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Cultura y representaciones sociales

versión On-line ISSN 2007-8110

Cultura representaciones soc vol.15 no.30 Ciudad de México mar. 2021  Epub 13-Feb-2023

 

Artículo (Casos)

Del Charco al Paraíso (1998-2013): movimientos armados y contrainsurgencia en Guerrero

From El Charco to El Paraíso (1998-2013): armed movements and counterinsurgency in Guerrero

Pierre Gaussens*  1

*Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México


Resumen

A partir de un caso de estudio, este artículo busca analizar la evolución contemporánea de los movimientos armados en Guerrero en relación con las políticas de contrainsurgencia a las que éstos se enfrentan. Para ello, con base en una metodología de orden cualitativo, toma como objeto la historia local de un municipio, Ayutla de los Libres, en un periodo que va de 1998 a 2013, constituyendo su materia de análisis los procesos sociopolíticos que allí se desarrollan y separan ambas fechas, marcadas cada una por un episodio crítico de represión.

Palabras clave:  movimientos armados; guerrilla; Policía Comunitaria; contrainsurgencia; Guerrero

Abstract

Based on a case study, this article seeks to analyze the contemporary evolution of the armed movements in Guerrero and the counterinsurgency policies they face. To do this, its qualitative methodology takes as object the local history of a municipality, Ayutla de los Libres, in a period from 1998 to 2013, constituting its subject of analysis the socio-political processes that are developed there and separate both dates, each marked by a critical episode of represión.

Keywords: armed movements; guerrillas; Community Police; counterinsurgency; Guerrero

Introducción

Según el historiador mexicano Edmundo O’Gorman (2015, p. 29), “la decantación del juicio histórico ha destacado a Ayutla como luminosa señal en el panorama de nuestro pasado. Es una rebelión, sí; pero es la rebelión epónima, se dice, que marca la frontera entre las sombras y el día históricos de México.” Estas palabras, relativas a la Revolución de Ayutla ocurrida a mediados del siglo XIX, también sirven para introducir la materia del presente texto pese a su carácter contemporáneo. En efecto, si bien Ayutla ha pasado a la historia por el Plan epónimo que puso fin a la dictadura de Santa Anna, sin embargo, en los últimos años los habitantes del municipio hicieron recordar su nombre al país, enseñando que sigue viva la luz de su rebeldía. En 1998, allí se dio a conocer una nueva guerrilla. En 2013, allí se gestó el levantamiento de las autodefensas. En 2018, por primera vez en la historia legal de Guerrero, allí se eligió por “usos y costumbres” a una asamblea como gobierno municipal, sin siglas partidistas y sin cabildo ni presidente.

Es una parte de estos procesos recientes la que busca ser estudiada con este artículo de investigación, teniendo como materia de análisis el periodo de la historia política del municipio de Ayutla que se extiende de 1998 a 2013. En este sentido, la construcción del objeto de estudio responde a varios criterios de selección, que permiten su delimitación y le otorgan relevancia. En primer lugar, las dos localidades -El Charco y El Paraíso- que dan su título al texto pertenecen no solamente al mismo municipio, sino también a la misma zona cultural (la Mixteca local), lo que hace de ellas dos entidades equiparables que comparten una misma cultura política, al tener en común la historia de su formación como comunidades rurales vecinas. En segundo lugar, ambas localidades han sufrido la represión de la intervención militar -El Charco en 1998 y El Paraíso en 2013- y, en ambos casos, ésta ha sido motivada por fines contrainsurgentes, en respuesta a la presencia de grupos armados. En tercer lugar, la distancia de 15 años que separa ambos episodios resulta idónea para observar las variaciones de orden cualitativo que presentan los procesos políticos a escala del municipio, como variables de análisis. Finalmente, más allá de su singularidad como caso empírico, al igual que en los tiempos estudiados por O’Gorman, la historia de Ayutla no deja de ser representativa de su época y su contexto regional, Guerrero, por lo que su análisis puede conducir a una mejor comprensión de la evolución contemporánea de los movimientos armados, en relación con las políticas de contrainsurgencia a las que éstos han de enfrentarse.

Para alcanzar este objetivo, el artículo se inscribe en la perspectiva teórica de la sociología de los movimientos sociales sobre la violencia política (Bosi; Della Porta; Malthaner, 2019), basada en un enfoque relacional que entiende este tipo de violencia no de forma aislada, orientada hacia los grupos armados solamente, sino en relación con el campo más amplio de los movimientos sociales con el que éstos se aparentan, y con sus opositores políticos, las instituciones del Estado y la dinámica de contienda entre ellos (McAdam; Tarrow; Tilly, 2001). Desde esta perspectiva, se propone observar en particular la relación entre violencia política y represión (Della Porta, 2014) de manera aplicada al caso de estudio, entre los movimientos armados presentes en Guerrero y la contrainsurgencia que enfrentan.2

En este punto, existe un consenso en la literatura especializada para señalar que los efectos de la represión sobre la movilización social son variados, al poder ser positivos o negativos dependiendo de cómo están configuradas las relaciones entre las instituciones del Estado y los grupos movilizados. Sin embargo, la mayoría de los estudios se han centrado en los efectos positivos que puede tener una represión persistente al producir procesos de escalamiento y radicalización (Alimi; Bosi; Demetriou, 2015). Por el contrario, este artículo busca contribuir al estudio del efecto opuesto, cuando la violencia política disminuye a pesar del mantenimiento de unos importantes niveles de represión, mediante la construcción colectiva de nuevas formas de conflicto, identidad colectiva u organización social, debido a una adaptación en su relación dinámica con el Estado. Así, la hipótesis que plantea este trabajo es que la permanencia de patrones represivos en el tiempo, en un sentido negativo, obliga la movilización a transformarse para adaptarse, al tomar formas organizativas que le otorgan una mayor capacidad de resistencia frente a la represión. Este planteamiento será ilustrado a través del caso de estudio, el campo de los movimientos armados en Guerrero, y su tránsito de formas ofensivas a defensivas, es decir, su pasaje de la guerrilla a la defensa comunitaria.

El artículo se basa en una metodología de orden cualitativo. Los resultados que presenta tienen como fuente secundaria una importante revisión bibliográfica y hemerográfica del estado del arte, y, como fuente primaria, los apuntes de un diario de campo, escrito a lo largo de varios años -entre 2012 y 2018- participando en actividades de trabajo social desde una posición privilegiada como profesor universitario, en varios municipios de la Costa Chica y la Montaña de Guerrero, lo que ha permitido la realización de numerosas entrevistas y prácticas de observación -a menudo participante- cuya descripción recurre a las herramientas del método etnográfico. En el municipio de Ayutla en particular, este trabajo se desarrolló en dos periodos: entre 2012 y 2013, como profesor activo de la Universidad de los Pueblos del Sur (UNISUR), en la Unidad Académica de El Mezón; y, entre 2017 y 2018, en el marco de la producción de un documental sobre el proceso electoral por sistemas normativos.

Es importante señalar, no obstante, que el tema más difícil de investigar en Guerrero es precisamente la cuestión de la guerrilla, que representa un verdadero tabú debido a su peligrosidad. Hacer etnografía sobre el tema es extremadamente difícil, porque requiere niveles muy altos de confianza. Como lo reconoce un investigador local, la existencia de guerrillas “tiene un velo de tabú y de secreto a voces. No se habla abiertamente del tema más que en la intimidad y confianza de familiares y amigos” (Berber, 2017, p. 123). Por eso, en varias ocasiones los interlocutores se negaron a hablar sobre ello o declararon no saber nada. De todas las entrevistas realizadas con actores claves de la política municipal, conocedores de la historia local, a lo largo de varios años de trabajo de campo, solo en cinco de ellas se ha abordado el tema, y en tres de manera sustantiva. De estas últimas, una entrevista fue con un exguerrillero, otra con un simpatizante y la tercera con un sobreviviente de la masacre del Charco. Por lo tanto, el resto de la información primaria sobre la guerrilla ha sido obtenido por fuera de las entrevistas, en conversaciones informales y en diferentes lugares, a menudo muy tarde por la noche.

