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Literatura mexicana

versão On-line ISSN 2448-8216versão impressa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.33 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2022  Epub 08-Ago-2022

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2022.33.2.7731x08 

Artículos

Psycopathia lascasiana: la voluntad de poder (1)

Psycopathia lascasiana: the will to power (1)

Enrique Flores*1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, flowers@unam.mx


Resumen:

Este trabajo forma parte de una investigación más amplia —“Psycopathia lascasiana”—, cuya primera parte aborda la crítica de Menéndez Pidal a Las Casas y que aquí (la primera de dos notas sobre el tema) se lleva más lejos, analizando un ensayo del gran hispanista Américo Castro —“Fray Bartolomé de las Casas o Casaus”— a la luz de la noción nietszcheana de voluntad de poder que lo recorre él subterráneamente y de algunas derivas psicoanalíticas asociadas al “delirio paranoico”.

Palabras clave: Américo Castro; fray Bartolomé de las Casas; voluntad de poder; Nietszche; delirio

Abstract:

Within the framework of a broader investigation —“Psycopathia lascasiana”—, the first part of which studies Menéndez Pidal's criticism of Las Casas and which is taken further here, analyzing an essay by the great Hispanist Américo Castro —“Fray Bartolomé de las Casas or Casaus”— in light of the Nietzschean notion of the will to power that runs through him underground and of some psychoanalytic drifts associated with “paranoid delusion”.

Keywords: Américo Castro; fray Bartolomé de las Casas; voluntad de poder; Nietszche; delirio

Allí luego está el fuego, o lo que es, de la misma manera quel metal derretido de que hacen los tiros de artillería y las campanas. Está siempre moviéndose, y estos movimientos y hervores cuasi son oídos de los que arriba en la abertura estamos. Apologética historia sumaria

“Las alarmas del doctor Américo Castro”, genial reseña de Jorge Luis Borges al libro del filólogo español, titulado La peculiaridad lingüística rioplatense y su sentido histórico (1941), e incluida después en Otras inquisiciones (1952), es una reseña genialmente irónica y acertada de la visión paradójicamente eurocéntrica de quien fuera, justamente, tal vez, el más heterodoxo de los eruditos españoles de su siglo, y de otros:1reivindicador en efecto de la existencia de una civilización cristiano-arábiga-judía en tierra de Al-Ándalus —para no hablar de ‘España’, sanctasanctórum del casticismo español—, y para colmo nombrado precisamente con el nombre de ese alarmante, infiel, infausto y paranoico Nuevo Mundo. En su ensayo Borges alude a algunas observaciones aventuradas por el pesquisidor, como la del “desbarajuste lingüístico” de Buenos Aires y las “hipótesis del lunfardismo2 y de la “mística gauchofilia” nacional (Castro apudBorges 1997: 48). “El doctor”, según Borges, “apela a un procedimiento que debemos calificar de sofístico [...] o de candoroso”, dependiendo de si queramos poner en duda su inteligencia o su “probidad” (48). Lo que él muestra, en cualquier caso, son “ejemplos” de “nuestro depravado lenguaje”, declarados “síntoma de una enfermedad grave” (48) —como en el caso de Menéndez Pidal—, motivada por un descenso del impulso, o por así decirlo, de la potencia imperial: allí “donde el latido del imperio hispano llegaba ya sin brío” (48). Por no hablar de la degeneración implícita en doctrinas afines a la criminología y a la poética lombrosianas, recurrentes en obras clásicas como El delincuente español: su lenguaje, del criminólogo decimonónico Rafael Salillas. “Usan los medios más bárbaros de expresión”, apunta el filólogo, “que sólo comprendemos enteramente los familiarizados con las jergas rioplatenses” (50). Y Borges concluye con una retahíla de conceptos e invectivas que satirizan a la perfección una soberbia histórica y lingüística, y una ausencia de erudición y estilo:

No he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda) [...]. El español es facilísimo. Sólo los españoles lo juzgan arduo [...]: tal vez por un error de la vanidad; tal vez por cierta rudeza verbal [...]. El doctor Castro [...] abunda en supersticiones convencionales [...]. Ataca los idiotismos americanos, porque los idiotismos españoles le gustan más [...]. A la errónea y mínima erudición, el doctor Castro añade el infatigable ejercicio de la zalamería, de la prosa rimada y del terrorismo (Borges 1997: 50-53).3

