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En-claves del pensamiento
versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X
En-clav. pen vol.7 no.13 México ene./jun. 2013
Artículos
El problema del acto moral en el contexto de las neurociencias para una filosofía hilemórfica o analógica de la mente1
Jacob Buganza*
*Investigador y coordinador de la Maestría en Filosofía, Universidad Veracruzana, México, <jbuganza@uv.mx>.
Fecha de recepción: 23/02/2011
Fecha de aceptación: 27/09/2011
Resumen
En este trabajo el autor busca destacar la importancia que la libertad tiene para considerar el acto moral. Parte de las problemáticas de las neuro-ciencias contemporáneas para proponer una visión hilemórfica o analógica del hombre, que se traduce como una visión hilemórfica de la mente. Así, el autor propone que la libertad y, en consecuencia, el acto moral, se refieren a la dimensión que los clásicos denominan voũç.
Palabras clave: hilemorfismo, filosofía de la mente, libertad, acto moral y voũç.
Abstract
In considering the moral act, in this essay the author attempts to underline the importance of freedom. His analysis is founded on the problem of contemporary neuroscience in proposing a hilemorphic or an analogic vision of man, which trans lates into a helimorphic vision of the mind. Thus the author's proposition states that freedom and consequently the moral act, both refer to what classics call voũç.
Key words: hilemorphism, philosophy of mind, freedom, moral act and voũç.
Introducción
Si hay alguna rama de la filosofía donde se entrecruzan singularmente no sólo las distintas disciplinas filosóficas sino también las ciencias sociales y las ciencias experimentales, ésa es definitivamente la ética. Al tener como objeto de estudio el comportamiento humano desde el punto de vista de sus causas primigenias, resulta que los conocimientos que las otras ramas del saber elaboran, se traducen como aportaciones o impedimentos para la filosofía moral. Precisamente uno de los problemas a los cuales se enfrenta la ética hoy más que nunca es a la cuestión del acto moral.
El acto moral consiste en una acción que puede ser evaluada o calificada, en primer lugar, como buena o mala moralmente, y en segundo, éticamente, lo cual ya es más propiamente filosófico. Hoy, el filósofo moral que cultiva la razón de ser de la ética se enfrenta al problema del acto moral con nuevos bríos, pues distintas ciencias, de manera preponderante las experimentales, parecen extrapolar sus conclusiones hasta rechazar la condición necesaria del acto moral, a saber, la libertad.2 Tanto los estudios provenientes de la antropología física mediada por una interpretación evolucionista que niega la genuinidad del ser humano y sus dimensiones más características, hasta la neurofilosofía y la más reciente neuroética, pueden llevar a la conclusión de que el hombre no tiene el elemento indispensable que hace posible el acto moral ya mencionado. El problema, visto desde esta perspectiva, resulta altamente complejo. De lo anterior se desprende que es necesario estudiarlo desde el punto de vista filosófico si es que quiere sustentarse una ética, lo cual equivale a salvaguardar la libertad humana. Para decirlo con otras palabras, una filosofía analógica o proporcional, dotada con la consigna de equilibrar en un todo armónico los aportes de las distintas ramas del saber, parece que debe replantear el problema del acto moral, lo cual exige, consecuentemente, el replanteamiento de la libertad.
Naturalismo ontológico y antropología
Es muy frecuente que la ciencia experimental quiera estudiar los fenómenos no-físicos mediante los métodos con los que trabaja. En efecto, la ciencia experimental trabaja con métodos muy precisos para hacer frente a sus cuestionamientos. Una actitud prudente consiste en asumir, desde el punto de vista de la ciencia experimental, un naturalismo o materialismo metodológico, que consiste en echar mano de sus métodos sin la pretensión de alcanzar lo que se encuentra fuera de su objeto de estudio. Esto significa que aquello que no se halla bajo su campo metodológico no tiene por qué afirmarse o negarse. El problema se suscita precisamente cuando la antedicha actitud prudente da paso a un naturalismo ontológico, el cual niega expresamente la existencia de las dimensiones no-físicas para las cuales la ciencia experimental está imposibilitada de antemano. Para decirlo brevemente, el naturalismo ontológico consiste en negar lo que no puede estudiarse mediante los métodos experimentales.
Este paso que se da del naturalismo metodológico al naturalismo ontológico es lo que suele llamarse cientificismo. Resulta ser un paso constante, y cada vez se aprecia con más frecuencia al consultar trabajos que abordan temas que caen fuera de la ciencia experimental tratados con herramientas experimentales. Del naturalismo metodológico, que es muy legítimo, se pasa a un naturalismo ontológico que ya no responde a los métodos aceptados de antemano. Es lo que atinadamente explica Mariano Artigas con las siguientes palabras:
Según el cientificismo, los procedimientos de las ciencias experimentales serían los únicos válidos para obtener un conocimiento auténtico acerca de la realidad. El naturalismo niega la existencia de entidades espirituales, argumentando que no pueden conocerse mediante el método experimental. Estas dos tesis son defendidas por autores de tendencias diversas. Los neopositivistas, junto a ellas, admitían el empirismo y lo utilizaban como base de su perspectiva cientificista y naturalista. En la filosofía de la ciencia que se ha desarrollado posteriormente, con frecuencia se han seguido admitiendo tales tesis, introduciendo en su caso oportunos retoques. De ahí resultan interpretaciones inadecuadas de la ciencia y de la filosofía. Por ejemplo, en ocasiones, si bien se critica la aversión de los positivistas frente a la metafísica, sin embargo se reduce la metafísica a aquellas cuestiones que todavía no han llegado a estudiarse científicamente o que, por su naturaleza, nunca conseguirán ese nivel.3
Artigas lo dice con mucho tino. Hay ciertas cuestiones que no son alcanzadas por la ciencia experimental porque pertenecen a una naturaleza distinta que no permite examinarlas con las herramientas de ésta. Así, lo que le queda a la filosofía es recurrir a la argumentación y no propiamente a la experimentación para dar cuenta de ciertos fenómenos que no se someten, en principio, a la ciencia experimental, aunque se ha intentado hacerlo en repetidas ocasiones.
Lo anterior tiene fuertes resonancias en el caso del ser humano. En efecto, el hombre puede someterse en algunos aspectos a la metodología de la ciencia experimental, pero si se acepta que la totalidad de sus aspectos pueden someterse a tal metodología, entonces no queda espacio para las ciencias que no posean dichas herramientas experimentales.
La materia se encuentra organizada en niveles crecientes de complejidad, por tanto, el hombre se encuentra igualmente atravesado por múltiples niveles de creciente complejidad que van desde la organización subatómica, pasando por los átomos, el nivel molecular orgánico, el nivel protoplásmico, el celular, el tisular, el orgánico, hasta alcanzar el nivel individual (todo lo que compone al individuo en cuestión).4 Pero el individuo, que en este caso se trata del ser humano, no se reduce únicamente a las partes materiales constitutivas, sino que se encuentra conformado de tal manera, que manifiesta algunos actos que trascienden la materialidad o no pueden explicarse sólo mediante los métodos experimentales.
Seguro que lo anterior plasma con claridad dónde se halla el punto de inflexión entre el naturalismo metodológico y el ontológico, puesto que no todos los científicos admiten que el hombre realice algunos actos que trasciendan la materialidad y, en consecuencia, todos los actos que éste realiza pueden ser sometidos prima facie mediante las herramientas de la ciencia experimental.5 Si esto último fuera cierto, entonces sería verdadero que el acto moral en realidad debe someterse a la ciencia experimental de alguna u otra manera. El problema consiste, precisamente, en que la ciencia experimental no puede experimentar con el acto moral como sí puede hacerlo con las realidades compuestas exclusivamente por la materia, pues para que algo pueda ser estudiado exhaustivamente por las ciencias debe implicar única y exclusivamente dimensiones materiales, pues son las que pueden someterse a experimentos controlables. Pero el acto moral, aunque implique condiciones materiales, no se reduce a ellas; se trata más bien de un acto de orden distinto al que estudia la ciencia experimental a través de los niveles enumerados anteriormente. Sin duda tiene su soporte en ellos, pero el acto moral no parece reducirse a éstos.
En esto último se encuadra el dilema que enfrentan algunas ciencias experimentales al intentar experimentar precisamente con el acto moral porque, por un lado, pretenden estudiar actos como el moral mediante sus herramientas y, por otro, asegurar la libertad humana a toda costa. Lo cierto es que si el planteamiento de muchos cientificismos de este corte fuera congruente, no quedaría más que negar la libertad humana, pues sus actos no responderían más que a las condiciones bioquímicas o límbicas o genéticas de la materia, de tal suerte que el acto moral, que busca actualizar un valor moral, no sería otra cosa que una pura ilusión y, consecuentemente, libertad y valor moral no serían más que ficciones.
