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Papeles de población

versión On-line ISSN 2448-7147versión impresa ISSN 1405-7425

Pap. poblac vol.7 no.27 Toluca ene./mar. 2001

 

Los nuevos precarios, ¿mujeres u hombres? Tendencias en el mercado de trabajo urbano en Panamá, 1982-1999

 

Dídimo Castillo F.

 

Universidad Autónoma del Estado de México.

 

Resumen

Los emergentes procesos de globalización económica han inducido, por lo menos, dos tendencias en el ámbito del trabajo: una, dada por la creciente participación económica de la mujer y la consiguiente feminización del trabajo asalariado, y, la otra, por la expansión de formas precarias de contratación y uso de la fuerza de trabajo. El artículo presenta una amplia revisión sobre estas tendencias en las estructuras ocupacionales de la región, considerando la perspectiva de género. El supuesto subyacente es que se está tendiendo hacia una mayor precarización del trabajo, diferencial para los hombres y mujeres. El trabajo considera algunos aspectos generales de la estructura de ocupación urbana en Panamá. Con base en información de la Encuesta de Hogares incorpora un análisis sobre las tendencias de precarización para el total de la población ocupada, así como para hombres y mujeres, y, a partir de algunos indicadores básicos y la aplicación de la técnica de componentes principales, presenta la construcción de un índice de precarización.

 

Abstract

The emergent economic globalization processes have induced, at least, two trends in environment of labor markets: firstly, one given by the increase in women economic participation, and therefore, the feminization of salaried labor: and the other by the expansion in the ways of hirig and usage of labor force. The study presents a detailed survey on both trends in the region from a gender approach. I assume that there is an increase in precarization of labor which is diferential from men to woman. There is a revision on urban occupation structure in Panama based on the information obtained from a households survey, and the patterns in precarization for total occupied population is analyzed, as well as for sex structure, considering some basic indicators. Finally, a precarization index using multivariate technique of principal component is estimated.

 

Introducción

La globalización económica, al marcar la ruptura de la alianza trabajo-mercado-Estado de bienestar, ha relegado y declarado exento al Estado de las responsabilidades sociales de ocupación y seguridad en el empleo. El Estado, como instancia de mediación entre capital y trabajadores, ha redefinido su función. Las demandas sociales han quedado sin lugar y sin interlocutor directo. En el ámbito de las relaciones laborales, el cambio ha configurado nuevas formas de organización y gestión. La tendencia, con ciertas diferencias entre países y regiones, es hacia la modificación de las estructuras de empleo y deterioro de las condiciones de contratación y uso de la fuerza de trabajo. Dos características de dichos procesos han sido la notable inserción de la mujer en las ocupaciones asalariadas y no asalariadas, y las tendencias crecientes de precarización del trabajo, en cuanto a calidad, estabilidad en el empleo y seguridad en los ingresos.

El artículo considera ciertos aspectos de estos procesos y trata de entender la dinámica actual de participación femenina en el mercado laboral a partir de las transformaciones económicas estructurales de las últimas décadas, y las consecuentes manifestaciones en la precarización del trabajo. En cierta medida replantea —o, por lo menos, pone en cuestión— la idea que, dando prioridad explicativa a factores coyunturales, asume la participación de la mujer en el mercado de trabajo, ligada a mecanismos o estrategias de sobrevivencia, y a la inserción en actividades precarias. En todo caso, las llamadas estrategias familiares no están al margen de los cambios globales y de la reestructuración de los mercados de trabajo, y en este sentido no son el resultado deliberado y circunscrito a las decisiones domésticas frente a los efectos del deterioro de los niveles de vida. Con el modelo económico emergente —complejizado por las recurrentes crisis, y en el que adquieren sentido y concreción las políticas económicas neoliberales—, se tiende a priorizar la incorporación de la mujer como trabajadora del llamado "sector moderno", "estructurado" o asalariado, puesto que, de hecho, representa una fuerza de trabajo de relativamente fácil rotación, coorporativa o sindicalmente menos organizada y principalmente más barata.

En este sentido, el cambio, al inducir nuevas formas de contratación y uso de la fuerza de trabajo, ha conllevado el deterioro de las condiciones de empleo, con su consecuente impacto sobre los niveles generales de vida. No resultaría pertinente negar la existencia y expansión de actividades económicas "informales", ligadas a estrategias de sobrevivencia, pero éstas, en gran parte, responden al patrón emergente de organización de la producción y del trabajo, en el mismo sentido que la lógica de las transformaciones estructurales han determinado la desregularización y feminización del trabajo. En el caso de la inserción creciente de la mujer en el mercado laboral, o se asume este imperativo o habría que coincidir con Costa (1992), en el sentido de que la crisis se convierte en un círculo interminable,1 en donde las mujeres tienen una participación económica cada vez mayor.

En Panamá, por lo menos desde inicios de la década de los ochenta, coincidiendo con la crisis y las políticas de ajuste y estabilización económica, se observa una creciente precarización del trabajo que, tendencialmente, parece afectar más a los hombres que a las mujeres. El país, en sentido general, no ha estado exento ni está al margen de las tendencias globales. Como en otros contextos, por un lado, la modernización de la economía favoreció la temprana participación económica de la mujer, que pasó a ocupar esferas del mercado de trabajo anteriormente reservadas a los hombres; por otra parte, como en el resto de países de la región, la reestructuración económica ha transformado las estructuras de ocupaciones, ha incrementado el desempleo y ha inducido un creciente deterioro en la calidad del trabajo.

En tal sentido, este artículo, en cierto modo exploratorio, tiene como propósito mostrar las tendencias de precarización laboral masculina y femenina en el mercado de trabajo urbano en Panamá; incluye algunos antecedentes generales que apoyan el planteamiento central, analiza algunos aspectos de las tendencias de la estructura ocupacional total y urbana, con información de la Encuesta de Hogares, y, finalmente, incorpora un análisis más preciso sobre las tendencias de precarización por sexo en el país, con base en la aplicación del método estadístico de componentes principales.

 

Cambios globales, feminización y precarización del trabajo

En sentido general, los últimos años han marcado nuevas tendencias en la calidad, la seguridad de los ingresos y la estabilidad en el empleo, además de transformar las estructuras de ocupaciones, en términos de la diferenciación por sexo de la fuerza laboral. Las tendencias mundiales evidencian la expansión de diversas formas de trabajo precario, diferenciadas de las formas tradicionales de empleo a tiempo completo, con contrato indefinido, con empleador único y lugar fijo de trabajo, generando formas atípicas, "anormales" de empleo asalariado y no asalariado a todos los niveles y en distintos sectores de las ocupaciones, hecho que ni puede caracterizarse con referencia a un sector de la economía ni a ciertos ámbitos o dimensiones del mercado de trabajo. Casi sin excepción, en todos los países, industrializados o no, ha ido en ascenso el número de trabajadores a tiempo parcial, desprotegidos y con bajos salarios.

La precarización del trabajo ha coincidido con la tendencia de feminización del trabajo. Ha sido creciente la inserción de la mujer en el mercado laboral, incluso desplazando en ciertos sectores y actividades la participación masculina. El cambio en este sentido responde, en parte, a estrategias de competencia global basadas en el intenso abaratamiento de los salarios. La emergente liberación de las economías y la industrialización orientada a las exportaciones han tendido a privilegiar el trabajo femenino,2 asociado con la reducción de costos. La creciente participación de la mujer en el trabajo asalariado ha configurado una nueva estructura ocupacional precaria diferencial por género, que, a la postre, parece afectar más a los hombres. Al respecto, por lo menos en el caso de algunos países integrantes de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), "existen indicios claros de que el trabajo en jornada reducida está aumentando entre los hombres", y que para comienzos de la pasada década "creció la proporción de hombres que trabajan con arreglo a esta modalidad en casi todos los países de la OCDE".

En América Latina los cambios en las estructuras de ocupación coincidieron con el agotamiento del modelo de industrialización sustitutiva y con la crisis económica de inicios de la década de los ochenta, que marcó la ruptura con el modelo de producción y organización del trabajo dominante desde la Segunda Guerra Mundial. Sobre ello, se ha identificado como punto de inflexión los inicios de los años ochenta (Gutiérrez, 1990) y se ha señalado como la causa de la hoy prevaleciente y profunda crisis laboral. El agotamiento del hasta entonces modelo imperante de acumulación determinó cambios importantes en los patrones que caracterizaban la participación laboral diferencial para hombres y mujeres, acentuó el creciente proceso de inserción femenina al mercado de trabajo y modificó tendencialmente las formas de contratación y uso de la población activa.

La precarización del trabajo está asociada con las nuevas tendencias económicas de globalización y, en este sentido, expresa el nivel de contradicción de las transformaciones productivas internacionales. La globalización, aun cuando no abarca de igual manera a todos los países, es un hecho insoslayable. La región pasa por una etapa de reestructuración, marcada por la apertura de los mercados a nivel mundial. La década de los ochenta, proclamada como la década perdida, aparentemente sin mayor trascendencia, determinó cambios importantes. Con ella se agotó y llegó a su fin el modelo de desarrollo hacia dentro, imperante hasta entonces, y se inauguró el modelo de acumulación abierto, que aun cuando no termina por definirse, difiere enormemente del de sustitución de importaciones que caracterizó a la región hasta finales de los años setenta. Algunas de sus manifestaciones fundamentales están dadas por las modificaciones en las estructuras de producción y las nuevas formas de organización y explotación del trabajo, incluyendo la creciente inserción laboral de la mujer.

Los cambios estructurales ocurridos en la región configuraron un nuevo patrón de acumulación basado en la desregulación de las relaciones de trabajo.3 La lógica ha sido la de compensar la desigual productividad y garantizar los márgenes tradicionales de ganancia en el nuevo escenario de intercambios. Se trata de un proceso dirigido a superar o eliminar todas las trabas que limitan al mercado de trabajo a adaptarse a las nuevas exigencias de producción y competitividad internacionales. La década de los ochenta marcó, así, un cambio profundo e integral que se ha acentuado en los años recientes. Con la creciente integración internacional se conjugaron la crisis del Estado mediador y las privatizaciones subsecuentes, y con estas últimas, la cada vez mayor desregulación y flexibilización en los mercados de trabajo. Estas tendencias expresan el sentido estratégico de mayor explotación del trabajo en una economía abierta al libre mercado.

