Introducción
Algunas décadas antes de que Ortega y Gasset (1982) y Keynes (1988) discutieran sobre las posibilidades de una sociedad liberada del trabajo, el norteamericano Thorstein Veblen (1857-1929), desde su relativa marginalidad académica y social -emigrante de familia no anglosajona, no cristiano e igualmente poco ortodoxo en cuanto a su vida afectivo-sexual para los cánones de la conservadora sociedad norteamericana- supo anticipar con lucidez e ironía el "lado malo" de esa ociosidad que alentaba el despliegue del capitalismo.
A punto de franquearse el siglo XX, Veblen, desde una mirada compleja y multidisciplinar que se despliega por campos como la filosofía, la economía, la psicología social o la antropología, consiguió atisbar la mutación que la sociedad capitalista estaba a punto de sufrir, hasta el punto de que en una fecha tan temprana como 1919, Veblen -en una de las primeras apariciones del término- se refirió a su tiempo como una "era postmoderna" (Veblen, 1919). Si Marx había sido el teórico más certero del capitalismo en su fase de producción, a Veblen le corresponde el mérito de haber diseccionado la lógica de un modo de producción que estaba entrando en su fase de consumo. Sus lecturas se complementan: allí donde Marx desentraña la lógica objetiva que regula la producción y el intercambio de mercancías, Veblen se concentra en las dinámicas subjetivas que trabajan a favor del capitalismo. Frente al análisis de Marx, el de Veblen psicologiza la lógica del capitalismo haciendo descansar en la emulación el principal motor del sistema económico.
Con la finura del psicólogo social y el desparpajo del outsider, Veblen anticipa rasgos de nuestras sociedades contemporáneas, que en ese momento ya se vislumbraban en el horizonte; desde la progresiva colonización de las universidades y los centros de educación superior por la lógica del management empresarial: "hay una cierta tendencia en la dirección de los seminarios del saber superior a sustituir al sacerdote por el capitán de industria" (Veblen, 1899: 380), hasta la absurda y desmesurada importancia concedida en nuestra sociedad al deporte, signo de "un desarrollo retrasado de la naturaleza moral del hombre" (Veblen, 1899: 262), desde el papel de la moda y el vestido como mecanismos otorgadores de identidad y prestigio social, "la necesidad del vestido es una necesidad eminentemente espiritual o superior" (Veblen, 1899: 174) hasta la conversión de los cuidados de las mascotas en una versión renovada del ocio ostensible, "en el afecto tributado a los animales favoritos se encuentra presente, en forma más o menos remota, el canon de lo costoso" (Veblen, 1899: 148).
Pero, sobre todo, Veblen es conocido por la implacable disección de aquello que a partir de él adoptaría el nombre de "clase ociosa". Este libro, Teoría de la clase ociosa, le deparó la fama de la que gozó durante algún tiempo y Lewis Mumford, su más influyente discípulo en el terreno de la antropología, se refirió a éste como "un cartucho de dinamita envuelto en papel de caramelo". Y no le faltaba razón.
Veblen y la irrupción del capitalismo de consumo
El origen de la clase ociosa es el resultado del proceso de acumulación de capital en manos del sector privado que había conocido el capitalismo en la última mitad del siglo XIX. La concentración de la riqueza fue un hecho que acompañó al capitalismo desde sus inicios, pero en el tránsito entre finales del siglo XIX y principios del XX ese proceso de acumulación había adquirido una dimensión desconocida hasta la fecha. A partir de ese momento, aparecía institucionalizado bajo la forma de una nueva figura: la gran corporación. Standard Oil Company, General Electric, Westinghouse, Ford, Steel Corporation son algunos de los gigantes de la industria que dieron forma a ese nuevo rostro del capitalismo norteamericano. En él adquirió tal volumen el proceso de acumulación que se hizo aconsejable disociar la propiedad de la compañía (owners) de su gestión concreta (managers) y permitió preservar el estatus dominante de una clase capitalista por medio de lo que Veblen denominaría la "propiedad ausente".
La clase ociosa que disecciona Veblen procede justamente de ahí, de esa minoría social que, repartida entre la propiedad y gestión de la empresa y la gestión de la política -entendida como una forma más de garantizar los medios legales que aseguren la continuidad en la acumulación-, atesora las riendas de la riqueza gracias al control de las rentas. Será esa condición rentista lo que le permitirá a la clase ociosa desplegar una capacidad de consumo hasta entonces desconocida. Los miedos que Ortega y Gasset (1982) y Keynes (1988) albergaban respecto a la incapacidad de los hombres y mujeres contemporáneos para llenar el ocio que el desarrollo de la modernidad permitía a ciertos sectores privilegiados, se ven confirmados en la demoledora diagnosis que Veblen hace de los nuevos ricos de su tiempo. Como dijera otro de sus lejanos discípulos, John Kenneth Galbraith: "La gran obra de Veblen es un comentario vasto e intemporal de la conducta de quienes poseen riqueza o andan en pos de ella y que, aparte de su dinero, carecen de la eminencia que -según suponían- iban a adquirir con él" (Galbraith, 2005: IX-X).
Hacia 1899, año de publicación de Teoría de la clase ociosa, para algunos economistas y filósofos era ya evidente que la pujanza económica de las sociedades capitalistas había convertido la riqueza disponible no tanto en una forma de ofrecer medios de subsistencia orientados a garantizar "la plenitud de la vida", cuanto en un signo de valor, esto es, en caracteres visibles que todo miembro de la sociedad ha de saber leer como parte de una semiótica de la distinción. Con Teoría de la clase ociosa, Veblen consiguió captar hasta qué punto la economía de su época se había sustraído de su otrora función primigenia: satisfacer los medios de subsistencia de una sociedad, para convertirse ante todo en un blasón social en un mundo que anticipaba ya el crónico narcisismo que lo caracterizaría con el correr de las décadas. En un tiempo sin la posibilidad de representaciones de narcisismo y autopromoción facilitadas por las redes sociales -Facebook o Instagram-, Veblen consiguió detectar ya, sin embargo, el esnobismo subyacente a las dinámicas más profundas de la vida moderna:2
Hoy día, los medios de comunicación y la movilidad de la población exponen al individuo a la observación de muchas personas que no tienen otros medios de juzgar su reputación, sino por la exhibición de bienes (y acaso de educación) que pueda hacer aquél mientras está bajo la observación directa de esas personas. (Veblen, 1899: 92)
Al insistir en el valor de cambio social de la riqueza, Veblen rehabilitaba algo del fetichismo que Marx (una de sus remotas influencias,3 además del pragmatismo americano) localizaba en el corazón de toda mercancía, al tiempo que anticipaba las sociedades posmodernas de consumo dibujada casi un siglo después por Giddens (1997), Baudrillard (2009), Bauman (2007) o Bourdieu (1988), entre otros.