Precisamente una filosofía analógica o hilemórfica tiene como cometido salvaguardar ontológicamente las dimensiones humanas, entre las que se encuentra la libertad, que es una potencialidad de la voluntad enmarcada en la llamada inteligencia humana. Algunos científicos, aún creyendo en el método experimental, han visto las insuficiencias del mecanicismo causal para explicar actos tan humanos como la decisión o elección.
Neurociencias y el cerebro ético
Las neurociencias tienen como cometido entender la estructura y funcionamiento del cerebro o, como dice Michael S. Gazzaniga, "La neurociencia se dedica a determinar las acciones mecánicas del sistema nervioso".6 Por su parte, la antropología filosófica pretende estudiar los actos psíquicos, los cuales, de acuerdo con la tradición fenomenológica, son intencionales. Los actos psíquicos equivalen a lo que se denomina actos mentales. Algunos de estos actos trascienden la materialidad y se insertan en lo simbólico para ser representados, esto no quiere decir que dichos actos dejen de tener presencia en la materia o que carezcan de un soporte material; simplemente quiere decir que no se explican únicamente recurriendo a lo material, sino que se precisa una etiología más amplia. En efecto, los procesos mentales no-físicos que realiza el ser humano son procesos de una mente encarnada; es la mente encarnada la que tiene sentimientos, produce imágenes y lleva a cabo decisiones. Como bien lo hace ver Alessandro Antonietti, el hombre es un ser unitario que percibe, piensa, recuerda y decide con todo el cuerpo. Los procesos mentales tienen, muchos de ellos, correspondencias neurobiológicas, lo cual no sorprende a quien considera al ser humano como una unidad psicobiológica que vive las experiencias con todo el cuerpo.7 La tesis de Antonietii actualiza la aristotélico-tomista de la unio substantialis, que sostiene que el hombre es un compuesto de materia y forma, es una unio precisamente porque los contornos de una y otra no se encuentran claramente delineados, aunque algunos actos del hombre parezcan mostrar más de un lado que de otro, es decir, algunos actos que realiza el hombre parecen estar más anclados en la materialidad y otros más en la formalidad o espiritualidad, aunque todo acto que realiza el compuesto humano es un acto del hombre particular y concreto y no exclusivamente de una de sus partes.
Dentro de las neurociencias ha surgido una nueva rama que lleva el nombre de neuroethics (término acuñado por William Safire) que, de acuerdo con Luis Echarte, resulta errónea para denominar a los estudios que se proponen brindar una nueva imagen o definición del ser humano. Para este último autor la neuroética se enfoca única y exclusivamente a valorar qué conductas son las mejores en relación con la manipulación cerebral. A los estudios que tienen como cometido brindar una nueva definición del hombre hay que denominarlos, de acuerdo con Echarte, estudios neurofilosóficos.8 Sin embargo, la neurofilosofía parece implicar a la neuroética tal como la entiende Michael S. Gazzaniga, pues para el californiano ésta es o debe ser un intento por proponer una filosofía de la vida con un fundamento cerebral.9
Algo que puede criticarse negativamente a Gazzaniga es el reduccionismo que viene implícito en su postura (aunado al hecho de que a veces haga equivaler los conceptos de mente y cerebro, sobre lo cual no nos centraremos).10 A pesar de que en ciertas partes de su obra pareciera acercarse a una perspectiva hilemórfica o analógica, este neurocientífico llega a hacer afirmaciones cientificistas de este tipo: "Usted es su propio cerebro. Las neuronas que se interconectan en la vasta red cerebral, que sueltan sus descargas según determinados parámetros modulados por ciertas sustancias químicas, controlados por miles de redes de retroalimentación: eso es usted".11 No es que Gazzaniga diga una rotunda falsedad. Al contrario, el hombre es su cerebro, pero no solamente es cerebro. Por ello Gazzaniga lo que parece exponer es más bien un reduccionismo. Reduce al hombre a una de sus partes. El hombre es su cerebro, pero no sólo eso, sino que es mucho más. Implica dimensiones que incluso trascienden en cierto modo las dimensiones físicas debido a procesos mentales no-físicos u orgánicos, aunque tengan un soporte de esta naturaleza, como lo es, por ejemplo, la autoconciencia a la que el propio Gazzaniga considera difícil o imposible de estudiar desde las neurociencias.
Ahora bien, en el caso del cerebro, el problema que emerge es precisamente el de la libertad. ¿Cómo compaginar la idea de la libertad, que es una potencia indeterminada (como voluntas ut libertas), con el órgano del cerebro, el cual trabaja de acuerdo con las pautas biomecánicas propias de los órganos? Gazzaniga cae perfectamente en la cuenta del problema, el cual plantea con estos términos: "El cerebro determina la mente y es una entidad física, sujeta a todas las reglas del mundo físico. El mundo físico está determinado, de modo que el cerebro también lo está. Si el cerebro está determinado, y es el órgano necesario y suficiente para desarrollar la mente, se nos plantean las siguientes cuestiones: ¿están determinados también los pensamientos que surgen de la mente? ¿El libre albedrío que creemos tener es sólo una ilusión? Y, si es una ilusión, ¿debemos revisar los conceptos relativos a la responsabilidad personal en las acciones?"12 La premisa que parece no ser verdadera es precisamente la que se refiere al cerebro como condición necesaria y suficiente para hablar de la mente. En efecto, hasta ahora no se ha demostrado fehacientemente y con claridad, incluso en el campo científico, que el cerebro sea suficiente para explicar la mente. No hay duda que es el soporte de la mente, pero de una tesis a otra hay una gran brecha.
Esta brecha vuelve complicada la tesis que sostiene Gazzaniga, pues para él la persona es libre y, consecuentemente, responsable; en cambio, el cerebro no es responsable. Pero Gazzaniga no extrae la última conclusión, a saber, si el cerebro no es responsable lo es porque no es libre, pues sólo lo que es libre puede ser responsable. Pero, en verdad, ¿cómo compaginar esta conclusión? ¿Cómo compaginar la tesis de que el hombre es su cerebro y que es libre, cuando se afirma que el cerebro no es libre? No parece haber forma de compaginar ambas tesis, pero el neurocientífico busca hacerlo a como dé lugar. Por ello llega a ejemplificar la decisión con el hecho de que el cerebro junte dos palabras en un experimento, a saber, arte y sano; a partir de su yuxtaposición "aparece" el término artesano. Pero esto no es una decisión, sino algo automático, lo cual no concuerda con el concepto de decisión, a saber, como la autodeterminación del hombre como agente y no un proceso que se realiza en automático. Tal vez por eso sus conclusiones no tengan peso filosófico, por ejemplo, cuando afirma que "Al cabo de unos 40 milisegundos empieza a expandirse la actividad al hemisferio izquierdo, y unos 40 o 50 milisegundos después la información llega a la conciencia y aparece la palabra artesano". Dos consecuencias fundamentales hay que negar, la primera, es la que ya se adelantaba: no hay correspondencia entre el acto libre y el acto automático que realiza el cerebro al conjuntar las dos palabras a partir de las cuales se forma la última, pues no demuestra tampoco que la decisión sea algo automático, sino a lo sumo, que algunos procesos perceptivos lo son; si el proceso racional de la decisión fuera equivalente al proceso perceptivo, entonces en realidad no hay libertad en el hombre y el cerebro sería un mecanismo que toma decisiones automáticas basadas en reglas que "funcionan" de la misma suerte, es decir, automáticamente.13 La segunda, es que los conceptos de "conciencia" y "aparición" no son claros en su argumentación, y no lo son porque dice que la información llega a la conciencia: ¿se trata la conciencia de algo físico o determinado espacialmente, lo cual la volvería observable públicamente? ¿Cómo es que aparece la palabra artesano? ¿Dónde aparece exactamente? ¿Aparece en la conciencia? ¿Pero qué sucede si la conciencia no tiene un ubi específico?