A su vez, el presente artículo se inscribe en el marco de un proyecto de investigación más amplio, acerca de la génesis histórica de los grupos de autodefensa surgidos a inicios de 2013 en la Costa Chica de Guerrero. Finalmente, representa un esfuerzo de sistematización que busca contribuir al estudio general de las fuerzas armadas en México, a través de un aporte -ciertamente modesto- relativo a la evolución contemporánea de los movimientos armados en Guerrero, y entendido como una invitación para investigaciones futuras y sustantivas en la materia. Para llegar a sus conclusiones -que harán un balance acerca de los cambios y las continuidades de dichos movimientos-, el texto se divide en seis apartados que tratan de: 1) una presentación sucinta del municipio de Ayutla; 2) el resurgimiento de la guerrilla en los años 90; 3) la masacre del Charco; 4) el tránsito de la guerrilla a la Policía Comunitaria; 5) la creación de la Casa de Justicia de El Paraíso; y, 6) su posterior asalto para su desarticulación.

El municipio de Ayutla de los Libres

Ayutla es uno de los municipios que componen la región Costa Chica del estado de Guerrero (Mapa 1). Pese a ser considerado municipio costero, no tiene salida al mar, sino que colinda al norte con la región de la Montaña. Debido a esta posición, Ayutla comparte con otros municipios vecinos una condición que lo ubica en una subregión conocida como Costa-Montaña, en su calidad de frontera tanto natural como cultural entre ambas regiones. Se trata del municipio más poblado de la Costa Chica, así como del noveno municipio con mayor población en Guerrero, por un total de casi 70.000 habitantes en 2015, repartidos entre la cabecera municipal -que concentra un cuarto de la población- y unas cien localidades, en su gran mayoría menores a 500 habitantes (INEGI, 2015a).

Elaboración (INEGI, 2009)

Mapa 1 Municipio de Ayutla de los Libres, Guerrero 

Al igual que el resto de la región, Ayutla es un municipio eminentemente rural y agrícola. En 2014, el 70 % de su población se dedica al sector agropecuario. Sin embargo, la biodiversidad y la riqueza natural de la zona, que hacen posible una variedad de sistemas productivos, contrasta con altos niveles de marginación, encontrándose el 88% de la población en situación de pobreza y el 56% en pobreza extrema (SEDESOL, 2014). Asimismo, la mitad de ella presenta carencias por acceso a la alimentación, el 60 % por calidad y espacios de la vivienda, y el 80 % por servicios básicos en la misma (CONEVAL, 2010). En lo educativo, el 25% de la población adulta es analfabeta y el 40% no ha completado la escuela primaria (CONAPO, 2010). De manera general, con la excepción del acceso a servicios de salud -debido a la existencia de un hospital general en la cabecera-, los niveles de los principales indicadores de carencia social se encuentran sistemáticamente por encima de los promedios nacionales y estatales (Gráfico 1), ilustrando la gravedad de la pobreza que afecta a la mayoría de la población del municipio.

Elaboración propia. Fuente (CONEVAL, 2010)

Gráfico 1 Indicadores comparativos de carencia social (2010) 

Una parte de esta condición general de pobreza se debe al aislamiento geográfico que ha padecido históricamente el municipio, al ocupar una posición fronteriza a nivel de la entidad en la que las fronteras físicas son reforzadas por otras de orden cultural, étnico y lingüístico. En efecto, más de la mitad de la población se reconoce como indígena (INEGI, 2015c), entre na savi (mixtecos) y mé phaa (tlapanecos), quienes viven en las numerosas localidades de las partes montañosas, en el norte y centro del mapa municipal (Mapa 1), aisladas por el relieve y conectadas entre sí por caminos y brechas. Por ejemplo, muestra de este aislamiento radica en la tasa de monolingüismo que, para el año 2000, aún alcanzaba el 55 % de los habitantes de las comunidades indígenas del municipio (Del Val y Cruz, 2009: 549). A su vez, son estas mismas localidades las más afectadas por las condiciones de pobreza, incluidos El Charco y El Paraíso, ambas comunidades presentando índices muy altos de marginación.

Esta serie de diferencias entre espacios sociales segregados, superpuestos e interrelacionados, es atravesada por una última oposición, de índole económica, producto de procesos históricos de polarización entre la masa de las familias campesinas, de un lado, y los grupos de la clase dominante local, del otro, cuyo poder se concentra en torno al ayuntamiento, distinguiéndose la cabecera municipal de sus localidades anexas. En suma, al igual que la mayoría de los municipios rurales de la región, la estructura de la sociedad de Ayutla se caracteriza por una condición general de pobreza, que es tensionada por un conjunto de antagonismos cuyo principal eje opone unas localidades campesinas pobres, en su mayoría indígenas, con sistemas tradicionales de gobierno, y una ciudad cabecera amestizada, que funge como símbolo de modernidad y donde se concentra el poder del Estado y el dinero.

De una guerrilla a otra

Cuando hablamos de insurgencia en México, el estado de Guerrero es un lugar común. En la historia nacional, desde las gestas independentistas en adelante, la entidad ha representado un permanente escenario bélico. Origen de numerosos terremotos sociales, se ha convertido en epicentro de la lucha armada, como si la guerrilla fuera parte de la geografía del estado y el nombre de Guerrero, una predestinación. Ahora bien, la recurrencia de los movimientos armados se explica por dos factores históricos: primero, por la persistencia de unas condiciones de pobreza que afectan a la mayoría de la población; y, segundo, por un orden social profundamente desigual, productor de estas mismas condiciones y alimentado por ellas, que para reproducirse ha tenido que adoptar formas de gobierno cuyo poder lleva el sello del autoritarismo. En este sentido, las rebeliones han sido a menudo violentas porque violento es el orden de la dominación al que se enfrentan. “En el campo guerrerense el que pega manda, y el que manda tiene que pegar […] Los que mandan por la fuerza, por la fuerza se disputan el poder, y cuando los bocabajeados deciden sacudirse de este torpe mandato, casi siempre terminan apelando también a la fuerza: llave social por excelencia en un orden sustentado en el temor y el zarpazo” (Bartra, 2000, pp. 16-17).

Tanto por las condiciones de miseria que imperan como por la violencia que caracteriza el gobierno de los cacicazgos, motivos sobran a los guerrerenses para desafiar al Estado mexicano. “No pocos los han invitado a organizarse para levantarse en armas contra el sistema y, en la mayoría de las ocasiones, los han escuchado con atención porque viven en carne propia la miseria que les platican quienes les sugieren la vía armada” (Barrera; Sarmiento, 2006, p. 705). Sin embargo, a contrapelo de la leyenda de ingobernabilidad que en el imaginario nacional se ha construido sobre Guerrero, en la historia social de la entidad, la toma de las armas rara vez se ha mostrado como primera opción, sino por el contrario, como último recurso. Entonces, el alzamiento de movimientos armados siempre ha sido precedido por movilizaciones cívicas y pacíficas cuyas demandas sociales han fracasado por la cerrazón de los canales institucionales y la omisión de los gobiernos. Además, no pocas veces ha sido provocado por la violencia de la represión, que en Guerrero representa una constante histórica.