El periodo de ajuste impactó las estructuras de los mercados de trabajo, reorientando los procesos productivos e imprimiendo cambios en la estructura de subutilización de la población activa.4 La desregulación del trabajo ha inducido ciertos cambios en las trayectorias laborales de hombres y mujeres. Las mujeres, o por lo menos un segmento importante de ellas —y en no pocos casos—, han tendido a insertarse en puestos de trabajo del llamado "sector moderno", "estructurado" en actividades asalariadas, mientras que los hombres se mantienen o incluso parecen estar pasando a ocupar formas de trabajo más desprotegidas, aunque eventualmente generadoras de mayores ingresos. En casi todos los países de la región "el lugar de empleo de la mujer ha pasado del sector no estructurado al sector estructurado de la economía..." (Psacharopoulos y Tzannatos, 1994), lo que significa que el trabajo asalariado resulta "más importante para las mujeres que para los hombres".

Esta tendencia es parte de un proceso estructural que, en cierto modo, corresponde con la terciarización de las economías y con las nuevas estrategias globales de competitividad en los mercados. Es en este sentido que para Psacharopoulos y Tzannatos (1994), "la importancia del sector estructurado para el empleo de la mujer es un tanto sorprendente", siendo un hecho que, además, "no puede atribuirse a la recesión que afectó tan intensamente a la región en los años ochenta"; y, por consiguiente, niegan que sean "las tasas elevadas de participación de la mujer registradas en América Latina en el período más reciente el resultado del efecto del 'trabajador adicional' o del trabajador sin incentivos", y consideran que "ninguno de estos efectos haya tenido mucho que ver con el aumento de la participación de la mujer en la región; y en el mejor de los casos, el primero debe haber tenido mucha menos influencia que el segundo". No se trató de una situación coyuntural, que, en todo caso, dejaría sin resolver las evoluciones anterior y posterior más recientes. Los resultados del estudio —afirman— "fueron algo inesperados", toda vez que con frecuencia "se considera que las mujeres trabajan en el sector no estructurado de la economía...".

La incorporación de la mujer al trabajo asalariado responde a una tendencia más profunda, que parece coincidir con los cambios en el tipo de empleo que se ha ido generando y con el deterioro en la remuneración de los mismos.5 En su estudio, Psacharopoulos y Tzannatos pudieron comprobar, contra todos los supuestos, "que el sector estructurado y en particular, el trabajo en relación de dependencia —o sea el asalariado— era más importante para las mujeres que para los hombres: el porcentaje de mujeres que trabajan en estos sectores era mayor que el de hombres". De igual manera, Winter (1994), analizando los efectos de la crisis de los ochenta para un conjunto de países de la región, mostró que "la proporción de mujeres trabajadoras empleadas en el sector informal cayó drásticamente a lo largo de la década"; y que además hubo "un significativo incremento en la proporción de mujeres empleadas en los sectores de empleo de más alta remuneración". Sobre ello Aguiar (1990) afirma que mientras "en el pasado, en situaciones semejantes, las mujeres mostraron un alto grado de participación en el sector informal, en la actualidad, en algunas regiones, existe una gran tendencia a que los hombres busquen esta alternativa".

La creciente presencia de las mujeres en el mercado de trabajo en la región, a partir la década de los ochenta, no podría considerarse un efecto inmediato de la crisis, en el sentido coyuntural, vinculado esencialmente a estrategias de sobrevivencia. La participación económica de la mujer venía en progresivo ascenso desde mucho antes. No resultó ser un fenómeno nuevo, aunque no se haya expresado de igual manera en los distintos países. Coincidiendo con la crisis y el crecimiento del llamado "sector informal", se acentuó "la tendencia femenina hacia el trabajo remunerado" (Aguiar, 1990), misma que, en algunos casos, se produjo incluso en detrimento del trabajo masculino. No debe extrañar al respecto que en un estudio de Prates (1990) realizado en Montevideo, se afirme que "la recesión castigó relativamente más a los hombres que a las mujeres", y que una situación similar se haya experimentado en Brasil, donde la mujer fue relativamente favorecida al ser incorporada al ámbito "formal" del mercado de trabajo. Spindel (1990) mostró que "en la cima de la crisis se abre para las mujeres, en los sectores empresariales, un espacio relativamente mayor que en los mercados no formalizados"; y que "el mercado parece dar un 'tratamiento preferencial' a las mujeres, incorporándolas a las actividades productivas a un ritmo marcadamente superior al observado, durante el mismo período, con relación a los hombres". En fin, coincidiendo con Winter (1994), ha existido mucho interés, pero también mucha "especulación respecto a los efectos que han tenido las recesiones económicas en las condiciones de trabajo de la mujer", pero "las tendencias —a futuro— parecen ser otras". Con la recesión y los cambios estructurales subsecuentes asociados con las políticas de ajuste y reestructuración económica, en muchos aspectos la participación en el mercado de trabajo ha tendido a invertirse relegando a los hombres a actividades desprotegidas, irregulares y precarias.

 

Modelo económico, ajuste estructural y crisis del empleo en Panamá

La crisis del empleo en Panamá tiene carácter estructural, y está ligada a las transformaciones económicas de las dos últimas décadas —o quizá un poco antes— y a las contradicciones internas de la estructura económica vigente. Sobre ello pesan diversos factores políticos y sociales. Panamá, como muchos otros países de la región, promovió desde los años cincuenta el modelo económico de sustitución de importaciones con relativo éxito. No obstante, las limitaciones propias de estrechez del mercado interno y alta concentración de la riqueza, al restringir el consumo, finalmente, determinaron el aniquilamiento de dicho patrón económico. Para mediados de la década de los setenta, el modelo tradicional de desarrollo basado en la industrialización por sustitución de importaciones se había agotado. En este marco, el Estado enfatizó una "nueva" modalidad de desarrollo semiabierto —orientado a la exportación de servicios y actividades ligadas a la zona de tránsito—, que por la propia dinámica de crecimiento ha generado una débil estructura ocupacional, con creciente desempleo.

El nuevo modelo, conocido como "plataforma de servicios internacionales", buscaba aprovechar las ventajas comparativas que ofrece la posición geográfica para el transporte, el comercio, las comunicaciones y los servicios financieros internacionales. Los sectores primario y secundario, que hasta entonces habían constituido los ejes del crecimiento económico, dieron lugar a otra modalidad de desarrollo, cobrando renovados impulsos las actividades terciarias, particularmente aquellas vinculadas con el Centro Bancario Internacional, el desarrollo de la Zona Libre de Colón, los servicios del Centro Financiero Internacional y el Canal de Panamá, entre otras, así como los servicios jurídicos y registro de naves, el Oleoducto Transístmico, asociadas con el mercado internacional. Al respecto, quizá el rasgo más distintivo de la dinámica económica de la década de los setenta fue la marcada desaceleración y el reemplazo de los sectores que hasta entonces habían promovido el desarrollo económico.

El éxito del modelo dependía de la inversión externa, para lo cual el Estado garantizó ciertos instrumentos legales, la infraestructura adecuada y emprendió una amplia inversión pública. Con ello, el Estado no sólo tuvo un desempeño de primera importancia en la modernización de la estructura productiva y social del país, sino también en la generación de empleos directos e indirectos (Pinilla, 1993). En lo sucesivo, el sistema económico operó —y en parte sigue operando— mediante un esquema de economía dual (Moreno, 1994), híbrida, que conjuga dos componentes de participación en el mercado: por un lado, los sectores integrados a la exportación especializada de servicios, altamente productivos y competitivos en el mercado internacional, y, por el otro, una industria protegida y dependiente de la intervención estatal, con exiguos y esporádicos crecimientos y, por consiguiente, con escasa participación en el empleo.

No obstante la importante participación del Estado en la economía, como inversionista y empleador relevante, dicho proceso no fue acompañado de un desarrollo correlativo del sector privado. La entrada a la década de los ochenta marca el agotamiento del modelo económico. Los sectores primario y secundario se contrajeron. La participación del sector terciario en el PIB pasó de 45.1 a 70.4 por ciento entre 1970 y 1980. Pero las actividades de servicio "maduraron" rápidamente y el crecimiento se hizo lento desde comienzos de la década; y el Estado, en lo sucesivo, tampoco pudo mantener el ritmo de intervención a costa de una creciente deuda externa, que para 1978 ascendía a más de la mitad del producto interno bruto (PIB) del país (CIEP, 1992). En cierto modo, la inercia de la inversión pública atenuó y hasta postergó el impacto de la crisis de los años ochenta, evitando un deterioro mayor del empleo, aunque finalmente no lo contuvo.

En Panamá la crisis económica de los años ochenta tuvo un impacto menor que en otros países, o por lo menos tuvo un efecto retardado, pero fue particularmente agravada en 1988 y 1989 por la profundización de la crisis política iniciada en 1985, que colapsó la economía y tuvo como desenlace la invasión militar de Estados Unidos. La producción de bienes y servicios dejó de crecer por primera vez en dos décadas. El PIB pasó de una tasa de crecimiento de 5.5, en 1982, a una de -0.4 por ciento, en 1984, y luego de una ligera recuperación, cayó a -15.6 por ciento en 1988. En el mismo sentido, el desempleo se agravó considerablemente, al pasar de una tasa de 8.4 a 12.3 por ciento entre 1982 y 1985, y alcanzó una tasa de 16.3 por ciento en 1988, el más crítico del periodo. Pero no sólo se incrementó el desempleo, sino también se amplió el "sector informal" y se profundizó el deterioro en la calidad de las ocupaciones.