Por supuesto que Gazzaniga pretende "salvar" la libertad. Por eso dice que la responsabilidad no es algo neuronal, sino social. Es en la sociedad donde se habla de responsabilidad de acuerdo con este autor. Pero la historia de la ética recuerda que esto es falso, pues se han propuesto responsabilidades hacia uno mismo. Por otro lado, si la responsabilidad es algo del todo, ¿cómo es que las partes no lo son? Además, el hombre jamás ha sido un ente solitario, sino que siempre se ha encontrado en sociedad, como ya el mismo Aristóteles recuerda al inicio de su Política. Son casos excepcionales aquéllos en donde una persona se encuentra alejada de las demás, lo cual ha dado pie a numerosos argumentos fantásticos para entretenidas novelas. Tal vez el argumento de Luis Echarte pueda caber aquí:
Los trabajos de "neuroantropología" y "neuroética" obvian a menudo antiguas argumentaciones sobre dilemas clásicos, probablemente con la excusa de que ante el nuevo paradigma científico todas ellas hayan quedado más que caducas. Sin embargo, no todos los descubrimientos neurocientíficos modifican la idea de hombre y los criterios de actuación pasados, así como tampoco los nuevos conocimientos sobre el cerebro plantean realmente cuestiones distintas a los clásicamente tratados.14
Nos parece que no logra explicarse la libertad mediante la neurociencia. A veces da la impresión de que Gazzaniga se percata de esto, especialmente cuando examina las técnicas de evaluación informatizada del conocimiento (CKA) que pretenden actualizar el vetusto detector de mentiras. En este contexto, el neurocientífico afirma lo siguiente:
Esta tecnología puede aportar información valiosa, pero no necesariamente información sobre la mente. No es un mecanismo de lectura de la mente [...] La neurociencia no dispone todavía de datos incontrovertibles sobre cómo se representan los pensamientos en los encefalogramas, y mucho menos en el cerebro, y puede que nunca logremos leer el pensamiento, aunque éste siempre se genere en el cerebro.15
El pensamiento, que consiste en lo más propio de la inteligencia, es posible que jamás pueda "verse" de acuerdo con los cánones de la ciencia experimental. Y esto puede ser debido a que pertenece a un orden o dimensión distinta de la material, aunque tenga su soporte en ella. Por eso es que Gazzaniga nos parece que acierta al decir que la neurociencia intenta leer el cerebro y no la mente, aunque esta última dependa de aquél. Sin embargo, se refiere a ellas como dos dimensiones distintas.16 Para decirlo con otras palabras, la conclusión que alcanza Gazzaniga acerca de la distinción entre mente y cerebro parece suficiente para sustentar que la libre decisión o elección, acto propio de la libertad, consiste en un proceso mental que se sirve de los procesos cerebrales. Estos últimos son procesos físicos, y por ello las neurociencias, en consonancia por lo antedicho con Gazzaniga, intentan leer el cerebro mediante procedimientos propios de la ciencia experimental; empero, los procesos mentales son no-físicos, de ahí que no puedan "verse" como tales, aunque pueda apreciarse el funcionamiento de ciertas zonas del cerebro en algunos de ellos; pero lo que sucede, nos parece, es que los procesos mentales se sirven de los cerebrales mostrando una causalidad de arriba abajo (como causa formal); aunque se acepta que la causalidad también se da de abajo arriba (causa material). Una filosofía hilemórfica o analógica de la mente puede echar luz sobre esta etiología múltiple.
Filosofía hilemórfica o analógica de la mente
La filosofía hilemórfica o analógica de la mente (es analógica una filosofía hilemórfica de cuño, por ejemplo, tomista y no una averroísta) propone que las causas materiales no son suficientes para explicar todas las dimensiones humanas. Hace falta recurrir a la causa formal para comprender, aunque sea a tientas, las dimensiones que vuelven al hombre propiamente tal, como sucede con el conocimiento intelectual, la autoconciencia y el libre arbitrio. Frecuentemente se ha pensado, especialmente a partir del siglo XIX, que la inteligencia humana no es cualitativamente distinta de lo que puede llamarse inteligencia en otros animales. En efecto, a partir de las teorías evolucionistas se ha llegado a pensar que el hombre no es cualitativamente distinto a los demás animales, sino un continuum con respecto al mundo animal. Sin embargo, considerar al hombre un continuum es empobrecer las dimensiones humanas, lo cual puede apreciarse de manera fehaciente en el caso del conocimiento intelectual. No equivale a un rechazo con respecto al continuum que las diversas ciencias experimentales han mostrado; simplemente se afirma, desde la filosofía hilemórfica, que el hombre es cualitativamente distinto con respecto a los otros entes sentientes.
En la Quaestio disputata de anima, el texto de Tomás de Aquino da pie para argumentar en torno a esta distinción cualitativa entre el hombre y los otros entes sentientes. Aunque el texto no se refiera de manera expresa a este problema en particular, la tesis hilemórfica resplandece con mucha claridad. De ahí que sea necesario citar el texto extensamente:
Para aclarar esta cuestión hay que considerar que donde se encuentre algo que a veces está en potencia y otras en acto, es necesario que haya algún principio por el cual tal cosa está en potencia: así sucede cuando el hombre es sentiente en acto (sentiens actu) y cuando está en potencia [de ser sentiente]; por ello en el hombre hay que poner un principio sensitivo que esté en potencia para los sensibles (in potentia ad sensibilia), si no estaría siempre en acto el principio sentiente. De manera similar, el hombre a veces se encuentra entendiendo en acto (intelligens actu) y a veces está en potencia de entender, por lo que es necesario considerar en el hombre algún principio intelectivo (intellectivum principium) que esté en potencia para los inteligibles (quod sit in potentia adintelligibilia). Y este principio es llamado por el Filósofo en el II De anima como intelecto posible (intellectum possibilem).
De aquí se sigue que el intelecto posible necesariamente está en potencia para todo lo que es inteligible y que puede recibir el hombre, y en consecuencia está desprovisto (denudatum) de ello, porque todo lo que puede recibirse y está en potencia para ello, está desprovisto de ello, como la pupila que es receptiva de todos los colores y carece de todos ellos. Así pues, el hombre ha nacido para entender las formas de todas las cosas sensibles (intelligere formas omnium sensibilium rerum). De ahí se sigue que el intelecto posible está desprovisto, en sí mismo, de todas las formas sensibles y naturales; y así es necesario que no tenga un órgano corpóreo. Así pues, si tuviera (habetet) algún órgano corpóreo, se determinaría a una naturaleza sensible, así como la potencia visiva se determina a la naturaleza del ojo. Por esta demostración, el Filósofo deja de lado (excluditur) la posición de los filósofos antiguos, para quienes el intelecto no difiere de las potencias sensibles; o [también] la de otros que han colocado el principio por el que entiende el hombre como si fuera una forma o fuerza mezclada con el cuerpo, como las otras formas o fuerzas materiales.17
El argumento resulta pertinente, pues los conceptos, con los cuales el conocimiento humano labora, resultan ser inmateriales por definición. En efecto, el concepto no se reduce a alguno de los individuos en los cuales se actualiza y que, por su parte, han sido causa material para su conformación a través del phantasma. El concepto virtualmente puede aplicarse a todos los individuos que comparten la esencialidad que éste apresa. El intelecto se dirige naturalmente, pues, a la forma de los entes sensibles, es decir, está en potencia de adquirirlos o comprenderlos. Pero sobre esto volveremos en el siguiente apartado al abordar el asunto desde la estructura del pensamiento humano.
El intelecto, de acuerdo con los descubrimientos actuales, sí requiere de los órganos corpóreos. Pero el Aquinate no niega que el intelecto humano se sirva de los órganos para realizar su labor. Lo que sí parece negar es que el intelecto se reduzca al órgano. El órgano, por sí solo, no logra explicar cómo es que el hombre accede a realidades inteligibles que, por definición, no puede alcanzar algo puramente material. Es lo que ya se ha citado líneas arriba: "Si enim haberet aliquod organum corporeum, determinaretur ad aliquam naturam sensibilem, sicut potentia visiva determinatur ad naturam oculi". El órgano es precisamente un instrumento para el intelecto, y no el intelecto mismo; el órgano está elevado precisamente por la forma substancial, es decir, por la forma que configura a la materia, que en este caso es por el vodq que eleva la materialidad en la que se halla encarnada.
En el contexto de la filosofía contemporánea se requieren algunas precisiones en torno a este asunto. En efecto, frecuentemente se afirma como un hecho demostrado científicamente que el cerebro es el órgano del pensamiento. Sin embargo, lo que sucede es que en realidad no hay conclusiones determinantes sobre este tema, el cual ocupa a las experimentaciones neurocientíficas que ya mencionamos. Seguramente una filosofía hilemórfica hodierna puede aceptar parcialmente esta tesis de las neurociencias, con la salvedad de que el cerebro no sea condición suficiente para explicar las potencialidades que la tradición ha denominado intelectivas. Sucede que, incluso como se desprende de algunos estudios contemporáneos de las noeurociencias, en especial al tratar el tema de la autoconsciencia, hay algunas dimensiones del hombre que no se explican recurriendo únicamente a la causación material-eléctrica del cerebro. Estas dimensiones están indicadas por ciertos actos que escapan a la pura causalidad material y requieren, ontológicamente, un principium intellectivum como el que maneja el Aquinate. Esta última tesis hilemórfica se sustenta, por supuesto, en el adagio operari sequitur esse.
