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Crítica (México, D.F.)

Print version ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.47 n.139 Ciudad de México Apr. 2015  Epub Feb 20, 2020

 

Artículos

La abstinencia epistémica: un análisis crítico en torno al problema de la verdad en el liberalismo político

Felipe Curcó Cobos1 

1Departamento Académico de Ciencia Política, Instituto Tecnológico Autónomo de México felipe.curco@itam.mx


RESUMEN

Me propongo analizar críticamente la idea de abstinencia epistémica desarrollada por un importante grupo de teóricos liberales a partir de los años ochenta del siglo pasado. Para los propósitos del liberalismo político la propuesta de la abstinencia epistémica desempeña un papel crucial. Consiste en garantizar el consenso en torno a las reglas procesales y principios públicos de justicia, exigiendo que la pluralidad de intereses y concepciones sustantivas que coexisten en la sociedad se abstengan de realizar atribuciones de verdad sobre sus propias concepciones morales cuando éstas son debatidas en la esfera pública. Mi argumento es que esta estrategia fracasa toda vez que la abstinencia epistémica no resiste la aplicación de sus propias cláusulas a sí misma.

Palabras clave: falibilismo epistémico; razonabilidad; principios normativos; restricción epistémica; democracia

ABSTRACT

The purpose of this paper is to discuss a thesis of Epistemic Abstinence that was developed by an important group of political theorists starting in the 1980s. The thesis is of central importance to political liberalism. It is meant to secure a consensus on procedural rules and public principles of justice by insisting that the many interests and fundamental conceptions that coexist in society abstain from making claims about the truth their own moral precepts within the public sphere. I argue that this strategy breaks down because the thesis of Epistemic Abstinence cannot be applied to itself.

Key words: epistemic fallibilism; reasonableness; normative principles; epistemic restraint; democracy

Introducción. La abstinencia epistémica y el “hecho plural”

Las sociedades democráticas modernas -bajo condiciones normales de libertad- son sociedades plurales y divididas: se distinguen por albergar una amplia diversidad de cosmovisiones en su interior. De ahí que el pensamiento liberal deba lidiar permanentemente con el asunto de cómo acomodar adecuadamente la pluralidad que distingue a sus comunidades; una preocupación frecuente, y ya manida, que usualmente ha sido planteada del siguiente modo: ¿cómo lograr términos de cohesión y cooperación mutua entre ciudadanos libres e iguales, pero profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas, políticas o morales, a menudo no sólo diferentes, sino incluso excluyentes entre sí? Éste es el problema -como Pitkin lo define- que conduce a “la necesidad de creación continua de unidad en un contexto de diversidad, aspiraciones variadas, e intereses en conflicto” (1972, p. 216).1

Cuando examinamos de cerca la estrategia que la lógica liberal ha utilizado para hacer frente a esta cuestión, nos percatamos de que -tal y como lo hace ver Rawls (1993, pp. 9-26; 1982, pp. 4647)- ésta ha seguido un camino muy similar al de los pensadores modernos. En el contexto de las guerras de religión europeas de los siglos XVI y XVII, éstos se habrían finalmente convencido de la inutilidad e inconveniencia de querer fundamentar la cohesión social sobre la base de una misma profesión de fe. En cuanto la fractura de la unidad religiosa impidió que la religión continuara siendo un elemento básico de cohesión social, la solución a este problema en buena medida consistió en ir privatizando paulatinamente el punto de vista confesional. A partir de la Reforma el liberalismo habría continuado extrapolando esta solución imaginando que, si se relegan a la esfera privada las cuestiones que causan división, un acuerdo público sobre las reglas de procedimiento para administrar la pluralidad de intereses sustantivos que existen en la sociedad bastaría para garantizar la unidad social.

¿Cómo construir este acuerdo procedimental sobre bases que resulten aceptables para todos? Démonos cuenta de que el antagonismo potencial que existe en las relaciones sociales en contextos heterogéneos y divididos es algo que proviene no tanto de la pluralidad per se sino de la pretensión de verdad que cada visión idiosincrásica reivindica para sí misma. Lo que produce que estas visiones sean incompatibles entre sí es el hecho obvio de que cada una tiene origen en una concepción de la verdad diferente (González Ricoy 2007). Frente a esto, la solución que el liberalismo político recomienda es que -tal y como ocurrió con la religión a raíz del proceso de Reforma- el punto de vista en torno a la verdad sea entonces privatizado. Esto significa dos cosas: por un lado, i) la exigencia a los ciudadanos de que al participar en el debate público respecto a cuáles son los principios éticos y de justicia que deben regular la convivencia política eviten hacer atribuciones de verdad sobre sus propias concepciones, esto es (como Raz lo describe 2001)), se abstengan epistémicamente de reivindicar para éstas toda pretensión de verdad, y, por otra parte, ii) que los principios de justicia y los acuerdos procedimentales que sirven de estructura básica para las democracias liberales tengan valor político, mas no epistémico. En otras palabras, se trata de evitar que la justificación pública de los principios procesales de justicia se conciba y presente como una concepción entre otras -apoyada en determinadas ideas sobre el bien o sobre la verdad-, para en lugar de ello asumirse como una noción de segundo orden entre las diferentes concepciones del bien e ideas rivales sobre la verdad (González Ricoy 2007). De este modo la justificación pública de los principios liberales pretende llevarse a cabo en términos políticos, no controversiales, evitando la confrontación con otras visiones que potencialmente pudieran entrar en conflicto con ella. Al abstenerse de proclamar para sí predicado de verdad alguno, la concepción pública de justicia garantiza la estabilidad y se presenta como resultado de un acuerdo político neutral que en nada afecta el valor epistémico que cada concepción del bien reivindique. Se trata de una idea que existe desde los albores del pensamiento liberal (por ejemplo, cuando Locke afirma: “el objeto de las leyes no es establecer la verdad de las opiniones, sino atender a la seguridad de la comunidad, de todas las personas, y de sus bienes”) (1983, p. 40). Y está plenamente elaborada en el pensamiento liberal contemporáneo, cuando Rawls afirma que el objetivo del liberalismo político consiste en “poner al descubierto las condiciones de posibilidad de una base pública de justificación razonable acerca de cuestiones fundamentales”. Al hacer esto, el liberalismo “tiene que distinguir el punto de vista público de los puntos de vista privados [. . . ] además tiene que ser imparcial [. . . ] evitando criticar, y mucho menos rechazar, cualquier teoría particular sobre la verdad de los juicios morales” (Rawls 1996, p. 14). Por lo tanto, “en vez de referirse a su concepción política de justicia como verdadera, el liberalismo se refiere a ella como razonable” (ibid., p. 15)

A continuación me propongo analizar críticamente las consecuencias problemáticas que resultan de esta formulación. Lo haré, específicamente, a partir de las variables más relevantes que la estrategia de abstinencia epistémica ha asumido en los autores contemporáneos que la han hecho suya. Me referiré, i) a la propuesta de restricción epistémica que el pensamiento liberal desarrolló durante los años ochenta y noventa (especialmente Nagel, Larmore, Rorty y Rawls) y la primera década del presente siglo.2 En segundo lugar, ii) mostraré la conexión de esta propuesta con el argumento falibilista de Brian Barry. Posteriormente, iii) analizaré la versión del argumento de restricción epistémica en Rawls y el papel que las cargas del juicio desempeña en dicho argumento (como versión que incorpora todas las posturas anteriores). Finalmente, iv) mostraré cómo es que las críticas de Apel, Habermas, Dworkin y Estlund socavan de fondo las distintas variantes de argumentación a favor de la estrategia de abstinencia epistémica. Me apoyaré en esas críticas para probar que sea cual sea la forma en que concibamos la abstinencia epistémica ésta siempre requerirá sostenerse sobre la base de premisas epistémicas (y no meramente políticas), con lo cual, su estrategia falla al devenir inconsistente. De ahí busco concluir que el liberalismo político no puede desentenderse de reivindicar algún tipo de compromiso epistémico con criterios específicos de verdad y/o corrección moral.