Veblen constata con ira y desafección indisimulados cómo en el capitalismo de su tiempo la riqueza es la única base desde la que el individuo reclama su dosis exigible de reputación y estima social (Veblen, 2005). La posesión y exhibición de riqueza abstracta desplaza otros valores culturales, religiosos o políticos que en tiempos pretéritos hicieron a alguien digno de estima. Esa dignidad recae ahora en la capacidad de desplegar ante sí mismo y ante los demás un consumo conspicuo u ostensible, esto es, de llevar adelante aquellos actos de naturaleza económica cuya primera función no es satisfacer necesidad material alguna sino la de aumentar la reputación de quien los exhibe y ganar con ello estima social. Tal consumo ostensible se expresa prioritariamente en la capacidad de disponer de ocio, de poder practicar actividades como deportes costosos, la caza, la organización de fiestas y eventos sociales; de disfrutar de refinamientos desligados de las necesidades primarias o tener acceso a conocimientos y saberes notoriamente improductivos, como la enología, el protocolo o las lenguas muertas.
Como la nuestra, la sociedad que Veblen retrata tanto con finura como con desprecio ha sobrepasado hace mucho el umbral de la subsistencia. De ahí en adelante, la acumulación de bienes deja de tener un fundamento económico o existencial para convertirse en un asunto eminentemente social: con Proudhon, Veblen consideraba que el origen de la propiedad era el robo. Sin embargo, la ironía de Veblen reservará el más diplomático nombre de proeza a la adquisición de riqueza, una riqueza que a su juicio se origina en último término sólo a partir de una de estas dos posibilidades que repite a modo de mantra en toda su obra: "la fuerza o el fraude" (Veblen, 1899: 22). En la forma de vida capitalista, con independencia de su origen, la propiedad es, ante todo, la mejor carta de presentación ante un club social selecto y exclusivo al que todo el mundo desea pertenecer. La acumulación por desposesión es sólo el primer paso de una segunda fase de la historia económica del mundo que consiste en la emulación por acumulación. Como Marx -a quien tanto admiraba a pesar de no ser marxista-, Veblen entenderá que la propiedad es, antes que nada, un cierto tipo de relación social. La diferencia con Marx consistió en ver esa relación social cristalizada en un aspecto no evidente de la propiedad: el uso y distribución diferencial del tiempo de ocio que permite.
Con la distancia de un etnólogo, Veblen disecciona el quid pro quo que caracteriza a la lógica económica de su tiempo, que en muchos sentidos sigue siendo el nuestro. La riqueza o la propiedad no sirven ahora como un medio de disponer de un tiempo de ocio que permita el desarrollo de la plenitud de la vida (the fullness of life). Al contrario, la disponibilidad de tiempo no productivo y su necesaria visibilidad social a través del "ocio ostensible" es sólo "la demostración de una capacidad pecuniaria": la exhibición, en definitiva, del acceso a la propiedad. Al intercambiar medios y fines, al hacer que la posesión de riqueza -desconectada, en último término, de los recursos materiales que proporciona- se convierta en un fin en sí mismo, la riqueza genéricamente descualificada se convierte ahora en algo "intrínsecamente honorable y honra a su poseedor":
Se sostiene convencionalmente que el fin de la adquisición y acumulación es el consumo de los bienes acumulados […] Al menos, se cree que ésta es la finalidad económica legítima de la adquisición, única que la teoría debe tomar en cuenta. […] Pero sólo cuando se toma en un sentido muy alejado de su significado ingenuo puede decirse que ese consumo de bienes ofrece el incentivo del que deriva invariablemente la acumulación. El móvil que hay en la raíz de la propiedad es la emulación […] La posesión de la riqueza confiere honor; es una distinción valorativa. (Veblen, 1899: 32)
Con ello, la vida social se ha convertido, antes que nada, en el escaparate del consumo ostensible. Y ello no únicamente en la denominada "clase ociosa" -la que por capacidad económica estaría en condiciones de ignorar la presión por ganarse la vida- sino incluso en aquellos sectores de clases medias y bajas que se miran en ella y de la que obtienen sus mecanismos de medición de la reputación:
Ninguna clase social, ni siquiera la más miserablemente pobre, abandona todo consumo ostensible consuetudinario. Los últimos artículos de esta categoría de consumo no se abandonan, sino bajo el imperio de la necesidad más extrema. Se soportan muchas miserias e incomodidades antes de abandonar la última bagatela o la última apariencia de decoro pecuniario. (Veblen, 1899: 91)
A través de esa ubicua competencia social por la emulación, Veblen supo predecir la importancia que una rama como la publicidad habría de llegar a tener en la economía capitalista. Por el lado objetivo, esta importancia de la publicidad se anticipaba por el hecho de que en una economía en la que la capacidad de producción empezaba a superar con creces la capacidad de consumo, la competencia entre productores obligaría a dedicar un esfuerzo económico suplementario para situar los productos propios frente a los de la competencia. El costo final del producto se vería encarecido como resultado de esa "producción de apariencias vendibles", algo que para el austero Veblen sólo podía considerarse un gasto inútil e innecesario en tanto que no añade otra cosa que valor honorífico al producto. Pero por el lado subjetivo, la cada vez mayor importancia de la publicidad implicaría una feroz lucha por ganar la atención de los potenciales clientes y conquistar parte de su interés y de su capacidad de compra sobre la base de ese impulso emulativo que, como vemos, no afecta de manera exclusiva a la clase ociosa sino que gotea al resto de las clases sociales y que descansa "en el mismo fundamento ubicuo humano de miedo carente de razón, aspiración y credulidad" (Veblen, 1923: 320).
Veblen contempla con melancolía cómo la importancia de la calidad del trabajo bien hecho (workmanship) irá cediendo paso inevitablemente frente a la mercadotecnia y la capacidad de venta (salesmanship) y en ello incluye aspectos relativamente novedosos en su tiempo y hoy centrales para nuestra sociedad de mercado, como son el packaging (Veblen, 1923: 152), la publicidad en medios de comunicación o el uso de prescriptores de un producto con alto valor social en términos de emulación. Asimismo, Veblen anticipa el inevitable resultado de que, gracias a la publicidad, las grandes corporaciones habrían de aumentar exponencialmente su poder frente a los pequeños productores, incapaces de competir en el mercado de la publicidad con las grandes marcas. Atento a los detalles que manifestaba la economía de su época, Veblen pudo vislumbrar el potencial de crecimiento que un sector económico como la publicidad habría de experimentar en el futuro, con su ejército de artistas gráficos, guionistas, publicistas, comunicadores, psicólogos, etcétera, volcados en la publicidad impresa en periódicos y revistas, pero también por medio de circulares, correo comercial, folletos distribuidos por correo o en forma manual, vallas publicitarias, entre otros (Veblen, 1923: 316). Su pronóstico de que la mitad del espacio de los periódicos y revistas semanales de información acabaría siendo ocupado por mera propaganda comercial se ha cumplido con una sorprendente exactitud. La publicidad para Veblen es una suerte de "venta en ausencia" guiada por la antigua fórmula latina de la Suppressio veri, suggestio falsi (supresión de la verdad, sugerencia de la falsedad) y como tal venta en ausencia es el mecanismo natural que le corresponde a un capitalismo que tiene en la "propiedad en ausencia" su más acabada configuración.
