Un inspirador decisivo
William Morris (1834-1896) tuvo muchos referentes inspiradores, pero uno de ellos merece especial mención. Nos referimos a John Ruskin (1819-1900), crítico de arte y pensador social que había descrito -con desasosiego y horror- esos distritos industriales en los que las chimeneas de las fábricas envenenan el ambiente, al mismo tiempo que las almas humanas son descuartizadas en instalaciones horrísonas. Desiertos de fealdad e insalubre suciedad. Aparecía en Ruskin una vindicación nostálgica de las formas de vida preindustriales y de las formas de trabajo artesanales. Formas de vivir y de trabajar arruinadas por un industrialismo triturador, que degradó violentamente el paisaje espiritual y natural de las gentes comunes.
Podía haber más libertad en Inglaterra en aquellos tiempos en que los señores feudales eran dueños de vida y muerte y en que la sangre de los campesinos regaba los surcos de sus campos, de la que hay hoy cuando se arroja toda la animación y la vida de esas multitudes en los hornos de las fábricas, como combustible para alimentarlos (Ruskin, 1933, p. 190).
Los sórdidos paisajes de la modernidad industrial, las ennegrecidas y hacinadas ciudades fabriles, repletas de hombres desarraigados que son pulverizados diariamente en la maquinaria productiva, todo ello se contempla desde la nostalgia, desde la añoranza de un viejo mundo preindustrial ya extinguido. Morris, que heredó de su maestro ese desprecio por la civilización moderna, se refirió a él en cierta ocasión como “mi amigo el profesor John Ruskin” (Morris, 2018a, p. 50-51). De él recibió su querencia estética por el gótico. Consideraba Ruskin (2014, p. 73-110 y 111-137) que la degradación de la sociedad industrial también se evidenciaba en su forma de construir y edificar. ¿Acaso no es evidente el abismo que media entre la belleza sagrada de una torre gótica y la insufrible fealdad de la chimenea de una fábrica? Esta cuestión latió de forma permanente en el pensamiento de William Morris.
La aniquilación de todo placer en la manera moderna de trabajar
Morris fue un personaje singular, que tal vez mereciera más atención de la que normalmente se le brinda. Muchos lo han conocido como artista y como diseñador, siendo así que han pasado más desapercibidas sus facetas de pensador anticapitalista e implacable agitador político. Fue un esteta, y en ocasiones tendió a lo utópico. Practicó en alguna ocasión una literatura irrealista, por ejemplo en su pequeña novela The Wood Beyond the World (1894), un relato atravesado de fantasía, magia y sutil erotismo (Morris, 1990). En otras incursiones literarias (Morris, 2007) sí aparecían de forma explícita preocupaciones sociales y políticas, aunque estuvieran ambientadas en el Medievo; tal es el caso de su novela The Dream of John Ball (1888). Pero fue también un socialista convencido, que supo articular elementos marxistas y elementos románticos (Martínez, 1994). En 1883 se adhirió a la Social Democratic Federation. En su carnet de afiliado ponía: “William Morris, diseñador”. Pero esta organización se fragmentó en 1884, y Morris fue uno de los fundadores (junto a Eleonor Marx y otros) de la facción escindida denominada Socialist League. Desde entonces, su activismo político fue constante: como agitador y orador callejero, como militante y dirigente de organización, como conferenciante infatigable y como escritor (Thompson, 1988, p. 285-398). Sin embargo, muchos de sus pensamientos estaban inspirados en los escritos de su maestro John Ruskin, como ya habíamos apuntado. También leyó con entusiasmo a Thomas Carlyle. “De romántico a revolucionario”, se titula muy acertadamente el voluminoso y magnífico libro que E. P. Thompson dedicó a su figura en 1955. Debe mencionarse que Morris se autoproclamó en más de una ocasión “odiador” de la civilización moderna.
Su novela Noticias de ninguna parte (1890), encuadrada en el fascinante género de la utopía, circuló ampliamente y fue traducida a varios idiomas, incluyendo el ruso y el alemán (Morris, 2011). En ella encontraremos la fabulación (o la “visión”) de un mundo futuro, situado en la Inglaterra del siglo XXII. La ruidosa y sucísima Londres del siglo XIX ha desaparecido, siendo sustituida por verdes campos y casitas con amenos jardines. Solo subsisten algunos edificios conservados como reliquias (el Parlamento, por ejemplo, que se usa como mercado y como almacén de abonos). La “fealdad” del mundo industrial ha quedado reemplazada por un sistema ecológicamente sustentable que descansa, en buena medida, en la producción artesanal. En el relato aparecen bastantes guiños medievalizantes. Subsisten algunas maquinarias y pequeños talleres, pero solo de forma subsidiaria. Los grandes centros fabriles y los insalubres suburbios han desaparecido. La naturaleza ya no es triturada de forma insensata. Los productos se distribuyen sin necesidad de mediación monetaria. Han desaparecido los “sagrados derechos de propiedad”. Queda abolida la distinción entre campo y ciudad. No existen las cárceles. No hay pobreza ni desigualdades de clase. Las gentes tienen un aspecto físico más saludable, y su carácter es más afable. Un tema central en todo ello es la reconciliación entre “trabajo” y “placer”. Las labores productivas han dejado de ser sinónimo de enojosa tortura. El subtítulo de la novela dice así: “Una era de descanso”. Y es que una de las obsesiones de Morris era reducir al mínimo el sufrimiento en el trabajo.