Los actos que no pueden explicarse de acuerdo con la tradición tomista, refiriéndose exclusivamente a las dimensiones materiales del hombre, son el conocimiento de los universales, la libre decisión y la autoconciencia. Con respecto a lo primero, el intelecto puede conocer todos los cuerpos universalmente, lo cual implica que el conocimiento humano contiene, a su vez, dimensiones que no se limitan a la pura materialidad; el conocimiento de los universales no puede estructurarse en un órgano corpóreo pues, como enseña la experiencia, los órganos corporales sólo conocen lo particular e individual; si fuera lo contrario, el intelecto conocería sólo los singulares como lo hacen las potencias sensitivas.18 Con respecto a lo segundo, la libertad, de la que hablaremos más abajo, implica el nivel de la indeterminación; por supuesto que no se trata de una libertad ilimitada, pero potencialmente como voluntas ut libera lo es, en cuanto puede apetecer todos los entes materiales y, además, los inmateriales, como sucede con los valores espirituales. Con respecto a lo tercero, el conocimiento de sí mismo, que es la autoconciencia (aquí se aprecia de manera más diáfana la intencionalidad),19 no puede provenir de la materialidad pues, como enseña también la experiencia, los órganos no pueden concebir sus actos.20 Volveremos sobre este asunto en el siguiente apartado.
Por lo pronto, Ghisalberti destaca algo fundamental en el hilemorfismo. Se trata precisamente de la forma substancial única que tiene el hombre. En efecto, el hombre no tiene muchas formas substanciales, sino sólo una, que es la que le atribuye su humanidad. Este filósofo, en seguimiento del Aquinatense, escribe que "El alma es la única forma del cuerpo y en cuanto es forma que da el ser al cuerpo, el alma da inmediatamente el ser substancial y específico a todas las partes del cuerpo; en cuanto también es forma y principio de actividad, tiene necesidad de diversos órganos para ejercitar tal actividad, órganos que son subordinados entre ellos en relación a las actividades que a través de ellos se ejecutan, por los cuales una parte del cuerpo se mueve gracias a otra".21 Precisamente a esta ordenación de las partes del cuerpo es lo que la filosofía tomista denomina el orden entre las potencias del alma. En efecto, el alma o la forma es una sola, mientras que las potencias son muchas y tienen distintas funciones. Pero estas funciones tienen una ordenación natural. Ghisalberti cita un texto fundamental de la Summa Theologiae que vale la pena retomar para comprender la triple ordenación entre las partes con respecto al todo. Esta triple ordenación, para el Aquinate, se aprecia dependiendo del criterio que se tome en consideración. Veamos sólo las dos primeras que son las más adecuadas para nuestro caso:
En efecto, es triple el orden que se observa entre ellas. Dos de ellas provienen de la dependencia que una potencia tiene hacia otra; la tercera proviene del orden de los objetos. La dependencia de una potencia a otra puede ser de dos maneras: una según el orden de la naturaleza (secundum naturae ordinem), pues las cosas perfectas son naturalmente anteriores a las imperfectas; el otro modo según la generación y el tiempo, pues de lo que es imperfecto se pasa a lo perfecto (prout ex imperfecto ad perfectum venitur). Se sigue del primer orden [el que corresponde] a las potencias, [pues] las potencias intelectivas son anteriores a las potencias sensitivas, de donde se sigue que las dirige y tiene imperio sobre ellas (unde dirigunt eas, et imperant eas). De manera similar, las potencias sensitivas en este orden son anteriores a las potencias del alma nutritiva. Según el segundo orden, ciertamente, sucede lo contrario. Las potencias del alma nutritiva son anteriores, en la vía de la generación, a las potencias del alma sensitiva, de donde se sigue que preparan al cuerpo para las acciones de esta última. Y de manera similar sucede con las potencias sensitivas respecto a las intelectivas.22
Ciertamente es la primera de las ordenaciones la más importante en el contexto de nuestra discusión. Pero la segunda tiene su importancia porque el nivel anterior prepara al superior via generationis, por lo cual resulta cierta la tesis de que los órganos se requieren para poder sustentar la inteligencia humana.
Aunado a esto, es importante subrayar que el hilemorfismo o visión analógica del ser humano no contempla que el hombre esté compuesto de dos partes reñidas, sino que se compone de dos principios complementarios y que se requieren uno al otro. Es un compuesto; es una unio substantialis. Es un oúvoAov. El hombre no es un espíritu o voũç separado, como a veces parece entresacarse de la filosofía de Descartes; el Aquinate, en cambio, constantemente distingue entre el conocimiento de las substancias separadas y el hombre. Mientras que las substancias separadas se conocen por intuición, el hombre se conoce por raciocinio y de manera limitada. Esto se aplica al caso de la autoconsciencia, pues mientras las substancias separadas se conocen por su propia esencia, el hombre se conoce a sí mismo a través de la reflexión. El hombre, para acceder al acto llamado autoconsciencia, requiere reflexionar sobre sí mismo, lo cual no lo lleva a cabo todo el tiempo, sino sólo en algunas ocasiones. Si fuera lo contrario, el hombre tendría conciencia de sí todo el tiempo y estaría en acto, por lo que su propia esencia implicaría la autoconciencia.
Pero el hombre es un ente sumamente limitado. El alma intelectiva de Aristóteles y Tomás de Aquino es siempre forma del cuerpo, pero sus operaciones están limitadas a la materialidad, aunque algunos de sus actos la trasciendan. Incluso las operaciones que tienen mayor relación con la inmaterialidad o la universalidad, "Tienen una relación o un orden con las operaciones que pasan a través de los órganos del cuerpo al nivel del alma sensitiva y vegetativa".23 Así, actos como conocer y querer intelectuales, aunque dependientes del cuerpo, vista la relación desde una causalidad ascendente, no se subordinan a él, sino que se sirven de él para lograr sus cometidos desde una causalidad descendente. Esta última es una causalidad distinta a la material; es una causalidad de arriba hacia abajo, aunque la causalidad material también se aprecia de abajo hacia arriba en la doble ordenación del Aquinate ya citada.
Ahora bien, la forma es la que brinda cohesión al compuesto, lo cual ha venido a corroborarse cada vez más a través de la ciencia experimental, pues ésta asegura que la materia de la cual se compone el hombre se encuentra sometida al cambio incesante. Sin embargo, "El individuo humano permanece él mismo, mientras los elementos de su constitución corpórea se renuevan incesantemente, con el flujo continuo del metabolismo vital".24 El hombre es similar a la metáfora heraclítea del fuego y el madero. En el hombre se encuentran los contrarios como en la metáfora antedicha: sin el madero no se da el fuego, pero sin el fuego no se da el madero incendiado; para que haya fuego se requieren tanto el madero como su combustión. Son contrarios pero se unen con cierta armonía; se unen en una armonía dinámica.
La libre decisión o elección como fundamento del acto moral a partir de una filosofía hilemórfica o analógica de la mente
Distinguir entre los procesos mentales y los cerebrales puede sustentar que la voluntad, como potencia de índole intelectual, pertenece a los primeros procesos, aunque se sirva de los segundos y, en cierto modo, pueda ser impedida o limitada debido a estos últimos mediante fármacos (neurofarmacología) o lesiones cerebrales u otras circunstancias, lo cual se explica por medio de una causalidad que va de abajo hacia arriba.
