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Crítica (México, D.F.)

Print version ISSN 0011-1503

Crítica (Méx., D.F.) vol.42 n.126 Ciudad de México Dec. 2010  Epub May 12, 2020

https://doi.org/10.22201/iifs.18704905e.2010.867 

Notas bibliográficas

Margarita M. Valdés (comp.), Naturaleza y valor. Una aproximación a la ética ambiental

Alejandra Mancilla1 

1Centre for Applied Philosophy and Public Ethics Charles Sturt University, Australia alejandra.mancilla@anu.edu.au

Valdés, Margarita M.. Naturaleza y valor. Una aproximación a la ética ambiental. Fondo de Cultura Económica, Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, México: 2004. Problemas de ética práctica, 303p.


Aunque rondan ya las casi cuatro décadas de existencia, la filosofía ambiental y su rama más prolífica, la ética ambiental, no han logrado hacerse hasta ahora de un nicho propio en la academia y siguen siendo vistas como posturas marginales, relegadas habitualmente al último apartado en los textos de ética aplicada. Sin embargo, hay algunos signos de cambio. Quizá porque “calentamiento global”, “crisis de la biodiversidad” y “catástrofe ecológica” se han vuelto términos cotidianos, poco a poco se ve un mayor interés -al menos en el mundo anglosajón- por incorporar cursos universitarios de estas materias, y existen al menos una decena de revistas académicas dedicadas al tema.

Si esta nueva actitud ha tardado en replicarse entre los hispanohablantes, una de las principales razones ha sido, sin duda, la escasez de traducciones disponibles de los “clásicos” en esta materia, así como también la parcial -aunque no total- ausencia de autores hispanoamericanos abocados a ella. En este contexto, el libro que es objeto de esta reseña, subtitulado Una aproximación a la ética ambiental, es una notable introducción para quienes quieren saber cómo se ha problematizado recientemente al hombre en su relación con la naturaleza, entendida en un sentido amplio como “lo contrapuesto a lo humano” (p. 12).

La compilación de Margarita M. Valdés constituye un aporte en al menos dos sentidos. En primer lugar, incluye textos fundamentales de la literatura especializada en el tema ambiental: “La ética de la tierra” (1949), del ecólogo y filósofo Aldo Leopold; “Sobre lo que merece consideración moral” (1978), de Kenneth E. Goodpaster, y “La crisis del medio ambiente y el movimiento ecológico profundo” (1989) del fundador de la ecología profunda, Arne Næss. En segundo lugar, el hilo conductor de los doce ensayos elegidos -la cuestión de si la naturaleza posee valor intrínseco- es una (o tal vez la) pregunta central de los filósofos ambientales, antropocéntricos o ecocéntricos, holistas o individualistas. El libro constituye así un buen medio para aproximarse a la disciplina porque descubre tanto sus principales fortalezas como sus debilidades: entre las primeras, el acertado diagnóstico de que las éticas tradicionales y sus correspondientes teorías del valor se quedan cortas a la hora de fundamentar un trato genuinamente moral con lo no humano (sean animales, plantas, ecosistemas o biorregiones); entre las segundas, la dificultad de encontrar una teoría del valor que cumpla con el objetivo anterior sin caer en lo místico ni en lo religioso, y manteniéndose dentro de los límites de lo racionalmente justificable.

Valdés organiza el libro en tres partes, cada una compuesta por una cuarteta de ensayos con tres objetivos independientes: primero, mostrar las posiciones éticas más logradas que afirman que nuestras obligaciones morales se extienden más allá de lo humano y se fundan en el valor intrínseco de la naturaleza; segundo, exponer las dificultades teóricas implícitas en dichas posiciones, y tercero, trazar conexiones amplias entre la preocupación por el valor intrínseco de la naturaleza y posturas filosóficas como el feminismo. Si bien esta estructura es plausible, a continuación me referiré a los ensayos en un orden levemente distinto que, a mi parecer, puede iluminar un poco más su contexto.

Aunque pasó prácticamente inadvertida en el momento de su publicación, “La ética de la tierra” de Aldo Leopold (1949) se ha transformado en un texto imprescindible de cualquier antología de ética ambiental, y en referente obligado para cualquiera que se dedique al tema. Partiendo de su formación como ecólogo, Leopold plantea que una ética que considera no sólo la relación entre individuos y sociedades humanas, sino también entre los humanos y la tierra, es “tanto una posibilidad evolutiva como una necesidad ecológica” (p. 26). La “tierra” incluye, según el autor, “suelos, aguas, plantas y animales” (p. 27): una comunidad biótica de la cual el hombre deja de ser conquistador para convertirse en un miembro más.