La impugnación antropológica del homo economicus
Se diría que la teoría social de Veblen del consumo ostensible aspira a tener un alcance casi antropológico-general. Y probablemente sea el carácter omniexplicativo de la tesis de Veblen en su Teoría de la clase ociosa lo que por momentos le reste parte de su plausibilidad. Como señala Adorno, "la conspicuous consumption se hace idea fija en Veblen" (Adorno, 1962: 92). En ese deseo de emulación y competencia social yace, para él, la explicación de casi cualquier fenómeno social: desde las conductas ceremoniales del potlach hasta la curiosidad intelectual del catedrático; desde la arquitectura religiosa hasta la caza. La competición social es la responsable del conservadurismo de la sociedad y la fuente de los principales obstáculos al desarrollo cultural. Hasta la belleza de la que nos rodeamos queda bajo sospecha ante la mirada vebleniana como si se tratara de un velo superficial que esconde "nuestro sentido de lo caro".
La reiterada ausencia de fuentes o datos para la reconstrucción que Veblen lleva a cabo de esa historia económica de la humanidad en su Teoría de la clase ociosa permiten sospechar que el interés de su discurso está más cerca del espíritu de denuncia del crítico social que del rigor de lo científico. Su descripción histórica -visiblemente especulativa-, su insistencia en una presunta neutralidad axiológica que su lenguaje comprometido desmiente o la idealización casi rousseauniana del "buen salvaje" que atraviesa su obra (como negativizado del homo economicus moderno), son rasgos que acercan a Veblen al moralizador y lo alejan del científico social. El humor, la ironía y el ridículo, como ocurre con su coetáneo europeo Karl Kraus, son tan sólo los mecanismos de la crítica a una sociedad que ambos desprecian; el vehículo del que se sirven para una sátira social que no oculta su rechazo al mundo que les ha tocado vivir.
Sea como fuere, el alcance antropológico que pretende su tesis es vasto: en el dibujo que Veblen realiza, la sociedad norteamericana de su tiempo en realidad sólo se diferencia de las sociedades anteriores en una cuestión de grado: la sociedad norteamericana ha radicalizado algunos de los rasgos que es posible encontrar en la práctica totalidad de sociedades pretéritas en las que se ha abandonado el umbral mínimo de la subsistencia. La única excepción a esta regla histórica parece ser la del estadio salvaje primitivo de la humanidad -y esa es la razón que llevó a Perry Miller a calificar a Veblen de "bardo del salvajismo" (Diggins, 2003: 42)-, pues los primeros rudimentos de la clase ociosa que Veblen disecciona aparecen en realidad en las comunidades humanas tan pronto como se abandona el "salvajismo pacífico", único estadio de inocencia, armonía e igualdad entre los sexos que han conocido las comunidades humanas, según Veblen.
Allí donde se han generado los excedentes suficientes como para permitir que un subgrupo social se libere del trabajo productivo, se prefigura una división del trabajo de acuerdo con una oposición jerárquica implícita: tareas no industriales y ceremoniales, por un lado, e industriales y productivas, por otro; actividades dignas de admiración ("hazaña") frente a trabajos productivos y reproductivos cotidianos ("tráfago"). Esa oposición hazaña/tráfago adquiere en el tránsito del salvajismo a la barbarie, según Veblen, el aspecto de una división sexual del trabajo. En ella las mujeres realizan las tareas (re)productivas vulgares y los hombres se reservan las tareas nobles (la caza, la guerra, los deportes y las prácticas devotas). Pero pronto esa diferencia implícita dará lugar a partir de la "cultura bárbara superior" (esa que Veblen sitúa a partir de la Europa y el Japón feudales) a la distinción explícita entre la clase trabajadora y la clase ociosa, distinción que será la que quede definitivamente consagrada en lo que Veblen denomina la "cultura moderna".
Bajo el paraguas neutro de la descripción desapasionada de esa cultura moderna ("bueno y malo se emplean aquí, naturalmente, sin ninguna resonancia acerca de lo que deba o no deba ser"), Veblen lleva a cabo una demoledora crítica a los efectos perversos de la lógica económica asentada en la emulación competitiva. Su olfato psicológico le permite diagnosticar con precisión la figura histórica que antecede al sujeto neoliberal del capitalismo tardío, ese que como empresario de sí ha hecho de la competencia con los demás y consigo mismo el motor de su vida y la norma de su conducta.
Pero, al mismo tiempo, en la clase ociosa de su época Veblen ve cristalizados rasgos característicos del ser humano presentes en otros tiempos y en otros lugares. La sociedad moderna no ha hecho más que llevarlos al límite, pero en el fondo "la competencia moderna es, en gran parte, un proceso de autoafirmación basado en esos rasgos de la naturaleza humana depredadora" (Veblen, 1899: 268). Se trata, en efecto, del predatory instinct, del que la tendencia al consumo ostensible sería una extensión o modulación y que, como impulso elemental, se opone a otros no menos elementales pero antagónicos y posibilitadores del orden social como son el "instinto del trabajo bien hecho", el "vínculo parental" o el "instinto de curiosidad ociosa". La febril competencia (económica, social, deportiva, sexual) que alienta a la sociedad moderna constituye, en el fondo, la huella de la barbarie que -adecuadamente estilizada- se conserva en la sociedad contemporánea. Pero esos vestigios de rasgos arcaicos que descuellan en ella no son exclusivos del modo de subjetivación capitalista, sino que están presentes en mayor o menor medida en todas las fases precapitalistas de la humanidad donde se haya sobrepasado el nivel de subsistencia.
Lo anterior revela un rasgo importante del pensamiento de Veblen: frente a otras críticas del capitalismo, como la marxista, la de Veblen no es una filosofía que conceda progreso alguno a la historia. Más bien, parece sugerirse que si hay salvación, será en todo caso en un retorno al origen. Su discurso opera de facto con la clasificación, muy extendida en su tiempo (y hoy superada), de las sociedades humanas que Lewis Henry Morgan ofreció en su libro de 1877 La Sociedad Primitiva. Pero en Veblen esa secuencia de salvajismo, barbarie y civilización no responde en absoluto a un desarrollo o perfeccionamiento moral de ningún tipo. Al contrario, las fuerzas que dieron forma al ser humano de la cultura bárbara depredadora continúan en la sociedad civilizada bajo una fachada socialmente embellecida en los modos elegantes de la high society. Como buen evolucionista darwiniano, Veblen no percibe progreso en el devenir de la historia, únicamente un simple cambio. Será esa negación de la teleología lo que le separe en buena medida tanto de Marx como de los teóricos de la utilidad marginal de su época. Veblen no espera ni presiente que la historia esté dotada de un sentido y tienda hacia un final consumatorio, ni bajo el triunfo de la sociedad sin clases ni, mucho menos, bajo el supuesto equilibrio que garantiza una mano invisible del mercado.
