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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.32 no.2 Ciudad de México jul./dic. 2021  Epub 17-Ene-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2021.32.2.29154 

Artículos

Poética de la culpa y la confesión en El libro vacío, de Josefina Vicens

Poetics of Guilt and Confession in The Empty Book, by Josefina Vicens

Manuel R. Montes1  *

1University of Toledo, manuel.montes@utoledo.edu


Resumen:

El libro vacío (1958), de Josefina Vicens (1911-1988), posee atributos que la determinan como una obra confesional. Este artículo analiza las enunciaciones del protagonista de la novela José García al experimentar una culpa profunda y apelar a un perdón ambiguo por intentar escribir un libro perfecto. La culpa y la confesión, predominantes en el texto, son examinados a partir de la figura retórica captatio benevolentiae; el estado larvario y el desnudamiento del narrador (La Confesión. Género literario, de María Zambrano); el carácter impositivo e insondable del silencio (La escritura del desastre, de Maurice Blanchot); la cima del ser y lo inconcluso como meta (Cuadernos, de Paul Valéry); la novela fantasma (La preparación de la novela, de Roland Barthes), y la belleza dependiente o condicionada, así como la belleza libre o autosuficiente (Crítica del juicio, de Immauel Kant).

Palabras clave: confesión; culpa; silencio; negación; fracaso; imposibilidad.

Abstract:

The Empty Book (1958), by Josefina Vicens (1911-1988), has attributes which define it as a confessional work. This article analyzes the assertions of the protagonist of the novel José García when he experiences a deep guilt and appeals to be ambiguously forgiven for trying to write a perfect book. The guilt and the confession, predominant in the text, are tackled through the following: the rhetorical technique captatio benevolentiae; the narrator’s larval state and stripping (La Confesión. Género literario, by María Zambrano); the silence’s imposition and unfathomable condition (The Writing of the Disaster, by Maurice Blanchot); the summit of being and the incompletion as a goal (Notebooks, by Paul Valéry); the ghost novel (The Preparation of the Novel, by Roland Barthes); and the dependent or conditioned beauty, as well as the free or self-sufficient beauty (Critique of Judgment, by Immanuel Kant).

Keywords: confession; guilt; silence; denial; failure; impossibility.

Introducción

La bibliografía crítica en torno a El libro vacío, como arroja el resultado de las pesquisas específicas a partir de las que se contrastaron los enfoques de este artículo, se nutre de aproximaciones que han partido del nihilismo (carta de Octavio Paz a Josefina Vicens en la edición de la novela de la UNAM, 1987), el existencialismo (Lozano 1990; García Estrada 1992), la semiótica (Prada Oropeza 1987), la ontología (Reckley 1990; Bacarisse 1996), el revisionismo histórico (Sánchez Prado 2006), la crítica psicoliteraria (Gutiérrez 1991; García Bonilla 2006), la fenomenología hermenéutica (Lojero 2007), el romanticismo (Ruiz Abreu 1992), la heteronimia (David Lauer en Vicens 1992) y la crítica sustentada en, y en oposición a, los Gender Studies, marco teórico predominante y con un destacado énfasis interpretativo en la dualidad autobiográfica Josefina Vicens-José García, así como en el carácter metaficcional de El Libro vacío (Bradu 1987; Domenella 1990; Saltz 1990; Luiselli 1997; Barrau 2002 y 2003; González Luna 2010; Lemus-Fortoul 1998).

Las diversas ópticas que se circunscriben a los marcos teóricos anteriores comparten en su mayoría un reconocimiento unánime a la trascendencia de innovación temática que supuso para la literatura mexicana la exploración de la escritura como catalizador anecdótico primario por parte de Josefina Vicens. No profundizan sin embargo en dicha innovación desde los tópicos de la culpa y la confesión como ímpetus generadores del discurso narrativo de José García. Pese a distanciarse de los campos de investigación enlistados, el acercamiento que aquí se propone guarda parciales correspondencias con, 1) las contribuciones de María Mercedes Lozano Ortega y su lectura existencialista de El libro vacío, si bien ésta subraya la culpa del protagonista vicenciano no como poética sino como condición ontológica cercana al ateísmo y a la inautenticidad heideggeriana;1 y 2) el estudio de Norma Lojero Vega, quien aborda el motivo de la culpa en José García aunque no como causa y origen de su empeño escritural sino como disociación y derivación morales de otros de sus actos, el adulterio principalmente.2

El tratamiento de los tópicos de la culpa y la confesión que predominan en El libro vacío se sustentará en un análisis de los atributos del texto que a continuación se enumeran: sus cualidades de novela-prólogo; su adopción del silencio como causa y fin literario en sí mismo; su paradójica evidencia de la negación y del fracaso como incentivos creativos; su apología del arduo proceso de escritura narrativa más que de los resultados de dicha escritura; su propiedad fantasmal; su conflictiva representación de un ideal de belleza; su reincidencia en lo imposible como triunfo de la mediocridad e impulso causante de un discurso estético.

El libro vacío como novela-prólogo confesional

Josefina Vicens demonizó el oficio de la literatura llamándolo infierno blanco: “para mí, estar frente a una página en blanco implica un sinnúmero de sufrimientos […] escribo con mucho dolor y esfuerzo” (Lozano Ortega 1990: 142). En El libro vacío, su aporte magistral a la novelística en lengua española, tal infierno blanco es confrontado con apasionamiento vicario y abrasa la culpabilidad atípica de José García, un hombre alcohólico de cincuenta y seis años, de profesión contable y padre de dos hijos, quien intenta escribir una obra pospuesta durante dos décadas. Para cumplir de una vez por todas con la demorada tarea, adquiere dos cuadernos, en el primero de los cuales anota sucesos, reflexiones, descripciones y bocetos narrativos que, hipotéticamente, ocuparían el segundo, en el que por lo demás nunca escribirá una sola letra. El ánimo que permea el primer cuaderno de José García es el de un individuo a la espera irresoluble de ser absuelto por escribir o por no escribir, por demostrar que no escribe o por haber escrito de una manera y no de otra. Una dilatación prologal y expiatoria es padecida por el antihéroe de El libro vacío, quien suplica por ser eximido de una falta siempre ambigua, íntimamente relacionada con las manías grafómanas que emprende y que agudizan en él una necesidad esencial, autocrítica de redimirse, sin que pueda convencerse a sí mismo de su inocencia, varado en un limbo de mutismo equívoco en el que aguarda dos sentencias: la que no es capaz de redactar en el segundo de los cuadernos, y con la que daría inicio su libro absoluto, y la que una corte de jueces imaginarios no le dicta.