Ante esto, el célebre ensayo de Américo Castro sobre el fraile dominico —“Fray Bartolomé de las Casas o Casaus” (1965)— cobra una relevancia, como se dijo, paradójica. Juan Goytisolo, otro “reivindicador” heterodoxo y admirador absoluto del autor de La realidad histórica de España, lo enfrenta tajantemente al antilascasismo en su ensayo “Menéndez Pidal y el padre Las Casas”, originalmente publicado en 1967 en los Cuadernos de Ruedo Ibérico. Pero sin citar, y esto es sintomático, el ensayo de Castro sobre el fraile dominico, enormemente complejo e incisivo, y que, sin negar por completo las iracundas intuiciones pidalinas, abre un espacio de discusión muy distinto, sembrado o plagado de preguntas.4

A diferencia del Filólogo, el Doctor evita enteramente el diagnóstico psiquiátrico y se limita a describir una psicología: lo que podría llamarse la ‘psicología del converso’. No sin señalar a Sigmund Freud, aunque sea de manera parentética y denegatoria —“(que Freud no tenía que descubrirnos)”—, cuando, en contra de la “dogmática declaración” de Leo Spitzer, el estilista austríaco, sugiere que “la biografía empírica de un autor del siglo XVI” refleja “la existencia de ‘complejos’ y ‘represiones’”, lo que “no quiere decir en absoluto que esos complejos se traduzcan literalmente en su estilo o que él haya adaptado a sus complejos los moldes estilísticos tradicionales” (Castro 2002: 198-199). En efecto, dice Américo Castro, La Celestina y muchas otras obras de aquella época son la “expresión literaria de situaciones humanas (que Freud no tenía que descubrirnos)”, y “los escritores no han puesto su sentir íntimo en paréntesis” (199). Ni han aguardado, añade, con una neta percepción de las escrituras modernas, “a que vinieran Joyce y Proust para advertirles de ser ya posible orientar, en el sentido que les trazara la vida, los elementos y formas de expresión a su alcance” (199).

Todo el análisis de Américo Castro deriva de una hipótesis central: su condición de judío converso. Su padre era “un modesto mercader sevillano, Pedro de las Casas”; sus hermanos partieron a las Indias, “como numerosos conversos solían hacer”; “un Diego de Las Casas, fue a Roma a negociar contra el Santo Oficio” —“sus padres y algunos de sus hermanos fueron reconciliados, y otros dellos fueron y están presos por delitos de herejía de mucho tiempo antes que él fuese a Roma”—. De manera que “hay la casi seguridad de que [...] procedía de una familia de conversos, pequeños burgueses arruinados”, y que, de acuerdo con un “precioso artículo” de Claudio Guillén, parezca “imposible no contemplar desde ese punto de vista la ‘santa furia’ del apóstol de las Indias —su apasionamiento, su iracundia, su tenacidad, su obsesionada convicción...” (192). “De ahí que”, como dice Guillén y recuerda Castro, “sea preciso examinar el posible linaje judío del obispo de Chiapas”, con su entramado estético-político: “Su obra entera, además, lo está pidiendo a gritos” (192).