Si en algún lugar hay que encontrar la contrafigura moral de la depredadora condición bárbara y moderna que Veblen disecciona, es precisamente en el estadio salvaje y primitivo: por su condición pacífica y su carácter igualitario; por su solidaridad grupal y la ausencia de toda separación entre una clase ociosa y una productiva. En definitiva, por "su buena voluntad, su honestidad y un interés no emulativo y no valorativo en los hombres y en las cosas" (Veblen, 1899: 230). Lo que caracteriza la actitud del primitivo -dice Veblen en un ejercicio casi de autodescripción- es su "simpatía complaciente […] hacia todo lo que facilita la vida humana, y una revulsión desagradable provocada por toda inhibición o futilidad de vida conocidas" (Veblen, 1899: 225).
Al retratar así a la sociedad primitiva, Veblen nos está ofreciendo en realidad el ideal social que late tras su denuncia de la sociedad de su tiempo: una suerte de moderno "comunismo primitivo", austero y laborioso, en el que la competitividad no sea la norma; en el que las mujeres hayan dejado de ser el botín o la propiedad del varón para volver a relacionarse en pie de igualdad con él y en el que todos sus miembros colaboren a la reproducción material de la sociedad con su trabajo productivo. Y ante una descripción que bien podría ser la que proponen los teóricos del ecosocialismo como solución a un horizonte poscapitalista, Veblen comenta:
El modo de vida salvaje, que fue, y en cierto sentido es, innato en el hombre, se caracterizaría por una considerable solidaridad de grupo dentro de una unidad relativamente pequeña que viva muy cerca del suelo y cuya subsistencia dependa irremediablemente de la eficiencia del trabajo de todos los miembros del grupo. En estas condiciones, el requisito primordial de la supervivencia sería una propensión no egoísta e impersonal a utilizar al máximo los medios materiales disponibles y una inclinación a emplear todos los recursos de conocimientos y materiales para el sostenimiento de la vida del grupo. (Veblen, 1914: 36-37)
Para Veblen, la actualización de los "recursos de conocimientos y materiales para el sostenimiento de la vida del grupo" supone, desde luego, la capacidad de la sociedad de integrar las posibilidades productivas de la tecnología a la altura de cada tiempo histórico. De ahí la defensa vebleniana de una suerte de tecnocracia gobernada por ingenieros y trabajadores como la defendida entre otros lugares en Veblen (2001). Pero en todo caso, este autor reconocerá que los valores característicos de las sociedades primitivas y en particular la "propensión no egoísta" resultan ser apuestas perdedoras en la sociedad contemporánea de Veblen (y desde luego en la nuestra). Su desaparición, su casi total extinción, es un ejemplo de inadaptación darwiniana a un contexto en el que tales actitudes socialmente cooperativas han pasado a ser disfuncionales en un entorno de competencia generalizada. La ironía de Veblen se explaya sin reservas sobre este punto: "El rasgo común más notable de los miembros de tales comunidades [primitivas] es una cierta ineficacia amable cuando se enfrentan con la fuerza o con el fraude" (Veblen, 1899: 15). Diríase que a la mentalidad primitiva le resulta incomprensible considerar la vida como una generalizada competición contra todo y contra todos. La lucha -que siempre fue contra lo no humano (la naturaleza)- en un momento del discurrir de la historia se generalizó también al interior de lo humano. La corrosión de lo común que se esconde tras esa inagotable bellum omnium contra omnes es el precio que nuestra sociedad paga por esa ubicua competencia y emulación social:
Los dos rasgos bárbaros, ferocidad y astucia, constituyen el ánimo o actitud espiritual depredador. Son expresiones de un hábito mental estrechamente egoísta. Ambos son altamente útiles para la conveniencia individual en una vida orientada hacia el éxito valorativo. Ambos tienen también un alto valor estético. Ambos son fomentados por la cultura pecuniaria. Pero ambos son igualmente inútiles para las finalidades de la vida colectiva. (Veblen, 1899: 281)
Esa propensión no egoísta y orientada a las finalidades de la vida colectiva que Veblen descubre en el modo de vida salvaje le sirve para mostrar que el retrato del agente económico que realiza la teoría económica de su tiempo es falsa. Y no tanto porque sus motivaciones no presenten empíricamente el autointerés que la teoría de la utilidad marginal atribuye a los agentes económicos en el capitalismo, sino porque esa teoría, en un craso ejemplo de ahistoricismo, es incapaz de cobrar conciencia de cuánto socialmente construido hay en esa subjetividad autointeresada que caracteriza al homo economicus.
El institucionalismo de Veblen alerta ante la tentación de dibujar una naturaleza humana abstracta y universal al margen de las concreciones específicas que sufre en su devenir concreto ese puñado de inclinaciones y propensiones que es el ser humano. La gran censura que Veblen dirige a la "economía recibida" tiene que ver con la fragilidad de sus fundamentos antropológicos; con su incapacidad de dar cuenta mediante su dibujo esquemático, mecánico y formal, de los motivos específicos que activan la agencia humana; con su ceguera, en fin, para el abigarrado trasfondo institucional y cultural en el que se desarrolla la vida de los hombres y mujeres. En un texto brillante, Veblen resume su crítica a la antropología que soporta el discurso de la economía ortodoxa:
En todas las formulaciones recibidas de la teoría económica, ya sea a manos de los economistas ingleses o en las de los economistas del Continente, el material humano del que se ocupa la investigación se concibe en términos hedonistas; es decir, en términos de una determinada naturaleza humana pasiva y sustancialmente inerte e inmutable. […] La concepción hedonista del hombre es la de un calculador fulgurante de placeres y de penas, que oscila como un glóbulo homogéneo de deseo y de felicidad bajo el impulso de los estímulos que rozan su superficie, pero que lo dejan intacto. No tiene antecedente ni consecuente. Es un dato humano aislado, definitivo, en equilibrio estable, excepto por los golpes de las fuerzas que le desplazan en una u otra dirección. Autosuspendido en un espacio elemental, gira simétricamente en torno a su propio eje espiritual hasta que el paralelogramo de fuerzas se abate sobre él, momento en que sigue la línea resultante. Cuando se agota el impacto, vuelve al reposo, como un glóbulo de deseo autosuficiente, como antes. (Veblen, 2011e: 152-153)
Asimismo, Veblen muestra de modo sutil cómo, en su intento de obtener legitimación a su saber, la teoría económica neoclásica se siente obligada a aproximar sus modelos a los de la física newtoniana (cálculos, trayectorias, composición de fuerzas, restablecimiento de equilibrios, espacios vacíos, etc.), hasta el punto de enterrar bajo el espantajo del homo economicus el que debería ser su objeto de análisis real: la conducta humana. Para la doctrina económica recibida -en su versión clásica pero especialmente en las reformulaciones neoclásicas marginalistas- el ser humano es considerado como un abstracto y mecánico "preferidor racional", obsesionado exclusivamente con maximizar su propia utilidad al margen de cualquier otra consideración.4 Aspectos relacionados con la búsqueda del sentido, con el deseo de autoexpresión, con la curiosidad desinteresada, con la solidaridad grupal e intergeneracional o con el simple y puro placer del trabajo bien hecho resultan ininteligibles para modelos que no conocen otra variable como "piedra de toque de la verdad absoluta" (Veblen, 2011a: 418) que el romo cálculo hedonista.