Para determinar, a propósito de las contextualizaciones anteriores, el carácter confesional de El libro vacío, es menester delimitarlo desde la propuesta de forma de la novela, que si bien es fragmentaria y cronológicamente irregular, retorna una y otra vez a criterios prologales, los cuales parten antes que nada de un distintivo de apelación a la solidaridad y a la indulgencia. El libro vacío es una novela-prólogo desde dos directrices, a la segunda de las cuales se le adjudicará mayor notoriedad: 1) El libro vacío vaticina -aunque sin cumplimentarlo jamás- el advenimiento de un texto; 2) en las enunciaciones de José García prevalece el propósito de captar la benevolencia de un lector, por cierto, ilusorio.

De inmediato asoman aquí algunas paradojas al respecto: del resto de los personajes de la novela, ninguno tiene acceso y a nadie importa el manuscrito, es decir el cuaderno uno, de José García, por lo tanto su solicitud de perdón sin interlocutores es improcedente; sus argumentaciones tienden, más bien, a una argucia retórica mediante la que disimula la urgencia de perdonarse a sí mismo por el fracaso cíclico de un proyecto inconcluso; José García, pese a seguir determinadas reglas formulaicas del prólogo, carece de receptor dentro del hermetismo anecdótico de la novela; y, por lo demás, el texto utópico al que aspira, de materializarlo, no sería defectuoso ni, por ende, susceptible de un dictamen desfavorable, o de ser rechazado.

La propiedad prologal de la novela, aun afectada por semejantes contradicciones, es evidente. Basta recordar específicos elementos que distinguen, a partir de Cervantes, el talante de un prefacista en tanto autor que asume el prólogo como un “derecho” ejercido “siempre, por cualquier medio”, para obtener “la simpatía del lector: la ‘captatio benevolentiae’ a que aludía Quintiliano” (Martín 1993: 79). El resultado de tal interpelación es que “nos hace sentir por primera vez -en esto consiste la esencia de la novela moderna- ‘la inevitable presencia (son palabras de don Américo Castro) de la intimidad del personaje en cuanto habla o hace, dicho o hecho precisamente por él’” (80). La captatio benevolentiae es a su vez heredera del “humilde valor originario […] puramente expositivo y aclarativo” del prólogo de la tragedia griega, y comporta un tono de “afectada modestia” que se articula mediante un “tratamiento confidencial de ‘tú’”, enunciado por un “pensieroso”, a saber, por un narrador “suspendido en el tiempo” (80).

Estas particularidades de ascendencia clásica y cervantina caracterizan el discurso apelativo de José García en El libro vacío: la humildad y la afectada modestia que, fluctuando, subyacen a sus incertidumbres; el derecho a aludir, aunque sepa que nunca podrá terminarla, a la obra total en la que insobornablemente se afana; el tratamiento confidencial mediante el cual el lector se adentra en la intimidad de cuanto José García dice o hace: intimidad expuesta y formulada precisamente por él.

El libro vacío es un oscuro y discontinuo prólogo a una obra cúspide, no habida, que se presume independiente de ésta y que ya en sí mismo es la historia laberíntica en la que Josefina Vicens sitúa al lector. Sin que advenga, al final, esa otra parte complementaria que convencionalmente lo justificaría, El libro vacío discurrirá dentro de un ámbito de obsesivo pronóstico que abre con una peculiar urgencia expositiva: “No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: ‘tienes que hacerlo…, tienes que hacerlo’. De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con extraño hervor” (Vicens 2011: 25).

En La Confesión. Género literario, María Zambrano repara en que la inercia de desnudamiento moral, para quien ha decidido desencadenarla, “tiene también un comienzo desesperado. Se confiesa el cansado de ser hombre, de sí mismo. Es una huida que al mismo tiempo quiere perpetuar lo que fue, aquello de que se huye” (Zambrano 1995: 35). José García ha eludido por veinte años la escritura y sabe que seguirá eludiéndola, aunque sin renunciar a ella; e implica, en su no he querido hacerlo, que ha llegado el momento de revertir el maleficio que lo persigue, pues la confesión de su reprobable apatía lo compromete a enfrentar, de nuevo, una desesperación latente de la que no ha podido emanciparse. Esta desesperación se origina, renovándose, en su gesto de atender por fin el llamado del subterráneo que fermentara en él. José García, pese a que lo padece, lo entiende y lo rechaza, se compenetra de nueva cuenta, siéndolo, con ese homúnculo que súbitamente ha emergido y demandado el cumplimiento de una misión ahora impostergable. Hay a propósito un apartado de La Confesión, titulado justamente “Los hombres subterráneos”, en que María Zambrano reflexiona sobre las taras que oprimen a esa clase de atormentados a la que habría de pertenecer irremisiblemente José García: “los hay poetas, filósofos, y, sobre todo, desconocidos, seres sin nombre que murieron sin lograr ser aún […] Larvas, conatos, seres muertos en su crecimiento, como incapaces de soportar una de las transformaciones que la vida exige para llegar a su fin” (99). José García empataría, al confesarse, con estas propensiones a lo indefinido, a lo larvario. Será incapaz de soportar su transformación y morirá sin lograr ser aún -añadiríamos- un escritor; sin ultimar, en suma, una identidad que, gracias o a pesar de sus elucubraciones verbales, plenamente lo definiría.