La humanidad habrá “progresado”, en ese porvenir fantaseado; pero lo habrá hecho de un modo tal que las máquinas y la velocidad se habrán esfumado. Sí, la civilización se habrá tornado extremadamente igualitaria y pacífica, pero “llegando-regresando” (he aquí una potente paradoja) a una vida más sencilla, apegada a lo natural y a lo campestre. Porque es una utopía anti-urbana y anti-moderna. ¿Es una sociedad socialista? Los elementos anticapitalistas que hallamos en esta proyección imaginaria son abundantes. Pero se trata de un anticapitalismo romántico. Y de ello nos advertimos con mayor claridad cuando consideramos que Noticias de ninguna parte fue concebida como una suerte de “respuesta” dialéctica a Looking Backward, una exitosa novela del estadounidense Edward Bellamy que había sido publicada en 1888 (Bellamy, 2011). En esta utopía, la imagen del futuro tenía que ver con un socialismo demasiado centralizado, industrializado y tecnificado, a juicio de Morris. Su reseña crítica de la novela de Bellamy es muy reveladora (Morris, 2015, p. 67-74). En el sistema proyectado por Bellamy la alienación permanecería intocada, pues el trabajo seguiría siendo una carga insufrible. La vida espiritual de los obreros aparecía igualmente amputada y corroída. La gran urbe seguía predominando sobre el campo. “En resumen, una vida maquínica es lo mejor que puede imaginar Bellamy” (Morris, 2015, p. 72). También debe mencionarse que, en ciertas ocasiones, Morris parece deslizarse hacia posiciones anarquizantes. Por ejemplo, cuando critica el “comunismo de Estado” (Morris, 2015, p. 71) o cuando confiesa que él no cree en el “socialismo de Estado” (Morris, 2015, p. 102).
Frenética fue su actividad como conferenciante. En muchas de ellas arremetió contra una civilización moderna que se había “separado” de la naturaleza; más aún, que se había construido contra ella. Sus críticas a la industrialización y a la urbanización sin límites albergaban igualmente una carga estético-poética, puesto que a su juicio tales procesos estaban inyectando más fealdad en el mundo (Morris, 1975). Su llegada al socialismo también tuvo que ver con este asunto. Esas ciudades crecían inorgánicamente, y terminaban siendo lugares inhabitables y visualmente detestables. No faltaban en estas pontificaciones las consabidas críticas a la “mecanización” del trabajo; operarios despersonalizados que vagan en los desiertos industriales como fantasmas oxidados despojados de toda creatividad. Un empobrecimiento galopante del alma humana, mortificada por un trabajo despojado de todo significado y experimentado como una maldición bíblica. Y es que en la sociedad industrial quedó aniquilada toda “alegría en el trabajo”. Casi nadie disfruta en el desempeño de su actividad laboral.
Por todo ello, una revolución política deseable sería aquella que brindara amplísimos espacios de ocio (pero de un ocio genuino) a los trabajadores. Los obreros aprenderían a valorar lo bello, y no solamente lo justo. Entre las labores de los sindicatos obreros hay una que no debería olvidarse: cultivar la sensibilidad artística del proletariado. Morris parte de una premisa: la creación artística representa el paradigma de un trabajo disfrutado (la organización laboral de tipo artesanal se aproximaría mucho a semejante situación). También latían en sus intervenciones algunas diatribas contra la inautenticidad (no emplea este término, pero se refiere exactamente a eso) de una vida dedicada al consumo compulsivo de objetos insulsos (Morris, 2005).
Contemplando con horror la organización moderna del trabajo, Morris asumió el ideal ruskiniano de un trabajador completo que concibe, diseña y elabora un producto. Esto es, un artesano que participa activamente en todas las fases, a diferencia del trabajador moderno, cuya labor segmentada y especializada deviene embrutecedora. La mano del artista piensa cuando trabaja; ese debería ser el horizonte de todas las labores productivas. Y a ese ideal se acercaron más los gremios medievales. Pero aquel viejo mundo se derrumbó, y lo que vino a reemplazarlo fue peor, en muchos aspectos.
Antes de analizar el declive y la caída de los gremios, veamos la forma en que trabajaban los artesanos de la época; y en primer lugar digamos unas palabras sobre sus condiciones de vida. Porque, dicho sea de paso, el artesano, aunque sin comodidades, vivía mucho mejor que sus sucesores de hoy (Morris, 2015, p. 32).
Tremendas palabras, pronunciadas en 1884. Morris desea que su auditorio comprenda y se haga cargo del gran contraste que existe entre el artesano medieval y el obrero moderno. Este se introduce, al escuchar la estridente sirena, en un cuchitril sofocante, hacinado junto a unas máquinas a las que tiene que servir, cumpliendo con una tarea de la que no se siente artífice; un esfuerzo interminable y absurdo, destinado a producir mercaderías baratas y de calidad ínfima. El artesano premoderno trabajaba de un modo completamente diferente. En primer lugar, su jornada duraba menos, y era dueño de su quehacer. Las herramientas eran suyas; marcaba libremente los ritmos de su tarea y elaboraba con cuidado un objeto que llevaba su huella personal. Su taller pudiera no ser un lugar edénico, pero sin duda era más saludable y agradable que cualquier fábrica moderna. No trabajaba hasta la extenuación, y encontraba que su actividad (reglada por modos de trabajar que le habían sido legados por una venerable tradición) tenía sentido. La obra acabada había sido elaborada con alguna dosis de placer (totalmente ausente en el proletario moderno, sujeto a la división científica del trabajo); sus manos y su espíritu -las del artesano- habían participado en el diseño y en la ejecución (Morris, 2015, p. 33-35 y 41-43). Este 0asunto es importantísimo, para comprender en su justa medida el pensamiento de Morris.
El ocaso de las artes en la civilización industrial y comercial
Las lógicas mercantiles y comerciales lo han desvirtuado todo. Tampoco la ciencia escapa de tales dinámicas, toda vez que ella no trabaja con el fin de construir un mundo más habitable y digno; más bien sucede que su actividad queda encorsetada o dirigida por los intereses económicos de ciertas élites (Morris, 2018a, p. 109-110). Incluso la producción de alimentos resulta afectada. Millones de hombres y mujeres, agolpados precariamente en las grandes ciudades, apenas han probado pan verdadero, a lo largo de su vida. Antes (cuando yo era joven, dice Morris) se comía pan auténtico, y en las casitas del campo la gente solía cocinar su propio pan. Pero ahora, el pan elaborado industrialmente y a gran escala (aplicando la lógica del abaratamiento de costes), era un pan degradado, menos nutritivo y suculento; un “sucedáneo” de pan (Morris, 2015, p. 104-105). Y así sucedía con otras muchas cosas, hasta el punto de que “la vida civilizada no es más que un sucedáneo de lo que podría ser la vida del hombre en la tierra” (Morris, 2015, p. 104). Advertía en 1894 que los entretenimientos públicos (el teatro, por ejemplo) habían empezado a degenerar, y se ofrecían “sucedáneos” de ínfima calidad para distraer el falso ocio de unas masas embrutecidas.