El tema de la libertad en el contexto de la discusión filosófica de la mente resulta muy urgente para la ética como se ha visto en el tercer apartado. Con respecto a este asunto (the Free Will), el filósofo John Searle, como ya lo ha adelantado en otros trabajos, considera que el conocimiento que se tiene actualmente sobre el cerebro es insuficiente para explicar la autoconciencia. La misma insuficiencia se aprecia en el acto libre: "No sabemos cómo nuestra experiencia consciente de la libertad puede corresponder a un hecho actual de libertad".25 Incluso un indeterminismo aleatorio fundamentado en la mecánica cuántica no explica una decisión libre. Para Searle la libertad es un misterio. Y lo es, nos parece, si se busca su explicación desde la pura materialidad. Por ello, la filosofía hilemórfica o analógica de la mente parte de un abanico etiológico que no reduce al hombre a una de sus partes, sino que toma como base la idea del hombre como σúνoλov. Ante la pregunta de si los eventos neuronales causan efectivamente las decisiones que toma el hombre, hay que responder diciendo parcialmente que sí. No causan totalmente la decisión, pues la voluntad, al enmarcarse en la idea primigenia que funge como principio de cognición del ente indeterminado, puede tender hacia todo tipo de entidad, sea ésta presente o futura, sea material o inmaterial, etcétera. En efecto, los eventos neuronales son un elemento que permite explicar la libre decisión, pero hace falta recurrir a la causalidad formal que viene impresa gracias a la forma substancial. Como diría Juan José Sanguineti, el cuerpo humano está informado por "poderes intencionales universales". A diferencia de los otros animales, para quienes la ley de su actuar está inscrita en sus impulsos de manera determinante, pues actúan de acuerdo con lo que conocen, el hombre, además de compartir tales fenómenos con ellos, tiene la capacidad de autodeterminarse a través de su voluntad. Y esta voluntad es capaz de guiarse por otras leyes que no son las de la naturaleza, sino por la ley natural que descubre mediante su inteligencia.
Ahora bien, Juan José Sanguineti advierte que el problema puede plantearse en términos causales, es decir, "El acto libre comporta una particular causalidad en la cual está implicado el yo, de donde nace la responsabilidad, con amplias consecuencias morales, políticas, jurídicas. El acto libre, con sus efectos, es causado por mí'. ¿Qué tipo de causalidad es la que requiere la libertad? ¿Puede la libertad considerarse únicamente bajo la causalidad de las células cerebrales? ¿Puede la libertad ser solamente la forma de hablar de una causalidad física? Si la causalidad de la libertad puede explicarse en términos físico-químicos, ¿en realidad se trata de libertad? La reflexión filosófica en estos casos parte de los datos y elaboraciones científicas con la conciencia de su parcialidad y los confronta con los elementos fenomenológicos, sean estos últimos primarios o secundarios; por ejemplo, por un lado, la conciencia de la realidad o del yo, y por otro, los estados particulares de conciencia. En este sentido, Sanguineti tiene razón al asentar que tanto la ciencia como la filosofía parten de la experiencia; en el caso que ocupa este trabajo, la filosofía parte de la experiencia de la existencia de la libertad, de la conciencia y de la moralidad. Pero estas experiencias no pueden ser inventadas ni por la filosofía ni por la ciencia, pueden ser simplemente interpretadas.26
Resulta que puede haber contradicciones entre algunas conclusiones de la ciencia experimental y la experiencia del sujeto, el cual, como se dijo, se experimenta como un agente consciente, libre y moral. El yo, fenomenológicamente, aparece como un sujeto que sabe que sabe, que tiene la capacidad para autodeterminarse en algunas direcciones y que dicha autodeterminación lo vuelve responsable de su actuar. Esta libertad que experimenta tiene una manera peculiar de manifestarse: lo hace a través de la duda que a veces envuelve la decisión, pues la experiencia muestra que a veces dudamos de lo que hemos de realizar, por lo que el adagio latino revela una verdad fenomenológica inconmovible: Ubi dubium ibi libertas.
Para poder avanzar hace falta aclarar qué se entiende por acto moral. Para lograrlo, hay que considerar que los actos morales son actos voluntarios. En efecto, como bien aclara el Aquinate, los actos voluntarios son los que implican el conocimiento del fin al cual se dirigen. Y esta distinción es pertinente porque hay entes que se mueven a sí mismos (movent seipsa) pero no tienen el conocimiento del fin al cual se mueven, como sucede por ejemplo en el caso de la planta, que se mueve a sí misma cuando crece. Pero no puede decirse que la planta realice, al crecer, un acto voluntario. En consecuencia, lo voluntario agrega el conocimiento al principio del movimiento. Y como el hombre se mueve a sí mismo y además tiene conocimiento del fin al cual se dirige, se sigue que el hombre realiza actos voluntarios. Y no sólo eso, sino que es en quien se aprecia máximamente esto en el mundo natural. Para decirlo con los términos de santo Tomás, "Unde, cum homo maxime cognoscat finem sui operis et moveat seipsum, in eius actibus maxime voluntarium invenituf,.27
El hombre es libre, pero su libertad está limitada por su materialidad (el cuerpo es el primer límite) y lo que la circunscribe. Lo que la circunscribe puede ser algo material o algo social; por ejemplo, en el caso de lo primero puede ser el ubi, mientras que lo segundo pueden ser las normas morales. Por eso es que Antonietti escribe que "La mente no es, en efecto, libertad absoluta, sino libertad radicada en una naturaleza particular y en una cultura particular y, por lo tanto, sujeta a los vínculos que tales raíces colocan".28 El hombre experimenta, fenomenológicamente, esta libertad limitada, pero libertad a fin de cuentas. Se aprecia como un yo autoconsciente que se autodetermina a través de su acción, la cual tiene la característica de ser intencional, al igual que los objetos del conocimiento sensible y del conocimiento intelectual. En efecto, la intencionalidad, como ha revaluado la fenomenología desde principios del siglo XX, hace referencia al objeto del acto, sea éste cognoscitivo o apetitivo.29 La acción es intencional porque se refiere a un objeto tanto inmanente como transeúnte.
De lo anterior puede seguirse que el hombre es lo más activo que existe, al menos en el mundo físico. En efecto, el hombre, al poseer libertad, por limitada que sea, es capaz de ser causa intencional en un sentido más elevado que los animales superiores y que las otras causas físicas del mundo. Al hombre propiamente corresponde el ser agente; al hombre corresponde, de manera propia, moverse a sí mismo. Los otros entes, entre los que descuellan los animales superiores, son movidos por otro y, por tanto, son menos activos que el hombre. De ahí que Sanguineti escriba: "Solamente la persona actúa (es agente) verdaderamente en el mundo, desde el momento que el actuar espontáneo de los fenómenos físicos, mas en su fuerza, es un actuar que fluye de una manera 'dada', sin autocontrol ni posibilidad de variaciones que, cuando mandan, son el resultado de fluctuaciones accidentales, de adaptaciones o de encuentros con otras causas físicas. En cambio, lo que es producido por una persona intencionalmente, vale decir el objeto intencionado (no otras cosas) es todo suyo: es ella la que ha querido y es, en este sentido, plenamente responsable".30
Lo anterior lleva a la indisolubilidad entre el yo y la elección, acto propio de la inteligencia en cuanto apetente. En efecto, la elección corresponde a la voluntad, que es una potencia de la inteligencia humana. Sólo la persona puede ser un "yo", pues exige la autoconsciencia; así pues, si la autoconsciencia es necesaria para poder asegurar la autodeterminación, se sigue que sólo el hombre puede elegir. Pero la inteligencia humana suele confundirse en algunos discursos sobre filosofía de la mente con lo que podría llamarse la inteligencia sensible o estimativa de los animales. Esto lo atestigua Sanguineti al asentar que por ello nacen muchas confusiones, incluso terminológicas, como aplicar a los animales superiores conceptos o actos que no les pertenecen, como el acto mental de pensar.31 Igualmente, esta confusión puede alargarse a los casos en que a los animales superiores se les atribuya la elección de manera propia. Pero estos últimos no son autoconscientes, por lo cual la elección no es un acto que les pertenezca.