En este contexto de la economía, durante la primera mitad de la década de los ochenta, el gobierno panameño concertó con el Fondo Monetario Internacional un conjunto de medidas y acciones de estabilización, ajuste y reestructuración con el propósito de reorientar el modelo económico en su vinculación con el mercado internacional (Méndez, 1988). En cuanto a ello, Panamá fue uno de los primeros países de la región en participar en este proceso de reformas de ajustes estructurales. La estrategia implicó diversas iniciativas de cambios relacionados con la apertura de la economía y la promoción de la competitividad a nivel internacional, la liberación o flexibilización del mercado de trabajo y la redefinición del papel del Estado en su relación con el mercado y con la sociedad. A pesar de que Panamá sólo ha tenido "éxitos" relativos en la aplicación de dichos programas, éstos han modificado particularmente el papel interventor económico y social del Estado, al privilegiar la libre oferta y demanda, promover la inversión privada e imponer restricciones al gasto público.

La política económica de reestructuracción estuvo desde un comienzo especialmente dirigida hacia los sectores primario y secundario, ya que según el propio Fondo Monetario Internacional, en el sector servicios había "poca necesidad de introducir reformas estructurales" dado que éste "ya se beneficiaba de un régimen legislativo favorable y de una participación sustancial del sector privado" (Méndez, 1988), y además, se trataba de "encontrar un nuevo eje dinámico de acumulación" ante el "inminente" decrecimiento de la plataforma de servicios en el futuro próximo, por lo que dicho programa se planteaba la reorientación hacia la exportación de bienes no tradicionales, no sólo como la mejor, sino como la única alternativa al estancamiento del modelo económico vigente (Jované, 1986). No obstante el posible impacto de dichas iniciativas, la industria panameña continua contribuyendo relativamente poco al PIB, tiene un escaso desempeño exportador y sigue siendo poco relevante en la generación de empleos. En 1991, en plena reactivación de la economía, el porcentaje exportado de la producción fue apenas de 3 por ciento; en cuanto al empleo, la participación del sector industrial entre los ocupados urbanos se mantuvo en 11.1 por ciento entre 1982 y 1999, casi sin ninguna variación a lo largo de las dos décadas.

Los ámbitos de las relaciones laborales y de la estructura del mercado de trabajo han sido afectados por lo menos en dos sentido: por un lado, la política de ajuste introdujo un conjunto de medidas encaminadas a eliminar las rigideces en el mercado laboral, abaratando el costo de la fuerza de trabajo; por otro, la política de redefinición del papel económico del Estado, al retirar al sector público de diversas actividades económicas e inversión, ha generado una creciente desocupación. En cuanto al primero de dichos mecanismos de ajuste, el gobierno panameño impuso en 1986 varias modificaciones al Código Laboral de 1972, con el propósito expreso de reducir los costos de la mano de obra y flexibilizar las formas de contratación y despido de los trabajadores (Méndez, 1988), e incorporó en 1995 otras reformas dirigidas a "regularizar y modernizar las relaciones laborales". Por otro lado, el desmantelamiento de los servicios sociales y los procesos de privatización se iniciaron en Panamá entre 1982 y 1983, a partir de las primeras medidas de ajuste y estabilización, con la desinversión del sector público y el cierre y venta de empresas estatales. Con el cambio de rol en cuanto a restricción del gasto público, el Estado desde entonces empezó a perder importancia en la generación de empleos.

Las economías —o sectores económicos—más tradicionales suelen ajustarse laboralmente incrementando el subempleo y la precarización, en contraste con las más "modernas" que lo hacen destruyendo el uso de la fuerza de trabajo y generando desocupación. En gran parte, en Panamá "el ajuste se ha llevado a cabo con un aumento significativo del desempleo abierto" (Pérez, 1994). No obstante, en la medida que el sector privado no ha tenido la capacidad para absorber la expulsión de trabajadores del sector público, no sólo se ha incrementado el desempleo abierto, sino también el subempleo y, particularmente, la "informalización" y la precarización del trabajo. El empleo del sector público se ha ido desplazando hacia los sectores privados formales e informales. En este último sentido, se ha modificado la estructura y composición del empleo urbano a lo largo de las casi dos décadas, pero, fundamentalmente, a partir de inicios de los años noventa, cuando el Estado reforzó los programas de ajuste, reestructuración y privatización. El sector público redujo la participación en la estructura de empleo urbano de 32 a 20.7 por ciento entre 1991 y 1999, y en contraste, durante el mismo periodo, el sector privado moderno, conformado por pequeñas, medianas y grandes empresas, pasó de 32 a 40.4 por ciento, y el sector informal, en el mismo periodo, creció de 36 a 38.9 por ciento (OIT, 2000).

Las reformas del Estado han limitado la generación de empleos modernos, en la medida en que las empresas grandes y medianas no han logrado compensar la pérdida de ocupaciones del sector público, lo que ha determinado el creciente desempleo y ha tenido consecuencias directas sobre la calidad de las ocupaciones. La participación del Estado en la generación de empleo durante las décadas de los setenta y los ochenta evitó un deterioro mayor de las ocupaciones a pesar del agotamiento del modelo, de la crisis económica y del estancamiento de las inversiones privadas. En contraste, a inicios de la década de los noventa esta situación se modificó, y la dinámica del empleo ha pasado a ser cada vez más dependiente del nivel de actividad del sector privado. Sin embargo, particularmente durante la segunda mitad de la década la economía mostró signos de debilitamiento. A pesar de que creció a tasas anuales relativamente altas, a inicios de la década lo hizo a ritmos marcadamente decrecientes, mostrando un agotamiento progresivo de la economía de tránsito y exportación de servicios. El PIB creció a ritmos de 9.1 por ciento en 1991 y 8.2 al año siguiente. La desaceleración fue notable hacia 1995, cuando el PIB alcanzó apenas a una tasa anual de 1.9 por ciento.

En este marco, la situación del desempleo —en parte complejizada por el impacto que hacia finales de la década pasada pudo haber tenido la eliminación de la jubilación anticipada sobre el incremento a la fuerza de trabajo— ha mantenido tasas excesivamente altas, muy similares a las experimentadas durante los años de crisis de la década de los ochenta, incluso a las alcanzadas en 1988, el peor año de la recesión económica. El desempleo del país mantuvo tasas de 16.2 por ciento, en 1991; y de 14 y 11.8 por ciento, en 1995 y 1999, respectivamente, y fue sensiblemente mayor para el sector urbano que presentó tasas de desempleo abierto de 20, 16.4 y 13.6 por ciento, respectivamente. En este sentido, la crisis del empleo en Panamá parece tener un carácter estructural asociado con la debilidad y contradicciones internas del modelo de desarrollo vigente6 doblemente agotado, agravada con la pérdida de participación del Estado en la generación de ocupaciones impuesta por los procesos de privatización recientes y la reestructuración del trabajo.

 

Evolución de la estructura ocupacional diferencial por sexo

La estructura del mercado de trabajo urbano en Panamá a finales de la década de los noventas presentó cambios importantes, que en algunos casos afirman y, en otros, revierten las tendencias iniciadas a mediados de los años setenta —en la etapa de modernización de la economía de servicios— y los comienzos de los ochenta, durante los primeros años de la crisis económica y la aplicación inicial de los programas de ajuste y reestructuración productiva. El empleo ha perdido dinamismo y se ha alterado su composición al contraerse el sector público y acentuarse el proceso de informalización y deterioro en la calidad de las ocupaciones, que, en términos de diferenciación por sexo, parece tender hacia un patrón convergente que afecta a hombres y mujeres.

El mercado laboral urbano de Panamá se ha caracterizado a lo largo de más de tres décadas, por lo menos por dos tendencias: por un lado, por la creciente participación de la mujer en la actividad económica, y por otro, por los altos niveles de desempleo abierto, particularmente entre la población económicamente activa (PEA) femenina. Esta importante incorporación de la mujer al mercado laboral ha estado determinada, en parte, por la especialización terciaria de la economía, por el peso que adquirió el aparato burocrático derivado de la ampliación de las funciones del Estado a comienzos de la década de los setenta y, particularmente, por los niveles relativamente altos de educación y profesionalización alcanzados por la mujer, que han promovido la incursión femenina en el mercado de trabajo. No obstante, estos cambios no se dieron de manera aislada, sino que coincidieron con transformaciones en otros niveles.

Estructura de participación y feminización del trabajo

Las tendencias de la estructura de participación laboral en Panamá —como en cualquier contexto— están relacionadas con las características y el grado de desarrollo económico y social, y en este último sentido, expresan la dinámica de los cambios en los sistemas de participación y oportunidades sociales. En cierto modo, Panamá presenta una situación particular sobre la que pesa la preponderante función de servicios que desde la Colonia, con la especialización de zona de tránsito para el movimiento y transporte de mercancías, marginó el desarrollo del resto de los sectores productivos y determinó la concentración de actividades económicas y la rápida urbanización. En otro nivel, en contraste con los cambios en las estructuras de participación impulsados durante la década de los setenta, cuando el Estado emprendió importantes acciones de desarrollo y política social, paradójicamente se profundizó la desigualdad en la distribución del ingreso en el país.7

En este último sentido, a pesar de las secuelas que dejaron las crisis económica y política de la década de los ochenta, y el creciente deterioro económico de fines de los noventa, el país mantiene ciertos estándares superiores al resto de Centroamérica, e inclusive en la perspectiva regional. Panamá mostró en 1998 un PIB per cápita sólo inferior a Argentina, Chile, México y Venezuela, y ocupó la posición 95 en cuanto a desarrollo humano, superado en la subregión sólo por Costa Rica (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2000). En este marco, son igualmente relevantes los indicadores demográficos y los referidos a la educación. La fecundidad bajó de manera significativa de 4.9 hijos por mujer, en el periodo 1970-1975, a 2.6, entre 1995 y 2000; el nivel medio de educación de la mujer de seis años y más de edad con educación media superior o universitaria creció de 19.3 a 32.5 por ciento entre 1970 y 1980, ligeramente superior a la masculina, que pasó de 19.1 a 30.6. Panamá, a mediados de la década pasada, presentaba la segunda tasa más baja de analfabetismo de la subregión, con 9.2 por ciento de analfabetas; además, superaba al resto de países de Centroamérica con el nivel promedio más alto de escolaridad de la población de 25 años y más de edad. No obstante estos avances, Panamá presenta uno de los mayores niveles de desigualdad en América Latina, lo que lo coloca entre los países tipificados con "excesos de desigualdad" (Inter-American Development Bank,1998), sólo presidido por Brasil, Chile, Guatemala, Ecuador y México, países con las peores posiciones en la región; pero excluyendo al 10 por ciento más rico, Panamá ocupa el tercer lugar en cuanto a desigualdad, después de Brasil y Guatemala.

