las matemáticas y las ciencias empíricas son puestos de relieve por el autor a lo largo de toda su contribución, donde se tienen en cuenta igualmente la actual incorporación masiva de recursos matemáticos en las ciencias biológicas y en economía.

En el capítulo final de la compilación, titulado “Formalización y legislación”, Axel Arturo Barceló Aspeitia explora cierta similitud entre algunas prácticas científicas y la legislación pública. Más concretamente, parte de la hipótesis de que la formalización de aquellas reglas que rigen las prácticas científicas contribuye a la legitimación y democratización de la ciencia, de manera análoga a como las leyes de transparencia de los regímenes democráticos ayudan a mejorar la legitimidad y autenticidad del propio sistema democrático (cfr. p. 330). Su trabajo se centra en las prácticas de representación formal de reglas que debe seguir una determinada práctica, no en aquellas que de hecho se siguen en la práctica sometida a consideración. A pesar de que Barceló atenderá principalmente a esta función de la formalización en matemáticas, entiende que su análisis es igualmente extensible al resto de las ciencias. La distinción tradicional entre prácticas experimentales y teóricas equivaldría, en el ámbito matemático, a aquella entre prácticas constructivas y demostrativas. En ambos casos tendrían una importancia clave las prácticas de representación, es decir, aquellas actividades “cuyo objetivo es elaborar, instruir y regular el uso de representaciones” (cfr. p. 332). El aprendizaje de una lengua, el establecimiento de una gramática o la configuración de un mapa constituirían, todas ellas, prácticas de representación.

Como señala Barceló, recientemente se ha incrementado significativamente el número de estudios dedicados a las prácticas de representación científicas, como lo muestra la abundancia de obras sobre la construcción de modelos, la utilización de instrumentos o la elaboración de libros de texto. Este esfuerzo por mejorar las transparencia de las prácticas científicas resultaría evidente en los seis tipos de funciones que el autor atribuye a las prácticas humanas, todas ellas exhibidas en la actividad científica, a saber, funciones culturales, semánticas, normativas, cognitivas, pragmáticas y ontológicas. Debido a la mediación simbólica o lingüística de todas las funciones mencionadas, la formalización de las reglas que guían las prácticas simbólicas o expresivas tendrá una importancia capital. La plausibilidad del enfoque propuesto se pone a prueba mediante el análisis, como práctica legislativa, de la formalización de la teoría de conjuntos por parte de Zermelo.

Considerada globalmente, la obra compilatoria que Martínez, Huang y Guillaumin nos presentan contiene sin duda algunos avances interesantes, sobre todo en la segunda parte, más aplicada y precisa. En ocasiones, sin embargo, las aportaciones resultan excesivamente fragmentarias y desconectadas entre sí. Dada la heterogeneidad de aspectos implicados en la cuestión de las prácticas, así como su complejidad, fácilmente se incurre en el error de explicar lo oscuro a partir de lo más oscuro. En este ensayo se ha tratado de poner de relieve que, sin un mayor esfuerzo de análisis y claridad conceptual, los viejos fantasmas neopositivistas pueden resurgir incluso en el seno de una filosofía centrada en las prácticas.1

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1Este trabajo ha sido financiado por el proyecto de investigación La pragmática como dinamizadora del estudio de la flexibilidad semántica: contextos conversacionales y contextos teóricos (FFI2012-33881) otorgado por el Ministerio de Economía y Competitividad.

Recibido: 25 de Junio de 2014; Revisado: 12 de Enero de 2015; Aprobado: 14 de Enero de 2015

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