Digo que es grave porque conozco la triste explicación de este declive: la mayor parte de los ciudadanos lleva una vida tan triste, desempeña labores tan mecánicas y aburridas, y sus momentos de reposo son tan vacuos y casi siempre tan agotadores por culpa del exceso de trabajo, que cualquier cosa que se presente como entretenimiento servirá para atraer su atención (Morris, 2015, p. 106).
Morris se anticipa, en alguna medida, a las críticas de las “industrias culturales” que elaborarían en el siglo XX los teóricos de la Escuela de Frankfurt, y otros.
Pero, como decíamos hace un momento, el viejo mundo se vino abajo. Se produjo “una transformación revolucionaria en la división del trabajo” (Morris, 2015, p. 40). Una dislocación traumática que traería graves consecuencias, tal y como habría de explicar algún tiempo después Karl Polanyi (2017). Una calamidad que destejió las viejas costuras de la comunidad humana. Los oficios fueron aniquilados, y los artesanos (junto a los campesinos despojados de sus tierras comunales) se proletarizaron. La superficie del mundo quedó poblada por una miríada de manufacturas y talleres en los que operaba una creciente especialización del trabajo, dentro de un sistema crecientemente mecanizado. El trabajo se convirtió en algo completamente diferente; se hizo más cruel y torturante. Ese proceso alcanzó su cenit en las fábricas decimonónicas, donde los obreros realizaban una labor inhumana y despojada de todo sentido, esclavizados por las máquinas y amenazados permanentemente por el desempleo y el hambre.
Pero Morris observa que tal proceso vino acompañado de una “degradación paulatina de las artes” (Morris, 2015, p. 39). En el mundo moderno, las leyes del mercado y las exigencias del comercio ocasionaban un rebajamiento poético del mundo. El arte no puede desplegarse con autenticidad, dentro de un sistema dominado por el afán de lucro.
El panorama se presenta ominoso, y la decadencia de las artes (“mayores” y “menores”) se va consumando, “puesto que desde hace mucho tiempo el mundo ha estado ocupado por otras cuestiones que las artes, y ha permitido despreocupadamente que se hundan cada vez más bajo”. Muchos hombres, y no solo los incultos, “ignorando lo que antaño fueron [las artes] y sin esperanzas respecto de lo que podrían llegar a ser, las contemplaron con el mayor desdén” (Morris, 2018a, p. 65).
Morris, tan optimista en otras ocasiones, se deja llevar por el pesimismo:
Incluso en esta sórdida ciudad de Londres es difícil imaginar qué ocurrirá. La arquitectura, la escultura, la pintura, con la multitud de artes menores que las acompañan, junto con la música y la poesía, muertas y olvidadas, ya no estimularán ni interesarán a nadie. Pues, una vez más, no debemos engañarnos: la muerte de una sola de las artes significa la muerte de todas […] Todo lo que tiene que ver con la belleza, la creatividad y el ingenio del hombre habrán llegado a un punto muerto (Morris, 2015, p. 66).
Algunos podrían argüir que semejante pronóstico era excesivamente catastrofista, pero Morris consideraba que tan luctuoso desenlace no podía descartarse. Ahora bien, aunque así aconteciera, la esperanza no debiera perderse.
Señores, digo que esta desaparición total se las artes, que tanto me preocupa, es difícil de imaginar en este momento; no obstante, mucho me temo que, si tal cosa no llega a suceder, será solo debido a algún giro de los acontecimientos que ahora nos resulta absolutamente imprevisible. Pero sostengo que, si sucede, solo durará un cierto tiempo, que será como un campo en el que el fuego consume la maleza seca para que el suelo vuelva a ser de nuevo fértil. Creo que los hombres despertarán pasado un tiempo, y mirarán a su alrededor y percibirán la mediocridad insoportable, y empezarán de nuevo a crear, a imitar, a imaginar, como en los días de antaño (Morris, 2015, p. 68).
Es decir, si se llegara a esa situación calamitosa (a la agonía moribunda de las artes), no se partiría de cero, toda vez que siempre encontraríamos hombres que habrían mantenido vivo el recuerdo de las viejas tradiciones, las últimas brasas de un fuego que no se extinguió del todo (Morris, 2015, p. 69-70).
El derecho a la belleza
Morris no se oponía a todas las máquinas, pues algunas de ellas podrían realizar trabajos ingratos y pesados. Pero si algún bien podía producirse artesanalmente, era preferible hacerlo así. Lo artesanal arrojaba productos más hermosos. Y, además, el trabajo (placentero) depositado en ellos era personal (frente al abstracto y despersonalizado trabajo fabril, manchado de dolor e inhumanidad). Intentó llevarlo a la práctica con la fundación de una empresa dedicada a la producción artesanal y a las artes decorativas. La Morris & Co elaboraba vidrieras para iglesias, tapices, cerámicas, grabados, tejidos, alfombras, cortinas o azulejos, entre otras muchas cosas. Paradójicamente, adquirió popularidad y se puso de moda entre las clases burguesas, a las que Morris detestaba. Tal situación le ocasionaba desasosiego, pero siguió con ello.
Consideraba que el industrialismo y el comercialismo atiborraban el mundo de objetos inútiles y mercancías vulgares. Fue uno de los primeros críticos del consumismo banal, por ser una forma de vida absurda y vacía. Con un agravante: el ávido consumidor de los tiempos actuales jamás se preocupa por las condiciones laborales y existenciales de los trabajadores que produjeron esos objetos adquiridos.
Era preciso terminar con la irracionalidad de un sistema económico fundamentado en la “lógica del beneficio”. Esa lógica es la misma que contamina el agua de los ríos, sobreexplota a los hombres y ocasiona la degeneración de las artes. Morris no tiene reparo en observar que en el mundo medieval la labor de los mercaderes estaba embridada. Y eso era una buena cosa, a su parecer. La compraventa se realizaba bajo ciertos límites. Se perseguía moralmente, e incluso judicialmente, a acaparadores y especuladores (Morris, 2015, p. 33). Esbozó una enmienda a la totalidad del “sentido común” capitalista. Se trataba de un sistema injusto y absurdo que les había robado a los hombres el disfrute de la existencia. “La sociedad del comercio y la competencia, que no ha dejado de desarrollarse durante más de trescientos años, ha avanzado hacia la destrucción del placer de la vida” (Morris, 2015, p. 46). En tal mundo una gran mayoría de seres humanos se arrastra en una existencia sórdida e inhumana.
