Introducción
Durante varias décadas, la palabra memoria se ha establecido firmemente en el canon expresivo de la literatura antropológica y arqueológica a nivel mundial. Entre 1970 y 1989, autores y escuelas en diferentes partes del mundo retomaron la obra de autores como Maurice Halbwachs (2004 [1925], 1941, 2011 [1950]) y Henri Bergson (2006 [1896]) e iniciaron el estudio de los diversos pasados en las sociedades humanas. Fueron particularmente frecuentes las discusiones sobre la relación entre memoria e historia -un debate que sólo se ha podido resolver utilizando definiciones rígidas para ambos términos- y la hegemonía discursiva en contextos sociopolíticos posguerra. No obstante, las disciplinas de las ciencias sociales y las humanidades no tardaron en adaptar la noción de memoria para sus propios fines, lo que resultó en la creación súbita de conceptos y modelos teóricos que, en lugar de crear una teoría unificada de la memoria, aumentaron la incompatibilidad terminológica, a tal grado que no es posible comparar diferentes textos sobre la memoria sin haber analizado de manera meticulosa cómo define y utiliza cada autor -muchas veces de manera implícita- expresiones como ‘memoria’, ‘memoria social’ o ‘memoria cultural’, entre otros. En algunos casos, ‘memoria’ simplemente se ha empleado como sinónimo de otros fenómenos sociales y, por ende, no aporta nada a los debates contemporáneos; mientras que en otros casos, la falta de precisión terminológica provoca la dilución definitoria de la memoria, la cual se vuelve algo tan general, omnipresente e inalcanzable que su estudio resulta en banalidades o tratamientos arbitrarios. Este desarrollo también ha dado fuerza a las voces que, desde el inicio de los debates, habían negado la posibilidad de que exista algo como una memoria de un grupo, más allá del aparato sensorial y cognitivo del individuo humano (Olick 1999; Bloch 2012: 186-217). Actualmente, se cuestiona si la noción de memoria aún aporta algo al estudio de las sociedades presentes y pasadas, o si deberíamos dejarla de lado para enfocarnos en conceptos y modelos más nítidos y consensuados (Alcock 2017: 31).
Mi respuesta es que aún no agotamos el potencial de utilizar el término ‘memoria’ de manera significativa e innovadora en la antropología y la arqueología, pero es necesario precisar y unificar los conceptos y modelos subyacentes. Además, es necesario repensar para qué sirve un análisis de la memoria, es decir, si podemos utilizar el concepto, no sólo como objeto de estudio, sino como herramienta para acercarnos a otros ámbitos de la existencia humana.
Este artículo retoma algunos postulados teóricos del debate transdisciplinario que considero útiles para el estudio de la memoria en la antropología y plantea una serie de pautas y conceptos metodológicos generales que facilitan el análisis de la memoria en términos de sus propiedades discursivas; todo con el fin de utilizarla como umbral para crear nuevas perspectivas hacia el contexto sociopolítico. Se ilustra cómo la memoria y sus componentes básicos -los recuerdos- pueden fungir como objetos de estudio que, a su vez, permiten un acercamiento a las relaciones de poder y los procesos identitarios en contextos etnográficos y arqueológicos particulares. El objetivo de este texto no es resumir los debates teóricos y los diversos conceptos que se han desarrollado en las décadas recientes (para resúmenes Erll 2008; Linke 2015; Mixter y Henry 2017; Van Dyke 2019; Saban 2020), sino proponer una vía concreta (entre muchas posibles) que permita estudiar las sociedades humanas a partir de lo que ellas mismas comunican y comunicaban respecto a su pasado.
La memoria en las mentes
Existe un consenso general en que la memoria abarca recuerdos, es decir recreaciones concretas de aspectos específicos del pasado (Ricœur 2004 [2000]: 40-44). Así, la memoria se define como un sistema dinámico, selectivo y asociativo que, a través de sus operaciones básicas -recordar y olvidar-, continuamente (re)produce el pasado. Esta definición se ha dado de una u otra forma en muchas ocasiones, pero deja sin resolver algunas dudas, más urgentemente la de la localización de la memoria. De hecho, el principal debate sobre la utilidad del concepto de memoria en las ciencias sociales y las humanidades se basa en la pregunta de si este sistema es fundamentalmente cognitivo, operando en el organismo humano individual, o si se reproduce colectivamente de manera más compleja, en, entre y más allá de nuestras mentes individuales (Olick 1999; Bloch 2012).
Las neurociencias correlacionan los recuerdos con los engramas -patrones de activación de neuronas como representación del recuerdo en el cerebro-, pero al mismo tiempo reconocen que éstos se generan en estricta codependencia con el entorno del individuo (Welzer 2002; Markowitsch 2008; Josselyn et al. 2015). Esta postura coincide con el postulado clásico de Halbwachs (2004 [1925]) que considera que los recuerdos son producto del actuar de la sociedad a través del individuo y que la memoria opera ante los marcos definidos por la sociedad, así que un recuerdo netamente individual, creado de manera independiente por el sujeto, empíricamente no existe. En consecuencia, cualquier memoria es tanto cognitiva como social, pues no son categorías opuestas sino interdependientes, y es tanto individual como colectiva, en el sentido de que las relaciones con otras personas y el contexto cultural influyen hasta en los recuerdos más privados. La dicotomía entre lo individual y lo colectivo se disuelve aún más considerando que el ser humano no solo depende de engramas para recrear el pasado sino también de ‘exogramas’ (Donald 2002: 309), ‘memorias prostéticas’ (Landsberg 2004) o ‘memorias inscritas’ (Connerton 1989: 73-79), es decir, medios o instrumentos para recordar. Esto ofrece una base teórica para hablar de una dimensión material de la memoria, no solo en la arqueología (Van Dyke 2019), sino también en las ciencias sociales y humanidades en general (Erll 2011: 113-143).