1. Restricción epistémica y “reconocimiento mutuo”

El argumento de la restricción epistémica [epistemic restraint] se plantea así: se quiere garantizar el consenso y la estabilidad en sociedades plurales, esto sólo podrá lograrse en la medida en que ninguna concepción del bien insista en sostenerse como verdadera cuando se le expresa políticamente. Por concepción del bien se entiende prima facie distintos puntos de vista morales, de carácter general y comprehensivo, lo cual significa que informan axiológica, programática y sustantivamente sobre la globalidad de todo aquello que consideramos de valor para nuestra vida. Así definidas, y según Thomas Nagel (1987), las concepciones del bien -al presentárseles públicamente- deben evitar hacerlo como verdaderas.

El argumento se desarrolla en dos pasos. En un primer paso, la propuesta empieza por reconocer el conflicto que hay entre el punto de vista personal de nuestras convicciones y la exigencia de imparcialidad para la justificación pública de las mismas. La idea -en palabras de Nagel- es que cuando atendemos a alguna de nuestras convicciones desde el exterior, independientemente de si está justificada desde el interior, “la referencia a que sea verdadera debe limitarse a que se le exprese como una referencia a nuestra creencia y debe tratársele como tal a menos que dicha creencia pueda justificarse desde un punto de vista más impersonal” (1987, p. 230). En un segundo paso, reconocer la diferencia que hay entre la justificación desde el punto de vista interior y la justificación desde el punto de vista exterior conduce a la implementación de un procedimiento público de depuración epistémica. Dicho proceso exige debatir nuestras convicciones en la arena pública garantizando que las diferentes creencias internas que cada quien defiende no se conciban como creencias ad hominem, sino como creencias impersonales. Sólo sobre esta base -Nagel afirma- resulta viable construir los fundamentos de un consenso posible. En otras palabras, en los contextos de debate y discusión democráticos, los acuerdos sólo serán posibles en la medida en que algún tipo de restricción se imponga a los puntos de vista irreductibles. Esto significa que no importa cuán verdaderas consideremos nuestras convicciones, a éstas se les habrán de considerar únicamente como creencias cuando se les exprese públicamente. Ésa es la razón por la cual “la defensa del liberalismo requiere que algún tipo de límite sea impuesto a las referencias a la verdad en los argumentos políticos” (Nagel 1987, p. 227). Esto no quiere decir que al discutir debamos dejar de creer internamente en la verdad de nuestras creencias y opciones morales, quiere decir, simplemente, que -desde la perspectiva del debate público- debemos abstenernos de presentarlas como creencias verdaderas para sólo referirnos a ellas como creencias de alguien. En tal caso adoptamos un punto de vista desde el exterior y hablamos de “creencias” en lugar de “creencias verdaderas”, al mismo tiempo que en privado no dejamos de adoptar el punto de vista interno que nos hace creer en su verdad. No se trata, por lo tanto, de adoptar una forma de escepticismo epistémico que renuncie a la pretensión interna de verdad, sino de una restricción epistémica aplicada normativamente al debate público.

Según Nagel, mediante este procedimiento, no se trata de que los principios que rigen las decisiones políticas permanezcan impermeables a las inquietudes morales (y las pretensiones de verdad inherentes a las mismas) que existen en la sociedad civil, sino de alcanzar una especie de principio procedimental de segundo orden donde “cada quien es libre de buscar hacer aquello que considera un bien o una verdad, pero sólo dentro de los límites impuestos por la imparcialidad de un orden superior” (1987, p. 227). Las condiciones que esta “imparcialidad de orden superior” establece no pretenden, por lo tanto, que quienes sostienen concepciones controversiales del bien o la verdad tengan que renunciar a debatir públicamente sobre la base de sus propias convicciones qué principios deben implementarse políticamente. Pero sí obligan, en cambio, a promover que dicho debate cumpla pautas restrictivas de segundo orden cuando nuestras concepciones comprehensivas se debaten políticamente. Esas pautas restrictivas exigen que la argumentación no utilice (o no sea parasitaria de) léxicos morales, religiosos o metafísicos controversiales. Sólo así los criterios de justificación pública que se emplean en el debate político podrán abonar un terreno común para lograr el entendimiento.

En una línea próxima (y a la vez diferente) a la de Nagel, Charles Larmore se aleja de este procedimiento de depuración. El camino adecuado para lograr que las opciones conflictivas en disputa no resulten irreductibles y logren alcanzar algún punto de entendimiento, no consiste (como Nagel propondría) en introducir cláusulas para acrisolar los argumentos hasta expurgarlos de todo punto de vista controversial y generar un denominador común de entendimiento (que pese a todo, quizá resulte vacío de contenido): “la estrategia sensata para lograr la neutralidad no es suponer que las opiniones conflictivas compartan algún denominador común” (Larmore 1987, p. 50). Por el contrario, la estrategia que Larmore sugiere consiste simplemente en apartarse de lo que está en disputa: “cuando dos partes discrepan pueden adoptar una postura neutral dejando de lado, por un momento, las opiniones en disputa y continuando la conversación sobre la base del resto de sus creencias” (ibid.). Con esto Larmore ofrece su propia variante de abstención epistémica. Al retirarlos de las pretensiones de verdad que entren en conflicto, trataremos de averiguar si acaso puede alcanzarse un punto que permita continuar la discusión sobre supuestos que no se hallen en controversia.

En un sentido amplio ambas estrategias se aproximan porque buscan lo mismo: Nagel busca generar las condiciones para lograr una base de justificación pública imparcial; mientras que Larmore lo hace para encontrar una justificación pública neutral. No obstante, en un sentido más específico, hay una diferencia significativa entre ellas: Nagel propone restringir los procesos de argumentación para obligarnos a obtener puntos de vista impersonales, y Larmore recomienda evitar la discusión misma, esto es, señala que ahí donde el disenso es irreconciliable no debemos decir absolutamente nada sobre este desacuerdo, eliminar de la agenda conversacional pública los ideales morales que nos dividen y buscar ampliar nuestro perímetro de discusión hacia terrenos de creencia más extensos con vistas a intentar hallar nodos de convergencia relevantes a partir de los cuales se puedan construir acuerdos. Ackerman (1989, p. 16) y Glaston (1991, p. 103) hacen una propuesta similar.