Éste es el caso paradigmático de las guerrillas de los años 70, que surgen a raíz de un movimiento cívico que buscó la democratización del sistema político, pero sufrió el fraude electoral -en los comicios de 1962- y terminó radicalizándose ante una creciente represión, tras las masacres de Chilpancingo en 1960, Iguala en 1962, Acapulco y Atoyac en 1967. Es en respuesta a éstas que es fundado el Partido de los Pobres (PDLP) por Lucio Cabañas, y convertida por Genaro Vázquez la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) en Nacional Revolucionaria (ACNR), siendo ellos dos maestros que los hechos hicieron guerrilleros (Rangel; Sánchez, 2006; Aviña, 2014). En palabras de Armando Bartra (2000, p. 139), “la brutal aniquilación del civismo pacífico de la ACG, a principios de los 70, embota la beligerancia electoral opositora […] y encona la rebeldía democrática, que pronto devendrá armada”. Es en contra de ambas guerrillas que es desarrollada la llamada Guerra Sucia, mediante un masivo despliegue militar, una política de tierra quemada y un uso sistemático de la tortura y la desaparición forzada (Castellanos, 2007; Cárabe, 2015). Si esta guerra consigue su principal objetivo, la destrucción física de la ACNR y el PDLP, como en el emblemático caso de la sierra de Atoyac (Radilla; Rangel, 2011), de ninguna manera significa la eliminación de las causas estructurales que habían dado origen a su rebelión.

Entonces, como crónica de una lucha anunciada -vez por la masacre de Aguas Blancas de 1995-, la guerrilla vuelve a la luz pública a mediados de los años 90 con el alzamiento del Ejército Popular Revolucionario (EPR). Si bien es cierto que este último no es la continuación directa del PDLP, también lo es que el “eperrismo” se nutre de la experiencia histórica, funciona según esquemas heredados y, por tanto, “representa un tipo de guerrilla que no consigue superar las limitaciones de sus expresiones anteriores” (Barrera; Sarmiento, 2006, p. 693). La historia del EPR es la de un frente conformado por una diversidad de pequeños movimientos armados -siendo su fusión, en realidad, un mito fundacional-, los cuales convergen momentáneamente en la única campaña militar de importancia que la guerrilla logra llevar a cabo, entre finales de 1996 y mediados de 1997, en varios estados del país -en particular, Guerrero, Oaxaca e Hidalgo. Pese a esta proyección inicial, pronto queda claro que la primera de estas entidades sigue ocupando una posición central, siendo allí donde se dio a conocer por primera vez el EPR y donde se estima que se concentra más de la mitad de sus columnas (Gutiérrez, 1998, p. 305).

Después de la ofensiva inicia la diáspora. Productos del dogmatismo, divergencias estratégicas y luchas intestinas van fragmentando al EPR en numerosas escisiones. “Nuevas identidades y denominaciones se han ido constituyendo progresivamente con reconocimiento en el eperrismo como el tronco común y original” (Lofredo, 2007b, p. 51). El primer gran cisma se da en 1998 con el desprendimiento del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI). Tras éste se multiplican las siglas al ritmo de los comunicados de prensa. Entre 1996 y 2013, los grupos guerrilleros anunciados con presencia en Guerrero suman un total aproximado de 26 siglas diferentes, sobre todo acuñadas en los años inmediatamente posteriores al surgimiento público del EPR (Cuadro 1). No obstante, solamente la minoría de estos nombres ha emprendido acciones militares que cuenten con un registro de prensa [en naranja], mientras que la mayoría de las siglas no ha dejado más que una proclama escrita o una fugaz aparición como única tarjeta de presentación. De éstas se ha vuelto a saber poco o nada, dando lugar a la “nebulosa eperrista” que a continuación se enlista.

Cuadro 1 Lista de grupos guerrilleros anunciados en Guerrero (1996-2013) 

N Nombre Sigla Año
1 Ejército Popular Revolucionario EPR 1996
2 Ejército Revolucionario para la Liberación del Sur ERLS 1996
3 Frente Armado para la Liberación de los Pueblos Marginados de Guerrero FALPMG 1996
4 Ejército Justiciero del Pueblo Indefenso EJPI 1997
5 Comando Popular Clandestino CPC 1997
6 Movimiento Revolucionario Resplandor de la Libertad MRRL 1998
7 Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente ERPI 1998
8 Fuerzas Armadas Revolucionarias del Pueblo FARP 1998
9 Comité Clandestino Revolucionario de los Pobres - Comando Justiciero 28 de Junio CCRP-CJ28J 1998
10 Comando Clandestino Insurgente CCI 1999
11 Ejército Revolucionario Indígena Campesino de Liberación Nacional ERIC-LN 1999
12 Comando de Ajusticiamiento Insurgente CAI 1999
13 Grupo Revolucionario Armado del Sur GRAS 1999
14 Ejército de Defensa de los Campesinos EDC 1999
15 Comando Armado Revolucionario del Sur CARS 1999
16 Ejército de Ajusticiamiento Genaro Vázquez EAGV 1999
17 Grupo Insurgente de Chilpancingo GICH 1999
18 Ejército Popular de Liberación José María Morelos EPLJMM 1999
19 Movimiento Revolucionario Lucio Cabañas Barrientos MRLCB 2001
20 Nueva Brigada Campesina de Ajusticiamiento NBCA 2002
21 Comando Revolucionario del Pueblo “La Patria es Primero” CRP-LPEP 2005
22 Fuerzas Armadas Revolucionarias - Liberación del Pueblo FAR-LP 2013
23 Fuerza Armada de Liberación Nacional FALN ?
24 Grupo de Liberación del Sur - ?
25 Movimiento Armado Rubén Jaramillo MARJ ?
26 Grupo Clandestino Indígena de Liberación Nacional GCILN ?

Elaboración propia. Fuente (Barrera; Sarmiento, 2006; Lofredo, 2007a, 2007b)

La fragmentación organizativa del eperrismo también se expresa en su dispersión geográfica. Entre 1996 y 2013, trabajos de monitoreo de prensa indican la presencia de guerrilla en al menos 32 municipios de Guerrero, más por actividades de propaganda armada que por acciones militares (Mapa 2). Esta presencia se concentra en ambas costas de la entidad, Costa Grande y Costa Chica. También se encuentra en zonas de la Tierra Caliente limítrofe con Michoacán, de la Cañada con Puebla y de la Montaña con Oaxaca, así como en algunas partes montañosas de la región Centro, dividiéndose entre áreas de influencia del EPR [en rojo], del ERPI [amarillo], de ambos [naranja] y de las FARP [violeta].