A diferencia de contemporáneos suyos, entre ellos Gifford Pinchot, que veían la conservación como la administración racional de los recursos naturales para el bienestar humano presente y futuro, Leopold define la conservación como el esfuerzo por comprender y cuidar la salud de la tierra, entendida como su capacidad de autorrenovación. Somos parte de una pirámide de vida por donde fluye la energía de manera ascendente, a través de una trama de relaciones intrincadas y complejas. Tener conciencia ecológica -y, por extensión, conciencia moral- equivale a reconocer la importancia de esta pirámide de vida y a sentirse responsable de ella. Tal como lo resume en su frase más citada: “Algo es correcto cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica; es incorrecto cuando tiende a lo contrario” (p. 43).

¿Cuál es el fundamento de una ética que incluye la naturaleza como objeto de consideración moral? Ésta es la interrogante que intentan responder los ensayos de Holmes Rolston III (1991), Kenneth E. Goodpaster (1978) y J. Baird Callicott (1984).

La postura de Rolston es la más controvertida: una ética ambiental debe fundarse en la biología y la ecología, las cuales determinan lo que cada objeto natural es (p. 74), mientras que el trabajo de la ética consiste en descubrir a partir del es lo que debe ser (cfr. p. 79). En oposición a la dicotomía entre lo descriptivo y lo normativo, el autor adopta una metafísica teleológica donde “el debe no se deriva tanto de un es, sino que más bien se descubre simultáneamente con el es” (p. 97).

Siguiendo este criterio, todo individuo que tiene fines posee valor intrínseco. Así, la ética incluye a organismos y especies: a los primeros, porque tienen fines, aunque no se los propongan (cfr. p. 77); a las segundas, porque son formas o esencias de vida, portadoras de la información genética de una clase de individuos a través del tiempo. Por último, en los ecosistemas Rolston reconoce un tipo de valor que no es instrumental ni intrínseco, sino sistémico, por ser productores de valor.

Si bien éste no es el lugar para hacer una crítica a esta postura, saltan a la vista algunos problemas que Rolston deja sin resolver. Entre ellos, su fe ciega en nuestra capacidad de descubrir los fines propios de lo natural (suponiendo que dichos fines existen); su silencio con respecto a la puesta en práctica de una ética ambiciosamente inclusiva como la suya; y la difícil posición en que deja al ser humano como sujeto y objeto moral situado entre dos mundos: el de la naturaleza y el de la cultura.

Partiendo también de presupuestos teleológicos, para Kenneth E. Goodpaster “estar vivo” (y no ser sintiente o racional, o ambos) es la condición necesaria y suficiente para ser objeto de consideración moral. Lo vivo no sólo incluye “organismos de tamaño mediano” (p. 166), sino también biosistemas completos. Hay dos distinciones que ayudan a Goodpaster a enfrentar de mejor manera que Rolston las objeciones a posturas biocéntricas como la suya: que ciertos seres sean objeto de consideración moral no significa que tengan la misma importancia moral; y la consideración regulativa (referida a los principios) no es lo mismo que la operativa (cómo poner dichos principios en práctica). Una ética ambiental así supone que la destrucción de otros seres es el precio que debemos pagar por vivir, pero exige un cambio de actitud del hombre, de mayor sensibilidad y conciencia en su trato con aquellos.

Inspirado en la ética sentimentalista de David Hume, luego heredada por Charles Darwin, J. Baird Callicott propone fundar una ética ambiental no tanto en una cualidad del objeto de consideración moral, sino más bien en una disposición innata de los sujetos (i.e., los seres humanos). A medida que evolucionamos, la clase de aquellos a quienes consideramos parte de la comunidad moral -y a quienes concedemos, por lo tanto, valor intrínseco- se va extendiendo, hasta incluir idealmente la biosfera como un todo. Cultivar este sentimiento moral que el autor denomina “biofilia” nos permite distinguir entre nuestros afectos hacia animales salvajes y domésticos, y no nos limita a otorgar consideración moral sólo a individuos discretos; también podemos abarcar entidades y procesos supraorgánicos. Desgraciadamente, Callicott no aclara cómo y en qué medida podemos cultivar sentimientos hacia entidades que no los poseen.