No obstante, las contradicciones inherentes al modelo de desarrollo económico y las transformaciones generadas a partir de mediados de los años setenta —que adoptaron como eje del proceso de acumulación las actividades de servicios y financieras ligadas al capital internacional— a pesar de la relativamente baja capacidad para generar empleos, promovieron la inserción de la mujer en el mercado laboral. En este marco, las debilidades de la economía para absorber la oferta de trabajo fueron cubiertas por el Estado, fomentando la incorporación de la mujer al sector público y en lo que se ha dado en llamar oficinas globales (Benería, 1991), ligada a la economía de servicios transnacionales, que privilegia el empleo de mujeres, a menudo con altos niveles de educación.

Durante más de cuatro décadas, pero especialmente desde mediados de los años sesenta, Panamá experimentó un proceso sostenido de feminización de la fuerza de trabajo. La PEA femenina se ha más que cuatriplicado, al pasar de alrededor de 9.6 a 38.9 mil trabajadoras entre 1966 y 1999, periodo en el que la PEA masculina apenas creció 2.5 veces. En dicho periodo la tasa de participación femenina se incrementó de 28.4 a 43.2 por ciento, en contraste con la masculina, que cayó de 86.3 a 79.7 por ciento, lo que significó una reducción de 21.4 por ciento en la brecha que separaba la actividad femenina de la masculina tres décadas atrás. El cambio fue importante en términos relativos, y fue aún más acentuado en el mercado laboral urbano. En el periodo 1982-1999 el crecimiento promedio de la fuerza de trabajo femenina urbana superó ampliamente a la masculina. Durante las casi dos décadas, mientras que la tasa de actividad masculina creció 10.9 por ciento, la femenina lo hizo 28.9 por ciento, al pasar de una tasa de participación de 39 a 50.2 por ciento, alcanzando a representar, en 1999, 40.5 por ciento de la fuerza de trabajo urbana.

La tasa de actividad femenina no sólo ha tendido a aumentar, en contraste con la masculina, sino que además, por lo menos desde comienzos de la década de los ochenta, lo ha hecho de manera continua, a pesar de la desocupación estructural que a lo largo de más de tres décadas afectó más a las mujeres. La participación de la mujer en el mercado de trabajo ha aumentado de manera sostenida y acelerada, y ha estado más vinculada a factores estructurales relativos a la modernización social y a la especialización terciaria de la economía, y aparentemente menos a las circunstancias generadas por las crisis económicas en el país. La evolución de la actividad femenina ha sido sistemática y, en cierto modo, poco sensible a las fases de expansión y contracción de la economía y, particularmente, a la dinámica general del empleo.

Al respecto, la aplicación del siguiente modelo econométrico (De Miguel, 1991) confirma el ritmo de aumento sostenido de la participación de la mujer en el mercado de trabajo total del país. El modelo explora y ofrece una aproximación sobre el peso o contribución de las componentes tendenciales y cílclicas sobre la variación total de la actividad femenina entre 1966 y 1999.

Ecuación lineal: TAi = β0 + β1 T + β2 TOT

donde:

TA = Tasa de actividad del grupo i de mujeres.

T = Variable tiempo, T = 1 (1966)... T = 29 (1999).

TOT = Tasa de ocupación total.

El coeficiente β1 representa la contribución de la componente tendencial, o variación media anual de la tasa de actividad femenina, mientras que β2 expresa la componente cíclica o variación de la tasa cuando la ocupación varía en una unidad. Los resultados de la prueba (tabla A1) para el total agregado de la PEA femenina en el periodo analizado, ajustados con la inclusión de un factor autoregresivo de primer orden (AR), muestran que sólo el coeficiente tendencial es significativo con p < 0.01 y no así el referido a las variaciones en la ocupación total a lo largo del periodo. Significa que, en gran medida, la evolución de la actividad económica de la mujer responde a una tendencia estructural de largo plazo, sobre la que confluyen diversos factores, y tienen un menor peso relativo los componentes cíclicos asociados con la dinámica general de las ocupaciones.

Quizá los factores que más claramente distinguen la dinámica del mercado laboral urbano en Panamá sean, por un lado, la intensa participación femenina, y, por otro, el alto desempleo estructural, que por largas décadas ha afectado mayormente a las mujeres. En cuanto al aumento de la fuerza de trabajo femenina, es notoria la tendencia hacia un patrón convergente, relativamente estable y más homogéneo en la composición por sexo del mercado de trabajo. La participación de la mujer ha aumentado en sí misma y también en comparación con la del hombre. No obstante, en parte consecuencia del mismo proceso, la tendencia del desempleo femenino ha sido marcadamente superior a la experimentada por la PEA masculina. La participación femenina y su incidencia sobre la oferta total de la mano de obra ha contribuido a incrementar el desempleo.

Evolución del desempleo

A lo largo de más de tres décadas, el desempleo femenino ha sido sensiblemente más alto que el masculino, y durante los últimos años tendió a acentuarse dicha brecha. La economía panameña ha mostrado una enorme debilidad para absorber la mano de obra, aun en periodos de alto crecimiento. Durante la segunda mitad de la década de los setenta y parte de la de los ochenta, estas contradicciones, y las inherentes a la también limitada capacidad de generación de empleo de la plataforma de servicios especializados, fueron compensadas por la intervención estatal, que mantuvo políticas públicas y sociales relativamente activas, amplias e incluyentes. En términos del mercado de trabajo, la participación económica disminuyó sensiblemente de una tasa de 61.3 a 55.8 por ciento entre 1970 y 1978, en parte determinada por la expansión del sistema educativo que involucró a mayores segmentos de la población, y también, en cierto modo, como resultado de la aplicación de las normas que establecieron la jubilación anticipada. El Estado actuó como empleador de "último recurso", generando 70 por ciento del crecimiento del empleo entre 1970 y 1979 (Moreno, 1994).

La modernización del aparato productivo, vinculada a las actividades del sector terciario, favoreció ampliamente la incursión de la mujer en el mercado de trabajo, a pesar de que mantuvo niveles de desocupación superiores a los de los hombres. El desempleo femenino bajó ligeramente de una tasa de 14.4 a 12.4 por ciento, en circunstancias en las que el desempleo total creció de 6.4 a 8.1 por ciento entre 1970 y 1978. El desempleo ha afectado relativamente más a las mujeres durante los momentos de estabilidad y crecimiento económico que durante las fases recesivas. El desempleo total pasó de una tasa de 8.4, en 1982, a 10.5 por ciento, en 1986, y se incrementó considerablemente durante la crisis económica y política, alcanzando en 1988 y 1991 tasas de desempleo de 16.3 y 16.1 por ciento, respectivamente. El desempleo femenino presentó una tasa de 21.4 por ciento, en 1988, y 22.6, en 1991. Lo más sugerente es que a lo largo de la década de los noventa mantuvo tasas entre 17 y 22.6 por ciento, a pesar de la recuperación económica a inicios de la misma.

Un hecho relevante, por lo menos desde los años cincuenta, fue la pérdida de la importancia relativa de la población ocupada en actividades agrícolas, lo que coincidió con la creciente dinámica migratoria interna en el país. Al respecto, particularmente durante la década de los ochenta, las estructuras de ocupación rurales y urbanas fueron sensiblemente alteradas. Con la crisis económica y el agotamiento notorio del esquema de acumulación —económica y territorialmente concentrado—, al restringirse las posibilidades de acceso al empleo urbano metropolitano, se contuvieron y reorientaron los procesos migratorios8 y se reconfiguraron las propias estructuras del mercado de trabajo urbano. No obstante, el desempleo urbano mantuvo una tendencia relativamente alta, acentuándose en la fase de recuperación económica, iniciada a comienzos de los años noventa. El desempleo urbano presentó una tasa de 20 por ciento en 1991, ligeramente superior en las mujeres, con 22.9 por ciento, y descendió al nivel más bajo de la década en 1999, con tasas de 13.6 por ciento, 11.4 y 16.7 por ciento en los hombres y mujeres, respectivamente.

La brecha "genérica", en cuanto al desempleo general y cesantía, se ha ampliado (gráfica 1). Las tendencias afectan más a las mujeres, que por más de tres décadas han experimentado altas tasas de desempleo abierto. Los desempleos femenino y masculino presentan en cierto modo un comportamiento concordante durante los periodos de crisis, pero difieren durante las fases de estabilidad y crecimiento. En cuanto a ello, ciertamente el deterioro económico de los años ochenta afectó sensiblemente a la mujer, en el sentido de que el desempleo femenino se mantuvo por encima del masculino; pero, desde otra perspectiva, durante la década la tasa de desempleo de las mujeres, en relación con la de los hombres, disminuyó, "considerando que las tasas femeninas durante los sesenta y los setenta fueron por lo menos el doble de las tasas de desempleo de los hombres"; durante la década de los ochenta la brecha se redujo en cerca de la mitad (Gregory, 1991). Sobre ello, resulta mucho más consistente la dinámica de la cesantía o expulsión masculina y femenina del mercado de trabajo urbano a lo largo de los ciclos de crecimiento o actividad económica.