2. Liberalismo y falibilismo epistémico

Más allá de las semejanzas o diferencias entre estas propuestas, ahora me interesa concentrarme en un punto obvio de debilidad que encuentro en ellas. La propuesta de Nagel, así como la de Larmore, necesitan que los ciudadanos en disputa muestren muy altas dosis de buena voluntad para llegar a algún acuerdo respecto a la justificación de los principios de justicia, y éstos acepten restringir sus pretensiones de verdad (propuesta de Nagel) o bien pospongan la discusión para llevarla a un terreno distinto donde pueda ponerse de acuerdo (propuesta de Larmore) (Curcó 2007). Larmore mismo acepta, por ejemplo, que su propuesta sólo se muestra viable cuando “aquellos con quienes estamos en desacuerdo tienen puntos de vista con los que, pese a todo, sentimos alguna simpatía” (1987, p. 59). Debido a dicha simpatía podemos desde la confianza suponer la disposición que hay por aplazar o por suspender los acuerdos que hacen posible trasladar la polémica hacia una base común compartida desde donde se facilite encontrar nodos de coincidencia con las opiniones ajenas. ¿Cómo y porqué debería suceder eso? En otras palabras, ¿por qué habríamos de estar dispuestos a renunciar a la verdad (toda la verdad, tal y como la vemos) cuando discutimos asuntos públicos fundamentales? Resulta sensato suponer que estando en juego cuestiones básicas para los ciudadanos -p.ej., temas como la penalización del aborto, la pena de muerte a criminales o secuestradores, la eutanasia, la educación laica, entre otras muchas cuestiones controversiales importantes-, éstos vean con recelo tener que restringir sus pretensiones epistémicas para ceñirse a una base impersonal de justificación (fundamentada a su vez en términos políticos y no epistémicos) en lugar de ceñirse a toda la verdad según la ven (como Nagel sugiere). En el mismo sentido, ¿por qué razón (tal y como espera Larmore) deberíamos seguir conversando con quienes estamos en profundo desacuerdo y carecen de poder para imponer sus ideas?, ¿por qué habríamos de aceptar situarnos en un nivel de discusión más amplio o abstracto con la esperanza de entendernos?, ¿por qué hacer estos esfuerzos y sacrificios?

Nagel elude responder estas interrogantes (y acepta que los límites que impone la “restricción epistémica” son límites interiorizados por los individuos), y la respuesta que Larmore propone “descansa en el compromiso de mostrar a todos respeto por igual” (1987, p. 61). De la misma manera se apoya en el principio motivacional de Scanlon (1998, p. 189), según el cual todos nos sentimos impelidos a dar una explicación de nuestra conducta en términos que aquellos que se verán influidos por ella no puedan razonablemente rechazar. Ambos compromisos morales operarían como obligaciones morales de primer orden (juicios éticos reflexivos) con mayor grado de complejidad que las reacciones morales de segundo orden (reacciones emocionales y juicios prácticos aprendidos o condicionados y con menor grado de reflexividad), lo cual permitiría explicar el predominio de los primeros sobre los segundos si en algún momento pudieran entrar en conflicto (Curcó 2007).

No obstante, esta solución deja aún sin responder al menos una cuestión fundamental incluida en las interrogantes que hemos enunciado anteriormente, cuestión que Susan Mendus (1987, p. 35) califica inclusive como la paradoja central de la tolerancia, a saber: ¿por qué, pese a todo, tratar con el mismo respeto a aquellos que desde nuestra posición convencida parecen estar profundamente equivocados y no tener el poder para imponernos lo que -desde nuestra óptica- es un error? ¿por qué conceder determinado valor a sus opiniones y consentir que nuestras pretensiones epistémicas se restrinjan?

Brian Barry sostiene en diversos lugares (1995a, p. 234; 1990, pp. 44-58) que existe una única manera plausible de responder a esto, una sola forma de apuntalar razonablemente las motivaciones o razones que impelerían a realizar el esfuerzo psicológico de abstinencia epistémica que necesariamente requiere toda actitud tolerante. Conforme a su argumento, la única motivación capaz de lograr que las personas traten con el mismo respeto las ideas de los demás (por muy grotescas o erróneas que éstas puedan parecernos), y por lo tanto, se restrinjan o se repriman nuestras pretensiones epistémicas tanto como las acciones orientadas a imponer nuestros puntos de vista morales, consistiría en el compromiso indispensable con alguna forma de falibilismo popperiano (Barry 1990, pp. 44-58). ¿Qué respuesta se puede dar -pregunta Barry- al problema del desafío decisivo que representa la búsqueda de imparcialidad y neutralidad a través de la moderación de los juicios éticos y políticos y sus respectivas pretensiones epistémicas de verdad? “La única que me parece adecuada” -responde- “es que [.. . ] ninguna concepción del bien se puede sostener de forma justificable con un grado de certeza que garantice su imposición a quienes la rechazan” (1995b, p. 234). Los motivos que el ciudadano encuentra para tolerar aquellas opiniones que le resultan intolerables se desprenden, por lo tanto, de una especie de actitud interior que consiste en relacionarse de manera humilde con las creencias propias, o, dicho en forma más concreta: en tener una disposición de reserva o duda con respecto a la certeza última que apoya nuestras convicciones entendiéndose con esto que lo que hoy consideramos incontrovertiblemente cierto puede llegar a revelarse en el futuro (a la luz de nuevos modelos o datos de evidencia) como falso. Esto no significa la renuncia a nuestros juicios de valor (o de verdad) ni tampoco asumir una actitud escéptica. Como apunta Clarke, “uno puede tener la certeza de que ciertas concepciones son falsas y de que ciertas concepciones son mejores que otras, mientras sostiene que ninguna concepción posee la suficiente certeza como para garantizar su imposición a los demás” (1999, p. 635). Se trata, por otra parte, de un argumento ya presente en el pensamiento liberal desde las más tempranas y clásicas formulaciones del liberalismo, véase por ejemplo Mill 2002, pp. 13-45. De este modo, el falibilismo vendría a desempeñarse como concepción epistémica de segundo orden aplicada a las diferentes concepciones de primer orden cuya función sería garantizar que ninguna de éstas se imponga a las demás.

Ahora bien, la propuesta de Barry parece atractiva, pero desafortunadamente no funciona -al menos no para cumplir los fines de estabilidad política que busca consolidar la abstinencia epistémica-. ¿Qué ocurre con el principio falibilista cuando le aplicamos sus propias cláusulas? Dicho en otras palabras, ¿puede criticarse o hacer que parezca falso, en general, el principio del falibilismo aplicado a sí mismo? ¿Puede indicarse en qué caso podría refutarse este principio?

Vale la pena mencionar aquí el argumento de Apel (1991, p. 28), en el cual nos recuerda que en realidad estas preguntas no tienen respuesta, pues aunque consiguiéramos refutar el principio falibilista utilizando un argumento convincente, ¿no podrían decir los partidarios de dicho principio que han aceptado la autoaplicabilidad en el sentido del principio mencionado y que al hacerlo han visto que el principio de la falibilidad es él mismo falible, con lo cual el principio se habría confirmado, incluso en su autorrefutación? De ser así, el principio, de hecho, sería inmune a toda crítica (¡!).