A pesar de estos avances interdisciplinarios, sigue persistiendo una profunda incomodidad ante la interdependencia entre cognición y contexto social. Algunos autores resuelven este conflicto declarando que usan el término ‘memoria’ como metáfora teórica (Erll 2011: 9-101; Bloch 2012: 213) cuando hablan de la comunicación a través de medios o construcciones interindividuales del pasado, dando a entender que la memoria verdadera se restringe a la mente humana y reflejando las viejas suposiciones de la individualidad y la libre voluntad. Sin embargo, a causa de la relación estrecha entre lo material y lo cognitivo, en la cual los objetos evocan y transmiten recuerdos creados y percibidos a partir de representaciones mentales, la distinción entre un nivel metafórico y otro literal es contraproducente, especialmente si se intenta establecer un lenguaje preciso que pueda adaptarse a diferentes entornos de estudio. Además, los contenidos y las formas de los recuerdos son aprendidos y recreados a través de la comunicación constante entre los miembros de la sociedad (Welzer 2002, 2008). Por ende, una definición de memoria como sistema exclusivamente mental es demasiado estrecha, pues no considera la interdependencia de las diversas mentes, conectadas a través del lenguaje y de otras formas de comunicación, incluyendo signos y medios físicos.
De estos aspectos definitorios resulta el problema de la creciente incompatibilidad entre el lenguaje cotidiano y el académico -tal como ha sucedido con otros términos claves de la antropología como cultura, identidad o práctica, entre otros. Por un lado, el término ‘memoria’ se ha diversificado mucho en los discursos públicos sobre los pasados subalternos, la justicia social y los desafíos de los Estados posguerra para enfatizar las verdades desde perspectivas diversas y considerar la oralidad como fuente histórica; por otro, el trato psicológico, sociológico y antropológico del concepto ha creado modelos más complejos que se enfocan en su plasticidad y permeabilidad, sus inexactitudes y sus funciones discursivas. Los modelos discutidos en los siguientes párrafos, por ende, no reflejan necesariamente las connotaciones ampliamente compartidas de la palabra ‘memoria’, ni las nociones similares de otras lenguas y contextos culturales, sino conceptos analíticos que pueden facilitar el desarrollo de métodos aplicados a contextos socioculturales diversos y servir para un tratamiento crítico de la memoria desde una perspectiva selectiva, pero transdisciplinaria.
Los sistemas de la memoria
Otro problema definitorio que ha causado debates y problemas en torno al concepto de memoria consiste en que, de hecho, no se trata de un solo fenómeno de la existencia humana sino de varios que tienen propiedades distintas. En las neurociencias, por ejemplo, se han identificado varios sistemas cognitivos, ubicados en distintas regiones cerebrales, que pertenecen a lo comúnmente llamado memoria. Aparte de una distinción básica entre memoria a corto y a largo plazo, dentro de la última se distinguen, a su vez, cinco sistemas hipotéticos particulares que operan en diferentes estados de conciencia y a través de patrones de estímulos distintos (Tulving 1972, 1983, 2005; Markowitsch 2008, 2012: 14-18, 24-28, Markowitsch y Staniloiu 2011):
La memoria procedural (Markowitsch 2012: 15-16) nos permite recordar los procesos relacionados con la motricidad y las acciones que se llevan a cabo sin mayor reflexión, desde el acto de caminar hasta el de tejer o manejar un carro. A grandes rasgos, corresponde al concepto de memoria habitual (Bergson 2006 [1896]: 91-146; Connerton 1989: 22-25; Ricœur 2004 [2000]: 44-46) y ha sido descrita en diversos trabajos antropológicos que se enfocan en la reproducción de las prácticas culturales o tradiciones y, a largo plazo, en la continuidad cultural (Bradley 2002; Berliner 2005). El concepto de memoria incorporada (Connerton 1989: 72-104) refleja esencialmente la memoria procedural, pero con una capa simbólica adicional que la relaciona con la memoria semántica. Al tratar la reproducción de estas prácticas como memoria procedural, se analiza la práctica en su dimensión temporal, desde el aprendizaje hasta la perfección, y desde la experimentación hasta la costumbre y el habitus (Bourdieu 1977 [1972]; Bloch 2012: 191-200). Bajo esta perspectiva, la enseñanza y el aprendizaje son los vínculos claves entre las generaciones (Markowitsch 2008: 278-279) que permiten la continuidad de las prácticas a largo plazo.
El priming es un sistema de memoria que describe el incremento de probabilidad de reconocer estímulos que han sido percibidos anteriormente y es, en gran medida, inconsciente. Por la dificultad de reconocer su funcionamiento en la vida cotidiana, el priming no ha recibido mayor atención en los estudios antropológicos.
La memoria perceptual permite reconocer e identificar estímulos y atribuirles la propiedad de familiaridad. opuesto al priming, la memoria perceptual es consciente. Contrario a la intuición de muchos, estudios experimentales han sugerido que la formas de reconocer son culturalmente transmitidas y compartidas (Roberson et al. 2006). A pesar de esto, la memoria perceptual ha recibido poca atención fuera de la antropología cognitiva (excepciones se encuentran en la antropología y arqueología de los sentidos; Sutton 2001; Hamilakis 2013).