En el periodo 1982-1984, el PIB decreció de 5.5 a -0.4 por ciento. El cambio absoluto en la tasa de cesantía urbana masculina se incrementó 1.4 por ciento y la femenina 0.53 por ciento. En igual sentido, entre 1985 y 1988, con la caída del PIB de 4.7 a -15.6 por ciento, fue mayor el cambio absoluto en la tasa de despidos en los hombres que en las mujeres, con niveles de 6.4 y 3.2, respectivamente. En términos de porcentaje de cambio en las tasas de cesantía urbana, ésta fue mayor entre los hombres 41 por ciento entre 1985 y 1988. En este último año, la tasa de cesantía masculina fue de 15.6, mientras que la femenina fue de 14.7 por ciento. Durante la recesión, tanto el desempleo femenino como el masculino se expandieron, pero, en términos relativos, se deterioró menos el empleo de las mujeres que el de los hombres. En contraste, coincidiendo con los años de recuperación económica, entre 1991 y 1994 se redujo el despido, particularmente entre los hombres, pero permaneció casi inalterado entre las mujeres. La tasa de cesantía masculina pasó de 11.7 a 9.1 por ciento, en tanto que la femenina cambió de 13.8 a 12.7 por ciento; y para 1999, conservando el rezago, alcanzaron niveles 9.6 y 12.5 por ciento, respectivamente. Las tendencias generales del desempleo a largo plazo son ampliamente desfavorables para la mujer, en los periodos de estabilidad económica, pero los efectos recesivos, coyunturales, han afectado mayormente a los hombres. La ocupación de la mujer, en contraste con la del hombre, se ha hecho más estable, menos expuesta a las variaciones cíclicas (gráfica 2).

Segmentación del mercado y trabajo asalariado

No en todos los aspectos los perfiles de participación relativa desfavorecen a la mujer. En términos de los indicadores "convencionales" de segmentación del mercado en "moderno" y "tradicional" o "informal", entre los ocupados y las ocupadas del llamado sector "moderno", las mujeres tienen mayor peso relativo que los hombres, aunque en ambos casos la tendencia es sensiblemente decreciente. En 1982, 55.4 por ciento de los hombres ocupados correspondían a dicho segmento de la economía, y entre las mujeres representaba 64.6 por ciento. En la cúspide de la crisis se redujeron las ocupaciones del sector moderno, particularmente entre los hombres. En 1988 la participación entre las mujeres alcanzó 59.7 por ciento, mientras que entre los hombres cayó drásticamente a 46.4 por ciento. En lo sucesivo, la pérdida ha sido sistemática y la brecha entre hombres y mujeres se ha acortado. Entre 1991 y 1999, las ocupaciones modernas masculinas pasaron de 48.7 a 53 por ciento, pero las femeninas pasaron de 62.0 a 58.7 por ciento. La mujer ocupada pertenece mayoritariamente al sector moderno de la economía. El trabajo en el sector moderno sigue siendo relativamente más importante para las mujeres, pero la tendencia les desfavorece.

En el mercado de trabajo urbano la situación es más compleja, en gran parte determinada por el alto desempleo de las mujeres, agravada con los cambios estructurales que implicaron los programas de privatización y las reformas del Estado. El sector informal aumentó su participación en el empleo urbano de 24.8, en 1982, a 32.1 por ciento, entre 1982 y 1988, y en el mismo periodo la participación de la mujer en dicho sector informal se redujo de 47.4 a 43 por ciento (García-Huidobro, 1990). En este sentido, la mujer fue menos afectada que los hombres con el impacto de la crisis. El sector informal se mantuvo alto en la década de los noventa, aun durante los años de recuperación económica. El estancamiento del empleo público en esa década no sólo acentuó el desempleo, particularmente de las mujeres, sino también el subempleo y las ocupaciones precarias. La participación del trabajo informal en las ocupaciones urbanas cerró la década con niveles de 32.4 por ciento en 1999, similares a los alcanzados durante la crisis de los ochenta. Coincidentemente, las mujeres incrementaron la presencia en dicho sector, al representar 44.4 por ciento de los ocupados en dicho sector, pero aún mantienen niveles inferiores a los prevalecientes a comienzos de la década de los ochenta.

La dinámica del "sector informal" en Panamá ha tenido un carácter muy singular. Mientras que entre 1950-1980 en el resto de Centroamérica se expandió apreciablemente, "en cambio la ocupación en el SIU en Panamá se estancó en los años setenta", en parte como consecuencia del aumento del empleo en el sector público y la propia inercia del crecimiento económico experimentado por varias décadas hasta mediados de los años setenta. El sector informal normalmente se integra de manera desigual por jóvenes y mujeres, y, en mucho casos, por migrantes rurales en la ciudad.9 Ésta es una de las características básicas de su composición. A este respecto, el sector informal en Centroamérica no parece ser una excepción. No obstante, desde esta perspectiva, Panamá ha exhibido una particular estructura de ocupación. En el país, en términos de la composición por edad, han tenido mayor importancia relativa para este sector de actividad económica los trabajadores ubicados en los extremos de la pirámide de población y, particularmente, "la participación de ocupados hombres fuera del estrato 20 a 40 años es relativamente mayor en el sector informal" (PREALC, 1986). En Panamá "el sector informal constituye una fuente de empleo relativamente menos importante para trabajadoras mujeres" (PREALC,1986). Ésta ha sido la tendencia, pero los cambios recientes podrían ir en otro sentido. Las transformaciones, particularmente las vinculadas con la pérdida de importancia del sector público, a partir de comienzos de la década de los noventa, han impactado más la calidad del empleo de las mujeres. En términos relativos, mientras que entre las mujeres ocupadas urbanas la participación en el sector informal pasó de 32.1 por ciento, en 1991, a 35.4 por ciento, en 1999, las ocupaciones de los hombres se mantuvieron en 30.3 por ciento.

Desde otra perspectiva, durante las últimas décadas ha sido notorio el estancamiento del trabajo asalariado y ha tendido a converger la participación en la fuerza de trabajo masculina y femenina. La PEA asalariada total del país cayó drásticamente en la década de los ochenta. En el periodo 1982-1988 descendió de 57.3 a 53.0 por ciento; sin embargo, recuperó la tendencia ascendente durante los primeros años de los noventa, al crecer de 53.4 a 60.5 por ciento entre 1993 y 1999. En términos de la composición por sexo, a lo largo de las casi dos décadas, el porcentaje de asalariadas en la PEA ha sido mayor que entre los hombres. No obstante, mientras que ha crecido la participación de los hombres, ha caído la de las mujeres, tendiendo a coincidir, particularmente durante los últimos años de los noventas (gráfica 3). En 1982 el porcentaje de asalariados en la fuerza de trabajo masculina era de 54.6 por ciento, mientras que en la femenina era de 63.4 por ciento. Y a pesar de la crisis, mantuvo una mayor importancia entre las mujeres; pero, en contraste, en este sentido la década de los noventa parece haber beneficiado mucho menos a las mujeres que a los hombres. En 1989, la proporción de asalariados bajó a 49.7 por ciento entre los hombres y a 57.6 por ciento en la fuerza de trabajo femenina, pero mientras que en la PEA masculina ascendió a 59.5 por ciento en 1999, en la femenina sólo alcanzó 62.5 por ciento, por debajo del nivel representado a comienzos de los años ochenta. En este sentido, aun cuando el trabajo asalariado sigue teniendo un mayor peso relativo entre las mujeres, la brecha se ha recortado.

En el sector urbano ha perdido importancia relativa el trabajo asalariado y, en contraste, ha experimentado un amplio crecimiento el trabajo independiente o por cuenta propia. La participación de la PEA asalariada en la fuerza de trabajo urbana bajó de 74 a 63 por ciento, entre 1982 y 1991, y alcanzó 68.3 por ciento en 1999. Las actividades asalariadas urbanas masculinas y femeninas se han reducido, y, al igual que en el conjunto de la economía, la recuperación de los años noventa ha sido menos favorable para las mujeres. Entre 1985 y 1991, mientras que la proporción de asalariadas en la fuerza de trabajo femenina urbana decreció de 73.1 a 63.3 por ciento, la masculina pasó de 72.2 a 62.8 por ciento, y en 1999 alcanzaron 65.9 y 70.1 por ciento, respectivamente. Las ocupaciones asalariadas urbanas tuvieron un comportamiento similar, mostrando una proporción ligeramente mayor entre las mujeres, por lo menos desde comienzos de los años ochenta hasta casi finales de la de los noventa. El porcentaje de trabajadores asalariados urbanos decreció de 68.9 a 60.5 por ciento entre 1982 y 1988, y alcanzó 63.3 por ciento en 1999. De 1983 a 1991, entre los ocupados masculinos, pasó de 71.1 a 59.3 por ciento, y entre las ocupadas bajó de 72 a 62.3 por ciento, conservando las mujeres el predominio en las ocupaciones asalariadas. Entre 1997 y 1999, la participación en el trabajo asalariado urbano aumentó entre los hombres y se contrajo entre las mujeres, al pasar de 62.2 a 63.7 y de 63.5 a 62.7 por ciento, respectivamente.

La PEA asalariada "moderna" del sector urbano —referida a actividades no informales, en establecimientos con más de cinco trabajadores— favoreció m ás a las mujeres hasta casi finales de la década de los noventa. La fuerza de trabajo asalariada "moderna" urbana se redujo de 68.4 a 61.8 por ciento, entre 1982 y 1999, y a lo largo de las casi dos décadas, el porcentaje de trabajadoras asalariadas "formales" en la fuerza laboral urbana mantuvo niveles ligeramente superiores que la masculina. En 1983 y 1991, mientras que entre los hombres cambió de 71.2 a 57.2 por ciento, respectivamente, entre las mujeres cayó de 71.3 a 58.4 por ciento. No obstante, en 1999 los hombres representaron 62.7 y las mujeres 60.7 por ciento.