“Las Casas era vanidoso”, dice Américo Castro, “y muchos lo han notado” (2002: 190). Anota que Menéndez Pidal ha notado la “vanidad genealógica” del fraile (1963: 194, nota 14) y lo describe “con cruz y anillo arzobispales, con un don y un fray” antepuestos, él, “hijo de un modesto mercader, menudo encomendero”, y “avaro” para colmo (193). Pero el problema crucial, cuya significación enigmática parece imposible obviar, es la elisión, la borradura, la alteración o tergiversación de su apellido: convertido de Las Casas en Casaus, como en el título del ensayo de Castro y en la firma misma de la Brevísima relación.5 El hispanista interpreta el hecho como una ocultación o una falsificación, vagamente asociadas al ansia y a la ambición o a un innombrado delirio de grandeza: “Las Casas ocultó su verdadera ascendencia (de su madre, ni palabra), y en cambio se confiere una falsa” (194) —y apela a otro historiador, Juan Pérez de Tudela, para afirmar que Las Casas “no era”, como ese nombre lo haría suponer, “familiar cercano de los orgullosos Casas o Casaus, señores de Canarias y descendientes o acompañantes de san Fernando, de oriundez francesa”— (194). Lo que solía hacerse en esos casos de “limpieza” o reivindicación era “comprarse”, dice Américo Castro, una “ejecutoria de hidalguía”, con la “escasa evidencia” que el título parece llevar implícita, al presuponer una sentencia con fuerza ejecutoria (194). Así, “hidalgo de executoria”, como apunta el Filólogo, apelando al Tesoro de Sebastián de Covarrubias, sería “el que ha litigado su hidalguía y salido con ella” (194-195). Porque “los conversos nunca olvidaban su torturada condición” (201). Por eso, con su ironía clandestina, “clamaba nuestro Las Casas o Casaus”: “‘Soy cristiano, y con esto viejo de algunos más que sesenta años’” (201-202).

Sin reparar en esa ironía, Castro opina que la posición de Las Casas “era la de un casticismo cristiano viejo, y no la de simple abogado de una causa justa, cuya posibilidad de ser llevada a la práctica le dejaba indiferente” (212). Inesperada conclusión, no tan lejana de la opinión pidalina: “El punto de vista de Las Casas no era ni bueno ni malo: era ilusorio” (1963: 212). Así lo muestra, más allá del diagnóstico psiquiátrico y en alusión al psicoanalítico, la “solución al enigma de esta nueva esfinge” (Castro 2002: 208) —sin nombrar a Tiresias ni a Edipo—, que, bajo un aspecto revelado o “inefable”, y al mismo tiempo horroroso o terrorífico, a la vez persecutorio y grandioso, tiene sus raíces, dice Castro, “no en la lógica sino en la psique”:

La solución al enigma de esta nueva esfinge no se halla en la lógica sino en la psique: el problema ingente entre Castilla y las costas del Pacífico, clavado en el corazón de fray Bartolomé, era para él inefable. Se trataba simplemente de la maravilla de ser cristiano, clérigo, dominico, obispo, amonestador del mayor soberano del mundo; y a la vez del horror de no sentirse seguro en cuanto a ser Casaus o Casas y rector de la más alta política castellana, o un cualquiera, emparentado con las víctimas del Santo Oficio (Castro 2002: 208).

Sin embargo, parece tentador vincular ese ocultamiento o esa falsificación con lo que Lacan ha llamado forclusión —o forclusión del nombre-del-padre—, a partir de su seminario sobre la psicosis y de su comentario sobre Freud y el delirio paranoico del juez Schreber (Lacan 1984). Según el Diccionario de Roudinesco y Plon, la forclusión sería un “mecanismo específico de la psicosis por el cual se produce el rechazo de un significante fundamental, expulsado afuera del universo simbólico del sujeto”. “Cuando se produce este rechazo, el significante está forcluido” (2008: 344). A diferencia de lo que sucede con la represión, el significante “no está integrado en el inconsciente” y “retorna en forma alucinatoria a lo real del sujeto” (344):

Después de haber comentado intensamente la paranoia de Schreber, y más tarde elaborado el concepto de nombre-del-padre, [Lacan] propuso traducir Verwerfung por forclusión. Entendía por tal el mecanismo específico de la psicosis, definido a partir de la paranoia, consistente en el rechazo primordial de un significante fundamental, expulsado afuera del universo simbólico del sujeto. Lacan distinguió este mecanismo de la represión, subrayando que el significante forcluido o los significantes que lo representan no pertenecen al inconsciente, sino que retornan (en lo real) con una alucinación o delirio que invade la palabra o la percepción del sujeto (Roudinesco y Plon 2008: 345).

Ya en su fascinante análisis del “caso Schreber”, Freud hablaba de la proyección como del principal “mecanismo paranoico”, y señalaba que no opera “sólo en la paranoia, sino también bajo otras constelaciones de la vida anímica”, “y aun cabe atribuirle”, decía, “una participación regular en nuestra postura frente al mundo exterior” (Freud 2007: 61). Como para Dalí y los surrealistas, la paranoia no sólo implicaba un retorno a lo real sino que podía formar parte de la percepción psicológica habitual. Y Freud añadía: “No era correcto decir que la sensación interiormente sofocada es proyectada hacia afuera; más bien inteligimos que lo cancelado adentro retorna desde afuera” —“retorno de lo reprimido”— (66).