Con ello, lo que Veblen censura a la teoría de la utilidad marginal es la debilidad de sus fundamentos metodológicos y, sobre todo, su ingenuo positivismo. Al detenerse y dar por definitivos aquellos elementos culturales cuyo origen y evolución habría que explicar (como la propiedad privada o el derecho a realizar contratos libres), la teoría apela a los hechos y con ello pretende "poner fin a la investigación justamente en el punto donde la empieza la ciencia contemporánea" (Veblen, 2011c: 518). La teoría paga con ese gesto su tributo a la ideología dominante: asume como condiciones inmutables y dotadas a priori de una validez universal y absoluta elementos que bajo una mirada menos formalista y mecánica deberían mostrarse como resultado de un desarrollo que revele tanto su génesis histórica como su eventual contingencia futura:
Como toda cultura humana, la civilización material es un tejido de instituciones: una construcción y un desarrollo de instituciones. Pero las instituciones son una excrecencia de los hábitos. […] Es evidente que una teoría económica que se ocupe exclusivamente de los desplazamientos de la naturaleza humana coherente y elemental, en condiciones institucionales dadas y estables -como es el caso de la economía hedonista en boga- sólo puede llegar a resultados estáticos, puesto que hace abstracción de todo elemento de carácter dinámico. (Veblen, 2011c: 519)
La crítica de Veblen a los fundamentos antropológicos de la economía neoclásica se suma así a la de las "robinsonadas de la economía política" que Marx realizara en El Capital (Marx, 2008). La doctrina económica dominante presenta los individuos del juego económico como mónadas o átomos cuyos lineamientos básicos vienen dados de una vez para siempre, sin hacerse cargo de las mediaciones que impone al deseo individual la cultura o las costumbres en las que se inserta la vida del individuo. Adorno acusó a Veblen de ser "un puritano, malgré lui" (Adorno, 1962: 83). Pero su censura del homo economicus descansa más bien en que en su figura ha quedado atrofiado el instinto del "trabajo de calidad" (instinct of workmanship), una suerte de gusto por el trabajo bien hecho que Veblen considera uno de los motivos básicos del obrar humano. En virtud del instinct of workmanship, toda actividad humana -también, por tanto, el trabajo productivo- está comprometida con una diligencia y un cuidado en su desarrollo que desborda los límites del autointerés estrictamente económico. La acción humana, en tanto actividad teleológica, persigue una adecuación racional de medios y fines en toda acción orientada a fines y contempla con desagrado el derroche, el despilfarro o la inadecuación entre los objetivos y los medios. La importancia del concepto -al que nuestro autor le dedicaría el que consideró su trabajo más importante (Veblen, 1914)- reside en que, con él, Veblen cree poder falsar la abstracción del homo economicus como un mero maximizador de la utilidad.
Veblen insistirá una y otra vez en la ceguera de la teoría económica oficial sobre que la acción económica no se desarrolla en un vacío moral o institucional, sino que está atravesada por una compleja urdimbre de hábitos, normas, expectativas sociales, creencias y formas de vida que no son una mera excrecencia que la teoría pueda dejar de lado. Los individuos desarrollan hábitos y costumbres, que cristalizan en instituciones, que a su vez moldean y dirigen los deseos, las metas y los propósitos de otros individuos en un desarrollo que se retroalimenta y que no permite un análisis puramente mecánico, puesto que en su replicación acepta mutaciones, variaciones o cambios, más o menos profundos, pero imposibles de anticipar de una vez para siempre y mucho menos de someter a leyes universales. Como señala Veblen: "Las necesidades y deseos, las metas y propósitos, los instrumentos y los medios, el alcance y los móviles de la conducta individual son funciones de una variable institucional de carácter altamente complejo y totalmente inestable" (Veblen, 2011c: 519).
Las instituciones no son, pues, un mero telón de fondo neutral sino la trama misma de la obra que se pone en escena en la vida social. Por tanto, atender al diseño institucional de una cultura es tan fundamental como dirigir la mirada a los individuos que se ven insertos en ella. La crítica que Veblen dirige a la sociedad de su tiempo tiene que ver con el hecho de que el diseño institucional que presenta el capitalismo de principios del siglo XX haya abrazado un puñado de "instituciones imbéciles" en lugar de otras orientadas a "permitir la corriente de la vida":
En el curso del crecimiento cultural, la mayoría de las civilizaciones o pueblos que han tenido una larga historia de vez en cuando se han enfrentado a un llamado imperativo a revisar su esquema de instituciones a la luz de sus instintos innatos, bajo la dolorosa amenaza del colapso o la decadencia; y han elegido de diversas maneras, y en su mayor parte a ciegas, vivir o no vivir, de acuerdo con su sesgo instintivo. En los casos en que ha ocurrido que esos instintos que contribuyen directamente al bienestar material de la comunidad, tales como como la inclinación parental y el sentido del trabajo bien hecho, han estado presentes con una fuerza poderosa, o donde los elementos institucionales que contradicen los intereses de vida de la comunidad o la civilización en cuestión han estado en un estado suficientemente débil, en esos casos se han roto los vínculos de la costumbre, la prescripción, los principios, los precedentes o se han aflojado o cambiado para permitir que la corriente de la vida y el crecimiento cultural continúen, con o sin retraso sustancial. Pero la historia registra casos más frecuentes y más espectaculares del triunfo de las instituciones imbéciles sobre la vida y la cultura que casos de pueblos que, por la fuerza de la percepción instintiva, se hayan salvado de una situación institucional desesperadamente precaria, como la que ahora [1913] enfrenta a los pueblos de Cristiandad. (Veblen, 1914: 25-26)
Crisis y “sabotaje capitalista”
Lo que a nuestro juicio hace que la denuncia que Veblen dirige a la economía de su época resulte tanto más relevante hoy de lo que lo fue en su tiempo descansa en otro aspecto central al que apunta su crítica: a la progresiva e insalvable disociación que constata entre los intereses generales de la comunidad y los intereses de una clase particular, y las consecuencias sociales y económicas de la concentración de la riqueza a que apunta la lógica del capitalismo.