La memoria semántica es la memoria del conocimiento e incluye las presuposiciones y los mecanismos lógicos que el sujeto aprende en sus entornos culturales a lo largo de su vida. Este sistema ha recibido mucha atención en el quehacer antropológico, ya que abarca los modelos culturales y algunos otros modelos cognitivos de índole idiosincrática que adquiere el individuo a través de la socialización y la convivencia (Markowitsch 2008: 278-279; Shore 1996), así que los estudios que se preocupan por las ontologías, las cosmologías, el conocimiento local, la lógica cultural o las taxonomías, entre otros, son estudios de (partes de) la memoria semántica. Desde otras perspectivas disciplinarias, este sistema se ha descrito como memoria cognitiva (Connerton 1989: 22). Al utilizar el concepto de memoria semántica en lugar de conocimiento u ontología, se enfatiza su origen en el pasado, el cual puede estar en la vida propia o generaciones atrás. De la misma manera, se reconoce que el saber -por ser memoria- es selectivo y dinámico, preservando ciertos conocimientos y olvidando otros.
La memoria episódica (o episódica-autobiográfica) permite recordar eventos y situarnos en ellos. Es el sistema de memoria más consciente y reflexivo y se relaciona íntimamente con las emociones y la identidad. Como implica el término, los recuerdos contenidos en la memoria episódica relacionan al individuo con diferentes momentos en su pasado, por lo cual este sistema tiene el menor potencial de colectividad y también ha sido denominado ‘memoria personal’ (Connerton 1989: 22). Por definición, la memoria episódica es subjetiva y permite “viajes mentales en el tiempo” (Tulving 2005: 9). No obstante, se reconoce que muchas de las experiencias recordadas pueden ser muy similares a los recuerdos de otros individuos y que, además, los recuerdos cambian y se asimilan con el tiempo. En casos extremos, los recuerdos episódicos-autobiográficos llegan a inventarse, adaptarse de medios externos, implantarse y oprimirse (Welzer 2002; Oeberst et al. 2021).
El énfasis en estas distinciones básicas entre los distintos sistemas de memoria es necesario para aclarar el enfoque de cualquier estudio antropológico, ya que aclara que el pasado no sólo existe en la experiencia del pasado individual, sino en los hábitos y las habilidades, el conocimiento y el reconocimiento del mundo y la comunicación. Metodológicamente, el análisis de cada uno de estos sistemas de memoria pide un acercamiento distinto, particularmente contrastando los sistemas implícitos o inconscientes (procedural y primining) con los explícitos o conscientes (perceptual, semántica y episódica), es decir, estableciendo estrategias analíticas discretas para el estudio de la memoria procedural y la memoria semántica y episódica.
Al mismo tiempo, hay que considerar que estos sistemas son interdependientes y comparten componentes y procesos cognitivos, lo cual presenta problemas adicionales (Tulving 2002). Para facilitar los estudios de la memoria en el ámbito de los grupos humanos o sociedades enteras, se han propuesto varios modelos tipológicos complementarios de la memoria que se discuten en adelante.
Memoria colectiva, social y cultural
Un término sumamente citado, pero vagamente definido, que se remonta al trabajo seminal de Maurice Halbwachs (2011 [1950]) es el de memoria colectiva, planteada como un conjunto de recuerdos que coinciden en las memorias de varias personas. Es decir, la ‘memoria colectiva’ de Halbwachs no constituye un nivel ontológico superior a la ‘memoria individual’, ni una metáfora, sin los puntos de contacto entre las memorias de los sujetos que interactúan, con un énfasis en la memoria episódica. Este modelo es particularmente útil cuando se analizan los procesos comunicativos que resultan en la creación de un discurso estandarizado o canonizado sobre un evento pasado específico, compartido en un grupo delimitado. Marianne Hirsch (1996) introdujo el término ‘posmemoria’ para describir el fenómeno de la transmisión de recuerdos de una generación de testigos de un evento a la siguiente, es decir la transmisión ‘vertical’ en la cual los recuerdos episódicos de unos se convierten en recuerdos semánticos de otros (Manier y Hirst 2008). De manera similar, se pueden analizar los mecanismos de transmisión ‘horizontal’ dentro de una misma generación (Hirsch 1996; Pickering y Keightley 2012).
Otro concepto importante es el de ‘memoria social’ que también se encuentra en la obra de Halbwachs, aunque sea de uso sumamente ambiguo. De hecho, el argumento principal de este autor es que la memoria es inherentemente social y se construye ante los marcos definidos por la sociedad en la cual se desenvuelve el individuo, lo cual implica que ‘memoria’ y ‘memoria social’ deberían ser sinónimos, siendo el segundo innecesariamente complicado. No obstante, el término ‘memoria social’ se ha consolidado en la literatura gracias a la importante influencia de la obra de Paul Connerton (1989), en la cual se entiende como algo que, de manera más precisa, se podría identificar como ‘memoria procedural-semántica’: recuerdos expresados a través de la práctica corporal, el performance y las ceremonias conmemorativas. Actualmente, la utilidad teórica de la expresión ‘memoria social’ está limitada a causa de la gran cantidad de redefiniciones, muchas veces implícitas, que ha sufrido y del hecho de que persiste en ella una tautología inherente; no obstante, en varios estudios se sigue utilizando la expresión para enfatizar los procesos inter-individuales en la construcción del pasado (Van Dyke 2019: 210).
Un tercer concepto establecido, pero igualmente problemático, es el de ‘memoria histórica’. Halbwachs usó esta noción como sinónimo de historia, la cual se caracteriza como el ideal abstracto de una “memoria universal de género humano” (Halbwachs 2011 [1950]: 133-134). Al mismo tiempo, postula que existe una diferencia entre la historia/memoria histórica y la memoria colectiva, destacándose la primera por enfatizar acontecimientos y cambios, mientras la segunda se preocupa por similitudes y continuidades (Halbwachs 2011 [1950]: 135). El mismo Halbwachs reconoce las contradicciones inherentes en este concepto (Halbwachs 2011 [1950]: 127-128).