La forclusión lascasiana se asociaría también al nombre-del-padre, como en el título del texto de Castro: “Fray Bartolomé de las Casas o Casaus”. Este último concepto, con guiones, sería el significante de la “función paterna”, “función del padre simbólico” o “metáfora paterna”. Según el Diccionario de psicoanálisis, esta noción corresponde a una interpretación antropológica del Edipo como pasaje de la naturaleza a la cultura: aquí, “el padre ejerce una función esencialmente simbólica: nombra, da su nombre, y con ese acto encarna la ley” (Roudinesco y Plon 2008: 760).6 Ahora bien, durante el “intenso” comentario que Lacan dedicó al texto de Freud sobre la paranoia del juez Schreber no sólo “conceptualizó la noción en sí”, sino que propuso traducir el concepto Verwerfung como forclusión. Refiriéndose a la relación del juez con su padre, “consideró la psicosis del hijo como una ‘forclusión del nombre-del-padre’” (760). Posteriormente, y de acuerdo con la línea trazada por el Diccionario, “extendió ese prototipo a la estructura misma de la psicosis”:

Según este enfoque [...], el pasaje edípico de la naturaleza a la cultura se opera de la manera siguiente: como encarnación del significante, porque él nombra al hijo con su nombre, el padre interviene con este último como privador de la madre, dando origen al ideal del yo. En la psicosis, esta estructuración no se produce. Como el significante del nombre-del-padre es forcluido, retorna en lo real, en la forma de un delirio contra Dios, encarnación de todas las figuras malditas de la paternidad (2008: 760).

La vinculación entre el raro diagnóstico pidalino de paranoia y la observación castriana sobre la castración, o forclusión, del nombre del padre, es al menos curiosa. En cuanto al retorno de lo real, a la tácita divinización del padre, al delirio contra Dios y a la encarnación de todas las llamadas malditas figuras de la paternidad, quedan en suspenso.

*

Aunque Castro cita —denegándolo— a Freud, su psicología parece más próxima a la de Nietzsche, a la Genealogía de la moral y a la noción fundamental de voluntad de poder (Deleuze 2002: 73-77). Subterránea y tal vez involuntariamente, su interrogación de Las Casas —que no niega la hipótesis paranoica del Filólogo— apunta a una interpretación de la “defensa” lascasiana, tan laberíntica, como voluntad de poder. Y eso a través de esa psicología del converso tan lúcidamente desenvuelta en su ensayo sobre el Clérigo —como prefiere llamarlo—, y tan inextricablemente entrelazada con la psicología sacerdotal y la muda voluntad de poder.

Los términos empleados por él desde el comienzo del ensayo son significativos: “Los españoles de casta hebrea continuaban estando muy conscientes del rango y del prestigio de muchos de sus antepasados, situados, desde hacía siglos, junto a los reyes y a la nobleza. Como cristianos nuevos, se esforzaban al máximo por acceder a cimas desde donde dominar” (Castro 2002: 189).

“Su ánimo y su mente se tensaron hasta un punto que hoy nos asombra”, escribe Américo Castro, y ello “con miras a sobresalir social, religiosa o intelectualmente junto a los reyes y los grandes” (190).7 Como sabemos, para el Doctor, “un modo de reaccionar a la mancha era echársela en cara a los igualmente manchados”, lo que condujo a muchos a ingresar, como Las Casas, a la orden dominicana, y a acceder en ella al “rango supremo”: “el de los inquisidores” (199). Asombrosa transformación, que nos indica cómo “la difícil posición del converso inteligente y emprendedor llevaba [...] a huir de sí mismo y a lograr riqueza, [a] sobresalir como pensador o científico [...], o como escritor” (195). Como dice Claudio Guillén, otros conversos escribieron crónicas e historias, no tanto para consolarse de su distanciamiento social con aquella visión conjunta de la sociedad que los segregaba como para expresar “su capacidad de dominarla comprensiva e intelectualmente” (Guillén apudCastro 2002: 192).