Por otra parte es evidente que para que el falibilismo tenga sentido y cumpla con los objetivos políticos de estabilidad que se espera lograr afianzar a través de él, el falibilismo que Barry reivindica debería ser del tipo que -siguiendo a Apel- denominaré “falibilismo limitado o moderado”.3

A la pregunta “¿es seguro -o infalible- que todo es falible? el falibilismo moderado responde afirmativamente y limita así el alcance de su principio, esto es, sosteniendo -como metaprincipio verdadero- que todo principio es inseguro o falible (a excepción del metaprincipio que enuncia dicha cláusula), o diciendo “sí, estoy seguro o segura de afirmar (tal vez como hipótesis provisionalmente cierta de primer orden) que todo es falible”. Pero en tal caso, notemos entonces que el falibilista está tratando de decir algo cierto, algo que es fundamentalmente correcto y verdadero. Con esto confirmaría la intuición del segundo Wittgenstein (Sobre la certeza y que hallamos, aun antes, en Descartes), según la cual no se puede concebir ningún juego lingüístico en el que se pueda expresar la duda con pleno sentido sin antes presuponer algún tipo de certeza (ya sabemos, desde Descartes, que si dudo de todo no puedo también dudar de que estoy dudando). De ser así -y en la medida en que el falibilismo hace una atribución fundamental de verdad sobre sus propias cláusulas o metaprincipios de primer orden-, el falibilismo (al menos en la forma en que Barry lo presenta) tendría que afirmar que todas las concepciones e ideas sobre el bien y la verdad son falibles con excepción del propio metaprincipio falibilista que afirma que todo es falible. Pero, entonces, (i) si el principio de abstinencia epistémica exige al ciudadano que cuando participe en el debate público evite hacer atribuciones de verdad sobre sus propias concepciones, esto es, se abstenga epistémicamente de reivindicar para éstas toda pretensión de verdad; y, (ii) por otra parte, la única motivación que los ciudadanos encuentran para hacer este esfuerzo se apoya en el falibilismo, entonces (iii) al ser el falibilismo una teoría epistémica con una clara pretensión de verdad sobre su metaprincipio fundamental, el resultado que obtenemos es que el propio falibilismo -en la medida en que no elude el compromiso con la verdad de sus metaprincipios o hipótesis de primer orden- no cumple tampoco con las propias cláusulas que la abstinencia epistémica busca establecer; a saber, fijar una base pública de argumentación que no dependa de premisas epistémicas si no meramente políticas. De esta forma las razones que se usan para tratar de convencernos de que nos abstengamos epistémicamente serían, ellas mismas, razones epistémicas, y así la pretensión original en ellas fallaría al convertirse éstas en inconsistentes.4

3. Rawls y la abstinencia epistémica

Es de sobra conocida la forma en la que el Rawls posterior a la edición de Teoría de la justicia (1971) fue integrando de manera paulatina a su obra más reciente una versión propia de la abstinencia y el falibilismo epistémicos orientada a evitar este resultado incómodo. A partir de su conferencia Tanner (1982), de la publicación de Justice as Fairness (1985), y, principalmente, de la incorporación de estos y otros ensayos articulándolos y ordenándolos sistemáticamente en Liberalismo político (1993), Rawls expone su proyecto liberal en términos muy similares a los que -hasta aquí- hemos analizado. Así, la pretensión explícita del proyecto liberal rawlsiano consiste en desarrollar una concepción política de la justicia orientada a hacer frente al pluralismo que caracteriza esencialmente a las sociedades liberales, y a la vez, se rehúsa a fundamentar dicha concepción política en visiones filosóficas, religiosas o morales que puedan incorporar puntos de vista controversiales que dificulten el acuerdo público. En Liberalismo político, por lo tanto, Rawls trata de garantizar que los principios de justicia que sirven de estructura básica para las democracias constitucionales tengan valor político mas no epistémico, es decir, sean resultado de un acuerdo en términos políticos que no afecte en nada (ni ponga en entredicho) el valor epistémico de las pretensiones de verdad que cada concepción moral, metafísica o religiosa, reivindique para sí.

En lo que Raz ha denominado la “tesis de los fundamentos poco profundos” (2001, pp. 73-108), el objetivo de Rawls toma, entonces, una vía muy similar a la que hemos venido exponiendo, a saber: busca establecer las bases conceptuales y filosóficas sobre las cuales ha de generarse la lealtad ciudadana a las instituciones, y evita que la validez política que da lugar a dicha lealtad dependa de alguna concepción de la verdad en particular (de ahí que la teoría no eche sus raíces en alguna base teórica profunda que la sustente). En este sentido, el estatus epistemológico relativo al valor de verdad que alcanzan los principios constitucionales y de justicia se mantiene -dice Rawls- “indeterminado”. Rawls introduce aquí un rasgo propio y nuevo respecto a las versiones previas de abstinencia que ya hemos expuesto. En la medida en que la concepción pública de justicia se mantiene independiente de las doctrinas filosóficas y religiosas que profesan los ciudadanos (al no derivar de ninguna de ellas), puede, no obstante, encontrar apoyo en cualquiera de las mismas, ya que deja en libertad a cada quien para que tomando en cuenta su propia doctrina comprehensiva5 decida percibir la concepción política como algo que encuentra apoyo en sus propios valores e ideas de la verdad o, cuando menos, no entra en conflicto con sus convicciones sustantivas más básicas. Siguiendo a Rawls, por lo tanto, una concepción “política” de la justicia ha de satisfacer en definitiva al menos tres características: (i) referirse a la estructura básica (constitucional) de la sociedad y no expandirse, por ejemplo, a normas acerca de nuestra conducta personal o ideales de vida, (ii) ser capaz de “autofundamentarse”, es decir, mostrarse como una concepción independiente de cualquier doctrina comprehensiva en particular (sea el kantismo, el utilitarismo, el cristianismo, etc., aun si desde el interior de cualquiera de estas doctrinas, u otras más, cada quien es libre de encontrar distintos motivos o razones para consolidar su lealtad política), y (iii) expresarse en términos que sean familiares a la ciudadanía, esto es, que se base en ideas implícitas en la cultura política de una sociedad democrática (1993, pp. 11-13). Esto significa (a) que la concepción política de la justicia busca un consenso constitucional -razón por la que no alcanza a principios sustantivos, ni implica haber alcanzado una concepción pública compartida en materia de legislación ordinaria o acerca de metas o fines sociales abarcativos, (b) no es escéptica, no afirma la imposibilidad de conocer la verdad (esto la comprometería indebidamente con una posición epistémica comprehensiva), sino que, más bien, es indeterminada, no afirma ni niega ser verdadera, y (c) no es abarcativa, no pretende resolver todas ni la mayoría de las cuestiones que pueden plantearse sobre la justicia política (ibid., pp. 156-157).

Ahora bien, todo esto supone una disposición (tanto de los ciudadanos como respecto al modo en que los propios principios liberales de justicia se describen y presentan públicamente a sí mismos), a restringir o abstenerse epistémicamente de reivindicar los propios puntos de vista (políticos o morales) como verdaderos. Dicha inclinación, no obstante, Rawls la implica al vincularla a lo que bien puede ser considerado el concepto fundamental (y novedoso) de Liberalismo político, a saber, la idea de lo razonable.

La razonabilidad introduce una nueva variante en la estrategia de la abstinencia epistémica, la cual se define como una capacidad política fundamental que incorpora, al menos, dos rasgos centrales: en primer lugar, (i) ser razonable presupone una disposición a transigir y encontrar términos de equilibrio y convivencia con cualquier punto de vista comprehensivo -ya sea religioso, moral o filosófico- que no amenace con socavar los fundamentos de la cooperación social, y (ii), en segundo lugar (y quizá más importante), ser razonable incorpora -en perfecta sintonía con el falibilismo popperiano que como anteriormente vimos Barry hace suyo- el reconocimiento de lo que Rawls llama “las cargas el juicio” [burdens of judgement], esto es, el reconocimiento de los límites naturales del conocimiento humano que lleva a que las personas difieran, razonablemente, en muchas de sus convicciones. Como ejemplo de estos límites naturales Rawls enumera una lista no exhaustiva (1993, p. 87): (a) la complejidad de la evidencia empírica y científica disponible, (b) la dificultad de sopesar esas evidencias de manera adecuada, (c) la vaguedad e imprecisión de nuestros conceptos, (d) nuestra tendencia a evaluar hechos y valores de modo distinto, (e) la fuerza de distintas consideraciones normativas que se encuentran a ambos lados de una disputa, y (f) la dificultad real y genuina para dar con una respuesta adecuada para dichos dilemas; todo lo cual lleva a que nuestros juicios y convicciones resulten falibles.