En el mismo sentido, no sólo se ha incrementado el trabajo asalariado urbano "informal" —concerniente a actividades de subsistencia, en microunidades productivas—, sino que además se ha ampliado la distancia entre la participación relativa masculina y femenina, en detrimento de las ocupaciones de los hombres. Las ocupaciones urbanas asalariadas "informales" se incrementaron de 5.3 a 6.2 por ciento, entre 1982 y 1988, luego descendieron a 5.1 por ciento, en 1991, y alcanzaron 6.2 por ciento de los ocupados en 1999. No obstante, la tendencia, en términos de la participación relativa según sexo, fue desfavorable para los hombres respecto a las mujeres. En los hombres ocupados urbanos dicha participación pasó de 5.2 a 6.5 y a 6.8 por ciento, entre 1982, 1988 y 1999, respectivamente; en las mujeres la tendencia fue ascendente entre 1982 y 1988, al pasar de 5.4 a 5.8 por ciento, pero se mantuvo relativamente más baja entre 1991 y finales de la década (gráfica 4).

Otro factor que afecta la calidad del trabajo asalariado y no salariado urbano es el subempleo referido a horas de trabajo, que hasta finales de los años noventa tuvo mayor representación entre los hombres. Este casi siempre ha estado asociado a actividades agrícolas, especialmente de subsistencia, o a ocupaciones femeninas de carácter secundario orientadas a la consecución de ingresos complementarios para el sostenimiento del hogar. No obstante, durante las últimas décadas, pero particularmente durante los años ochenta, experimentó una evolución importante; por un lado, determinado directamente por la crisis económica, que restringió el pleno acceso al mercado de trabajo, y, por otra parte, impuesto por las formas emergentes de organización de la producción y los consiguientes procesos de flexibilización de las relaciones de trabajo.

En Panamá el trabajo urbano de tiempo parcial involuntario creció de 2.9 por ciento del total de ocupados urbanos en 1982 a 9.9 por ciento en 1988 y, con un ligero descenso, representaba 7.4 por ciento en 1999. En términos de la participación por sexo, ha seguido una tendencia similar. No obstante, muy recientemente afectó m ás a los hombres que a las mujeres. Creció de 3.3 a 10.6 y de 2.3 a 8.8 por ciento entre 1982 y 1988, entre la ocupación urbana masculina y femenina, pero hacia el final de la década pasada, el deterioro fue mayor para las mujeres, al alcanzar 6.3 por ciento entre los hombres y 8.8 entre las mujeres.

La tendencia se invirtió a mediados de la década. Hasta entonces, fue mayor la proporción de hombres que de mujeres que laboraban menos de cuarenta horas semanales a pesar de estar dispuestos a ocuparse plenamente. Es en este sentido que, según Vigier (1992), en Panamá existían "más hombres subocupados que mujeres... subempleados por horas trabajadas, nivel que tradicionalmente es considerado como subempleo típico de las mujeres trabajadoras".

El trabajo independiente

La contraparte de la dinámica del trabajo asalariado corresponde al trabajo independiente o autónomo. En general, se suele asumir al trabajo por cuenta propia como un sector marginal, residual y arcaico, desarticulado de la economía "formal", caracterizado por sus escasos recursos y limitados ingresos. No obstante, toda vez que éste, en términos generales, por un lado se conforma de un segmento importante de trabajadores agrícolas de subsistencia, y, por el otro, de un amplio espectro de trabajadores urbanos, resulta ser muy heterogéneo. Su dinámica depende de muchos factores, e incluso varía al interior de una misma rama de actividad económica. Así, aunque presenta una situación casi general al interior del segmento, no todo expresa condiciones desfavorables de trabajo con bajas remuneraciones. El tamaño del sector guarda relación con el proceso de modernización, con la disolución microproductiva en el agro y con la accesibilidad al mercado de trabajo urbano.

Los trabajadores independientes suelen integrarse principalmente en el sector informal y en términos generales participan en una amplia variedad de ocupaciones, entre las que destacan actividades comerciales y de servicios, en congruencia con las características estructurales que define al sector moderno y, en cierto modo, con las facilidades de incorporación que permiten los "servicios personales" y las "ventas ambulantes". Las mismas facilidades de acceso definen las posibilidades de ingreso en dicho sector. En Panamá, coincidiendo con la evolución del trabajo asalariado, el trabajo por cuenta propia pasó de representar 40.1 por ciento del total de trabajados en 1950 a 25.1 por ciento en 1980, periodo en el que el porcentaje de asalariados se incrementó de 41.4 a 69.0 por ciento de los ocupados. No obstante, durante la década de los ochenta, como resultado de la crisis que afectó especialmente al trabajo asalariado urbano y, no en pocos casos, promovió el retorno a las actividades de subsistencia rurales, se incrementó notablemente el trabajo por cuenta propia. El trabajo asalariado concentró en 1990 a sólo 60.5 por ciento —casi 10 por ciento menos que en 1980— y, en contraste, las ocupaciones por cuenta propia alcanzaron 31.8 por ciento del total de ocupados. Esto significa que para entonces, de cada tres ocupados en el país uno se ubicó en ocupaciones por cuenta propia en alguna actividad rural o urbana, sin un salario a cambio de su trabajo.

El análisis para los ocupados urbanos muestra una tendencia creciente de trabajo por cuenta propia, particularmente acentuada durante los años de crisis de la década de los ochenta, con una ampliamente mayor participación masculina, que a pesar de que se mantuvo casi constante durante la década de los noventa —en contraste con la dinámica de crecimiento del trabajo independiente femenino—, sigue siendo muy superior y, por consiguiente, ocupacionalmente más importante para los hombres que para las mujeres.

Durante la década de los ochenta no sólo fue siempre mayor la proporción de hombres insertos en las ocupaciones por cuenta propia, sino que más aún, se incrementó la brecha entre ambos, en detrimento de los hombres. Entre 1982 y 1991, el porcentaje de ocupados perteneciente a dicha actividad pasó de 11.2 a 16.0 y, durante el mismo periodo, mientras que la proporción de mujeres aumentó de 6.8 a 9.3 por ciento, en los hombres se incrementó de 14 a 20.9 por ciento de los ocupados urbanos (gráfica 5). No obstante el peso relativo que representa la participación de los hombres en el trabajo independiente, durante la década de los noventa las tendencias fueron más desfavorables para las mujeres, que han incrementado la inserción en este segmento de ocupaciones, quizás en parte orilladas por el desempleo público generado por las privatizaciones.

La tendencia general ha sido aumentar la participación de los trabajadores por cuenta propia, ante la disminución y/o estancamiento del empleo asalariado, público y privado. Pero, cómo explicar la presencia mayoritaria de hombres en dichas actividades, laboralmente más vulnerables, teniendo en cuenta que del total de trabajadores urbanos independientes 98 por ciento correspondió, en 1999, al llamado "informal informal". El problema no es nuevo y, por consiguiente, las razones pueden ser las mismas, aparentemente válidas durante la década de los ochenta, asociada con las posibilidades de obtener mayores ingresos. Según Martínez (1992), durante dicho periodo en Panamá "la mediana de ingresos de los trabajadores por cuenta propia, creció en términos reales por encima del 20 por ciento durante el período intercensal y superó significativamente la mediana de ingreso de los trabajadores permanentes".

 

Modelo factorial de precarización

El trabajo precario implica diversas modalidades de trabajo "atípicas" con referencia al sistema de seguridad o protección social y a las formas de contratación y empleo normadas legalmente. El concepto, en cierto modo, corresponde con el de "trabajo informal" en el sentido de que apunta a formas de trabajo irregulares, inestables y legalmente desprotegidas, pero particularmente tiene la clara ventaja de superar la idea de "sector" o segmento del mercado de trabajo, o, en todo caso, lo integra y amplia.10 La precarización no se define en función de un estrato o sector de la actividad económica limitada a una situación de trabajo "autónomo" no asalariado. La precariedad del trabajo se delimita en términos de las relaciones, formas o tipos de vinculación laboral —y no de un sector adscrito— entre los trabajadores, sean públicos o privados, y los demás agentes de la producción y el mercado.

En términos operativos, la precariedad incluye diversas formas de trabajo en todos los ámbitos del mercado laboral, dependiendo de factores de normatividad, calidad e ingreso en los mismos, independientemente del sector al cual pueda imputarse. Se consideran entre ellas las actividades no registradas —sin contratos—, el trabajo eventual y el de tiempo parcial involuntario, a un segmento de los trabajadores independientes y a los patrones y asalariados de micro-pequeñas unidades de producción, el trabajo doméstico, el trabajo familiar no remunerado y a todas las formas de ocupación con remuneraciones por debajo del mínimo legal establecido. En sentido amplio, corresponde a diversas formas de ocupaciones asalariadas y no asalariadas, caracterizadas por la baja calidad, la inestabilidad en el empleo y la escasa seguridad en los ingresos o remuneraciones.

En este caso, con base en algunos indicadores disponibles en la Encuesta de Hogares, se analizan las tendencias y algunas de las características de la precarización de la población ocupada urbana total, masculina y femenina, entre 1982 y 1999. La elaboración de esta medida de precarización del trabajo se hizo con base en siete variables (o indicadores) de mala calidad del empleo (tabla 1).

El índice se construyó a partir de los porcentajes o tasas de ocupación total y por sexo en cada una de las variables o categorías de ocupación seleccionadas como indicadores de precariedad ocupacional. El modelo se elaboró siguiendo la técnica de análisis multivariado de componentes principales. El método parte del análisis de la matriz de correlaciones e intenta reducir a un valor único la variación de las observaciones de cada una de las variables. La técnica genera tantos componentes como variables sean incluidas, ofreciendo para cada una cierto nivel de explicación, hasta determinar la variación total. En este caso, cada componente o vector ponderado multiplicado por las variables incluidas estandarizadas suman el valor síntesis o índice de precariedad. El propósito es explicar la variabilidad total observada en la matriz de datos utilizada, a partir de un número reducido de factores o componentes. La técnica no ofrece una medida absoluta de la situación ocupacional, sino más bien relativa entre las unidades o, en este caso, años que cubre el análisis. En este sentido, el índice que se construye proporciona una medida ordinal de la precarización en cada año, en relación con todos o cada uno de los demás, a lo largo de las casi dos décadas.