“Aplastados por la opresión”, dice Américo Castro, muchos conversos se crearon “una energía defensivo-agresiva proporcional a la embestida de la casta adversa” (2002: 190), y esto fue lo que hizo Las Casas: “mal dotado para la empresa heroica”, “incapaz” de narrar o describir “sin más lo acontecido o existente en las nuevas tierras”, inútil para “la callada tarea evangélica”, “prefirió reaccionar agresivamente contra los españoles” desde la base indiana que se construyó (200). Ese era otro rasgo de la psicología conversa: “la persona se enfrentaba agresivamente (en forma inteligente o artística) con la sociedad”, y consigo misma, “angustiada o esperanzadamente” (202).8 La angustia es fuente de agresividad, y el Psicólogo la detecta en “el silencio de Las Casas acerca de sus padres” (193), acerca de esos “penitenciados del Santo Oficio” (194), y en su cambio de nombre, portador de angustia: “Aquel nombre era una espina clavada en el corazón, y era mejor soslayarlo con una conjunción disyuntiva: ‘o Casaus’. ¿Cabe mayor o mejor prueba de que el apellido Las Casas ahogaba en angustia a su portador? ¿Quién, sino Las Casas, se presenta a sí mismo como una alternativa entre dos nombres?” (194).

Ya mencionamos “la ‘santa furia’ del apóstol de las Indias”, su “obsesionada convicción”, su “iracundia” (2002: 192). El Clérigo es “la ira de Dios”, pues, como dice el Psicólogo, “el indio es fin y es medio para el designio lascasiano”: los españoles son el “blanco” real “sobre el cual descargará la furia totalizante de un estado de ánimo sólo comparable al de Mateo Alemán” (195) —nada menos que ese nihilista genial—. Porque en la Destruición de las Indias, anota Américo Castro, hay algo “previamente destruido”: “la realidad del imperio indiano” (195). Y el temperamento de Las Casas es comparable a la geología volcánica:

Sus páginas sobre los volcanes son muy significativas. Ascendió hasta el borde del Masaya, en Nicaragua, para contemplar su profundidad [...]. La finalidad de la ascensión era contemplar la lava hirviente a inmensa profundidad, “el huego, o lo que es, de la misma manera que aquel metal derretido de que hacen los tiros de artillería y las campanas. Está siempre moviéndose e hirviendo, y estos movimientos y hervores cuasi son oídos de los que arriba en la abertura estamos” (Castro 2002: 197).

Voluntad de poder —como en aquella frase repetida a lo largo del ensayo—: “EN LO CUAL LES PARECÍA QUE TENÍA MÁS IMPERIO Y AUTORIDAD QUE LOS DEMÁS” (Castro 2002: 191); “al Clérigo le importaba tanto salvar almas y cuerpos de indios como poseer más imperio y autoridad que los demás” (191). Castro en esto es insistente: reitera una y otra vez el sonsonete, con la nítida intención de derivar el diagnóstico pidalino de paranoia hacia otra interpretación menos psiquiátrica, pero en el fondo acorde. “Polemizar hoy con él”, desliza Castro, “me parece poco eficaz. El encomendero-clérigo-dominico-obispo no estaba loco, no era santo ni malvado”, declara (196). Y libera enseguida la retahíla estigmatizadora del imperio español:

Este converso víctima de los casticismos lacerantes se arrojó a la aventura grandiosa de dotarse a sí mismo de una dimensión imperial. Afirmado sobre las magnitudes del imperio, intenta hacer rebotar aquel imperio, personal y suyo, sobre el mismo cuerpo político de la España imperial. El Clérigo maneja volúmenes inmensos de humanidad, sus términos de comparación son Roma, Grecia, Tebas, el imperio de Alejandro, la totalidad de las Indias; le atraen las cimas y las profundidades (Castro 2002: 196-197).