Halbwachs y otros autores (Nora 1989; Connerton 1989: 13-21) han sugerido que la memoria se contrapone a la historia. Un argumento clave es que la historia, como pasado universal producto de la investigación, produce una narrativa compleja e inaccesible, mientras que la memoria abarca aquellas representaciones del pasado que son ampliamente difundidas, sostenidas y reproducidas dentro de una comunidad, desde la familia hasta la nación (Nora 1989). Otra vía por la cual se ha establecido una distinción fundamental entre historia y memoria está marcada por el paradigma poscolonial que define la historia como narrativa hegemónica, construida a partir de los intereses de los colonizadores y del Estado-nación, ignorando u oprimiendo las versiones subalternas del pasado, y la memoria como contra-historia o historia no reconocida, enfatizando la oralidad y el devenir de los grupos marginados y oprimidos (LaCapra 2008; Linke 2015). En este marco terminológico, también se encuentra la expresión ‘memoria histórica’ que relativiza la distinción inicial y señala que la memoria no es ahistórica (Jelin 2002: 63-78). Finalmente, la dicotomía memoria-historia a veces marca la diferencia entre la historia oral y la historia basada en fuentes, implicando cierta inferioridad de la historia oral.
No obstante, vale la pena tomar la perspectiva opuesta y considerar la noción de historia como una forma particular de memoria. Muchos historiadores han reconocido que sus recreaciones del pasado dependen, no sólo de una serie de premisas y perspectivas, sino también de una narrativa como estructura base que permite organizar datos y modelos (White 1987; Burke 1989). Al mismo tiempo, el conocimiento histórico -ya sea estrictamente académico o no (Marwick 1970)- forma parte de la memoria semántica, y sus fuentes frecuentemente reflejan los recuerdos episódicos de testigos de su época. Incluso, el quehacer de la historia como disciplina académica cabe dentro de la definición básica de recuerdo y memoria, pues recrea y sistematiza aspectos particulares del pasado. El modo en que lo hace -a través de un análisis crítico, con métodos establecidos y en formatos particulares- refleja las particularidades culturales académicas más que una distinción fundamental de todas las demás formas humanas de recordar. Por ende, en lugar de tratar de diferenciar los términos o crear expresiones, como ‘memoria histórica’, que se prestan a abusos o malentendidos, conviene definir la historia como uno de muchos modos posibles de memoria (A. Assmann 2011 [1999]: 123-128; Megill 1998) y establecer su relación con otros modos de memoria, como la memoria nacional o las memorias comunitarias.
Esto nos lleva, finalmente, al modelo influyente de la ‘memoria cultural’ acuñado por Aleida y Jan Assmann en la década de 1980 (J. Assmann 1995 [1988], 2011 [1992]; A. Assmann 2011 [1999]), con su antecedente en la obra de Iuri Lotman (1996 [1984]: 109-111). La memoria cultural es, a grandes rasgos, aquella parte de la memoria que organiza los recuerdos fundadores, primordiales, míticos y ancestrales de un grupo de personas; una memoria que facilita la construcción de una identidad colectiva, entendida como el sentimiento de pertenencia a un grupo basado en la noción de un pasado común. Esta memoria cultural se opone a la ‘memoria comunicativa’, la cual se preocupa por el pasado reciente, cotidiano y efímero que cambia constantemente, con el paso de la moda y de las generaciones. En términos de los sistemas de memoria, la memoria cultural abarca principalmente recuerdos semánticos y procedurales, mientras que la memoria comunicativa se basa sobre todo en la memoria episódica.
Los Assmann notan que los modos de transmisión y perpetuación de estos dos espectros de memoria son específicos y, en parte, opuestos. La memoria comunicativa, por un lado, tiene un horizonte limitado por las influencias inmediatas de tres o cuatro generaciones, la participación en ella es difusa y se transmite en la comunicación cotidiana, incluyendo los medios de masas y los medios digitales. La memoria cultural, por otro lado, se concentra en puntos fijos del pasado, se transmite de manera relativamente estable a lo largo de varias generaciones y siglos, depende de especialistas que procuran y redefinen sus contenidos, y se transmite de forma institucionalizada, ceremonial o a través de la educación formalizada.
En algunas ocasiones, esta definición concreta de memoria cultural y memoria comunicativa ha sido ampliada o modificada (Erll 2008; Connerton 2009), principalmente porque su división precisa resulta difícil o imposible frente a ciertos juegos de datos empíricos (Welzer 2002: 15). No obstante, la propuesta teórica de los Assmann y su terminología ofrecen ciertas ventajas analíticas con implicaciones metodológicas importantes. Además, la relevancia del modelo de memoria cultural de los Assmann para la antropología es evidente, ya que establece conexiones profundas entre la construcción del pasado y temas clásicos de la disciplina como las identidades grupales, las relaciones del poder, la ritualidad y la estructura social. A grandes rasgos, un estudio más detallado de la memoria cultural en un contexto social y cultural particular puede ser una ventana hacia la cohesión y las rupturas de una comunidad, hacia la lógica de su existencia y la necesidad de su preservación.
Los potenciales alcances antropológicos del análisis de la memoria cultural se pueden ejemplificar tanto en contextos contemporáneos como pasados. Para ello retomo los resultados de dos estudios, uno etnográfico y uno arqueológico, que exponen las maneras en que la memoria llega a reflejar los discursos identitarios, las estructuras del poder y los fundamentos éticos de las comunidades humanas. Ambos casos han sido publicados a detalle en otras ocasiones (Kupprat 2011a, 2011b, 2015b, 2015c, 2019; Kupprat y Vázquez López 2018), así que aquí me restrinjo a la exposición de algunos datos claves que son relevantes para la discusión metodológica subsecuente.