Estos dos rasgos de la razonabilidad explican por qué las personas y las teorías comprehensivas estarían dispuestas a cooperar y a restringir públicamente sus pretensiones de verdad, todo ello sin que el estatus epistémico de sus doctrinas se vea afectado. Por eso la razonabilidad es un recurso político más que una idea epistemológica. De ahí que “la ventaja de mantenerse en lo razonable” -señala Rawls- “es que aunque no puede haber más que una doctrina verdadera, puede, no obstante, haber muchas doctrinas razonables” (ibid., p. 161). Esto explica porque la noción de lo razonable resulta para él la más indicada para justificar un régimen constitucional que el ideal de verdad o corrección moral unívoco.

Anteriormente vimos, al analizar las propuestas de Barry, las dificultades inherentes al tratar de sustentar las razones de la restricción o abstinencia epistémica en razones (falibilistas) que distan mucho de abstenerse -ellas mismas- epistémicamente. Además el falibilismo (como el propio Rawls reconoce) es una doctrina comprensiva más y, como tal, no puede servir de base pública para la justificación de la facultad de lo razonable. No se trata de una cuestión menor, toda vez que Rawls hace que de este término dependan nada más y nada menos que los criterios de demarcación que fijan los límites de tolerancia al interior del Estado liberal. Específicamente, Rawls va a distinguir formas de pluralismo razonables (y por lo tanto, aceptables) de formas de pluralismo que no lo son. Con esto quiere indicar que hay formas de diversidad que a pesar de sus diferencias pueden cohabitar entre sí gracias a que su incompatibilidad resulta, pese a todo, razonable; y también formas de pluralidad irreductible que -al no admitir las cargas del juicio ni la falibilidad de sus puntos de vista- representan una amenaza inadmisible para la institucionalidad liberal.

Esto plantea una dificultad importante, porque ceteris paribus no queda claro cuáles son exactamente las propiedades que Rawls atribuye al predicado de la razonabilidad. A veces parece que lo razonable opera como sinónimo de tolerancia (Rawls acepta que una persona es tolerante, o se muestra razonable, cuando en atención a razones, y a pesar de tener competencia para hacerlo, no impide realizar algún acto a otra). Otras veces, en cambio, da la impresión de que lo razonable fija los límites -o establece los criterios de corrección moral- relativos a las fronteras que marcan el perímetro de inclusión plural en la cultura política liberal, de modo que sólo las doctrinas comprensivas razonables podrían aspirar a ser protagonistas de pleno derecho en esta clase de democracias. El problema es que si la razonabilidad tiene esta connotación fuerte (funcionar como principio objetivo de validación política), no puede mantenerse con coherencia sin tener que renunciar a la abstinencia epistémica (en seguida argumentaré por qué). Y si sólo cumple una función débil (ser sinónimo de tolerancia), entonces no ofrece ninguna razón por la cual la razonabilidad habría de tener prioridad por encima de otras actitudes morales u otras concepciones de verdad de cada doctrina comprensiva que frontalmente rivalicen con ella. En su célebre debate con Rawls, Habermas lo explica así:

O bien lo “razonable” es un predicado tan desinflado que resulta demasiado débil para caracterizar la validez de una concepción de la justicia reconocida intersubjetivamente, o bien es definido de una forma demasiado fuerte, en cuyo caso lo “razonable” prácticamente vendría a coincidir con lo moralmente justo. (1995, p. 125)

Si lo razonable es un predicado político sin contenido epistémico, entonces resulta muy débil en la medida en que sólo se limita a pedir consideración [thoughtfulness] o tolerancia respecto a las distintas doctrinas comprensivas en disputa. En tal circunstancia (y más allá de pedirnos tolerancia), la razonabilidad no ofrecería ningún criterio para identificar los principios políticos y la concepción de la justicia correcta que habría de prevalecer entre todas aquellas teorías políticas o liberales en disputa -cada una con sus respectivas ideas del bien y concepciones de la verdad confrontadas-, y, por lo tanto, no justificaría tampoco la prioridad de la concepción liberal rawlsiana basada en la indeterminación epistémica con respecto a otras teorías que (pongamos por caso) reivindiquen exactamente lo contrario (i.e., un fuerte contenido de verdad o corrección para sus enunciados políticos).

Si, por el contrario (y a veces parece así) Rawls utiliza el predicado razonable en sentido fuerte “como predicado para la validación de afirmaciones normativas” (Habermas 1995, p. 124) cuya función correspondería a un uso público de la razón regulado por ciertas normas contrafácticas y procedimentales que todas las diversas doctrinas comprensivas estarían obligadas a respetar, entonces, no hay duda de que lo razonable vendría a operar como criterio de validez independiente, puesto que establecería una serie de demandas normativas con pretensión de validez objetiva aplicable a todas las concepciones sociales. En tal caso, no podríamos seguir diciendo que “se restringe” o “abstiene” de reivindicar un compromiso epistémico con determinado modo de definir y entender la validez política moral.

4. Indeterminación e inseguridad en la teoría liberal no epistémica

Quisiera añadir algo más sobre lo problemático que resulta sostener el carácter indeterminado de la teoría liberal. Los teóricos que asumen la abstinencia epistémica están obligados a afirman explícitamente que no hay modo de determinar si su propuesta teórica es correcta o verdadera. La indeterminación de la teoría exige sostener que no es posible fijar respuestas teóricas correctas o incorrectas para la formulación liberal de los principios políticos que guían la vida pública de la sociedad. Dworkin ha observado, sin embargo, que los enunciados de indeterminación presuponen premisas cognitivas y epistémicas demasiado ambiciosas, y que éstas no deben ser confundidas (como habitualmente sucede) con afirmaciones de inseguridad (1996). Y es que efectivamente parece darse cierta confusión entre inseguridad e indeterminación. Las afirmaciones de inseguridad son afirmaciones que hacemos cuando después de considerar reflexivamente todas las razones implicadas en una argumentación donde se involucran al menos dos alternativas en controversia, llegamos a la conclusión de que ninguna de éstas es más poderosa o convincente que las otras. Pensemos en casos problemáticos como la penalización del aborto o la legalización de la eutanasia. Escuchamos razones morales a favor y en contra, y en ciertos contextos ambas nos pueden parecer igualmente convincentes (o igualmente problemáticas). En tales circunstancias no sabemos qué pensar, estamos inseguros, decimos que la inseguridad se da por defecto como consecuencia de haber analizado todas las alternativas relevantes. Sin embargo, debemos distinguir: la afirmación “estoy inseguro de que la proposición en cuestión sea verdadera o falsa” -nos dice Dworkin- “es perfectamente consistente con ‘es una cosa o la otra’”, pero no lo es con: “la proposición en cuestión no es verdadera ni falsa” (1996, p. 131).