Elaboración propia. Fuente (Gutiérrez, 1998; Sánchez Valdés, 2015)

Mapa 2 Municipios con presencia de guerrilla(s) registrada en prensa (1996-2013) 

En un escenario superpoblado en movimientos armados como lo es Guerrero, el grado de fragmentación del eperrismo es tan alto que resulta extremadamente difícil distinguir entre guerrillas genuinas y otras agrupaciones, que aparentan ser, pero no son organizaciones populares, sino que responden a intereses de poder, sean paramilitares, caciquiles o criminales. Ahora bien, los claroscuros de esta zona gris en la que se mueve la guerrilla,

a pesar de las dudas y suspicacias que suscitan los grupos armados y sus reales intenciones, no le resta importancia al tema, sino que debe extender el análisis y la comprensión tanto de la estrategia impuesta por el Estado mexicano para presentar grupos ficticios […] como, en contraparte, para entender la cultura política de campesinos e indígenas (Lofredo, 2007a, p. 235).3

Desde el Estado, con el resurgimiento guerrillero se reactivan las políticas de militarización para la implementación de una contrainsurgencia que había sido ensayada en la Guerra Sucia y que, ahora, se reinventaba en Chiapas ante el levantamiento zapatista. Entre otros, un ejemplo de ello es la llegada a la comandancia de la IX Región Militar -correspondiente al estado de Guerrero- del general de división Luis Humberto López Portillo Leal, el mismo jefe militar acusado de ordenar ejecuciones en el marco de la batalla de Ocosingo, quien había sido formado en el combate al PDLP en la Sierra de Atoyac, en la época con el grado de mayor (Gutiérrez, 1998, p. 281). Para finales de 1999, a la base aérea de Pie de la Cuesta, la base naval de Icacos -ambas en Acapulco- y los siete batallones de infantería preexistentes, se habían sumado tres batallones más y un cuartel de Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales (GAFES). Asimismo, “en 1997 los diputados federales de la comisión de defensa estimaban en 23000 el número de militares en Guerrero, mientras que el EPR afirmaba que había 45000” (Gutiérrez, 2000, p. 93). El despliegue masivo de tropas, que busca la ocupación física del campo, repite los esquemas básicos de la Guerra Sucia, debido a que

la guerrilla campesina e indígena crece bajo el silencio cómplice de una región entera […] Los núcleos armados o con preparación militar no son sino la punta de un iceberg. Los extensos y complejos lazos familiares penetran poblados y rancherías con un sistema de comunicación que al Ejército le es imposible descifrar o anticipar sin recurrir al arrasamiento indiscriminado. Este soporte indígena y campesino del guerrillero es el circuito que los ejércitos se proponen desactivar. (Montemayor, 2007, p. 34)

Para ello, caminos, lomeríos y parcelas son convertidos en pequeños campos de batalla, en los que los campesinos se encuentran constantemente con un retén militar, un piquete de soldados o un campamento improvisado. En estos lugares son cometidos atropellos, abusos de poder y violaciones a los derechos humanos. De manera discrecional y arbitraria se suceden interrogatorios, amenazas, falsas acusaciones, chantajes, cateos, detenciones, robos, extorsiones, burlas e intimidaciones; también golpes, actos de tortura, violaciones, ejecuciones y desapariciones forzadas. Los cuerpos de seguridad pasan a ser factores de riesgo. Acerca de ellos va desapareciendo la figura de autoridad y creciendo la percepción que los asemeja a una “delincuencia uniformada”. En municipios indígenas como Ayutla, además, estos efectos son redoblados por la distancia social que separa los soldados de unos campesinos que cargan con los estigmas construidos en su contra. En sentido inverso, para estos últimos, aquellos generan una desconfianza en tanto fungen como la encarnación del poder mestizo de una cabecera que los rechaza y un Estado que los oprime.

7 de junio de 1998: la masacre del Charco

En la historia social de Guerrero, cada ciclo guerrillero está asociado con varias masacres.4 A mediados de los años 90, el renacer guerrillero empieza con la masacre de Aguas Blancas y culmina con la del Charco. La primera hace converger al EPR, mientras que la segunda divulga su fragmentación. Consumada a finales de 1997, la escisión del ERPI es vista como el gran cisma del eperrismo, pues sin duda representa la franja más importante de los cuadros guerrerenses, en particular en la Costa, y corresponde más o menos con el comité estatal del EPR (Lofredo, 2007b, p. 51). El ERPI se distingue por la estrategia insurgente que proclama al fomentar el protagonismo de las bases de apoyo en los procesos de toma de decisión, lo que lo ha llevado a entablar relaciones estables con sectores sociales no armados y organizaciones sociales no clandestinas. En este sentido, el ERPI presenta cierta cercanía con el zapatismo.

Esta nueva formación pasa a la luz pública por la masacre ocurrida en la localidad na savi de El Charco, municipio de Ayutla. En el día previo, sábado 6 de junio, allí tiene lugar una reunión convocada por autoridades comunitarias para la gestión de proyectos productivos, a la que asisten vecinos de la comunidad, así como visitantes de 15 pueblos de la zona, en su mayoría hombres na savi. Hacia el final de la tarde se suma a la reunión una columna del ERPI para hacer labor de proselitismo entre los asistentes.

Después convivieron con los campesinos. Algunos de ellos hablaban en idioma mixteco. […] Como a las 10 de la noche los habitantes de la comunidad se retiraron a dormir a sus casas, y quedaron en la escuela los guerrilleros y los campesinos visitantes (Gutiérrez, 1998, p. 296).

De alguna u otra forma, información sobre la reunión llegó hasta el Ejército, cuyo 78 Batallón de Infantería desplegó un aparatoso operativo, junto con policías estatales y judiciales, para llegar hasta la localidad y tomar por sorpresa en la madrugada del día siguiente, domingo 7 de junio, a quienes estaban pernoctando en las dos aulas de la escuela primaria (CNDH, 2000). Con el amanecer se dio el asalto, matando a 11 personas, hiriendo a otras 5 y llevándose detenidas a 22 más hasta el Cuartel General de la IX Región Militar en Acapulco, donde son torturadas. De los 11 muertos, 10 son oriundos de la zona mixteca del municipio. Entre ellos, el ERPI reconoce a 4 de sus miembros. Solo una de las víctimas mortales es foránea, Ricardo Zavala Tapia, estudiante de sociología de la UNAM, que había llegado de la ciudad de México para participar en actividades de alfabetización junto con otra estudiante, también de la UNAM, Ericka Zamora (Rojas, Ruiz y Peral, 2003). Entre las personas detenidas se encuentra esta última, además de gente proveniente de 11 comunidades indígenas, todas del municipio de Ayutla. Al respecto, el único comunicado del ERPI (1998) afirma:

En la escuela de El Charco fueron asesinados 7 civiles desarmados y 4 combatientes revolucionarios […] Resulta por demás absurda la versión oficial de que se trató de un encuentro casual, durante un recorrido de rutina […] El Ejército federal tendió un cerco táctico alrededor de la comunidad […] La unidad optó por salir del aula para alejar el combate de la escuela y evitar una masacre mayor […] Los dos combatientes que resistieron hasta el final, Oscar y Elías, y dos civiles más, fueron ejecutados a mansalva y a corta distancia en la cancha cuando se hallaban rendidos y desarmados. Los 11 cadáveres que el Ejército presentó como resultado de un enfrentamiento corresponden en realidad a 1 combatiente caído en combate, un visitante voluntario caído en combate [Ricardo Zavala Tapia], 2 combatientes temporales o dispersos ejecutados cuando estaban rendidos y desarmados y a 7 campesinos asesinados cuando se encontraban totalmente indefensos (5 en el aula y 2 más en la cancha). Los heridos en su totalidad son población civil [quienes] también estaban desarmados.