“No era ni santo ni malvado” (XXXX), pero tampoco era santo de su devoción. Y no sabe cómo liberarse de él. Pero la psicología que establece no carece de certeza, profundidad o historicidad. Todo lo contrario, ciertamente. El hecho psicológico que describe es crucial; ninguna interpretación de ese exaltado Siglo de Oro subsiste más allá de él. Por desgracia los escritos de Las Casas despiertan en el doctor Américo Castro los mismos resquemores que en los otros maestros filólogos. Asoman, en ella, más allá de la “siniestra oquedad” (197), y del sinsentido del horizonte abierto por la Conquista, el imaginario delirio de grandeza, la magnificencia y la monumentalización, sin prescindir del “ansia” o la “demencia”:

El imperio de Alejandro y el de los españoles eran para Las Casas una siniestra oquedad, desprovista de valor y de sentido; porque el único imperio para él estimable y defendible era el suyo, el del clérigo-dominico-obispo Casas o Casaus, expresado en sus antes citadas palabras: “parecía que tenía más imperio y autoridad que los demás”. La fusión en la obra lascasiana de los propósitos de ésta con el ansia de monumentalizarse, es algo más inmediato que su idea moralizante, o su demencia (197).9

Y no es que Castro, en su opinión al menos, no conciba las injusticias propias de la colonización. Pero “de nada sirve pensar en abstracto”, dice (212). “Las empresas coloniales han sido, y son, todas ellas infames desde un punto de vista moral”, pero “su inmoralidad [...] toma un aspecto diferente en cada caso” (212). La “interpretación satánica” que pesa sobre los nativos norteamericanos es tan absurda como la de la bondad total de los indios y la “perversidad ingénita” de los cristianos peninsulares (217). “Si los dominadores de Norte y Suramérica hubieran podido seguir el curso de lo juzgado hoy justo y bueno”, señala, con una sentencia que ratifica a menudo la eficacia de la invasión, “no existiría ahora nada de lo que existe entre Vancouver y Chile, entre Halifax y Buenos Aires” (217). Es cierto que “aún continúan sintiendo así los sefardíes”, escribe Castro, “supervivientes de matanzas y crueldades que superan en grado incalculable las cometidas por la Inquisición” (190), y lo es también que “los españoles cometieron enormes crueldades”, pero lo mismo hacían los aztecas contra los pueblos a los que subyugaban, y “todos los otros pueblos vencedores y dominadores de otros pueblos” (197).10 Esas “crueldades” entran, posiblemente, en el ámbito de lo “normal”. “Lo asombroso”, en todo caso, dice el Psicólogo, “es el opuesto trato que da [el Clérigo] a los españoles y a los indios” (197). Lo escandaliza, sobre todo, la actitud de Las Casas ante los sacrificios, visible en pasajes provenientes de la Apologética historia:

Las Casas no dice cómo hubiera podido evangelizar a los indios, si los aztecas hubiesen conservado sus costumbres y ritos; la figura del dios Uichilobos “era hecha y amasada [...] de todas especies de semillas [que] se hacían en toda aquella Nueva España. Estas semillas molidas (según se decía) se amasaban con sangre de niños y de niñas de las que sacrificaban en honor y reverencia de aquel dios Uichilobos”. El Clérigo tenía en altísima estima la religiosidad de los indios: “Los templos derrocados [por los españoles] pasaban de dos millones [...]. Todas aquellas gentes de todas aquellas provincias eran en grande manera, en sus ritos y religión supersticiosa, religiosísimas” (Castro 2002: 196).11

Y es que a Las Casas, justamente, no parecen escandalizarle los sacrificios de los indios, mostrándose con ello muy poco “cristiano” y adicto a un “tacto” muy sospechoso:

Es curioso, no obstante, el tacto con que procede Las Casas. Describe, por ejemplo, “ciertos cuchillos de piedra [...] muy agudos, los cuales dicen que cayeron del cielo [...]. Estos cuchillos, como cosa muy sacra, por matar con ellos las cosas vivas que ofrecían en sacrificio, en tanta reverencia los tenían, que los adoraban, o en gran manera los tenían en veneración”. Las Casas no tuvo reparo en describir descuidadamente “matar cosas vivas”, pero sí lo sintió en escribir la verdad: “para sacar corazones de personas vivas” (Castro 2002: 196).