Si al inicio de El libro vacío la confesión de las dos décadas de abstencionismo se expuso un tanto con razones indirectas, un poco más adelante José García declara: “Lo digo sinceramente. Créanme. Es verdad. Además, lo diré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo perdonar […] Al decir ‘hacérmelo perdonar’, me refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo independiente y poderoso que actúa dentro de mí, vigilado por mí, pero nunca vencido” (Vicens 2011: 25).

José García, sinceramente, querría disculparse a sí mismo, aunque su créanme remite a un jurado plural que (no) lo procesa y que se enquista en su monólogo. Anhela hacerse perdonar un resultado, es decir, una obra terminada que no tendrá lugar, pues el segundo cuaderno que la contendría permanecerá para siempre impoluto.

María Zambrano se pregunta: “¿Qué es una confesión y qué nos muestra?” (25), y luego de aclarar que como género la confesión es distinta a la poesía, la historia y la novela, concede que a ésta última, sin embargo, es a la que más se le asemeja, pues lo que muestra, al fin y al cabo, es un relato, si bien hay una diferencia “en orden al sujeto y en orden al tiempo”, y otra más, fundamental, “entre lo que pretende el novelista y lo que pretende el que hace una confesión” (25).

Para dilucidar estas apreciaciones, valga ceñirse al testimonio íntimo de José García: éste no es novelista, sino sólo alguien que hace una confesión a propósito de una novela que no puede o finge que no puede escribir. ¿Qué pretende entonces este administrativo venido a menos, al relatar su confesión? A diferencia del novelista, por supuesto, lo que lo preocupa no es la culminación narrativa del proyecto que tan melancólicamente reformula y corrige, sino más bien captar, narrando impulsivo, la empatía y el perdón suyo y el de los jueces imprecisables que lo condenarían.

El libro vacío como silencio confesional

El subterráneo larvario, el artista incompleto que José García sufre por permitir que se manifieste a través de él, es constantemente repelido, e invocada su derrota mediante la aspiración a, sencillamente, enmudecer: “Bastaría con no escribir una palabra más, ni una más… y yo habría vencido. Bueno, no yo, no totalmente […] No escribir. Ésa es la fórmula […] Que sea un dejar de hacerlo, no un no hacerlo” (Vicens 2011: 26-27). ¿Cuál es la diferencia entre dejar de hacerlo y no hacerlo? Apenas ninguna. José García, sin embargo, prefiere no divorciarse por entero del ejercicio de la prosa emitiendo, por ejemplo, una más terminante capitulación. En la insoluble amenaza de que guardará silencio descubrimos operando algunos de estos pronunciamientos de Maurice Blanchot en La escritura del desastre: “Guardar silencio. El silencio no se guarda, no tiene consideración para la obra que pretendía guardarlo -es la exigencia de una espera que no tiene nada que esperar, de un lenguaje que, al suponerse totalidad de discurso, se gastara de golpe, se desuniera, se fragmentara sin fin” (Blanchot 1990: 32).

Un dejar de hacerlo en vez de un no hacerlo es una ambición ya imposible; es una consigna que, al verbalizarla, vulnera de hecho el silencio al que hubiera de sustraerse, un silencio que no se guarda, como reflexiona Maurice Blanchot, porque no tiene consideración para la obra que pretendía guardarlo. ¿Y no es éste, también, otro de los propósitos fallidos del relato confesional de El libro vacío: respetar el silencio, mantenerlo inmaculado dentro de un segundo cuaderno al que no envenene una sola grafía? Y es que José García violenta ese silencio al emborronar el primero de sus cuadernos. El silencio, en la novela de Vicens, remite también a las observaciones de Maurice Blanchot en tanto es la exigencia de una espera que no tiene nada que esperar. José García esperó veinte años para dirimir su mutismo escritural, y no logra, con la compra de los dos cuadernos y su parcial terminación, más que perpetuar infinitamente esa espera. A su vez, el silencio exige en El libro vacío un lenguaje que, presuponiendo una totalidad -una obra maestra inaprehensible, que lo rompa-, no hace más que agotarse a sí mismo, desarticulándose, fragmentado.

El libro vacío como negación y fracaso confesional

Un dejar de hacerlo en vez de un no hacerlo. Si evitáramos uniformizar ambas prevaricaciones en una sola e intransigente postura de negación, asistiríamos entonces a los matices de la poética que rige la escritura José García, una poética generada desde la culpa y la confesión a la que corresponde una renuncia en proceso, activa, a partir de la que anhela redimirse con miras a la conclusión inviable del segundo de los cuadernos, admitiéndose, con reservas, un escritor de tránsitos y recorridos más que de resultados, valores éstos que encomia Paul Valéry en “Ego Scriptor”: “El hacerlo como lo principal, y la cosa hecha como accesoria: ésa es mi idea. No vale la pena escribir sino para alcanzar la cima del ser, y no la del arte; pero también es la cima del arte. La indisolubilidad de la forma y del fondo” (Valéry 2007: 102).

A la cima del ser a que alude Paul Valéry, y la cual prescinde de la cosa hecha, se volverá más adelante. Por ahora, se interpreta este (dejar de) hacerlo de José García como una más de las prioridades contradictorias de su confesión: no está escribiendo la gran novela que tiene que escribir, y para ello escribe, en el primero de los cuadernos, el borrador en el que abundan, precisamente, las disculpas y las excusas. Otro rasgo crucial del dejar de hacerlo de José García es que entraña una querella -con el subterráneo, con la escritura, consigo mismo- que no podrá evitarse, en tanto el no hacerlo “es una victoria demasiado grande, sin lucha, sin heridas” (Vicens 2011: 27).