De acuerdo con el Centro de Derechos Humanos de la Montaña “Tlachinollan” -con oficina en la ciudad cabecera-, a partir de ahora en adelante, el municipio “se encuentra bajo la mirada de autoridades policiacas y militares. Las políticas […] se elaboran atendiendo al libreto de la guerra contrainsurgente. Son las recomendaciones de los generales y policías las que le imprimen un contenido a la política que deberán adoptar el ejecutivo estatal y el gobierno municipal” (Tlachinollan, 2011, p. 86). Tras El Charco es militarizado el municipio, incrementándose tanto los operativos castrenses como los agravios a la población civil. Así, entre 1998 y 2004, es registrado un total de 16 casos de violación a los derechos humanos por parte del Ejército, en 7 localidades del municipio, siempre en contra de comunidades y personas indí genas (Tlachinollan, 2004). Uno de estos casos corresponde con una campaña de esterilización forzada, implementada en 1998 por la Secretaría de Salud de Guerrero, mediante la cual son esterilizados 18 hombres na savi de Ojo de Agua, Ocotlán y La Fátima, así como 14 hombres me’phaa de la localidad de El Camalote (Gaussens, 2020a). En relación con esta última, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH, 2007) relata:

El 15 de abril de 1998 acudió […] la brigada de salud número 3, de la jurisdicción sanitaria 06, Costa Chica, de la Secretaría de Salud del estado de Guerrero […] Los integrantes de la brigada citaron a una reunión a toda la comunidad, con apoyo del comisario Romualdo Remigio Cantú y señalaron que los hombres que tuvieran más de cuatro hijos tenían que operarse para dejar de procrear y, que a cambio se construiría una clínica en la comunidad. Que en dicha clínica habría un médico de planta, y que la dotarían con los medicamentos necesarios y, además, a quienes aceptaran operarse les darían despensas, ropa, cobijas y vivienda, y cada año les otorgarían una beca para sus hijos. Debido a las propuestas y por la extrema pobreza en que se vive en las comunidades indígenas, algunos de los habitantes de la comunidad aceptaron ser intervenidos quirúrgicamente y los que se opusieron fueron amenazados.

Otro caso de violación a los derechos humanos se dio en la localidad me’phaa de Tecruz, el 4 de diciembre de 1998, cuando militares intentaron destituir a la autoridad comunitaria legítimamente electa, por ser el nuevo comisario un militante del PRD, a quien acusaron de subversión y reemplazaron por un miembro local del PRI (Gutiérrez, 2000, p. 99). En esos años, también se dan a conocer varios casos de mujeres indígenas violadas por soldados, como en el caso de Inés Fernández y Valentina Rosendo (Amnistía Internacional, 2004).

Estas agresiones se efectuaron por elementos de un batallón, el 41 de Infantería [con sede en Iguala], los cuales de manera constante han permanecido en la zona tlapaneca de Ayutla […] al grado de que es la zona de refugio indígena con mayor presencia militar en el estado (Tlachinollan, 2002, p. 21).

Ahora bien, la implementación de medidas contrainsurgentes no solo ha implicado el ejercicio de una violencia externa sobre las localidades, ha significado también un fomento activo a las actividades paramilitares, mediante el reclutamiento de individuos y grupos que entran de facto al servicio del Ejército en su guerra irregular contra los movimientos armados. “Esto es, precisamente, lo que ha sucedido en Ayutla. En muchas de las comunidades el Ejército se ha incrustado en el tejido social, vinculándose con caciques, empresarios o grupos locales” (Orraca, 2012, p. 114). Aprovechando divisiones internas y conflictos preexistentes, el paramilitarismo ha permitido fragmentar la cohesión de las comunidades bases de la guerrilla, incluso dividiéndolas en dos bandos claramente opuestos. También ha representado un medio idóneo para la comisión de asesinatos políticos, ocurridos en años posteriores, como en los casos de Galdino Sierra Francisco, de Barranca de Guadalupe, miembro de las comunidades eclesiales de base, asesinado en abril del 2000; Donaciano González Lorenzo, en enero de 2001; y, Andrés Marcelino Petrona, dirigente social de El Charco y defensor de derechos humanos, en agosto del mismo año (BIP, 2009; Schatz, 2011).

De la guerrilla a la Policía Comunitaria

La evolución contemporánea de los movimientos armados en Guerrero ha pasado por profundos procesos de transformación y reconfiguración que obedecen a una doble necesidad: superar el fracaso estratégico del foquismo insurreccional, el anquilosado leninismo que lo sostiene y la fragmentación que ha derivado de su dogmatismo sectario, de un lado; y, del otro, adaptarse a los cambios estructurales de los marcos políticos ante los quiebres que introduce el giro neoliberal de los sucesivos gobiernos federales, sobre todo a partir de los años 90 en adelante. Es así como surge, al mismo tiempo que el EPR, una organización armada que sin embargo representa una vertiente alternativa en el campo de los movimientos armados: se trata de la Policía Comunitaria, creada en 1995 en la región de la Costa-Montaña, que se estructura en 1998 como Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias (CRAC).5 Si bien existen ciertas líneas que unen la historia de ambas vertientes -la guerrillera y la comunitaria-, como son las condiciones generales de miseria, marginación e injusticia que hacen de los derechos un ejercicio que se conquista con las armas en mano, no obstante, las tradiciones organizativas en las que se enmarcan estas dos vertientes presentan genealogías distintas.

La Policía Comunitaria se inscribe en discontinuidad con la guerrilla (Benítez, 2017). De manera esquemática, mientras que la segunda -calcada sobre el modelo cubano- proviene de la tradición clasista y campesinista, presenta una organización militar y busca la transformación del sistema político dominante, en cambio, la primera se nutre de la matriz organizativa de los pueblos indígenas, se sostiene en sistemas comunitarios de gobierno -también conocidos como “usos y costumbres”- (Gaussens, 2019) y representa la construcción de respuestas colectivas a las problemáticas que afectan la vida de las comunidades rurales. Asimismo, se trata de dos vertientes de una lucha armada que se enfrenta con dos modelos diferentes de Estado: para la guerrilla, desde los años 60, con un Estado posrevolucionario fuerte que hay que desafiar; para la Policía Comunitaria, a partir de los años 90, con un Estado neoliberal debilitado que hay que suplir. Por un lado, cambiar un Estado que daña la sociedad; por el otro, reconstruir una sociedad dañada por el derrumbe del Estado. El cuidado de la vida en sociedad va desplazando la exigencia de la toma del poder.

Entonces, el paulatino debilitamiento de la vía guerrillera que había representado el eperrismo, coincide y contrasta con el fortalecimiento de otra opción para la resistencia armada en Guerrero: la defensa comunitaria (Fuentes; Fini, 2018). Esta última, sin embargo, no es en sí nueva, sino que representa la actualización de una constante histórica, heredada de la Revolución, con antecedentes en las guardias rurales campesinas, así como en los cuerpos de topiles o de policía comisarial de las comunidades indígenas. En este sentido, si en su conflictiva historia los guerrerenses han tenido que recurrir a las armas, lo hicieron más para defenderse del abuso y la injusticia que para atacar las fuerzas de un orden que los oprime. Ha sido más para la autodefensa frente al bandolerismo y el caciquismo, que para la ofensiva contra el gobierno. Incluso en el caso de la guerrilla, ha sido más para defenderse de los abusos que para tomar el poder.

Ahora bien, la crisis de inseguridad de inicios del siglo XXI reactiva lo latente de esta tradición organizativa. Surgen nuevas organizaciones sociales -tras la pionera CRAC- para impugnar un orden social crecientemente violento y garantizar la seguridad de las localidades. Por tanto, la nueva estrategia de defensa comunitaria busca, en primera instancia, responder a la crisis generalizada de violencia que ha caracterizado la gobernanza neoliberal en México, en tiempos de guerra al narcotráfico, y que se ha expresado con una singular crudeza en el sur del país. Ahí, a partir de la segunda mitad de los años 2000 se incrementan drásticamente los niveles de los delitos violentos y, en particular, de los homicidios. En Ayutla, la tasa de estos últimos ha sido superior al promedio estatal de manera sistemática, haciendo del municipio el más violento de toda la Costa Chica del 2006 al 2011, ininterrumpidamente, con niveles muy superiores a los de los municipios vecinos de San Marcos, San Luis Acatlán y Tecoanapa (Gráfico 2), y proporcionalmente mayores en ese periodo a los de Acapulco, epicentro de la violencia criminal en Guerrero. Para el solo año de 2009, la tasa municipal alcanza el nivel récord de 153 homicidios por cada 100.000 habitantes, correspondiente con el registro de unos 89 homicidios dolosos, que colocan a Ayutla entre los 100 municipios más violentos del país (Resa, 2013).