Pero oponerse a semejante tendencia no es tarea sencilla. ¿Qué pueden hacer los artistas frente a las dinámicas impuestas por la sociedad de mercado? Los fabricantes arrojan al mercado toneladas de objetos carentes de belleza, mercaderías infames que han sido fabricadas por obreros que detestan su trabajo (Morris, 2018a, p. 76-77). Pobres gentes explotadas produciendo chucherías infames. Es la pesadilla de Morris: la vejación de unos trabajadores que desempeñan su monótona labor en unas condiciones denigrantes e insufribles; y el afeamiento creciente del mundo, pues el sistema es incapaz de elaborar objetos que porten un mínimo de belleza.
Morris descubre una íntima conexión entre la explotación económica y el empobrecimiento estético. Pese a todo, es consciente de las dificultades. “¿Cómo puedo pedir a los trabajadores que deben recorrer estas odiosas calles, día tras día, que se preocupen por la belleza?” (Morris, 2015, p. 83). No obstante, se empeña en hacer ver que el asunto de las artes está íntimamente conectado con las calamidades sociales y económicas. La lógica que nos envuelve en un productivismo desmedido y en un consumismo absurdo; la lógica que embrutece y machaca a los trabajadores; esa misma lógica, es la que provoca la degradación de todas las artes, haciendo del mundo un lugar más grosero, deforme e inhabitable. Morris estaba convencido de que la miseria social y la vulgaridad estética eran dos caras de la misma moneda.
Ante semejante panorama, se desliza en ciertos momentos hacia posiciones que recuerdan a las desarrolladas por Ernst Bloch, algunos lustros después. Especulando con la “sociedad del futuro”, y dejándose llevar por un optimismo esperanzado, confía en la llegada de un nuevo mundo más justo, donde el trabajo ya no será sinónimo de esclavitud, donde los hombres dispondrán de más tiempo libre (verdaderamente libre), donde habrá menos violencia y la educación será un bien generalizado. “Y estas conjeturas, estos deseos, o si se prefiere, estos sueños de lo que será el futuro atraen al socialismo a muchos hombres a los que la fría razón no les dice nada, por mucho que apele a la ciencia y a la economía política” (Morris, 2015, p. 50).
Estas palabras encajan en lo que Bloch denominaría “corriente cálida” del marxismo. Advierte Morris que algunos partidarios de la revolución social son predominantemente “analíticos”; y estos tildan de “soñadores” a los que son de un talante más parecido al suyo. Pero soñar es importante. Es fundamental tener “visiones” de lo que habrá de ser la futura sociedad socialista. En ella, desaparecerán esas enormes barriadas obreras repletas de miseria y podredumbre; la naturaleza curará las horribles cicatrices causadas por la devastación industrial, que calcinó los campos y envenenó los ríos. Desaparecerán las grandes urbes (“Londres, sin ir más lejos”), auténticos basureros insalubres (Morris, 2015, p. 58).
Pero, más allá de los múltiples detalles que habrían de dilucidarse, lo cierto es que el socialismo hará feliz a los hombres, en primer lugar, porque permitirá “el ejercicio placentero de nuestras energías, así como el disfrute del subsiguiente descanso” (Morris, 2015, p. 52). En ella se resume su idea de un mundo mejor. Porque la moderna civilización industrial condenó a la mayoría de los hombres a realizar extenuantes trabajos que no dejaban tiempo para nada más. Cuerpos vapuleados y espíritus degradados. “En ese sentido, me declaro enemigo de la civilización; es más, ya que estamos confesándonos, diré que mi motivación particular como socialista es el odio a la civilización” (Morris, 2015, p. 53). A la moderna civilización capitalista, se sobreentiende; no a toda civilización en general. Una de las cosas más odiosas de la sociedad industrial es que en esta quedó aniquilada toda “alegría en el trabajo”, como ya se dijo más arriba. Morris observará con espanto que casi nadie disfruta con su trabajo, en los ominosos tiempos actuales. Los trabajos en los talleres industriales y en las fábricas mecanizadas son monótonos, embrutecedores, impersonales y carentes de significado. Y los productos así fabricados suelen ser vulgares, con un valor estético mínimo o nulo. Morris llega a la conclusión de que el capitalismo produce miseria social y miseria estética a partes iguales.
A esto último Morris también le concede mucha relevancia. La moderna sociedad industrial arroja al mercado una cantidad creciente de “sucedáneos”. La lógica del beneficio en la que viven los fabricantes, y la organización moderna del trabajo, conllevan un empobrecimiento en la calidad y en el estilo de los bienes así producidos. En cierto momento (Morris, 2015, p. 86-89), contrapone la “ética del comerciante” (guiada por el criterio de la rentabilidad económica, y por nada más) a la “ética del artista” (que trata de volcar su personalidad en el objeto, trabajando con primoroso cuidado, y sin preocuparse demasiado por el mercado). Los artesanos medievales aún sabían trabajar con la “ética del artista”. Morris condensó su ideal de múltiples maneras. Por ejemplo, en la siguiente fórmula: “Dar satisfacción a las personas en las cosas que forzosamente deben utilizar es la noble misión de la decoración; dar satisfacción a las personas en las cosas que forzosamente deben fabricar es otra de sus funciones” (Morris, 2018a, p. 49-50). Conseguir que el trabajo deje de ser una actividad fastidiosa y amarga (o insoportablemente inhumana, en algunos casos); y lograr al mismo tiempo que todas las personas habiten en lugares decentes, compuestos por objetos cotidianos elegantes y agradables.
El mundo se ha vuelto un lugar gélido, cruel y competitivo. Todo se ha mercantilizado. Todo tiene un precio de venta en el mercado. En ese contexto, también el arte se ha degradado. El despliegue del industrialismo y del comercialismo han construido un mundo metalizado y desagradable. Morris creía que el capitalismo y la belleza son incompatibles (2004). Un diagnóstico tremendo. Los seres humanos que se ven obligados a vivir en ese entorno han perdido el sentido del gusto: su sensibilidad estética ha quedado maltrecha y atrofiada. El “instinto de belleza” se ha marchitado, en el mundo moderno. Ahora bien, las críticas de William Morris tienen una profunda carga política.