José García es, como se lee, un penitente que asume la ruta del autocastigo, que se confiesa para herirse luchando, para desgarrarse hasta quedar por entero al descubierto: “¡Ahí está otra vez! Es lo que pasa siempre. Después de escrita una cosa, o hasta cuando la estoy escribiendo, se empieza a transformar y me va dejando desnudo” (27). Después y durante la escritura, la inercia por exponerse es incontenible. En tanto narrador que se confiesa, José García “no ha descubierto todavía su interioridad, sino únicamente su existencia desnuda en el dolor, en la angustia y en la injusticia” (Zambrano 1995: 33). Para descubrir dicha interioridad José García había defendido su arbitrio de dejar de escribir para batirse, para ser condecorado con heridas; sin embargo, apenas unas pocas líneas después revira, reticente a la propia confidencia que ha desatado y que lo exhibe: “¿Para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano?” (Vicens 2011: 28). Esta inquietud implica un sugerente contrasentido: si José García no se decanta, entonces, por emprender la batalla, ¿para qué dejar de hacerlo si, no haciéndolo, es decir no escribiendo, es como José García vencería, saliendo de la larva de la culpa y de la escritura, completándose, escalando quizá hacia la cima del ser valeryana, que se ubica y no en las latitudes del arte? La premisa con la que El libro vacío evade esta resolución lógica del abstencionismo de José García, pleno de contradictorias y aleatorias reticencias, es que no se puede, terminantemente, no escribir. A propósito de tal condicionamiento, Maurice Blanchot, antes que referir un ascenso vertical a la plenitud, describe un tránsito, un recorrido similares a los que Josefina Vicens pone delante de su atribulado protagonista, y considera que la no escritura es ante todo una meta difícil, un largo trayecto que abunda en sinuosidades: “No escribir; cuán largo es el camino antes de lograrlo, y nunca es cosa segura, no es una recompensa ni un castigo, hay que escribir solamente en la incertidumbre y la necesidad. No escribir, efecto de escritura; como si fuera un signo de la pasividad, un recurso de la desdicha” (Blanchot 1990: 17). De acuerdo a Maurice Blanchot, José García emprende el tránsito, el recorrido de una lucha que sabe perdida de antemano porque, fatídicamente, hay que escribir solamente en la incertidumbre y la necesidad. José García, por lo demás, no puede no escribir, dado que no escribir no será más que otro de los efectos de la escritura, con lo que -otra paradoja- José García estaría de todos modos escribiendo, siendo su prosa no incluida en el segundo de los cuadernos un medio pasivo a disposición del dolor que le ocasiona el imperativo verbal que lo desvive. Por ello también es que tal vez el transitivo dejar de hacerlo conviene más a sus solicitudes inciertas de recompensa o de castigo, pues es en esa conjugación en que incardinan más satisfactoriamente sus notas de arrepentimiento, en esa suerte de impasse confesional, estático y no, en el que se desplaza a tumbos su imaginario. José García aspira a desleír de sí el signo de la pasividad que también acuña Maurice Blanchot: “Desfallecer sin falla” (17), pues prefiere lo contrario, prefiere desfallecer fallando, bajo esta exasperante condición: sólo dejará de escribir escribiendo.

“Empezaré confesando que ya he escrito algo. Algo igual a esto, explicando lo mismo. Perdonen. Tengo dos cuadernos” (Vicens 2011: 28). Empezaré confesando. Perdonen. Las normas sintácticas de la captatio benevolentiae se van recrudeciendo. José García coloca sus dos cuadernos, sus pruebas incriminatorias, a la vista de todos y de nadie, acatando la orden del subterráneo e intentando superar el anquilosamiento de dos décadas para resarcirse. Son éstas, entre otras, sus intenciones al sobreexponerse. Afirma María Zambrano: “El entrar en la luz, el mostrarse abiertamente de la confesión, es lo que verifica la conversión, lo que hace que nos sintamos desprendidos de aquel que éramos, del traje usado y gastado. Cuando tal se hace, es decir, cuando propiamente se emprende el relato de nuestro ayer que constituye la confesión, en realidad ya la confesión ha logrado su fin” (Zambrano 1995: 45).

Así como no es la cosa hecha lo principal, sino el hacerla (Paul Valéry), tampoco lo es el perdón (José García), ni la recompensa ni el castigo (Maurice Blanchot). Lo relevante, en este caso, de la confesión, es el relato mismo que la despliega. El José García de los dos cuadernos ya se ha desprendido del José García de los veinte años de silencio, puesto que ha declarado la culpa de haber saldado la compra que lo avergüenza. Lo que resulte de tal adquisición es, asimismo, inocuo, pues la confesión y la escritura-no escritura ya están justificando los ilusionismos literarios que son los que a fin de cuentas validan el derecho de José García, quien pagó por los dos cuadernos y se disculpa por ello, puesto que dichos cuadernos suponen que llevará a cabo un acto para el que no se siente apto. Maurice Blanchot lo exonera: “Escribir, obviamente, no tiene importancia, escribir no importa. A partir de eso se decide la relación con la escritura” (Blanchot 1990: 19).

La significativa obtención de los dos cuadernos no es para José García una condicionante delimitada o un estímulo para que escriba, sino el premeditado e insustancial abismo -el infierno blanco- del que no querrá salir: “Así no podré terminar nunca” (Vicens 2011: 29). El libro vacío presenta entonces dos objetos idénticos y simbólicamente disímiles como el instrumental de flagelación del que dispone José García para infligirse la confidencia: en el primero de ellos, “especie de pozo tolerante” (29), redactará sus exhortaciones de perdón, e irá acumulando “lo que después, si considero que puede interesar, pasaré al número dos, ya cernido y definitivo” (29); dicho cuaderno “número dos” augura a su vez una dudosa absolución: en él no habrá nada escrito de qué arrepentirse, ningún remordimiento explícito. Mientras tanto, el primero redundará en la lucha perdida de antemano, en el continuo desfallecer fallando que hará cada vez más lejana e indeseable la frivolidad de acabar un texto que, de finiquitarlo, sería de todos modos “uno más entre los millones que nadie comenta y nadie recuerda” (30).

El libro vacío como novela fantasma confesional

En La preparación de la novela, Roland Barthes define: “What I call a Novel is therefore -for the moment- a fantasmatic object that doesn’t want to be absorbed by a metalanguage (scientific, historical, sociological)” (Barthes 2011: 11).3 José García, como parte de los pretextos que esgrime para demostrar que no pudo ni podrá escribir (mientras lo hace), aducirá precisamente la inevitable absorción de metalenguajes puntualizada por Roland Barthes: “Mi propósito, al principio, era escribir una novela. Crear personajes, ponerles nombre y edad, antepasados, profesión, aficiones […] Yo me daba cuenta que era indispensable crear un ambiente adecuado y amueblarlo correctamente […] Pero yo no sé nada de estilos, de épocas […] Y ponerme a consultar libros especialistas para copiar fechas, dinastías, regiones industriales y otros datos, me parecía artificioso y deshonesto” (Vicens 2011: 46).