La memoria de la violencia en Río Negro, Guatemala
En 1982, durante la guerra civil, la comunidad de Río Negro en las tierras altas de Guatemala (Figura 1) sufrió una serie de masacres por parte de grupos militares y paramilitares. Posteriormente, tras vivir perseguidos y escondidos en las montañas durante dos años, la mayoría de los sobrevivientes regresó a la cabecera municipal de Rabinal y se asentó en la colonia modelo Pacux. Durante la década de 1990, algunas familias decidieron regresar a Río Negro y repoblar el área. Los sucesos violentos de las décadas de 1970 y 1980, y las masacres como culminación de ellos, ocurrieron en el contexto de la construcción de la represa hidroeléctrica Pueblo Viejo-Quixal y de los planes gubernamentales de reasentar forzosamente a las poblaciones del valle afectado, entre ellas la comunidad de Río Negro; también se vieron afectados por el conflicto armado guatemalteco, durante el cual gran parte de la población rural fue víctima de las operaciones militares llevadas a cabo por el ejército y grupos paramilitares.
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(elaboración propia)
Figura 1 Ubicación de los lugares mencionados. Los asentamientos modernos están marcados con círculos, los prehispánicos con triángulos.
La historia reciente de Río Negro ha sido analizada de forma extensa y crítica en diversas publicaciones (EAFG 1997; CEH 1999: tomo 6, 45-63; Museo Comunitario Rabinal Achi 2003; Johnston et al. 2005; Kupprat 2011a, 2011b, 2015c; Einbinder 2017; Alburez Gutiérrez 2018), por lo que el objetivo principal de mi investigación fue el de determinar cómo se transmiten los recuerdos del pasado violento de la comunidad y si existen esfuerzos para institucionalizar dichos recuerdos como base de la identidad comunitaria. Durante una estancia en 2010 se realizaron entrevistas abiertas y semi-estructuradas en español y achi, lengua materna de todos los habitantes. Estas entrevistas representan un acercamiento experimental a la memoria, pues se estableció una situación explícita y se documentó cómo las y los interlocutores recuerdan en un ambiente en el cual se controlaron variables, como el entorno y audiencia, que influyeron en la creación de recuerdos y su comunicación.
Las narraciones documentadas de esta manera sobre el pasado de Río Negro muestran un alto grado de canonización. Interlocutores de diferentes familias, edades y géneros reprodujeron una narrativa estandarizada que coincidía en su estructura secuencial y en los principales datos y eventos, tanto en español como en achi. Jóvenes y niños que nacieron años y décadas después de los eventos claves siguieron el mismo formato narrativo, aunque menos estricto y consistente, indicando que el ‘testimonio’ como género discursivo es trasmitido por la generación de testigos.
Testimonios similares se encuentran en otros medios, muchos de ellos producidos en colaboración con organizaciones no gubernamentales en Rabinal o algunas otras organizaciones foráneas; entre ellos destacan dos autobiografías en libros publicados (Tecú Osorio 2002; Chen Osorio 2009), documentales audiovisuales y dos museos conmemorativos, uno en Rabinal y el otro construido como proyecto ecoturístico en Río Negro mismo. Estos medios son conocidos en la comunidad, pero se dirigen principalmente a foráneos, por un lado, debido a las barreras impuestas por un alto analfabetismo y la falta de electricidad requerida para reproducir videos digitales, por otro lado, la transmisión oral de los recuerdos de la violencia se percibe como un canal más fiel, directo y personalizado, por lo cual es preferida por los miembros de la comunidad. La transmisión de recuerdos dentro de la comunidad no fue observada fuera de situaciones en las que los mensajes se dirigían a foráneos, pero muchas personas declararon que sí existe una comunicación intergeneracional intencional que tematiza el pasado de la comunidad y la violencia.
Varios símbolos del pasado violento han surgido en el paisaje de Río Negro, principalmente en forma de lugares. El embalse del Río Chixoy evoca diariamente la violencia sufrida durante su construcción como índice de los terrenos fértiles inundados que, antes del conflicto armado, habían asegurado la prosperidad de la comunidad. También se estableció un sendero que corre desde las casas en la orilla del embalse hacia las montañas, al lugar de Pak’oxom. En la masacre más cruenta del 13 de marzo de 1982, soldados y patrulleros paramilitares llevaron a mujeres y niños por este camino para asesinarlos en el terreno alto. Una estación en el camino, comúnmente reconocida y constantemente referida en los testimonios, es un terreno aplanado donde se encuentra el tronco quemado de un árbol de conacaste. En este lugar, los abductores forzaron a las mujeres de Río Negro a bailar al sonido de una grabadora antes de seguir el ascenso. El sitio conmemorativo más emblemático en Río Negro son las fosas en Pak’oxom, en las cuales fueron tirados los cuerpos de las y los asesinados (Figura 2). Placas metálicas sencillas y cruces de concreto con inscripciones que denuncian los crímenes cometidos y los nombres de algunas víctimas marcan el lugar como sitio de memoria que es medial y simbólico a la vez. En la noche de cada 13 de marzo se realizan ceremonias conmemorativas con la comunidad en este lugar, este ritual se ha convertido en el más importante del ciclo anual.