Por ejemplo, advierte que hasta el momento solamente las clases pudientes (las élites) han tenido acceso al arte y a la cultura. Sin embargo, también las gentes humildes (los sectores populares, que diríamos hoy) tienen “derecho a la belleza”. Esta expresión no es utilizada por Morris, pero a eso se está refiriendo. “No quiero arte para unos pocos, como tampoco educación para unos pocos, ni libertad para unos pocos” (Morris, 2018a, p. 112).
En demasiadas ocasiones, los pobres (cuya existencia está repleta de carencias materiales) tienen que vivir en un entorno repleto de fealdad. Además de las carencias económicas, tienen que acostumbrarse a malvivir en un ambiente visualmente feo y degradado. En ese sentido, a los pobres se les priva también del derecho a la belleza.
Sus hogares [se refiere a los pobres de las grandes ciudades] están tan desprovistos de placer para los sentidos que es normal que deseen ver de vez en cuando unos campos verdes bajo un sol brillante, o mecidos por el viento y la lluvia. Pero, en mi opinión, salir de un lugar feo y penoso para contemplar otro más hermoso y volver más tarde a la fealdad y a la tristeza no es más que otro pobre sucedáneo (Morris, 2015, p. 107).
Las masas empobrecidas no solo sufren una explotación económica; también padecen una pobreza visual y una humillación estética.
La belleza no debe ser un lujo reservado a unos pocos. En tal asunto, la postura de Morris era diametralmente opuesta a la que, en esos mismos momentos, estaba desplegando un filósofo que habría de ser celebérrimo: Friedrich Nietzsche. Decía este -exhibiendo un descarnado elitismo social y espiritual- que las condiciones óptimas para la emergencia de un gran florecimiento artístico solo pueden darse si una inmensa mayoría de la población vive sometida a un trabajo esclavo. Para que el “tipo superior de hombre” pueda medrar, sentenciaba el filósofo del martillo y la dinamita, se precisa de un máximum de explotación de los hombres bajos e inferiores (Polo, 2021). El pensamiento de Morris estaba en las antípodas de semejante tesis.
No, antes que ver al arte sobrevivir entre unos pocos hombres excepcionales, que desprecian la ignorancia y la brutalidad de aquellos a quienes juzgan inferiores -ignorancia de la que ellos mismos son responsables, brutalidad que no se esfuerzan por abolir-, antes que esto, digo, preferiría que el mundo se desembarazase temporalmente del arte […] Antes de que el trigo se pudra en el granero del avaro, preferiría enterrarlo con la esperanza de que pudiese germinar en la oscuridad (Morris, 2018a, p. 112-113).
El anti-elitismo de Morris es contundente. Pero semejante posicionamiento tiene que ver con su compromiso ideológico-político. “Así que todo aquel que quiera estudiar el socialismo debidamente necesita también examinarlo desde un punto de vista estético. […] Y de inmediato se vuelve obvio el abismo que separa la visión del arte en el socialismo de la visión comercial del arte” (Morris, 2014, p. 161-162). En la sociedad capitalista, asevera Morris, el arte es “de una camarilla y no del pueblo”. Tal situación es diametralmente opuesta al ideal socialista, en lo que al arte se refiere. Y es que, “en vez de contemplar el arte como un lujo adicional propio de cierta posición privilegiada, los socialistas reclaman el arte como una necesidad de la vida humana que la sociedad no tiene derecho a negar a ninguno de sus ciudadanos” (2014, p. 169).
Las modernas ciudades, con sus suburbios inmundos y sus calles anodinas, son un monumento a la carencia de estilo. Urbes que alojan una desigualdad social insoportable y una miseria económica terrible, desde luego. Pero que al mismo tiempo son un insulto a la belleza.
Pensemos ahora en las casas en que vivimos y en el tipo de sucedáneo que se ha construido durante los últimos cien años. Todos ustedes, incluyendo a quienes hagan poco uso de la vista, se habrán percatado de que las casas modernas son burdas en su concepción y feas en su aspecto; que su amontonamiento en las grandes ciudades ha hecho que nuestras calles sean repulsivas y, caminar por ellas, algo indignante (Morris, 2015, p. 108).
Lo triste es que la mayoría de los hombres jamás ha conocido algo mejor, acostumbrándose a la sordidez y a la fealdad, ignorando que otras viviendas y otros barrios infinitamente más hermosos y acogedores podrían construirse. Los explotados y los excluidos arrastran demasiadas penas, pero también son despojados de cualquier cosa que se aproxime mínimamente al “placer visual”.
En consonancia con lo anterior, mostraba su disconformidad con la idea del artista genial, aislado e individualista, que vive al margen del mundo. Y también sostenía que la belleza no quedaba limitada a los museos y a los grandes monumentos. Por el contrario, Morris aspiraba a que los artistas-artesanos-diseñadores contribuyesen a ennoblecer el entorno de la vida cotidiana. Pero el ambiente cotidiano de la gente humilde también debía ser estilizado y embellecido. La belleza doméstica no debía ser cosa exclusiva de las mansiones burguesas. Por ello reivindicaba la dignidad de las llamadas “artes menores”: carpintería, ebanistería, alfarería, tejeduría, tapicería, vidriería o la forja, entre otros.
Todos los objetos entre los cuales se entreteje la vida cotidiana de los hombres debieran ser portadores de belleza, y de ello se ocupan las así llamadas artes “menores”, adjetivo utilizado para distinguirlas de las “mayores” (pintura, escultura y arquitectura). Morris siempre quiso poner en valor la importancia de aquellas. Consideraba que la forma bella debería impregnar el espacio habitacional en nuestro día a día, y no quedar recluida en los museos (Morris, 2018a, pp. 45-48). La belleza debería estar presente en la vida cotidiana de todos los seres humanos.