Es decir, sostener que es imposible dar una respuesta correcta a una cuestión controvertida (como hacen los teóricos que afirman la imposibilidad de pronunciarse epistémicamente respecto a la corrección moral de los valores o principios liberales), constituye una posición epistémicamente mucho más fuerte (y que requiere una argumentación igualmente fuerte o sustantiva) en comparación con aquella otra que simplemente se limita a hacer explícita nuestra incapacidad para precisar cuál es la solución adecuada. El primer caso ilustra un enunciado de indeterminación, el segundo de inseguridad. Volvamos ahora al ejemplo de la penalización del aborto. Si decimos que la penalización del aborto es correcta, debemos argumentar. Si decimos que es incorrecta, también. Pero si decimos que no es posible determinar cuál es la respuesta correcta a este asunto, también debemos argumentarlo. Y las razones de esta argumentación han de ser sustantivas en el mismo sentido y rigor en que habrían de serlo las razones a favor o en contra de la cuestión moral debatida. Así, sostener que no sabemos cuál es la solución correcta al dilema de Antígona (estar inseguros) es muy distinto a sostener que no hay respuesta correcta a su dilema (indeterminación). Podemos afirmar que no sabemos si debió enterrar o no a su hermano, pero asegurar que no hay forma de determinarlo significa que hemos analizado ya todas las alternativas morales relevantes y hemos encontrado que existen argumentos de peso para rechazarlas todas. Querría decir, por ejemplo, que habríamos descartado como válido el utilitarismo (¿qué acto de Antígona habría contribuido al mayor balance de bienestar en su entorno?, el utilitarismo de la regla, (¿qué normas debieron haber guiado su acción?), así como teorías morales significativas (supongamos, de tipo deontológico) que igualmente pretenderían estar en condiciones de informarnos respecto a cuál es en este caso la respuesta correcta (¿es concebible un mundo donde en circunstancias similares todos actuaran movidos por la misma clase de motivaciones que impulsaron la conducta de la sobrina de Creonte, hija de Edipo?).

Dworkin argumenta que esto aplica tanto para las proposiciones morales como para las afirmaciones evaluativas en general, particularmente en derecho y teoría política. Lo relevante aquí es que quien defiende una tesis general de indeterminación en moral, ética, o política, tiene un problema mucho más grave que quien solamente no está segura o seguro de cuál es la respuesta adecuada respecto a un dilema teórico. “Porque quien hace una afirmación de indeterminación” -nos dice Dworkin- “evidentemente necesita con urgencia una teoría altamente abstracta [. . . ] las afirmaciones de este tipo son realmente heroicas, de una vasta pretensión teórica” (1996, p. 139).

Como resultado, aquellos quienes utilizando la estrategia de abstinencia epistémica buscan escaparse de hacer aseveraciones con carga epistémica sobre la corrección o incorrección de sus propias propuestas teóricas y filosóficas, en realidad nunca consiguen hacerlo. Porque sólo hay dos maneras de interpretar semejante pretensión: o bien significa una modesta declaración de inseguridad respecto a que no se está completamente seguro o segura de si la propia teoría es correcta o no, o bien implica una afirmación de indeterminación donde se sostiene que no es posible establecer cuál es la teoría correcta. En el primer caso el compromiso epistémico con una pretensión de corrección o verdad queda pospuesto, no negado. En el segundo caso, en cambio, el compromiso epistémico con una pretensión de corrección o verdad es negado. Pero, paradójicamente, lo es en nombre de un compromiso epistémico que no renuncia a ser en algún sentido esencialmente correcto o verdadero. Permítaseme explicar esto con mayor detenimiento.

En la formulación más reciente de esta observación crítica desarrollada por Dworkin apenas dos años antes de su muerte, él mismo extrae con claridad la relevancia de su argumento acerca del carácter sustantivo de las tesis escépticas en materia de moralidad política, lo que permite poner en duda la viabilidad de la doctrina de la abstinencia epistémica que Rawls defiende. En Justice for Hedgehogs (2011), Dworkin afirma que en su Liberalismo político Rawls hizo mayor hincapié en la historia y las tradiciones políticas de determinadas naciones porque su objetivo era encontrar principios compartidos dentro de una comunidad histórica específica a través de un método esencialmente sociológico e historicista. Sin embargo, resulta obvio que, con todo, Rawls no sólo aspiraba a una búsqueda sociológica, sino a una búsqueda interpretativa a través de la cual esperaba identificar concepciones e ideales que propusieran la mejor descripción y justificación de las tradiciones liberales del derecho y la práctica jurídica. Como resultado de este ejercicio, Rawls concluye que la mejor descripción y justificación de la tradición liberal es aquella donde se prueba que la verdad moral no tiene papel alguno que desempeñar en la defensa de una teoría atractiva y detallada de la justicia política.

Dworkin dice que éste es un proyecto relevante, pero que no puede ser epistémicamente neutral. Porque cualquier interpretación de una tradición política debe escoger entre concepciones muy diferentes de lo que ésta encarna; al mismo tiempo, escoger entre ellas exige considerar que algunas son superiores y, por ende, proporcionan una justificación más satisfactoria que otras. Esto es algo, empero, que claramente no puede decidirse más que desde el telón de fondo de una epistemología no neutral (es decir, una epistemología que fija y argumenta a favor de determinados criterios desde donde se determina qué hace que una justificación sea más o menos satisfactoria). Decir que la mejor justificación de la tradición liberal es donde se prueba que la verdad moral no tiene papel alguno que cumplir en la defensa de los principios, es algo que sólo puede hacerse desde la base de determinados criterios de corrección que sugieren renunciar a cierto modelo de justificación (vinculado a la pretensión verdad) para adoptar otro (desvinculado de tal pretensión). En tal caso nunca se renuncia a la idea de lo que significa la mejor justificación, es decir, la justificación correcta. En otras palabras: pensemos acaso que cualquier intento de justificar los principios liberales argumentando a favor de su superioridad y verdad moral es un proyecto destinado al fracaso. Entonces, esto es algo que sólo podemos pensar si ya contamos con alguna teoría moral o epistémica que afirme como una verdad (moral o epistémica) que cualquier intento por justificar los principios liberales desde la verdad está condenado al fracaso.

Si seguimos el razonamiento de Dworkin podemos decir que la abstinencia epistémica pone a Rawls en un apuro: por un lado parece que ésta le exige que no proclame que su concepción de la justicia es verdadera o correcta con tal que no formule su teoría liberal en términos controversiales que pueden rivalizar con concepciones cuya pretensiones de verdad entren en conflicto con ella. Por otro lado, si Rawls busca realmente convencernos de adoptar su teoría por encima de otras alternativas teóricas disponibles, esto lo obliga nolens volens a argumentar que dicha teoría es más correcta (o verdadera) que otras. De ahí que se diga: “lo que necesita Rawls no es la abstinencia epistémica, sino una doctrina esotérica” (Raz 2001, p. 88).

5. A modo de conclusión: las razones (epistémicas) contra la abstinencia epistémica

Todo lo que hasta aquí hemos visto nos permite llegar al menos a una conclusión relevante: con independencia de todas las nociones de verdad que podemos adoptar (platónica, representacional, coherentista, intuicionista y un largo etcétera), hay al menos un uso del concepto de verdad que en cualquier afirmación que hagamos sobre un aspecto particular de la realidad -del tipo que sea- no podemos dejar de suponer. En la medida en que Rawls y los autores que asumen la abstinencia epistémica persigan como objetivo central alcanzar un consenso sin principios normativos (i.e., principios que elaboren criterios epistémicos de validación), pero sin dejar de aspirar a que los miembros de las diferentes doctrinas comprensivas afirmen una concepción moral de la justicia -si bien desde las razones propias de sus propias doctrinas-, esto conduce (como enseguida veremos) a una ambigüedad que saca a relucir las inconsistencias implicadas en la estrategia de abstinencia epistémica.

