A fines del año antepasado y bajo el sello editorial del INAH, salió de prensas Ofrenda para los dioses del agua, una ambiciosa obra de casi 300 páginas que atestigua el gusto de su autora, Aurora Montúfar López (investigadora de la Subdirección de Laboratorios y Apoyo Académico del INAH) por trascender su formación original como bióloga especializada en el ámbito de la botánica y adentrarse en los terrenos de la arqueología, la historia y la etnografía.
Este libro, debo advertir al lector, tiene una arquitectura compleja. Me atrevería a decir inclusive que se trata en realidad de dos libros entreverados y encuadernados en un mismo volumen. Una lectura atenta revela que, a lo largo de sus páginas, se alternan dos hilos conductores distintos. El primero de ellos tiene como tema los usos múltiples que las sociedades mesoamericanas del pasado y del presente han dado a las resinas aromáticas de la Bursera. En efecto, los capítulos I, III y IV conectan un estudio diacrónico riguroso sobre dicho asunto, el cual es una secuela de otro libro de Montúfar López que el INAH publicó en 2007 y que se intitula Los copales mexicanos y la resina sagrada del Templo Mayor de Tenochtitlan.
En el capítulo I de la presente obra, la autora analiza las evidencias materiales de tiempos prehispánicos; es decir, los artefactos arqueológicos confeccionados con copal que han sido exhumados durante las exploraciones realizadas en los recintos sagrados de Tenochtitlan y Tlatelolco, así como en las cúspides del Cerro Tláloc y el Nevado de Toluca. En tales contextos, el copal aparece por doquier, adoptando formas variadas: figurillas de rasgos humanos que representan divinidades del agua y la vegetación; esferas y pirámides truncadas que sirven para mantener en vertical a los cuchillos sacrificiales de pedernal; conos que simulan montañas sagradas; además de bolas, cilindros y barras. De manera reveladora, la forma de estas últimas es el resultado del proceso de extracción original, en el que la resina del árbol sangrado mana desde el tronco para depositarse y consolidarse en el interior de una penca de maguey, adquiriendo así su peculiar fisonomía de mediacaña con un extremo en disminución. Gracias a Montúfar López, sabemos que esta técnica de obtención del copal, fechada arqueológicamente hace más de 500 años, es la misma que se practica en la actualidad en las montañas del estado de Guerrero. Aurora descubrió igualmente que, tanto en el pasado distante como ahora, entre los meses de julio y octubre, se explota la especie Bursera bipinnata, árbol conocido como "copal chino".
En el capítulo III, la autora modifica su estrategia para abordar información de naturaleza y temporalidad diferentes. Explora los datos sobre el copal contenidos en las fuentes históricas y que se refieren, no al periodo prehispánico que ya había estudiado en su libro de 2007, sino al colonial. Se vale principalmente de las obras de Pedro Ponce, Hernando Ruiz de Alarcón, Jacinto de la Serna, Gonzalo de Balsalobre y de las Relaciones geográficas comisionadas por el gobierno de Felipe II. En dichos documentos, Montúfar López descubre que la resina aromática era empleada en una amplia gama de contextos y para todo tipo de propósitos. Por ejemplo, estudia a detalle las ceremonias religiosas, tanto las regidas por el calendario como las excepcionales, llevadas a cabo en los principales escenarios urbanos y de la geografía sagrada, tales cerros, peñas, cuevas, manantiales y árboles. Allí tenían lugar ritos vinculados con la agricultura, la caza y la pesca; la explotación de recursos como la piedra, la madera, el aguamiel y las plantas alucinógenas; los ritos de paso, especialmente los funerarios, y las prácticas terapéuticas.