La novela, en tanto Roland Barthes la concibe como el objeto fantasma que no quiere ser escrito, se prolonga en la obra de Josefina Vicens a lo largo de todos y cada uno de sus veintinueve “episodios”. José García recela de que a su prosa la absorban los metalenguajes de los que debía echar mano para dar verosimilitud a sus historias germinales. La consulta de fuentes históricas le parece un recurso artificioso y deshonesto, en tanto la reproducción de lo que lo rodea de manera más directa deviene una salida fácil que no por exacta deja de involucrarlo en una ilegalidad, consecuencias todas ellas temáticas, formales, de irremediable necesidad que sin embargo son altamente contraproducentes para quien intenta dejar de sentirse culpable por escribir en dos cuadernos intermediados por un anhelo moral de concreción narrativa.

El libro vacío como ideal de belleza confesional

El compulsivo grafómano de Josefina Vicens sustenta su método de autocrítica en una deliberación epistemológica que condice con las nociones belleza libre y belleza dependiente -o adherente- que Immanuel Kant teoriza en uno de los apartados de Crítica del juicio, titulado “A judgement of taste by which an object is described as beautiful under the condition of a determinate concept is not pure”.4

A propósito del apartado que se cita, el libro ya cernido y definitivo que desvela a José García, y que el segundo de sus cuadernos contendría, no podría ser considerado bello puesto que los rasgos determinados con los que lo adjetiva ―cernido, definitivo― mermarían de facto su pureza, misma que José García intenta salvar no dejando que su escritura sea absorbida ni por las referencias presentes, auténticas, ni por las remotas, enciclopédicas.

José García juzga su escritura venidera y se juzga a sí mismo en un engarce de oraciones que componen una suerte de credo impreciso que no lo redime. Lo que quizá sirva, según su criterio, es y será anotado en el primero de los cuadernos, en tanto en el segundo, tras una criba meticulosa, se leerán en un futuro pasajes magníficos. Estas disposiciones de autocrítica rudimentaria dan la impresión de no estar bien fundamentadas, de ser inconstantes a lo largo de El libro vacío, pues José García no las estipula con firmeza ni mucho menos las contrasta con preceptiva alguna, pese a que dentro suyo se esfuerce por alguna vez cumplimentarlas, con inflexible rigor, en los respectivos cuadernos. Y aunque dé trazas de titubear y desdecirse mientras escribe o lo intenta, ambos cuadernos se ciñen a los dos principios de belleza kantianos mencionados anteriormente. Transcribo su definición:

There are two kinds of beauty: free beauty (pulchitrudo vaga), or beauty which is merely dependent (pulchitrudo adhaerens). The first presupposes no concept of what the object should be; the second does presuppose such a concept and, with it, an answering perfection of the object. Those of the first kind are said to be (self-subsisting) beauties of this thing or that thing; the other kind of beauty, being attached to concept (conditioned beauty), is ascribed to objects which come under the concept of a particular end (Kant 2007: 60).5

Así, al primero de los cuadernos lo rige un principio de belleza libre, puesto que, depositario de notas espontáneas, no obedece a ningún mandato de deber ser ―como sí el segundo y por lo tanto irradia una belleza autosuficiente. Al segundo de los cuadernos, por el contrario, lo rige un principio de belleza dependiente, dado que sí amerita cumplir, para ser escrito, con un mandato de lo que debe ser, teniendo además un fin determinado: contener la novela de José García, una novela que, como a su vez especifica la cita, responda al mandato antedicho de deber ser, y el cual no es otro, en la ficción de Josefina Vicens, que el de (deber) ser perfecta.

La obra hipotética, “contenida” en el segundo de los cuadernos en tanto objeto bello y perfecto, se malogra en el ápice de una realización literaria imposible puesto que los razonamientos que la predeterminan apelan a una pureza, cuando menos, enigmática. Complementa Immanuel Kant: “In respect of an object with a determinate internal end, a judgement of taste would only be pure where the person judging either has no concept of his end, or else makes abstraction from it in his judgement” (60).6 José García juzga estéticamente su obra no habida desde las premisas de una pureza fincada en vagas abstracciones, sin que sea tampoco clara la finalidad por la que se ha propuesto dejar de escribir aquello que debiera atesorar el segundo de los cuadernos: para qué voy a emprender una batalla que quiero ganar, si de antemano sé que no emprendiéndola es como la gano. Este no emprenderla es un instintivo escrúpulo de preservación de la pureza de su juicio sobre lo que, a todas luces menor, escribiría, y es también una dilatación del objeto fantasma del que habla Roland Barthes, permitiéndole que mientras tanto vaya alterando la menos comprometedora autosuficiencia con la que lo obsequia, al retocarlo, el primero de los cuadernos.

¿Qué es lo que ve, lo que se promete a sí mismo José García al comprar un segundo cuaderno? Indudablemente, lo que ve y se promete es lo que dicho cuaderno habrá de concretizar a escala literaria, lo que Immanuel Kant denomina “the ideal of beauty”,7 a saber, “the highest model, the archetype of taste”,8 el cual, por cierto, es una “mere idea, which each person must produce on his own consciousness, and according to which he must form his judgement of everything that is an object of taste itself” (63).9

El segundo de los cuadernos de José García contendría el arquetipo, el más acabado modelo ―el concepto del deber ser de perfección, correspondido de una novela. Pero Josefina Vicens no nos deja distinguir cuál es ese modelo de belleza que ambiciona plasmar el oficinista, habida cuenta de que, de entrada, ni lo próximo vivencial, ni lo libresco lejano (metalingüístico) lo han satisfecho como acicates referenciales que concuerden con sus prototipos equívocos (puros) de una narrativa perfecta. El ideal kantiano de lo que debe ser el segundo de los cuadernos no ha sido aún producido por la conciencia de José García y éste, por ende, carece de una convicción que lo haga separar la cizaña de la mies en los abrojos verbales del primero de los cuadernos para delinear en el segundo, y sólo entonces, la primera frase de su libro cumbre.