Tal disociación se basa en una conocida oposición que Veblen establece en la estructura económica de la sociedad entre instituciones pecuniarias e instituciones industriales, que es paralela a la segmentación vebleniana de la sociedad en dos grandes grupos: el de los capitalistas (entre los que incluye, en una terminología que varía a lo largo de su obra, a los "propietarios ausentes", la "clase ociosa" o los "capitanes de la industria") y el de los trabajadores (a los que se refiere las más de las veces como "los ingenieros", los "trabajadores" o "el hombre común").
Las instituciones industriales son aquellas que proveen los medios para garantizar la reproducción material de las sociedades: la economía que subviene a la satisfacción de las necesidades por medio de distintas tareas productivas. Las instituciones pecuniarias son, por el contrario, instituciones adquisitivas, no productivas; de explotación, no de utilidad; en definitiva, un mecanismo de adquisición de la riqueza de carácter depredador del que dependen los intereses económicos (y la continuidad) de la clase ociosa de una sociedad: "su función tiene carácter parasitario y su interés les impulsa a dedicar cualquier sustancia de que puedan disponer a su propio uso y conservar todo lo que se encuentre en sus manos" (Veblen, 2005: 215). Con la descripción de lo que llama instituciones pecuniarias, Veblen ofrece un preciso anticipo de lo que, en términos contemporáneos, Acemoglu y Robinson han dado en llamar elites extractivas: "instituciones que tienen como objetivo extraer rentas y riqueza de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto distinto" (Acemoglu y Robinson, 2012: 195).
El trasfondo del análisis de Veblen denuncia la progresiva separación entre una economía al servicio del "sustento de la comunidad" y una economía que persigue única y exclusivamente la obtención de beneficio. La distinción, que aparece ya en su Teoría de la clase ociosa bajo la mencionada oposición entre instituciones pecuniarias e industriales, se hace central en su obra de 1904 Teoría de la empresa de negocios:
Antes de que los principios de los negocios llegaran a dominar la vida cotidiana, el bienestar común, cuando no era una cuestión de paz y guerra, giraba en torno a la facilidad y la certeza con que se podían suministrar suficientes medios de vida. Desde que los negocios se han convertido en el interés central y controlador, la cuestión del bienestar se ha convertido en una cuestión de precio […] Bajo el viejo régimen, la cuestión consistía en saber si el trabajo de la comunidad era adecuado para satisfacer las necesidades de la comunidad; bajo el nuevo régimen [de la empresa de negocio] esa cuestión no se plantea seriamente […] La prosperidad hoy significa la prosperidad del negocio; mientras que antaño solía significar suficiencia industrial. (Veblen, 2009: 109-110)
Desde nuestra perspectiva, resulta evidente cómo esa contradicción entre los intereses del todo social y los de una parte no ha hecho sino agigantarse con el paso de los años, hasta el punto de convertir la desigualdad en el primer problema de las economías desarrolladas (OCDE, 2015). A ese respecto, las palabras del economista marxista Paul M. Sweezy en 1957 siguen teniendo validez. En los cincuenta, a pesar de su crítica a Veblen, Sweezy tenía que reconocer que "el diagnóstico general [de Veblen] del ‘estado de la nación’ es […] sorprendentemente atinado y, por lo demás, más relevante para 1957 que para 1904 o 1923" (Sweezy, 1957: 106-107). Esto parece seguir siendo fundamentalmente correcto un siglo después de que su obra viera la luz, lo cual convierte la reflexión de Veblen en una aportación de sorprendente actualidad en sociedades como las nuestras, que no parecen experimentar contradicción alguna entre un continuo incremento del PIB de sus economías y un progresivo empeoramiento de las condiciones de vida para amplias capas de la población.
Veblen trató de localizar el momento de ese despegue definitivo de una economía al servicio de la maximización del beneficio en detrimento de una economía al servicio de la utilidad (serviceability). A juicio de este autor, tal desacople se produce en el tránsito de la "economía monetaria" a la "economía del crédito", eso que en 1910 Hilferding llamaría la irrupción del capitalismo financiero (Hilferding, 1963).
Siguiendo a su maestro Richard Ely, Veblen retoma la distinción de algunos teóricos alemanes de la economía entre "economía natural", "economía monetaria" y "economía de crédito". De acuerdo con esta distinción, en la economía natural la distribución de los bienes opera por trueque, bajo un intercambio "en especie" y sin intervención de los mercados. Frente a ello, la característica central de la "economía monetaria" es la existencia de mercados de bienes y el uso del dinero como "equivalente abstracto" para el intercambio de mercancías. La economía política clásica desde el siglo XVIII en adelante se desarrolló para la comprensión de las leyes que regulan esta economía monetaria. Finalmente, la "economía de crédito", que en el último tercio del XIX ya empezaba a ser incipiente, es aquella en la que el mercado de capitales ocupa un lugar prioritario en el intercambio económico, desplazando incluso el intercambio de mercancías. Ese es el factor diferencial cuya introducción lo cambia todo. Como señala Veblen: "El mercado de capitales [...] constituye el rasgo característico que singulariza la alta economía de crédito como tal" (Veblen, 2009: 93). El análisis de las implicaciones de ese desplazamiento de la economía monetaria a la economía de crédito otorga a la perspectiva económica del autor estadounidense un lugar privilegiado para comprender la naturaleza de las crisis del capitalismo.
En efecto, la teoría de la crisis en Veblen descansa en el importante papel que el crédito y la deuda desempeña en la economía financiera. Este sociólogo prestó una gran atención al fenómeno de la financiación de las corporaciones y el papel del crédito en la moderna economía, así como a los intereses creados (vested interests) que ciertos agentes económicos estructurales al sistema (como bancos y altos directivos no propietarios) podrían tener contra la estabilidad y el normal funcionamiento del sistema (algo para lo que Veblen acuñará el concepto de "sabotaje capitalista").
A diferencia de la macroeconomía clásica que funciona con "modelos de equilibrio" y, por tanto, asume que toda crisis económica es el resultado de un shock externo al sistema (catástrofes, irrupción de enfermedades, pérdida de cosechas, aumento precios de materias primas, guerras, etc.), para Veblen -como para Marx- las crisis son un resultado endógeno del funcionamiento del sistema capitalista, especialmente inevitables en un sistema basado en el crédito. A ese respecto, será de los primeros pensadores en llamar la atención sobre los peligros de la financiarización de la economía y sobre la responsabilidad de las entidades financieras en la inestabilidad del sistema económico y en sus crisis cíclicas.
Veblen anticipa con lucidez las consecuencias de ese desacoplamiento entre una economía monetaria (o productiva), que emplea el dinero como medio de intercambio universal de mercancías o instrumento de financiación para su producción y una economía de crédito -en último término especulativa- en la que el dinero mismo ya no es medio para la adquisición de mercancías sino mercancía en sí y en la que los mercados en los que el capital realiza su proceso de autovalorización son fundamentalmente los mercados financieros.