El afeamiento del mundo
Fundó la asociación Anti-Scrape, cuyo objetivo prioritario era conservar y proteger los edificios históricos, insensatamente agredidos por ciertas políticas de “modernización arquitectónica” llevadas a término en muchas ciudades (la asociación recibió el apoyo de Ruskin). Este asunto, solo aparentemente alejado de lo político-económico, contribuyó a fraguar su conciencia anticapitalista. También estuvo estrechamente vinculado al movimiento británico Arts and Crafts. Fue, de hecho, su principal abanderado (Fontán del Junco y Zozaya Álvarez, 2017). Abogaba por una reactivación de la artesanía tradicional (oficios medievales), pues sentía una sincera repugnancia por el diseño industrial de los objetos domésticos. Era partidario de recuperar los métodos de producción artesanales, frente a la producción en cadena e industrial (Morris, 2018b). Él mismo aprendió y practicó muchos oficios preindustriales; también rescató técnicas antiguas ya en desuso.
Entendía que diseñador y artesano deberían ser la misma persona; el intelecto creador y la mano laborante deberían estar orgánicamente integradas. Pero no era el suyo un esteticismo vacuo. Se trataba de diseñar y elaborar objetos que portaran significado, belleza y dignidad. Con ello quedaba dignificado el trabajo mismo. Porque se trataba también de respetar al creador. No se pueden elaborar cosas hermosas trabajando en un ambiente inmundo y alienante. Morris y sus colaboradores aspiraban a que las gentes trabajasen cooperativamente, en un entorno feliz y saludable. Se trataba de que los trabajadores-artesanos disfrutasen de su labor.
Advertía que los seres humanos siempre han sentido la necesidad de hacer cosas que sean hermosas, más allá de su función estrictamente utilitaria. “Vale la pena pararse a pensar acerca de por qué nunca ha renunciado el hombre a un trabajo que se suma al estrictamente necesario” (Morris, 2015, p. 75). El hombre nunca renunció a lo ornamental y a lo decorativo. Ese impulso diseñador es una constante antropológica, algo de lo que “ninguna nación, ninguna sociedad, por ruda que fuera, ha prescindido totalmente de ellas; al contrario, hay pueblos, no pocos, de los que apenas sabemos nada salvo que idearon unas u otras formas hermosas” (Morris, 2018a, p. 55-56).
Desde siempre, en todas las civilizaciones humanas, las cosas útiles han sido decoradas y embellecidas. Y así fue, durante miles de años (aunque los nombres de todos aquellos artesanos hayan sido ignorados en las crónicas históricas). No se trata de algo superfluo o prescindible. Es un asunto primordial, que tiene que ver con la forma misma de habitar el mundo. Morris entiende que un modo de vida deseable es aquel en el que el trabajo humano no es una actividad completamente penosa y doliente. Un modo de vida -y un orden social- que permita algún “uso placentero de nuestras energías” (Morris, 2015, p. 77). Porque embellecer el mundo con las manos no es una frivolidad, sino el impulso generoso de unos hombres que no están esclavizados por un sistema laboral embrutecedor.
En ese sentido, las “artes aplicadas” o “decorativas” tienen (o deberían tener) un objetivo doble: incorporar belleza al producto del trabajo humano, y añadir placer a la tarea productiva (Morris, 2018c). Desafortunadamente, en el mundo moderno se han deteriorado ambos aspectos: los objetos fabricados son cada vez más insulsos y monótonos (nuestro entorno vital está atiborrado de fealdad) y el trabajo ha sido despojado de todo placer (de hecho, para buena parte de la población se ha convertido en una maldición insufrible). Cuán lejos se estaba -así se lamentaba Morris- de una situación en la que los trabajadores pudieran desempeñar su labor con calma y con dignidad, elaborando objetos bellos y de alta calidad. Una situación en la que los consumidores, a su vez, pudieran adquirir un determinado bien sabiendo que han pagado por él un precio justo, obteniendo un producto útil y a la vez hermoso, con la seguridad de que había sido confeccionado sin que mediara el abuso y la explotación (Morris, 2018a, p. 101-104).
Esas observaciones de Morris tienen un sabor neorromántico. Cosas muy parecidas dijo Friedrich Schiller, en el cual podrían detectarse ciertos elementos de rebeldía antiburguesa. Pensaba el escritor alemán que la utilidad se había convertido en un nuevo “ídolo” al que todos debían plegarse y someterse. Solo el arte sería capaz de salvarnos de un utilitarismo tan mezquino y totalizante. Hasta cierto punto, en esas reflexiones reverberaba una importante carga de “crítica social”, en lo que tiene que ver con la denuncia de los efectos más nocivos de la mecanización y de la especialización del trabajo, abominables dinámicas que estaban provocando la fragmentación espiritual de los hombres (Schiller, 1990, p. 145). Se quejaba Schiller -al igual que lo haría Morris un siglo después- del predominio de unas monotonías productivas despojadas de todo placer. Esa “humanidad moderna” (neuern Menschheit) estaba compuesta por criaturas interiormente escindidas, cuya “existencia mecánica” discurría en un “artificioso mecanismo de relojería” (Schiller, 1990, p. 147). Solo el juego de lo artístico podría salvarnos de tan desolador panorama.
El modo industrial de producción había despojado al trabajo de todo placer, al mismo tiempo que arrojaba al mundo productos cada vez más feos y desagradables. Proletarios cuya labor era un suplicio, obligados a participar en la producción masiva de fealdad. Y es que solo aquellos hombres que aún puedan sentir alegría en su trabajo serán capaces de producir objetos verdaderamente hermosos. Al capitalismo se le debe criticar por la explotación de los trabajadores, por la miseria social generada y por la brutal desigualdad. Pero también por haberle robado a los hombres la capacidad de trabajar alegremente; por haber hecho del trabajo algo insufrible y despojado de cualquier atisbo de creatividad artística. El mundo moderno bloqueó la posibilidad de realizar un “trabajo placentero”, concepto que a partir de ese momento se convirtió en un oxímoron.