En el capítulo IV, último de esta primera secuencia, la autora se enfoca en los usos del copal entre las comunidades indígenas del México de nuestros días, abrevando de estudios etnográficos publicados, pero también de sus propias observaciones de campo. Aunque se refiere a los usos medicinales y mágicos de esta resina aromática, a los ritos de paso, a las ceremonias de inauguración y protección de edificaciones, y a aquellas vinculadas con la caza, la pesca y la recolección, la autora prefiere enfatizar las fiestas del calendario agrícola que se realizan en montañas, cuevas, manantiales y campos de cultivo. Entre ellas describe las ceremonias asociadas al inicio de las lluvias, la siembra y la cosecha que tienen lugar en las comunidades indígenas de Chicontepec, Sayula y Pajapan, en el estado de Veracruz; de Tamaletom, en San Luis Potosí; de Zitlala, Oztotempa, Acatlán, Teocuitlapa y Petlacala en Guerrero; de Tepoztlán, Tetelcingo y Axochiapan, en Morelos, y de Zinacantán en Chiapas.
Pasemos ahora al segundo hilo conductor. Tiene que ver con las ofrendas y sacrificios a las divinidades de la lluvia y la vegetación, tema que Montúfar López aborda en los capítulos II, V y VI. A mi manera de ver, en esta segunda secuencia se encuentra la parte medular y más original del libro. Por mi formación de arqueólogo, confieso que disfruté especialmente el capítulo II, que se erige como el primer estudio integral referente a la Ofrenda 102 del Templo Mayor. Este depósito ritual representa un hito en la comprensión de las ceremonias de oblación mexicas y, por qué no decirlo, mesoamericanas. Fue descubierto en el año 2000 al pie de la pirámide principal de Tenochtitlan por el Programa de Arqueología Urbana del INAH, entonces supervisado por Álvaro Barrera. Su aparición causó revuelo entre los especialistas, aunque no por la riqueza o la calidad estética de los dones que encerraba. Se trata, de hecho, de una caja de piedra demasiado pequeña y de contenido bastante modesto en relación con la enorme trascendencia del lugar en que fue inhumada. Su gran relevancia científica deriva, por el contrario, de su excepcional estado de preservación. Nunca había sido encontrada una ofrenda prehispánica en la que aún se conservaran la mayor parte de sus materiales orgánicos. En efecto, junto a los habituales artefactos confeccionados con piedra, cerámica y otras materias primas que suelen resistir el paso del tiempo, se detectaron en buen estado cuantiosos objetos muy vulnerables a los agentes de deterioro. Por mencionar unos cuantos, en la Ofrenda 102 había imágenes antropomorfas hechas con ramas de mezquite y ahuehuete, y recubiertas con papel amate, cordel de ixtle y máscaras de madera; un tocado también de amate, aderezado con flores de pericón, gotas de hule derretido y una pluma de quetzal; la piel de un puma; una manta de algodón cubierta de plumas, y un guaje que contenía copal, semillas de calabaza y propágulos de amaranto, epazote, chía, chía gorda y pericón.
Por fortuna, la autora no se limita a la descripción sistemática de los dones de dicha ofrenda, sino que propone una reconstrucción de la secuencia de deposición y una interpretación del depósito como cosmograma. A partir de su análisis, es claro que, sobre una cama de hojas de tule y ramas de ahuehuete, se dispuso una capa de organismos marinos y significado acuático. Inmediatamente después, los oficiantes colocaron, como en muchas otras ofrendas del Templo Mayor, las imágenes de Huitzilopochtli, Tláloc y los dioses del maíz a las que se dedican los dones; para concluir la oblación, cubrieron la caja con la piel de un puma y con la indumentaria de un personificador humano del dios de la lluvia o de una efigie divina de gran formato; se componía de un tocado, una máscara, tres collares, un xicolli o chaleco ritual, un peto, una manta y dos ajorcas. De manera sugerente, no se depositaron el máxtlatl o braguero, ni tampoco los cactli o sandalias.