Advierte Immanuel Kant: “While not having this ideal in our possession, we still strive to produce it within us” (63).10 He aquí otra de las instancias del proceso de (no) escritura de José García: el esfuerzo, la lucha, el dejar de hacerlo son estrategias para producir dentro de sí mismo el ideal de belleza que lo guíe, ya sin incertidumbre ni necesidad, hacia el íncipit del segundo de los cuadernos, que por ahora depende y se adhiere, existiendo apenas conjeturalmente, a dicho ideal de belleza en ciernes abultando, quizá, el cuaderno uno. Para efectos de tal producción, en dicho cuaderno uno reescribe o planifica reescribir, auxiliado de una conciencia de escritor, a su vez endeble, de la que lo provee su autora.

José García, pues, lucha ―resignándose de antemano a su derrota― por generar un ideal de belleza, flanqueado por los dos cuadernos que confesó haber adquirido como quien confiesa una transacción ilícita. Y en tanto el ideal de belleza se reformula, las codas del penitente sin tribunal vuelven a impregnar el exordio: “¡Ah, quisiera que alguien me contestara! ¿Por qué entonces esta obsesión? ¿Por qué este dolor desajustado? ¿Por qué un libro no puede tener la misma alta medida que la necesidad de escribirlo?” (Vicens 2011: 31). Un libro no puede tener esa llamada alta medida ―responderíamos, una vez más consultando a Immanuel Kant― puesto que el modelo y el arquetipo, también altos, del ideal de belleza al que aspira José García no han sido aún producidos, y este encarecimiento origina ―no habiendo una escritura cernida, definitiva― que José García no atine a saber el porqué de sus obsesiones, subyugado como está bajo esa altura subjetiva que también contemplara Paul Valéry desde las cimas no menos acuciantes de lo inconcluso.

La ligadura ineluctable entre culpa, confesión y belleza, mediadas por la escritura y que se insinúa en la obra de Josefina Vicens, puede por lo tanto establecerse a partir de otra reflexión kantiana que se incluye en el apartado “Beauty as the Symbol of Morality”:11 “Now, I say, the beautiful is the symbol of the morally good, and only in this light (a point of view natural to everyone, and one which everyone demands from others as a duty) does it give us pleasure with an attendant claim to the agreement of everyone else, whereupon the mind becomes conscious of a certain ennoblement and elevation above mere sensibility to pleasure from impressions of the senses” (Kant 2007: 180).12

Lo bello es lo moralmente bueno. Y eso bello tendría que articularse en el segundo de los cuadernos para que éste representara la exoneración largamente añorada por José García, quien pasaría de una culpa incompleta a la ejecución cabal de un proyecto que lo enorgullecería y que tanto él mismo como su tribunal quimérico podrían ya reconocer, en suma, como bello, y el cual incluso su esposa e hijos celebrarían triunfalmente, perdonándole los desplantes de ira, la taciturnidad y las reprimendas ocasionadas por el trance de su vocación literaria. Lo anterior comportaría la consumación óptima del recorrido doloroso gracias a la que se adjudicaría un veredicto de inculpabilidad pese a haber incurrido en los errores, los robos, las ilegalidades y deshonestidades que se atribuyera. Pero por ahora y para siempre, el primero de los cuadernos, y justamente por evidenciar tales ignominias, no es moralmente bueno, a saber, no es bello, sino todo lo contrario, y a su fealdad constantemente se referirá José García, lamentándola. La bondad moral a la que propende, confesándose, anida y resplandece con efímeras irradiaciones desde la belleza ulterior, premonitoria, del segundo de los cuadernos; desde los párrafos de los que carece pero que José García pre-lee inscritos en él. La belleza ―narrativa― que moral y unánimemente sería juzgada como buena, es la que José García se demanda a sí mismo desencadenar, exigiendo en otros que lo comprendan, y aun admiren, mientras la conquista, y reprobando por añadidura la aparente incomprensión y la perplejidad de los miembros de su familia, irritándose “cuando no me tratan con la tolerancia que los demás destinan para aquellos de quienes esperan algo importante y distinto” (Vicens 2011: 55).

El libro vacío como imposibilidad confesional

La vida de José García, a un tiempo plena y larvaria a través de la escritura con la que se incrimina, se va agotando al borde de una frase inminente que no arriba, y que será una y otra vez sustituida por la confesión de no haberla podido pergeñar, siéndole impronunciable más allá incluso de sus parálisis gramaticales: “siento como una espiral que rápidamente gira tratando de encontrar algo, ese algo que exprese algo” (99).

Nada de lo que anote José García trascenderá el cuarto pequeño, la noche solitaria en los que se interna para desvanecer su existencia entre los sueños de libros distintos y trascendentes que nunca podrá urdir, y que lo inscriben, como personaje que relata sus yerros, en la tradición del romanticismo, en el cual para María Zambrano “la secreta vida del corazón se ofrece para ser bebida, consumida por una avidez cada vez mayor” (Zambrano 1995: 88). Para la filósofa española el romanticismo es, por cierto, una “forma de confesión” que mientras “no sea substituida por otra”, perpetuará en la literatura la tendencia a “la búsqueda, cada vez más exasperada, de un paraíso artificial” (88), antítesis éste del infierno blanco vicenciano en el que José García se halla confinado, interponiendo entre su muerte y él mismo ―otro camino escritural― sus cuadernos.