Elaboración propia. Fuente (Berber, 2017, p. 130)

Gráfico 2 Número anual de homicidios en Ayutla en comparación con otros municipios de la Costa Chica (1990-2012) 

Es en este clima de violencia recrudecida que, en febrero de 2008, es torturado y asesinado Lorenzo, hermano de Inés Fernández, una de las mujeres indígenas violadas por soldados en 2002. En abril del mismo año, cinco militantes de la Organización del Pueblo Indígena Me’Phaa (OPIM), oriundos de la localidad de El Camalote, son detenidos y encarcelados de manera arbitraria. Entre ellos está el representante legal de los hombres víctimas de esterilización forzada. En el año siguiente, en 2009, Raúl Lucas y Manuel Ponce, respectivamente, presidente y secretario de la Organización para el Futuro del Pueblo Mixteco (OFPM), son desaparecidos, torturados y asesinados. Estas acciones buscan desarticular los procesos organizativos de los pueblos indígenas del municipio. “La ejecución extrajudicial de los mixtecos fue un crimen de lesa humanidad debidamente planeado, los orquestadores calcularon fríamente los impactos que en su organización tendría este hecho execrable. Los daños no fueron individuales ni familiares sino colectivos” (Tlachinollan, 2009, p. 35).

La Casa de Justicia de El Paraíso

Ante la gravedad de tal situación, las comunidades de Ayutla se ven en la necesidad de velar por la seguridad de sus habitantes. Así, sus autoridades se interesan cada vez más en la experiencia organizativa de la CRAC, en la vecina Costa-Montaña. Se dan varios acercamientos e intentos de diálogo con la Coordinadora, en particular hacia 2008 y 2009 con la Casa de Justicia de Espino Blanco, pero “los asesinatos de Raúl Lucas y Manuel Ponce […] provocaron la suspensión temporal del proceso” (Nicasio, 2014, p. 278). A partir de 2011, otro dirigente mixteco, Arturo Campos Herrera, retoma el trabajo de promoción para la organización de grupos de policía, mediante una campaña de consulta en las localidades rurales de Ayutla. No obstante, en esos años empieza a hacerse cada vez más evidente la existencia de conflictos internos a la CRAC, mediatizados por la pugna de sus dirigentes, en medio de las disyuntivas que implica la necesidad de adaptación de la Coordinadora ante los desafíos del escenario construido por las políticas de guerra al narcotráfico (Fini, 2019). De cierta manera, la organización es víctima de su propio éxito, pues

varios de los fundadores de la CRAC seducidos por académicos y políticos se paseaban de foro en foro explicando el exitoso sistema de justicia. En no pocas ocasiones la CRAC sirvió para catapultar a políticos a puestos de elección popular, otras veces los propios dirigentes se vieron tentados a hacerlo […] Lo que antes fue un servicio comunitario, se convirtió en espacio de poder fetichizado. De esta forma las y los coordinadores poco a poco fueron abandonando el trabajo de seguridad, justicia y reeducación, omitieron fortalecer el sistema de cargos comunitarios, los sistemas normativos y el trabajo de los principales y consejeros, lo anterior se agravó con la creación de otras Casas de Justicia que desconocían el proceso de la CRAC. (Tlachinollan, 2014, pp. 132-133)

El proceso de diálogo de las comunidades de Ayutla con la CRAC recobra fuerza en 2012, no solamente a raíz del liderazgo de Arturo Campos, sino también por la consolidación en el municipio de otra organización social de reciente creación: la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG). Si bien la agenda de esta última se orienta más hacia la gestoría de programas y proyectos de desarrollo, no obstante, resulta de fundamental importancia la procedencia de sus fundadores, quienes han tenido un papel activo en la historia de la CRAC y, por ello, poseen una amplia experiencia de organización comunitaria en materias de seguridad. Por tanto, es esta coincidencia de procesos organizativos, con la confluencia de demandas colectivas de seguridad, de un lado, y la concurrencia de una dirigencia social con un fuerte capital militante, del otro, la que permitió que “de manera simultánea a la gestión de proyectos productivos, demandas sociales y participación política, la UPOEG promoviera en el sureste del municipio la formación de una Policía Comunitaria que fuera parte de la CRAC” (Hernández, 2014, p. 192). De esta manera, en octubre de 2012, en el marco del XVII Aniversario de la Policía Comunitaria, es organizada la presentación pública de los grupos de policía de 27 localidades de Ayutla para su incorporación formal al sistema comunitario, conformando así la base para la fundación de una nueva Casa de Justicia. Esta última es finalmente creada en la Asamblea Regional del 22 de diciembre, realizada en la comunidad na savi de La Concordia, en Ayutla, por decisión de los representantes de las otras tres Casas de Justicia (San Luis Acatlán, Espino Blanco y Zitlaltepec). La cuarta Casa de Justicia es instalada en la localidad del Paraíso, a escasos kilómetros del Charco.

Ahora bien, la fundación de la nueva Casa se inscribe dentro de una coyuntura crítica para Guerrero, marcada por la movilización del magisterio contra la reforma educativa del gobierno federal y el surgimiento de una serie de organizaciones de defensa comunitaria, a lo largo y ancho de la entidad. A inicios de 2013 se da el levantamiento armado de grupos civiles de autodefensa en Ayutla, que en las semanas siguientes se extiende a los municipios de Tecoanapa, Florencio Villareal, San Marcos, Cuautepec, Copala y Marquelia, integrándose un sistema de Policía Ciudadana -calcado sobre el de la CRAC- que es oficialmente reconocido en marzo como Sistema de Seguridad y Justicia Ciudadana (SSJYC) bajo los auspicios de la UPOEG (Gaussens, 2018). Asimismo, entre finales de 2012 e inicios de 2013, en otras regiones de Guerrero se gestan movimientos de defensa comunitaria. Es el caso de la Cañada, donde los habitantes de las cabeceras municipales de Huamuxtitlán y Olinalá instituyen sus propios cuerpos de seguridad. También es el caso de Tixtla, municipio de la región Centro -vecino de Chilpancingo-, donde se organiza una defensa comunitaria por parte de varias comunidades rurales y colonias urbanas.

Pese al conflicto interno que está debilitándola, hacia fuera “la CRAC brilla como una alternativa de justicia y seguridad con arraigo comunitario […] No es de extrañar, por tanto, que comunidades indígenas y rurales hayan mirado hacia el modelo de la CRAC al enfrentar la violencia y la inseguridad, en medio de la negligencia estatal” (Tlachinollan, 2013, p. 32). Aunado al reconocimiento legal de la organización en 2011 (por la ley local 701), son cada vez más las localidades que buscan adherirse a la CRAC. Así, la mayoría de los nuevos movimientos de defensa comunitaria solicita su incorporación. A inicios de 2013 se integran a la Coordinadora los grupos de policía de los municipios de Tixtla y Tecoanapa. En marzo lo hace la Policía Ciudadana de Olinalá (PCO) y en junio el Frente Ciudadano por la Seguridad de Huamuxtitlán (FCSH), así como la comunidad de Tlatlauquitepec, municipio de Atlixtac. A su vez, todas estas nuevas adhesiones se ven adscritas a la Casa de Justicia de El Paraíso.