Un esteta politizado y radicalizado
El gótico medieval también suponía para Morris un ideal de belleza. Debe mencionarse su íntima amistad con Edward Burne-Jones, el pintor que propugnaba una “cruzada y guerra santa contra la época” (citado por Thompson, 1988, p. 32). Son decisivos sus vínculos con la denominada Hermandad Prerrafaelista, y sobre todo con el pintor Dante Gabriel Rossetti. Estábamos a la altura de 1850, y es cierto que en este período Morris sí canalizó su odio a la civilización moderna por senderos sentimentalistas y explícitamente románticos, en el sentido de añorar mundos premodernos, sumergiéndose en algunas fantasías medievalistas (Thompson, 1988, pp. 46-64). Nunca pudo reconciliarse con un mundo que era hostil a la belleza. No quiso acomodarse a una civilización tan groseramente anti-artística. También Morris desplegó actitudes escapistas, deseando huir de la fealdad del presente, para refugiarse nostálgicamente en leyendas, mitos y otros mundos de ensoñación. Véase su poema épico The Earthly Paradise (varios volúmenes publicados entre 1868 y 1870). Siempre sintió fascinación por los valores heroicos de las sagas nórdicas (sus viajes a Islandia son significativos).
Sin embargo, en los años ochenta terminaría pasando a la acción (aspecto que lo diferenciaba sustancialmente de los prerrafaelistas). No era la suya una sensibilidad enfermiza o abúlica, sino enérgica y combativa. Era visceral su rechazo de una civilización que se mostraba hostil a la belleza. Pero ese pasar a la acción no implicaba un abandono de sus ideas estéticas precedentes, que permanecían intactas. ¿Un pensador utópico? Hablaba en sus artículos y conferencias de revolución proletaria. La sociedad capitalista debía ser abolida.
Resulta curioso que, en vistas de lo cual, Engels lo despreciase o infravalorase, tildándolo (en una carta fechada en 1886) de socialista “soñador” y “sentimental” (Faulkner, 1984, p. 19). Pero en Morris, la crítica estético-moral de la civilización capitalista terminó desembocando en ciertas conclusiones muy en consonancia con la crítica de Marx. No hubo ruptura o dicotomía, entre su talante romántico y su vocación socialista. Ambos aspectos quedaban perfectamente acoplados en su carácter y en su pensamiento (Levitas, 2007). Si acaso, y como bien apunta Thompson, Morris penetró con más ahínco en ciertas cuestiones que en Marx solo estaban esbozadas. “Lo que Marx no tenía ni tiempo ni espacio para desarrollar en detalle iba a convertirse en adelante en una preocupación central del pensamiento de Morris” (Thompson, 1988, p. 45). La degradación espiritual de los obreros, por ejemplo, y el desfallecimiento de las artes en la sociedad capitalista.
Sostenía Morris que el sistema económico y político vigente se rige por una lógica literalmente inhumana, puesto que la producción no se organiza de acuerdo a las necesidades reales de las personas. Todo el sistema está destinado a producir una cosa distinta: beneficios. “Al fin y al cabo, aunque los trabajadores producen accesoriamente algunas cosas útiles (de lo contrario no podríamos sobrevivir), la esencia de la razón industrial no es la producción de bienes sino de beneficios para los privilegiados que viven del trabajo de los demás” (Morris, 2015, p. 114). El industrialismo y el capitalismo son cosas diferentes, pero Morris se oponía a ambas.
La mercantilización del mundo avanzaba con espantoso estrépito, y las consecuencias de ello eran desastrosas en lo material y en lo espiritual. En ocasiones, se dejaba llevar por el desánimo.
¿Hay que reunir dinero? Cortad los agradables árboles que hay entre las casas, derribad edificios antiguos y venerables por el dinero que unos pocos metros cuadrados de suelo londinense podrán proporcionar. Contaminad los ríos, ocultad el sol y envenenad el aire con vuestros humos; nadie se preocupará de denunciarlo o repararlo. Nadie hará nada desde las oficinas y los despachos de contabilidad (Morris, 2018a, p. 108-109).
Sin embargo, esa misma intervención terminaba con una explosión de optimismo, pues Morris se mostraba esperanzado con la llegada de un mundo en el que habrán desaparecido las guerras motivadas por el comercio; un mundo en el que no existirán los siervos y los amos; un mundo en el que se habrán realizado la libertad, la igualdad y la fraternidad. Y en ese mundo, las artes recuperarán su vigor, sin que ello signifique que vayan a permanecer reservadas para una minoría. No habrá pobreza estética, pues la belleza se habrá popularizado y democratizado. La belleza grande y la belleza pequeña no serán un lujo, pues todos los hombres y todas las mujeres tendrán acceso a ella. Y el trabajo humano, que ya no será un suplicio, podrá construir un mundo más agradable, más limpio y más acogedor. Las manos trabajarán sin dolor, incluso lo harán con placer, y embellecerán el mundo (Morris, 2018a, p. 113-117).
La tradición marxista despreció durante bastante tiempo a Morris, al que muchos consideraban todo lo más un simpático y extravagante socialista no-marxista. Incluso el propio Ernst Bloch lo desdeñó. A su juicio, era el suyo un “anticapitalismo romántico” que no venía motivado por un compadecimiento hacia los pobres o por un encono contra los ricos. La de Morris era una crítica meramente estética. Lo que le reprochaba al capitalismo era su vulgaridad y su fealdad, sus constantes atentados contra el buen gusto. Era un socialista “de andar por casa”, más preocupado por la belleza de las cosas domésticas que por la inhumanidad explotadora del sistema. Se trataba de una “reacción agrario-artesanal” y “maquinoclasta”. Una utopía regresiva y neogótica, demasiado “ingenua” y “sentimental” (Bloch, 2006, p. 189-191). Pero tales críticas son injustas, y resulta muy sorprendente que precisamente un pensador como Bloch las haya proferido, sobre todo cuando él mismo hace comentarios muy parecidos a los de Morris; por ejemplo, en lo que tiene que ver con las diferencias entre el artesano premoderno y el obrero moderno (Bloch, 2006, p. 486-487).
Morris no era un esteta que ignorase la barbarie social producida por el orden capitalista. Era plenamente consciente de las dimensiones estrictamente político-económicas de tal modo de producción. No estaba preocupado únicamente por la fealdad de las fábricas; también lo estaba por la terrible lógica productiva que se desarrollaba dentro de ellas. De hecho, su trayectoria vital se desplegó en un sentido inverso al que suele ser más común, esto es, su compromiso con el socialismo y su activismo revolucionario se fueron acentuando con el paso de los años. Fue en su vejez cuando desplegó un radicalismo político tremendamente apasionado (Fernández Buey, 2016).