La confesión en El libro vacío ha precedido, para decirlo con María Zambrano, “los momentos de crisis, en que el hombre, el hombre concreto, aparece al descubierto en su fracaso” (1995: 39). José García es el hombre concreto cuyo fracaso consiste en desnudarse ante una escritura que no trasciende su soledad y que sin embargo lo provee de un espejismo acaso confortable: “Yo escribo y yo me leo, únicamente yo, pero al hacerlo me siento desdoblado, acompañado” (Vicens 2011: 190). El reflejo de sí mismo, escritural, por el que se ha salido José García para reencontrar, a su manera, sus cualidades unitarias, es más bien vago; María Zambrano lo explicaría en estos términos: “No es un punto de identidad, sino un centro que confiere la unidad de otra manera” (Zambrano 1995: 63).

Hacia el final de la novela, y pese a la continua inadaptación a su entorno doméstico y a su vocación subrepticia, José García se resigna insospechadamente a ambos: “Mi vida se desliza tranquila. Yo la agito a veces, ¿artificialmente?, con esta lucha entre el escribir y el no escribir […] y no sé si para consolarme, siento que el mediocre puede ser también un triunfador, si por triunfo entendemos […] la paz íntima” (Vicens 2011: 210). Esta reconciliación existencial corresponde a las sospechas de Maurice Blanchot respecto del acto de crear con el que José García ha secundado sus culpas:

Escribir puede tener al menos este sentido: gasta los errores. Hablar los propaga, los disemina haciendo creer en una verdad. […] Escribir: negarse a escribir ―escribir por rechazo, de modo que basta que se le pidan algunas palabras para que se pronuncie una especie de exclusión, como si le obligaran a sobrevivir, prestarse a la vida para seguir muriendo (Blanchot 1990: 16).

Al prestarse a la vida para seguir muriendo, de un cuaderno al otro, José García admite “lo que se llama, sin atenuantes, ser un mediocre […] Y bien, lo acepto” (Vicens 2011: 209). Consumado este reconocimiento de sí en la desnudez a la que lo redujo su relato confesional, no es empero conclusiva la asumida e inevitable racha de bancarrotas, las pretéritas y por venir, ya que José García seguirá retocando su evanescente manuscrito “con ánimo heroico” (211), a saber, continuará dejando de hacerlo.

Sin atenuantes, José García se juzga inevitablemente mediocre, agitando a veces con sus planas su paz íntima, victoriosa. Ha encontrado dentro de sí mismo no al escritor que lo definiera idealmente como excepcional, de terminar el segundo de los cuadernos, sino al escritor anónimo, escindido, al que su propio fracaso insufla ímpetus de creación, sumándolo a una colectividad de narradores sin rostro entre la que puede, también, reconocerse. Así nos lo ha hecho saber con su confesión, la cual

parece ser así un método para encontrar ese quien, sujeto a quien le pasan las cosas, y en tanto que sujeto, alguien que queda por encima, libre de lo que le pase. Nada de lo que le suceda puede anularle, aniquilarle, pues este género de realidad, una vez conseguida, parece invulnerable. Y el logro de este punto de invulnerabilidad tiene que ver no sólo con esa unidad pura, con el centro interior, sino también con este misterioso mundo que es preciso unificar, adentrándose en él, venciéndolo a fuerza de intimidad, sirviéndole en una esclavitud que va a dar la libertad (Zambrano 1995: 107).

La esclavitud de corregir un cuaderno que José García se ha impuesto como penitencia por sus faltas, es con la que servirá al misterioso mundo, dándole libertad.

Recorriendo los derroteros de la escritura, en un retorno sin resuello desde sus profundidades, herido, solo y subdividido, José García ha integrado su condición humana, mas no su condición de novelista, dado que no supera el estado larvario, el no ser aún que permeara su tono confesional. Hacia el “desenlace” abierto de El libro vacío, el recuento de incorrecciones y vagos condicionamientos no hace sino recomenzar:

Quiero seguir escribiendo. Mejor dicho, empezar a escribir, porque esta noche el tiempo se me ha ido en fantasías, en divagaciones, en recuerdos. No es así, lo sé perfectamente. Si encontrara una primera frase, fuerte, precisa, impresionante, tal vez la segunda me sería más fácil y la tercera vendría por sí misma. El verdadero problema está en el arranque, en el punto de partida. Esa luz, ¡qué fastidio! En fin, voy a acostarme y a seguir pensando. Tengo que encontrar esa primera frase. Tengo que encontrarla (Vicens 2011: 219).

José García recomienza y es apresado una vez más en un vértice de mutismo que, desnudándolo, lo ilumina con un fulgor que tanto le devela como le oculta el misterio de la creación y los subterfugios con los cuales desencadenarla. En palabras de Maurice Blanchot: “Estalla la luz ―estallido, aquello que, en medio del resplandor, se grita y no da luz (la dispersión que resuena o vibra hasta el encandilamiento). Estallido, el retumbo quebrante de un lenguaje sin resonancia” (Blanchot 1990: 40). Fuera de la penumbra en la que declaraba la infamia de estar dejando de hacerlo, José García renace, desconcertante y fortalecido, en la probabilidad todavía inexplorada de una página promisoria que lo aliviará, el día de mañana, de todo sufrimiento. Se ha prometido y se ha extinto como novelista, volcándose a un principio en el que ni siquiera su aspiración más remota se ha vertido aún en el papel. Ha emergido de las opacidades del sacrificio al albor vital que lo va a comprometer con igual fatalismo y que irradiará sobre las imprevistas cuartillas de su obra imaginaria, por la que apela se lo indulte y la cual, implacable y cíclicamente, seguirá condenándolo.

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1En su artículo “Josefina Vicens. Una existencialista olvidada”, Lozano Ortega admite que la escritura es un eje temático omnipresente en el cuaderno uno de José García, a través del cual se agudizan y en el que se registran los estigmas de infecundidad, miedo, soledad y orfandad espiritual a los que sucumbe, acordes a la sensibilidad existencialista, pero sin que a dicho cuaderno uno la investigadora lo inventaríe más que como una suerte de aditamento transmisor de tales estadios de decadencia inherentes al hombre moderno. Lozano Ortega percibe en José García una “pasión de conocerse”, de retraerse “dentro del horizonte de su propia existencia” (1990: 144), sin que implique directamente, en dichas introspecciones, el anhelo improcedente de narrar. Lozano Ortega examina los derroteros del José García contador, burócrata y padre abnegado, no los del José García idealista, ni mucho menos los del José García escritor, atribuciones éstas que no abarcan la complejidad de un individuo víctima de una crisis más honda, la de no superar la impersonalidad, la mediocridad, la nivelación con la masa que lo apremian y le infligen sentimientos de culpa, apartándolo del “serahí” heideggeriano.