Tom Regan, Harley Cahen, John Passmore y Timothy Sprigge reaccionan de manera directa o indirecta a las propuestas anteriores, e identifican sus debilidades más notorias.

“¿Se basa en un error la ética ambiental?” (1992) es la interrogante que sirve de título al ensayo de Regan. El foco de su crítica se dirige, en particular, al tipo de ética ambiental que proponen Rolston y, en menor medida, Callicott, la cual busca fundar nuestro respeto y deberes hacia lo natural en una teoría del valor intrínseco (variable, a su vez, dependiendo de si se trata de individuos domésticos o salvajes, organismos o procesos supraorgánicos). Según Regan no existe hasta ahora ninguna teoría que cumpla con todos esos requisitos. Se examinan cuatro posibilidades: si se opta por alguna teoría que sólo otorgue valor a ciertos estados mentales (como, por ejemplo, el hedonismo), entonces no tiene sentido hablar de respeto ni de deberes hacia ellos; el mismo problema surge si se otorga valor intrínseco a estados de cosas. Además, en ambos casos, ecosistemas, biocenosis y otras entidades supraorgánicas quedan fuera del ámbito de consideración. Una tercera posibilidad es adoptar un kantianismo ampliado, que asigne valor intrínseco a los individuos que son “sujetos de una vida” como fines en sí mismos (cfr. p. 136). Entonces sí se da un fundamento para el respeto adecuado hacia ellos, pero quedan sin resolver los conflictos de intereses, y no queda claro cómo podría otorgarse diferente valor a diferentes entidades. Una última posibilidad es hablar de “fines en sí mismos jerarquizados” (p. 141), pero en la práctica esto se reduce a tratar a los objetos naturales como si sólo tuvieran valor instrumental (i.e., a la hora de priorizar entre ellos -por ejemplo, entre una especie introducida y una nativa- no se podría respetar a todos por igual). Ante esto, Regan concluye que queda pendiente la formulación de una nueva ontología del valor intrínseco, que sirva de base a una ética del medio ambiente.

En una línea similar, John Passmore aboga por una nueva metafísica naturalista, aunque no reduccionista, que tome en serio la riqueza y complejidad de los sistemas naturales, y al mismo tiempo reconozca el carácter especial del ser humano como parte de ellos, pero que también lo reconozca como ajeno. El filósofo australiano niega que una ética ambiental deba rechazar la tradición y partir de cero; por el contrario, considera suficiente retomar los principios del utilitarismo clásico para garantizar no sólo un trato humanitario hacia los seres sintientes, sino además la preservación de especies y paisajes naturales.

Que estar vivo es condición necesaria y suficiente para merecer consideración moral, y que los ecosistemas caben en dicha categoría es la tesis de Goodpaster que Harley Cahen pone en tela de juicio. Para este último, algo es digno de consideración moral si posee intereses que puedan identificarse de manera no arbitraria, y si está dirigido a un fin (p. 179). Un comportamiento dirigido a un fin se reconoce porque “ocurre ‘para favorecer’ que tenga lugar el estado de cosas que lo sigue” (pp. 182-183). Organismos como las plantas, por ejemplo, cumplen con estos criterios; sin embargo, Cahen no cree que pueda decirse lo mismo de los ecosistemas. Características como la integridad y la estabilidad, que suelen citarse como pruebas de que los ecosistemas poseen un fin propio, son para él más bien productos secundarios no intencionados del comportamiento de los individuos que los conforman.

Quizá la aportación más curiosa de la antología sea la de Timothy Sprigge quien, a diferencia de los demás autores, defiende una posición marginal dentro de la ética ambiental. Sprigge rechaza a vitalistas como Rolston y Goodpaster, y propone asignar valor intrínseco a todo aquello que sea capaz de experimentar gozo o sufrimiento, que identifica con todo aquello que tenga una conciencia. Lo novedoso está en que, a diferencia de los hedonistas tradicionales, el autor amplía la clase de los sujetos conscientes hasta incluir el universo entero. A esta postura, inspirada en Alfred N. Whitehead, Sprigge la llama “panpsiquismo”.