Morris era bastante contundente, en sus intervenciones orales y escritas. “La gente no puede ser feliz en un sistema semejante, pues su vida se convierte en un sucedáneo lamentable” (2015, p. 114). Pero su crítica no era solamente estético-espiritual.
El actual sistema basado en el sucedáneo seguirá haciendo de todos ustedes unas máquinas, como llevan siéndolo desde hace mucho tiempo: comen como máquinas, les atienden como a máquinas, les hacen trabajar como a máquinas y les desechan como a máquinas cuando no pueden seguir funcionando. Ante esto, la única respuesta posible es exigir el derecho de ser considerados ciudadanos […]. La exigencia de un salario digno, de una solución para el problema del paro, de un límite legal a la jornada laboral y otras medidas sensatas no son remedios infalibles para cambiar la sociedad de inmediato; pero la suma de estas demandas (que no dejarán de aumentar año tras año, no lo duden) me parece ya el primer paso en esta reivindicación […] Esto no es más que la punta del iceberg del sistema de propiedad existente, que, como he dicho antes, deberá desaparecer para que podamos producir de una forma racional y con placer (Morris, 2015, p. 115).
Morris plantea la necesidad de una lucha política enérgica, con vistas a lograr profundas transformaciones socioeconómicas, interviniendo en las condiciones materiales de vida. Véase, en ese sentido, su conferencia titulada “Comunismo” (Morris, 2014, p. 183-202).
No se adhiere a un primitivismo tecnófobo. Pero sí lanza tajantes invectivas contra la civilización moderna, que pretende sostenerse en un productivismo desaforado e insensato.
No estoy acusando a nuestra época de ser inútil: no hay duda de que el hombre civilizado estaba obligado a dominar la naturaleza y a realizar unos avances materiales inauditos para eras pasadas; pero hay señales que muestran que los hombres ya no son tan partidarios como antes de apostar por este aspecto de la lucha por la vida. La gente empieza a murmurar y a decirse: «Si ya hemos ganado la pelea con la naturaleza, ¿dónde está la recompensa? Hemos trabajado sin cesar, ¿es que nunca podremos disfrutar de ello? El hombre ha dejado de ser débil y ahora es poderoso. ¿Pero dónde queda esa felicidad que debería ser mayor? ¿Quién puede enseñárnosla y medirla para nosotros? […] Vemos los instrumentos que la civilización ha modelado; ¿qué va a hacer con ellos? ¿Fabricar más y más, y cada vez en mayor cantidad? ¿Para conseguir qué? […] El mundo se vuelve más feo cada día, ¿y qué ganamos a cambio en nuestra vida cotidiana? […] Ahora la naturaleza ha sido conquistada y seguimos estando obligados a sudar por un pobre salario» (Morris, 2015, p. 92).
El ciclón civilizatorio, que nos arrastra en esa lógica productivista, también envenena el aire que respiramos. En Morris encontraremos anticipaciones de un pensamiento ecosocialista (De la Cuadra, 2010).
Robert Page Arnot, un periodista y político inglés de ideas comunistas, publicó en 1934 William Morris. A Vindication, un escrito que trataba de ubicarlo como digno representante de la tradición marxista. Su hija menor, May Morris, se había dedicado entre 1910 y 1915 a editar las obras completas de su padre. Compartía las ideas socialistas de su progenitor. Ella misma publicaría en 1936 dos volúmenes titulados William Morris. Artist, Writer, Socialist. Sin embargo, su figura no alcanzaría una presencia destacada hasta 1955, fecha en la que E. P. Thompson dará a la imprenta su libro William Morris. Romantic to Revolutionary. Una obra sobresaliente y monumental, que nos muestra detalladamente el trayecto recorrido por Morris, desde la tradición romántica de Carlyle y Ruskin hasta unos posicionamientos revolucionarios y explícitamente socialistas. Thompson se opuso a las interpretaciones que habían pretendido desconectar el utopismo de Morris de las ideas marxistas. Sus críticas hicieron blanco, por ejemplo, en un extenso trabajo del marxista francés Paul Meier, titulado La pensée utopique de William Morris (1972) y traducido posteriormente al inglés como William Morris. The marxist dreamer.
Morris había gestado, a juicio de Thompson, una sugerente síntesis de romanticismo y marxismo; pero con ello había transformando y enriqueciendo a ambas corrientes. Y es que las tradiciones románticas y utópicas tenían posibilidades de antagonismo con el sentido común capitalista bastante más potentes de lo que se suele reconocer. Cuando el marxismo ortodoxo tildaba de “retrógrado” al socialismo de Morris se estaba privando de comprender ciertas dimensiones cruciales de la sociedad capitalista. Además, supo poner en juego la “imaginación utópica”, ese componente desiderativo y sentimental que había quedado muy desatendido por las versiones más ramplonamente mecanicistas y cientificistas del marxismo oficial. En ocasiones, la revolución precisa de esas “visiones”. Porque son estimulantes y prefiguran la praxis real. Bien es verdad, ya lo habíamos apuntado, que la cosmovisión de Morris quedaba envuelta en una atmósfera anti-industrial y anti-modernizante. Era una utopía romántica. Pero latían en ella evidentes componentes anticapitalistas y marxistas. Véase el espléndido “post scríptum” que Thompson publicó en 1976, en la reedición de su magna obra (Thompson, 1988, p. 697-745).
Raymond Williams (2001, p. 132-140) -que obviamente conocía el libro de Thompson- propondría en su Culture and Society (1958) un argumento muy similar, en lo que a la importancia de la obra de Morris se refiere. Su pensamiento miraba simultáneamente hacia atrás y hacia adelante. Sin negar cierta propensión al sentimentalismo, lo cierto es que sus razonamientos estrictamente económicos procedían de un compromiso firme con el socialismo revolucionario y con las aspiraciones políticas de la clase obrera organizada. No obstante, ese compromiso político no podía comprenderse sin una suerte de rebelión estético-espiritual “previa”, alimentada en este caso por ciertas “nostalgias” románticas. Sea como fuere, Raymond Williams no participó de la habitual incomprensión de la obra de William Morris exhibida por buena parte de los pensadores marxistas y socialistas.