Pero el análisis va más lejos. El “tacto”, altamente sugestivo en el contexto de la violencia ritual, nos permite palpar esos “agudos” cuchillos de piedra con los que, “como cosa muy sacra”, los indios mataban “cosas vivas”, como si el gesto suprimiera la verdad —“sacar corazones de personas vivas”—, reprimiéndola, o deseara suprimir la violencia del sacrificio, cuando lo que sucede es precisamente lo contrario. Para Las Casas, escribe Castro, los templos no eran lugares donde se vertía “sangre de cuerpos dolientes” (197) y donde se arrancaban corazones con un cuchillo de obsidiana, y ver la ciudad desde su altura —y “mayormente del principal”— era “una cosa” que “más que encarecer se puede”: objeto a la vez de terror y de goce, “alegre y admirable” (197). Al final de un capítulo ligado a los sacrificios de niños, se habla de cómo iban los indios entre “danzas y bailes”, y “con gran devoción y alegría” (198). Hay un goce, una complacencia, una alegría, una luminosidad, en el modo como Las Casas trabaja —estéticamente también— el material del sacrificio:

Las Casas describe con la impasibilidad de un escritor naturalista cómo “honraban” los indios mejicanos a sus “dioses principales”: “Se hacían nuevos y señalados sacrificios, porque era como principal Pascua. Este día derramábase mucha cantidad de sangre, sacándose las orejas, las lenguas, y esto era muy común a todos; otros, los molledos e los brazos y e los pechos, dándose punzadas con navajas e piedra, que son lancetas de sangrar muy agudas [...]. Esta sangre que les salía cogíanla en papeles, y con los dedos rociaban los ídolos como quien rocía o esparce agua bendita [...]. Demás destos y de otros sacrificios, sacrificaban hombres [...]. Tendían de espalda a la persona que habían de sacrificar, de manera que quedaba el pecho muy teso, y teníanle atados los pies y manos. Entonces uno de los sacerdotes y ministros principales de aquél [...], con una piedra de pedernal [...], como el pecho estaba muy teso, y con muncha fuerza y ligereza, como estaba ya muy experto en tal oficio, abríalo fácilmente, y sacábale el corazón [...]. Algunas veces los sacerdotes viejos comían estos corazones [...]. Hecho aquel sacrificio, daban con el cuerpo de las gradas abajo; y si era de los presos en la guerra, el que lo prendió, con sus parientes y amigos, llevábanlo y hacíanlo guisar, y con otras comidas componían un regocijado banquete” (Las Casas apudCastro 2002: 198).

Castro no intenta reprimir su indignación ante esta descripción de Las Casas, que desborda la otra cólera habitual ante la delectación reiterativa de las frenéticas crueldades de los conquistadores. No es sólo el goce de esas crueldades sino el goce de esos horrores ceremoniales, más terrible y odioso todavía. Nadie duda, apunta Castro, que el “martirio” de esos inocentes atrajera favores celestiales, “pero el tono, casi de complacencia gozosa, con que Las Casas describe aquellos ritos, descubre sin más que el problema indiano era para él un medio” (200). Su defensa de los indios es una falsificación: contrasta “el modo de tratar a los judíos y sus creencias —‘tenaces en «su engaño y ceguedad»’— y el estilo suelto, luminoso y hasta alegre al describir los horrendos sacrificios humanos” (201). Así concluye el Psicólogo: “Las Casas ‘entendía’ la atroz religiosidad de los indios” (215).

El cómo y el porqué forman parte de esa psicología, que es también una fuerza y un estilo. La anarquía, por ejemplo: “como el hombre, además de juicio reflexivo, posee necesidades sensibles, apetencias y pasiones”, dice Castro, al quedarse “sin tutela y sin frenos” ―entre aquellos que no estaban situados en posiciones inconmovibles y muy cómodas (“los grandes señores y las grandes abadías”)― tenían “por fuerza que desparramarse en incoherencias anárquicas” (208). La subversión, asimismo, porque, como anota Castro, “en principio, y mientras no se demuestre lo contrario, toda persona [...] afanada por destacarse, ocupada en criticar y subvertir el sistema vigente de estimaciones, tiene muchas probabilidades de ser cristiano nuevo en la España del siglo XVI” (190). En el linaje del esperpento, porque, como atinadamente señala el analista, “las increíbles cuantificaciones de Las Casas tienen [...] mucho de fantasía esperpéntica —Cortés ensartando ‘cinco o seis mil indios’ no está nada mal”— (203, nota 38), y no es un delirio situar al fraile en la herencia de Valle-Inclán:

Para el Clérigo, Hernán Cortés es como un jifero que, en lugar de reses, matara hombres con sus propias manos. Las Casas se representa a Cortés en Cholula en estilo de “esperpento”: “Dícese que estando metiendo a espada los cinco o seis mil hombres en el patio, estaba cantando el capitán de los españoles: Mira Nero de Tarpeya a Roma cómo se ardía; gritos dan niños y viejos, y él de nada se dolía” (Castro 2002: 201).12

Bibliografía

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Roudinesco, Élisabeth y Michel Plon. Diccionario de psicoanálisis. 2ª ed. revisada y actualizada. Trad. Jorge Piatigorsky. Buenos Aires: Paidós, 2008. [ Links ]

1 Y ello, paradójicamente, por un autor caracterizado por su europeísmo, universalismo o cosmopolitismo.

2Los énfasis en las citas textuales son míos a no ser que se indique lo contrario.

3La reseña de Borges, incluida en Otras inquisiciones, se publicó originalmente en diciembre de 1941, como parte del número 86 de la revista Sur (Borges 1941: 66-70).

4El propio Castro cita al Filólogo indirectamente: “Se ha acudido a la hipótesis de un estado paranoico, de alucinación, para dar cuenta de las cifras increíbles, a todas luces falsas, usadas por el apóstol de las Indias. Así piensa don Ramón Menéndez Pidal en su conocida obra El padre Las Casas” (Castro 2002: 198). No deja de sorprender la omisión de la parte complementaria de su título: El padre Las Casas: su doble personalidad. O de su ensayo, delirante él mismo, sobre ese tema: “Una norma anormal del padre Las Casas” (1957).

5En la portada del libro se lee: “colegida por el obispo don fray Bartolomé de las Casas o Casaus...” (1984: 64).

6El “nombre-del-padre” inscribiría en el sujeto la ley de prohibición del incesto y la castración simbólica.

7Sobresalir no contradice, como señala Castro, la subversión: “En principio, y mientras no se demuestre lo contrario, toda persona bullebulle, afanada por destacarse, ocupada en criticar y subvertir el sistema vigente de estimaciones, tiene muchas probabilidades de ser cristiano nuevo en la España del siglo XVI” (2002: 190).

8“La madre Teresa y fray Bartolomé coinciden en un mismo formal esquema: retracción de la sociedad, agresividad contra ella, magnificación espléndida de su ser íntimo, protegido e inspirado por Dios” (Castro 2002: 203).

9“Las Casas tuvo la genial ocurrencia de construir un monumental problema indiano, basado en su persona, y lanzarlo desde las Indias contra la mente y el sentir de los españoles [...]. Como caudillo de un victorioso pronunciamiento espiritual, consiguió tratar con Carlos V como un emperador que hablara con otro”. Desde el punto de vista del Psicólogo, y de esto no cabría duda: “Todo el asunto [...] vino a reducirse a que el clérigo-dominico-obispo enfocaba la cuestión indiana desde la cúspide de su magnificencia, y así quedaba bien patente que él ‘tenía más IMPERIO y AUTORIDAD que los demás’” (Castro 2002: 200).

10“Los romanos, los invasores germánicos, los ingleses en la India, los franceses en África, los alemanes de Hitler, etcétera” (Castro 2002: 197). Ya Menéndez Pidal hacía un recuento del heroísmo y las glorias de la colonización.

11En este caso los subrayados, dedicados a exhibir las contradicciones del fraile, son de Américo Castro.

12Significativamente, “el mismo romance que Sempronio recita en el primer acto de La Celestina” (Castro 2002: 201).

Recibido: 15 de Noviembre de 2021; Aprobado: 03 de Mayo de 2022

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Doctor en Letras por El Colegio de México. Es investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus especialidades son la literatura colonial y las etnopoéticas. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Ha sido profesor invitado en la Universidad de Toulouse en dos ocasiones. Es miembro del comité de redacción de la Revista de Literaturas Populares y coordina la colección de libros virtuales Adugo biri: Etnopoéticas.

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