El caso de Río Negro muestra cómo la memoria de la violencia es colectivizada a lo largo del tiempo y se convierte en posmemoria canónica (Hirsch 1996), otorgando una identidad comunitaria, no sólo a los testigos de la época, sino también a las subsecuentes generaciones. Los principales medios que transmiten estos recuerdos son la tradición oral, probablemente con el testimonio como género dominante, la simbolización del paisaje y las prácticas conmemorativas cíclicas en Pak’oxom. El involucramiento de la comunidad con organizaciones locales jurídicas y culturales, además de movimientos sociales y culturales foráneos, probablemente ha influido en la consolidación de esta memoria canonizada que tiene el potencial de convertirse en una memoria cultural. Con respecto a la estructura participativa, la memoria canonizada todavía es difusa, pero da preferencia a los testigos de la época. No obstante, algunos de ellos destacan por la producción de medios materiales y su voz posiblemente gane más importancia en el proceso de canonización e institucionalización de la memoria en décadas subsecuentes.
En cuanto a la comunicación que transciende a la comunidad misma, la memoria ha adquirido funciones legales y económicas, pues ha dado pie no sólo a una especie de “turismo del trauma” (Linke 2015: 185) y, en consecuencia, un proyecto de etnocomercio (Comaroff y Comaroff 2009), sino también a las negociaciones de reparaciones estatales y apoyos económicos a través de fondos públicos y privados. De esta manera, es posible abarcar la relación compleja entre los discursos de la memoria, las políticas identitarias y los sistemas socioeconómicos que incluyen a Río Negro dentro de una dinámica global.
Memoria cultural e identidad en Copán durante el periodo Clásico (400-900 dC)
A pesar de estar ubicada en la periferia de la región conocida como área maya, la ciudad de Copán, en el oeste de Honduras, es uno de los sitios arqueológicos más emblemáticos atribuidos a la cultura maya clásica. Esta fama parece deberse a un proceso de colonización desde las tierras bajas centrales que inició alrededor del 400 dC bajo el liderazgo de Yax K’uk’ Mo’, quien se convirtió en el primer gobernante y fundador de un linaje dinástico local que perduró hasta el siglo IX dC (Stuart 2000: 490-494, 2004, 2007; Sharer 2004; Martin y Grube 2008: 191-213; Kupprat 2019). Diferentes procesos de memoria de la población de Copán y otros centros mayas clásicos pueden rastrearse arqueológicamente en muy diversos juegos de datos (Joyce 2003; Stanton y Magnoni 2008; Gillespie 2010; Hendon 2010; McAnany 2011; López Varela 2012), pero las evidencias más claras de una memoria cultural -en el sentido de los Assmann- que operaba en estructuras sociopolíticas más amplias se presentan en la esfera pública, en las imágenes y los textos monumentales, y en las prácticas asociadas con ellos (Kupprat 2015a). A pesar de tratarse de medios producidos por un pequeño segmento de la población, las más poderosas familias de Copán permiten la reconstrucción de un panorama complejo de las relaciones interétnicas y la construcción de una identidad estatal, particularmente durante el Clásico tardío (siglos VII y VIII).
Las referencias constantes a temas mitológicos que se pueden clasificar como pan-mayas son elementos importantes de la memoria cultural copaneca. Los gobernantes enfatizaron su afiliación directa con las ciudades de las tierras bajas mayas y aseguraron la dominación de una ideología maya en la esfera pública, particularmente en el contexto de la ritualidad estatal. Es interesante que algunos temas religiosos que perdieron importancia en las tierras bajas centrales en los siglos VI y VII fueran reproducidos en Copán hasta, al menos, finales del siglo VIII, lo cual revela el conservadurismo extraordinario de la cultura de corte y la construcción de un origen en la cultura pan-maya del siglo V.
Un motivo que enfatiza este pasado es la representación del fundador dinástico Yax K’uk’ Mo’ quien fue venerado durante siglos, más prominentemente en las diferentes versiones de su adoratorio funerario en el centro de la acrópolis de la ciudad (Agurcia Fasquelle 2004; Taube 2004; Agurcia Fasquelle y Fash 2005) (Figura 3). Destaca la asociación del fundador con elementos visuales que pertenecen a los cánones de representación teotihuacanos, lo cual refleja las relaciones que mantuvo este personaje con las elites de este sitio, probablemente a partir de su influencia en Tikal a finales del siglo IV (Stuart 2000; Martin y Grube 2008: 29-31). Entre los siglos VI y VIII, Yax K’uk’ Mo’ fue el centro de la memoria estatal como personificación del dios solar y fuente omnipresente del poder dinástico.
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(fotografía del autor)
Figura 3 Reproducción de la estructura Rosalila, adoratorio para Yax K’uk’ Mo’, en el Museo de Escultura de Copán.
Al mismo tiempo, el enfoque discursivo en Yax K’uk’ Mo’ como héroe cultural de la ciudad permitió que, con el paso de los siglos, la identidad estatal copaneca se expresara de manera más idiosincrática, y se abriera hacia identidades menos dominantes. Por ejemplo, el panteón de las deidades patronas fue ampliado en varias ocasiones, integrando a dioses locales -algunos probablemente de origen no maya- en el culto estatal (Baron 2013: 180, 219-220; Prager 2013: 373-374; Kupprat 2019: 56-57), un desarrollo que coincide con un creciente registro de migrantes del oeste de Honduras en Copán (Suzuki et al. 2020). Esto indica que la memoria cultural maya, impuesta y controlada por una elite pequeña, fue refutada por memorias subalternas y se tuvo que transformar ante las presiones sociales para asegurar la integridad de las estructuras estatales.
Pautas metodológicas para el estudio de la memoria cultural
Los dos casos esbozados brevemente aquí permiten la formulación de una serie de pautas metodológicas que se pueden aplicar de manera amplia a diversos contextos antropológicos. Los estudios de la memoria, y particularmente la memoria cultural, comúnmente no tienen la finalidad de simplemente describir una serie de narrativas y disposiciones recordadas que se consideran importantes; además y, sobre todo, analizan discursos identitarios y políticos que a su vez fundamentan la ideología y la moral, así como las estructuras y prácticas sociales.