Más adelante, en el capítulo V, Montúfar López da un gran salto para llegar al presente y trasladarse a unos 250 kilómetros al sur de la ciudad de México. Su nuevo objetivo es examinar las ceremonias que los agricultores nahuas de Temalactzingo, Guerrero, realizan en la cúspide del cerro Quiauhtépetl para solicitar la lluvia el 25 de abril (día de San Marcos) y agradecerla el 18 de octubre (día de San Lucas). Las llamadas "promesas" se hacen en honor al Sol y a la Santa Cruz o Madre Tierra, consistentes en ofrendas de comida, flores, copal y velas, además de sacrificios de chivos y guajolotes. Como si fuera una etnóloga profesional, Aurora documentó estas prácticas rituales entre 2007 y 2013, registrando ritos y mitos como el de la llamada "historia de la lluvia", donde las nubes son asimiladas simbólicamente con los caparazones del armadillo, los rayos con las lenguas de las serpientes, los truenos con los buches de los guajolotes y los dispensadores de las precipitaciones con los ángeles.
Al final del libro, en el capítulo VI, Montúfar López hace el esfuerzo de conectar simbólicamente las ofrendas que los nahuas realizaron en la ciudad de Tenochtitlan y en el poblado de Temalcatzingo con medio milenio de distancia temporal. Su intención es demostrar la continuidad de las creencias cosmológicas y las prácticas religiosas, los vínculos de los mitos y los ritos mesoamericanos del pasado prehispánico con los de las sociedades indígenas del México moderno. Una de sus estrategias para demostrar tales nexos, es la elaboración de una tabla comparativa de presencia/ausencia de los dones ofrecidos antes y ahora. Si bien es cierto que en dicha tabla se observan muchos puntos en común, existen disonancias fundamentales que prueban que la continuidad de las ideas y las costumbres va de la mano con su transformación, y que las religiones indígenas actuales son muy extraños y novedosos productos de las interacciones entre Mesoamérica y Occidente que se han registrado por siglos a partir de la conquista española. En este tenor, la misma autora reconoce que los organismos marinos, tan abundantes y fundamentales en el discurso cosmológico de las ofrendas del Templo Mayor, están completamente ausentes en la montaña de Guerrero.
Otras diferencias ostensibles se manifiestan si trascendemos las simples presencias compartidas de la tabla. Claros ejemplos son el armadillo y el guajolote que aparecen en ambos tiempos-espacios: mientras que en la actualidad estos dos animales son protagónicos y explican, como dijimos, los fenómenos meteorológicos, su presencia en una o dos de las 214 ofrendas encontradas hasta ahora en el Templo Mayor resulta no sólo insignificante, sino que no se inscribe en ritos de petición de lluvias. Algo similar podemos señalar en cuanto a la disposición espacial de los dones y las secuencias rituales tan dispares entre Tenochtitlan y Malacatzingo. Bajo esta perspectiva crítica, me parece difícil apuntalar una sólida correlación entre dos ofrendas tan específicas como la 102 del Templo Mayor que data de principios del siglo xvi y la que se realiza en Temalacatzingo en los albores del siglo xxi. En el futuro, quizás será más provechoso hacer estudios comparativos que consideren espectros de oblación mucho más amplios y que sirvan para conocer con más detalle las causas de la continuidad, pero también del cambio en ideas y prácticas.
A la postre, la lectura del libro de Aurora Montúfar López, magníficamente ilustrado con fotografías propias y los esquemas de su hijo Alejandro Torres, nos deja un magnífico sabor de boca. Se trata de una obra que rebosa información original y novedosa, la cual había permanecido inédita pese a su mayúscula importancia. No tiene poco mérito reunir en un mismo volumen verdaderas primicias como los datos arqueológicos de la ofrenda 102 y los datos etnográficos de las oblaciones que se realizan año con año en la cúspide del Quiauhtépetl. Ofrenda para los dioses de la lluvia será a partir de ahora una obra de consulta obligada para quienes desean comprender las obsesiones de los agricultores mesoamericanos que deseaban en el pasado y desean en el presente controlar los imponderables propios de las lluvias escasas, las excesivas y las inoportunas.










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