El propósito de Rawls en Liberalismo político es defender una “fe razonable” en la posibilidad de alcanzar un régimen constitucional justo basado en un consenso por suposición, esto es, un consenso que sobrepase los desacuerdos entre la multiplicidad de doctrinas existentes e identificando las bases posibles de un punto de unión más o menos amplio en torno a un común denominador de acuerdos básicos en el que confluyan todas las doctrinas razonables.

De aquí se desprende que la filosofía política de Rawls persigue al menos dos objetivos centrales determinados: la estabilidad y la unidad social no coercitiva. Pero entonces notemos algo fundamental. Esto significa que tales objetivos constituyen los criterios de corrección que supondría que una teoría política de la justicia debería satisfacer en circunstancias de pluralismo razonable. Joseph Raz ha argumentado convincentemente sobre este punto: semejante hecho sería suficiente para mostrar cómo es que Rawls no es capaz de respetar o mantenerse en el proyecto inicial de abstenerse de tener una posición epistémica respecto a su teoría. “Mi argumento es simple” -sostiene Raz- “recomendar una teoría como una teoría de la justicia para nuestras sociedades equivale a recomendarla como la teoría más justa, es decir, más verdadera, razonable, o válida” (2001, p. 82). De tal suerte que la teoría liberal rawlsiana no lograría mantener sus propios principios rectores bajo un carácter indeterminado (afirmando que éstos no son verdaderos ni falsos), pues dichos principios aspiran ciertamente a tener prioridad sobre cualesquiera otros, lo que en palabras de Raz significa una pretensión cognitiva y epistémica de validez moral. De ahí que diga: “no puede haber justicia sin verdad” (ibid., p. 161).

Es necesario precisar y explicar esto. El término verdad -o el predicado verdadero- resulta multívoco y su dominio depende, desde luego, de la teoría de la verdad que suscribamos. Por lo tanto, decir que un enunciado sobre la justicia es verdadero no necesariamente implica sostener que siempre lo es y cuando describa fenómenos universales, necesarios, independientes, o que sea correlato de una realidad moral objetiva. Esta concepción sobre la verdad (cuasiplatónica), no es en absoluto la única desde la que podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre la justicia.

Réplicas como las de Raz o las de Habermas buscan hacernos conscientes de que existe al menos un uso amplio del concepto verdadero que no podemos dejar de implicar ni de suponer en cualquier afirmación que realicemos sobre un aspecto particular de la realidad, incluidas, evidentemente, las afirmaciones morales. Estlund nos ayuda a entender el sentido de esto, cuando señala: “cualquier explicación (o teoría o concepción del mundo) que permita decir que ciertas cosas son justas y otras son injustas, también ha de permitir afirmar que es verdad decir que aquellas cosas son respectivamente justas e injustas” (1993, p. 1465).

En otras palabras, cualquier aseveración de que algo es mejor o peor supone contar con un criterio de jerarquización de alternativas con pretensiones cognitivas, así como el planteamiento de cualquier criterio de corrección político (pretenda o no ser intemporal e independiente) inevitablemente implica una idea de corrección o validez (Estlund 1995, p. 80). Consista en lo que consista la noción de verdad, hay, por lo tanto, un sentido mínimo en el que debemos percatarnos de que la noción de conocimiento no puede desvincularse del concepto de lo verdadero. Definir -como lo hace Rawls- una serie de objetivos y características políticas como los fines necesarios a los que la ingeniería constitucional debe encaminarse, y, a la razonabilidad, como el criterio que define las condiciones de posibilidad para el logro de esas metas, inevitablemente significa reivindicar para estas afirmaciones, sino una pretensión de verdad (debido a que el contenido exacto que otorguemos a este concepto puede permanecer confuso), sí al menos una pretensión de objetividad y validez práctica que suponen forzosamente un compromiso epistémico.

El ejemplo más claro de esto lo encontramos en los conocidos postulados pragmatistas de Rorty, así como en su propia versión de abstinencia epistémica. Rorty afirma explícita y provocadoramente que la cuestión de los fundamentos epistémicos y de la verdad (o de los criterios de corrección) es del todo irrelevante no sólo para la política, sino incluso para la ciencia y toda clase de investigación. “La verdad” -llega a sostener- “nunca es, de hecho, meta de la indagación” (1996, pp. 31-61]). El argumento en el que hace descansar tal afirmación consiste en aseverar que una meta es por definición algo con respecto a lo cual uno no sabe si nos estamos acercando o no. Lo que ocurre con la verdad es que nunca podemos saber qué tan cerca o lejos estamos de ella. Podemos saber únicamente cuando una creencia está justificada, pero nunca podemos omitir la justificación para centrarnos en la verdad, porque evaluar la verdad y evaluar la justificación constituye una única actividad. De ahí que Rorty sostiene que está plenamente de acuerdo con Rawls respecto a que la mejor manera de defender una política liberal y democrática es abandonar los planteamientos epistemológicos de la política liberal para únicamente concentrarse en los resultados que se desean obtener a través de las instituciones que se intentan justificar políticamente (1996, pp. 239-266).

Pero con esto, el pragmatismo muestra adolecer del mismo defecto que se está señalando: volverse una postura vacía que no llega a nada porque la prueba que propone (¿son buenos los resultados o las consecuencias?) se basa en una argumentación que no elude sugerir que hay una respuesta correcta -consecuencialista- a problemas específicos. Esta respuesta descalifica, entonces, toda pretensión de validez objetiva en nombre de otra pretensión de validez objetiva que sitúa a los resultados como criterio fundamental y primero. Si esta alternativa genera polémica, discusión y división filosófica entre las personas, es precisamente porque éstas discrepan en torno a cuáles son las mejores respuestas a las preguntas que el pragmatismo mismo intenta evitar (cfr., Dworkin 2010, p. 20). En otras palabras (y esto se aplica no sólo a Rorty, sino a todas las formas de abstinencia epistémica que hemos venido discutiendo), aquello que debemos suponer para que el llamado a abstenernos de toda pretensión de validez en el uso de nuestras afirmaciones teóricas tenga sentido (esto es, que al abogar por la abstinencia epistémica sus defensores nos están diciendo algo que ellos mismos pretenden sea correcto), es, sin embargo, algo que entra en contradicción con aquello que explícitamente sus mismos defensores nos están diciendo (a saber, que no están afirmando algo que pretenda ser correcto). Habermas y Apel lo denominan una contradicción performativa [performative self-contradiction], una contradicción en torno a la forma en que se realiza el acto comunicativo, y que Habermas explica así: “siempre estaremos obligados a mantener precisamente las distinciones de las que Rorty quiere retractarse, entre ideas válidas e ideas socialmente aceptadas, entre los buenos argumentos y los que simplemente tienen éxito para cierta audiencia y cierta época” (Habermas et al. 1988, p. 308).

Siendo de este modo las cosas, Rawls (al igual que Rorty) no puede evitar establecer un compromiso epistémico con ciertos criterios de corrección (igualmente epistémicos) que a la larga sirven para definir qué es lo que en términos de justicia hemos de poder considerar verdadero -el criterio, en sí mismo, no es verdadero ni falso, ya que es lo que sirve precisamente para distinguir lo verdadero de lo falso, pero, en tanto criterio, nunca puede dejar de tener un contenido fuertemente normativo, pues regula y define las condiciones que algo ha de satisfacer para estar dentro del caso que el criterio regula-.