En la economía monetaria aún se aceptaba que el bienestar de la comunidad en general constituía el interés en torno al que habría de girar la legitimación de los procesos económicos. El afán de lucro era, desde luego, uno de los motivos subjetivos del juego económico, pero ese afán de lucro debía estar apoyado en un sostenimiento de las necesidades de los consumidores a través de bienes y servicios de acuerdo con el adagio mandevilliano que coordinaba "vicios privados" y "virtudes públicas". La decisiva transformación que supone la economía de crédito consiste en que el móvil de la actividad económica no será ahora la capacidad de prestar un servicio por medio de los bienes producidos, ni las ventas potenciales del producto, sino "la diferencia ventajosa en el precio del capital" que administran los gestores de las empresas. Dicho de otro modo: la maximización de los beneficios y del valor de las acciones en el mercado bursátil. Como dice Veblen en The Engineers and the Price System: para el capitalista "un beneficio razonable significa siempre el mayor beneficio que se pueda obtener" (Veblen, 2001: 11).
De acuerdo con la teoría de Veblen, para lograr el aumento de esos beneficios es preciso un volumen de inversiones empresariales cada vez mayor, pues "ninguna aceleración notable en los negocios tiene lugar sin una extensión del crédito" (Veblen, 2009: 116). En Teoría de la empresa de negocios, Veblen sugiere que los dos factores que permiten el aumento del beneficio empresarial son la rapidez de la rotación del capital y su magnitud, esto es, acortar el proceso en que el capital recibe sus réditos y ampliar el volumen de transacciones realizadas. Cuanto mayor es la capitalización de una empresa, mayores son sus ventas y mayor la rotación de capital, lo que contribuye a un aumento de las ganancias. Sin embargo, en el modelo de Veblen, esa mayor capitalización sólo es posible sobre la base del crédito facilitado por los bancos o por la aportación de capital de accionistas, que pasan a ocupar (de forma indirecta en el primer caso o directa en el segundo) el papel de propietarios parciales de la empresa. Los bancos y los "capitanes de las finanzas" se convierten, pues, en uno de los motores claves del crecimiento en tanto que de ellos dependen las empresas para satisfacer su necesidad de capital. A su vez, los bancos se convierten como alguna vez se ha señalado en "guardianes de la propiedad ausente" (Nayaradou, 2005: 38), pues el crédito sólo se otorga bajo la garantía de un crecimiento futuro del que obtener la capacidad de devolver los intereses directos de los préstamos (en el caso de los bancos) o indirectos a modo de reparto de beneficios (en el caso de los accionistas).
Pero este crédito, que para Veblen es el principal motor del crecimiento, es también el principal factor que desencadena las crisis económicas. Toda crisis comienza con un alza de precios en uno de los sectores de la economía. Los beneficios que prometen esa alza de precios atraen sobre ese sector la inversión en capital para las empresas en forma de créditos, préstamos u obligaciones. Desde luego esos préstamos aumentan la capitalización de la empresa, pero, por un lado, tal capitalización, al estar desconectada de la economía industrial (es decir, de la producción de bienes), presenta en el fondo un carácter inmaterial; son adelantos "puramente ficticios" (Veblen, 2009: 65) dado que "la capitalización es una transacción en fondos, no una operación física" (Veblen, 1923: 87). Sin embargo, además, en virtud de la interconexión de las distintas ramas de la economía, la inicial ventaja diferencial que favorece esa capitalización al inicio del ciclo expansivo "se pierde con prontitud o se rebaja en forma notable". Y en una perfecta descripción de las burbujas especulativas en que descansa la economía de crédito, Veblen señala:
Sin embargo, el efecto comercial de estas mayores perspectivas de ganancia es en la práctica el mismo: […] los hombres de negocio se muestran dispuestos a pagar precios más altos por el equipo y los implementos. De ahí que la capitalización efectiva (o de mercado) resulte aumentada para poder hacer frente a esas mayores perspectivas de ganancia. Esta recapitalización de los bienes industriales, que tiene como base esas lisonjeras perspectivas, aumenta el valor de tales bienes como garantías. […] Pero en el libre juego de esa floreciente empresa, típica de una era de prosperidad, los contratos se realizan sin un análisis exhaustivo de los bienes necesarios para asegurar su ejecución […] De allí resulta una discrepancia entre la capitalización efectiva existente en el transcurso de una época de prosperidad, y la existente al comienzo de la misma, y esa mayor capitalización constituye la base de una extensiva ramificación del crédito en forma de contratos (órdenes); al mismo tiempo, también el volumen del crédito documentado, aumenta, considerablemente, durante una era de prosperidad. (Veblen, 2009: 120-121)
En el ciclo alcista los activos de las empresas comienzan a revalorizarse, pero ello lleva a las empresas a tomar pie en esa revalorización para asumir compromisos a largo plazo que dependen de un mantenimiento de esa situación de prevalencia que pocas veces dura. En esas circunstancias, la capitalización, que en principio se vio como ventaja, "se transformará en una capitalización excesiva después de que su capacidad de ganancia haya declinado por la pérdida de aquella ventaja diferencial" (Veblen, 2009: 123). En ese punto comienza lo que los economistas denominan el "momento Minsky" del ciclo económico, pero que, como vemos, bien podía denominarse "momento Veblen": aquel instante en que las garantías contra las que se dieron los préstamos no pueden devolver más que los intereses ("etapa especulativa", en la denominación de Minsky) o ni siquiera eso y se ven obligados a seguir endeudándose para devolver incluso los intereses comprometidos ("momento Ponzi" en la terminología de Minsky). Todo ello desemboca en una situación de inestabilidad que únicamente aguarda el momento oportuno para estallar. En una descripción que Veblen realiza para la economía de su tiempo pero que un siglo después igualmente sirve con toda exactitud para el análisis de la crisis de las hipotecas subprime que dio origen a la debacle de 2007, Veblen señala:
Una vez producida esa situación, lo único que se necesita para provocar una catástrofe general es que algún acreedor importante descubra que la actual capacidad de ganancia de su deudor probablemente no garantice la capitalización sobre la que se ha pasado su garantía. En defensa de sus propios intereses, rechazará la ampliación de un préstamo, lo que provocará una liquidación forzada. La liquidación implica vender por debajo de los precios vigentes de los productos, lo que disminuye los beneficios de las empresas competidoras y los coloca en situación de insolvencia, extendiendo así el reajuste de la capitalización. No es muy raro que la quiebra de alguna casa bancaria sea el punto de partida de la consiguiente secuencia de liquidación, pero cuando así sucede, no hay duda de que se trata de un banco, cuyos fondos han sido arriesgados en préstamos poco prudentes a las empresas industriales del tipo de las que se estuvo hablando. (Veblen, 2009: 123))
El análisis vebleniano de las burbujas especulativas sobre las que cabalga el capitalismo parece seguir siendo correcto un siglo después. Lo que le permitió a este autor anticipar el crack del 1929 -la afluencia de dinero al mercado bursátil por parte de inversores individuales, de las grandes empresas o del sistema bancario a la espera de inmediatas revalorizaciones- sigue siendo una explicación válida de la crisis que asoló a la economía norteamericana y europea en 2008: un desajuste entre los factores de la producción real (eso que Veblen denomina instituciones industriales), las expectativas asociadas a la revalorización de las inversiones y el relajamiento de las garantías asociadas a los préstamos por parte de las instituciones financieras.