Vale la pena profundizar un poco más en lo referente al "yo" con tal de aclarar por qué es algo exclusivamente humano y por qué es fundamental para establecer el vínculo con la elección. En primer lugar, el hombre no vive en la inmediatez, como asegura Emerich Coreth; vive en la mediación de la inmediatez, lo cual quiere decir que no se encuentra vinculado irremediablemente a lo que le circunda, sino que tiene la capacidad para desligarse incluso del presente y proyectarse hacia el futuro. De esta manera, el hombre se separa de lo que no es en sí mismo, se separa de cuanto no es él, con lo cual constituye lingüísticamente al "yo", que es el sujeto humano.32 Este "yo" expresado lingüísticamente se experimenta como algo concreto y determinado que se destaca de lo inmediato, de lo circundante. No nos adentraremos en el entramado conceptual al que nos conduce esta constatación del "yo" y su vínculo íntimo con la conciencia, sino que nos enfocaremos directamente al acto de pensar que el hombre experimenta como suyo, lo cual nos permite aclarar algunos cabos que se dejaron abiertos en el apartado anterior. Para comprender este asunto desde la antropología filosófica, se requiere tener presente que el conocimiento humano tiene su origen a través de los sentidos, que es lo que suele llamarse conocimiento sensitivo. El conocimiento sensitivo es el conocimiento de lo inmediato, de lo circundante. Pero debido a que el hombre no se limita al conocimiento circundante, y como el pensamiento no consiste en ello, aunque generalmente vuelva sobre él, es necesario postular que el pensamiento es de otro orden.33 De ahí que Coreth asegure lo siguiente: El conocimiento puramente sensitivo queda penetrado y superado por otro elemento, sólo con el cual el conocimiento se hace propiamente humano [...] El conocimiento sensitivo del hombre se experimenta y entiende siempre en la conciencia, se capta y reelabora con el pensamiento. Lo propio del conocimiento humano y aquello que le caracteriza es el pensamiento. Así, el conocimiento sensitivo está transformado por el conocimiento intelectivo o pensamiento.34
El pensamiento humano es, a diferencia del conocimiento sensitivo, un conocimiento conceptual, mediado, ciertamente, por el lenguaje, que tiene como función representarlo. El conocimiento conceptual ha sido tradicionalmente adjudicado a la inteligencia humana, que en su despliegue como intellectus o voũç tiene como objetivo leer dentro de las cosas mismas (intus legere). De ahí que el Aquinate asegure que hay diferencia entre el sentido (sensus) y el intelecto: "Cognitio sensitiva occupatur circa qualitates sensibiles exteriores; cognitio autem intellectiva penetrat usque ad essentiam rei, obiectum enim intellectus es quod quid est".35 Esto no quiere decir que la potencialidad a desarrollar por el intelecto esté desvinculada del conocimiento sensitivo, pero el conocimiento intelectivo es de un orden distinto tal que permite al hombre penetrar, aunque sea limitadamente (dice el Aquinate en la misma cuestión: "Lumen autem naturale nostri intellectus est finitae virtutis"), en el conocimiento de las cosas. Es precisamente lo que no puede hacer el bruto, pues el conocimiento intelectivo permite conceptualizar y representar los conceptos a través del lenguaje, vehículo mediante el cual el ser humano piensa. Es aquí donde la tesis de Coreth adquiere mayor relevancia no sólo para el pensar, sino que tiene resonancias para la libre elección. Dice el filósofo austriaco:
El acto de pensar, con el que formamos o captamos el concepto, está delimitado en el espacio y en el tiempo toda vez que pensamos aquí y ahora. Pero el contenido puro del pensamiento, es decir, el contenido lógico que aprehendemos en el concepto, no está como tal ligado a un punto del tiempo y del espacio; bien al contrario, puede aplicarse a cualesquiera objetos particulares emplazados en los lugares y tiempos más diversos. Evidencia así el concepto que no está sometido a las leyes del tiempo y del espacio y que trasciende esencialmente las dimensiones de la existencia material, determinada y limitada espacial y temporalmente.36
El hombre, gracias al pensamiento, no está vinculado de manera radical al entorno, sino que es capaz de proyectarse más allá de él, rompiendo las barreras espacio-temporales a las cuales están sometidos los demás entes naturales. En efecto, ésta parece ser la razón por la que Coreth considera que el mundo del pensamiento escapa a la esfera del ser objetivo-material, pues el hombre es capaz de formular conceptos cuyo contenido lógico no se limita a las cosas materiales y sensibles, como en el caso de los conceptos posible, necesario, bueno, malo, nada, etcétera. Lo que abarcan tales conceptos no se limita a lo material, sino que lo trascienden. Como se adelantó en el cuarto apartado, es posible argumentar a partir de la universalidad de los conceptos, es decir, por su contenido lógico. De esta suerte, es posible afirmar que los conceptos no son de orden material, sino inmaterial. Si el pensamiento humano, manifestado en su acto primario de conceptuar, es algo esencialmente distinto de las cosas materiales porque sobrepasa las condiciones y leyes de la materia, el pensamiento humano es algo esencialmente distinto a la materia, aunque efectivamente depende de ella para su realización humana. Pero de esto último no se sigue que sólo a partir de los procesos físicos sea posible dar razón del pensamiento humano. Por ello mismo es que el hombre pensante trasciende por esencia la dimensión de la materia, es decir, "Que posee una facultad que entitativamente ya no pertenece al estrato material sino que entra en una categoría ontológica esencialmente superior y que, en consecuencia, esa facultad, que llamamos inteligencia o razón, es una facultad inmaterial, espiritual".37
En último análisis, la autoconsciencia, el pensamiento humano y todo lo que ello implica son actos del voũç o intellectus del hombre. Desde la filosofía clásica, al menos desde Platón y Aristóteles, suele afirmarse que el hombre posee voũç. Parece que reintroduciendo la inteligencia humana en su sentido de voũç es posible asegurar al hombre la autoconsciencia, el pensamiento y, por tanto, la elección. No quiere decir esto que en el hombre se descubran actos en los que no tiene parte el cuerpo y el mundo material. El cuerpo y la materia no son impedimentos o antítesis del voũç, sino que son su lugar y medio para realizarse.38
Lo anterior parece tener consonancia con lo que Sanguineti escribe. De acuerdo con él:
Las "causas" de las elecciones son complejas y operan a distintos niveles. Sin verlas vanamente, según el modelo "humiano" de la causalidad, típico del dualismo interaccionista y de las consecuentes reacciones contrarias monistas, la elección nace originariamente del yo auto-activo. Si este punto se ignora o descalifica, la elección degenera en un simple "suceder" del cual ninguno es responsable, sino sólo los mecanismos psiconeurales y sociales. Sus causas son dispositivas, son como invitaciones, impulsos, direcciones, inducciones. En su confrontación se abre a la voluntad el espacio decisional (espacio dinámico).
Y más adelante asegura:
Cualquier elección humana nace de un cierto trasfondo o Background cognitivo y tendencial, primero a un nivel constitutivo (paralelo al genético que se da en el orgánico), luego a un nivel individualizado según las circunstancias personales de cada uno. A nivel cognitivo están presentes, en este sentido, las creencias y los hábitos de la persona, y a nivel tendencial sus inclinaciones, vicios o virtudes".39 Es claro que el acto de decisión, con el cual tiene su origen el acto moral corresponde a un evento en el que interactúan múltiples niveles de realidad, lo cual responde, precisamente, a la unidad humana, pues el hombre es unidad de distintos niveles ontológicos. De hecho, esto último parece ser la razón por la que se ha considerado al hombre como un microcosmos.40
Pero retomando el problema de la libertad (y por ende de la elección) y su relación con el cerebro, parece que Sanguineti mismo brinda una guía conveniente para mantener la libertad y, por tanto, el acto moral. En efecto, el filósofo ítalo-argentino parte de la tesis de que es evidente que las elecciones pueden ser observadas en su base neuronal, pero sólo indirectamente. Tal vez la pregunta más candente, en este contexto, es la siguiente: ¿es compatible la libertad con el evento causal orgánico observado?.