21 de agosto de 2013: el asalto al Paraíso

Debido a esta serie de incorporaciones, la recientemente inaugurada Casa del Paraíso pronto se enfrenta con serios desafíos. El primero de éstos, de orden operativo, se deriva del alto grado de dispersión geográfica de su jurisdicción, cuyo desordenado crecimiento no obedece a criterios prácticos sino políticos. Resultado de ello es la dificultad de organizar desde El Paraíso [estrella] zonas discontinuas y lejanas entre sí [en amarillo], y coordinarse al mismo tiempo con la Casa de San Luis Acatlán [triángulo], las demás Casas de la región histórica de la Policía Comunitaria [en azul] y nuevos municipios en proceso de incorporación [verde] (Mapa 3). Las complicaciones operativas de esta dispersión son numerosas. En los hechos se dificultan la celebración de las asambleas para la toma de decisión, la realización de las acciones policiacas y el traslado de los individuos bajo resguardo.

Elaboración propia. Fuente (Nicasio, 2014; Fini, 2019)

Mapa 3 Municipios con presencia de la CRAC a mediados de 2013 

Además, la multiplicidad de las zonas incorporadas entraña una segunda dificultad, de orden cultural, por la diversidad de los contextos locales, la diferencia de las historias políticas y la heterogeneidad de las dinámicas organizativas, en entornos no solamente rurales sino también urbanos (como en el caso de las cabeceras municipales de Tixtla, Huamuxtitlán y Olinalá) y con identidades mixtas, no necesariamente indígenas, en regiones donde las prácticas del servicio a la comunidad que sostienen los sistemas tradicionales de gobierno se dan de manera parcial y diferenciada. En suma, la premura de un acelerado y acalorado proceso de incorporación a la CRAC desbordó los cauces del Reglamento Interno y terminó

sin respetar un conjunto de prácticas y normas de funcionamiento que tienden a subsumir el control del proceso a las instancias de tipo comunitario, como son las asambleas locales o regionales […] Estas dinámicas generaron anomalías en el proceso de incorporación de nuevas comunidades (Fini, 2019, p. 66).

A lo anterior se suma el hecho de que la nueva Casa de Justicia esté inmersa dentro de las pugnas que estructuran el conflicto interno a la CRAC, convirtiéndose en un objeto de lucha para las facciones en disputa. En efecto, la creación del Paraíso antecede de apenas dos meses la crisis que motivan en febrero de 2013 los comicios internos de la organización, quedando electo Eliseo Villar como uno de los nuevos coordinadores regionales de la Casa de San Luis Acatlán, desde luego la más importante del sistema comunitario. A partir de allí, la relación entre las dirigencias de ambas Casas -la del Paraíso y la de San Luis- se caracteriza por una creciente tensión, provocada por una sucesión de desencuentros. En los siguientes meses empiezan a circular señalamientos recíprocos dentro de la CRAC, la primera Casa acusando a la segunda de autoritarismo y corrupción, y la segunda a la primera de radicalismo y politización. En este sentido:

[…] la Casa de Justicia de El Paraíso se formó sobre la marcha, con un estilo propio de actuar que fue calificado por la CRAC de San Luis Acatlán como “autónomo”, y debe entenderse como producto del convulso proceso sociopolítico por el que ha atravesado el municipio de Ayutla. (Nicasio, 2014, p. 280)

Mientras tanto, en Olinalá, el grupo de Policía Comunitaria adscrito a la Casa del Paraíso y encabezado por su comandanta, Nestora Salgado, combate la criminalidad que opera en dicho municipio no sin la complicidad del ayuntamiento (Ortiz y Torres, 2018). Resultado de ello es la captura en flagrancia del síndico-procurador, Armando Patrón, reconocido dirigente del PRI y de la clase dominante local, quien es trasladado para su procesamiento judicial hasta Ayutla. Por su lado, en Tixtla, el nuevo grupo de Policía Comunitaria, también adscrito al Paraíso y liderado por Gonzalo Molina, por igual se enfrenta con el nexo político-criminal que une delincuentes y funcionarios alrededor de la alcaldía, además del aislamiento geográfico que lo caracteriza en relación con el resto de la CRAC (Gatica, 2018). Para ello, emprende acciones directas y se relaciona con otros sectores sociales, en particular, los maestros movilizados y los estudiantes de la vecina escuela normal de Ayotzinapa. Finalmente, también en Ayutla convergen CRAC, magisterio y UPOEG.

Producto de la confluencia de estos procesos organizativos, la nueva Casa de Justicia empieza a movilizarse como medida de presión política contra el gobierno estatal, de manera ofensiva, en una forma ajena a la tradición política de la CRAC, pero no sin recordar un estilo más propio a la guerrilla. Inmersa desde sus inicios dentro de una coyuntura crítica y una dinámica general sumamente conflictiva, tanto hacia fuera como hacia dentro, los grupos de policía de la Casa de Justicia de El Paraíso emprenden acciones junto con el movimiento magisterial, entre marchas, mítines y bloqueos. Este proceso de unión culmina, en abril de 2013, con la entrada simbólica pero espectacular de un contingente armado de policías comunitarios a la capital del estado, Chilpancingo, burlando un retén militar bajo la protección de los maestros. Sumada esta última acción a la detención del síndico de Olinalá, están reunidos los ingredientes para un nuevo acto de represión. Este último, sin embargo, en el contencioso escenario de ese año, requirió varios preparativos antes de poder llevarse a cabo.

Una primera respuesta gubernamental se da con el despliegue de tropas, que sucede inmediatamente después de los levantamientos armados -en particular en Ayutla, Tecoanapa y Olinalá-, con acciones sistemáticas de hostigamiento y desarme a los nuevos cuerpos de defensa comunitaria. Ahora bien, a la par de la mano derecha del Estado obra la mano izquierda. Es así como, a veces de manera contradictoria, el gobierno estatal otorga subsidios, apoyos y equipos diversos -incluso armamento- a favor de la CRAC. A raíz de la visita en mayo del gobernador, Ángel Aguirre, a la Casa de Justicia de San Luis Acatlán, su coordinador Eliseo Villar pasa de una postura de confrontación a otra, abiertamente colaborativa, con un gobierno que refuerza a cambio su política de subsidio a la organización -con un financiamiento que alcanzó el millón de pesos mensuales- vía la Casa de San Luis, en beneficio particular de su dirigencia. Con la redistribución parcial y discrecional de este botín, a su vez, esta última logra corromper a importantes sectores de la organización, ex tendiendo su red clientelar en una lógica de poder. El autoritarismo creciente de San Luis Acatlán sobre las demás Casas de Justicia termina precipitando el conflicto con la última creada de ellas. El 9 de agosto, prestándose a la intri ga, Eliseo Villar declara públicamente la “expulsión” unilateral de la Casa del Paraíso, dejando desprotegidos a los grupos de policía allí adscritos, sin cobijo organizativo ni amparo legal.

Pocos días después, el 21 de agosto, es llevada a cabo una operación policiaco-militar de gran envergadura, coordinada a nivel federal y desplegada de manera simultánea en tres frentes. En Ayutla, a la comunidad de El Paraíso llega un convoy del 48 Batallón de Infantería (con sede en la vecina Cruz Grande), junto con marinos, policías federales, estatales y ministeriales, quienes liberan a los 39 individuos que en ese momento se encontraban en proceso de reeducación -incluido, desde luego, el síndico de Olinalá- y saquean el interior de la Casa de Justicia, destruyendo sus expedientes y archivos. También son detenidos 13 policías comunitarios, cuyo traslado hasta la Procuraduría General de Justicia en Acapulco, y posterior retención allí, se acompañan de actos sistemáticos de tortura, tanto por parte de los agentes ministeriales como de los individuos liberados (CNDH, 2016). De manera paralela, en Atlixtac, elementos del Ejército, la Policía Federal y la Ministerial irrumpen en Tlatlauquitepec, liberando a 3 individuos procesados y deteniendo a 4 policías comunitarios más. Asimismo, en Olinalá es apresada Nestora Salgado, figura emblemática del movimiento social guerrerense (López, 2019). Finalmente, en los días previos y posteriores a la operación, son emitidas órdenes de aprehensión en contra de varios miembros de la Policía Comunitaria, incluyendo a todos los detenidos del día 21. Entre estos últimos se encuentra uno de los coordinadores regionales de la Casa de Justicia de El Paraíso, Bernardino García, militante de la organización local mixteca y sobreviviente de la masacre del Charco.