La base de cualquier estudio de la memoria es un análisis de las representaciones que plasman recuerdos particulares en el ámbito empíricamente observable y de procesos de comunicación, ya sean orales o mediales, verbales o no verbales. En el campo etnográfico, estos actos de comunicación pueden ser inducidos, creando una situación experimental en la cual el sujeto crea y comunica recuerdos tras un estímulo emitido por el investigador, como en las entrevistas realizadas en Río Negro; también pueden ser observados directa e indirectamente en la comunicación inmediata y mediada en situaciones sociales específicas, como la convivencia familiar, las reuniones públicas o las fiestas, entre otras. En contextos históricos y arqueológicos sólo es posible la segunda opción, mientras que las situaciones comunicativas no son observables de manera inmediata sino tienen que reconstruirse con base en la evidencia material. Aparte de los discursos orales, muchos estudios de la memoria se basan en medios de memoria (Erll 2011), mensajes codificados en una estructura material. En Río Negro, estos medios abarcan libros, materiales museográficos y medios audiovisuales; en Copán son principalmente esculturas monumentales en piedra o estuco.
El análisis de los procesos de comunicación que (re)producen la memoria gira alrededor de tres ejes: el mensaje, la autoría y la recepción. Los mensajes pueden ser extensos y explícitos o fragmentados y ambiguos. Los testimonios orales y escritos recopilados en Río Negro, por ejemplo, son detallados y secuenciales, y existe la posibilidad de incrementar el detalle o aclarar ambigüedades en las entrevistas. En cambio, los mensajes registrados en imágenes y textos de Copán son parciales y requieren de procesos elaborados de reconstrucción a través del uso de los códigos múltiples que rigen la composición de las imágenes y de los textos; narrativas complejas frecuentemente sólo sobreviven en forma de fechas, nombres y objetos aislados.
De esta manera, la interpretación de los mensajes frecuentemente requiere de un trabajo semiótico para identificar e interpretar los “signos del pasado”, o lieux de mémoire (Nora 1984, 1989). Debido a que la memoria es asociativa y sus recuerdos son activados por estímulos externos -un proceso denominado ecforia (Markowitsch 2008: 280, 2012: 19-20)-, los recuerdos complejos pueden ser resumidos y representados en las sensaciones y emociones causadas por lugares, objetos móviles y prácticas (Sutton 2001; Hamilakis 2013: 84-90); pero su documentación por parte del investigador externo depende de su propia participación en estos recuerdos. El conacaste en Río Negro, por ejemplo, marca un lugar que representa un episodio violento; un significado que un observador externo sólo reconoce con explicación previa. En Copán, los signos del pasado sólo se reconocen cuando son marcados por medios adicionales o prácticas conmemorativas. Los santuarios de Yax K’uk’ Mo’ de los siglos VI y VIII, por ejemplo, fueron identificados como tales únicamente a través de representaciones explícitas de este personaje en la decoración escultórica (Agurcia Fasquelle 2004; Taube 2004; Agurcia Fasquelle y Fash 2005), evidencias de prácticas rituales que pueden haber sido conmemorativas, y la presencia de una tumba enterrada debajo de estas construcciones que, cronológica y tipológicamente, puede corresponder al fundador dinástico. No obstante, la interpretación de signos del pasado ha producido resultados en contextos culturales, particularmente arqueológicos, para los cuales no se cuenta con fuentes orales o escritas, o donde las fuentes escritas relevantes están lejos en tiempo o espacio (p. ej. contribuciones en Bradley y Williams 1998; Van Dyke y Alcock 2003; Mills y Walker 2008; Bradley 2002; Hodder 2006: 141-168), mostrando que es posible acercarse -a veces más, a veces menos- a los significados de objetos y prácticas a partir de estudios comparativos, biografías de los objetos y el registro de sus recontextualizaciones a lo largo del tiempo. A veces, rastros de la manipulación intencional y declarativa permiten incluso la reconstrucción de discursos contrahegemónicos (Mixter 2017). De esta manera, la reconstrucción de los contenidos de la memoria a partir de artefactos, pedazos de imágenes o fragmentos textuales depende de un contexto cultural más amplio y debe realizarse con las técnicas adecuadas para la interpretación de los respectivos materiales empíricos.
Luego, el análisis de autoría y recepción de los mensajes es un paso de igual o mayor importancia para el entendimiento de la memoria, especialmente en términos de su “estructura participativa” ( J. Assmann 2011: 38-39). Los recuerdos circulan dentro de un grupo de acuerdo con el peso que tienen las voces que los producen y la medida en que son adaptados y reproducidos por sus miembros. Al correlacionar la información disponible sobre los autores de un mensaje con el contenido, se pueden inferir las funciones discursivas de los recuerdos grabados, como las de legitimación, deslegitimación o cohesión (A. Assmann 2011: 128-132). En el caso de Río Negro, los testimonios orales de los testigos de la época -recuerdos episódicos- se consideran las representaciones más fieles de la(s) memoria(s) de la violencia. Estos testimonios ya presentan un alto grado de canonización en cuanto a su estructura, contenidos y omisiones, lo cual indica no sólo la transmisión horizontal de los contenidos, sino también la necesidad de congruencia, probablemente en función de su uso como contramemoria, una herramienta discursiva de reivindicación en el contexto nacional. En contraste, la estructura participativa del discurso público copaneco es sumamente centralizada, pues refleja la imposición unilateral de recuerdos culturales -y, en extensión, una ideología que legitima a los gobernantes- a la población.