La ecología “superficial” tiene por objetivo el bienestar material de los habitantes de los países desarrollados y aborda los problemas ambientales desde una perspectiva tecnológica; por el contrario, la ecología “profunda” rechaza la concepción de hombre-en-el-medio-ambiente y lo representa como un nudo en una red de relaciones intrínsecas, como en una “imagen de un campo total” (cfr. pp. 219 y ss.). Mientras que la primera aspira a mejorar el estándar de vida, la segunda se centra en la calidad de vida, relacionada con nuestra búsqueda de experiencias diversas en la naturaleza. A partir de esta distinción, el noruego Arne Næss elaboró a fines de los años 1970 una “plataforma del movimiento ecológico profundo”. Ésta aparece en la forma de un manifiesto dividido en ocho puntos. Entre ellos está el asumir que el florecimiento de la vida no humana en la tierra, además de su riqueza y diversidad, tiene valor intrínseco y no meramente instrumental; que los seres humanos sólo podemos interferir con dicha vida no humana para satisfacer necesidades vitales (definidas según el contexto); que tanto el florecimiento de la vida no humana como el de nuestra cultura requieren una disminución de la población mundial; que se necesita un cambio tanto en las estructuras como en la ideología de consumo reinantes, y que quienes estén de acuerdo con los puntos anteriores deben actuar directa o indirectamente en pro del cambio.

Bill Devall y George Sessions (coautor de la “plataforma” mencionada en el párrafo anterior) explicitan las dos intuiciones fundamentales que subyacen al planteamiento de Næss: autorrealización e igualdad biocéntrica. Frente al paradigma occidental tradicional del ser humano como dominador de la naturaleza, la idea de autorrealización -inspirada en el budismo- implica la fusión del yo individual con el Yo orgánico. La igualdad biocéntrica, entre tanto, es la afirmación de que todas las cosas vivas tienen el mismo valor en principio (ya que en la práctica, aunque sea mínimamente, estamos obligados a destruir y matar para sobrevivir). Frente a las críticas que acusan a la ecología profunda de ser un movimiento cuasirreligioso, Devall y Sessions reconocen que, en efecto, su objetivo es articular una visión no sólo filosófica, sino también religiosa, del mundo como una unidad.

“Dentro del patriarcado, la feminización de la naturaleza y la naturalización de las mujeres han sido cruciales históricamente para lograr la subordinación exitosa de ambas” (p. 244). Una de las condiciones de una ética ambiental completa y adecuada es, por consecuencia, reconocer esta conexión. Ésta es la tesis de Karen J. Warren, quien extiende la lógica del feminismo tradicional -que rechaza la estructura argumentativa de los marcos conceptuales patriarcales, en cuanto justifican la dominación hombre-mujer- para rechazar de igual forma la dominación hombre-naturaleza.

Contra las “éticas de dominación” que se presentan como neutrales y sin sesgos, Warren propone, al contrario, una ética ecofeminista contextualista, pluralista y relacional, que recupere el uso de la narrativa en primera persona como apoyo para la deliberación moral, que otorgue renovada importancia a valores como el cuidado, el amor, la amistad y la confianza (cfr. p. 257), y que celebre la diferencia en lugar de borrarla.

El segundo ensayo de J. Baird Callicott incluido en esta compilación se pregunta por la vigencia de una ética de la tierra formulada á la Leopold, y me parece un buen cierre para esta reseña.

Contra los extremos del utilitarismo antropocéntrico y de la ecología profunda, el autor rescata la posición intermedia de Leopold, para quien la conservación es un estado de armonía entre el hombre y la tierra, y donde la actividad económica y el uso de “recursos naturales” no constituyen herejía. El desarrollo sustentable, en este sentido, consiste en mantener o incluso mejorar la salud del ecosistema, respetando ciertos parámetros dados por la ciencia ecológica actual. Su visión final plantea una sociedad tecnológica posmoderna que vive en “simbiosis benevolente” con la naturaleza (p. 68).

Si bien Naturaleza y valor no aspira a ser una compilación exhaustiva, es de lamentar la omisión de dos posturas importantes en la ética ambiental: por un lado, la propuesta por Eugene Hargrove, que defiende el valor intrínseco de la naturaleza fundado en sus cualidades estéticas; y la ecología social de Murray Bookchin, que traza conexiones entre la explotación del medio ambiente y la explotación del hombre por el hombre en los actuales sistemas sociales y políticos. Hecha esta salvedad, no queda más que recomendar este libro como una excelente introducción a esta rama de la filosofía, en la cual -como se puede ver- queda aún mucho por dilucidar.

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