Tal parece que debe comprenderse al fenómeno de la elección humana en el marco de una etiología amplia, es decir, una etiología que no se reduzca a la causalidad fisicalista. Por ello, Sanguineti distingue tres niveles de causalidad psicosomática intencional en seguimiento de la Escuela. En primer lugar, sitúa las funciones sensitivo-vegetativas; en segundo, las funciones sensitivas intencionales altas, que corresponderían también a los animales (superiores); finalmente, las actividades cognitivas y tendenciales superiores del hombre, en donde se da una causalidad de arriba hacia abajo. De acuerdo con este filósofo, las funciones sensitivas intencionales altas ya comportan una cierta intencionalidad transorgánica, la cual se ve rebasada abismalmente por las actividades superiores humanas. En el caso humano esta causalidad de arriba hacia abajo adquiere connotaciones especiales, pues el pensamiento, como se dijo, está basado en actos inmateriales, lo cual no descarta, como también se ha subrayado, la implicación material que se da en el compuesto humano. De esta suerte, la tesis de Sanguineti, que puede compartir por supuesto una filosofía de la mente suficientemente amplia, etiológicamente hablando, pondera los estudios sobre el cerebro y las neuronas como muy útiles porque:
Nos explican bien las indisposiciones cerebrales que disminuyen o anulan la libertad de nuestras decisiones, llevando al acto humano a una degradación o a su desorganización. La base cerebral, considerándola sólo en su dimensión orgánica, es una condición necesaria pero no suficiente para nuestras elecciones. No tienen sentido, en consecuencia, expresiones como "las neuronas deciden", "la corteza prefrontal decide" y otras semejantes. Elige solamente el yo (la persona) en cuanto actúa en su operación volitiva incorporada en el cerebro. No se elige sin un cerebro en actividad, pero no elige el cerebro.41
Esto demuestra que el hombre, a pesar de su potencial o intencionalidad infinita cuyo sustento es el voũç, tiene muchas limitaciones debido a su materialidad. La materialidad siempre comporta límites, y en esto radica una paradoja humana. Pero a pesar de todo, el voũç representa la garantía del pensamiento, la autoconciencia y la libertad del hombre. Fincada en el voũç, la libertad puede entenderse como la capacidad que tiene la voluntad para determinarse en alguna dirección. En efecto, la voluntad es la capacidad que tiene el ente inteligente para inclinarse por sí mismo al bien. Por eso es que el Aquinate asegura que el ente que se inclina al bien en virtud de un conocimiento que se llega a conocer mediante el entendimiento, es decir, dando razón de él, se inclina al bien universal (quasi inclinata in ipsum universale bonum) y no está dirigido únicamente al bien por otro (non quidem quasi ab alio solummodo directa in bonum).42 Por supuesto que los animales, como el propio Sanguineti recalca, eligen impropiamente, pero no de un modo universal, como puede hacerlo el ser humano. De ahí también que el Doctor communis asiente lo siguiente con su precisión característica con respecto al libre arbitrio:
Hay algunas [cosas] que no actúan por ningún arbitrio, sino por los actos y movimientos de otros, como la flecha se mueve al fin merced el arquero. Hay otras que en verdad actúan por un arbitrio, pero no libre, como los animales irracionales: así, el cordero se aleja del lobo por un cierto juicio (ex quodam iudicio) por el cual estima que es nocivo para ella; pero este juicio no es libre, sino dado por la naturaleza (sed a natura inditum). Pero sólo lo que tiene intelecto puede actuar con un juicio libre, en cuanto conoce la razón universal de bien (inquantum cognoscit universalem rationem boni) puede juzgar que esto o aquello es bueno. De donde se sigue que donde hay intelecto hay libre arbitrio.43
En efecto, gracias a que el hombre posee intelecto o voũç, puede conocer la razón universal del bien; puede juzgar que esto o lo otro es bueno. Pero como el bien es infinito, al menos en potencia, puede seguirse que así lo es la capacidad humana para tender, amar o querer. Ciertamente el concepto de bien se convierte con el de ente, horizonte a partir del cual se mueve la inteligencia y, por tanto, el hombre. De ahí que Coreth asegure que el hombre posee una capacidad esencialmente distinta de la materia. Así pues, siendo el cerebro un órgano, y como tal, finito, se sigue que no es suficiente para explicar la infinitud intencional del hombre, tanto cognoscitiva como apetitivamente.
Esta infinitud puede verse reflejada en el juicio humano que versa sobre lo contingente, es decir, sobre el juicio que puede adquirir una dirección u otra. De esta manera, el acto humano (y por tanto el moral), que tiene su base en un juicio de esta naturaleza, puede seguir una dirección u otra. Esto quiere decir que el juicio práctico non est determinatum ad unum. Por tanto, el acto moral no está determinado. Así, el libre albedrío o libertad de la voluntad es causa del movimiento del hombre, pues aquél es una potencia que se actualiza precisamente conforme se enjuicia o elige y, por tanto, se actúa.44
Ahora bien, en el acto de la libertad, fuente del acto moral, concurren tanto la parte apetitiva como la cognoscitiva del hombre. Por ello es que el concepto de Background de Searle tiene eco con la postura del Aquinate, pues se refiere al contexto donde se da el acto intencional.45 En efecto, para Tomás de Aquino la naturaleza del libre arbitrio se estudia a partir de la elección, en donde concurren tanto lo cognoscitivo como apetitivo. Por una parte, es decir, "Ex parte quidem cognitivae virtutis, requiritur consilium, per quod diiudicatur quid sit alteri praeferendum"; por la otra, es decir, "Exparte autem appetitivae, requiritur quod appetendo acceptetur id quod per consilium diiudicatur'. En síntesis, el libre arbitrio requiere tanto del consejo (consilium) como de la aceptación (acceptetur) de lo que determina el consejo.46 Es en la infinitud potencial que ya describimos en la cual se finca la libertad del hombre, quien, como insiste Sanguineti, no está desprovisto de límites actuales, los cuales se ponen de manifiesto precisamente en el consejo. Esto es un hecho que cada uno puede comprobar interiormente: conforme más se conoce, es probable que el consejo que cada uno se dé sobre los medios conducentes al fin sea más seguro y útil; en cambio, conforme se conoce menos, es probable que el consejo sea menos seguro y útil. Por ejemplo, quien es joven e inexperto, es probable que el consejo de su entendimiento y el consenso de su voluntad sean más limitados con respecto a los de hombre experimentado. Pero aún con todo, tanto en uno como en otro, en menor y mayor medida, puede darse la libertad o libre arbitrio. Sin duda, el experimentado es más responsable que el joven debido a su mayor actualidad tanto intelectiva como volitiva.
La visión hilemórfica o analógica del hombre permite concebir una causalidad de arriba hacia abajo en los actos propiamente humanos, como entender y querer, así como elegir, el cual tiene parte del entender y del querer. Pero esta visión también tiene conciencia de las limitaciones actuales de cada hombre en particular, pues el conjunto de sus experiencias, hábitos, etc., así como lo que le circunda, comportan límites para la libertad. Empero, puede afirmarse que el hombre es libre gracias al voũç encarnado que cada sujeto posee, aunque sin duda se trata de una libertad limitada.
Conclusión
Se puede apreciar la complejidad implicada en el problema de la libertad y, por tanto, del acto moral que involucra a la ética como punto focal. Evidentemente este problema, central en las discusiones filosóficas hodiernas a partir de las neurociencias, no está zanjado del todo. La ciencia experimental no se ha pronunciado sobre todos los problemas; por su lado, la filosofía requiere de la virtud de la temperancia para señalar el paso del naturalismo metodológico al ontológico. Asimismo, una filosofía hilemórfica o analógica de la mente parte de la idea, distinta del fisicalismo, de que la mente no es una máquina, es decir, que no se trata de una entidad mecánica, aunque tenga su sustento material en las complicadas redes, no sólo neuronales y sinápticas del cerebro, sino de todo lo que es físicamente el hombre. En efecto, una filosofía de este cuño propone que no todo puede explicarse recurriendo a la causalidad eficiente o a causas físicas y, por tanto, observables públicamente. Aunque las técnicas de observación del cerebro han brindado numerosos frutos acerca de las zonas que entran en movimiento ante ciertos estados mentales, no parece suficiente para explicar el funcionamiento de la mente porque, en principio, es inapresable. Afirmar que una sinfonía se reduce a las notas musicales con las cuales está escrita puede resultar un empobrecimiento considerable.
De esta suerte, consideramos que el pensamiento humano, la autoconsciencia y el libre arbitrio son algo más que las relaciones sinápticas acaecidas en el cerebro. El argumento es simple: el órgano no conoce su propio acto, pues así como el ojo no puede mirarse a sí mismo, así el cerebro no es suficiente para dar cuenta de por qué el hombre sí puede volver sobre sí mismo. La materia no tiene la posibilidad de volver sobre sí misma. Se requiere etiológicamente algo distinto en el hombre, que es lo que la tradición ha denominado la dimensión espiritual del ser humano. Por ello es que la filosofía analógica o hilemórfica, como dijimos, tiene como cometido salvaguardar las dimensiones humanas, entre ellas, la libertad que no se reduce al correcto funcionamiento orgánico del cerebro. En el hombre convergen varias dimensiones ontológicas, por lo cual la tesis aristotélico-tomista recobra su vigencia como unio substantialis, como unión de materia y espíritu o voũç. Así, los actos mentales, propios del voũç, tienen injerencia en los actos cerebrales, de los cuales se sirve mediante una causalidad de arriba hacia abajo; pero el cerebro también tiene una causalidad que va de abajo hacia arriba.
Lo que nos ha interesado aquí es reflexionar acerca de la posibilidad de mantener el concepto de acto moral, que es un acto voluntario, cuyo sustento es el voũç;. Este acto, aunque se sirva de la materialidad, es decir, del cerebro, no se reduce a él, sino que implica un elemento que no se halle determinado de manera fisicalista, sino que sea, propiamente, libre para llevarlo a cabo. Si el materialismo ha de ser consecuente, ha de aceptar que la libertad no es posible en último análisis; por tanto, que el acto humano no es posible, sino una Acción.