Al mismo tiempo es fundamental entender quiénes de facto reciben los mensajes y qué reacciones causan. Recuerdos comunicados pueden ser reproducidos, remediados (Erll y Rigney 2012) y canonizados (A. Assmann 2008); o pueden ser rechazados, destruidos, ignorados y olvidados. En otras palabras, el hecho de que un recuerdo sea comunicado no significa que sea estable y compartido. La estabilización y canonización de los testimonios de Río Negro se expresan en su reproducción, tanto en la posmemoria de los jóvenes como en medios duraderos, programas museográficos e instituciones culturales y educativas. Además, la expresión de los recuerdos de la violencia en las prácticas conmemorativas ritualizadas que se realizan anualmente el 13 de marzo deja prever que éstos posiblemente se integren de manera permanentemente a la memoria cultural (semántica y procedural) de Río Negro. En el caso de Copán, este mecanismo se ve más claro en la integración de la conmemoración institucionalizada de Yax K’uk’ Mo’ en el discurso de identidad estatal. El culto al fundador representaba un énfasis local y un contraste con los temas culturales pan-mayas que se compartían con las ciudades de las tierras bajas centrales; se volvió un elemento reconocible y duradero de la memoria cultural. Con base en los contextos espaciales y estratigráficos de los medios de memoria, el discurso estatal puede caracterizarse como público, dirigido hacia la población que transitaba por las plazas en el centro de la ciudad. En la segunda mitad del siglo VII se nota un intento de extender la comunicación cultural aún más allá, para abarcar áreas más remotas en el valle de Copán e integrar áreas rurales y sitios vecinos en una sola esfera ritual a través de la dedicación de estelas y altares. Los efectos de estos intentos y la aceptación de los mensajes ideológicos en estas áreas son menos visibles, pero los cambios discursivos a lo largo de las siguientes décadas indican la presencia de contramemorias subalternas que, en varios momentos, lograron penetrar en la ideología estatal.
En resumen, el estudio antropológico de la memoria se basa en procesos de comunicación. El enfoque en la formación y transformación de la memoria cultural expuesto aquí es una entre muchas posibles maneras de acercarse a las representaciones del pasado, pero resulta óptimo para el estudio de las identidades sociopolíticas y la identidad. Bajo esta perspectiva, el estudio se centra en la memoria semántica que frecuentemente, como en el caso de Río Negro, es derivada de memoria(s) episódica(s). Los recuerdos semánticos son analizados en cuanto a sus funciones discursivas en mensajes concretos, haciendo hincapié en la determinación de la estructura participativa -las relaciones entre emisores y receptores-, así como los contenidos mismos y sus transformaciones.
Conclusiones
Las teorías de la memoria aún son relevantes en el ámbito antropológico, pero requieren de conceptos y modelos nítidamente definidos. El modelo de la memoria cultural, adaptado de Aleida y Jan Assmann, es particularmente fructífero, pues proporciona lazos teóricos directos con las teorías antropológicas de la identidad, el poder y las relaciones sociales. Además, posibilita explorar la memoria cultural en contextos socioculturales muy diversos, a través de un método general basado en el análisis de recuerdos experimentales, medios de memoria y símbolos del pasado, ya que toma el mensaje, la autoría y la recepción como ejes principales. Este tipo de investigación produce modelos para la transmisión de recuerdos, la estructura participativa de la memoria y la definición de identidades colectivas, los cuales son comparables a través de temporalidades y contextos culturales diversos.
Sin embargo, vale la pena considerar algunas modificaciones al modelo inicial de memoria cultural. En el modelo original (J. Assmann 1995 [1988], 2011 [1992]), la memoria cultural no sólo se distingue de la memoria comunicativa por ser canonizada, institucionalizada, especializada y ritualizada, sino también por una separación en la temporalidad de los recuerdos: los recuerdos comunicativos se refieren al pasado reciente y los culturales al pasado remoto. Sin embargo, los estudios citados en este artículo, y muchos otros, sugieren que eventos disruptivos -como la masacre y el abandono de Río Negro o la fundación del Estado maya de Copán por Yax K’uk’ Mo’- llegan a pasar de la memoria comunicativa a la memoria cultural en lapsos relativamente cortos, siempre y cuando exista un marco de instituciones culturales que logren estabilizar y canonizar los recuerdos claves. En estos casos, se puede documentar la emergencia de identidades nuevas a partir de la reestructuración del pasado común. Además, es pertinente reflexionar sobre las interrelaciones sistemáticas de los recuerdos. Los recuerdos comunicativos son, en un inicio, productos de la memoria episódica, pero al transitar a la memoria cultural se convierten en recuerdos semánticos, estabilizados a menudo por recuerdos procedurales, expresados a través de prácticas rituales o ritualizadas.
Además, es necesario deconstruir la dicotomía entre memoria oral y memoria escrita, tan dominante en el modelo original. Los recuerdos identitarios y primordiales se comunican y comunicaron en diversos códigos entre y más allá de estas dos categorías. Por ende, conviene tratar la memoria cultural principalmente en términos de su función discursiva, admitiendo una variedad amplia de modos de transmisión y referentes temporales. Finalmente, la memoria cultural no sólo opera al nivel de naciones y estados, sino también en grupos más pequeños, como la comunidad de Río Negro, o tal vez incluso linajes y casas (Hodder 2006: 141-168), donde produce identidades diferenciadas dentro de unidades sociopolíticas más amplias. Así, se abren nuevas vías para explorar, no sólo las maneras en las que el pasado cambia en el presente, sino también los procesos cognitivos que fundamentan la reproducción de las identidades culturales.