2La tesis de Lojero Vega “‘Era yo mismo, pero al mismo tiempo otro’. Una aproximación ricoeuriana a El libro vacío de Josefina Vicens” (2006), de la que se publicara una versión homónima en formato de artículo en 2007, incluye el capítulo “3. El hombre como ser en conflicto. José García ante su finitud”, cuyos apartados “3.2 Culpa y culpabilidad. La angustia que asfixia a José García”, y “3.3 José García y su culpabilidad”, estrechamente se vinculan, aunque sólo por denominación, con la perspectiva de la que aquí se partirá. Para Lojero Vega, la culpa de José García es motivada por una incoincidencia que atañe más a su aspecto físico que a la disimilitud entre su estatus indeseable de contador y el que anhela personificar, utópico, de narrador exitoso. Dicha incoincidencia deriva en una simulación de carácter histriónico, en una autorepresentación alienada merced a la escritura, convertida en una “función” actoral que José García monta dentro de un “camerino” (Lojero Vega 2006: 83), a saber, dentro del cuarto en el que se recluye para fingirse un “artista capaz de escribir su libro, su obra, su propia vida” (83), una vida que le inspira remordimientos conyugales aunque se rija también por la contradictoria “imposibilidad de alcanzar su deseo” (80) de reencontrarse con su amante de otra época, Lupe Robles, quien al recordarla exacerba justamente la pesadumbre de ser culpable. Respecto del artículo como tal, es éste una muy atenta revisión de la novela de Josefina Vicens que parte de las tres fases aristotélicas, formuladas al tamiz del pensamiento de Paul Ricouer, que la componen: la mimesis I o preconfiguración, la mimesis II o configuración, y la mimesis III o reconfiguración (Lojero Vega 2007: 48). Los tránsitos de mímesis por los que atraviesa José García, ejemplifica Lojero Vega, se caracterizan por las nociones de identidad y culpabilidad que lo atormentan, y que son dilucidadas por Lojero Vega desde las disecciones de Paul Ricoeur: idem (lo que permanece en el tiempo) e ipse (el aspecto cambiante), materializadas “mediante la función narrativa” (49). De la culpabilidad se sostiene que desata una confesión, siguiendo a Paul Ricouer, en la que late una “posibilidad de expiación de la falta” (51). No una expiación per se (efectuada por ejemplo en la escritura, me permito subrayar) sino sólo su posibilidad. ¿De qué es culpable José García, según la lectura de Lojero Vega?: “de muchas cosas, del engaño, de la indiferencia, de su ‘desamor’” (52), faltas a las que no se agrega taxativamente la otra, más acentuada, que lo determina como personaje y fustiga su discurso, y en la cual se centrará mi glosa: la de estar o no escribiendo.

3“Lo que yo llamo una Novela es por lo tanto —por ahora— un objeto fantasma que se niega a ser absorbido por un metalenguaje (científico, histórico, sociológico)” (ésta y las siguientes traducciones son mías).

4“Un juicio de gusto mediante el cual un objeto es descrito como bello bajo la condición de un concepto determinado no es puro”.

5“Hay dos tipos de belleza: la belleza libre (pulchitrudo vaga), o la belleza que es meramente dependiente (pulchitrudo adhaerens). La primera no presupone un concepto sobre lo que el objeto debería ser; la segunda sí presupone dicho concepto y, dentro de éste, una perfección que corresponde al objeto. De la belleza del primer tipo se dice que es lo bello (autosuficiente) de ésta u otra cosa; el otro tipo de belleza (condicionada), al estar apegada al concepto, se adscribe a objetos que caben dentro del concepto de un fin en particular”.

6“Respecto de un objeto con un fin interno determinado, un juicio de gusto sería puro sólo cuando la persona que juzga o no tiene un concepto de su finalidad, o lo torna abstracto dentro de su juicio”.

7“La belleza ideal”.

8“El modelo más alto, el arquetipo del gusto”.

9“Es una mera idea, que cada persona debe producir con su propia consciencia, y de acuerdo a la cual debe formar su juicio de todo aquello que sea por sí mismo objeto de gusto”.

10“Aun cuando no poseemos este ideal, nos esforzamos por producirlo dentro de nosotros”.

11“Belleza como símbolo de lo moral”.

12“Yo digo, ahora, que lo bello es el símbolo de lo moralmente bueno, y sólo bajo esta perspectiva (un punto de vista inherente a cualquiera, y uno que cualquiera demanda de los otros como un deber) nos otorga un placer con la exigencia concomitante del acuerdo de los demás, a raíz de lo cual la mente adquiere consciencia de un cierto ennoblecimiento y de una elevación por encima de la mera sensibilidad al placer que proviene de las impresiones de los sentidos”.

Recibido: 30 de Diciembre de 2019; Aprobado: 08 de Mayo de 2020

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Maestro en Literatura Mexicana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Doctor en Literatura y Lenguas Romance por la University of Cincinnati. Profesor Asistente de Español, Cultura y Literatura de Latinoamérica en University of Toledo. Línea de investigación: representación de procesos de escritura dentro de la novela en lengua española de la segunda mitad del siglo XX. Libros: El hallazgo del escriba (Alción Editora, 2020). Artículos: “De Buenos Aires a Santa María. La (no) escritura de Juan María Brausen como artificio de construcción y escapatoria” (Revista Estudios, 2020); “Tañe Carpentier la voz y la sombra del Almirante” (FILHA, 2018); “La Revolución Mexicana me hace reír a carcajadas. Preeminencia del humor en Los de abajo de Mariano Azuela” (Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, 2015); “No hay tal silencio. Francisco Tario ante la crítica” (Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, 2011).

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