[. . . todo] criterio genera objetividad práctica (que todavía no es la verdad) pues la acción puede quedar siempre corta respecto al criterio. La objetividad teórica o cognitiva está dada por el hecho de que exista este criterio. La presencia de un fin apropiado -un objetivo- proporciona objetividad práctica, tanto si hay, como si no hay, fines diferentes para situaciones diferentes, atendiendo a que siempre se podría errar en la realización del fin. Así como constituye un error práctico errar en la obtención del fin apropiado, es un error cognitivo perseguir el objetivo equivocado. (Estlund 1995, p. 80)

Afirmar, pues, que una concepción política determinada es la que mejor satisfará los propósitos que de acuerdo con nuestras circunstancias histórico-sociales una concepción política debe perseguir, es nolens volens, fijar un criterio de corrección desde a donde dicha concepción (en la medida en que cumple las normas del criterio) se le proclama también como verdadera (o normativamente válida). Al igual que sucede en todo compromiso normativo, entender, a su vez, que es la más adecuada, supone al mismo tiempo establecer lealtades, fijar prioridades, y excluir concepciones rivales o alternativas excluyentes.

Volviendo a Rawls, quiere decir todo esto que la abstinencia epistémica lo coloca en una situación complicada. Porque, por un lado, y con el fin de garantizar las condiciones que faciliten el consenso y eviten la confrontación con quienes reivindiquen distintas pretensiones de validez, el teórico está obligado a sostener la indeterminación de su teoría (es decir, a afirmar que su concepción no es verdadera ni correcta, sino sólo razonable). Por el otro lado, sin embargo, Rawls no puede eludir el hecho de que si realmente la concepción liberal sobre la política ha de prevalecer por encima de otras concepciones rivales y antagónicas, entonces la noción misma de lo razonable ha de poseer un fuerte contenido normativo, lo cual ha de significar que debe haber razones capaces de convencer a la gente de que tanto esta noción como los objetivos a los que atiende representan la mejor alternativa incorporada en la teoría política correcta que los articula. Esto incorpora ya, de modo inevitable y por las razones que hemos visto, una pretensión de validez objetiva que es de suyo incompatible con la propuesta de indefinición (o abstinencia) epistémica.

Más allá de la postura de Rawls he querido mostrar por qué esta estrategia resulta de fondo, y en general, una mala salida para el liberalismo. En términos generales identifico una clara razón de por qué no se ha prestado atención en los últimos años al problema de la abstinencia epistémica. Hay una tendencia clara en el liberalismo posmoderno a despolitizar cada vez más una mayor cantidad de temas controversiales. Como me he encargado ya de argumentar en otro lado (Curcó 2011), el liberalismo posrawlsiano tiende a ser un liberalismo posideológico. Con el fin de asegurar el consenso en la esfera pública, todas las cuestiones controvertidas desde el punto de vista de la verdad moral tienden a ser relegadas a la esfera pública. Tal y como lo vio Schmitt hace más de noventa años, al considerar la verdad como algo simplemente relativo (y privado) que surge del “choque irrestricto de opiniones y la competencia” (1988, p. 35) el liberalismo termina por situar lo particular subjetivo por encima de la universalidad, vaciando, con ello, a la política y la vida pública de contenido. Con ello la democracia deviene en el reino de los sofismas: el lugar donde todas las opiniones valen y tienen algo de verdad. En semejante situación ninguna consideración puede aspirar a tener predominio epistémico sobre otras (Curcó 2011). Inevitable, aparece, entonces, la sospecha de que el repliegue al subjetivismo implicado en el proceso de privatización de los puntos de vista éticos y morales convierte (quizá sin pretenderlo) la adopción del vocabulario y los principios liberales en mero asunto de elección libre y privado. El proyecto de la abstinencia epistémica compagina bien con esa pretensión. Tal vez a esto se deba que, excepto por notables excepciones (González Ricoy 2007), este tema no ha sido incluido en la agenda de discusión académica. En contra de esta tendencia, he querido servirme de los argumentos aquí expuestos para probar que no puede haber teoría política sin compromiso epistémico y cognitivo con respecto a alguna forma de verdad que aspire a alcanzar la validez objetiva.6

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1Cuando en la bibliografía no se especifica una versión en castellano la traducción de las citas es mía.

2El canon de lectura que sigo aquí lo tomé principalmente de Clarke (1999) y de González Ricoy (2007). Este canon de autores ofrece una muestra lo suficientemente representativa de la estrategia que (con todas sus variantes) adoptó el pensamiento liberal posrawlsiano a partir del siglo pasado.

3Barry argumenta que éste es el tipo de falibilismo que debemos interpretar, porque, en contraste, el otro tipo de falibilismo es aquel que —también siguiendo a Apel (1991, p. 28)— califico de “ilimitado” (o radical). Al afirmar que todo es falible, este tipo de falibilismo no pretende afirmar verdad alguna (ni siquiera el propio principio de que todo es falible como metaprincipio de carácter no controversial, esto es, como principio seguro y no falible). Al adoptar esta versión radical (p.ej, al estilo de filosofías como la de Rorty), y desde el momento en que afirma desistir de reivindicar para sí cualquier pretensión de verdad, el falibilista radical renuncia con ello a formular pretensiones de sentido discutibles más allá de lo que éste encuentra placentero en decir. Una afirmación que renuncia explícitamente a toda pretensión de verdad en realidad no afirma nada, por la misma razón, no puede asignársele valor de verdad alguno, tampoco es una posición que pueda discutirse o refutarse. Así, si este fuera el tipo de falibilismo que sustenta o fundamente la abstinencia epistémica ningún argumento podría ofrecerse a favor o en contra de él. Me he ocupado ampliamente de este tema ya en otro lado, véase Curcó 2011.

4Este argumento que está orientado a mostrar que el punto de vista normativo (el compromiso con alguna idea regulativa de verdad o corrección) no puede ser trascendido por el punto de vista descriptivo (entendido como el intento de “naturalizar” lo normativo reduciéndolo a mera manifestación de algo psicológico-subjetivo, histórico, o sociológico-cultural), prueba que el escepticismo epistemológico lo mismo que el relativismo no es posible sin una confianza implícita en la capacidad para el pensamiento racional. Éste es un argumento que Nagel (2000, p. 36) formula posteriormente: “cualquier razonamiento formulado en contra del razonamiento normativo tendrá que contener su propio razonamiento normativo, y esto solamente podrá evaluarse racionalmente, o sea, utilizando métodos que aspiren a una validez general”. Esto explica —sin duda— que Nagel (1991, n. 163, p. 49) haya terminado por considerar que la noción de “abstinencia epistémica” ya no funciona para el liberalismo.

5Como es bien sabido Rawls considera que una teoría (o una doctrina) es comprehensiva (o “abarcativa”) cuando ésta incluye “concepciones acerca de lo que es valioso dentro de la vida humana, así como ideales de virtud y carácter personal” tal y como suelen hacerlo, por ejemplo, las doctrinas religiosas y filosóficas. Además, una concepción es general, dice Rawls, cuando “se aplica a un amplio espectro de temas” (p. 172); de igual modo, es comprensiva, cuando incluye concepciones, creencias y principios de todo aquello que se considera de valor para la vida humana y, en última instancia, para la estructuración de nuestra personalidad en su totalidad (1993, p. 175).

6Agradezco profundamente a Iñigo González Ricoy y a Eric Herrán las largas charlas en las que tanto he aprendido de ellos. Gracias a ambos por todo lo que me enseñaron y por haberme introducido a tantas lecturas y temas. A ambos les admiro sinceramente su talento, amistad e inteligencia.

Recibido: 10 de Junio de 2013; Revisado: 18 de Noviembre de 2014; Aprobado: 09 de Enero de 2015

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