1 Agradezco las muy pertinentes observaciones del profesor Juan José Sanguineti a la versión previa de este trabajo.
2 Un materialismo muy consecuente o coherente es el de Francisco J. Rubia, El fantasma de la libertad. Datos de la revolución neurocientífica. Barcelona, Crítica, 2009. [ Links ]
3 Mariano Artigas, Filosofía de la ciencia experimental. 3a. ed., Pamplona, Eunsa, 1999, pp. 62-63. [ Links ]
4 Cf. M. Artigas y Daniel Turbón, Origen del hombre. Ciencia, filosofía y religión. 3a. ed. Pamplona, Eunsa, 2008, pp. 33-38. [ Links ]
5 Ibid., p. 92.
6 Michael S. Gazzaniga, El cerebro ético. Trad. de María Pino Moreno. Barcelona, Paidós, 2006, p. 111. [ Links ]
7 Cf. Alessandro Antonietti, "La mente tra cervello e anima", en Rivista di Filosofía Neoscolastica, vol. XCVII, núm. 2, 2005, pp. 223 y 231. [ Links ]
8 Luis Echarte, "Cómo pensar sobre el cerebro. Hacia una definición de neuroética", en Revista Médica de la Universidad de Navarra, vol. 48, núm. 1, 2004, p. 38. [ Links ]
9 M. S. Gazzaniga, op. cit., p. 15.
10 Para una crítica a los reduccionismos en el contexto del problema mente-cerebro, Cf. Thomas Szasz, The Meaning of Mind. Language, Morality, and Neuroscience. Westport, Praeger, 1996, pp. 75-100. [ Links ]
11 M. S. Gazzaniga, op. cit. , p. 45.
12 Ibid., p. 100.
13 Ibid., p. 111.
14 L. Echarte, "Cómo pensar sobre el cerebro...", en op. cit., p. 39.
15 M. S. Gazzaniga, op. cit., p. 122.
16 Ibid., p. 127.
17 Tomás de Aquino, Quaestio disputata de anima, q. un, a. 2c (la traducción es mía). [ Links ]
18 Resulta claro que esta antropología implica una gnoseología que no es, por ejemplo, la nominalista.
19 Cf. Emilio García, Mente y cerebro, Madrid, Síntesis, 2001, pp. 286-298. [ Links ] Ahí mismo, este autor hace una clasificación de los autores que intentan explicar la conciencia recurriendo sólo a las causas físicas. En el primer grupo se encuentra R. Penrose, para quien la conciencia se explicaría no a nivel neuronal, sino en un nivel citoesquelético, pues mientras el nivel neuronal no escapa a la física clásica, el nivel citoesquelético se inscribe en la física cuántica. En el segundo grupo se halla F. Crick, para quien el nivel neuronal da cuenta de la conciencia. En el tercer grupo se encuentran Edelman y Damasio, para quienes la conciencia se puede explicar mediante redes y sistemas neuronales.
20 El primer y tercer actos también los explica: Alessandro Ghisalberti, "Anima e corpo in Tommaso d' Aquino", en Rivista di filosofía neoscolastica, vol. XCVII, núm. 2, 2005, p. 285. [ Links ] Tim Crane asegura que "El enlace entre el cerebro y la conciencia es necesario, pese a las apariencias en contra", en La mente mecánica. Trad. de Juan Almela. México, FCE, 2008, p. 353. [ Links ] No consideramos falsa su tesis, simplemente que el cerebro no nos parece suficiente para dar cuenta de la autoconciencia debido al argumento esgrimido en el cuerpo del trabajo y del que parte esta nota.
21 A. Ghisalberti, "Animae corpo in Tomaso d'Aquino", en op. cit., p. 288.
22 T. de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 77 a. 4c (la traducción es mía). [ Links ]
23 A. Ghisalberti, "Animae corpo in Tomaso d'Aquino", en op. cit., p. 290.
24 Ibid., p. 291.
25 John Searle, Freedom and Neurobiology: Reflections on Free Will, Language and Political. Nueva York, Columbia University Press, 2007, p. 32. [ Links ] Este filósofo no deja de lado el "naturalismo biológico" que sostiene, pues considera que la emergencia de la conciencia puede entenderse de dos maneras. La primera es la que él llama "emergent 1", que consiste en que la conciencia emerge a partir de ciertos sistemas causales. La segunda es la que denomina "emergent 2", en donde lo que emerge no se explica completamente por el sistema, sino que requiere de algún otro elemento. Searle considera que su postura se inscribe en la "emergent 1", pues asegura que "Consciousness is a causally emergent property of systems. It is an emergent feature of certain systems of neurons in the same way that solidity and liquidity are emergent features of systems of molecules". (John Searle, The Rediscovery of the Mind. 9a. reimp. Cambridge, Mass/London, MIT Press, 2002, pp. 111-126. [ Links ])
26 Juan José Sanguineti, , "La scelta razionale: un problema di filosofía della mente e della neuroscienza", en Acta Philosophica, vol. 17, núm. 2, 2008, pp. 247-248. [ Links ]
27 T. de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 6 a. 1c.
28 A. Antonietti, "La mente tra cervello e anima", en op. cit., p. 239.
29 Cf. Mauricio Beuchot, Antropología filosófica. Hacia un personalismo analógico-icónico. Madrid, Fundación Emmanuel Mounier, 2004. [ Links ]
30 J. J. Sanguineti, "La scelta racionale...", en op. cit., p. 251.
31 Ibid., p. 252.
32 Ya en Tomás de Aquino se aprecia la noción de sujeto, que muchas veces se atribuye a la filosofía moderna. En el De unitate intellectus, texto clásico del Aquinate frente a los averroístas, asegura Cottier que "Il met notamment en lumiére une question que la philosophie platonicienne n'avait pas dégagée pour elle-méme, la question du sujetpensant. Dans la position d'Averroés, l'homme précisément n'est pas une personne, il est un individu animal supérieur, dont la faculté la plus haute, l'imagination, entre en contact avec un intellect séparé et unique"; en cambio, para Tomás de Aquino "L'individu humain est un sujet auquel sont attribués en propre des activités spirituelles, comme la pensé et le vouloir". (Georges Cottier, "Etre et personne/Critéres et coordonnées d'un débat", en AA.VV., Doctor Communis. Essere e persona. Vaticano, Pontificia Academia Sancti Thomae Aquinatis, 2006, pp. 19-20. [ Links ])
33 Suele sintetizarse la idea así: el pensamiento tiene una dependencia extrínseca a la materia, Cf. José Ángel García Cuadrado, Antropología filosófica. 4a. ed. Pamplona, Eunsa, 2008, pp. 80-85. [ Links ]
34 Emerich Coreth, ¿Qué es el hombre? Esquema de una antropología filosófica. Trad. de Claudio Gancho. 6a. ed. Barcelona, Herder, 1991, p. 121. [ Links ]
35 T. de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 8 a. 1c.
36 E. Coreth, op. cit., p. 124.
37 Ibid., pp. 127-128.
38 Cf. Joseph Gevaert, El problema del hombre. Trad. de Alfonso Ortiz. 11a. ed. Salamanca, Sígueme, 1997, p. 140. [ Links ]
39 J. J. Sanguineti, "La scelta racionale...", en op. cit., p. 253.
40 Cf. M. Beuchot, Microcosmos. El hombre como compendio del ser. Saltillo, Universidad Autónoma de Coahuila, 2009. [ Links ]
41 J. J. Sanguineti, "La scelta racionale...", en op. cit., p. 268.
42 T. de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 59 a. 2c.
43 Ibid., I, q. 59 a. 3c, (la traducción es mía).
44 Con respecto a la potencia, es un principio metafísico que se define por su acto. De esta suerte, "Sic per hunc actum qui est liberum iudicium, nominatur potentia quae est huius actus principium". (T. de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 83 a. 2 ad 1.) En efecto, del acto libre de juzgar, se sigue que el hombre está en potencia para llevarlo a cabo; esta potencia no es otra que el libre arbitrio.
45 Para Searle, el Background consiste en una serie de capacidades, habilidades y saberes como (know-how) que permite a los estados mentales (intencionales) funcionar; pero el Background no es intencional en sí mismo. Por eso escribe: "Intentional phenomena such as meanings, understandings, interpretations, belifs, desires, and experiences only function within a set of Background capacities that are not themselves intentional", (J. Searle, The Rediscovery of the Mind, pp. 175 y pp. [ Links ]).
46 T. de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 83 a. 3c.