Estadísticamente el índice se define como:

 

donde:

Ikj = Índice de precarización total y por sexo (j), deducido de la (k-ésima) componente.

Pki = Ponderador de la variable (i) correspondiente a la (k-ésima) componente.

Z = Indicador (i) estandarizado total y por sexo.

n = Número de indicadores o variables de precariedad.

Los resultados obtenidos y la gráficas respectivas para el total de los ocupados urbanos y para los hombres y mujeres —corridos conjuntamente— muestran las tendencias relativas de precarización del trabajo a lo largo de las dos décadas. Las tablas 1 y 2 presentan un resumen del análisis estadístico: la matriz de correlación, los componentes factoriales y varianza explicada por los componentes extraídos, y, finalmente, los factores y las variables que "saturan" en cada uno de ellos. La correlación entre dichas variables valida la pertinencia del análisis de componentes principales, y carecería de sentido si por lo menos algunas de las variables no estuvieran asociadas linealmente. Al respecto, cuanto mayor sea el número de variables con alta correlación, menos factores explican la mayor parte de la variabilidad total.

La tabla 2 contiene los resultados del análisis para el total de la población urbana, sin considerar el sexo de los ocupados. La matriz de correlación para las variables incluidas muestra que existe relación entre seis de dichas variables. La correlación entre las variables CUENTPRO (Trabajadores por cuenta propia), y MSALM (Ocupados con menos de un salario mínimo) y M40HOR (Trabajador con menos de 40 horas a la semana, que demanda más) presentan coeficientes r de Pearson de 0.574 y 0.861, significativos con p < 0.01 y p < 0.001, respectivamente. También las variables PATRM5T (Patrones de establecimientos con menos de cinco trabajadores) y M40HOR, PATRM5T y CUENTPRO presentan correlaciones fuertes, con coeficientes de 0.600 y 0.662, significativo con p < 0.01. La correlación entre PATRM5T y MSALM es más moderada, con un coeficiente de 0.546, significativo con p < 0.05. Además, se puede observar que existe correlación entre las variables TRABFAM (Trabajo familiar no remunerado) y M40HOR, con coeficiente de 0.489, también significativo con p < 0.05. Las correlaciones resultan teóricamente consistentes; por un lado, el incremento anual en la proporción de trabajadores por cuenta propia parece linealmente asociado con el aumento en la proporción de ocupados con menos de un salario mínimo, lo que muestra la precariedad general de dicha actividad económica; por el otro, las correlaciones entre la proporción de patrones de micro establecimientos con menos de cinco trabajadores, con las de ocupados por menos de la jornada "normal" de trabajo, con la de trabajadores por cuenta propia y ocupados con menos del salario mínimo, ponen de manifiesto el incremento coincidente de estas dos modalidades del trabajo autónomo, con alto subempleo por tiempo o jornada laboral y bajos salarios devengados.

El análisis de componentes principales implicó la extracción de los factores que explican la mayor porción de variancia de los datos. Los tres primeros factores o componentes incluidos en el modelo —técnicamente con valores propios mayores que uno—, explican 80.1 por ciento de la variabilidad total de las variables originales de precarización consideradas. El primer factor, con valor propio de 3.062, explica 43.7 por ciento de la varianza total, y saturan en dicho factor las variables: trabajadores por cuenta propia, ocupados con menos de 40 horas y que desean trabajar más, patrones de establecimientos con menos de cinco trabajadores y ocupados con menos de un salario mínimo, todas referidas al trabajo autónomo, independiente y/o a los subempleados. Los otros dos factores, con valores de 1.411 y 1.132, explican 20.1 y 16.2 por ciento de la varianza total, respectivamente. Al segundo lo integran las variables: trabajadores familiares no remunerados, ocupados con menos de un salario mínimo, representado en el primer factor, y asalariados de establecimientos con menos de cinco trabajadores. El tercero lo forman las variables: empleo doméstico, asalariados de establecimientos con menos de cinco trabajadores y ocupados con menos de un salario mínimo.

El índice de precarización se estimó a partir del primer factor o componente (K = 1) —el cual resume la mayor variación conjunta de las observaciones o matriz de datos—, y corresponde a las puntuaciones factoriales para cada año de la serie considerada. Los valores obtenidos se incluyen en la tabla A2 y son representados en la gráfica 6. El valor del índice varía en sentido directo al grado de precarización; es decir, que a mayor valor del índice más desfavorable es la situación ocupacional urbana o viceversa, y está en relación con la situación general o los niveles de precariedad en el periodo analizado. En este sentido, es claramente observable la tendencia de deterioro relativamente creciente en el mercado laboral urbano a lo largo de las dos décadas. Por lo menos son distinguibles cuatro momentos que, en cierto modo, corresponden con la dinámica de estabilidad relativa y deterioro de la economía. La precarización del trabajo urbano en Panamá mantuvo niveles relativamente bajos durante la primera mitad de la década de los ochenta. En este sentido, es medianamente cierto el planteamiento de Gregory (1991) de que en la década de los ochenta no pareció evidenciarse "un deterioro general y profundo en las condiciones de trabajo". Entre 1982 y 1986 la precarización mantuvo niveles relativos bajos (negativos), pero se incrementó sensiblemente a partir de entonces, hasta alcanzar el nivel más alto de la década en 1988, en la cúspide de las crisis económica y política (tabla A2). Con la recuperación económica, a partir de 1989 y comienzos de los años noventa, la precarización tendió nuevamente a bajar, entre 1989 y 1993; no obstante, durante la segunda mitad de la década alcanzó el nivel más alto, experimentado en 1998, y, aunque tendió a reducirse en 1999, la tendencia general es cercana a la peor de la década de los ochenta.

El análisis desagregado, a partir de las proporciones de ocupados y ocupadas en las respectivas categorías de actividad laboral, aporta evidencias importantes en cuanto a los niveles de precarización relativa por sexo en el mercado de trabajo urbano y las tendencias a lo largo de las dos décadas. La matriz de correlación muestra algunas coincidencias de relaciones entre variables con las observadas para el total de ocupados urbanos. En esta matriz también están correlacionadas las variables CUENTPRO (Trabajadores por cuenta propia) y M40HOR (Trabajador con menos de 40 horas a la semana, que demanda trabajar más), y PATRM5T (Patrones de establecimientos con menos de cinco trabajadores) y CUENTPRO, con coeficiente r de Pearson de 0.418 y 0.920, significativos con p < 0.01 y p < 0.001, respectivamente. Otra de las variables igualmente correlacionadas son TRABFAM (Trabajo familiar no remunerado) y M40HOR, con coeficiente de 0.383, significativo con p < 0.05. Además, se añaden otras correlaciones relativamente altas entre la variables ASALM5T y CUENTPRO, y ASALM5T (Asalariados en establecimientos con menos de cinco trabajadores) y PATRM5T, con coeficientes 0.692 y 0.625, significativo con p < 0.001. Las correlaciones entre estas últimas están en concordancia con el incremento del trabajo autónomo y en relación de dependencia con las pequeñas unidades de producción. La relación que guardan estas tres variables con TRABFAM y EMPDOM (Empleo doméstico), altamente significativa, e inversa, quizá responde a la salida de las mujeres del trabajo familiar y doméstico y su entrada al trabajo por cuenta propia, microempresarial y/o asalariado en dichas unidades productivas (tabla 3).

La solución factorial para el análisis por sexo fue muy similar al caso anterior para el total de los ocupados urbanos, pero implicó ciertas consideraciones previas, particularmente en la construcción de la matriz de datos. Los porcentajes de ocupados y ocupadas por categoría de precarización están en relación con el total de los hombres o mujeres ocupados en el sector urbano en cada año. No obstante, dado que el índice es una medida relativa entre los pesos que presentan las variables en consideración a lo largo de dichos años, para garantizar la comparación de las puntuaciones factoriales o niveles de precarización, la corrida del modelo se hizo a partir de una matriz única de observaciones femeninas y masculinas. Además, en este caso, para facilitar la interpretación con base en una mejor distribución de los pesos factoriales, se rotó la matriz por el método Varimax (Visauta, 1999).

El análisis determinó la obtención de dos factores, que conjuntamente explican 75 por ciento de la variabilidad total. El primer factor tiene un valor propio de 3.695 y explica 52.8 por ciento de la variabilidad, y es saturado por cuatro variables: trabajadores por cuenta propia, patrones de establecimiento con menos de cinco trabajadores, empleo doméstico y asalariados en establecimientos con menos de cinco trabajadores, correspondientes al trabajo autónomo, en correlación inversa con la dinámica de ocupación en servicios domésticos. La segunda componente tiene un valor de 1.556 y explica 22.2 por ciento de la varianza total de las variables originales incluidas en el modelo. A este factor lo saturan tres variables referentes a la jornada y a la percepción de ingresos por el trabajo. Incluye las variables: ocupados con menos de 40 horas y que desean trabajar más, trabajadores familiares no remunerados y ocupados con menos de un salario mínimo. El índice, como en el caso anterior, se estimó a partir del primer factor y corresponde con las puntuaciones factoriales generadas por el modelo. Los pesos adoptados resultan de la interacción conjunta de las variables que mejor explican dicho factor, y en ese sentido tienen sólo un valor relativo entre los dos subgrupos y para cada año, a lo largo de las dos décadas. Los resultados se presentan en la tabla A2 y se ilustran en la gráfica 7. A partir de las variables consideradas, y particularmente por las mejor "ponderadas" por el modelo factorial, la precariedad del trabajo urbano en Panamá parece afectar más a los hombres que a las mujeres. La evolución de ambas siguió una tendencia similar durante la década de los ochenta, pero amplió la brecha a comienzos de los años noventa y mantuvo niveles relativamente desfavorables para hombres a finales de la década.