Conclusiones

La comparación histórica entre los dos episodios de represión, ocurridos en El Charco en 1998 y El Paraíso en 2013, enseña lo siguiente: mientras que el campo de los movimientos armados en Guerrero ha pasado por profundas transformaciones, reflejadas en un tránsito general de la guerrilla a la defensa comunitaria, en cambio, la política contrainsurgente frente a éstos presenta más continuidades que rupturas. En efecto, si cambios hay en la respuesta de los gobiernos a la organización social armada -siendo quizás el más notable de ellos, una política de subsidios destinados a la cooptación de dirigencias-, sin embargo, parecen relativamente menores, sobre todo si son contrastados con la reproducción de patrones y prácticas entre las fuerzas de seguridad del Estado.

Pese a la distancia de 15 años que separa los dos eventos estudiados, ambos son marcados por: 1) el liderazgo militar; 2) la subordinación policiaca; 3) la subsidiariedad judicial; 4) el despliegue masivo de tropas; 5) el uso desproporcionado de la fuerza; 6) la detención indiscriminada; 7) la tortura; 8) el traslado lejano; y, 9) la fabricación de delitos; siendo estos elementos sintomáticos de una violación constante de los derechos humanos, no solo de las personas detenidas sino de la población civil en general, conjugada con el desconocimiento igualmente sistemático de los derechos de los pueblos indígenas. La principal razón por la que esta represión se ha mantenido relativamente estable radica en el mantenimiento de ciertas formas de gobierno local, más allá de los cambios que se han producido a nivel nacional dentro del sistema político. Así, a pesar de la apertura al multipartidismo y el ocaso del régimen de partido único, una peculiar manera de ejercer el poder, el caciquismo, se ha reproducido en Guerrero -como en otras regiones de México- como una forma de autoritarismo que, hasta el día de hoy, ha impedido la democratización de la política local (Gaussens, 2020b).6

En Guerrero, la militarización ha sido y sigue siendo la principal respuesta del Estado mexicano frente a los movimientos armados (Oikión, 2007), cuyo tratamiento radica en la criminalización de la protesta y la judicialización de la organización social, como si de delincuentes se tratara. En este sentido, lo que evidencia la continuidad de la contrainsurgencia es, en primer lugar, la dominación de un militarismo cuyos esquemas binarios hacen equivaler todo movimiento armado con una guerrilla, y ésta con un ejército regular, capaz de avanzar en posiciones y captura de plazas, cuando en realidad no es así. De ejército insurgente la guerrilla solo tiene el nombre, dado que “no se extiende, no puede salir de su región. Puede crecer, ampliar su fuerza en la región misma. […] Pero tal crecimiento no logrará, en principio, extenderlo fuera” (Montemayor, 2007: 15). Al mismo tiempo, el planteamiento militar minimiza la causalidad sociológica de los movimientos armados, reduciéndolos al núcleo de su dirigencia, cuyo sostén no puede provenir solamente del apoyo popular, sino también de una fuente ajena de recursos, especie de poder oculto que sería preciso develar (como en el caso, en Guerrero, del narcotráfico).

Lo que ilustra la constancia de la contrainsurgencia es, en segundo lugar, los niveles de miedo, paranoia y visceral anticomunismo que suelen caracterizar la visión gubernamental de los movimientos armados, particularmente en Guerrero. En este sentido, en los años 90, el eperrismo fue percibido como el fantasma del zapatismo que recorría la entidad. En las décadas siguientes, pese al tránsito de formas ofensivas a defensivas, no más inofensivos han sido percibidos los movimientos. Desde las esferas de gobierno, la Policía Comunitaria de hoy sigue representando el peligro guerrillero de ayer. De allí la continuidad de una contrainsurgencia que, sin embargo, parece afectar de manera diferenciada las formas defensivas de organización social, las cuales, como expresiones de una adaptación evolutiva a la represión, han demostrado tener una capacidad cierta de resiliencia. Así, pese al asalto que había sufrido cinco años antes, a finales de 2018 seguía funcionando la Casa de la CRAC en El Paraíso, impartiendo seguridad y justicia. En aquel octubre, la Policía Comunitaria había cumplido sus 23 años de vida. El evento del aniversario tuvo lugar en la ciudad de Ayutla.

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2 Siguiendo a Kilcullen (2010), la contrainsurgencia es un término paraguas que incluye el conjunto de medidas que toman los gobiernos para derrotar una insurgencia, entendida como todo movimiento político-militar que lucha por conquistar el poder del Estado contra el gobierno establecido. Para mayores desarrollos sobre la contrainsurgencia en México, véase el trabajo de Sierra Guzmán (2007).

3 El eperrismo plantea un gran reto de investigación en la medida en que son escasos los estudios sobre las formas contemporáneas de guerrilla y contrainsurgencia en Guerrero, a diferencia de sus antecesoras, las de los años 60 y 70, mucho más estudiadas en el marco de la Guerra Sucia (Aviña, 2014; Herrera; Cedillo, 2012), por lo que los resultados aquí presentados no dejan de ser parciales y solo pueden representar una invitación para investigaciones futuras, como señalado en introducción.

4 Si bien han contribuido a la radicalización de la lucha política y la posibilidad de tomar las armas, estas masacres no explican por sí solas la existencia de movimientos armados, ni el surgimiento de guerrillas. En este sentido, de la misma manera que puede haber conflicto sin movilización, pueden ocurrir episodios críticos de represión sin desencadenar necesariamente una respuesta social, debido a que la amenaza que éstos producen logra inhibirla. En Guerrero, si los levantamientos guerrilleros de los años 60 y 90 han sido precedidos por una masacre, no todas las masacres han provocado este tipo de reacciones. Solo lo han hecho en determinadas circunstancias.

5 Existe una abundante literatura académica sobre la Policía Comunitaria. Entre otros estudios, véase los de Flores (2007), Sánchez Serrano (2012), Sierra (2013) y Fini (2016).

6 En la medida en que la cuestión de la contrainsurgencia opera como “variable independiente” en este trabajo, el tratamiento de la represión seguirá siendo más descriptivo que analítico. Para mayores desarrollos sobre este punto, véase el trabajo de Knight y Pansters (2005) sobre la función estructural del caciquismo en la política mexicana, así como el de Gibson (2012) sobre la continuidad que presenta el autoritarismo para el ejercicio del poder político a nivel subnacional.

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Doctor en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (2016); Maestro en Derecho Laboral por la Universidad Central del Ecuador (2010); Licenciado en Ciencia Política por el Instituto de Estudios Políticos de Aix-en-Provence, Francia (2006). Entre marzo de 2017 y febrero de 2018, realizó una estancia posdoctoral en el Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH) de la UNAM. Ha sido profesor en la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE); la Universidad de las Américas (UDLA); la Universidad de los Pueblos del Sur (UNISUR), en el estado de Guerrero; la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM) y la UNAM.

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