Pero además de las inevitables crisis, la expansión del crédito, según Veblen, produce otros efectos sobre la economía. Uno de ellos es la concentración empresarial, el aumento de tamaño de las corporaciones y la aparición de monopolios estimulados por las economías de escala, con la consecuencia de la expulsión del mercado de las pequeñas empresas ante la dificultad de financiación frente a las grandes corporaciones. Este sociólogo estadounidense será de los primeros teóricos en analizar la importancia de esa transición del capitalismo de competencia al capitalismo monopolista vinculada a la expansión del crédito y al auge del capital financiero.
Junto a esa tendencia monopolística, otra de las consecuencias de la financiarización de la economía es el divorcio de facto que ocasiona el aumento de tamaño entre la propiedad de la empresa y las personas dedicadas a su gestión efectiva. Tal divorcio es el causante, por un lado, de la aparición de una nueva clase gerencial y, por otro, del fenómeno concomitante que nuestro autor denominará "propiedad ausente" (absentee ownership): el tipo de propiedad que atesora esa clase ociosa o rentista y que, sin embargo, no participa de las decisiones que se toman en su gestión diaria de la empresa de negocios.
Mucho antes de que Alfred Chandler pusiera el acento en el crucial papel de los gestores ejecutivos en la configuración de la economía norteamericana de principios de siglo XX (Chandler, 2008), Veblen había llamado la atención sobre el papel que esta nueva clase empresarial habría de jugar en el capitalismo de "propiedad ausente". La aparición de esta clase gerencial formada por los altos ejecutivos junto con la continua demanda por parte de la "propiedad ausente" de beneficios (con independencia de si esos beneficios tienen su origen en procesos productivos o en mecanismos financieros) introduce en el sistema un conjunto de incentivos perversos que pueden tener como consecuencia que no siempre los intereses de los capitanes de la industria se vean alineados con los de los accionistas, los empleados o los de la sociedad en su conjunto (Veblen, 2001: 78).
De esta forma, el capitalismo permite la paradoja de que la estabilidad del sistema y su equilibrio no sean siempre necesariamente el mejor medio de garantizar los beneficios de una empresa. Y esa circunstancia abre paso a la posibilidad de un sabotaje -por lo demás realizado dentro de los más estrictos márgenes legales- desde dentro del sistema económico, no ya por parte de trabajadores y sindicatos sino por parte de los capitanes de la industria, los responsables y gestores de ese mismo sistema económico, interesados en "obstruir de forma consciente la eficiencia del sistema". Es a este abandono consciente de la eficiencia a lo que él denomina "sabotaje capitalista" (Veblen, 2001: 5):
El bien común, en la medida en que se trata de bienestar material, es evidentemente mejor atendido por un funcionamiento sin trabas del sistema industrial en toda su capacidad, sin interrupción ni dislocación. Pero es igualmente evidente que el propietario o gerente de cualquier empresa o sección dada de este sistema industrial puede estar en posición de ganar algo para sí mismo a costa del resto al obstruir, retrasar o dislocar este sistema operativo en algún punto crítico de tal manera que le permita obtener una mejor situación en sus tratos con el resto. (Veblen, 1919)
Para escándalo de sus contemporáneos, Veblen adoptó el concepto de "capitanes de la industria" que el escocés Thomas Carlyle había introducido en su libro Past and Present (1843) pero invirtió por completo su sentido. Allí donde Carlyle veía en estos capitanes de la industria "the ultimate genuine Aristocracy of this Universe" (Carlyle, 1843: 240), Veblen no veía otra cosa que una psique orientada al delito y al fraude. De ahí la continua asociación que establecía en su temprana Teoría de la clase ociosa entre los capitanes de industria (oligarcas y plutócratas) con los delincuentes:
El tipo ideal de hombre adinerado se asemeja al tipo ideal de delincuente por su utilización sin escrúpulos de cosas y personas para sus propios fines y por su desprecio duro de los sentimientos y deseos de los demás y carencia de preocupaciones por los efectos remotos de sus actos; pero se diferencia de él porque posee un sentido más agudo del status y porque trabaja de modo más consistente en persecución de un fin más remoto, contemplado en virtud de una visión de mayor alcance. (Veblen, 2005: 243)5
En la época en que el capitalismo estaba marcado por los nombres de héroes modernos de la economía y las finanzas como John Hopkins, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie o J. P. Morgan, entre otros, el dibujo que Veblen realiza de estos grandes "capitanes de la industria" es demoledor. Pero se trataba simplemente de levantar acta de la normalidad del juego sucio que define la competencia en el mercado. Con su diagnóstico, no hacía más que elevar a una suerte de tipo ideal weberiano lo que el norteamericano leía a diario en la prensa de finales del siglo XIX.6 Y con su habitual ironía Veblen remata: "Un sabotaje de este tipo es indispensable para cualquier gran éxito en los negocios industriales" (Veblen, 1919).
Conclusiones
Garantizar "las finalidades de la vida colectiva", "contribuir al bienestar de la comunidad", "prestar servicio al bien común": ésa es, pues, la piedra de toque desde donde se moviliza la censura de Veblen a la sociedad de su época. El principal recordatorio que nuestro autor tiene que hacer al individualismo de la teoría económica dominante es que la riqueza de una comunidad es siempre un producto social, algo que sólo puede brotar en el contexto de una colaboración entre individuos en el seno de una cultura que incluye dimensiones materiales e inmateriales; conocimientos e instituciones; usos y valores compartidos. Margaret Thatcher hacía valer los presupuestos ontológicos del individualismo neoliberal cuando insistía en que "no hay tal cosa como la sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias". Veblen le hubiera respondido que "lo que no hay es un individuo aislado y autosuficiente. Toda la producción es, de hecho, una producción en y por la ayuda de la comunidad, y toda la riqueza es tal solo en la sociedad. […] El individuo aislado no es un agente productivo" (Veblen, 2011b: 170). La épica del emprendedor solitario, del capitán de industria que se arroja sobre sus espaldas el esfuerzo titánico de la creación de riqueza no pasa de ser una interesada fantasía de la ideología económica que caracteriza al individualismo posesivo. Desmontar tal ficción y los intereses creados que la acompañan es la tarea de la crítica vebleniana. Y es en el marco de ese horizonte global de crítica a la economía y a la ideología de su tiempo donde hay que situar el análisis que Veblen realiza en su Teoría de la clase ociosa de las élites de Estados Unidos del cambio de siglo.