Los dos modelos factoriales anteriores resultan teóricamente consistentes. En ambos casos, el índice de precarización se estimó a partir de la primera componente, que —como se ha indicado— resume la mayor variación conjunta de las observaciones analizadas. En este sentido, en la medida que dicho factor resume la "información" de las variables con mayores cargas o saturaciones factoriales, las puntuaciones finalmente obtenidas también representan una combinación de las mismas. En el primer modelo, tres de las variables con mayores ponderaciones sobre dicha componente fueron: a) el trabajo por cuenta propia; b) el trabajo con menos de 40 horas a la semana, que prefiere trabajar más, y c) patrones de establecimientos con menos de cinco trabajadores. En el segundo modelo las variables con mayores pesos factoriales fueron: a) el trabajo por cuenta propia; b) patrones de establecimientos con menos de cinco trabajadores, y c) el empleo doméstico. En ambos modelos la variable con más carga factorial sobre el primer factor fue la de "trabajo por cuenta propia". En este sentido, no sorprende que particularmente la tendencia de la precarización por sexo siga una evolución muy similar a dicho indicador a lo largo de las dos décadas, afectando más a los hombres que a las mujeres (gráfica 5).

 

Consideraciones finales

Las décadas de los ochenta y noventa fueron de grandes transformaciones. En los ámbitos de la organización de la producción y de los mercados de trabajo operaron cambios profundos y globales. Las crisis económicas y el patrón emergente de acumulación determinaron por lo menos dos procesos: por un lado, la notable inserción de la mujer en las ocupaciones asalariadas y no asalariadas, y, por otro, la desregularización y creciente precarización del trabajo. La globalización económica, al redefinir las funciones económicas y sociales del Estado, ha configurado nuevas estructuras de gestión del trabajo, que más que basarse en actividades asalariadas con remuneración estable, promueven la precarización, en cuanto a calidad, estabilidad y seguridad en los ingresos. El cambio económico ha tenido el infortunio de ser excluyente y más empobrecedor.

Panamá no ha estado al margen de estas tendencias. Compartió con los demás países de la región la crisis de los años ochenta y, desde comienzos de la década, aplicó —con énfasis distintos— los programas impuestos por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La redefinición del papel del Estado, con la privatización y la pérdida de participación del sector público, ha incrementado el desempleo y el deterioro de las condiciones de trabajo. En este sentido, a lo largo de las dos décadas, pero particularmente a partir de los inicios de la pasada, cuando el Estado reforzó los programas de ajuste, reestructuración y privatización, se modificaron la estructura y composición del empleo urbano, con consecuencias directas sobre la calidad de las ocupaciones.

Durante las décadas de los setenta y ochenta, el Estado no sólo tuvo un desempeño de primer orden en la modernización de las estructuras productiva y social del país, sino también en la generación de empleos directos e indirectos, con lo que evitó un deterioro mayor de las ocupaciones a pesar del agotamiento del modelo económico, la crisis y el estancamiento de las inversiones privadas. En contraste, a inicios de los años noventa esta situación se modificó. La dinámica del empleo pasó a ser cada vez más dependiente del nivel de actividad del sector privado. Las reformas del Estado han limitado la generación de empleos "formales" y han promovido la precarización del trabajo, en la medida en que las empresas grandes y medianas no han logrado compensar la pérdida de ocupaciones en el sector público.

La creciente participación económica de la mujer ha sido una característica del mercado laboral urbano del país. La inserción de la mujer en la fuerza de trabajo no sólo ha sido rápida, sino, además, a ritmos sostenidos. En general, la mujer ha tendido a comportarse en el mercado laboral como una mano de obra "primaria", en el sentido de que se integra y permanece en el mismo independientemente de la coyuntura económica, y aun en circunstancias de creciente desempleo. El aumento de la fuerza de trabajo femenina ha sido extraordinario. Ni la crisis ni el desempleo han mermado el movimiento ascendente de la incursión de la mujer en el mercado de trabajo. La distancia entre la participación masculina y femenina se ha acortado apreciablemente. En cuanto a ello, se podría decir que en el país la hegemonía masculina sobre el mercado de trabajo ya no existe.

En cierto modo, la estructura del mercado de trabajo urbano presenta cambios importantes. El empleo "formal" ha perdido dinamismo y se ha acentuado el proceso de informalización de las ocupaciones. El país experimenta una creciente precarización del trabajo. Ha sido notorio el estancamiento del trabajo asalariado, incluso acortando la brecha de participación entre los hombres y mujeres. En términos generales, la mujer ha tenido mayor presencia en el trabajo asalariado supuestamente de mejor calidad, aun en circunstancias de crisis y a pesar de la pérdida de importancia del sector público en la generación de empleos. En este marco, las tendencias podrían señalar cierta convergencia en la dinámica del deterioro del trabajo. No obstante, la precarización del trabajo urbano parece afectar más a los hombres que a las mujeres.

La evolución del trabajo precario, desde la perspectiva de género, siguió una tendencia similar durante la década de los ochenta, pero amplió la brecha en la década de los noventa y mantuvo niveles relativamente desfavorables para los hombres. En este último sentido, el artículo muestra —contra otros supuestos— que, coincidentemente con el deterioro del trabajo asalariado, entre los ocupados urbanos es mayor la presencia de los hombres en el trabajo más desprotegido y precario, particularmente entre los ocupados en actividades por cuenta propia y en el asalariado tradicional urbano, e inclusive, hasta recientemente, entre los subocupados por horas, con jornadas menores a las "normales".

 

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Notas

1 Si la noción de crisis sugiere la idea de una crisis permanente, entonces su carácter coyuntural (cíclico) desaparece y el mismo concepto pierde todo sentido.

2 Según Standing (1989), la proporción de trabajadoras asalariadas aumentó en todos los países que han establecido zonas de "procesamiento" para la exportación. Según el autor, "in export processing zones of many industrializing countries it is not uncommon for tree-quarters of all workers to be women". Es en este sentido que un estudio prospectivo sobre las implicaciones (beneficios y desventajas) que el Tratado de Libre Comercio generaría sobre el empleo en México, concluye que "los nuevos empleos estarán dirigidos fundamentalmente a la mujeres jóvenes..." (Caballero, 1991).

3 Sostiene Amagada (1994) que "...en América Latina se aprecia una desregulación del trabajo y una pérdida de las conquistas laborales de los trabajadores". Según ella, "la crisis y el nuevo patrón de reconversión productiva han provocado un aumento de ocupaciones... que se pueden definir como precarias en términos de su discontinuidad en el tiempo, la falta de regulación (ausencia de contratos); los salarios (no respetan el salario mínimo), los horarios, la seguridad social y la higiene".

4 El propio Programa Regional de Empleo para América Latina y el Caribe (1990) reconoció que se hacía "difícil la separación entre la pérdida de empleos ocasionada por la crisis y aquella provocada por las ...nuevas formas de organización del trabajo".

5 Es un hecho que a pesar de que en América Latina la mujer económicamente activa tiene un nivel de instrucción más alto que el de los hombres, su inserción en actividades "no manuales no les significan mejora en los ingresos" (Krawczyk, 1993). No obstante, a pesar de la relativa "feminización" del trabajo, las mujeres laboran aún en un número limitado de ocupaciones, manteniéndose la estructura segmentaria de las ocupaciones y la discriminación salarial.

6 Según Lachman (1996), Panamá experimenta "una profunda crisis de carácter estructural, en el sentido de que la coherencia interna del modelo económico convencional se ha agotado progresivamente", y ello explica el escaso y débil crecimiento económico y, consiguientemente, el aumento sistemático del desempleo, por lo menos desde mediados de la década de los setenta.

7 Según el entonces Ministerio de Hacienda y Tesoro, "la distribución del ingreso personal se hizo más desigual (durante la década de los años setenta) con lo que los indicadores para Panamá se colocan entre los más desfavorables de América Latina" (Hughes, 1986). Esta situación, ciertamente contrastante, determina los niveles de pobreza en el país, que, según un informe reciente del Ministerio de Planificación y Política Económica, hacia 1998 afectaba a 28 por ciento de los hogares, equivalente a 37 por ciento de la población total, 22 por ciento en condiciones de extrema pobreza e indigencia (Barroso, 1998).

8 En el país "las migraciones laborales permanentes rurales-urbanas fueron mínimas en los años ochenta" (García-Huidobro, 1990).

9 Según PREALC (1986), "en términos generales se sabe que mientras el sector moderno emplea particularmente a trabajadores hombres en sus edades productivas, el SIU constituye una fuente importante de empleo para mujeres y trabajadores jóvenes y viejos".

10 La distinción moderno-informal no siempre resulta adecuada. Normalmente existe una relación estrecha entre la estructura y calidad de las ocupaciones y los niveles de remuneración por el trabajo. No obstante, no necesariamente esta relación es del todo transparente o muchas veces no existe tal correspondencia. Los niveles de ingreso de los ocupados en el llamado sector "informal" no siempre son mayormente inferiores que los del "moderno". Al respecto, aunque resulta un tanto paradójico, "en Panamá 66 por ciento de los pobres son asalariados del sector moderno" (Camazón y García-Huidobro, 1991).

 

Información sobre el autor

Dídimo Castillo Fernández. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales con especialización en Estudios de Población por el Centro de Estudios Demográficos y de Desarrollo Urbano de El Colegio de México. Se ha desempeñado como docente en diversos programas en la Universidad Nacional Autónoma de México, el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (Campus Estado de México), la Universidad Autónoma de Tlaxcala, la Universidad Autónoma del Estado de México, la Universidad de las Américas, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, la Universidad de Colima y en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Es Investigador Asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos, CELA, "Justo Arosemena" (Panamá); profesor investigador de la Universidad Autónoma de Tlaxcala e investigador del Centro de Investigación y Estudios Avanzados de la Población de la Universidad Autónoma del Estado de México. Ha publicado en: Problemas del Desarrollo (IIE-UNAM), Tareas (CELA-Panamá), Acta Sociológica y Estudios Latinoamericanos (FCPyS-UNAM) y en la revista Contraste (CII SDER-Universidad de Tlaxcala). Es editor de la revista Contraste y director de la revista Papeles de Población. Correo electrónico: didimo@servidor.unam.mx

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